Una mujer llamada Thursday Next
«Había tenido la esperanza de dar con un manuscrito de Austen o Trollope, Thackeray, Fielding o Swift. Quizá Johnson, Wells o Conan Doyle. Defoe hubiese sido divertido. Imaginad mi deleite cuando descubrí que la obra maestra de Charlotte Brontë, Jane Eyre, se exhibía en su antiguo hogar. ¿Puede el destino ser más fortuito…?»
ACHERON HADES
Depravación por placer y beneficio
Habían transmitido nuestras recomendaciones de seguridad al museo Brontë y esa noche había cinco guardias de seguridad armados. Eran tipos fornidos de Yorkshire, escogidos especialmente para esta tarea de lo más augusta debido al gran sentido de orgullo literario que poseían. Uno permanecía en la sala con el manuscrito, otro hacía guardia en el interior del edificio, dos patrullaban el exterior, y el quinto se encontraba en una pequeña sala con seis monitores de televisión. El guardia frente a los monitores comía un sandwich de huevo y cebolla y vigilaba diligentemente las pantallas. No vio nada raro en los monitores, pero por supuesto, nadie por debajo de OE-9 conocía los curiosos poderes de Acheron.
A Hades le resultó fácil entrar; se limitó a pasar por la puerta de la cocina después de forzar la cerradura con una barra. El guardia que patrullaba el interior no oyó que Acheron se le acercase. Más tarde encontraron su cuerpo sin vida encajado bajo el fregadero. Acheron atacó con cuidado las escaleras, intentando no hacer ruido. En realidad, hubiese podido hacer todo el ruido que le diese la gana. Sabía que las pistolas del 38 que llevaban los guardias no podían hacerle daño, ¿pero qué gracia tenía limitarse a entrar y servirse uno mismo? Recorrió lentamente el pasillo hasta la sala donde se exhibía el manuscrito y dio un vistazo al interior. La sala estaba vacía. Por alguna razón, el guardia no estaba presente. Hades caminó hasta la caja de vidrio reforzado y colocó la mano sobre el libro. El vidrio bajo la palma comenzó a ondular y a ablandarse; pronto fue tan flexible que Hades pudo meter los dedos y agarrar el manuscrito. El vidrio desestabilizado se retorció y se estiró como goma mientras se sacaba el libro y luego rápidamente volvió a conformar vidrio sólido; la única prueba de la reordenación de sus moléculas era un ligero moteado sobre la superficie. Hades sonrió triunfante al leer la primera página:
Jane Eyre
Una autobiografía por Currer Bell
Octubre de 1847
Acheron había tenido la intención de llevarse directamente el libro, pero la historia siempre le había gustado. Cediendo a la tentación, empezó a leer.
Estaba abierto por la sección donde Jane Eyre está en la cama y oye una risotada demoníaca en voz baja fuera de su habitación. Aliviada porque la risotada no provenga del interior de su habitación, se pone en pie y atranca la puerta, gritando:
—¿Quién anda ahí?
Como respuesta, sólo recibe un gorgoteo bajo y un gemido, el sonido de pasos que se alejan y luego una puerta que se cierra. Jane se pone un mantón sobre los hombros y lentamente desatranca la puerta, abre una rendija y mira cautelosamente al exterior. Sobre la estera ve una vela solitaria y comprueba que el pasillo está lleno de humo. Le llama la atención el crujir de la puerta semiabierta de Rochester, y luego aprecia el parpadeo del fuego en el interior de la habitación. Jane se pone en marcha, sin pensar mientras corre al interior de la cámara en llamas de Rochester e intenta despertar al hombre dormido diciendo:
—¡Despierte! ¡Despierte!
Rochester ni se mueve y Jane se da cuenta con creciente inquietud de que las sábanas de la cama empiezan a ponerse marrones y a arder. Agarra la palangana y el aguamanil y le echa el agua por encima, corriendo a su dormitorio para buscar más agua con la que apagar las cortinas. Después de su esfuerzo, apaga el fuego y Rochester, maldiciendo al encontrarse despertando en un charco de agua, le dice a Jane:
—¿Hay una inundación?
—No señor —responde ella—, pero ha habido un fuego. Póngase en pie; ahora está apagado. Le traeré una vela.
Rochester no es totalmente consciente de lo sucedido.
—En nombre de todos los elfos de la Cristiandad, ¿es Jane Eyre? —exige saber—. ¿Qué ha hecho conmigo, bruja, hechicera? ¿Quién está en la habitación aparte de usted? ¿Han planeado ahogarme?
—Gírese muy lentamente.
Esa última línea pertenecía al guardia, cuya petición interrumpió la lectura de Acheron.
—¡Odio que pase eso! —lamentó, girando el rostro hacia el agente, quien le apuntaba con una pistola—. ¡Justo cuando llegaba lo mejor!
—No se mueva y deje el manuscrito.
Acheron hizo lo que le decía. El guardia soltó el walkie-talkie y se lo llevó a la boca.
—Yo no lo haría —dijo Acheron dulcemente.
