Una mujer llamada Thursday Next
«Querida mamá:
»La vida aquí en el campamento Borrado por los censores es muy divertida. El tiempo es bueno, la comida pasable, la compañía genial. El coronel Borrado por los censores es nuestro oficial al mando; es un tipo risueño. Veo a Thurs muy a menudo y aunque me pediste que cuidase de ella, creo que se puede cuidar sólita. Ganó el campeonato de boxeo para damas del batallón. La próxima semana nos trasladamos a Borrado por los censores. Volveré a escribir cuando tenga más noticias.»
Tu hijo, ANTON
Carta de Anton Next dos semanas antes de morir
Aparte de otra persona, tenía el salón de desayuno para mí sola. El destino quiso que la otra persona fuese el coronel Phelps.
—¡Buenos días, cabo! —dijo con alegría al localizarme mientras intentaba ocultarme tras un ejemplar de The Owl.
—Coronel.
Se sentó frente a mí sin preguntar.
—Hasta ahora ha habido una buena respuesta a mi presencia aquí, sabe —dijo afable, tomando una tostada y agitando una cuchara en dirección al camarero—. Usted, señor, más café. Tendremos la charla el próximo domingo; va a venir, confío.
—Puede que me pase —respondí, con bastante sinceridad.
—¡Espléndido! —dijo efusivo—. Debo confesar que creí que se había salido del camino cuando hablamos en la bolsa de gas.
—¿Dónde va a ser?
—Es como un secreto, vieja amiga. Las paredes tienen oídos, la charla ociosa, todo eso. Enviaré un coche. ¿Ha visto esto?
Me mostró la primera página de The Mole. Como la de todos los periódicos, estaba dedicada casi exclusivamente a una próxima ofensiva que todos consideraban tan probable que no parecía haber ni la más mínima esperanza de que no llegara a producirse. La última batalla importante había tenido lugar en el 75 y los recuerdos y lecciones de ese error en particular no parecían haber calado en nadie.
—¡He pedido más café, señor! —le rugió Phelps al camarero, que le había dado té por error—. Este nuevo rifle de plasma va a terminar con ella definitivamente, sabe. Incluso he considerado modificar mi charla para incluir la petición de que todo el que quiera comenzar una nueva vida en la península que vaya presentando ya su solicitud. Tengo entendido por la oficina del secretario de exteriores que será necesario enviar colonos tan pronto como echemos definitivamente a los rusos.
—¿No lo comprende? —le pregunté con tono exasperado—. No acabará nunca. No mientras tengamos tropas en suelo ruso.
—¿Qué ha sido eso? —murmuró Phelps—. ¿Mmm? ¿Eh?
Jugueteó con su audífono e inclinó la cabeza a un lado como un periquito. Emití un sonido que no me comprometía y me fui tan pronto como pude.
Era temprano; el sol había salido pero seguía haciendo frío. Había llovido durante la noche y el aire estaba cargado de agua. Bajé el techo del coche en un intento de hacer volar los recuerdos de la noche anterior, la furia que había surgido de mi interior al comprender que no podría perdonar a Landen. Lo que más me molestaba era la consternación de saber que siempre me sentiría igual, no la consternación por el desagradable final de la velada. Tenía treinta y seis años, y aparte de diez meses con Filbert, había pasado sola la última década, más una o dos agarradas producto de la borrachera. Cinco años más así y sabría que estaría destinada a no compartir mi vida con nadie.
El viento me tiró del pelo mientras conducía rápidamente siguiendo las amplias carreteras. Casi no había tráfico y el coche ronroneaba con dulzura. Al salir el sol, se habían formado pequeños reductos de niebla, y conduje a través de ellos como una nave aérea por entre las nubes. Mi pie se separaba del acelerador al entrar en las pequeñas zonas sin visibilidad, para luego bajar suavemente cuando volvía a recobrar la libertad bajo el sol de la mañana.
El pueblecito de Wanborough no estaba a más de diez minutos en coche desde el hotel Finis. Aparqué en el exterior del templo DEG —en su tiempo un templo de la iglesia de Inglaterra— y apagué el motor, dejando que el silencio del campo fuese un cambio bienvenido.
