Una mujer llamada Thursday Next
«Un asteroide puede tener cualquier tamaño, desde el del puño de un hombre hasta una montaña. Son los detritos del sistema solar, los escombros que quedan después de que hayan pasado los albañiles. La mayoría de los asteroides de hoy ocupan un espacio entre Marte y Júpiter. Son millones, pero su masa combinada es una fracción de la masa de la Tierra. De vez en cuando, la órbita de un asteroide coincide con la de la Tierra. Un Pasatierra. Para la Sociedad Pasatierra, la llegada de un asteroide a un planeta es el regreso de un huérfano perdido, un hijo pródigo. Es una cuestión de cierta importancia.»
Señor S. A. ORBITER
Los Pasatierras
Liddington Hill miraba a un campo de aviación, primero de la RAF y posteriormente de la Luftwaffe, en Wroughton. La colina baja también acogía un fuerte de la Edad de Hierro, uno de los varios que circundan las colinas de Marlborough y Lambourn. Sin embargo, no era la antigüedad del lugar lo que atraía a los Pasatierras. Se habían reunido en casi todos los países del mundo, siguiendo las particulares predicciones de su vocación de forma aparentemente aleatoria. Siempre seguían la misma rutina: nombrar el lugar, llegar a un muy buen acuerdo con los propietarios para tener la exclusividad, luego trasladarse el mes antes empleando la seguridad local o a miembros jóvenes del grupo para garantizar que no se colase ningún infiltrado. Quizás era debido a ese secreto extremo que el grupo de astrónomos militantes lograse mantener un silencio absoluto sobre sus actividades. Parecía un refugio casi perfecto para el doctor Müller, quien había coinventado la sociedad a principios de los años cincuenta junto con Samuel Orbiter, un famoso astrónomo televisivo de la época.
Victor aparcó el coche y caminó sin inmutarse hasta los dos tipos con tamaño de gorila que estaban de pie junto a un Land Rover. Victor miró a derecha e izquierda. Cada trescientos metros había un grupo de guardias de seguridad con armas, walkie-talkies y perros, para impedir la entrada de intrusos. No había forma de que alguien pudiese pasar sin ser visto. La mejor forma de entrar en cualquier lugar donde se supone que no debes ir es atravesar la puerta principal como si todo fuese de tu propiedad.
—Buenas tardes —dijo Victor, intentando pasar. Uno de los gorilas se le puso delante y le colocó una mano enorme sobre el hombro.
—Buenas tardes, señor. Bonito día. ¿Puedo ver su pase?
—Claro —dijo Victor, buscando en el bolsillo. Mostró el pase encajado entre las gastadas ventanitas de plástico de su cartera. Si los gorilas lo sacaban y comprobaban que era una fotocopia, todo estaría perdido.
—No le he visto por aquí, señor —dijo con suspicacia uno de los hombres.
—No —respondió Victor con tranquilidad—, comprobarán por mi tarjeta que pertenezco al brazo espiral de Berwick-upon-Tweed.
El primer tipo le pasó la cartera a su colega.
—Hemos estado teniendo problemas con los infiltrados, ¿no es así, señor Europa?
El segundo hombre lanzó un gruñido y le devolvió la cartera a Victor.
—¿Nombre? —preguntó el primero, sosteniendo una lista.
—Probablemente no aparezca en la lista —dijo Victor lentamente—. Soy de última hora. Anoche llamé al doctor Müller.
—No conozco a ningún doctor Müller —dijo el primero, aspirando aire a través de los dientes mientras miraba a Victor con ojos entrecerrados—, pero si es usted un Pasatierra, no tendrá problemas en decirme qué planeta tiene la densidad más alta.
Victor miró a uno y al otro y rió. Ellos se rieron con él.
—Claro que no.
Dio un paso al frente, pero las sonrisas desaparecieron de las caras de los tipos. Uno de ellos alargó una mano pesada para detenerlo.
—¿Bien?
—Esto es ridículo —dijo Victor indignado—. Soy Pasatierra desde hace treinta años y nunca antes he sufrido semejante trato.
—No nos gustan los infiltrados —volvió a decir el primer hombre—. Intentan hacernos quedar mal. ¿Quiere saber lo que le hacemos a los miembros falsos? Bien. Otra vez. ¿Cuál es el planeta con mayor densidad?
Victor miró a los dos hombres, que le miraron amenazadoramente.
—Es la Tierra. La más baja es la de Plutón, ¿vale?
Los dos guardias de seguridad no quedaron convencidos.