—¿Oh, sí? —replicó el guardia con confianza—. ¿Y por qué demonios no?
—Porque —dijo Acheron lentamente, encajando sus ojos con los del guardia y mirándole en lo más profundo— nunca descubrirás por qué te abandonó tu mujer.
El guardia bajó el walkie-talkie.
—¿Qué sabe usted de Denise?
Yo tenía un sueño inquieto. Volvía a encontrarme en Crimea; el martilleo repetido de los cañones y el grito metálico que emite un transporte de personal cuando le alcanzan. Incluso podía saborear el polvo, la cordita y el amatol en el aire, los gritos apagados de mis compañeros, el sonido sin dirección de los disparos. Las armas de calibre ochenta y ocho estaban tan cerca que ni siquiera precisaban trayectoria. No oías la que te alcanzaba. Yo estaba de vuelta en el transporte de tropas, regresando a la lucha a pesar de las órdenes contrarias. Atravesaba el pasto, dejando atrás restos de batallas anteriores. Sentí que algo enorme agarraba mi vehículo y que el techo se abría, mostrando un rayo de luz solar en el polvo que resultaba curiosamente hermoso. La misma mano invisible atrapó el transporte y lo lanzó al aire. Corrió sobre una oruga durante algunos metros y luego volvió a colocarse derecho. El motor seguía funcionando, los controles parecían estar bien; seguí avanzando, sin considerar los daños. Sólo cuando intenté darle al interruptor de la radio me di cuenta de que el techo había desaparecido. Era un descubrimiento que daba mucho que pensar, pero yo no tenía tiempo para reflexiones. Frente a mí se encontraban los restos humeantes del orgullo de los tanques de Wessex: la Brigada Ligera Blindada. Los ochenta y ocho de los rusos habían callado; ahora el sonido era de armas de pequeño calibre a medida que los rusos y mis camaradas intercambiaban disparos. Conduje hasta el grupo más cercano de heridos que podían caminar y abrí la puerta trasera. Estaba atascada, pero no importaba; la puerta lateral había desaparecido con el techo y rápidamente conseguí meter a veintidós soldados heridos y moribundos en un vehículo de transporte de tropas diseñado para llevar a ocho. Puntuando toda esta acción se oía el sonido insistente del teléfono. Mi hermano, sin el casco y con el rostro ensangrentado, atendía a los heridos. Me dijo que volviese a recogerle. Mientras me alejaba, un chorro de fuego de rifle rebotó en el blindaje; la infantería rusa se acercaba. El teléfono seguía sonando. Palpé en la oscuridad buscando el aparato, se me cayó y rebusqué en el suelo mientras maldecía. Era Bowden.
—¿Estás bien? —me preguntó, presintiendo que algo no iba bien.
—Estoy bien —respondí; para entonces ya estaba más que acostumbrada a hacer que todo pareciese normal—. ¿Qué pasa? —miré la hora. Eran las tres de la madrugada. Rezongué.
—Han robado otro manuscrito. Lo he oído por la radio. Con el mismo sistema que el Chuzzlewit. Simplemente entró y se lo llevó. Dos guardias muertos. Uno por su propia arma.
—¿Jane Eyre?
—¿Cómo cielos has podido saberlo?
—Rochester me lo dijo.
—¿Qué…?
—No importa. ¿Mansión Haworth?
—Hace una hora.
—Te recojo en veinte minutos.
En una hora nos dirigíamos al norte para entrar en la M1 hacia Rugby. La noche estaba despejada y era fría, las carreteras estaban casi desiertas. El techo estaba cerrado y la calefacción al máximo, pero aun así había corriente porque la ventolera del exterior intentaba entrar por cualquier punto de la carrocería. Me estremecí pensando cómo sería conducir el coche en invierno. A las cinco llegaríamos a Rugby y después el trayecto sería más fácil.
—Espero no lamentarlo —murmuró Bowden—. Braxton no se pondrá muy contento cuando se entere.
—Cuando alguien dice: «Espero no lamentarlo», normalmente lo hace. Por tanto, si quieres que te deje, lo haré. Que le den a Braxton. Que le den a Goliath y que le den a Jack Schitt. Algunas cosas son más importantes que las reglas y los reglamentos. Los gobiernos y las modas van y vienen, pero Jane Eyre pertenece a la eternidad. Daría cualquier cosa por garantizar la supervivencia de la novela.
Bowden no dijo nada. Yo sospechaba que trabajando conmigo era la primera vez que realmente había disfrutado de ser un OpEspec. Reduje una marcha para adelantar a un camión que iba despacio y luego volví a acelerar.
—¿Cómo supiste que era Jane Eyre cuando llamé?
Pensé durante un minuto. Si no se lo podía contar a Bowden, no se lo podía contar a nadie. Me saqué el pañuelo de Rochester del bolsillo.
—Mira el monograma.
—¿EFR?
—Pertenece a Edward Fairfax Rochester.
Bowden me miró dubitativo.
