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Una mujer llamada Thursday Next

«Desde nuestro puesto en el salón del hotel Penderyn podíamos apreciar la buena labor de Thursday. La narración continuó con rapidez, las semanas pasaban en el espacio de unas pocas líneas. A medida que las palabras se iban escribiendo por sí solas sobre la página, Mycroft o yo las leíamos en voz alta. Todos esperábamos que la frase “dulce locura” apareciese en el texto, pero no fue así. Nos preparamos para asumir lo peor, que Hades no había sido capturado y que quizá nunca lo sería. Que Thursday podría permanecer en el libro como una especie de cuidadora permanente.»

Del diario de BOWDEN CABLE

En Thornfield las semanas pasaron con rapidez y yo me ocupé de la tarea de garantizar la seguridad de Jane sin que ella se diese cuenta. Situé a un joven en Millcote para que me avisase de los movimientos de Hades, pero parecía contentarse con salir a pasear todas las mañanas, pedirle un libro prestado al médico del pueblo y pasar el tiempo en la posada. Su inacción me resultaba preocupante, pero por ahora me alegraba que sólo fuese eso.

Rochester había enviado una nota avisando de su regreso y se dispuso una fiesta para sus amigos locales. Jane parecía estar muy agitada por la llegada de la cabezahueca Blanche Ingram, pero a mí me importó bien poco. Estaba ocupada intentando establecer la seguridad con ayuda de John, el marido de la cocinera, que era un hombre inteligente e ingenioso. Le había enseñado a disparar con la pistola de Rochester y era, como me encantó descubrir, un tirador excelente. Había pensado que Hades se presentaría con uno de los invitados pero, aparte de la llegada del señor Mason desde las Indias Occidentales, no pasó nada fuera de lo común.

Las semanas se convirtieron en meses y vi poco a Jane —a propósito, por supuesto—, pero me mantuve en contacto con el servicio de la casa y con el señor Rochester para asegurarme de que todo iba bien. Y parecía que todo iba bien. Como era habitual, el señor Mason recibió el mordisco de su hermana loca en la habitación superior; yo estaba de pie al otro lado de la puerta cerrada cuando Rochester fue en busca del médico y Jane atendía las heridas de Mason. Cuando llegó el doctor, vigilé desde el cenador exterior, donde sabía que se encontrarían Jane y Rochester. Y así siguió, hasta un breve respiro cuando Jane se fue a visitar a su tía moribunda en Gateshead. Para entonces Rochester había decidido casarse con Blanche Ingram y las cosas se habían puesto ligeramente tensas entre él y Jane. Sentía algo de alivio de que se fuese; podía relajarme y charlar con Rochester cómodamente sin que Jane sospechase nada.

—No duerme usted —comentó Rochester mientras paseábamos juntos por el jardín—. Mire cómo sus ojos están bordeados de tonos oscuros y lúgubres.

—No duermo bien aquí, no mientras Hades se encuentra apenas a cinco millas de distancia.

—Sus espías seguro que la alertarán de cualquier movimiento.

Era cierto; la red funcionaba bien, aunque a costa de un gasto considerable por parte de Rochester. Si Hades iba a alguna parte, yo me enteraba a los dos minutos gracias a un jinete apostado precisamente para esa tarea. Era de esa forma como sabía cuándo estaba fuera, ya fuese paseando, leyendo o golpeando a los campesinos con el bastón. Jamás se había acercado a menos de un kilómetro de la casa, y me contentaba con que siguiese así.

—Mis espías me permiten estar tranquila, pero me sigue costando creer que Hades pueda ser tan pasivo. Me da escalofríos y me preocupa.

Paseamos durante un rato, Rochester me señalaba puntos de interés del terreno. Pero yo no prestaba atención.

—¿Cómo llegó hasta mí, aquella noche en el exterior del almacén, cuando me dispararon?

Rochester se detuvo y me miró.

