Tal como lo conocemos en la actualidad, el ser humano parece una trampa para capturarse a sí mismo. Aunque esto es indudablemente cierto desde hace millares de años, recientemente se ha acentuado de un modo muy peculiar con el desarrollo repentino, a través de la ciencia y la tecnología, de muchos medios nuevos de ejercer control sobre sí mismo y el medio ambiente. Cuando la ciencia moderna estaba en su infancia, la situación era menos evidente, ya que la aplicación de controles científicos a la naturaleza y a nosotros mismos, parecía que se podía extender indefinidamente por amplios caminos desprovistos de obstáculos. Pero hoy en día, después de la segunda guerra mundial y en la segunda mitad del siglo veinte, los inconvenientes del problema del control empiezan a ser evidentes en todos los campos de la actividad humana. Puede que donde aparezca con mayor claridad sea en las ciencias de la comunicación, que incluyen el estudio de la dinámica del control, y también en la psicología, la ciencia que trata con mayor intimidad el propio ser humano.
En su forma más simple y básica, de la cual todas las demás no son más que extensiones y exageraciones, el problema es el siguiente: el hombre es un organismo autoconsciente y por consiguiente autocontrolador, pero ¿cómo puede controlar el aspecto de sí mismo que efectúa el control? Todo intento de resolver este problema parece terminar en confusión, ya sea a nivel individual o social. A nivel individual el conflicto se manifiesta en lo que denominamos autoconciencia aguda, como cuando un orador público se ve frustrado por su propio esfuerzo para hablar debidamente. A nivel social, se manifiesta como pérdida de libertad de movimiento, que aumenta con cada intento de regular la conducta mediante la ley. En otras palabras, hay un punto más allá del cual el autocontrol se convierte en una forma de parálisis, como si pretendiera lanzar una pelota con una mano y, al mismo tiempo, interrumpir su recorrido con la otra.
La tecnología, que incrementa el poder y el alcance del control humano, incrementa al mismo tiempo la intensidad de dichas dificultades. El incremento aparente de transtornos psicológicos en nuestra cultura tecnológica se debe posiblemente al hecho de que un número cada vez mayor de individuos se encuentra atrapado en las mismas, es decir en situaciones que el antropólogo psiquiátrico Gregory Bateson ha calificado de «doble vínculo», en las que el individuo se ve obligado a tomar una decisión, que al mismo tiempo no puede o no debe tomar. En otras palabras, se le exige que haga algo contradictorio, habitualmente en la esfera del autocontrol, como la contradicción ejemplificada en el título de un conocido libro: Debe usted relajarse. ¿Es preciso aclarar que la exigencia de un esfuerzo en «debe» no es consecuente con la exigencia pasiva de «relajarse»?
Ahora bien, es enormemente interesante el hecho de que en realidad no podamos pensar en autocontrol sin establecer una diferencia entre controlador y controlado aunque, como la palabra «autocontrol» indica, ambos sean uno mismo. Esto se debe al generalizado concepto del hombre como ser doble o dividido, compuesto por un yo superior y otro inferior, razón e instinto, mente y cuerpo, espíritu y materia, voluntario o involuntario, ángel y animal. Concebido de ese modo, en realidad el hombre no es nunca autocontrolador. Es más bien una parte de su ser la que controla a otra, de modo que lo que se exige de la parte controladora es que ejerza el mayor esfuerzo, y que, por el contrario, sea sí misma con toda libertad y sin inhibiciones. La idea es buena, hasta que fracasa. Entonces, ¿a quién o qué se achaca? ¿Era el yo controlado inferior demasiado fuerte, o el yo controlador superior excesivamente débil? En el primer caso, el hombre como controlador no tiene culpa. En el segundo, algo hay que hacer para corregir la debilidad. Pero, en otras palabras, esto significa que el yo controlador superior debe controlarse a sí mismo, ya que de lo contrario habría que suponer a otro yo todavía superior que controlara al controlador. Y así sucesivamente.