—Con cuidado, Thursday. Aunque admito totalmente no ser el mejor estudioso de Brontë, incluso yo sé que esa gente no es real.
—Real o no, le he visto en varias ocasiones. También tengo su abrigo.
—Espera… Comprendo lo de la extracción de Quaverley, ¿pero qué estás diciendo? ¿Qué los personajes pueden salir espontáneamente de las páginas de las novelas?
—Admito que está pasando algo muy raro; algo que me resulta imposible de explicar. La barrera entre Rochester y yo se ha reblandecido. Tampoco es él quien sale; en una ocasión yo misma entré en el libro, cuando era niña. Llegué en el momento en que se conocen. ¿Lo recuerdas?
Bowden me dedicó una mirada abochornada y miró a un lado, en dirección a una gasolinera.
—Vaya, es barata para ser sin plomo.
Adiviné la razón.
—No la has leído, ¿verdad?
—Bien… —tartamudeó—. Es sólo que… eh…
Reí.
—Vaya, vaya, un detective literario que no ha leído Jane Eyre.
—Vale, no te rías. En su lugar estudié Cumbres borrascosas y Villette. Pretendía dedicarle toda mi atención, pero como muchas otras cosas, debió de escapárseme de la cabeza.
—Será mejor que te haga un resumen.
—Quizá sea lo mejor —admitió Bowden malhumorado.
Durante la siguiente hora le conté la historia de Jane Eyre, empezando con la joven huérfana Jane, su infancia con la señora Reed y sus primos, el periodo en Lowood, una temible escuela de caridad dirigida por un evangelista cruel e hipócrita; luego el estallido de tifus y la muerte de su buena amiga Helen Burns; después, Jane se convirtió en alumna modelo y acabó convertida en profesora a las órdenes de la directora, la señorita Temple.
—Jane abandona Lowood y se traslada a Thornfield, donde tiene una única alumna, Adèle, pupila de Rochester.
—¿Pupila? —preguntó Bowden—. ¿Qué significa eso?
—Bien —respondí—. Supongo que es una forma educada de decir que es el resultado de una relación anterior. Si Rochester viviese hoy, Adèle aparecería en la primera plana de The Toad como «hija natural».
—¿Pero él hizo lo decente?
—Oh, sí. En cualquier caso, Thornfield es un lugar agradable para vivir, aunque algo extraño… Jane descubre que pasa algo de lo que nadie habla. Rochester regresa a casa después de una ausencia de tres meses y resulta poseer una personalidad arisca y dominante, pero le impresiona la fortaleza de Jane y ella le salva de arder en un fuego misterioso en su dormitorio. Jane se enamora de Rochester, pero debe presenciar cómo él corteja a Blanche Ingram, una especie de tontorrona guapa del siglo diecinueve. Jane se va para asistir a la señora Reed, que se está muriendo, y cuando regresa, Rochester le pide que se case con él; en su ausencia él ha comprendido que las excelencias del carácter de Jane superan ampliamente a las de la señorita Ingram, a pesar de las diferencias en posición social.
—Hasta ahora bien.
—No vendas la piel del oso. Un mes más tarde, un abogado interrumpe la ceremonia de boda afirmando que Rochester ya está casado con su primera esposa, Bertha, que sigue con vida. Acusa a Rochester de bigamia, lo que resulta ser cierto. La loca Bertha Rochester vive en una habitación en el piso superior de Thornfield, atendida por la extraña Grace Poole. Fue ella la que intentó incendiar a Rochester en su cama esos meses antes. Jane queda muy conmocionada, como puedes imaginar, y Rochester intenta justificar su conducta, afirmando que el amor que sentía por ella era real. Le pide que se vaya con él como su amante, pero ella se niega. Todavía enamorada de él, Jane huye y acaba casualmente en casa de los Rivers, dos hermanas y un hermano que resultan ser sus primos.
—¿No es un pelín improbable?
—Calla. El tío de Jane, que es también tío de ellos, acaba de morir y le deja a ella todo su dinero. Ella lo divide entre todos y se establece para vivir independientemente. El hermano, St. John Rivers, decide ir como misionero a la India y quiere que Jane se case con él y sirva a la iglesia. Jane se siente más que feliz de servirle, pero no quiere casarse con él. Ella cree que el matrimonio es una unión de amor y respeto mutuo, no algo que deba realizarse por deber. Se produce una larga batalla de voluntades y al final ella acepta ir con él a la India como su ayudante. Es en la India, donde Jane se ha construido una nueva vida, donde acaba el libro.
—¿Y eso es todo? —preguntó Bowden sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—Bien, el final suena un poco anticlímax. Intentamos que el arte sea perfecto porque en la vida real jamás lo logramos y aquí tenemos a Charlotte Brontë concluyendo su novela, algo que presumiblemente poseía algún matiz de fantasía autobiográfica, de forma que refleja su propia vida amorosa frustrada. Si yo hubiese sido Charlotte, me habría asegurado de que Rochester y Jane se reuniesen…, se casasen, si fuese posible.
