Una mujer llamada Thursday Next
«Había trastocado Jane Eyre considerablemente; mi grito de "¡Jane!, ¡Jane!, ¡Jane!" en su ventana había alterado el libro definitivamente. Iba contra mi entrenamiento, contra todo lo que había jurado defender. Yo no lo consideraba más que un simple acto de contrición por lo que creía mi responsabilidad por las heridas de Rochester y la destrucción de Thornfield. Había actuado por compasión, no por deber, y a veces eso no tiene nada de malo.»
THURSDAY NEXT
diarios privados
A la tres y cinco frené con un chirrido de ruedas frente a la Iglesia de Nuestra Santa Madre de los Bogavantes, para gran sorpresa del fotógrafo y del chofer de un enorme Hispano-Suiza que estaba aparcado esperando a la feliz pareja. Respiré profundamente, me detuve para pensar con tranquilidad y, estremeciéndome un poco, subí los escalones de la entrada principal. La música de órgano sonaba con fuerza y mi paso, que hasta ese momento había sido de carrera, de pronto se redujo al perder el valor. ¿A qué demonios estaba jugando? ¿Realmente creía tener alguna posibilidad de aparecer de la nada después de una ausencia de diez años y luego esperar que el hombre al que había amado lo dejase todo y se casase conmigo?
—Oh, sí —dijo una mujer a su compañero al pasar a mi lado—, ¡Landen y Daisy están tan enamorados!
Mi avance se redujo al ritmo de un caracol al descubrirme deseando llegar demasiado tarde y que la carga de la decisión desapareciese de mis hombros. La iglesia estaba llena, y nadie me prestó atención al colocarme al fondo, justo al lado de la fuente con forma de bogavante. Podía ver a Landen y a Daisy delante de todo, asistidos por una pequeña bandada de pajes y damas de honor. Había muchos invitados uniformados en la pequeña iglesia, amigos de Landen de Crimea. Pude ver a alguien a quien tomé por la madre de Daisy, lloriqueando en el pañuelo, y al padre mirando impaciente la hora. En el lado de Landen, su madre estaba sola.
—Exijo y os conmino a los dos —decía el clérigo— a que si alguno de vosotros conoce un obstáculo que impida una unión legítima en matrimonio, que lo confiese ahora.
Hizo una pausa y varios de los invitados se agitaron. El señor Mutlar, cuya falta de mentón había sido ampliamente compensada por una envergadura incrementada de su cuello, parecía estar incómodo y miró alrededor de la iglesia nervioso. El clérigo se volvió hacia Landen y abrió la boca para hablar, pero al hacerlo, una voz alta y clara se alzó desde el fondo de la iglesia:
—El matrimonio no puede proseguir: ¡declaro la existencia de un impedimento!
Ciento cincuenta cabezas se volvieron para ver quién hablaba. Uno de los amigos de Landen rió con fuerza; evidentemente pensaba que se trataba de una broma. Sin embargo, el rostro del que había hablado no daba la impresión de que su intención fuese el humor. El padre de Daisy no estaba dispuesto a consentirlo. Landen era una buena pieza para su hija y un chistecillo sin gracia no iba a retrasar la boda.
—¡Siga! —dijo, con el rostro convertido en un trueno.
El clérigo miró al hombre del fondo, luego a Daisy y a Landen y finalmente al señor Mutlar.
—No puedo proseguir sin investigar primero lo que se ha afirmado y las pruebas sobre su verdad o falsedad —dijo con expresión dolida; algo así no le había pasado nunca.
El señor Mutlar se había vuelto de un muy poco saludable tono carmesí y podría haberle dado un puñetazo al hombre que había hablado de haberlo tenido cerca.
—¿Qué estupidez es ésta? —gritó en su lugar, provocando murmullos por todas partes.
—No es una estupidez, señor —respondió el hombre con voz clara—. Creo que la bigamia está lejos de ser una estupidez, señor.