—Simplemente sucedió, señorita Next. No puedo explicarlo de la misma forma que usted no puede explicar cómo llegó aquí cuando era niña. Exceptuando a la señora Nakajima y a un viajero llamado Foyle, no conozco a nadie más que lo haya hecho.

Me sorprendí.

—Entonces, ¿conoce a la señora Nakajima?

—Claro que sí. Habitualmente guío visitas por Thornfield para sus invitados mientras Jane está en Gateshead. No comporta ningún riesgo y es extremadamente lucrativo. Las casas de campo cuestan mucho dinero en mantenimiento, señorita Next, incluso en este siglo.

Me permití sonreír. Pensé que la señora Nakajima debía de estar sacándose unos buenos beneficios; era, después de todo, el viaje definitivo para cualquier fan de Brontë, y de estos había muchos en Japón.

—¿Qué hará después de esto? —preguntó Rochester, señalando un conejo para Pilot, quien ladró y salió corriendo.

—Supongo que volver al trabajo de OpEspec —respondí—. ¿Y usted?

Rochester me miró preocupado, con las cejas plegadas y una expresión de furia alzándose en sus rasgos.

—No hay nada para mí después de que Jane se marche con esa babosa y patética versión de un vertebrado, St. John Rivers.

—¿Y qué hará usted?

—¿Hacer? No haré nada. La existencia para mí termina básicamente en ese punto.

—¿La muerte?

—No como tal —respondió Rochester, escogiendo las palabras con cuidado—. De donde viene usted se nace, se vive y luego se muere. ¿Cierto?

—Más o menos.

—¡Una forma bastante pobre de vivir, imagino! —rió Rochester—. Y supongo que dependen de ese ojo interno que llamamos memoria para sostenerse en momentos de depresión.

—La mayor parte del tiempo —respondí—, aunque la memoria no tiene sino una centésima parte de la fuerza de las emociones que se sienten en un momento dado.

—Estoy de acuerdo. Aquí, yo no nazco ni muero. Adquiero existencia a la edad de treinta y ocho años y desaparezco poco después, ¡habiéndome enamorado por primera vez en mi vida y luego habiendo perdido el objeto de mi adoración, mi ser…!

Se detuvo y recogió el palo que el considerado Pilot le había traído en lugar del conejo que no podía atrapar.

—Comprenda, me puedo mover a cualquier punto del libro que desee, de inmediato y regresar a voluntad; las mejores partes de mi vida se encuentran entre el momento en que declaro mi amor verdadero a esa adorable niña endiablada y el momento en que el abogado y el tonto de Mason se presentan para arruinar mi boda y revelar a la loca del ático. Esas son las semanas a las que más regreso, pero también voy a los malos momentos… porque sin una vara de medir a veces los mejores momentos se dan por supuestos. En ocasiones fantaseo que hago que John los detenga en la puerta de la iglesia y los retrase hasta que la boda termine, pero iría en contra de cómo debe ser.

—Por tanto, ¿mientras hablo con usted aquí…?

—… también conozco a Jane por primera vez, la cortejo, luego la pierdo para siempre. Incluso ahora mismo la veo a usted, de niña, con expresión de miedo bajo los cascos de mi caballo…

Se palpó el codo.

—Y también siento el dolor de esa caída. Por tanto, verá que mi existencia, aunque limitada, no carece de sus ventajas.

Suspiré. Si la vida fuese así de simple; si uno pudiese saltar a las partes buenas y saltarse las malas…

—¿Ama a algún hombre? —me preguntó Rochester de pronto.

—Sí; pero hay mucho mal aire entre nosotros. Acusó a mi hermano de un crimen que yo consideré injusto poner sobre los hombros de un muerto; mi hermano nunca tuvo la oportunidad de defenderse y las pruebas no eran muy sólidas. Me resulta difícil de perdonar.

—¿Qué hay que perdonar? —exigió Rochester—. Haga caso omiso del perdón y concéntrese en vivir. Para ustedes la vida es corta; demasiado corta como para permitir que pequeños problemas destruyan una felicidad que sólo será suya durante un breve momento.