—Conocimientos de guardería, señor. ¿Cuánto dura un fin de semana en Saturno?
A tres kilómetros de distancia, en el coche de Bowden, éste y yo calculábamos frenéticamente la respuesta y la transmitíamos hasta el auricular que Victor llevaba en la oreja. El coche estaba repleto de todo tipo de libros de referencia sobre astronomía; sólo podíamos esperar que ninguna de las preguntas fuese excesivamente esotérica.
—Veinte horas —le dijo Bowden a Victor.
—Unas veinte horas —le dijo Victor a los dos hombres.
—¿Velocidad orbital de Mercurio?
—¿En el afelio o el perihelio?
—No seas listillo, amigo. La media vale.
—Veamos. Sumamos las dos y… Ah, Dios santo, ¿eso es un pinzón collarizo?
Los dos hombres no se volvieron para mirar.
—¿Bien?
—Es, eh, 170.000 kilómetros por hora.
—¿Las lunas de Urano?
—¿Urano? —respondió Victor, ganando tiempo—. ¿No les parece divertido que cambiasen la pronunciación?
—Las lunas, señor.
—Claro. Oberón, Titania, Umb…
—¡Alto! ¡Un verdadero Pasatierra hubiese indicado primero las más cercanas!
Victor suspiró mientras Bowden invertía el orden a través del éter.
—Cordelia, Ofelia, Bianca, Crésida, Desdémona, Julieta, Porcia, Rosalinda, Belinda, Puck, Miranda, Ariel, Umbriel, Titania y Oberón.
Los dos hombres miraron a Victor, asintieron y se retiraron para dejarle pasar, cambiando bruscamente de modales para mostrar una amabilidad total.
—Gracias, señor. Lamentamos todo esto pero, como estoy seguro de que comprende, hay mucha gente a la que le gustaría detener nuestras actividades. Estoy seguro de que lo entiende.
—Claro que sí, y debo felicitarles por su seriedad, caballeros. Buenos días.
Mientras Victor caminaba, volvieron a detenerle.
—¿No se olvida de algo, señor?
Victor se giró. Yo me había preguntado si no habría algún tipo de palabra clave, y si ahora se la pedían, estábamos listos. Victor decidió dejar que ellos hablasen.
—¿Se lo ha dejado en el coche, señor? —preguntó el primer hombre tras una pausa—. Aquí tiene, coja el mío.
El guardia de seguridad metió la mano en la chaqueta y sacó, no una pistola como había esperado Victor, sino un guante de béisbol. Le sonrió y se lo entregó.
—Yo no creo que esta noche pueda participar.
Victor se dio un golpe en la frente con la mano.
—Tengo la cabeza como un queso. ¡Debí dejármelo en casa! Imaginen, ¡venir a un encuentro de Pasatierras y olvidarse él guante de receptor!
Ellos se rieron con él; el primer guardia dijo:
—Páselo bien, señor. El impacto es a las 14:32.
Les dio las gracias a los dos y saltó al interior del Land Rover que esperaba antes de que cambiasen de parecer. Miró intranquilo el guante de receptor. ¿Qué demonios estaba pasando?
El Land Rover le dejó en la entrada este del fuerte. Podía ver unas cincuenta personas dando vueltas por allí, todas con cascos de acero. En el centro del fuerte habían levantado una enorme tienda y estaba erizada de antenas y grandes receptores de satélite. Colina arriba había un radar que giraba lentamente. Había esperado ver un gran telescopio o similar, pero no parecía haber ningún aparato así.
—¿Nombre?
Victor se volvió para ver a un hombre pequeño mirándole. Cargaba con una lista, llevaba un casco de acero y parecía estar aprovechándose al completo de su autoridad limitada.
Victor intentó un farol.
—Ése soy yo —dijo, señalando un nombre al fondo de la lista.
—Señor Sigue al Dorso, ¿es usted?
—El de arriba —respondió Victor a toda prisa.
—Señora Trotswell.
—Oh, eh, no. Ceres. Augustus Ceres.
El hombre pequeño repasó la lista con cuidado, pasando un bolígrafo metálico por la fila de nombres.
—Aquí no tengo a nadie con ese nombre —dijo lentamente, mirando a Victor con suspicacia.
—Soy de Berwick-upon-Tweed —explicó Victor—. Una entrad de última hora. Supongo que la noticia no se filtró. El doctor Müller me dijo que podía venir en cualquier momento.
El hombre dio un salto.