Miré fijamente a Landen, quien parecía confundido por el giro de los acontecimientos. ¿Ya estaba casado? No podía creerlo. Miré al hombre y el corazón se me paró un segundo. Era el señor Briggs, ¡el abogado que había visto en la iglesia en Thornfield! Oí un movimiento cercano y me volví para encontrarme a la señora Nakajima junto a mí. Me sonrió y se llevó un dedo a los labios. Yo fruncí el ceño y el clérigo volvió a hablar.
—¿Cuál es la naturaleza del impedimento? Quizá pueda superarse… explicarse.
—Difícilmente —fue la respuesta—. Lo he definido como insuperable y hablo con conocimiento. Consiste simplemente en un matrimonio anterior.
Landen y Daisy se miraron bruscamente.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó el señor Mutlar, que parecía ser la única persona lo suficientemente excitada para actuar.
—Me llamo Briggs, abogado de Dash Street, Londres.
—Bien, señor Briggs, quizá tenga usted la amabilidad de explicar el matrimonio anterior del señor Parke-Laine para que todos podamos conocer los cobardes actos de este hombre.
Briggs miró al señor Mutlar y luego a la pareja en el altar.
—Mi información no se refiere al señor Parke-Laine; hablo de la señorita Mutlar, o, empleando su nombre de casada, ¡señora Daisy Posh!
La congregación quedó boquiabierta. Landen miró a Daisy, quien arrojó el ramo al suelo. Una de las damas de honor empezó a llorar, y el señor Mutlar avanzó y agarró a Daisy por el brazo.
—La señorita Mutlar se casó con el señor Murray Posh el 20 de octubre de 1981 —gritó el señor Briggs para hacerse oír por encima del tumulto—. La ceremonia se realizó en Southwark. No se ha presentado ninguna petición de divorcio.
Fue suficiente para todos. Se inició un clamor mientras la familia Mutlar iniciaba una retirada rápida. El párroco ofreció una oración silenciosa que no iba dirigida a nadie en particular mientras Landen conseguía por fin sentarse en el banco que la familia Mutlar acababa de desalojar.
—¡Caza fortunas! —gritó alguien desde el fondo, y la familia Mutlar aceleró el paso entre los insultos posteriores, muchos de los cuales no deberían haberse oído en una iglesia. Aprovechando la confusión, uno de los pajes intentó besar a una de las damas de honor, recibiendo a cambio una bofetada. Yo me apoyé en la piedra fría de la iglesia y me sequé las lágrimas de los ojos. Sabía que no era lo correcto, pero me estaba riendo. Briggs atravesó por entre los invitados que discutían y se unió a nosotras, tocándose el sombrero con gesto respetuoso.
—Buenas tardes, señorita Next.
—¡Unas muy buenas tardes, señor Briggs! ¿Qué está haciendo usted aquí?
—Los Rochester me enviaron.
—¡Pero hace sólo tres horas que salí del libro!
La señora Nakajima intervino.
—Lo abandonó a apenas doce páginas del final. En ese tiempo han pasado diez años en Thornfield; ¡tiempo de sobra para hacer muchos planes!
—¿Thornfield?
—Reconstruido, sí. Mi marido se jubiló y ahora él y yo administramos la casa. A ninguno de los dos se nos menciona en el libro y la señora Rochester aspira a que siga siendo así; es mucho más agradable que Osaka y ciertamente más enriquecedor que el negocio turístico.
No parecía haber mucho que pudiese decir.
—La señora Jane Rochester le pidió a la señora Nakajima que me trajese aquí para ayudar —dijo Briggs—. Ella y el señor Rochester estaban deseosos de ayudarla como usted los ayudó a ellos. Le desean toda la felicidad y toda la salud para el futuro y le agradecen su oportuna intervención.
Sonreí.
—¿Cómo están?