—¡Por desgracia! —respondí—. ¡Está comprometido para casarse!

—¿Y eso qué importa? —se burló Rochester—. Probablemente sea alguien tan inadecuado para él como Blanche Ingram lo es para mí.

Pensé en Daisy Mutlar y efectivamente parecía haber grandes similitudes.

Paseamos en silencio hasta que Rochester sacó un reloj de bolsillo y miró la hora.

—Ahora mismo mi Jane regresa de Gateshead. ¿Dónde está mi lápiz y mi cuaderno?

Busqué en mi chaqueta y saqué un cuaderno de dibujo y un lápiz.

—Tengo que encontrarla por accidente; pronto atravesará los campos en esta dirección. ¿Qué tal estoy?

Le enderecé la corbata y asentí para indicar mi satisfacción.

—¿Me considera guapo, señorita Next? —preguntó de súbito.

—No —respondí sinceramente.

—¡Bah! —exclamó Rochester—. ¡Duendes las dos! ¡Váyase, hablaremos más tarde!

Los dejé a lo suyo y regresé a la casa siguiendo el lago, muy concentrada en mis pensamientos.

Y así pasaron las semanas, el aire haciéndose más cálido y los capullos empezando a aparecer en los árboles. Apenas vi a Rochester o a Jane, ya que sólo tenían ojos el uno para el otro. La señora Fairfax no estaba muy impresionada por la unión, pero le dije que fuese razonable. Se puso nerviosa como una gallina vieja al oír ese comentario y regresó a sus labores. La rutina de Thornfield siguió siendo la normal durante los siguientes meses; la estación se convirtió en verano y allí estaba yo el día de la boda, invitada específicamente por Rochester y oculta en la sacristía. Vi al clérigo, un hombre enorme llamado señor Wood, preguntar si alguien conocía algún impedimento que hiciese que la boda no fuese legítima o aceptada por Dios. Oí al abogado comunicar el terrible secreto. Podía ver que Rochester estaba fuera de sí por la furia mientras Briggs leía la declaración jurada de Mason donde afirmaba que la loca era Bertha Rochester, la hermana de Mason y la esposa legítima de Rochester. Permanecí oculta mientras se desarrollaba la discusión, saliendo sólo cuando Rochester guió al pequeño grupo hasta la casa para conocer a su esposa loca. Yo no fui; fui a dar un paseo, respirando el aire fresco y evitando la tristeza y la angustia de la casa al comprender Rochester y Jane que no podrían casarse.

Al día siguiente, Jane ya se había ido. La seguí a una distancia segura para confirmar que tomaba el camino a Whitcross. Tenía el aspecto de una persona perdida que buscaba una vida mejor en alguna otra parte. La vigilé hasta perderla de vista y luego fui a almorzar a Millcote. Una vez que terminé la comida en The George, jugué a las cartas con tres jugadores ambulantes; para la hora de la cena ya les había ganado seis guineas. Mientras jugaba, un niño pequeño se presentó en la mesa.

—¡Hola, William! —dije—. ¿Qué hay de nuevo?

Me incliné hasta la altura del huérfano, que estaba vestido con ropas de adultos que le habían pasado y cosido para que se ajustasen.

—Le ruego disculpas, señorita Next, pero el señor Hedge ha desaparecido.

Me puse en pie de un salto, totalmente alarmada, eché a correr y no me detuve hasta llegar a The Millcote. Volé escaleras arriba, donde uno de mis espías de mayor confianza retorcía nervioso su gorra. La habitación de Hades estaba vacía.

—Lo lamento, señorita. Estaba abajo en el bar, sin beber, por supuesto; lo juro. Debió de escabullirse…

—¿Alguien más bajó las escaleras, Daniel? ¡Rápido!

—Nadie. Nadie excepto la anciana…

Cogí el caballo de uno de mis jinetes y llegué a Thornfield en la mitad de tiempo. Ninguno de los guardias en la entrada había visto a Hades. Entré y me encontré a Edward en la sala, sirviéndose de una botella de brandy. Alzó la copa cuando entré.