En la distancia podía oír una máquina de granja, pero era apenas un zumbido rítmico; nunca había apreciado la tranquilidad del campo hasta que me mudé a la gran ciudad. Abrí la verja y entré en el cementerio bien atendido. Me detuve un momento, luego recorrí lenta y respetuosamente la fila de tumbas en buen estado. No había visitado la lápida de Anton desde el día que me fui a Londres, pero sabía que a él no le habría importado. No nos habíamos podido decir lo mucho que nos apreciábamos el uno del otro. En el humor, en la vida y en el amor, nos comprendíamos. Cuando llegué a Sebastopol para unirme a la 3ª Brigada Ligera Blindada de tanques de Wessex, Landen y Anton ya eran buenos amigos. Anton tenía el cargo de capitán de señales; Landen era teniente. Anton nos había presentado; en contra de órdenes estrictas, nos habíamos enamorado. Me había sentido como una colegiala, correteando a escondidas por el campamento para llegar a las citas prohibidas. Al comienzo, Crimea parecía muy divertida.
Ninguno de los cuerpos volvió a casa. Fue una decisión política. Pero había muchas tumbas de homenaje privadas. La de Anton estaba cerca del final de la fila, bajo el arco protector de un viejo tejo y encajada entre otras dos tumbas de Crimea. Estaba bien conservada, evidentemente segaban la hierba con regularidad, y había flores frescas. Permanecí de pie junto a la losa sencilla de caliza gris y leí la inscripción. Simple y elegante. Su nombre, graduación y la fecha de la carga. Había otra piedra no muy diferente a ésta a dos mil quinientos kilómetros, marcando su tumba en la península. A otros no les había ido tan bien. Catorce de mis colegas en la carga seguían hasta hoy «en paradero desconocido». Era jerga militar para «no hay trozos suficientes para identificarlo».
De pronto sentí que alguien me daba un golpe en la parte posterior de la cabeza. No muy fuerte, pero sí lo suficiente para obligarme a dar un salto. Me volví para encontrar al sacerdote DEG mirándome con una sonrisa estúpida en el rostro.
—¡Cuidado, Bodoque! —rugió.
—Hola, Joffy —respondí, sólo ligeramente perpleja—. ¿Quieres que vuelva a romperte la nariz?
—¡Ahora soy un hombre del clero, hermanita! —exclamó—. ¡No puedes dedicarte a golpear al clero!
Le miré durante un momento.
—Bien, si no puedo golpearte —le dije—, ¿qué puedo hacer?
—En la DEG nos encantan los abrazos, hermanita.
Así que nos abrazamos frente a la lápida de Anton, yo y mi hermano loco Joffy, a quien no había abrazado en mi vida.
—¿Alguna noticia de Cerebrín y Culogordo? —preguntó.
—Si te refieres a Mycroft y Polly, no.
—Suéltate un poco, hermanita, Mycroft es un cerebrín y Polly, bien, tiene el culo gordo.
—La respuesta sigue siendo no. Es decir, mamá y ella han ganado un poco de peso, ¿no?
—¿Un poco? Vamos, deberían abrir un supermercado sólo para ellas dos.
—¿La DEG anima los ataques personales tan directos? —pregunté.
Joffy se encogió de hombros.
—En ocasiones sí y en ocasiones no —respondió—. Es la belleza de la Deidad Estándar Global… es lo que tú quieras que sea. Además, eres de la familia, así que no cuenta.
Miré el edificio y el cementerio tan bien conservados.
—¿Cómo va todo?
—Muy bien, gracias. Una buena representación de religiones e incluso algunos neandertales, lo que es todo un triunfo. Es decir, la asistencia casi se ha triplicado desde que convertí la sacristía en un casino e introduje los martes la noche de las chicas desnudas bailando alrededor de una barra.
—¡Estás de broma!
—Sí, claro que sí, Bodoque.
—¡Montón de mierda! —reí—. ¡Voy a romperte la nariz otra vez!
—Antes de que lo hagas, ¿quieres una taza de té?
Le di las gracias y caminamos hacia la vicaría.
