Una mujer llamada Thursday Next
«Cuando supe por primera vez que Thursday había regresado a Swindon, me sentí feliz. Nunca acabé de creer que se hubiera ido para siempre. Había oído lo de sus problemas en Londres y también sabía cómo reaccionaba al estrés. Todos los que volvimos de la Península nos convertimos en expertos en ese tema, nos gustase o no…»
LANDEN PARKE-LAINE
Recuerdos de un veterano de Crimea
—Le dije al señor Parke-Laine que había sufrido de una fiebre hemorrágica pero no me creyó —me dijo Liz desde la recepción del Finis.
—La gripe hubiese sido más creíble.
Liz no se mostró arrepentida.
—Le ha mandado esto.
Me pasó un sobre. Me sentí tentada de tirarlo a la basura, pero me sentía ligeramente culpable por habérselo puesto tan difícil la noche anterior. El sobre contenía entradas numeradas para Ricardo III que se representaba todos los viernes noche en el teatro Ritz. Cuando salíamos juntos solíamos asistir casi todas las semanas. Era un buen espectáculo; el público hacía que fuese todavía mejor.
—¿Cuándo salió con él por última vez? —preguntó Liz, sintiendo mi indecisión.
Alcé la vista.
—Hace diez años.
—¿Diez años? Ve, querida. La mayoría de mis novios tendrían problemas incluso para acordarse de mí después de tanto tiempo.
Volví a mirar las entradas. El espectáculo empezaba en una hora.
—¿Fue por eso que abandonó Swindon? —preguntó, deseando ayudar.
Asentí.
—¿Y conservó una fotografía durante todos esos años?
Volví a asentir.
—Ya comprendo —respondió Liz pensativa—. Pediré un taxi mientras sube a cambiarse.
Era un buen consejo, y corrí a mi habitación, me duché rápido y me probé casi todo lo que tenía en el armario. Me peiné hacia arriba, luego hacia abajo, luego arriba otra vez, murmuré «Demasiado de chico» a un par de pantalones y me puse un vestido. Escogí unos pendientes que Landen me había regalado y encerré la automática en la caja fuerte de la habitación. Tuve el tiempo justo de ponerme un poco de línea de ojos antes de que me llevase a toda prisa por las calles de Swindon un taxista, un ex marine implicado en la recuperación de Balaclava en el 61. Charlamos sobre Crimea. Él tampoco sabía dónde iba a hablar el coronel Phelps, pero cuando lo descubriese, dijo, iría a interrumpir todo lo que pudiese.
El Ritz tenía un aspecto mucho más desvencijado. Dudaba incluso de que lo hubiesen vuelto a pintar desde la última vez que estuve allí. Las molduras de yeso pintadas de dorado que rodeaban el escenario estaban polvorientas y sucias, el telón manchado con la lluvia que se había colado. En quince años no se había representado ninguna otra obra excepto Ricardo III, y el teatro en sí no disponía de compañía, simplemente personal entre bastidores y un apuntador. Todos los actores se escogían de entre el público, que había visto la obra tantas veces que se la sabía del revés y del derecho. La elección de actores normalmente se realizaba media hora antes de empezar.
Ocasionalmente algunos actores y actrices experimentados realizaban apariciones especiales, aunque nunca anunciándolo de antemano. Si estaban libres un viernes por la noche, quizá después de una representación en uno de los otros tres teatros de Swindon, bien podrían venir y ser seleccionados por el director como una dádiva del momento para el público y el elenco. Justo la semana pasada, un Ricardo III del pueblo se encontró interpretando frente a Lola Vavoom, que ahora mismo aparecía en una versión musical de Sin compromiso en Ludlow en el Crucible de Swindon. Para él había sido todo un regalo; durante un mes no tuvo que pagar la cena.
Landen me esperaba en el exterior del teatro. Quedaban cinco minutos para que se levantase el telón y el director ya había escogido a los actores, más uno en la reserva por si alguien tenía un tremendo ataque de nervios y empezaba a vomitar en el inodoro.
—Gracias por venir —dijo Landen.
—Sí —respondí, besándole en la mejilla y respirando con fuerza su loción para después del afeitado. Era Bodmin; reconocí los olores terrosos.
—¿Cómo te fue en el primer día? —preguntó.
—Secuestro, vampiros, maté a un sospechoso, perdí un testigo frente a un pistolero, Goliath intentó asesinarme, y se me pinchó una rueda. La mierda habitual.
—¿Una rueda pinchada? ¿En serio?