—¿Müller? Aquí no hay nadie con ese nombre. Debe de referirse al doctor Cassiopeia. —Guiñó un ojo y sonrió ampliamente—. Vale. Bien —añadió, consultando la lista y mirando alrededor del fuerte— andamos un poco escasos en el perímetro exterior. Puede situarse en B3. ¿Tiene guante? Bien. ¿Y un casco? No importa. Aquí tiene, use el mío; yo cogeré otro del almacén. El impacto es a las 14:32. Bueno días.
Victor cogió el casco y fue en la dirección indicada por el hombre.
—¿Lo has oído, Thursday? —susurró—. Doctor Cassiopeia.
—Lo oí —respondí—. Estamos buscando lo que tenemos sobre él.
Bowden ya estaba en contacto con Finisterre, quien esperaba en la oficina de detectives literarios precisamente para atender una llamada así.
Victor llenó su pipa de brezo, y caminaba hacia la estación B3 cuando un hombre con una chaqueta Barbour casi choca con él. Reconoció de inmediato la cara del doctor Müller por las fotos de su detención. Victor levantó el sombrero, se disculpó y siguió andando.
—¡Espere! —gritó Müller. Victor se volvió. Müller alzó una ceja le miró—. ¿No he visto su cara en alguna otra parte?
—No, siempre la he tenido aquí, delante de la cabeza —respondí Victor, intentando hacer una chanza.
Müller se limitó a mirarle con expresión neutra mientras Victor seguía llenando la pipa.
—Le he visto antes en algún sitio —siguió diciendo Müller, pero Victor no se inmutó.
—No lo creo —anunció, ofreciendo la mano—. Ceres —añadió—. Brazo espiral de Berwick-upon-Tweed.
—Berwick-upon-Tweed, ¿eh? —dijo Müller—. Entonces conoce a mi buen amigo y colega el profesor Barnes.
—Jamás he oído ese nombre —anunció Victor, suponiendo que Müller sospechaba. Müller sonrió y miró la hora.
—El impacto es en siete minutos, señor Ceres. Quizá sea mejor que vaya a su puesto.
Victor encendió la pipa, sonrió y fue en la dirección que le habían asignado. Había una estaca clavada en el suelo que decía B3, y se quedó allí sintiéndose algo estúpido. Todos los otros Pasatierras se habían puesto los cascos y examinaban el cielo en dirección oeste. Victor miró a su alrededor y vio a una mujer atractiva como de su edad a media docena de pasos de distancia en B2.
—¡Hola! —dijo alegre, tocándose el casco.
La mujer agitó las pestañas recatadamente.
—¿Todo bien? —preguntó.
—¡De primera! —respondió Victor elegantemente. Luego añadió rápidamente—: En realidad, no. Esta es mi primera vez.
La dama le sonrió y agitó su guante.
—No es difícil. Atrape lejos del cuerpo y preste mucha atención. Puede que tengamos muchos o ninguno, y si atrapa uno, asegúrese de dejarlo inmediatamente sobre la hierba. Después de desacelerar a través de la atmósfera terrestre, tienden a estar un pelín calientes.
Victor la miró fijamente.
—¿Quiere decir que pretendemos atrapar meteoros?
La mujer rió deliciosamente.
—¡No, no, tonto…! Se llaman meteoritos. Los meteoros son los que arden en la atmósfera terrestre. He asistido a diecisiete de estos supuestos choques desde el 64. Una vez casi atrapo uno en Tierra del Fuego, en el 71. Por supuesto —añadió más lentamente—, eso fue cuando el pobre George seguía con vida…
Le miró a los ojos y sonrió. Victor le devolvió la sonrisa. Ella siguió hablando:
—Si hoy presenciamos un impacto, será el primero predicho en Europa con éxito. ¡Imagine atrapar un meteorito! ¡Los escombros producidos durante la creación del universo hace cuatro mil quinientos millones de años! ¡Es como un huérfano que al fin regresa a casa!
—Muy… poético —respondió Victor lentamente mientras yo le hablaba al oído por medio del auricular.
—No hay nadie con el nombre de doctor Cassiopeia —le dije—. ¡Por amor de Dios, no le pierdas de vista!
—No lo haré —respondió Victor, buscando a Müller con la vista.
—¿Disculpe? —preguntó la dama en B2, quien le había estado mirando a él y no al cielo.
—No lo dejaré caer, eh, si lo atrapo —respondió a toda prisa.
Megafonía anunció el impacto en dos minutos. La multitud expectante emitió un murmullo.
—¡Buena suerte! —dijo la dama, ofreciéndole un guiño y mirando al cielo despejado.
Una voz habló detrás de Victor.
—Ya le recuerdo.