—¿Cómo tienes el brazo? —preguntó.
—Está bien —respondí. Luego, dado que estaba deseosa de mantenerme a la altura de sus irreverencias, añadí—: Le gasté esta broma al médico de Londres. Cuando me reconstruyó los músculos del brazo le dije, «¿Cree que podré tocar el violín?», y él respondió: «¡Claro que sí!», y yo dije: «¡Qué suerte, antes no sabía!».
Joffy me miró inexpresivo.
—Las fiestas de Navidad de OpEspec deben de ser todo un jolgorio. Deberías salir más. Probablemente ése sea el peor chiste que he oído en mi vida.
En ocasiones Joffy podía ser exasperante, pero probablemente tuviese razón —aunque no iba a dejar que lo supiese—. Así que dije:
—Entonces, que te den.
Eso le hizo reír.
—Siempre fuiste tan seria, hermanita. Desde que eras una niña pequeña te recuerdo sentada en el salón mirando las noticias, absorbiendo todos los hechos y haciendo un millón de preguntas a papá y a Cerebral… ¡Hola, señora Higgins!
Nos acabábamos de encontrar con una ancianita que atravesaba la entrada del cementerio portando un ramo de flores.
—¡Hola, irreverendo! —respondió jovialmente, para luego mirarme y decir con un susurro ronco—: ¿Ésta es su novia?
—No, Gladys… Es mi hermana, Thursday. Pertenece a OpEspec, y por tanto no tiene sentido del humor, novio o vida propia.
—Eso está bien, cariño —dijo la señora Higgins, quien estaba claro era totalmente sorda, a pesar de tener orejas enormes.
—Hola, Gladys —dije, dándole la mano—. Joffy solía darle tanto al obispo cuando era joven que pensamos que se iba a quedar ciego.
—Bien, bien —murmuró ella.
Joffy, para no quedarse atrás, dijo:
—Y la pequeña Thursday aquí presente hacía tanto ruido durante el sexo que teníamos que instalarla en el cobertizo del jardín cuando se traía un novio a pasar la noche.
Le di un codazo en las costillas, pero la señora Higgins no se dio cuenta; sonrió beatíficamente, nos deseó un buen día a los dos, y se fue pasito a pasito al camposanto. La vimos irse.
—Ciento cuatro el próximo marzo —murmuró Joffy—. Asombroso, ¿no? Cuando se vaya, estoy pensando en disecarla y colocarla en el porche para colgar el sombrero.
—Ahora sí que bromeas.
Sonrió.
—No tengo ni un gramo de seriedad en mi cuerpo, hermanita. Entra, te serviré ese té.
La vicaría era inmensa. La leyenda contaba que la aguja de la iglesia habría sido tres metros más alta si el párroco beneficiario no hubiese sentido tanto aprecio por la piedra y no la hubiese desviado para su propia residencia. Se produjo una pelea muy poco sagrada con el obispo y al párroco lo relevaron de sus obligaciones. Sin embargo, la vicaría más grande de lo habitual se quedó en su sitio.
Joffy sirvió un té fuerte de una tetera Clarice Cliff vertiéndolo a un juego igual de taza y plato. No intentaba impresionarme; la DEG no tenía casi nada de dinero y Joffy no podía permitirse más que lo que venía con la vicaría.
—Bien —dijo Joffy, colocándome delante la taza de té y sentándose en el sofá—, ¿crees que papá se está tirando a Emma Hamilton?
—Nunca lo mencionó. Es decir, si estuvieses teniendo una aventura con alguien que murió hace más de cien años, ¿se lo contarías a tu mujer?
—¿Qué hay de mí?
—¿Qué hay de ti?
—¿Me nombra alguna vez?
Negué con la cabeza y Joffy mantuvo el silencio durante un momento, lo que en él resultaba raro.
—Creo que él quería que yo estuviese en esa carga en lugar de Ant, hermanita. Ant fue siempre su hijo preferido.
—Eso es una estupidez, Joffy. E incluso de ser cierto, que no lo es, no hay nada que nadie pueda hacer al respecto. Ant se ha ido, está acabado, muerto. Incluso si tú hubieses estado ahí fuera, admitámoslo, el capellán del regimiento no dicta precisamente la política militar.