—Oh, están bien, señorita —respondió Briggs con alegría—. El primogénito tiene ahora cinco años; un buen muchacho con buena salud, la imagen de su padre. La primavera ya pasada Jane tuvo una hermosa hija. Le han llamado Helen Thursday Rochester.
Miré a Landen, quien estaba de pie en la entrada de la iglesia, intentando explicarle a su tía Ethel qué pasaba.
—Debo hablar con él.
Pero hablaba sola. La señora Nakajima y el abogado se habían desvanecido; de regreso a Thornfield para informar a Jane y a Edward sobre un trabajo bien hecho.
Al aproximarme, Landen se sentó en los escalones de la iglesia, se quitó el clavel y lo olió distraídamente.
—Hola, Landen.
Landen alzó la vista y parpadeó.
—Ah —dijo—. Thursday. Debería haberlo sabido.
—¿Puedo sentarme contigo?
—Adelante.
Me senté a su lado sobre los cálidos escalones de caliza. Él miraba directamente al frente.
—¿Esto fue cosa tuya? —preguntó al fin.
—No, en absoluto —respondí—. Confieso que vine aquí a interrumpir la boda pero me faltó el valor.
Me miró.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bien, porque… porque creía que yo sería una mejor señora de Parke-Laine que Daisy, supongo.
—Eso ya lo sé —exclamó Landen—, y estoy totalmente de acuerdo. Lo que quiero saber es por qué te faltó el valor. Después de todo, persigues a genios criminales, realizas trabajos OpEspec de alto riesgo, con tranquilidad desobedeces órdenes para ir a rescatar a los camaradas bajo un intenso fuego de artillería, sin embargo…
—Lo entiendo. No sé. Quizás ese tipo de decisiones sí o no, de vida o muerte, son más fáciles de tomar porque son tan en blanco y negro. Puedo tratar con ellas porque son más fáciles. Las emociones humanas, bien…, no son más que una colección sin fondo de grises y no se me dan igual de bien los tonos intermedios.
—En tonos intermedios es donde he vivido durante los últimos diez años, Thursday.
—Lo sé y lo siento. Tuve muchos problemas para reconciliar lo que sentía por ti con lo que consideraba una traición a Anton. Fue un tira y afloja emocional, y yo era el pañuelito de en medio, atado a la cuerda, sin moverse.
—Yo también le quería, Thursday. Fue lo más cercano a un hermano que llegué a tener. Pero yo no podía agarrar mi extremo de la cuerda por siempre.
—Dejé algo en Crimea —murmuré—, pero creo haberlo vuelto a encontrar. ¿Hay tiempo para intentar que salga bien?
—Un poco a última hora, ¿no? —dijo con una sonrisa.
—No —respondí—, más bien, ¡tres segundos antes de medianoche!
Me besó delicadamente en los labios. La sensación fue de calidez y placer, como regresar a casa para disfrutar de un fuego que ruge en la chimenea después de una larga caminata bajo la lluvia. Los ojos se me llenaron de lágrimas y sollocé en silencio junto a su cuello mientras me abrazaba con fuerza.
—Discúlpenme —dijo el párroco, quien había estado flotando por los alrededores—. Lamento interrumpir, pero a las tres y media tengo otra boda.
Murmuramos nuestras disculpas y nos pusimos en pie. Los invitados de la boda todavía esperaban alguna decisión. Casi todos ellos sabían lo de Landen y yo y muy pocos, si había alguno, consideraban que Daisy fuese mejor pareja.
—¿Lo harás? —me preguntó Landen al oído.
—¿Haré qué? —pregunté yo, conteniendo la risa.
—¡Tonta! ¿Te casarás conmigo?
—Mmm —respondí, con el corazón atronando como un cañón en Crimea—. ¡Tendré que pensarlo…!
Landen alzó una ceja inquisitiva.
—¡Sí! ¡Sí, sí! ¡Lo haré, lo haré, con todo mi corazón!
