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Una mujer llamada Thursday Next

«Querida mamá:

«… Varias personas me han preguntado dónde encuentro la gran cantidad de preposiciones que necesito para mantener a los gusalibros en perfecto estado de salud. La respuesta es, por supuesto, que uso las preposiciones omitidas, las cuales, cuando se las mezcla con artículos definidos omitidos, resultan ser una comida muy nutritiva. En la lengua inglesa hay una gran abundancia. Final de viaje carece de dos artículos definidos: el final de el viaje. También hay otros muchos ejemplos, como matasuegras (mata a las suegras) y fueraborda (fuera de la borda), y demás. Si ando escaso, me dirijo al periódico local, donde es fácil encontrar a diario preposiciones y artículos eliminados en los titulares de The Toad. Y en cuanto a los productos de desecho de los gusanos, están compuestos en su mayoría de apóstrofos —lo que empieza a ser un problema—. Ayer vi un anuncio que decía: Coliflore’s, a tr’es chelin’es cada una…

MYCROFT NEXT

para la sección «¿Alguna pregunta?»

de la revista Nuevo Clonador

Bowden y Victor no estaban cuando llegué a la oficina; me serví una taza de café y me senté ante mi mesa. Llamé al número de Landen pero estaba ocupado; lo intenté unos minutos después, pero sin suerte. El sargento Ross me llamó desde recepción diciendo que mandaba a alguien que necesitaba ver a un detective literario. Jugueteé con los nudillos durante un rato y luego no conseguí hablar con Landen por tercera vez cuando un hombre pequeñito y de aspecto académico con un aura sobrecogedora de desaliño penetró en la oficina. Llevaba un pequeño bombín y una chaqueta de caza de espiga que se había puesto a toda prisa por encima de lo que parecía la parte superior de un pijama. La cartera tenía papeles que sobresalían por el borde allí donde habían quedado atrapados tras cerrarla y tenía los cordones de ambos zapatos atados con nudos de rizo. Me miró. Llevaba dos minutos llegar desde la puerta principal y todavía jugaba con el pase de visitantes.

—Permítame —dije.

El académico permaneció impasible mientras yo le colgaba el pase y luego me dio las gracias distraído, mirando a su alrededor como si intentase determinar dónde estaba.

—Estaba buscándome a mí y se encuentra en el piso correcto, —dije, agradeciendo haber tenido en el pasado tanta experiencia con los profesores universitarios.

—¿Sí? —dijo con enorme sorpresa, como si mucho tiempo atrás ya hubiese aceptado que siempre acabaría en el lugar incorrecto.

—Operativo especial Thursday Next —dije, ofreciéndole una mano. El apretón fue débil e intentó levantarse el sombrero usando la mano que sostenía la cartera. Se rindió y en su lugar inclinó la cabeza.

—Eh… Gracias, señorita Next. Me llamo Runcible Spoon, profesor de literatura inglesa en la Universidad de Swindon. Seguro que ha oído hablar de mí.

—Estoy segura de que sólo es cuestión de tiempo, doctor Spoon. ¿Le apetecería sentarse?

El doctor Spoon me dio las gracias y me siguió hasta mi mesa, deteniéndose ocasionalmente cuando un libro curioso le llamaba la atención. Tuve que detenerme y esperar varias veces antes de tenerle a salvo ocupando la silla de Bowden. Le llevé una taza de café.

—Bien, ¿cómo puedo ayudarle, doctor Spoon?

—Quizá mejor se lo muestro, señorita Next.

Spoon buscó en el maletín durante un minuto, sacando algunos trabajos de estudiante todavía sin nota y un calcetín de cachemira con dibujo antes de encontrar y pasarme al fin un pesado volumen encuadernado en azul.

Martin Chuzzlewit —me explicó el doctor Spoon, volviendo a meter todos los papeles de vuelta en la cartera y preguntándose por qué habían aumentando de volumen desde que los había sacado—. Capítulo nueve, página 187. Está marcada.

Fui a donde Spoon había dejado el bonobús y examiné la página.

—¿Ve a lo que me refiero?

—Lo lamento, doctor Spoon. No he leído Chuzzlewit desde la adolescencia. Va a tener que iluminarme.

Spoon me miró suspicaz, preguntándose si no sería una impostora.

—Un estudiante me lo comentó a primera hora de la mañana. Vine todo lo rápido que pude. Al final de la página 187 había un breve párrafo describiendo a uno de los curiosos personajes que frecuentan la pensión de la señora Todger. Un tal señor Quaverley, de nombre. Es un personaje gracioso que sólo habla de temas de los que no sabe nada. Si examina las líneas, creo que estará de acuerdo conmigo en que ha desaparecido.