—A mí no me preguntes —dije—. No la escribí. —Hice una pausa—. Tienes toda la razón, por supuesto —murmuré—. Es una mierda de final. ¿Por qué, cuando todo va tan bien, el final traiciona a los lectores? Incluso los puristas de Jane Eyre afirman que hubiese sido mucho mejor que los dos se casasen.
—¿Cómo, con Bertha todavía presente?
—No sé; podría morir o algo así. Es un problema, ¿no?
—¿Cómo es que la conoces tan bien? —preguntó Bowden.
—Siempre ha sido uno de mis libros favoritos. Tenía un ejemplar en el bolsillo de la chaqueta cuando me dispararon. Detuvo la bala. Rochester apareció poco después y aplicó presión sobre la herida hasta que llegó la ayuda. Él y el libro me salvaron la vida.
Bowden miró la hora.
—Yorkshire está todavía a mucha distancia. No llegaremos hasta… Vaya, ¿qué es esto?
Parecía haber un accidente en la autopista. Delante de nosotros se habían detenido unas dos docenas de coches y, cuando no nos movimos tras un par de minutos, me metí en el arcén y avanzamos lentamente hasta el principio de la cola. Un agente de tráfico nos indicó que nos parásemos, miró dubitativo los agujeros de bala en la pintura del coche y luego dijo:
—Lo lamento, señora. No puedo dejarla pasar…
Levanté mi placa de OpEspec 5 y cambió de modales.
—Lo lamento, señora. Ahí delante hay algo inusual.
Bowden y yo intercambiamos miradas y salimos del coche. Detrás de nosotros, una multitud de curiosos quedaba retenida por una cinta de «Policía - No pasar». Permanecían en silencio para presenciar cómo el espectáculo se desarrollaba frente a sus ojos. Ya había tres coches patrulla y una ambulancia; dos enfermeros atendían a un bebé recién nacido envuelto en una manta que aullaba lastimeramente. Los agentes quedaron aliviados ante mi llegada: allí la graduación más alta era de sargento y estaban felices de echarle la responsabilidad a otra persona, y alguien de OE-5 era el operativo de nivel más alto que cualquiera de ellos hubiese visto.
Cogí prestado un par de binoculares y miré a la autopista vacía. Como a quinientos metros de distancia, la carretera y el cielo estrellado habían girado en espiral para formar una especie de remolino, un embudo que aplastaba y distorsionaba la luz que conseguía penetrar en el vórtice. Suspiré. Mi padre me había hablado de las distorsiones temporales pero yo nunca había visto ninguna. En el centro del remolino, donde la luz reflejada había sido revuelta para formar un patrón desordenado, había un agujero negro como la tinta, que no parecía poseer ni profundidad ni color, sólo forma: un círculo perfecto del tamaño de un pomelo. La policía también había detenido el tráfico en sentido contrario, las parpadeantes luces azules se desplazaban al rojo al brillar alrededor de los bordes de la masa negra, distorsionando la imagen de la carretera todavía más que la reacción óptica en el borde de un tarro de mermelada. Delante del vórtice había un Datsun azul, con el capó que ya empezaba a estirarse al aproximarse a la distorsión. Detrás había una motocicleta, y detrás de ésta y más cerca de nosotros había una berlina familiar verde. Miré durante más o menos un minuto, pero todos los vehículos parecían inmóviles sobre el asfalto. El motorista, la moto y todos los ocupantes de los coches parecían estar inmóviles como estatuas.
—¡Maldición! —murmuré por lo bajo mientras miraba la hora—. ¿Cuánto hace que se abrió?
—Como una hora —respondió el sargento—. Hubo algún tipo de accidente en el que estaba implicado un vehículo de contención de CoMatEx. No podía haber pasado en peor momento; estaba a punto de terminar mi turno.
Indicó con el pulgar al bebé en la camilla, que se había metido los dedos en la boca y había dejado de llorar.
—Ése era el conductor. Antes del accidente tenía treinta y un años. Para cuando llegamos aquí tenía ocho… En unas horas no será más que una mancha de humedad sobre la sábana.
—¿Ha llamado a la CronoGuardia?
—Les llamé —respondió con resignación—. Pero una brecha de Mal Tiempo se abrió cerca de un supermercado en Wareham. Tardarán al menos cuatro horas en llegar.
Pensé con rapidez.
—¿Cuántas personas hemos perdido hasta ahora?
—Señor —dijo un agente, señalando a la carretera—, creo que debería ver esto.
Todos observamos cómo el Datsun azul empezaba a retorcerse y estirarse, plegarse y reducirse al ser absorbido por el agujero. En unos pocos segundos desapareció por completo, comprimido hasta una billonésima de su tamaño y catapultado a otro tiempo.
El sargento se echó la gorra hacia atrás y suspiró. No había nada que pudiese hacer.
Repetí la pregunta.
—¿Cuántos?
—Oh, el camión ha desaparecido, una biblioteca móvil completa, doce coches y una motocicleta. Quizá doce personas.