—Se ha ido, ¿no? —preguntó.

—Se ha ido.

—¡Maldición! ¡Malditas sean las circunstancias que me dejaron atrapado en la boda con esa imbécil y maldigo a mi hermano y a mi padre por acordar tal unión!

Se dejó caer en una silla y miró al suelo.

—¿Ya ha terminado su trabajo aquí? —preguntó con resignación.

—Creo que sí, sí. No me queda más que encontrar a Hades y podré irme.

—¿No está en The Millcote?

—Ya no.

—¿Pero espera capturarle?

—Así es; aquí parece estar debilitado.

—Entonces será mejor que diga la palabra clave. Puede que cuando llegue el momento, el tiempo no esté a nuestro favor. Más vale prevenir que curar.

—Cierto —admití—. Para abrir la puerta, hay que decir…

Pero en ese momento la puerta principal se abrió, una ráfaga de viento movió algunos papeles y unas pisadas familiares resonaron sobre las baldosas de la entrada. Me quedé inmóvil y miré directamente en dirección a Rochester, quien miraba a su copa.

—¿El código…?

Oí una voz llamando a Pilot. Poseía la resonancia profunda del amo de la casa.

—¡Maldita sea! —murmuró Hades al fundirse su disfraz de Rochester y saltar como un rayo a la pared, atravesando listones y yeso como si fuesen papel de arroz.

Para cuando llegué al pasillo ya había desaparecido; perdiéndose en los interiores de la casa. Rochester se me unió mientras yo prestaba atención a cualquier ruido que viniese de arriba, pero no nos llegó ningún sonido. Edward dedujo rápidamente lo sucedido y con celeridad convocó a los peones de su hacienda. En veinte minutos los tenía protegiendo el exterior de la casa, con órdenes estrictas de disparar a cualquiera que intentase escapar sin dar una contraseña acordada. Completada esa parte, regresamos a la biblioteca y Rochester sacó un juego de pistolas y las cargó con mucho cuidado. Miró inquieto mi Browning automática mientras él colocaba dos estopines sobre las boquillas de las pistolas y recolocaba los percusores.

—Las balas sólo le ponen furioso —le dije.

—¿Tiene una idea mejor?

No dije nada.

—Entonces, será mejor que me siga. ¡Cuánto antes salga esta amenaza de mi libro, mejor!

Todos excepto Grace Poole y la loca habían salido de la casa, y la señora Poole había recibido instrucciones de no abrir la puerta a nadie hasta la mañana por ningún motivo, ni siquiera al señor Rochester. Rochester y yo empezamos por la biblioteca y pasamos al comedor, y luego al recibidor de tarde. Después registramos el recibidor de mañana y luego el salón de baile. Todo estaba vacío. Regresamos a la escalera donde habíamos situado a John y a Mathew, que juraron no haber visto pasar a nadie. Para entonces ya había caído la noche; los hombres de guardia habían recibido antorchas y su escasa luz parpadeaba en el pasillo. Las escaleras y los paneles de la casa eran de madera oscura que reflejaba mal la luz; el vientre de una ballena hubiese estado mejor iluminado. Llegamos a lo alto y miramos a izquierda y a derecha, pero la casa estaba oscura y me maldije por no haber traído una buena linterna. Como si fuese en respuesta a mis pensamientos, una ráfaga de viento apagó las velas y en algún punto por delante se cerró una puerta. Mi corazón se detuvo un instante y Rochester lanzó un juramento al chocar contra un arcón de roble. Yo volví a encender con rapidez el candelabro. Bajo el resplandor cálido nos podíamos ver las caras asustadas, y Rochester, al comprender que mi rostro era un reflejo del suyo, se envalentonó para la tarea que quedaba y gritó:

—¡Cobarde! ¡Muéstrate!

Hubo un estruendo y un brillante destello de color naranja cuando Rochester disparó en dirección a la escalera que llevaba a las habitaciones de arriba.

