Instinto, inteligencia y angustia

Desde el momento de su nacimiento, han de transcurrir sólo unas semanas para que los pajaritos vuelen, los patitos naden, los gatitos cacen y se suban a los árboles, y los pequeños monos salten de rama en rama. Aunque la vida de dichos animales es mucho más corta que la del hombre, proporcionalmente sólo necesitan una fracción del tiempo requerido por el ser humano civilizado para adquirir las artes esenciales de la vida. En su caso, el mero hecho de la existencia parece garantizar las aptitudes necesarias para la supervivencia y podríamos casi llegar a decir que sus técnicas están incorporadas en sus cuerpos. Sin embargo, en el caso de los seres humanos, la supervivencia en el contexto de una comunidad civilizada exige el dominio del arte de pensar, aprender y elegir, que ocupa aproximadamente una cuarta parte de la duración de la vida. Además, parece que vivir en una sociedad civilizada exige pensar y actuar de un modo completamente distinto del de los animales, insectos y plantas. Por regla general y con cierta vaguedad, dicha forma suele denominarse inteligente, por contraposición con la instintiva. La diferencia aproximada consistiría en que la actuación instintiva es espontánea, mientras que la inteligente implica un complejo proceso de análisis, pronóstico y decisión.

Ambas formas de actuar requieren una habilidad asombrosa, si bien hasta el momento parece que la inteligencia ofrece una mayor garantía de supervivencia; por lo menos en cuanto a que su aplicación tecnológica ha aumentado la expectativa media de vida en unos veinte años. Pero las ventajas de la actuación inteligente tienen un precio, a veces tan alto, que cabe preguntarse si merece la pena, ya que, como ahora sabemos, el precio de la inteligencia es la angustia crónica, que curiosamente parece aumentar en proporción directa a la sujeción de la vida humana a una organización inteligente.

El tipo de inteligencia que hemos cultivado, provoca angustia debido por lo menos a tres razones principales. La primera se debe a que el pensamiento inteligente funciona dividiendo en mundo de la experiencia en hechos y sucesos independientes, lo suficientemente sencillos como para centrar nuestra atención consciente en los mismos, uno por uno. Pero hay innumerables formas de dividir y seleccionar hechos y sucesos para nuestra atención, es decir los datos necesarios para cualquier pronóstico o decisión, y por consiguiente, cuando llega el momento de elegir, siempre nos atormenta la terrible duda de haber pasado por alto datos importantes. Por tanto no existe una seguridad completa de que una decisión importante sea correcta. El constantemente malogrado esfuerzo que realizamos para obtener una seguridad completa, revisando datos, se convierte en una angustia especial que denominamos sentido de la responsabilidad. La segunda es debida a que el sentido de la responsabilidad está íntimamente vinculado a un crecido sentido del ser como entidad independiente, o centro de acción que no puede depender sólo del instinto o de la espontaneidad para desempeñar la acción apropiada. Por consiguiente, el hombre inteligente se siente independiente o desvinculado del resto de la naturaleza, y al intentar dilucidarla con suficiente precisión, en su constante frustración, adquiere una sensación de miedo y hostilidad hacia todo lo ajeno a su voluntad y su pleno control. La tercera se debe a que la atención consciente observa los hechos y los sucesos en series, a pesar de que puedan ocurrir simultáneamente. El hecho de observarlos en series, y de formar pronósticos y tomar decisiones relativas al futuro de las mismas, dota al hombre inteligente de un intenso concienciamiento del tiempo. Lo interpreta como un proceso vital básico, contra el que se siente obligado a luchar. Sabe que debe calcular con rapidez para vencerlo, aunque un estudio analítico de la naturaleza, paso a paso, no indica propensión alguna a la velocidad. Además, el conocimiento del futuro provoca reacciones emocionales a hechos futuros antes de que acaezcan y por consiguiente angustia, ya que, por ejemplo, cabe la posibilidad de que uno enferme o muera. Lo cual, al parecer, no preocupa a los seres que actúan por instinto.