—Eso es mucha materia —dije con gravedad—. La distorsión podría alcanzar el tamaño de un campo de fútbol para cuando la CronoGuardia llegue aquí.
El sargento se encogió de hombros. Nunca le habían dicho lo que debía hacer en caso de inestabilidades temporales. Me volví hacia Bowden.
—Vamos.
—¿Qué?
—Tenemos que hacer un trabajito.
—¡Estás loca!
—Quizá.
—¿No podemos esperar a la CronoGuardia?
—No llegarán a tiempo. Es fácil. Un mono lobotomizado podría hacerlo.
—¿Y dónde vamos a encontrar un mono lobotomizado a estas horas?
—Estás siendo rimbombante, Bowden.
—Cierto. ¿Sabes lo que sucederá si fracasamos?
—No fracasaremos. Es fácil. Papá pertenecía a la CronoGuardia; me contó todo lo que hay que saber. El secreto está en las esferas. En cuatro horas podríamos estar presenciando un importante desastre global justo delante de nuestros ojos. Una rasgadura en el tiempo tan grande que no sabremos con seguridad si el aquí-y-ahora no es el allá-y-entonces. El desmoronamiento de la civilización, pánico en las calles, el fin del mundo tal y como lo conocemos. ¡Eh, chico…!
Había visto a un muchacho rebotando un balón de baloncesto sobre la carretera. El chico me lo dio renuentemente y volví con Bowden, quien me esperaba incómodo junto al coche. Bajamos la capota y Bowden se sentó en el asiento del pasajero, agarrando el balón con seriedad.
—¿Un balón de baloncesto?
—Es una esfera, ¿no? —respondí, recordando el consejo de papá tantos años antes—. ¿Estás listo?
—Listo —respondió Bowden con voz ligeramente temblorosa.
Arranqué el coche y avancé lentamente hasta donde se encontraba la policía de tráfico, que miraba con asombro conmocionado.
—¿Está segura de saber lo que hace? —preguntó el joven agente.
—Más o menos —respondí, con bastante sinceridad—. ¿Alguien tiene reloj con segundero?
El agente de tráfico más joven se quitó el reloj y me lo pasó. Miré la hora real —5.30 a.m.— y luego puse el reloj en las doce. Colgué el reloj del retrovisor.
El sargento nos deseó buena suerte mientras avanzábamos, aunque sus pensamientos iban más en la línea de «antes tú que yo».
A nuestro alrededor el cielo empezaba a clarear a la aurora, pero la zona alrededor de los vehículos seguía estando en la noche. El tiempo para los coches atrapados se había detenido, pero sólo para observadores desde el exterior. Para los ocupantes, todo sucedía con normalidad, excepto que si miraban atrás observarían cómo llegaba la aurora con rapidez.
Los primeros cincuenta metros a Bowden y a mí nos parecieron muy sencillos, pero al acercarnos el coche y la moto parecieron acelerar y para cuando nos encontramos a la altura del coche verde los dos nos movíamos a cien kilómetros por hora. Miré el reloj colgado del retrovisor y vi que habían pasado exactamente tres minutos.
Bowden había estado observando lo que sucedía detrás de nosotros. Mientras él y yo nos acercábamos a la inestabilidad, los movimientos de los agentes parecieron acelerarse hasta no ser más que un borrón. Hicieron girar a los coches que bloqueaban la autopista y los dirigieron con rapidez por el arcén. Bowden también se dio cuenta de que el sol se alzaba con rapidez y se preguntó exactamente en qué se habría dejado liar.
La berlina verde tenía dos ocupantes; un hombre y una mujer. La mujer estaba dormida y el conductor miraba al agujero oscuro que tenía abierto delante de ellos. Le grité que parase. Él bajó la ventanilla y yo se lo repetí, añadiendo «¡OpEspec!» y enarbolando mi placa. Obedientemente aplicó los frenos y las luces de freno se encendieron, atravesando la oscuridad. Habían pasado tres minutos y veintiséis segundos desde el comienzo de nuestro viaje.
Desde donde se encontraba la CronoGuardia, pudieron ver las luces de freno de la berlina verde encenderse lánguidamente en el embudo de oscuridad que era la zona de influencia del suceso. Observaron el avance de la berlina verde durante los siguientes diez minutos mientras realizaba un giro casi imperceptible hacia el arcén. Eran casi las 10.00 a.m. y un destacamento avanzado de la CronoGuardia había llegado desde Wareham. El equipo y los operativos se elevaban en un helicóptero Chinook de OE-12, y el coronel Rutter había volado por delante para ver lo que había que hacer. Se habían sorprendido al saber, que dos agentes normales se habían ofrecido voluntarios para esa tarea peligrosa, sobre todo porque nadie sabía decirle quiénes éramos. Ni siquiera les ayudó una comprobación de la matrícula de mi coche, porque todavía seguía registrado como perteneciente al garaje donde lo había comprado. El único aspecto positivo de todo este desastre, se consoló, era el hecho de que el pasajero parecía estar sosteniendo algún tipo de esfera. Si el agujero crecía más y el tiempo se ralentizaba aún más, podría llevarles varios meses llegar hasta nosotros, incluso usando los vehículos más rápidos de los que dispusiesen. Bajó los binoculares y suspiró. Era un trabajo apestoso, piojoso y solitario. Llevaba trabajando en la CronoGuardia casi cuarenta años Tiempo Estándar de la Tierra. Su registro de trabajo era de 209 años. En su tiempo fisiológico personal, tenía apenas 28 años. Sus hijos eran mayores que él y su esposa estaba en una residencia para la tercera edad. Había creído que la paga más alta le compensaría por cualquier problema, pero se había equivocado.
