Una mujer llamada Thursday Next
«Jane Eyre se publicó en 1847, bajo el seudónimo de Currer Bell, un nombre adecuadamente neutro que ocultaba el sexo de Charlotte Brontë. Fue un gran éxito. William Thackeray describió la novela como “La obra maestra de un gran genio”. No es que el libro careciese de críticos: G. H. Lewes propuso que Charlotte debería estudiar la obra de Austen y “corregir sus limitaciones a la luz de la práctica de la gran artista”. Charlotte respondió que la obra de la señorita Austen era apenas —bajo la luz de lo que ella deseaba hacer— una novela. La definió como “un jardín muy cultivado sin campo abierto”. El jurado todavía no ha alcanzado un veredicto.»
W. H. H. F. RENOUF
Las Brontë
Hobbes agitó la cabeza al enfrentarse al relativo desconocimiento de los pasillos del hogar de Rochester, Thornfield Hall. Era de noche, y un silencio mortal había descendido sobre la casa. El pasillo estaba oscuro y trasteó con la linterna. Un resplandor de luz naranja apuñaló la oscuridad mientras recorría lentamente el pasillo superior. Frente a él, podía ver una puerta un poco entreabierta, a través de la cual salía un resplandor de luz de vela. Se detuvo junto a la puerta y miró. En el interior pudo ver a una mujer vestida con andrajos y con el pelo revuelto que vertía el aceite de una lámpara sobre las colchas bajo las que dormía Rochester. Hobbes supo orientarse; sabía que Jane extinguiría pronto el fuego, pero no tenía forma de saber de qué puerta saldría. Se volvió al pasillo y el alma casi se le escapa del cuerpo cuando se encontró cara a cara con una enorme mujer colorada. Olía fuertemente a bebida, poseía un rostro agresivo y le miraba con un desprecio apenas controlado. Se quedaron mirándose durante unos momentos. Hobbes preguntándose qué hacer y la mujer temblando ligeramente, sin que sus ojos abandonasen jamás los de él. Hobbes se asustó y fue a coger su pistola, pero con una velocidad totalmente improbable la mujer le atrapó el brazo y se lo sostuvo pegado a la pared con tal fuerza que él sólo pudo evitar aullar de dolor.
—¿Qué hace aquí? —susurró ella, mientras la temblaba una ceja.
—En nombre de Dios, ¿quién es usted? —preguntó Hobbes.
Ella le dio una bofetada en plena cara; él se tambaleó antes de recuperarse.
—Me llamo Grace Poole —dijo Grace Poole—. Puede que pertenezca al servicio, pero usted no tiene derecho a usar el nombre del Señor en vano. Veo por su indumentaria que no es de por aquí. ¿Qué quiere?
—Estoy, eh, con el señor Mason —dijo entrecortado.
—Tonterías —respondió ella, mirándole de forma peligrosa.
—Quiero a Jane Eyre —dijo entrecortado.
—También el señor Rochester —respondió con tono prosaico—. Pero ni siquiera la besa hasta la página ciento ochenta y uno.
Hobbes miró al interior de la habitación. Ahora la loca bailaba, sonriendo y riendo mientras las llamas crecían sobre la cama de Rochester.
—Si no llega pronto, no habrá página ciento ochenta y uno.
Grace Poole le volvió a mirar a los ojos y lo inmovilizó con una mirada hosca.
—Ella le salvará, como ha hecho miles de veces, como lo volverá a hacer miles de veces. Así son las cosas por aquí.
—¿Sí? —respondió Hobbes—. Bien, puede que las cosas cambien.
En ese momento la loca surgió de la habitación y atacó a Hobbes con las uñas extendidas. Con una risa maníaca que hizo estallar los oídos de Hobbes, la loca se lanzó contra él y apretó sus uñas sin cortar y desiguales contra sus mejillas. Hobbes aulló de dolor mientras Grace Poole le hacía una llave a la señora Rochester y la obligaba a ir de vuelta al ático. Al llegar a la puerta, Grace se volvió hacia Hobbes y habló de nuevo:
—Recuerde: así son las cosas por aquí.
—¿No va a intentar detenerme? —preguntó Hobbes con tono de confusión.
—Ahora me llevaré a la pobre señora Rochester al piso superior —respondió—. Está escrito.
La puerta se cerró tras Grace Poole mientras una voz que gritaba «¡Despierte! ¡Despierte!» hizo que Hobbes volviese a prestar atención al interior de la habitación en llamas. En su interior podía ver a Jane vestida para dormir lanzando un jarro de agua sobre la forma yaciente de Rochester. Hobbes esperó hasta que el fuego se hubiese apagado antes de entrar en la habitación, sacando la pistola mientras lo hacía. Los dos alzaron la vista, la frase «elfos de la Cristiandad» moría en los labios de Rochester.
—¿Quién es usted? —preguntaron al unísono.
—Créanme, no podrían siquiera empezar a entenderlo.
Hobbes agarró a Jane por el brazo y la arrastró de vuelta al pasillo.
—¡Edward! ¡Mi Edward! —imploró Jane, alargando los brazos hacia Rochester—. ¡No te abandonaré, mi amor!
—Un momento —dijo Hobbes que seguía retrocediendo—, ¡todavía no os habéis enamorado!
—En pensar eso se equivocaría usted —murmuró Rochester, sacando una pistola de percusión de debajo de la almohada—. Hace tiempo que sospecho que algo así podría pasar. —Apuntó a Hobbes y disparó con un único movimiento rápido.
Falló, la enorme bola de plomo se hundió en la madera de la puerta. Hobbes hizo un disparo de advertencia; Hades había prohibido expresamente herir a nadie en la novela. Rochester sacó una segunda pistola tras la primera y la amartilló.
—Suéltela —anunció, con la mandíbula cuadrada, su pelo negro caía sobre sus ojos.
Hobbes colocó a Jane delante de él.
—¡No sea estúpido, Rochester! Si todo va bien, Jane regresará de inmediato; ¡ni siquiera se dará cuenta de que se ha ido!
Mientras hablaba, Hobbes retrocedió por el pasillo hacia donde debía abrirse el portal. Rochester le siguió, apuntando con el arma, con un peso en el corazón al ver que a su único y verdadero amor se lo llevaban sin ceremonia a rastras de la novela para ir a ese lugar, ese otro lugar, donde él y Jane jamás podrían disfrutar de la vida que llevaban en Thornfield. Hobbes y Jane se perdieron en el portal, que se cerró abruptamente después de que pasasen. Rochester bajó el arma y frunció el ceño.
Un momento más tarde, Hobbes y una muy desorientada Jane Eyre habían atravesado el Portal de Prosa y habían llegado al desvencijado salón de fumadores del viejo hotel Penderyn.
Acheron avanzó y ayudó a Jane a sostenerse. Le ofreció su abrigo para que entrase en calor. Después de Thornfield Hall, el hotel era decididamente ventoso.
—¡Señorita Eyre…! —anunció Hades con amabilidad—. Me llamo Hades, Acheron Hades. Es usted mi respetada invitada; por favor, tome asiento y serénese.
—¿Edward…?
—Está muy bien, mi joven amiga. Vamos, deje que la lleve a una zona más cálida del hotel.
—¿Volveré a ver a mi Edward?
Hades sonrió.
—Eso depende de lo valiosa que sea usted para la gente.