—¡Al fin! —dijo Landen con un suspiro—. ¡Las cosas que tengo que hacer para conseguir a la mujer que amo…!
Nos volvimos a besar, pero ahora durante más tiempo; tanto, que el párroco, que seguía mirando la hora, tuvo que tocarle el hombro a Landen.
—Gracias por el ensayo —dijo Landen, dándole la mano al párroco con vigor—. ¡Volveremos en un mes para la ceremonia de verdad!
El párroco se encogió de hombros. Iba convirtiéndose con rapidez en la boda más ridícula de su carrera.
—Amigos —anunció Landen a los invitados que quedaban—. Me gustaría anunciar el compromiso entre esta encantadora agente de OpEspec llamada Thursday Next y yo. Como sabéis, ella y yo hemos tenido nuestras diferencias en el pasado pero ahora están totalmente olvidadas. En mi casa hay una carpa llena de comida y bebida, y tengo entendido que Holroyd Wilson tocará a partir de las seis. Sería un crimen malgastarlo, ¡así que cambiemos el motivo!
Los invitados lanzaron un grito de emoción mientras empezaban a organizar el transporte. Landen y yo fuimos en mi coche, pero tomamos el camino más largo. Teníamos mucho de lo que hablar y la fiesta… Bien, durante un rato podría continuar sin nosotros.
La celebración no terminó hasta las 4 p.m. Yo bebí demasiado y tomé un taxi de vuelta al hotel. Landen insistía en que pasase la noche en su casa, pero yo le dije un poco coqueta que tendría que esperar hasta después de la boda. Recuerdo vagamente haber vuelto a mi habitación pero nada más; todo fue oscuridad hasta que sonó el teléfono a las nueve de la mañana siguiente. Yo estaba medio vestida, Pickwick miraba la tele de la hora del desayuno y me dolía la cabeza como si estuviese a punto de estallar.
Era Victor. No parecía estar de muy buen humor, pero la amabilidad era una de sus mejores características. Me preguntó cómo estaba.
Miré el despertador mientras un martillo me daba golpes dentro de la cabeza.
—He estado mejor. ¿Cómo van las cosas en el trabajo?
—No muy bien —respondió Victor con cierta reserva en la voz—. La Corporación Goliath quiere hablar contigo sobre Jack Schitt y los de la Federación Brontë están como canguros rabiosos por los daños al libro. ¿Era absolutamente necesario quemar Thornfield hasta los cimientos?
—Eso fue cosa de Hades…
—¿Y Rochester? ¿Ciego y con una mano destrozada? ¿También fue Hades?
—Bien, sí.
—Esta es la madre de todas las jodiendas, Thursday. Será mejor que vengas y te expliques a la gente Brontë. Tengo conmigo a su Comité Ejecutivo Especial, y no vienen a colgarte una medalla del pecho.
Llamaron a la puerta. Le dije a Victor que iría directamente y me puse inestablemente en pie.
—¿Hola? —grité.
—¡Servicio de habitaciones! —respondió una voz al otro lado—. ¡El señor Parke-Laine llamó para que le trajésemos café!
—¡Un momento! —dije mientras intentaba que Pickwick regresase al baño; el hotel tenía reglas muy estrictas sobre los animales de compañía. Parecía ligeramente agresivo, lo que no era muy habitual en su caso; si hubiese tenido alas probablemente las hubiera agitado con furia.
—¡Este… no… es… el… momento… de… ser… un… incordio! —farfullé mientras empujaba al pájaro recalcitrante al baño y cerraba la puerta.
Mantuve la cabeza inmóvil un momento mientras me martillaba dolorosamente, me cubrí con una bata y abrí la puerta. Gran error. Allí había un camarero, pero no estaba solo. Tan pronto como la puerta quedó completamente abierta, otros dos hombres vestidos con trajes oscuros entraron y me empujaron contra la pared apuntándome a la cabeza con una pistola.