Actuar por inteligencia es particular y predominantemente característico de la civilización occidental, a pesar de que otras civilizaciones lo han desarrollado lo suficiente para experimentar el mismo problema de angustia crónica. Sin embargo, la civilización occidental ha sido la que ha desarrollado una mayor capacidad de control del desenvolvimiento de los acontecimientos, basándose en la inteligencia organizada. Pero esto parece haber intensificado nuestra angustia en lugar de reducirla, ya que, cuanto más hemos profundizado en nuestro análisis del mundo natural y del mundo humano, más complejo nos ha parecido proporcionalmente. El alcance de nuestra información detallada sobre el mundo es tan enorme que para cualquier individuo o fuente responsable de acción resulta excesiva sin depender de la colaboración de otros que, por otra parte, son ajenos a su control. La colaboración requiere fe, pero la fe es una actitud instintiva; hablando con toda propiedad, no es inteligente confiar en lo que uno no ha analizado.

Parece, por tanto, que hay conflicto, contradicción, y consecuentemente angustia, en la propia naturaleza de la inteligencia. Como medio eficaz, aunque lento y laborioso, de control consciente, acumula un conjunto de información excesivamente complejo para ser asimilado por su propio método de observar hechos y sucesos en series correlativas. Uno debe confiar en la ayuda de máquinas u otras personas, pero ¿cuánto debe uno saber, cuántos datos ha de analizar, antes de decidir aceptar a un colaborador? La inteligencia, que en cierto sentido es la duda sistemática, no puede ir muy lejos sin abrazar su polo opuesto: la fe instintiva. Mientras la inteligencia y la fe se excluyan mutuamente, existirá una contradicción imposible, dado que en la medida en que la inteligencia es duda sistemática, no puede confiar en sí misma. De ahí que la inseguridad sea la neurosis peculiar del hombre civilizado y que elabore sistemas cada vez más complejos de protección jurídica, seguridad, y verifique repetidas veces todo acto decisivo. Todo lo cual conduce al fenómeno de parálisis administrativa con que todos estamos perfectamente familiarizados. (Recuerdo un incidente reciente en cierta facultad de la universidad de California, donde era imposible contratar a una mecanógrafa provisional por veinticinco dólares, sin rellenar un complejo formulario con doce copias, cuatro de las cuales eran ilegibles).

No sólo la angustia, sino el propio agarrotamiento y la parálisis característicos de la conducta estrictamente inteligente y no instintiva, constituyen las causas de los movimientos antiintelectuales en nuestra sociedad. La impaciencia y la exasperación con dichas complicaciones facilitan la transformación de sus democracias en dictaduras. En señal de protesta ante la imposibilidad de dominar la desmesurada cantidad de conocimientos técnicos en literatura, pintura y música, artistas y escritores enloquecen y rompen todas las reglas, simplemente arrastrados por la exuberancia instintiva. Agobiados por el alud insufrible de papeleo improductivo, los pequeños negocios se venden a las grandes corporaciones y los profesionales independientes se convierten en simples asalariados sin responsabilidad alguna. Debido al asco que provoca la compleja organización del omnipotente rectorado y la inimaginable pedantería de los doctorados, a las personas de verdadero ingenio o habilidad creativa les resulta cada vez más difícil trabajar en nuestras universidades. Es también el desaliento ante la imposibilidad de comprender o contribuir productivamente al sumamente organizado caos de nuestro sistema político/económico lo que hace que gran cantidad de personas se limiten a abandonar los compromisos políticos y sociales. Permiten que se apodere de la sociedad una pauta de organización tan autoproliferante como la mala hierba, cuyos objetivos y valores no son humanos ni instintivos, sino mecánicos. Y conviene recordar que un sistema de acción autocontradictorio genera formas de rebelión contradictorias entre sí.