Se giró para ver la inoportuna cara del doctor Müller mirándole. Un poco más lejos se encontraba un grueso guardia de seguridad con la mano metida en el bolsillo del pecho.
—Es usted de OpEspec. Detectives literarios. Victor Analogy, ¿no?
—No, mi nombre es doctor Augustus Ceres, Berwick-upon-Tweed. —Victor rió nervioso y añadió—: ¿Qué clase de nombre es Victor Analogy?
Müller hizo un gesto al secuaz, quien avanzó hacia Victor sacando la automática. Parecía el tipo de persona deseosa de usarla.
—Lo lamento, amigo mío —dijo Müller con amabilidad—, pero, con eso no basta. Si usted es Analogy, está claramente entrometiéndose. Si, sin embargo, resulta ser el doctor Ceres de Berwick-upon-Tweed, entonces le ofrezco mis más sinceras disculpas.
—Espere un momento… —empezó a decir Victor, pero Müller le interrumpió.
—Haré que su familia sepa dónde encontrar el cuerpo —dijo magnánimo.
Victor miró a su alrededor buscando alguna posible ayuda, pero los otros Pasatierras miraban al cielo.
—Dispárale.
El secuaz sonrió, apretando el dedo sobre el gatillo. Victor hizo una mueca cuando un grito agudo llenó el aire y un meteorito fortuito destrozó el casco del secuaz. Se desmoronó como un saco de patatas. La pistola se disparó, dejando un agujero perfecto en el guante de béisbol de Victor. De pronto, el aire estaba lleno de meteoritos al rojo que caían aullando sobre la Tierra en una lluvia localizada. Los Pasatierras reunidos se entregaron al caos por efecto de la violencia súbita y no acababan de decidirse entre evitar los meteoritos o intentar atraparlos. Müller buscó su propia pistola en el bolsillo de la chaqueta mientras alguien gritaba a su lado:
—¡Suyo!
Los dos se giraron, pero fue Victor el que atrapó el pequeño meteorito. Tenía más o menos el tamaño de una pelota de criquet y todavía estaba al rojo vivo; se lo lanzó a Müller, quien instintivamente lo atrapó. Por desgracia, no llevaba el guante. Se oyó un silbido y un grito cuando lo dejó caer, luego un grito de dolor cuando Victor aprovechó la oportunidad para darle un golpe en la mandíbula con una velocidad que contradecía sus setenta y cinco años. Müller cayó como un bolo y Victor agarró la pistola caída. Se la puso al cuello a Müller, le obligó a ponerse en pie y empezó la marcha fuera a fuerte. La lluvia de meteoritos se iba calmando a medida que Victor retrocedía, con mi voz en el auricular diciéndole que se tranquilizase.
—Es Analogy, ¿no? —dijo Müller.
—Lo soy. OpEspec 27 y está usted arrestado.
Victor, Bowden y yo apenas habíamos metido a Müller en la sala de interrogatorio 3 cuando Braxton y Schitt comprendieron a quién habíamos capturado. Victor tan sólo le había pedido a Müller que confirmase su nombre cuando la puerta de la sala se abrió de golpe. Era Schitt, flanqueado por dos operativos de OE-9. Los tres parecían andar escasos de sentido del humor.
—Mi prisionero, Analogy.
—Mi prisionero, señor Schitt, creo —respondió Victor con firmeza—. Mi apresamiento, mi jurisdicción; interrogo al doctor Müller en relación al robo Chuzzlewit.
Jack Schitt miró al comandante Hicks, que se encontraba a su lado. El comandante suspiró y se aclaró la garganta.
—Lamento decirlo, Victor, pero a la Corporación Goliath y a sus representantes se les ha concedido jurisdicción sobre OE-27 y OE-9 en Swindon. Ocultar material al comandante en funciones de OpEspec Schitt podría dar lugar a un procesamiento criminal por ocultación de información importante relativa a una investigación en curso. ¿Entiendes lo que significa?
—Significa que Schitt hace lo que le da la gana —respondió Victor.
—Entrega al prisionero, Victor. La Corporación Goliath tiene precedencia.
Victor le miró con furia contenida, para luego salir de la sala de interrogatorio.
—Me gustaría quedarme —pedí.
—Ni lo sueñe —dijo Schitt—. Un nivel de seguridad de OE-27 no es suficiente.
—Entonces está bien —respondí— que todavía tenga una placa de OE-5.