—La verdad es que no. Esa parte me la inventé. Escucha, lamento lo de ayer. Creo que me estoy tomando el trabajo un poco excesivamente en serio.
—Si no fuese así —admitió Landen con sonrisa de comprensión—, la verdad es que empezaría a preocuparme. Vamos, es casi la hora de empezar.
Me tomó el brazo con un gesto familiar que me gustaba y me llevó dentro. Los asistentes charlaban haciendo ruido, los trajes de vivos colores de los actores que no habían sido escogidos daban al público un aire de gala para la ocasión. Sentí la electricidad en el aire y me di cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. Encontramos los asientos.
—¿Cuándo fue la última vez que viniste? —pregunté una vez que nos pusimos cómodos.
—Contigo —me respondió Landen, poniéndose en pie y aplaudiendo como un loco al abrirse el telón tras una alarma chillona. Yo hice lo mismo.
Un presentador con una capa negra ribeteada de rojo se deslizó para salir al escenario.
—Bienvenidos todos vosotros, amantes de Will fans de R3, al Ritz de Swindon, donde esta noche (redoble de tambor), para su DELECTACIÓN, para su GRATIFICACIÓN, para su EDIFICACIÓN, para su ANIMACIÓN, para su SHAKESPEARIFICACIÓN, representaremos la obra de Will, Ricardo III, para el público, al público, ¡POR EL PÚBLICO!
La multitud vitoreó y él alargó los brazos para calmarles.
—¡Pero antes de empezar…! ¡¡¡Demos un gran aplauso a Ralph y Thea Swanavon que asisten por ducentésima vez!!!
La multitud aplaudió mientras Ralph y Thea subían al escenario. Iban vestidos como Ricardo y lady Ana, e hicieron reverencias y saludos al público, que lanzó flores al escenario.
—¡Ralph ha interpretado a Ricardito el mierda en veintisiete ocasiones y a Clearance el escalofriante en doce; Thea ha sido lady Ana en treinta y una ocasiones y Margaret en ocho!
El público golpeó con los pies y silbó.
—Por tanto, para conmemorar este bicentenario, ¡actuarán uno frente al otro por primera vez!
Los dos se inclinaron e hicieron una reverencia una vez más mientras el público aplaudía y el telón se cerraba, se atascaba, se abría ligeramente y volvía cerrarse.
Hubo una pequeña pausa y luego el telón volvió a abrirse, para mostrar a Ricardo a un lado del escenario. Cojeó de un lado a otro de las tablas, mirando al público con malevolencia por encima de una nariz postiza especialmente desagradable.
—¡Histriónico! —gritó alguien al fondo.
Ricardo abrió la boca para hablar y todo el público soltó al unísono:
—¿Cuándo es el invierno de nuestro descontento?
—Ahora —respondió Ricardo con una sonrisa cruel— es el invierno de nuestro descontento…
Los vítores llegaron hasta las arañas de luces del techo. La obra había empezado. Landen y yo vitoreamos también. Ricardo III era una de esas obras que podía derogar la ley de reducción del beneficio; se podía disfrutar una y otra vez.
—… convertido en glorioso verano por este hijo de York —siguió diciendo Ricardo, cojeando hasta un extremo del escenario.
Al oír la palabra «verano», seiscientas personas se pusieron gafas de sol y miraron al astro imaginario.
—… y todas las nubes que habían descendido sobre nuestra casa yacen enterradas en el profundo seno del océano…
—¿Cuándo se ciñeron nuestras frentes? —aulló el público.
—Ahora están nuestras frentes ceñidas por coronas victoriosas —añadió Ricardo, pasando completamente del público.
Debíamos de haber asistido como treinta veces a este espectáculo e incluso ahora podía verme formando con la boca las palabras de los actores.
—… con el lascivo deleite de un laúd… —siguió diciendo Ricardo, pronunciando «laúd» con voz muy alta mientras varios miembros del público ofrecían sugerencias alternativas.
—¡Piano! —gritó alguien cerca de nosotros.
—¡Gaita! —dijo otro.
Alguien del fondo, que había perdido por completo la oportunidad gritó en voz alta «¡Eufonio!» en mitad de la siguiente línea, que quedó ahogada cuando el público aulló: «¡Elige una carta!» mientras Ricardo decía que él «no estaba formado para las trucos atléticos…».
Landen me miró y sonrió. Yo le devolví la sonrisa instintivamente. Me lo estaba pasando bien.
—Yo que estoy toscamente estampado… —murmuró Ricardo, mientras el público se dedicaba a patalear el suelo con un estruendo que reverberó por todo el auditorio.