Hasta cierto punto es sin duda una manifestación de dicho antiintelectualsimo el hecho de que últimamente haya crecido el interés de los occidentales por las filosofías y religiones asiáticas. Al contrario del cristianismo, por razones que explicaremos más adelante, sus estilos de vida parecen ofrecer, por encima de todo, una liberación del conflicto y de la angustia. Su objetivo es un estado de sensación interna en el que los polos opuestos cooperen entre sí en lugar de excluirse mutuamente, en el que haya desaparecido el conflicto entre el ser individual y la naturaleza, o entre la inteligencia y el instinto. Su visión del mundo es unitaria (o, con mayor propiedad, «no dualista») y en dicho mundo no existe una urgencia abrumadora por estar en lo cierto en lugar de errar, o por vivir en lugar de morir. Sin embargo, para nosotros es bastante difícil comprender este punto de vista, precisamente porque estamos acostumbrados a considerar que los opuestos se excluyen mutuamente, como Dios y el diablo. Por ello, nuestra idea de la unidad y nuestra forma de resolver los conflictos, consiste simplemente en eliminar una de las partes. En otras palabras, nos resulta difícil ver la relatividad o interdependencia mutua de los contrarios. Por esta razón, nuestras rebeliones contra los excesos de la inteligencia corren siempre el peligro de abandonarse al instinto.

Pero ésta es la solución habitual del dualista para el problema del dualismo: resolver el dilema amputando uno de ambos cuernos. No obstante, puede que sea una reacción comprensible al conflicto en el que el cristianismo y el racionalismo científico han colocado al hombre occidental. El cristianismo, incluso tal como lo entienden los cristianos moderadamente reflexivos, no es en absoluto un remedio para la angustia. En el cristianismo no es sólo preferible, sino indispensable elegir el bien en lugar del mal, ya que el destino eterno del individuo depende de dicha decisión. Sin embargo, si uno está seguro de la salvación, comete un pecado de presunción y, si está seguro de la condena, comete uno de desesperación. Asimismo Dios, como principio racional del universo, está en el bando de la inteligencia en lugar del instinto, y particularmente en el de una inteligencia humilde e insegura de sí misma, ya que el hombre ha sido pervertido por el pecado original en todas sus facultades, tanto animales como racionales. La contrición, el arrepentimiento y la liberación del orgullo exigen que se reviva constante y meticulosamente el conflicto entre lo mejor de uno y su perversidad innata. Ésta es sin duda una disciplina heroica y de enfrentamiento enérgico con los hechos. Pero cuanto mayor es la sensibilidad y concentración con que se sigue, mayor es también la parálisis de la voluntad. Los hechos de la naturaleza individual se nos muestran asombrosamente complejos y evasivos, con el mal disfrazado de bien con infinita sutileza y presentando el bien como un mal. A pesar de la perplejidad que esto genera, no deja de ser indispensable elegir el bien.

Hay dos formas evidentes de escapar de este dilema. Una consiste en dejar de ser ansiosamente inteligente y demasiado consciente de los hechos de la vida interior, para refugiarse en una pauta inflexiblemente formal, tradicional y autoritaria, tanto en la forma de pensar como de actuar, como si nos dijéramos: «Limítate a actuar correctamente y no seas complicadamente psicológico en cuanto a los motivos. Simplemente obedece y no hagas preguntas». A esto se le llama sacrificar el orgullo del intelecto. Pero aquí nos encontramos con otro dilema, puesto que la religión de la simple obediencia no tarda en degenerar en un formalismo vacío y un legalismo moral desprovisto de corazón, el mismo fariseísmo contra el que luchó Jesucristo.

La otra consiste en escapar hacia el romanticismo de los instintos, una glorificación del mero impulso que hace caso omiso del don igualmente natural de la voluntad y la razón. Ésta es en realidad una forma moderna de la antigua práctica de vender el alma al diablo, que siempre ofrece una posible liberación de la angustia y del conflicto, puesto que por lo menos la condena es certera.