—Vamos a necesitar otras dos tazas si quieren tomar café conmigo —farfullé.
—Muy gracioso —dijo el hombre vestido de camarero.
—¿Goliath?
—Básicamente.
Retiró el percutor del revólver.
—Guantes fuera, Next. Schitt es un hombre importante y necesitamos saber dónde está. La seguridad nacional y Crimea dependen de ello y la estúpida vida de un agente no vale una mierda cuando se examina la situación global.
—Os llevaré hasta él —boqueé, intentando respirar—. Está en las afueras de la ciudad.
El agente de Goliath me soltó y me dijo que me vistiese. Salíamos del hotel unos minutos más tarde. Todavía tenía la cabeza dolorida y las sienes me dolían con un dolor sordo, pero al menos pensaba con mayor claridad. Delante de mí tenía una pequeña multitud, y me alegré al comprobar que se trataba de la familia Mutlar preparándose para regresar a Londres. Daisy discutía con su padre y la señora Mutlar agitaba la cabeza con desánimo.
—¡Caza fortunas! —grité.
Daisy y su padre dejaron de discutir y me miraron mientras los hombres de Goliath intentaban apartarme.
—¿Qué ha dicho?
—Lo ha oído. No sé cuál es la mayor zorra, su hija o su esposa.
Provocó el efecto deseado. El señor Mutlar se puso de ese curioso tono carmesí y lanzó el puño en mi dirección. Lo esquivé y el golpe dio a uno de los hombres de Goliath directamente en la mandíbula. Salí corriendo hacia el aparcamiento. Un disparo me pasó por encima del hombro; me moví con rapidez y salí a la carretera justo cuando un enorme Ford negro de estilo militar se detenía de golpe.
—¡Suba! —gritó el conductor.
No tuvo que pedírmelo dos veces. Me metí dentro y el Ford salió disparado mientras dos agujeros de bala aparecían en el parabrisas trasero. El coche gastó goma virando la esquina y pronto nos alejamos.
—Gracias —murmuré—. Un poco más tarde y hubiese acabado como alimento para gusanos. ¿Puede dejarme en el cuartel general de OpEspec?
El conductor no dijo nada; había una división de vidrio entre él y yo y de pronto tuve la sensación de haber escapado de la sartén para caer en el fuego.
—Puede dejarme donde quiera —dije.
No respondió. Probé con las manecillas de las puertas, pero estaban cerradas. Golpeé el vidrio pero pasó de mí; dejamos atrás el edificio de OpEspec y nos dirigimos a la ciudad vieja. También conducía rápido. En dos ocasiones se saltó un semáforo en rojo y en una ocasión se le cruzó a un bus; caí contra una portezuela cuando dobló una esquina, apenas esquivando el camión del cervecero.
—¡Aquí, pare el coche! —grité, golpeando la partición de vidrio. El conductor se limitó a acelerar, rayando otro coche al coger una esquina un poco demasiado rápido.
Tiré con fuerza de las manecillas y estaba a punto de usar los tacones contra las ventanillas cuando se detuvo de pronto. Me salí del asiento y caí formando un montón en la alfombrilla. El conductor se bajó, me abrió la puerta y dijo.
—Aquí estamos, señorita, no quería que llegase tarde. Órdenes del coronel Phelps.
—¿Coronel Phelps? —dije con voz entrecortada.
El conductor me sonrió y saludó con rapidez. Phelps había dicho que me mandaría un coche para que me presentase en la charla, y lo había hecho.
Miré al exterior. Nos habíamos detenido en el exterior del ayuntamiento de Swindon, y una vasta multitud nos miraba.
—¡Hola, Thursday! —dijo una voz conocida.
—¿Lydia? —pregunté, pillada por sorpresa por el súbito cambio de situación.
Y sí era ella. Pero no era la única periodista de televisión; había seis o siete con sus cámaras apuntándome directamente mientras yo permanecía sentada en la alfombrilla con una postura muy poco elegante. Salí del coche.