Landen y yo jamás habíamos querido subir a las tablas y nunca nos habíamos molestado en disfrazarnos. La producción era el único espectáculo del Ritz; el resto de la semana estaba vacío. Entusiastas actores aficionados y fans de Shakespeare venían desde todo el país para participar, y el lleno siempre era completo. Unos años antes, una compañía francesa representó la obra en francés para recibir unos aplausos extáticos; una compañía fue a Sauvignon unos meses después para devolver el gesto.
—…y tan contrahecho y tan poco popular, que los perros me ladran…
El público ladró con fuerza, provocando un alboroto como si fuese la hora de comer en la perrera. En el exterior, varios gatos callejeros recién llegados al vecindario se asustaron, mientras que los más veteranos se dedicaban miradas de suficiencia.
La obra continuó, con los actores realizando un gran trabajo y el público respondiendo con ocurrencias que iban desde lo inteligente, pasando por lo esotérico hasta lo definitivamente vulgar. Cuando Clarence explicó que el rey estaba convencido de que:
—…por la letra «G» los suyos serán desposeídos…
El público aulló:
—¡Gloucester empieza por G, tonto!
Y cuando la dama Ana tenía a Ricardo de rodillas frente a ella con la espada en su propia garganta, el público la animó a matarle; y justo antes de que uno de los sobrinos de Ricardo, el joven duque de York, aludiese a la joroba de Ricardo:
—Tío, mi hermano se burla de ti y de mí; porque yo soy pequeño como un mono, ¡¡¡él cree que tú deberías cargarme a hombros…!!!
El público aulló:
—¡No menciones la joroba, niño!
Y después de que lo hiciese:
—¡La Torre! ¡La Torre!
La obra era la versión abreviada de Garrick y duró sólo unas dos horas y media; en el campo de Bosworth, la mayor parte del público acabó en el escenario, ayudando a recrear la batalla. Ricardo, Catesby y Richmond tuvieron que terminar la obra en el pasillo mientras la batalla continuaba allá arriba. Un caballo rosa (dos hombres disfrazados), apareció justo en su momento cuando Ricardo se ofreció a cambiar su reino por tal bestia, y la batalla acabó al fin en el vestíbulo. A continuación, Richmond tomó como su Isabel a una de las chicas del puesto de helados y siguió con el discurso final en el balcón con el público abajo recibiéndole como nuevo rey de Inglaterra, los soldados que habían luchado del bando de Ricardo proclamando su nueva lealtad. La obra terminó con Richmond diciendo:
—¡Dios diga Amén!
—¡Amén! —repitió la multitud entre aplausos.
Había sido un buen espectáculo. El elenco había realizado muy buen trabajo y por suerte en esta ocasión no había habido ningún herido de importancia durante Bosworth. Landen y yo nos fuimos rápido y encontramos mesa en un café al otro lado de la calle. Landen pidió dos cafés y nos miramos.
—Tienes buen aspecto, Thursday. Has envejecido bastante mejor que yo.
—Tonterías —respondí—. ¡Mira estas arrugas…!
—Arrugas por la risa —afirmó Landen.
—No hay nada tan divertido.
—¿Vas a quedarte definitivamente? —me preguntó de pronto.
—No lo sé —respondí. Bajé la vista. Me había prometido a mí misma que no me sentiría culpable por irme, pero…—. Depende.
—¿De…?
Le miré y alcé una ceja.
—… de OpEspec.
El café llegó justo en ese momento y sonreí con alegría.
—Bien, ¿cómo te ha ido a ti?
—Me ha ido bien —dijo, y luego añadió en tono más bajo—. También me he sentido solo. Muy solo. Tampoco es que esté haciéndome más joven. ¿Cómo has estado tú?
Quería decirle que yo también me había sentido sola, pero algunas cosas no se pueden decir con facilidad. Quería decirle que lo que él había hecho seguía sin parecerme bien. Perdonar y olvidar está muy bien, pero nadie iba a perdonar y olvidar a mi hermano. El nombre de Anton era puro lodo y el único responsable era Landen.
—He estado bien. —Me lo pensé—. En realidad, no.
—Te escucho.
—Ahora mismo lo estoy pasando mal. En Londres perdí a dos colegas. Persigo un lunático que el mundo cree muerto, Mycroft y Polly han sido secuestrados, siento el aliento de Goliath en el cuello y puede que el comandante regional de OpEspec se quede con mi placa. Como puedes ver, las cosas van geniales.