El hinduismo y el budismo han reconocido que el camino del hombre transcurre por el filo de una navaja y que, en realidad, no existe forma de escapar a los grandes conflictos del sentimiento y la acción. Sin embargo, al contrario de la mayoría de las formas del cristianismo, no se plantean la huida, sino la resolución del conflicto en esta vida. Además, su respuesta es falazmente próxima al «todo vale» del romanticismo instintivo, por lo menos en los aspectos más profundos y penetrantes de su doctrina, que son los que gozan de mayor popularidad en Occidente, ya que en realidad enseñan que el bien y el mal, el placer y el dolor, y la vida y la muerte son interdependientes, y que hay un Tao: un camino o equilibrio natural del que, en efecto, nunca podemos desviarnos, por muy errónea que pueda ser nuestra conducta desde un punto de vista limitado.

Sin embargo, su comprensión de la reciprocidad de términos opuestos es infinitamente más amplia que la de nuestros románticos, con su valoración exclusiva de la acción precipitada e improvisada. Un aspecto difícil y sutil que les pasa inadvertido a los románticos y que, por otra parte, el racionalista e intelectual es incapaz de comprender, es el de que toda acción y existencia se ajusta al ineludible Tao o camino de la naturaleza, sin necesidad de medios ni métodos especiales para ello. En el lenguaje del zen, dichos medios se denominan «patas de serpiente» o bobadas, y corresponden precisamente a la elección de una conducta impulsiva, en lugar de reflexiva e inteligente. El romántico proclama su ignorancia del Tao con su mero intento de ser espontáneo, y su preferencia por lo denominado natural e instintivo, en detrimento de lo artificial e inteligente.

Para superar el conflicto entre la inteligencia y el instinto, primero es necesario comprender, o por lo menos imaginar, un punto de vista, o quizás un estado de la mente, que es vivencial en lugar de intelectual: una especie de sensación, en lugar de un conjunto de ideas. Cuando se expresa en palabras, dicha sensación es siempre paradójica, pero en la experiencia no lo es en absoluto. Todos los que la han experimentado, han sentido al mismo tiempo que era perfectamente clara y sencilla. Sin embargo, creo que lo mismo podría decirse de todas nuestras sensaciones. No parece haber paradoja alguna en la descripción de nuestras sensaciones más comunes, porque todos los demás también las han experimentado, y el que escucha siempre sabe a lo que uno se refiere. No supone ningún problema comprender lo que digo cuando afirmo que «veo la luz del sol». Pero también es cierto que el sol es luz porque veo, ya que, en otras palabras, la luz es la relación entre los ojos y el sol, y la descripción de relaciones siempre tiende a parecer paradójica. Cuando se produce una colisión entre la Tierra y un aerolito, podemos afirmar que el aerolito ha chocado contra la Tierra, o que la Tierra ha chocado contra el aerolito. Lo uno o lo otro dependen de un marco de referencia arbitrario y por tanto ambas afirmaciones son ciertas, aunque aparentemente contradictorias.

Asimismo, sólo es aparentemente contradictorio describir una sensación en la que parece que lo que haga con libertad e inteligencia está al mismo tiempo completamente determinado y viceversa. Parece que absolutamente todo lo que ocurre, tanto dentro como fuera de mí, lo hace por cuenta propia y al mismo tiempo que soy yo quien lo hace todo, que mi individualidad independiente es una simple función, algo hecho por todo lo demás que no soy yo y al mismo tiempo que todo lo que no soy yo es función de mi individualidad independiente. Por regla general podemos ver la verdad de estas sensaciones aparentemente paradójicas si las examinamos por separado, si observamos una de ellas sin mirar simultáneamente la otra. De ahí, por ejemplo, que los argumentos del libre albedrío y del determinismo sean igualmente convincentes, aunque al parecer contradictorios. Otro tanto es aplicable a casi todos los grandes debates de la filosofía occidental: realistas contra nominalistas, idealistas contra materialistas, etcétera. Tenemos conflictos y entablamos debates sobre estos problemas porque nuestro lenguaje y nuestra forma de pensar es un tanto torpe en su comprensión de las relaciones. En otras palabras, porque es mucho más fácil para nosotros considerar que los términos opuestos se excluyen mutuamente que verlos como interdependientes.

