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Una mujer llamada Thursday Next

«Mi principal preocupación en todos los trabajos que he realizado durante los últimos cuarenta o más años ha sido la elasticidad de los cuerpos. Uno tiende a pensar que a esa categoría pertenecen exclusivamente sustancias como la goma, pero casi todo lo que uno puede concebir se puede doblar o estirar. Incluyendo, por supuesto, el espacio, el tiempo, la distancia y la realidad…»

Profesor MYCROFT NEXT

—¡Crofty…!

—¡Polly…!

Se encontraron en la orilla del lago, cerca de la franja de narcisos que se agitaban tranquilamente bajo la brisa. El sol brillaba con fuerza, arrojando luz moteada sobre la orilla cubierta de hierba en la que se encontraban. A su alrededor, el olor de la primavera cubría la tierra, trayendo con él la sensación de calma y tranquilidad que adormecía los sentidos y relajaba el alma. Un poco más abajo había un anciano con capa negra sentado sobre una piedra, arrojando ociosamente guijarros al agua cristalina. De hecho, hubiese podido ser casi perfecto, de no ser por la presencia de Felix8, con la cara no del todo sanada todavía, de pie entre los narcisos, vigilando atentamente a sus prisioneros. Preocupado por el compromiso de Mycroft para con el plan, Acheron le había permitido entrar en «Vagué solitario como una nube» para ver a su esposa.

—¿Has estado bien, mi amor? —preguntó Mycroft.

Ella señaló subrepticiamente en dirección a la figura de la capa.

—He estado bien, aunque el señor W de ahí parece creerse un regalo de Dios para las mujeres. Me invitó a ir con él a algunos trabajos no publicados. Algunas frases floridas y se cree que soy suya.

—¡El muy canalla! —exclamó Mycroft, poniéndose en pie—. ¡Creo que voy a darle un puñetazo en la nariz!

Polly le tiró de la manga y le obligó a sentarse. Estaba ruborizada y emocionada ante la idea de que su esposo septuagenario y Wordsworth se peleasen por ella; hubiese sido toda una historia de la que enorgullecerse en las reuniones de la Federación de Mujeres.

—¡Bien, vale…! —dijo Mycroft—. Esos poetas son unos mujeriegos incorregibles. —Hizo una pausa—. Dijiste que no, claro.

—Bien, sí, naturalmente.

Miró a Mycroft con la sonrisa más dulce, pero él ya estaba en otra cosa.

—No abandones «Narcisos», o no sabré dónde encontrarte.

Se dieron la mano y juntos miraron al otro lado del lago. No había orilla opuesta, y los guijarros que Wordsworth lanzaba al agua saltaban y unos momentos después aterrizaban en la playa. Aparte de eso, el paisaje era indistinguible de la realidad.

—Hice algo un poco tonto —anunció Mycroft de pronto, bajando la vista y alisando la hierba con la palma.

—¿Cómo de tonto? —preguntó Polly, consciente de lo precario de la situación.

—Quemé el manuscrito de Chuzzlewit.

—¿Hiciste qué?

—Dije…

—Lo oí. Un manuscrito original como ése está más allá de todo valor. ¿Qué te impulsó a hacer algo así?

Mycroft suspiró. No era una acción que hubiese realizado a la ligera.

—Sin el manuscrito original —explicó—, es imposible realizar alteraciones importantes en la obra. Te conté que ese maniaco eliminó al señor Quaverley y le hizo matar. No creo que se detuviese ahí. ¿Quién sería el siguiente? ¿La señora Gamp? ¿El señor Pecksniff? ¿El propio Martin Chuzzlewit? Quiero pensar que más bien le hice un favor al mundo.

—Y destruir el manuscrito lo impide, ¿no?

—Claro; si no hay manuscrito original, no hay alteraciones en masa.

Ella le sostuvo la mano con fuerza mientras una sombra caía sobre los dos.

—Se ha acabado el tiempo —dijo Felix8.

Yo había acertado y me había equivocado en mis predicciones sobre las acciones de Acheron. Como Mycroft me contó posteriormente, Hades se había puesto furioso al descubrir que nadie le había tomado en serio, pero la acción de Mycroft de destruir Chuzzlewit simplemente le había hecho reír. Para un hombre que no estaba acostumbrado a ser burlado, disfrutaba de la experiencia. En lugar de arrancarle a Mycroft los miembros uno a uno, como él había creído, se limitó a darle la mano.

—Felicidades, señor Next —sonrió—. Su acto fue valiente e ingenioso. Valiente, ingenioso, pero por desgracia, inútil. No escogí Chuzzlewit por casualidad, ¿sabe?

—¿No? —replicó Mycroft.

—No. En los cursos avanzados del instituto me hicieron estudiar el libro y acabé odiando ese montoncillo de estiércol. Toda esa moralina y los interminables sermones sobre el egoísmo. Chuzzlewit sólo me resulta marginalmente menos tedioso que Nuestro amigo común. Incluso si hubiesen pagado el rescate, le hubiese matado igualmente y hubiese disfrutado tremendamente de la experiencia.