El problema está perfectamente ilustrado en la teoría cristiana de la virtud, que a lo largo de los siglos ha impuesto un enorme doble vínculo al hombre occidental. El primer mandamiento dice «amarás a Dios» y a continuación se agrega «con todo tu corazón y toda tu alma y toda tu mente». ¿Cómo se puede obedecer tal mandamiento? La segunda parte indica que no basta con pensar y actuar como si se amara a Dios. No se me pide que finja amarle. Se me exige que lo haga con toda sinceridad. La condenación de los fariseos por parte de Jesucristo se basaba precisamente en la falta de sinceridad con que obedecían la ley de Dios, es decir de palabra y hecho, pero no con el corazón. Pero si el corazón es el controlador, ¿cómo puede convertirse a sí mismo? Si debo amar con sinceridad, he de hacerlo con todo mi ser, con ilimitada espontaneidad. Pero esto equivale a decir que debo ser espontáneo, y una espontaneidad premeditada o controlada es una contradicción.
La teología cristiana ha intentado aclarar el problema, afirmando que el corazón no puede convertirse a sí mismo sin la ayuda de Dios, sin la gracia divina: poder que desciende de las alturas para controlar al controlador. Pero esto no ha sido nunca una solución, porque en realidad no es más que una postergación de la misma, o una repetición del mismo problema a otro nivel, ya que si se me ordena que ame a Dios y para obedecer la orden necesito su gracia, entonces se me ordena que obtenga la gracia de Dios. Una vez más, se me ordena que controle al controlador que, en este caso, es Dios. O, expresado en otros términos, se me ordena que permanezca abierto a la influencia de la gracia de Dios. ¿Pero podré estar verdaderamente abierto si lo hago a medias tintas? Y si debo hacerlo de todo corazón, ¿no voy a necesitar la gracia para poder abrirme a la misma? Y así hasta el infinito.
Esto muestra que el problema del autocontrol no se aclara, sino todo lo contrario, con la división del yo en dos partes, tanto si el yo en cuestión es el organismo humano como el universo entero. Ésta es la razón por la que todas las filosofías dualistas son en definitiva insatisfactorias, a pesar de que no parecemos efectivamente capaces de pensar en los problemas de control sin recurrir al dualismo. Ya que si el organismo humano no dispone de una parte controladora independiente, si el yo superior es simplemente lo mismo que el inferior, el autocontrol debe parecer tan imposible a nuestra forma de pensar dualista como pretender que un dedo señale su propia punta. Podría decirse que el autocontrol es una ilusión y que el organismo humano es una máquina completamente predeterminada. Pero en realidad la propuesta sería autocontradictoria ya que cuando una máquina afirma que es una máquina, se presupone capaz de observarse a sí misma, y una vez más nos encontramos ante el contrasentido aparente de un dedo que se señala a sí mismo. En otras palabras, afirmar que no soy capaz de autocontrol implica al mismo tiempo cierta medida de autoconocimiento, autoobservación, y por consiguiente, de autocontrol. Se mire por donde se mire, el trance del ser humano parece ser una trampa, ya que negar la autoconciencia equivale a afirmarla y al afirmarla parece inevitable caer en una paradoja y verse atrapado en un doble vínculo.
La división del hombre en un yo superior y otro inferior no parece aclarar el problema del autocontrol, porque sólo constituye una descripción útil de la dinámica de control mientras la voluntad (superior) logre controlar los sentimientos (inferior). Pero cuando la voluntad fracasa y necesita de algún modo reforzarse o transformarse de mala en buena voluntad, la descripción dualista del hombre no sólo se convierte en inútil sino en confusa, ya que es una forma de pensar que divide al hombre en sí mismo, precisamente cuando necesita «unirse a sí mismo». Es decir, cuando la voluntad lucha y entra en conflicto consigo misma, queda paralizada, al igual que una persona que intente caminar en dos direcciones opuestas al mismo tiempo. En tales situaciones es preciso librar a la voluntad de su parálisis, de un modo parecido a como uno hace que gire la rueda delantera de la bicicleta en la dirección de la caída; aunque al principiante le sorprenda, uno no pierde el control, sino que lo recupera el moralista, quien, al igual que el ciclista principiante, se niega a creer que, al girar en dirección a la caída de la voluntad, se pueda lograr algo distinto de un colapso moral completo. Sin embargo, el inesperado hecho psicológico es que el hombre es incapaz de controlarse, a no ser que se acepte a sí mismo. En otras palabras, antes de poder cambiar el curso de su conducta debe ser sincero, a favor y no contra su naturaleza, aunque la tendencia inmediata de la misma se incline al mal, a la caída. Otro tanto ocurre cuando se navega a vela, ya que si se desea avanzar en la dirección de procedencia del viento, uno evita el conflicto de aproar al mismo; vira por avante, para mantener el viento en las velas. Asimismo, cuando el conductor de un coche desea recuperar el control del vehículo, debe girar en la dirección en que resbala.