La sensación que intento describir es la experiencia de cosas y sucesos en relación, en lugar de la experiencia parcial de cosas y sucesos por separado. Algunas veces he dicho que si pudiéramos convertir la teoría occidental moderna de la relatividad en experiencia, tendríamos lo que los chinos e indios denominan «absoluto», como cuando afirman que todo cuanto ocurre es el Tao, o que todas las cosas son de una «taleza». Lo que quieren decir es que todas las cosas están en relación y que, por consiguiente, cualquier cosa o suceso considerado independientemente carece de realidad. Parece haber relativamente poca gente, incluso en las civilizaciones asiáticas, para la cual la relación sea realmente una sensación, en lugar de una mera idea. La angustia provocada por el conflicto de la inteligencia con el instinto, del hombre como voluntad consciente con la naturaleza tanto interior como exterior, carece a mi parecer de solución a no ser que logremos realmente sentir la relación, y que se convierta en una clara sensación el hecho de que como seres predeterminados somos libres, y que como seres libres estamos predeterminados. Si llegamos a sentir de ese modo, no nos parecerá que el uso de la voluntad y la inteligencia entre en conflicto con nuestro medio ambiente y dotes naturales.

Sin duda es evidente que la forma de hacer las cosas depende fundamentalmente del estado de ánimo de quien las hace. Si en su interior uno se siente aislado del mundo natural, su relación con el mismo tenderá a ser hostil y agresiva. No es tanto lo que se hace sino cómo se hace, no es tanto el contenido sino el estilo de conducta adoptado. Es fácil comprobarlo al dirigir o persuadir a otras personas, ya que un mismo mensaje puede producir resultados opuestos, según el estilo o sentimiento con que se comunique. Esto es igualmente cierto cuando tratamos con la naturaleza inanimada y con nuestra propia naturaleza interna, con sus instintos y apetitos. Se someterán de mucho mejor grado a la inteligencia cuanto más unidos nos sintamos a las mismas o, dicho de otro modo, si existe una relación entre nosotros, una unidad de interdependencia mutua.

Además, la sensación de relación simplemente elimina esas angustias especiales de la inteligencia, provocadas por un exagerado sentido de la responsabilidad individual de elección y de la lucha contra el tiempo, ya que ésta es la sensación, aunque sea muy confusa y pervertida, que en el fondo impulsa las grandes tradiciones religiosas del mundo, la sensación de inseparabilidad básica del conjunto del universo, de identidad del yo individual con el gran yo subyacente en todo lo que existe.

Entonces, ¿por qué no nos sentimos relacionados? ¿Por qué no es la interdependencia mutua entre nosotros y el mundo exterior el hecho más evidente y dominante de nuestra conciencia?

¿Qué nos impide ver que el mundo que intentamos controlar, el conjunto de nuestro propio mundo interior y de la naturaleza que nos rodea, es precisamente el que nos proporciona el poder de controlar algo? Esto se debe a que miramos las cosas por separado, en lugar de simultáneamente. Cuando intentamos controlar o cambiar nuestras circunstancias, ignoramos la dependencia de nuestra conciencia y energía del mundo exterior y no somos conscientes de ella, ya que, como he dicho anteriormente, el sol es luz porque hay ojos para verlo, los ruidos existen porque hay oídos para oírlos y las duras realidades porque hay sensibilidad para percibirlas. Sin embargo, éste es un punto de vista con el que no estamos familiarizados y del que nos desentendemos rápidamente afirmando: «¡No soy yo quien ha creado mi conciencia, mis ojos, mis oídos ni mi sensibilidad! Fueron mis padres quienes me lo proporcionaron, o quizá Dios».