Leí la página con creciente consternación. El nombre de Quaverley me sonaba, pero no parecía haber rastro del breve párrafo.

—¿No aparece más tarde?

—No, agente. Mi estudiante y yo lo hemos repasado varias veces. No hay ninguna duda. El señor Quaverley ha sido inexplicablemente expurgado del libro. Es como si el personaje jamás hubiese sido escrito.

—¿Podría ser un error de imprenta? —le pregunté sintiéndome cada vez más inquieta.

—Al contrario. He comprobado siete versiones diferentes y todas dicen exactamente lo mismo. El señor Quaverley ya no está con nosotros.

—No parece posible —murmuré.

—Estoy de acuerdo.

Me sentía inquieta por todo el asunto, y en mi mente comenzaron a formarse, de forma desagradable, varias conexiones entre Hades, Jack Schitt y el manuscrito Chuzzlewit.

Sonó el teléfono. Era Victor. Estaba en el depósito y me pedía que fuese de inmediato; habían encontrado un cuerpo.

—¿Qué tiene que ver conmigo? —le pregunté.

Mientras Victor hablaba yo miraba al doctor Spoon, quien se miraba una mancha de comida que había encontrado en la corbata.

—No, al contrario —respondí lentamente—, considerando lo que acaba de pasar aquí, creo que eso no suena para nada raro.

El depósito de cadáveres era un viejo edificio Victoriano que necesitaba desesperadamente una renovación. El interior estaba mohoso y olía a formaldehído y a humedad. Los empleados parecían tener mala salud y se desplazaban por el interior del pequeño edificio como si estuviesen en un funeral. El chiste habitual decía que en el depósito de Swindon los cadáveres eran los que tenían todo el carisma. Esa regla era especialmente acertada en lo referido al señor Rumplunkett, el patólogo jefe. Era un hombre de aspecto lúgubre con carrillos pesados y cejas como tejados de paja. A él y a Victor me los encontré en el laboratorio de patología.

El señor Rumplunkett no pareció darse cuenta de mi entrada, sino que siguió hablándole a un micrófono que colgaba del techo, con una voz monótona que sonaba como un zumbido apagado en la sala de azulejos. Se sabía que en más de una ocasión los encargados de las transcripciones se habían quedado dormidos; incluso él mismo tenía problemas para mantenerse despierto cuando ensayaba los discursos para la cena-baile anual de los patólogos forenses.

—Tengo frente a mí a un europeo de unos cuarenta años con pelo gris y mala dentición. Mide aproximadamente metro setenta y está vestido de una forma que describiría como victoriana.

Además de Bowden y Victor, había presentes dos detectives de homicidios, los que nos habían interrogado la noche antes. Parecían malhumorados y aburridos y miraban con suspicacia al contingente de detectives literarios.

—Buenos días, Thursday —dijo Victor con alegría—. ¿Recuerdas el Studebaker que pertenecía al asesino de Archer?

Asentí.

—Bien, nuestros amigos de homicidios encontraron este cuerpo en el maletero.

—¿Lo han identificado?

—No por el momento. Mira esto.

Señaló una bandeja de acero inoxidable que contenía las posesiones del cadáver. Repasé la pequeña colección. Había medio lápiz, una factura impagada por almidonar unos cuellos y una carta de su madre con fecha del 5 de junio de 1843.

—¿Podemos hablar en privado? —dije.

Victor me llevó al pasillo.

—Es el señor Quaverley —le expliqué.

—¿Quién?

Repetí lo que el doctor Spoon me había contado. Victor no pareció nada sorprendido.

—Me parecía que tenía aspecto de personaje de libro —dijo al final.

—¿Quiere decir que esto ya ha sucedido antes?

—¿Leíste alguna vez La fierecilla domada?

—Claro.

—Bien, ¿sabes el calderero borracho de la introducción al que hacen creer que es un lord y para el que luego representan la obra?

—Claro —respondí—. Se llama Christopher Sly. Tiene algunas frases al final del primer acto y eso es lo último que sabemos de él…

Dejé de hablar.

—Exacto —dijo Victor—. Hace seis años encontraron vagando en las afueras de Warwick a un borracho sin educación muy confundido que sólo hablaba inglés isabelino. Dijo llamarse Christopher Sly, exigió una copa y estaba deseoso por saber cómo acababa la obra. Conseguí interrogarle durante media hora, y en ese tiempo me convenció de que era el de verdad… Sin embargo, él nunca consiguió comprender que ya no estaba en su propia obra.

—¿Dónde está ahora?

—Nadie lo sabe. Se lo llevaron para interrogarlo dos agentes de OpEspec sin especificar poco después de que yo hablase con él. Intenté descubrir qué le había pasado, pero ya sabes lo hermética que puede llegar a ser OpEspec.