A medida que la berlina verde quedó rápidamente detrás de nosotros, Bowden volvió a mirar atrás y vio que el sol se alzaba más y con mayor velocidad. En un parpadeo llegó un helicóptero, con el distintivo «CG» de la CronoGuardia. Por delante de nosotros sólo se encontraba el motorista, quien parecía estar peligrosamente cerca del agujero oscuro y arremolinado. Vestía cuero rojo y conducía una Triumph de la gama más alta, algo irónico, era básicamente la única moto capaz de escapar del vórtice si él hubiese sabido cuál era el problema. Nos había llevado otro seis minutos ponernos a su altura y al aproximarnos, un rugido tremendo había empezado a elevarse por encima del ruido del viento; el tipo de rugido que emite un tifón cuando te pasa por encima. Todavía estábamos a unos cuatro metros, y nos resultaba difícil mantenernos. El velocímetro del Porsche alcanzó los ciento cuarenta al avanzar junto a la moto. Toqué la bocina, pero el rugido ahogó el sonido.
—¡Prepárate! —le grité a Bowden mientras el viento nos agitaba el cabello y el aire nos tiraba de la ropa.
Volví a hacer guiños con las luces a la motocicleta y al fin nos vio. Se volvió y saludó; confundiendo nuestra intención con el deseo de iniciar una carrera, bajó una marcha y aceleró. El vórtice le atrapó en un instante y pareció estirarse, retorcerse y volverse al fluir rápidamente al interior de la inestabilidad; había desaparecido en lo que pareció un segundo. Tan pronto como me pareció que no nos podíamos acercar más, pisé el freno y grité:
—¡Ahora!
Las ruedas echaron humo mientras rozaban el asfalto; Bowden lanzó la pelota, que pareció crecer de tamaño siguiendo el agujero, la bola se aplastó para formar un disco y el agujero se estiró para formar una línea. Vimos que la pelota daba al agujero, rebotaba una vez y pasaba. Miré el reloj mientras entrábamos en el abismo, la pelota nos impedía una última visión del mundo que habíamos dejado atrás mientras caíamos a otro tiempo. Hasta que atravesamos el suceso, habían pasado doce minutos y cuarenta y un segundos. En el exterior, habían pasado cerca de siete horas.
—La moto ha desaparecido —comentó el coronel Rutter.
El segundo al mando se limitó a gruñir una respuesta. No le gustaba que los no-Cronos intentasen hacer su trabajo. Habían conseguido mantener el misticismo de su tarea durante cinco décadas con sueldos a la altura; los héroes voluntarios sólo podían servir para debilitar la confianza absoluta de la gente en la labor que cumplían. No era un trabajo difícil; simplemente llevaba mucho tiempo. Él había reparado una rasgadura similar en el espacio-tiempo que se había abierto en el parque municipal de Weybridge justo entre el reloj de flores y el quiosco de música. El trabajo en sí le había llevado diez minutos; se había limitado a acercarse y meter una pelota de tenis en el agujero mientras en el exterior pasaban siete meses a toda velocidad; siete meses con paga doble y privilegios, gracias, gracias, gracias.
Los operativos de la CronoGuardia dispusieron un enorme reloj mirando al interior, de forma que cualquier operativo dentro de la influencia del campo supiese qué estaba pasando. Un reloj similar en la parte posterior del helicóptero ofrecía a los agentes del exterior una buena aproximación de cómo iba de ralentizado el tiempo en el interior.
Después de la desaparición de la moto, esperaron otra media hora para ver qué pasaba. Vieron cómo Bowden se levantaba lentamente y lanzaba, lo que parecía una pelota de baloncesto.
—Demasiado tarde —murmuró Rutter, habiendo presenciado ya antes cosas similares.
Ordenó a sus hombres que entrasen en acción, y estaban empezando a arrancar los rotores del helicóptero cuando la oscuridad que rodeaba al agujero se evaporó. La noche se retiró y se enfrentaron a una carretera despejada. Pudieron ver cómo salía la gente de la berlina verde y miraban a su alrededor asombrados del súbito día. A cien metros por delante, la pelota de baloncesto había bloqueado perfectamente la grieta y ahora temblaba ligeramente suspendida en medio del aire mientras el vórtice tras el roto aspiraba la pelota. En un minuto, la grieta se cerró y la pelota cayó al asfalto, rebotando un par de veces antes de rodar a la cuneta. El cielo estaba despejado y no había ninguna señal de que el tiempo no fuese el mismo que había sido siempre. Pero del Datsun, el motorista y el coche deportivo de colores llamativos no había ni rastro.