Jack Schitt lanzó una maldición, pero no dijo nada más. A Bowden se le ordenó salir y los dos operativos de OE-9 se situaron a ambos lados de la puerta; Schitt y Hicks se sentaron en la mesa tras la que Müller fumaba un cigarrillo con toda tranquilidad. Yo me apoyé en la pared y observé impasible la representación.
—Él me sacará de aquí, lo saben bien —dijo Müller lentamente mientras mostraba una extraña sonrisa.
—No lo creo —comentó Schitt—. El edificio de OpEspec de Swindon está rodeado ahora mismo de más operativos de OE-9 y equipos de operaciones especiales de los que podría contar en un mes. Ni siquiera un demente como Hades intentaría entrar aquí.
La sonrisa desapareció de los labios de Müller.
—OE-9 es la mejor unidad antiterrorista del planeta —siguió diciendo Schitt—. Le cazaremos, ya lo sabe. Sólo nos falta saber el cuándo. Y si nos ayuda, puede que para usted la situación ante el tribunal no tenga tan mala pinta.
Müller no se impresionó.
—Si sus operativos de OE-9 son los mejores del planeta, ¿cómo es que hace falta un detective literario de setenta y cinco años para detenerme?
A Jack Schitt no se le ocurrió ninguna respuesta. Müller se dirigió a mí.
—Y si OE-9 es tan cojonuda, ¿por qué esta joven es la que tiene más suerte arrinconando a Hades?
—Tuve suerte —respondí, añadiendo—: ¿por qué no ha muerto Martin Chuzzlewit? No es propio de Acheron hacer amenazas que no va cumplir.
—No, efectivamente —respondió Müller—. No, efectivamente.
—Responda a la pregunta, Müller —dijo Schitt enfáticamente—. Puedo ponerle a usted las cosas muy difíciles.
Müller le sonrió.
—Ni la mitad de lo difíciles que me las podría poner Acheron. En su perfil de Vaya criminal puso como aficiones la muerte lenta, la tortura y los arreglos florales.
—¿Así que quiere pasar mucho tiempo en la cárcel? —Preguntó Hicks, que no pensaba quedarse fuera del interrogatorio—. Tal y como yo lo veo, se enfrenta a cinco cadenas perpetuas. O dentro de un par de minutos podría salir de aquí convertido en un hombre libre. ¿Qué va a ser?
—Hagan lo que tengan que hacer, agentes. No me sacarán nada. No importa, Hades me sacará de aquí.
Müller se cruzó de brazos y se recostó en la silla. Hubo una pausa. Schitt se inclinó hacia delante y apagó la grabadora. Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo colocó sobre la cámara de vídeo que había en la esquina de la sala de interrogatorio. Hicks y yo nos miramos nerviosos. Müller observó la operación, pero no parecía especialmente alarmado.
—Vamos a intentarlo de nuevo —dijo Schitt, sacando la automática y apuntándola al hombro de Müller—. ¿Dónde está Hades?
Müller le miró.
—Puede usted matarme ahora o Hades me matará más tarde cuando descubra que he hablado. En cualquier caso estoy muerto y la muerte que usted me aplique probablemente sea mucho menos dolorosa que la de Acheron. Le he visto trabajar. No podría creer de lo que es capaz.
—Yo sí —dije lentamente.
Schitt soltó el seguro de la automática.
—Contaré hasta tres.
—¡No puedo decirle…!
—Uno.
—Él me mataría.
—Dos.
Me pareció que ésa era mi entrada.
—Podemos ofrecerle custodia protectora.
—¿Protegerme de él? —preguntó Müller—. ¿Se ha vuelto completamente loca?
—¡Tres!
Müller cerró los ojos y empezó a estremecerse. Era la señal que yo había estado esperando.
—Mycroft lo destruyó, ¿no? —seguí diciendo, razonando como hubiese razonando mi tío… y como razonó.
—¿Eso es lo que sucedió? —preguntó Jack Schitt.
Müller no dijo nada.
—Querrá encontrar una alternativa —comentó Hicks.
—Ahí fuera debe de haber miles de manuscritos originales —murmuró Schitt—. No podemos protegerlos todos. ¿Cuál busca?
—No puedo decírselo —tartamudeó Müller, comenzando a perder el valor—. Él me matará.
—Le matará igualmente cuando descubra que nos ha dicho que Mycroft destruyó el manuscrito de Chuzzlewit —respondí con calma.
—¡Pero yo no…!
—No lo sabrá. Podemos protegerle, Müller, pero tenemos que atrapar a Hades. ¿Dónde está?
Müller nos miró uno a uno.
—¿Custodia protectora? —tartamudeó—. Hará falta un pequeño ejército.