¿Pero no tendríamos que decir lo mismo cuando las cosas van bien y nuestro intelecto consciente está inmerso en la manipulación del universo que nos rodea? Además, si mi conciencia es algo que no controlo plenamente, algo que he heredado de mis padres, ¿quién o qué es el «yo» que «posee» dicha conciencia? ¿Quién soy yo sino la conciencia de la que acabo de desentenderme? Sin duda debe ser evidente que no hay ningún hombrecito en nuestro interior que posea o alquile dicha conciencia. No es más que una figura semántica, a la que se atribuye excesiva importancia. Por consiguiente, si la conciencia deja de ignorar al yo y adquiere plena conciencia de sí misma, descubre dos cosas: primero, que sólo se controla muy ligeramente a sí misma y que depende enteramente de otros factores como los padres, la naturaleza exterior, los procesos biológicos, Dios, etcétera, y segundo, que no hay ningún hombrecillo en su interior, ningún «yo» propietario de la conciencia. Y si es así, si no soy propietario de mi conciencia, ni existe siquiera un «yo» que la controle, la reciba, o la soporte, ¿quién diablos hay ahí para ser víctima del destino o amo de la naturaleza? «Lo que nos trastorna —dijo Witgenstein— es nuestra tendencia a creer que la mente es como un hombrecillo en nuestro interior».

Ahora bien, si examinamos el historial de la experiencia mística, o de lo que ahora denomino experiencia de relación, descubriremos una y otra vez que está vinculada a la «pobreza espiritual»; es decir, al hecho de abdicar de toda propiedad, incluida la del propio yo o de la propia conciencia. Es el abandono total de la propiedad del mundo exterior de la naturaleza y del mundo interior del organismo humano. Esto no ocurre gracias a la virtud de la voluntad, la fuerza individual que en todo caso no pertenece al individuo, sino gracias a la visión introspectiva de que no existe ningún propietario, ningún controlador interno; esto pasa a ser evidente en el momento en que la conciencia que se ha considerado a sí misma, descubre que no se otorga a sí misma el poder de controlar. Su empuje es la tracción de la naturaleza; es un lazo en un nudo sin fin, en el que tirar desde la derecha equivale a empujar desde la izquierda.

Cuando llego a ver con claridad que no soy propietario de nada, ni siquiera de lo que he llamado sí mismo, es como si, en palabras de san Pablo, no tuviera nada pero lo poseyera todo. Cuando dejo de poder identificarme con el hombrecillo del interior, no queda nada con que identificarme, ¡a excepción de todo! Desaparece toda contradicción entre la sensación de hoja arrastrada por la corriente y el dedicar toda la energía a la acción responsable, ya que el empuje es la tracción. Y al utilizar así la inteligencia para cambiar lo que hasta ahora ha sido el curso de la naturaleza, uno descubre que ésta es una perspectiva nueva en dicho curso y que el flujo de la corriente se encuentra a su espalda.

Todo lo que he descrito es un sentimiento subjetivo. No ofrece dirección específica alguna en cuanto al uso adecuado de la inteligencia para variar el curso de la naturaleza, que siempre será cuestión de opinión y experimentación. Lo que nos facilita es lo que percibimos como aprensión correcta del continuo, del contexto en el que nos desenvolvemos, a mi parecer condición fundamental y previa al problema de qué es exactamente lo que debemos hacer. ¿Vale realmente la pena debatir a fondo esta última cuestión antes de ser más conscientes del contexto en el que la acción debe desenvolverse? Dicho contexto es nuestra relación con el denominado mundo objetivo de la naturaleza, y la relación en cuestión es algo concreto, ya que, más que la posición abstracta y teórica de una bola de billar, es algo prácticamente excluido de la conciencia por nuestro uso actual de la inteligencia.

Así como el estudio de la historia natural fue inicialmente una elaborada clasificación de especies por separado y sólo recientemente ha incluido la ecología, el estudio de la interrelación de las especies, globalmente la inteligencia, en principio, no es más que una división del mundo en cosas y hechos. Esto subraya la independencia y separación de las cosas, y de nosotros de las mismas, como cosas entre cosas. La función posterior de la inteligencia consiste en apreciar las relaciones inseparables entre las cosas por ella divididas y redescubrir el universo, a diferencia del multiverso. Al hacerlo verá sus propias limitaciones, que no basta sólo con la inteligencia que no puede operar, que no puede ser inteligencia sin acercarse al mundo a través del sentimiento instintivo, con su posibilidad de relación conocedora, como uno sabe cuando bebe que el agua está fría.