Nuestro problema estriba en que nuestro prolongado condicionamiento de pensamiento dualista ha convertido en cuestión de sentido común el hecho de que sólo podemos controlar nuestra naturaleza luchando contra la misma. Pero este sentido común es tan falso como el que induce al conductor a girar en dirección contraria a la del deslizamiento del vehículo. Para mantener el control debemos aprender nuevas reacciones, al igual que en el arte del judo uno no debe resistirse a la caída o al ataque, sino controlarlos acompañando el movimiento. El judo es una aplicación directa a la lucha del zen y de la filosofía taoísta de wu-wei, no afirmarse a sí mismo contra la naturaleza, no oponerse frontalmente a la dirección de las cosas. El objetivo del estilo de vida zen es la experiencia de despertar o iluminación (introspección, en la actual jerga psicológica), en la que el ser humano escapa de la parálisis, del doble vínculo en que la idea dualista de autocontrol y autoconciencia le sumerge. En dicha experiencia, el individuo supera su sensación de división o separación, no sólo en sí mismo como yo controlador superior enfrentado al yo controlado inferior, sino también en conjunto con el universo de la demás gente y de las cosas. Lo interesante del zen es que nos brinda un ejemplo clásico y extraordinariamente sencillo para reconocer y disolver el conflicto o contradicción de la autoconciencia.
El discípulo se enfrenta a un maestro que ha experimentado en sí mismo el despertar y es, en el mejor sentido de la palabra, un hombre completamente natural, ya que el adepto al zen es alguien que logra ser humano con la misma gracia natural y ausencia de conflicto interno con que un árbol es un árbol. A dicha persona se la compara con una pelota en un torrente, lo que significa que nada puede pararla, interrumpir su recorrido o avergonzarla en situación alguna. Nunca duda ni titubea en su mente, ya que, aunque haga una pausa para reflexionar, el flujo de su conciencia no deja de avanzar, sin caer en círculos viciosos de angustia o indecisión en los que el pensamiento se sumerge en un alocado torbellino sin fin. Su conducta no es precipitada ni apresurada, sino simplemente continua. Esto es lo que se entiende en el zen por estar desvinculado: no estar desprovisto de emoción o sentimiento, sino ser alguien en quien el sentimiento no es pegajoso o una obstrucción, y a través de quien pasan las experiencias del mundo como los reflejos de los pájaros sobre el agua. Aunque posee una libertad interior completa, no se rebela, como el libertino, contra las normas sociales, ni intenta justificarse a sí mismo como el fariseo. Forma una unidad consigo mismo y con el mundo natural, y en su presencia se percibe sin esfuerzo ni artificio su completa «plenitud»; seguro de sí mismo sin ningún vestigio de agresividad. Es por consiguiente el gran señor, el aristócrata espiritual comparable al aristócrata mundano, tan seguro de su posición heredada por derecho de nacimiento, que no tiene por qué mostrarse condescendiente ni darse importancia.
Ante tal ejemplo, el discípulo suele sentirse tosco e incómodo, especialmente porque su condición de discípulo le exige que intente reaccionar ante el maestro con la misma decisión y naturalidad. Para empeorar la situación, se le plantean koan o problemas diseñados para sumergirlo en situaciones de doble vínculo. Un koan típico sería: «¡Muéstrame tu rostro antes de ser concebido por tus padres!». En otras palabras, muéstrame tu yo auténtico y más profundo, no el que depende de la familia y el condicionamiento, de lo aprendido o experimentado, ni de artificio alguno…
Evidentemente, toda respuesta elaborada a conciencia y reflexionada será inaceptable, ya que emergerá del yo culturalmente condicionado del discípulo, del papel personal que interpreta. Por consiguiente, el problema no admite ninguna respuesta deliberada o elaborada, ya que esto muestra sólo el yo adquirido. Dadas las circunstancias, la única alternativa del discípulo consiste en intentar responder de un modo totalmente espontáneo y sin premeditación. Pero he ahí el doble vínculo: ¡Procura ser natural!
En una ocasión, un discípulo le preguntó a un viejo maestro chino:
—¿Qué es el camino?
—Tu mente ordinaria es el camino —respondió, refiriéndose a lo natural.
—¿Cómo puedo avenirme a ella? —prosiguió el discípulo.