—Les habla Lydia Startright de la Toad News Network —dijo Lydia con su mejor voz de reportera—, estamos con Thursday Next, la agente de OpEspec responsable del salvamento de Jane Eyre. ¡Primero, permítame felicitarla, señorita Next, por su excelente reconstrucción de la novela!
—¿De qué habla? —respondí—. ¡Lo trastoqué todo! ¡Quemé Thornfield hasta los cimientos y dejé medio lisiado a Rochester!
La señorita Startright rió.
—En una encuesta reciente, noventa y nueve de cada cien lectores que expresaron su preferencia dijeron que estaban encantados con el nuevo final. ¡Jane y Rochester casados! ¿No es maravilloso?
—¿Pero la Federación Brontë…?
—Charlotte no le dejó el libro a la Federación Brontë, señorita Next —dijo un hombre vestido con un traje de lino que llevaba una enorme escarapela azul de Charlotte Brontë clavada incongruentemente a la solapa—. La Federación está formada por un montón de tipos estirados. Permítame presentarme. Walter Branwell, presidente del grupo escindido de la federación «Brontë para el pueblo».
Me ofreció la mano y sonrió de oreja a oreja mientras varias personas cercanas aplaudían. Se disparó una batería de flashes y una niña me entregó un ramo de flores y otro periodista me preguntó qué tipo de persona era Rochester en realidad. El chofer me tomó del brazo y me guió al interior del edificio.
—El coronel Phelps la está esperando, señorita Next —murmuró afable.
La multitud se dividió mientras me guiaba hasta un salón inmenso lleno casi por completo. Parpadeé como una estúpida y miré a mi alrededor. Había murmullos emocionados, y mientras recorría el pasillo principal podía oír que la gente repetía mi nombre. En el foso de la orquesta se había improvisado una sala de prensa en la que se podía ver todo un mar de periodistas sentados pertenecientes a todas las cadenas importantes. El encuentro de Swindon se había convertido en el punto focal de los sentimientos populares sobre la guerra; lo que se dijese aquí tendría gran trascendencia. Llegué al escenario, donde se habían montado dos mesas. Los dos lados de la cuestión estaban claramente delineados. El coronel Phelps estaba sentado bajo una enorme bandera inglesa; su mesa estaba profusamente adornada con banderines y varias plantas en macetas, cuadernos de notas abiertos y montones de panfletos listos para ser distribuidos. Le acompañaban en su mayoría miembros uniformados de las fuerzas armadas que habían servido en la península. Todos ellos estaban más que dispuestos a hablar a grandes voces sobre la importancia de Crimea. Incluso uno de los soldados llevaba el nuevo rifle de plasma.
Al otro lado del escenario se encontraba la mesa «anti». También estaba bien poblada de veteranos, pero ninguno llevaba uniforme. Reconocí a los dos estudiantes del campo de aviación y a mi hermano Joffy, quien sonrió y formó con la boca:
—¡Cuidado, Bodoque!
La multitud guardaba silencio; habían oído que vendría y aguardaban mi llegada.
Las cámaras me siguieron mientras me aproximaba a los escalones del escenario y subía con tranquilidad. Phelps se puso en pie para recibirme, pero seguí caminando y me senté en la mesa «anti», ocupando el sitio que uno de los estudiantes me había dejado libre. Phelps quedó conmocionado; se puso de un rojo brillante, pero se controló cuando se dio cuenta de que las cámaras seguían todos sus movimientos.
Lydia Startright me había seguido al escenario. Estaba allí para moderar el encuentro; ella y el coronel Phelps habían insistido en esperar mi llegada. Startright se alegraba de haberlo hecho; Phelps no.