—¡Ahí! Ahí va, como un conejo; ¡imagino que le he herido!

Corrimos hasta ese punto, pero no había sangre; simplemente la bala pesada hundida en el pasamanos.

—¡Le tenemos! —exclamó Rochester—. ¡De ahí arriba sólo se puede escapar por el tejado y no hay forma de bajar sin arriesgarse a romperse el cuello con el desagüe!

Subimos las escaleras y nos encontramos en el pasillo superior. Allí arriba las ventanas eran grandes, pero aun así el interior era insoportablemente tenebroso. Nos detuvimos de pronto. A medio camino del pasillo, de pie en las sombras y con la cara iluminada por la luz de una única vela, se encontraba Hades. Correr y ocultarse estaba lejos de ser su estilo. Sostenía la vela encendida cerca de un papel enrollado que yo sabía que sólo podía ser el poema de Wordsworth donde estaba prisionera mi tía.

—¡La clave, por favor, señorita Next!

—¡Nunca!

Colocó la vela más cerca del papel y me sonrió.

—¡La clave, por favor!

Pero su sonrisa se convirtió en expresión de agonía; dejó escapar un alarido brutal y vela y poema cayeron al suelo. Se volvió lentamente para revelar la causa de su dolor. Allí, en la espalda y aferrada con voluntad de hierro se encontraba la señora Rochester, la loca de Jamaica. Rió como una posesa y retorció las tijeras que había hundido entre los omóplatos de Hades. Él gritó una vez más y cayó de rodillas, mientras la llama de la vela incendiaba la capa de cera para pulir que se había acumulado sobre un escritorio. Las llamas ansiosas envolvieron el mueble y Rochester arrancó algunas cortinas para apagarlas. Pero Hades volvía a estar en pie, con fuerzas renovadas: las tijeras habían salido. Apuntó un golpe a Rochester y le dio en la barbilla; Edward se tambaleó y cayó con fuerza sobre el suelo. Una alegría demente pareció apoderarse de Acheron mientras cogía una lámpara de alcohol de un aparador y la lanzaba al extremo del pasillo; estalló en llamas y prendió algunas colgaduras. Se volvió hacia la loca, quien fue a por él en una confusión de miembros agitándose. Con destreza, la mujer sacó el castigado libro de instrucciones de Mycroft del bolsillo de Hades, emitió un grito demoníaco de triunfo y salió corriendo.

—¡Ríndete, Hades! —grité, disparando dos veces.

Acheron se tambaleó por el impacto de las balas, pero se recuperó con rapidez y corrió tras Bertha y la libreta. Yo recogí el valioso poema y tosí por el espeso humo que empezaba a llenar el pasillo. Ahora también ardían las cortinas. Puse a Rochester en pie. Corrimos tras Hades, dándonos cuenta de que Acheron había iniciado otros fuegos mientras perseguía el manual de instrucciones y a la criolla trastornada. Les alcanzamos en el enorme dormitorio de atrás. Parecía un momento tan bueno como cualquier otro para abrir el portal; la cama ya ardía y Hades y Bertha jugaban a un juego estrafalario de gato y ratón con ella sosteniendo la libreta y blandiendo las tijeras en su dirección, algo a lo que él realmente parecía tenerle miedo.

—¡Diga las palabras! —le dije a Rochester.

—¿Y son?

—¡Dulce locura!

Rochester las gritó. Nada. Las gritó todavía más fuerte. Todavía nada. Yo había cometido un error. Jane Eyre estaba escrita en primera persona. Lo que Bowden y Mycroft estuviesen leyendo en el hotel era lo que Jane estaba experimentando —lo que nos pasase a nosotros no salía en el libro y jamás saldría—. No se me había ocurrido.

—¿Ahora qué? —preguntó Rochester.

—No sé. ¡¡¡Cuidado!!!