—Cuando intentas avenirte a ella —respondió el maestro— lo que haces es desviarte.
Esto también significa que tampoco beneficiará al discípulo no intentarlo, ya que eso es también intencional y, por consiguiente, una forma indirecta de intentarlo. En estas circunstancias, la mayoría de los discípulos se sienten abrumados y durante algún tiempo atascados, ya que cuando se les pide que actúen sin controlarse a sí mismos, se enfrentan a su propia actuación y a su existencia, y la autoconciencia les paraliza.
En dicho dilema, el discípulo descubre que mientras piense en sí mismo evidentemente no podrá dejar de ser consciente de sí mismo. Cuando intenta olvidarse a sí mismo, recuerda que él intenta olvidar. Por otra parte, cuando se olvida de sí mismo por inmersión en quehaceres cotidianos, descubre que se deja llevar por los acontecimientos y que no reacciona ante los mismos de un modo espontáneo, sino según sus hábitos de condicionamiento social. Se limita a interpretar insconcientemente su papel, sin mostrar todavía su verdadero rostro. El maestro no le permite escapar a dicha inconsciencia, ya que en cada enfrentamiento le recuerda dolorosamente su torpe yo. De ese modo, el discípulo acaba por convencerse de que su ego, el yo que ha creído que era él, no es más que una pauta de hábitos o reacciones artificiales. Por mucho que se esfuerce, no puede hacer nada para ser natural, para abandonarse.
En dicho punto, el discípulo se siente completa y absolutamente fracasado. Su personalidad adquirida, su educación y sus conocimientos, por lo menos para este propósito, no parecen tener valor alguno. Recordemos que hasta estos momentos ha intentado, o intentado no intentar, mostrar su auténtico yo, actuar con absoluta sinceridad. Ahora ha descubierto sin ningún lugar a dudas que no es capaz de hacerlo; de algún modo debe ocurrir por cuenta propia. Por tanto comprende que no tiene otra alternativa más que ser, aceptar esa entidad torpe, autoconsciente y condicionada que es. Pero ahí también se encuentra ante una aparente contradicción, ya que la idea de aceptarse a sí mismo es otro doble vínculo. Incluido en uno mismo hay conflictos, objeciones y resistencias, y por consiguiente a uno se le pide que se acepte a sí mismo no aceptando. Deja la mente sola; deja que piense lo que se le antoje. Pero una de sus actividades predilectas consiste en entrometerse consigo misma. O planteémoslo a la inversa. Como discípulo del zen se ha entregado a la meditación, a horas de esfuerzo para intentar mantener su mente en estado de reposo, concentrándose sólo en el koan o en su respiración, y eliminando distracciones de la mente. Pero éste es el caso de un ciego que guía a otro ciego, ya que la mente que debe ser controlada es la que controla. El pensamiento intenta desplazar al pensamiento.
En este momento se produce un relámpago psicológico. De pronto ve con toda claridad lo que debía haber sido evidente en todo momento y el discípulo acude a su maestro para mostrarle, sin dificultad alguna, su «verdadero rostro». ¿Qué ha ocurrido? Durante todo este tiempo el discípulo ha estado paralizado por la arraigada convicción de que él era una cosa, y su mente, pensamientos o sensaciones, otra. Por consiguiente, cada vez que se observaba a sí mismo se sentía dividido en dos y era incapaz de mostrarse en una sola pieza, sin contradicción. Pero de pronto se ha convertido en una sensación autoevidente el hecho de que no hay un pensador independiente que «posea» o controle los pensamientos. El pensador y los pensamientos son lo mismo. Después de todo, si uno empieza a permitir que la mente piense en lo que se le antoje, al cabo de un momento empieza a entrometerse consigo misma. ¿Y por qué no dejar que lo haga? Siempre y cuando uno deje que piense lo que se le antoje en cada momento sucesivo, el abandono no supone absolutamente ningún esfuerzo, ninguna dificultad. Pero la desaparición del esfuerzo de abandonar es precisamente la desaparición del pensador independiente, del ego que intenta observar la mente sin entrometerse. Ahora ya no queda nada por intentar, ya que lo que aparezca en cada momento es aceptado, incluida la no aceptación. Durante un instante, el pensador parece reaccionar al flujo del pensamiento, con la inmediatez de una imagen reflejada en un espejo, pero de pronto se percata de que no hay espejo ni imagen. Está sólo el flujo del pensamiento, uno tras otro sin intromisión, y la mente realmente se conoce a sí misma. No hay una mente independiente a su lado observándole.