Mi coche se deslizó y se deslizó. La autopista había quedado reemplazada por una masa revuelta de luz y color que no tenía ningún sentido para ninguno de los dos. Ocasionalmente surgía una imagen coherente de entre la penumbra y en varias ocasiones creímos haber vuelto a un tiempo estable, pero pronto regresábamos al vórtice, con el tifón resonando en nuestros oídos. La primera ocasión fue en una carretera cercana a Londres. Parecía invierno, y por delante de nosotros un Austin Allegro verde lima salió de una carretera lateral. Di un volantazo y pasé a su lado a gran velocidad, haciendo sonar la bocina con furia. La imagen colapso abruptamente y se fragmentó a sí misma para formar la bodega sucia de un barco. El coche estaba encajado entre dos enormes cajas de envío, la más cercana con destino Shanghai. El aullido del vórtice se había reducido, pero podíamos oír un rugido nuevo, el rugido de una tormenta en el mar. El barco se bamboleó y Bowden y yo nos miramos, sin estar seguros de si era el final del viaje o no. El rugido se hizo más intenso a medida que la bodega húmeda se plegaba sobre sí misma y desaparecía, simplemente para ser reemplazada por una sala blanca de hospital. La tempestad se calmó, el motor del coche ronroneaba feliz. En la única cama ocupada había una mujer adormilada y confundida con el brazo en cabestrillo. Sabía lo que tenía que decir.
—¡Thursday…! —grité emocionada.
La mujer de la cama frunció el ceño. Miró a Bowden, quien saludó con alegría.
—¡No murió! —seguí diciendo, transmitiéndole lo que ahora sabía que era cierto. Podía oír que la tempestad volvía a aullar. Pronto desapareceríamos—. ¡El coche estrellado fue una distracción! ¡Los hombres como Acheron no mueren con tanta facilidad! ¡Pide el trabajo de detective literario en Swindon!
La mujer de la cama sólo tuvo tiempo de repetir mi última palabra antes de que el techo y el suelo se abriesen y cayésemos de regreso al torbellino. Después de un espectáculo deslumbrante de ruido colorista y luz a gran volumen, el vórtice se retiró para quedar reemplazado por el aparcamiento de un área de servicio en algún lugar. La tempestad se fue reduciendo y se paró.
—¿Ya está? —preguntó Bowden.
—No sé.
Era de noche y las farolas proyectaban un resplandor naranja sobre el aparcamiento, la superficie reluciente debido a la lluvia reciente. Un coche se colocó a nuestro lado; era un Pontiac enorme que contenía a toda una familia. La mujer reñía al marido por haberse quedado dormido al volante y los niños lloraban. Parecía que habían estado a punto de tener un accidente.
—¡Disculpe! —grité.
La mujer bajó la ventanilla.
—¿Sí?
—¿Cuál es la fecha de hoy?
—¿La fecha?
—Es 18 de julio —respondió la mujer, dirigiéndonos a él y a mí una mirada molesta.
Le di las gracias y me volví hacia Bowden.
—¿Estamos tres semanas en el pasado? —preguntó.
—O cincuenta y seis semanas en el futuro.
—O ciento ocho.
Apagué el motor y salí. Bowden se me unió y caminamos hacia la cafetería. Más allá del edificio podíamos ver la autopista, y más allá el puente que conectaba con el área de servicio del sentido opuesto.
Nos pasaron varias grúas arrastrando coches vacíos.
—Algo va mal.
—Estoy de acuerdo —respondió Bowden—. ¿Pero qué?
De pronto, las puertas de la cafetería se abrieron de golpe y salió una mujer. Llevaba una pistola y empujaba a un hombre por delante, quien tropezó al salir. Bowden tiró de mí y me ocultó tras un furgón aparcado. Miramos con cautela y vimos que la mujer tenía compañía poco agradable; varios hombres habían aparecido aparentemente de la nada y todos ellos iban armados.
—¿Qué…? —susurré, al comprender de pronto lo que sucedía—. ¡Esa soy yo!
Y sí que lo era. Parecía ligeramente mayor, pero era definitivamente yo. Bowden también se había dado cuenta.
—No estoy seguro de que me guste lo que te has hecho con el pelo.
—¿Te parece mejor largo?
—Claro.
Observamos cómo uno de los tres hombres le decía a mi otro yo que dejase el arma, y mi otro yo dijo algo que no pudimos oír y dejó la pistola, soltando al hombre, que a continuación otro de los tipos se llevó a rastras.
—¿Qué pasa? —pregunté, totalmente confundida.
—¡Tenemos que irnos! —respondió Bowden.
—¿Y dejarme así?
—Mira.
Señaló el coche. Estaba estremeciéndose ligeramente a medida que un soplo de viento localizado parecía agitarlo.