Bertha había saltado con furia hacia nosotros y salió corriendo por la puerta, seguida de cerca por Hades, quien tenía tal intención de recuperar el manual de instrucciones que nosotros dos le resultábamos de importancia secundaria. Les seguimos por el pasillo, pero la escalera era ahora un muro de llamas y el calor y el humo nos hizo retroceder. Tosiendo y con los ojos llorosos, Bertha escapó al tejado con Hades, Rochester y yo siguiéndola de cerca. El aire fresco resultó agradable tras el interior lleno de humo de Thornfield. Bertha nos llevó por el tejado de plomo del salón de baile. Podíamos ver que el fuego se había extendido a los pisos de abajo, que los muebles y los suelos muy encerados ofrecían sustento suficiente a las llamas hambrientas; en unos minutos la enorme casa de madera sería un infierno.

La loca bailaba una danza lánguida vestida con las ropas de cama; un recuerdo lejano, quizá, de la época en que era una dama, todo un mundo de diferencia con la patética existencia que soportaba ahora. Gruñó como un animal enjaulado y amenazó a Hades con las tijeras mientras él maldecía y rogaba por la devolución del manual, que ella blandía burlona. Rochester y yo mirábamos, con las ventanas que estallaban y el crepitar del fuego puntuando el silencio de la noche.

Rochester, molesto por no tener nada que hacer y cansado de ver a su esposa y a Hades bailando esa danza macabra, apuntó con la segunda pistola y le acertó a Hades en la parte baja de la espalda. Hades se volvió, sin haber sufrido daño pero furioso. Sacó su propia arma y como respuesta disparó varias veces mientras Rochester y yo nos ocultábamos tras una chimenea. Bertha se aprovechó de la oportunidad y clavó las tijeras todo lo que pudo en el brazo de Hades. Este aulló de dolor y terror y dejó caer el arma. Bertha bailó feliz a su alrededor, carcajeándose, mientras Hades caía de rodillas.

Un quejido me hizo volverme. Uno de los disparos de Acheron había atravesado directamente la palma de Rochester. Se sacó el pañuelo y yo le ayudé a vendar la mano destrozada.

Volví a mirar justo cuando Hades se sacaba las tijeras del brazo; volaron por el aire y aterrizaron cerca. Poderoso una vez más y tan furioso como un león, saltó contra Bertha, la agarró con fuerza por la garganta y recuperó la libreta. Luego la levantó y la sostuvo sobre su cabeza, mientras ella emitía un chillido demente que conseguía ahogar el sonido del fuego. Durante un momento quedaron destacados en silueta contra el fondo de llamas que ahora se elevaban hacia el cielo nocturno, luego Hades dio dos pasos rápidos hacia el parapeto y lanzó a Bertha, su aullido quedó silenciado sólo por el golpe seco al golpear el suelo tres pisos más abajo. Él se apartó del parapeto y se volvió hacia nosotros con los ojos abrasadores.

—Dulce locura, ¿eh? —rió—. Jane está con sus primos; la narración la acompaña. ¡Y yo tengo el manual!

Lo agitó en mi dirección, se lo metió en el bolsillo y cogió la pistola.

—¿Quién será el primero?

Disparé, pero Hades cerró la mano sobre la bala volante. Abrió el puño; la bala estaba aplastada convertida en un pequeño disco de plomo. Sonrió mientras una lluvia de chispas se alzaba detrás de él. Volví a disparar y volvió a atrapar la bala. La corredera de mi automática se colocó en la posición hacia atrás, vacía y lista para el siguiente cargador. Tenía uno, pero no me parecía que fuese a servir de mucho. Lo inevitable hizo acto de presencia: había estado bien, había sobrevivido ante él más que cualquier otra persona con vida y había hecho todo lo humanamente posible. Pero la suerte no siempre está de nuestro lado; la mía acababa de expirar.

Hades me sonrió.

—La oportunidad lo es todo, señorita Next. Tengo la clave, el manual y la ventaja. El juego de la espera, como puede comprobar, es efectivo.

Me miró con expresión triunfante.