—Eso lo puedo conseguir —afirmó Schitt, empleando la verdad con una economía que le había hecho famoso—. La Corporación Goliath está dispuesta a ser generosa en esta cuestión.
—Vale… se lo diré.
Nos miró a todos y se secó la frente, que había empezado a relucir.
—¿No hace calor aquí? —preguntó.
—No —respondió Schitt—. ¿Dónde está Hades?
—Bien, está en… el…
De pronto dejó de hablar. Su rostro se retorció de miedo mientras un violento espasmo de dolor se desató en la base de la espalda y gritó por la agonía.
—¡Díganoslo rápido! —gritó Schitt, poniéndose de pie de un salto y agarrando las solapas del hombre acongojado.
—¡Pen-deryn…! —gritó—. ¡Está en el…!
—¡Díganos más! —rugió Schitt—. ¡Debe de haber mil Penderyn!
—¡Guess![7] —gritó Müller—. ¡G-weuess… ahhh!
—¡No me gustan sus juegos! —aulló Schitt, agitando al hombre con fuerza—. ¡Dígalo o le mato ahora mismo con mis propias manos!
Pero Müller se encontraba ya más allá del pensamiento racional o las amenazas de Schitt. Se retorció y cayó al suelo, convulsionándose por la agonía.
—¡Médico! —grité, echándome al suelo junto a un Müller que sufría de convulsiones, cuya boca abierta lanzaba un grito silencioso mientras los ojos se perdían en la cabeza. Percibí el olor a la ropa quemada. Di un salto atrás mientras una brillante llama anaranjada saltaba de la espalda de Müller. Incendió el resto de su cuerpo y todos tuvimos que retroceder con rapidez mientras el calor intenso reducía el cuerpo de Müller a cenizas en menos de diez minutos.
—¡Maldición! —murmuró Schitt una vez que se hubo aclarado el humo acre.
Müller era un montón de ceniza sobre el suelo. Ni siquiera quedaba lo suficiente para identificarle.
—Hades —murmuré—. Alguna especie de dispositivo de seguridad implantado. Tan pronto como Müller empieza a hablar… se convierte en humo. Muy ingenioso.
—Suena como si casi le respetase, señorita Next —comentó Schitt.
—No puedo evitarlo. —Me encogí de hombros—. Como el tiburón, Acheron ha evolucionado para convertirse en un depredador casi perfecto. Nunca me he dedicado a la caza mayor, y nunca lo haré, pero comprendo el atractivo. Lo primero —seguí diciendo, pasando del montón humeante de cenizas que hasta hacía poco había sido Müller— es triplicar la protección en cualquier lugar donde se conserven manuscritos originales. Después de eso, debemos empezar a buscar cualquier lugar llamado Penderyn.
—Me pondré a ello —dijo Hicks, que desde hacía un rato buscaba alguna excusa para irse.
Schitt y yo nos quedamos mirándonos.
—Parece que estamos del mismo bando, señorita Next.
—Por desgracia —respondí desdeñosa—. Usted quiere el Portal de Prosa. Yo quiero tener a mi tío de vuelta. Acheron debe ser destruido antes de que ninguno de los dos consiga lo que quiere. Hasta entonces, trabajaremos juntos.
—Una unión útil y feliz —respondió Schitt, aunque la felicidad era lo último que tenía en mente.
Apreté un dedo contra su corbata.
—Entienda una cosa, señor Schitt. Usted puede que tenga el poder en el bolsillo del pantalón, pero yo tengo la justicia. Créame cuando digo que haré cualquier cosa para proteger a mi familia. ¿Lo comprende?
Schitt me miró con frialdad.
—No intente amenazarme, señorita Next. Podría hacer que la enviasen a la oficina de detectives literarios de Lerwick más rápido de lo que usted podría decir «Swift». Recuérdelo. Está usted aquí porque es buena en lo que hace. La misma razón que yo. Nos parecemos más de lo que cree. Buenos días, señorita Next.
Una búsqueda rápida reveló ochenta y cuatro pueblos y villas en Gales con el nombre de Penderyn. Había el doble de calles y ese mismo número de pubs, clubes y asociaciones. No era sorprendente que hubiese tantos; Dic Penderyn había sido ejecutado en 1831 por herir a un soldado durante los disturbios de Merthyr —era inocente y por tanto se convirtió en el primer mártir del alzamiento galés y una especie de figura decorativa de la lucha republicana—. Incluso si Goliath pudiese infiltrarse en Gales, no sabría por cuál Penderyn empezar. Estaba claro que iba a llevar un tiempo.