Dejó de hablar, le sonrió a Mycroft y continuó:

—Su intervención ha permitido que Martin Chuzzlewit siga con sus aventuras. La pensión Todger no arderá y podrán continuar sin problemas con sus vidas patéticas.

—Me alegra saberlo —respondió Mycroft.

—Guárdese el sentimiento, señor Next, no he terminado. Dada su acción, tendré que encontrar una alternativa. Un libro que al contrario que Chuzzlewit tenga verdadero valor literario.

Grandes esperanzas no.

Acheron le miró con tristeza.

—Ahora nos encontramos más allá del territorio Dickens, señor Next. Me hubiese gustado entrar en Hamlet y estrangular a ese insoportable danés depresivo, o incluso brincar al interior de Romeo y Julieta y acabar con ese imbécil de Romeo. —Suspiró antes de continuar—. Por desgracia, no sobrevive ninguno de los manuscritos originales del Bardo. —Pensó un momento—. Quizás a la familia Bennett le venga bien una poda…

¿Orgullo y prejuicio? —gritó Mycroft—. ¡Monstruo sin corazón!

—Los halagos ya no te servirán de nada, Mycroft. Orgullo y prejuicio sin Elizabeth o Darcy sería una banalidad tonta, ¿no crees? Pero quizá nada de Austen. ¿Por qué no Trollope? Una bomba de metralla bien situada en Barchester podría ser una distracción entretenida. Estoy seguro de que la pérdida del señor Crawley haría volar algunas plumas. Por tanto, ya ve usted, mi querido Mycroft, que salvar al señor Chuzzlewit puede que haya sido una estupidez.

Volvió a sonreír y le habló a Felix8.

—Amigo mío, ¿por qué no haces algunas preguntas y descubres qué manuscritos originales están disponibles y dónde se encuentran?

Felix8 miró fríamente a Acheron.

—No soy secretario, señor. Creo que el señor Hobbes sería mucho más adecuado para la tarea.

Acheron frunció el ceño. De todos los Felix, sólo Felix3 había contradicho una orden directa. El desdichado Felix3 había sido liquidado tras una decepcionante actuación al vacilar durante un robo. Había sido culpa del propio Acheron, claro está; había intentado dotar a Felix3 de algo más de personalidad a cambio de concederle una pizca de moral. Desde entonces los Felix sólo habían sido servidores leales; hoy en día Hobbes y el doctor Müller tenían que ser su compañía.

—¡Hobbes! —gritó Hades con todas sus fuerzas.

El actor sin empleo llegó desde la cocina sosteniendo una larga cuchara de madera.

—¿Sí, amo?

Acheron le repitió la orden a Hobbes, quien se inclinó y se retiró.

—¡Felix8!

—¿Señor?

—Si no te es mucha molestia, encierra a Mycroft en su habitación. Me atrevo a afirmar que no nos hará falta en un par de semanas. No le des agua durante dos días y comida durante cinco. Eso debería ser castigo suficiente por haber eliminado el manuscrito.

Felix8 asintió y sacó a Mycroft del viejo salón del hotel. Lo llevó al vestíbulo y subieron la amplia escalera de mármol. Eran los únicos en el hotel mohoso; la enorme puerta principal estaba cerrada y atrancada.

Mycroft se detuvo junto a la ventana y miró al exterior. En una ocasión había visitado la capital galesa como invitado de la República para dar una charla sobre la síntesis de petróleo a partir del carbón. Le habían alojado en este mismo hotel, había conocido a todos los que eran alguien e incluso había disfrutado de una poco habitual audiencia con el reverenciado Brawd Ulyanov, el padre octogenario de la moderna República Galesa. Hacía casi treinta años, y la ciudad de edificios bajos no había cambiado mucho. Las señales de la industria pesada todavía dominaban el paisaje y el olor del hierro flotaba en el aire. Aunque en los años recientes muchas de las minas habían cerrado, no habían retirado las instalaciones, que puntuaban el paisaje como centinelas, alzándose oscuras sobre las casas bajas de techo de pizarra. Sobre la ciudad de Morlais se alzaba la masiva estatua de caliza de John Frost con la vista baja mirando a la República que había fundado; se había hablado mucho de trasladar la capital lejos del sur industrializado, pero Merthyr era también un centro espiritual.

Siguieron andando y llegaron a la celda de Mycroft, una habitación sin ventanas con el mínimo mobiliario. Después de que lo encerrasen y lo dejasen solo, los pensamientos de Mycroft se concentraron en lo que más le inquietaba: Polly. Él siempre había creído que a ella le gustaba flirtear un poco y nada más; y el interés continuado del señor Wordsworth le provocaba una cantidad nada despreciable de celos ansiosos.