—Comparado con Crimea, esto no es nada, Thursday. Eres más fuerte que toda esa mierda.
Landen vertió tres de azúcar en el café y yo volví a mirarle.
—¿Tienes la esperanza de que volvamos a estar juntos?
Le tomó por sorpresa una pregunta tan directa. Se encogió de hombros.
—No creo que realmente nos separásemos del todo.
Sabía exactamente a qué se refería. Espiritualmente, nunca lo estuvimos.
—No puedo disculparme más, Thursday. Perdiste un hermano, yo perdí a algunos buenos amigos, a todo mi pelotón y una pierna. Sé lo que Anton significa para ti, pero le vi indicar el valle equivocado al coronel Brobisher justo antes de que avanzase la columna blindada. Fue un día de locos con circunstancias dementes, pero sucedió, ¡y tuve que decir lo que vi…!
Le miré directamente a los ojos.
—Antes de ir a Crimea, creía que la muerte era lo peor que podía pasarle a alguien. Pronto comprendí que eso no era más que el principio. Anton murió; eso puedo aceptarlo. La gente muere en la guerra; es inevitable. Vale, también fue una debacle militar de proporciones increíbles. Eso también pasa de vez en cuando. En Crimea ya había pasado varias veces antes.
—¡Thursday! —me imploró Landen—. ¡Lo que dije era cierto!
Me volví contra él con furia.
—¿Quién sabe lo que es la verdad? La verdad es aquello que nos resulta más cómodo. ¡El polvo, el calor, el ruido! Independientemente de lo que sucediese ese día, la verdad es lo que la gente lee ahora en los libros de historia. ¡Lo que tú le contaste a la comisión militar! Podría ser que Anton cometiese un error, pero no fue el único ese día.
—Le vi señalar el valle equivocado, Thursday.
—¡Él nunca hubiese cometido ese error!
Sentí una furia que no había sentido en diez años. A Anton le habían echado la culpa de todo, así de simple. Los líderes militares habían logrado una vez más escapar a sus responsabilidades y el nombre de mi hermano había entrado en la memoria nacional y en los libros de historia como el del hombre que perdió la Brigada Ligera Blindada. El oficial al mando y Anton habían muerto los dos en la carga. Sólo había quedado Landen para contar la historia.
Me levanté.
—¿Vuelves a irte, Thursday? —dijo Landen sardónico—. ¿Va a ser siempre así? Tenía la esperanza de que te hubieses tranquilizado, que hubiésemos ganado algo de todo este desastre, que todavía quedase amor suficiente como para que pudiese funcionar.
Le miré con furia.
—¿Qué hay de la lealtad, Landen? ¡Era tu mejor amigo!
—Y aun así dije lo que dije. —Landen suspiró—. Algún día tendrás que aceptar que Anton la cagó. Eso pasa, Thursday. Eso pasa.
Le miré fijamente y él me miró fijamente.
—¿Podremos superarlo alguna vez, Thursday? Me gustaría saberlo con cierta prisa.
—¿Prisa? ¿Qué prisa? No —respondí—, no, no, no podremos. ¡Lamento que hayas malgastado tu precioso tiempo de mierda!
Salí corriendo del café, con los ojos llorosos, y furiosa conmigo misma, furiosa con Landen y furiosa con Anton. Pensé en Snood y Tamworth. Tendríamos que haber esperado a los refuerzos; Tamworth y yo la jodimos entrando y Snood la jodió enfrentándose a un enemigo que sabía le superaba física y mentalmente. A todos nos había podido la emoción de la caza; era el tipo de decisión impetuosa que Anton habría tomado. Yo misma lo había sentido en una ocasión en Crimea y también entonces me había odiado por ello.
Regresé al Finis como a la una de la madrugada. El fin de semana de John Milton concluía con una discoteca. Tomé el ascensor a mi habitación, el ritmo distorsionado de la música suavizándose en un sonido sordo a medida que subía. Me apoyé en el espejo del ascensor y disfruté del frío del vidrio. No debería haber vuelto a Swindon, eso era evidente. Por la mañana hablaría con Victor y obtendría un traslado lo antes posible.
Abrí la puerta de la habitación, me quité los zapatos, me tendí en la cama y miré al techo de losetas de poliestireno, intentando aceptar lo que siempre había sospechado y jamás había querido creer. Mi hermano la había cagado. Nadie se había molestado antes en expresarlo de forma tan simple; el tribunal militar habló de «errores tácticos en el calor de la batalla» y de «incompetencia grave». De alguna forma, «cagarla» hacía que sonase más creíble; todos cometemos errores en algún momento de nuestra vida, alguno más que otro. La gente sólo presta atención cuando el coste se cuenta en vidas humanas. Si Anton hubiese sido panadero y se hubiese olvidado de la levadura, a nadie le habría importado, pero la hubiese cagado igualmente.