—Quizá te sea un consuelo saber que había planeado concederte el honor de ser Felix9. Siempre te recordaré como mi mejor adversaria; te saludo por ello. Y tenías razón…, nunca negociaste.

Yo no prestaba atención. Pensaba en Tamworth, Snood y el resto de las víctimas de Hades. Miré a Rochester, que acunaba su mano ensangrentada; ya no podía luchar.

—Crimea nos hará ganar una fortuna —siguió diciendo Hades—. ¿Cuánto beneficio se podrá sacar de cada rifle de plasma? ¿Quinientas libras? ¿Un millar? ¿Diez mil?

Pensé en mi hermano en Crimea. Me había dicho que fuese a recogerle, pero nunca lo hice. A mi regreso, el vehículo recibió un impacto de artillería. Tuvieron que retenerme por la fuerza para evitar que cogiese otro y volviese al campo de batalla. No volví a verle. Nunca me he perdonado haberle abandonado.

Hades seguía parloteando, y me encontré casi deseando que acabase de una vez. Después de todo lo que me había pasado en la vida, la muerte de pronto casi parecía una opción cómoda. En el momento más intenso de la batalla hay quien dice que se encuentra una calma donde uno puede pensar tranquila y fácilmente, el trauma de lo que te rodea filtrado por la pesada cortina de la conmoción. Estaba a punto de morir, y a mi mente sólo llegaba una pregunta aparentemente banal: ¿por qué demonios las tijeras de Bertha habían provocado un efecto tan perjudicial en Hades? Miré a Acheron, que formaba con la boca palabras que yo no podía oír. Me puse en pie y me disparó. Simplemente jugaba conmigo y la bala pasó muy lejos —yo ni siquiera parpadeé—. Las tijeras eran la clave; eran de plata. Metí la mano en el bolsillo del pantalón en busca de la bala de plata que me había dado Spike. Acheron, vanidoso y arrogante, malgastaba el tiempo con un discurso pomposo de adulación propia. Pagaría caro ese error. Metí la bala reluciente en mi automática y solté la corredera. Entró en la recámara sin problemas, apunté, apreté el gatillo y vi que algo le golpeaba el pecho. Durante un momento no pasó nada. Luego Acheron dejó de hablar y se llevó la mano allí donde había entrado la bala. Se llevó los dedos a la cara y los miró con sorpresa y conmoción; estaba acostumbrado a tener las manos manchadas de sangre —pero jamás con la suya propia—. Se volvió hacia mí, empezó a decir algo pero se tambaleó antes de caer pesadamente de cara y dejar definitivamente de moverse. Acheron Hades, el tercer hombre más malvado del planeta, estaba muerto al fin, derribado en el tejado de Thornfield Hall sin que nadie llorase su pérdida.

Hubo poco tiempo para reflexionar sobre la defunción de Hades; las llamas seguían creciendo. Cogí el manual de Mycroft y luego puse a Rochester en pie. Llegamos hasta el parapeto; el tejado se había puesto caliente y podíamos sentir que las vigas bajo nuestros pies empezaban a flexionarse y ceder, haciendo que el tejado de plomo ondulase como si estuviese vivo. Miramos, pero no había forma de bajar. Rochester me agarró la mano y corrimos por el tejado hasta otra ventana. La abrió de un golpe y un soplo de aire caliente nos obligó a agacharnos.

—¡Escalera del servicio! —Tosió—. ¡Por aquí!

Rochester sabía cómo orientarse al tacto por el pasillo oscuro y lleno de humo, y yo le seguí obediente, agarrándome a los faldones de su chaqueta para evitar perderme. Llegamos a lo alto de la escalera del servicio; aquí no parecía que el fuego fuese muy fuerte y Rochester me guió abajo. Estábamos a medio camino cuando una bola de fuego se encendió en la cocina y envió una masa de fuego y gases calientes a través del pasillo y escaleras arriba. Vi un inmenso resplandor rojo surgir frente a mí mientras la escalera cedía. Después de eso, la oscuridad.