Cansada, me fui a casa. Recogí el coche del garaje, donde se las habían arreglado para reemplazar el eje delantero, calzarle un nuevo motor y reparar los agujeros de bala, algunas de las cuales habían pasado peligrosamente cerca. Entré en el aparcamiento del hotel Finis mientras una nave aérea de clase clíper se movía lentamente por encima. Estaba anocheciendo y las luces de navegación a ambos lados de la enorme nave aérea parpadeaban lánguidamente en el cielo nocturno. Era una visión elegante, las diez hélices golpeando el aire con un zumbido rítmico; durante el día, una nave aérea podía eclipsar el sol. Entré en el hotel. La conferencia Milton había terminado y ahora Liz me dio la bienvenida más como amiga que como cliente.
—Buenas noches, señorita Next. ¿Todo bien?
—En realidad no —sonreí—. Pero gracias por preguntar.
—Su dodo llegó esta tarde —anunció Liz—. Está en la estancia cinco. Las noticias viajan rápido; la sociedad Aficionados a los Dodos de Swindon ya se ha presentado aquí. Dice que es un ejemplar muy raro de versión uno o algo… Quieren que les llame.
—Es 1.2 —murmuré ausente. Ahora mismo los dodos no ocupaban un puesto muy alto en mi lista de prioridades. Hice una pausa. Liz sintió mi indecisión.
—¿Le puedo traer algo?
—¿El señor… eh… Parke-Laine ha llamado?
—No. ¿Esperaba que lo hiciese?
—No… En realidad no. Si llama, estaré en el Gato de Cheshire si no estoy en mi habitación. Si no puedes localizarme, ¿puedes pedirle que me llame en media hora?
—¿Por qué no le envío un coche a recogerle?
—Oh, Dios, ¿tan evidente es?
Liz asintió.
—Va a casarse.
—¿Pero no con usted?
—No.
—Lamento oírlo.
—Yo también. ¿Alguien te ha pedido alguna vez que te casases con él?
—Claro.
—¿Qué dijiste?
—Dije: «Vuelve a pedírmelo cuando te suelten.»
—¿Lo hizo?
—No.
Fui a ver qué tal estaba Pickwick, quien parecía haberse acomodado bien. Emitió un ploc-ploc de emoción al verme. Contradiciendo las teorías de los expertos, los dodos han resultado ser sorprendentemente inteligentes y ágiles —el pájaro torpe de la leyenda urbana resultó ser una fantasía—. Le di algunos cacahuetes y me lo llevé en secreto a la habitación bajo el abrigo. No es que los habitáculos estuviesen sucios o algo; simplemente no quería que estuviese solo. Puse su alfombra favorita en el baño para que tuviese donde echarse y también puse algunos papeles. Le dije que al día siguiente le llevaría a casa de mi madre, luego le dejé mirando por la ventana a los coches del aparcamiento.
—Buenas noches, señorita —dijo el barman del Gato de Cheshire—. ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
—¿En que los dos contienen la letra «B»?
—Muy bueno. Mitad de un especial de Vorpal, ¿no?
—Debes de estar de broma. Ginebra y tónica. Doble.
Sonrió y pasó a la óptica.
—¿Policía?
—OpEspec.
—¿Detective literaria?
—Sí.
Cogí la bebida.
—Me preparé para ser detective literario —dijo nostálgico—. Llegué a ser cadete.
—¿Qué pasó?
—Mi novia era marloviana militante. Convirtió algunas maquinas, Will-Speak para que citasen Tamburlaine y yo estaba implicado cuando la pillaron. Y eso fue todo. Ni siquiera los militares me aceptaron.
—¿Cómo te llamas?
—Chris.
—Thursday.
Nos dimos la mano.
—Sólo puedo hablar por experiencia, Chris, pero he estado en el ejército y en OpEspec y deberías darle las gracias a tu novia.
—Ya lo hago —se apresuró a añadir Chris—. Todos los días. Ahora estamos casados y tenemos dos hijos. Yo trabajo en el bar por las noches y llevo la rama de Swindon de la Sociedad Kit Marlowe durante el día. Tenemos casi cuatro mil miembros. No está mal para un falsificador, asesino, jugador y ateo isabelino.
—Algunos dicen que pudo haber escrito las obras atribuidas a Shakespeare.
Había tomado a Chris por sorpresa. También se mostró suspicaz.
—No estoy seguro de que deba hablarlo con una detective literaria.
—No hay ley que prohíba hablarlo, Chris. ¿Quién crees que somos, la policía del pensamiento?