Además, cuando el dualismo de pensador y pensamiento desaparece, lo hace también el de sujeto y objeto. El sujeto deja de sentirse separado de sus sensaciones del mundo exterior, al igual que el pensador de sus pensamientos. Por consiguiente, se siente profundamente identificado con lo que ve y oye, de modo que su impresión subjetiva concuerda con el hecho físico de que el hombre no es un organismo en un entorno, sino una relación organismo/entorno. La relación, por así decirlo, es más real que sus dos términos, al igual que la unidad intrínseca de un palo es más sólida que la diferencia entre sus extremos.
El ser humano que ha descubierto dicha unidad deja de ser una trampa dispuesta para cazarse a sí mismo, ya que la autoconciencia no es más que un estado de ambivalencia mental que, casualmente, también significa estado de indecisión, apuro y parálisis psíquica. En esto se convierte la autoconciencia cuando nos acercamos a la misma desde una plataforma dualista, aceptando como verdaderas las convenciones del pensamiento y del lenguaje que separan el «yo» del «mí mismo», así como la mente del cuerpo, el espíritu de la materia y el conocedor de lo conocido. Por separado, el yo que conozco no es nunca el que necesito conocer y el que controlo no es nunca el que necesito controlar. En la política, este dualismo se manifiesta en la separación del gobierno o estado por una parte y el pueblo por otra, que se da incluso en la democracia, o comunidad supuestamente autogobernada. Pero los gobiernos y estados deben existir mientras la gente no posea sentimientos internos de solidaridad con los demás y la sociedad humana no sea más que un concepto abstracto para definir a un conjunto de individuos, divididos entre sí porque cada uno está dividido en sí mismo.
En el mundo oriental, el zen y otros medios de librar al hombre de sus propias garras han preocupado sólo a pequeñas minorías. En Occidente, donde creemos o por lo menos estamos comprometidos con la idea de divulgar los conocimientos a todo el mundo, no disponemos de maestros del zen con quienes estudiar. Sin embargo, puede que esto sea una ventaja, ya que la separación entre el maestro y el alumno es otra forma del dualismo del controlador y el controlado que, evidentemente, no tendría por qué existir si el organismo/entorno denominado hombre fuera verdaderamente autocontrolador. De ahí que en el zen el maestro no le enseñe realmente nada al discípulo, sino que le obligue a descubrirlo por sí mismo y, además, ni siquiera piense en sí mismo como maestro, ya que los maestros sólo existen desde el punto de vista del discípulo que todavía no ha despertado. Se nos obliga a encontrarnos a nosotros mismos, no por los maestros, sino por su ausencia, evitando así la tentación de apoyarnos en los demás. Es cierto que el discípulo japonés cuenta con la presencia de la naturalidad del maestro para sentirse avergonzado. Pero ¿no podemos nosotros sentirnos avergonzados ante el propio entorno natural del cielo, la tierra y el agua, así como por la maravilla de nuestros propios cuerpos, e impulsados a reaccionar, a actuar de un modo adecuado a su esplendor? ¿O debemos seguir demoliéndolos a ciegas, convencidos de que somos controladores independientes y conquistadores de lo que, después de todo, es la mayor y probablemente mejor parte de nosotros mismos?
Ahora no es mi propósito, como tampoco lo es realmente el del conjunto de este punto de vista, indicar los pasos específicos que convendría dar para introducir alguna aplicación tecnológica de esta nueva relación del hombre con la naturaleza, tanto dentro como fuera de su propio organismo, ya que lo importante no son las cosas concretas que haya que hacer sino la actitud, la sensación y disposición interna de quien las haga. Lo que se necesita no es una nueva técnica sino un nuevo hombre, ya que, según afirma un antiguo texto taoísta, «cuando el hombre inadecuado utiliza los medios adecuados, los medios adecuados funcionan de modo inadecuado». Y la tarea de desarrollar un nuevo hombre no es tan difícil como parece, cuando se prescinde de la idea de que el cambio personal y el autocontrol constituyen un conflicto entre la naturaleza superior y la inferior, entre las buenas intenciones y los instintos recalcitrantes. El problema radica en la incredulidad intrínseca del poder en la conquista de la naturaleza mediante el amor, en la forma (do) suave (ju) de girar en la dirección en que se patina, en controlarnos cooperando con nosotros mismos.