—¡No puedo dejarla… a mí… en esta situación!
Pero Bowden tiraba de mí hacia el coche, que se agitaba con más violencia y empezaba a desvanecerse.
—¡Espera!
Me solté, saqué mi automática y la oculté tras una de las ruedas del coche más cercano, luego corrí tras Bowden y salté a la parte de atrás del Speedster. Justo a tiempo. Se produjo un destello brillante, un sonido de trueno y luego silencio. Abrí los ojos. Era de día. Miré a Bowden, quien había conseguido llegar al asiento del conductor. El aparcamiento del área de servicio de la autopista había desaparecido y en su lugar nos encontrábamos en una tranquila carretera de campo. El viaje había terminado.
—¿Estás bien? —pregunté.
Bowden se palpó la barba de tres días que inexplicablemente le había crecido en la barbilla.
—Eso creo. ¿Qué hay de ti?
—Todo lo bien que puede esperarse.
Comprobé la funda del arma. Estaba vacía.
—Pero estoy a punto de reventar. Es como si no hubiese hecho pis en una semana.
Bowden puso cara de dolor y asintió.
—Creo que podría decir lo mismo.
Yo me oculté tras un muro. Bowden caminó rígido al otro lado de la carretera y se alivió en un seto.
—¿Dónde supones que estamos? —le grité a Bowden desde detrás del muro—. O lo que es más apropiado, ¿cuándo?
—Coche veintiocho —dijo la radio—, responda, por favor.
—¿Quién sabe? —gritó Bowden por encima del hombro—. Pero si quieres probar la misma jugada otra vez, puedes buscarte a otro.
Aliviados, nos reunimos en el coche. Era un bonito día, seco y bastante cálido. El aire traía el olor de heno recién cortado, y en la distancia podíamos ver un tractor moviéndose lentamente por el campo.
—¿Qué era eso del área de descanso de la autopista? —preguntó Bowden—. ¿Thursday pasada o Thursday próxima?
Me encogí de hombros.
—No me pidas que te lo explique. Sólo espero salir del atolladero. Esos no tenían aspecto de estar recaudando fondos para la iglesia.
—Ya lo descubrirás.
—Supongo. Me pregunto quién era ése al que intentaba proteger.
—Que me registren.
Me senté en el capó y me puse unas gafas de sol. Bowden caminó hasta una cancela y miró al otro lado. En una depresión del valle había un pueblecito construido con piedra gris, y en el campo una manada de vacas pastaba tranquilamente.
Bowden señaló un mojón que había encontrado.
—Hemos tenido suerte.
El mojón decía que nos encontrábamos a diez kilómetros de Haworth.
No le prestaba atención. Ahora me comía el coco pensando en verme a mí misma en la cama de hospital. Si no me hubiese visto a mí misma, no hubiese ido a Swindon, y si no hubiese ido a Swindon no hubiese podido avisarme para ir allí. Sin duda, para mi padre tendría todo el sentido del mundo, pero yo podría volverme loca intentando aclararlo.
—Coche veintiocho —dijo la radio—, responda, por favor.
Dejé de pensar en eso y comprobé la posición del sol.
—Yo diría que rondamos el mediodía.
Bowden asintió.
—¿No somos nosotros el coche veintiocho? —me preguntó, frunciendo el ceño un poco.
Cogí el micrófono.
—Coche veintiocho, hable.
—¡Al fin! —dijo una voz aliviada por el altavoz—. Tengo al coronel Rutter de la CronoGuardia que quiere hablar con ustedes.
Bowden se acercó para poder oír mejor. Nos miramos, al no estar seguros de qué sucedería a continuación; una reprimenda o un montón de felicitaciones, o, como sucedió finalmente, ambas cosas.
—Agentes Next y Cable. ¿Pueden oírme? —dijo por la radio una voz profunda.
—Sí, señor.
—Bien. ¿Dónde están?
—A unos diez kilómetros de Haworth.
—Hasta allá arriba, ¿eh? —Rió a carcajadas—. De maravilla. —Se aclaró la garganta. Podíamos sentir que se aproximaba—. Extraoficialmente, ése fue uno de los actos más valerosos que he presenciado. Salvaron gran número de vidas y evitaron que el suceso se convirtiese en un evento importante. Los dos pueden sentirse orgullosos de sus actos y para mí sería un honor tener a dos buenos agentes como ustedes a mis órdenes.
—Gracias, señor, yo…
—¡Todavía estoy hablando! —respondió, haciendo que los dos diésemos un salto—. Pero oficialmente, rompieron todas las reglas del manual. Y debería clavarles el culo a la pared por no seguir el procedimiento. Si alguna vez intentan algo parecido, lo haré sin dudarlo. ¿Está claro?
—Muy claro, señor.
Miré a Bowden. Sólo había una pregunta que nos interesase.
—¿Cuánto tiempo hemos estado fuera?
—Estamos en el año 2016 —dijo Rutter—. ¡¡¡Han estado fuera treinta y un años!!!