—No, eso es OE-2, ¿no?
—¿Pero qué hay de Marlowe…?
Chris bajó la voz.
—Vale. Creo que Marlowe pudo haber escrito las obras. Indudablemente se trataba de un dramaturgo genial, como demuestran Fausto, Tamburlaine y Eduardo II. Es la única persona de su época que podría haberlo hecho. Olvide a Bacon y a Oxford; Marlowe es el más probable.
—Pero Marlowe murió asesinado en 1593 —respondí lentamente—. La mayor parte de las obras se escribieron después de ese año.
Chris me miró y bajó la voz.
—Claro. Si efectivamente ese día murió en una pelea de taberna.
—¿Qué quieres decir?
—Es posible que su muerte fuese un engaño.
—¿Por qué?
Chris respiró profundamente. Era un tema del que algo sabía.
—Recuerda que Isabel era una reina protestante. Cualquier ateísmo o papismo negaría la autoridad de la Iglesia protestante y la reina como cabeza de la Iglesia.
—Traición —murmuré—. Una ofensa capital.
—Exacto. En abril de 1593, el consejo privado arrestó a un tal Thomas Kyd en relación con algunos panfletos antigubernamentales. Cuando registraron sus habitaciones, encontraron algunos escritos ateos.
—¿Y?
—Kyd señaló a Marlowe. Dijo que Marlowe los había escrito dos años antes cuando eran compañeros de cuarto. A Marlowe lo arrestaron e interrogaron el 18 de mayo de 1593; le liberaron bajo fianza, por lo que presumiblemente no había pruebas suficientes para mandarlo a juicio.
—¿Qué hay de su amistad con Walsingham? —pregunté.
—A eso iba. Walsingham tenía una posición influyente en el servicio secreto; se conocían desde hacía años. Con más pruebas llegando cada día contra Marlowe, su arresto parecía inevitable. Pero en la mañana del 30 de mayo, Marlowe muere en una pelea de taberna, aparentemente a causa de unas cuentas sin pagar.
—Muy conveniente.
—Mucho. Creo que Walsingham fingió la muerte de su amigo. Los tres hombres de la taberna estaban a sueldo suyo. Él sobornó al magistrado y Marlowe situó a Shakespeare como testaferro. Will, un actor pobre que conocía a Marlowe de sus días en el teatro Shoreditch, probablemente quedó encantado de la posibilidad de ganar algo de dinero; su carrera parece haber despegado después de la muerte de Marlowe.
—Una teoría interesante. ¿Pero no se publicó Venus y Adonis un par de meses antes de la muerte de Marlowe? ¿Incluso antes del arresto de Kyd?
Chris tosió.
—Buen punto. Lo único que puedo decir es que la trama debió de empezar a fraguarse desde antes, o los registros han sido alterados.
Se detuvo un momento, miró a su alrededor y bajó aún más la voz.
—No se lo diga a los otros marlovianos, pero hay algo más que señala en dirección contraria a una muerte fingida.
—Soy toda oídos.
—Marlowe murió en la jurisdicción del magistrado de la reina. Había dieciséis jurados para ver el cuerpo supuestamente sustituido, y es poco probable que se hubiese podido sobornar al magistrado. Si yo hubiese sido Walsingham, hubiese fingido la muerte de Marlowe en algún campo, donde hubiese sido más fácil comprar al magistrado. Incluso podría haber ido más allá y desfigurar el cuerpo de alguna forma para que la identificación fuese imposible.
—¿Qué quieres decir?
—Que una teoría igualmente probable es que el propio Walsingham hizo matar a Marlowe para evitar que hablase. Los hombres dicen cualquier cosa cuando se les tortura, y es probable que Marlowe conociese muchos trapos sucios de Walsingham.
—Entonces, ¿qué? —pregunté—. ¿Cómo explicar la falta de pruebas claras sobre la vida de Shakespeare, su curiosa existencia doble, el hecho de que nadie en Stratford pareciese saber de su obra literaria?
Chris se encogió de hombros.
—No sé, Thursday. Sin Marlowe, no hay nadie en el Londres isabelino que fuese capaz de escribir las obras.
—¿Alguna teoría?
—Ninguna en absoluto. Pero los isabelinos eran un grupo curioso. Intrigas cortesanas, el servicio secreto…
—Cuanto más cambian las cosas…
—Exactamente lo que pensaba. Salud.
Entrechocamos las copas y Chris se fue a atender a otro cliente. Toqué el piano durante media hora antes de retirarme a la cama. Hablé con Liz, pero Landen no había llamado.