Pensé en mi experiencia en Haworth, cuando era una niña.

—¿Qué hay del otro sentido?

Victor me miró fijamente.

—¿A qué te refieres?

—¿Ha oído hablar alguna vez de alguien dando el salto en dirección contraria?

Victor miró al suelo y se frotó la nariz.

—Eso es bastante radical, Thursday.

—¿Pero usted lo cree posible?

—No lo cuentes por ahí, Thursday, pero empiezo a pensar que es posible. Las barreras entre la realidad y la ficción son más porosas de lo que creemos; un poco como un lago congelado. Cientos de personas pueden caminar por encima, pero una tarde aparece una zona más delgada y alguien cae a través; el agujero vuelve a congelarse a la mañana siguiente. ¿Has leído Dombey e hijo de Dickens?

—Claro.

—¿Recuerdas al señor Glubb?

—¿El pescador de Brighton?

—Correcto. Dombey se terminó en 1848 y en 1851 tuvo una reseña extensa con una lista de personajes. En esa reseña no se mencionaba al señor Glubb.

—¿Un fallo?

—Quizás. En 1926, un coleccionista de libros antiguos llamado Redmond Bulge desapareció mientras leía Dombey e hijo. El incidente fue muy mencionado en la prensa debido al hecho de que su ayudante había estado convencido de que vio a Bulge «disolverse en humo».

—¿Y Bulge se ajusta a la descripción de Glubb?

—Casi con toda exactitud. Bulge se especializaba en coleccionar historias sobre el mar y Glubb se especializa en contar historias precisamente de ese tema. Incluso el nombre de Bulge al revés se lee «Eglub», una aproximación lo suficientemente cercana a Glubb como para hacernos creer que él mismo lo inventó —suspiró—. Supongo que crees que es increíble.

—En absoluto —respondí, pensando en mi propia experiencia con Rochester—, pero ¿está completamente seguro de que él cayó en Dombey e hijo?

—¿Qué quieres decir?

—Puede que diese el salto por decisión propia. Puede que lo hubiese preferido… y se quedase.

Victor me miró de forma curiosa. No se había atrevido a contar sus teorías a nadie por miedo al ostracismo, pero aquí tenía a una respetada detective literaria de Londres con la mitad de sus años que iba todavía más lejos de lo que él había imaginado. Una idea se le pasó por la cabeza.

—Tú lo has hecho, ¿no?

Le miré directamente a los ojos. Por esto nos podían jubilar a los dos.

—Una vez —susurré—. Cuando era muy niña. No creo que pudiese volver a hacerlo. Durante muchos años incluso creí que esa vez había sido una alucinación.

Iba a ir a más y contarle lo de Rochester saltando en sentido contrario después del tiroteo en el apartamento de Styx, pero en ese momento Bowden sacó la cabeza al pasillo y nos pidió que entrásemos.

El señor Rumplunkett había terminado el examen inicial.

—Un disparo al corazón, muy limpio, muy profesional. Todos los demás detalles del cuerpo son por lo demás normales, excepto muestras de raquitismo en la infancia. Hoy en día es muy poco común, por lo que no debería ser difícil localizarle, a menos, claro, que pasase la niñez en otro país. Un estado dental muy malo, y además tenía piojos. Probablemente no se haya bañado en un mes. No puedo decirles mucho más, excepto que su última comida fue sebo, cordero y cerveza. Habrá más cuando las muestras de tejidos vuelvan del laboratorio.

Victor y yo nos miramos. Yo tenía razón. El cadáver tenía que ser el señor Quaverley. Nos fuimos a toda prisa; le expliqué a Bowden quién era Quaverley y de dónde había salido.

—No lo entiendo —dijo Bowden mientras caminábamos hacia el coche—. ¿Cómo sacó Hades al señor Quaverley de todos los ejemplares de Chuzzlewit?

—Porque fue por el manuscrito original —respondí—, para causar la máxima alteración. Todos los ejemplares por todo el planeta, en cualquier forma, se originan en ese primer acto de creación. Cuando cambia el original, todos los demás también tienen que cambiar. Si pudieses retroceder cien millones de años y cambiar el código genético del primer mamífero, cada uno de nosotros sería totalmente diferente. Es lo mismo.

—Vale —dijo Bowden lentamente—, ¿pero por qué lo hace Hades? Si es extorsión, ¿por qué matar a Quaverley?

Me encogí de hombros.

—Quizá sea un aviso. Quizá tenga otros planes. Hay peces mucho más importantes en Martin Chuzzlewit que el señor Quaverley.

—Entonces, ¿por qué no nos dice nada?