Mientras estaba tendida pensando fui quedándome dormida lentamente y llegaron los sueños inquietos. Estaba de vuelta en el bloque de apartamentos de Styx, sólo que en esta ocasión yo estaba de pie junto a la entrada trasera con el coche volcado, el comandante Flanker y el resto del panel de investigación de OE-1. Snood también estaba allí. Tenía un desagradable agujero en su frente arrugada y estaba de pie, con los brazos cruzados y mirándome como si yo le hubiese robado la pelota y hubiese recurrido a Flanker para rectificar la situación.
—¿Está segura de que no le dijo a Snood que fuese y cubriese la parte de atrás? —preguntó Flanker.
—Totalmente segura —dije, mirándoles a los dos por turnos.
—Lo hizo, sabe —dijo Acheron al pasar—. Yo la oí.
Flanker le detuvo.
—¿La oyó? ¿Qué dijo exactamente?
Acheron sonrió y luego asintió en dirección a Snood, quien le devolvió el saludo.
—¡Un momento! —interrumpí—. ¿Cómo pueden creer lo que dice? ¡El tipo es un mentiroso!
Acheron puso gesto de ofendido y Flanker se volvió para mirarme con ojos de acero.
—De eso sólo tenemos su palabra, Next.
Podía sentirme hervir por dentro de furia ante la injusticia de la situación. Estaba a punto de llorar y despertarme cuando sentí un toque en el hombro. Era un hombre vestido con un abrigo oscuro. Tenía una gran masa de pelo negro que caía sobre sus rasgos austeros y marcados. Supe de inmediato quién era.
—¿Señor Rochester?
Asintió como respuesta. Pero ahora ya no nos encontrábamos en el exterior de los almacenes del East End; nos encontrábamos en un salón bien decorado, iluminado por el resplandor apagado de las lámparas de aceite y la luz inquieta de un fuego en la gran chimenea.
—¿Tiene bien el brazo, señorita Next? —preguntó.
—Muy bien, gracias —dije, moviendo mano y muñeca para demostrarlo.
—Yo no me preocuparía de ellos —añadió, señalando a Flanker, Acheron y Snood, que habían empezado a discutir en una esquina, cerca de la librería—. Simplemente están en su sueño, y por tanto, al ser ilusorios, no tienen mayor importancia.
—¿Y qué hay de usted?
Rochester sonrió, una sonrisa forzada y brusca. Se apoyaba en la repisa de la chimenea y miraba a la copa, haciendo girar el Madeira con delicadeza.
—Yo jamás fui real.
Colocó la copa sobre el mármol y sacó un enorme reloj de plata, lo abrió, leyó la hora y lo devolvió al bolsillo del chaleco con un único movimiento fluido y simple.
—Las cosas se están volviendo más imperiosas, puedo sentirlo. ¿Puedo confiar en su fortaleza cuando llegue el momento?
—¿A qué se refiere?
—No puedo explicarlo. No sé cómo he logrado llegar aquí o incluso cómo usted logró llegar hasta mí. ¿Recuerda cuando era niña? ¿Cuándo dio con nosotros dos en aquella fresca tarde de invierno?
Pensé en el incidente de Haworth tantos años atrás, cuando entré en el libro Jane Eyre e hice que el caballo de Rochester resbalase.
—Fue hace mucho tiempo.
—No para mí. ¿Lo recuerda?
—Lo recuerdo.
—Su intervención mejoró la narrativa.
—No comprendo.
—Antes, yo simplemente daba con Jane y hablábamos un poco. Si hubiese leído el libro antes de su visita se habría dado cuenta. Cuando el caballo resbaló para evitarla, el encuentro se volvió más dramático, ¿no cree?
—¿Pero eso no había sucedido ya?
Rochester sonrió.
—En absoluto. Pero no fue usted nuestro primer visitante. Y no será la última, si tengo razón.
—¿Qué quiere decir?
Volvió a tomar la copa.
—Está usted a punto de despertar de su sueño, señorita Next, así que mejor me despido. Una vez más: ¿puedo confiar en su fortaleza cuando llegue el momento?
No tuve tiempo de responder o hacer más preguntas. Me despertó la llamada de despertador. Seguía con las ropas de la noche anterior, con las luces y la televisión todavía encendidas.