—Damas y caballeros —anunció Lydia con grandilocuencia—, la mesa de negociaciones en Budapest está vacía y se espera el inicio de una ofensiva. Mientras un millón de soldados se miran unos a otros a través de la tierra de nadie, nos preguntamos: ¿cuál es el precio de Crimea?
Phelps se puso en pie para hablar pero yo fui más rápida.
—Sé que el chiste es viejo —empecé—, pero un anagrama simple de «Crimea» es «Un Crimen»[8] —Pausa—. Así es como lo veo y desafiaría a cualquiera a demostrarme que no es así. Incluso el coronel Phelps estaría de acuerdo conmigo en que ya es hora de dar permanentemente por terminado el tema de Crimea.
El coronel Phelps asintió.
—Donde el coronel y yo no coincidimos es en mi creencia de que Rusia es la que más derecho tiene al territorio.
Era un comentario controvertido; los partidarios de Phelps estaban bien preparados e hicieron falta diez minutos para restaurar el orden. Startright los hizo callar a todos y por fin pude terminar mi argumento.
—Hace apenas dos meses tuvimos una muy buena oportunidad de acabar con todo este disparate. Inglaterra y Rusia estaban sentadas a la mesa, discutiendo los términos de una retirada completa de las tropas inglesas.
Se produjo un silencio total. Phelps se recostó en su silla y me miraba con gran atención.
—Pero entonces llegó el rifle de plasma. Nombre en código: Stonk.
Bajé la vista un momento.
—Este Stonk era la clave, el secreto de una nueva ofensiva y el reinicio posible de una guerra que, gracias a Dios, ha carecido relativamente de lucha real durante los últimos ocho años. Pero hay un problema. La ofensiva tiene cimientos de barro; a pesar de todo lo que se ha dicho y hecho, el rifle de plasma es falso… ¡El Stonk no funciona!
En la cámara se alzó un murmullo excitado. Phelps me miró adusto, estremeciendo las cejas. Le susurró algo a un general de brigada que estaba sentado a su lado.
—Las tropas inglesas esperan un arma nueva que no llegará. La Corporación Goliath ha tratado de tonto al gobierno inglés; a pesar de una inversión de mil millones de libras, el rifle de plasma tendrá tanta utilidad en Crimea como un palo de escoba.
Me senté. Todos apreciaron la importancia de lo que había dicho, ya se tratase de los presentes o de los que veían el programa en directo; en ese mismo momento el ministro de la guerra inglés descolgaba el teléfono. Quería hablar con los rusos antes de que sucediese algo irreparable…, un ataque, por ejemplo.
De vuelta al salón en Swindon, el coronel Phelps se puso en pie.
—Grandiosas afirmaciones de alguien que está trágicamente mal informado —entonó paternalista—. Todos hemos presenciado el poder destructivo del Stonk y su efectividad no es la razón de esta charla.
—Demuéstrelo —respondí—. Veo que tienen con ustedes un rifle de plasma. Vayamos al parque y lo probamos. Incluso me puede apuntar a mí, si lo desea.
Phelps se detuvo, y en esa pausa perdió la discusión… y la guerra. Miró al soldado que llevaba el arma, quien le miró a él nervioso.
Phelps y su gente abandonaron el escenario para ocultarse de la multitud. Había tenido la esperanza de ofrecer su discurso de una hora cuidadosamente ensayado sobre el recuerdo de los hermanos perdidos y el valor de la camaradería; no volvió a hablar en público nunca más.
En cuatro horas se había declarado un alto el fuego por primera vez en 131 años. En cuatro semanas, los políticos volvían a reunirse en la mesa de Budapest. En cuatro meses, todos los soldados ingleses habían abandonado la península. En cuanto a la Corporación Goliath, pronto se les pidió cuentas por su engaño. Expresó una ignorancia muy poco convincente de todo el asunto, echando la culpa por completo sobre los hombros de Jack Schitt. Yo había tenido la esperanza de que se les recriminase un poco más, pero al menos me quitó a Goliath de encima.