—Entonces, ¿por qué papá nunca viene a verme?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Quizá sea algo de la CronoGuardia. Apenas me visita a mí a menos que sea por negocios… y nunca durante más de un par de minutos.
Joffy asintió y luego preguntó:
—¿Has estado yendo a la iglesia en Londres, hermanita?
—No tengo tiempo, la verdad, Joff.
—Encontramos el tiempo, hermanita.
Suspiré. Tenía razón.
—Después de la carga como que perdí la fe. OpEspec tiene capellanes propios, pero nunca volví a sentir lo mismo por nada.
—Crimea nos quitó mucho a todos —dijo Joffy con tranquilidad—. Es quizá por eso que tengamos que emplear el doble de esfuerzo para conservar lo que nos queda. Ni siquiera yo soy inmune a la pasión de la batalla. Cuando fui a la península por primera vez, me emocionaba la guerra… Podía sentir la insidiosa mano del nacionalismo sosteniéndome recto y asfixiando mi raciocinio. Cuando estaba allá fuera, quería que ganásemos, que matásemos al enemigo. Me regocijaba en la gloria de la batalla y la camaradería que sólo el conflicto puede crear. No hay unión más fuerte que la forjada en un conflicto; no hay mayores amigos que aquellos que se encontraban a tu lado mientras luchabas.
Joffy de pronto pareció mucho más humano; asumí que ésa era la cara que veían los feligreses.
—Sólo después comprendí el horror de lo que hacíamos. Pronto fui incapaz de distinguir entre rusos, ingleses, franceses o turcos. Manifesté mi opinión y me prohibieron ir al frente para evitar que sembrase tensión. Mi obispo me dijo que no era cosa mía juzgar los errores del conflicto, sino cuidar de la salud espiritual de los hombres y mujeres.
—Entonces, ¿por eso regresaste a Inglaterra?
—Es por eso que regresé a Inglaterra.
—Te equivocas, ya lo sabes —le dije.
—¿Sobre qué?
—Sobre no tener seriedad en el cuerpo. ¿Sabías que el coronel Phelps está en la ciudad?
—Sí. Qué imbécil. Alguien debería envenenarle. Voy a hablar frente a él como «la voz de la moderación». ¿Te unirás a mí en el podio?
—No lo sé, Joff, en serio, no lo sé.
Miré fijamente el té y rechacé el trago que me ofreció.
—Mamá conserva bien la tumba, ¿no? —dije, desesperada por cambiar de tema.
—Oh, no es ella, Bodoque. No soportaría ni siquiera pasar junto a la lápida… incluso si adelgazase lo suficiente como para atravesar la entrada del cementerio.
—Entonces, ¿quién?
—Pues vaya, Landen, claro. ¿No te lo contó?
Me puse recta.
—No. No lo hizo.
—Puede que escriba una basura de libros y que sea un poco inútil, pero era buen amigo de Anton.
—¡Pero su testimonio lo condenó para siempre…!
Joffy dejó el té y se inclinó hacia delante, convirtió la voz en un susurro y puso la mano sobre la mía.
—Querida hermana, sé que es un viejo cliché pero es cierto: La primera víctima de la guerra es la verdad. Landen intentaba corregir esa situación. No creas que no agonizó durante mucho tiempo, reflexionando profundamente… Hubiese sido más fácil mentir y limpiar el nombre de Ant. Pero una mentira pequeña acaba dando lugar a una mayor. Los militares mal pueden permitirse más de las que ya tienen. Landen también lo sabía y también, creo, Anton.
Le miré pensativamente. No estaba segura de qué le diría a Landen, pero esperaba que se me ocurriese algo. Diez años atrás me había pedido que me casase con él, justo antes de su declaración ante el tribunal. Le acusé de haber intentado ganar mi mano con engaños, al saber cuál sería mi reacción tras la vista. Una semana después me había ido a Londres.
—Creo que será mejor que le llame.
Joffy sonrió.
—Sí, quizá sea lo mejor… Bodoque.