Una mujer llamada Thursday Next
«Creo que Wordsworth se sorprendió tanto de verme como yo de verle a él. No debe de ser normal ir a tu recuerdo favorito y encontrar a alguien allí, admirando la vista antes que tú.»
POLLY NEXT
En una entrevista en exclusiva para The Owl on Sunday
Mientras yo lidiaba de forma tan torpe con Landen, mi tío y mi tía trabajaban duramente en el taller de Mycroft. Como descubriría más tarde, las cosas parecían ir bastante bien. Al menos, para empezar.
Mycroft daba de comer a los gusalibros en el taller cuando entró Polly; ella acababa de completar algunos cálculos matemáticos de una complejidad que para él resultaba casi incomprensible.
—Tengo la respuesta que querías, Crofty, amor —dijo ella, chupando el extremo de un lápiz muy gastado.
—¿Y es? —preguntó Mycroft, atareado vertiendo preposiciones encima de los gusalibros, que devoraban con fruición el alimento abstracto.
—Nueve.
Mycroft murmuró algo y apuntó la cifra en un libro de notas. Abrió el enorme libro reforzado con metal al que no me habían acabado de presentar la noche antes para dejar al descubierto una cavidad en la que colocó una copia en letra grande del poema de Wordsworth «Vagué solitario como una nube». Luego añadió los gusalibros que se pusieron a trabajar atareados. Se deslizaron sobre el texto, sus pequeños cuerpecitos y su insondable personalidad colectiva examinando inconscientemente cada frase, cada palabra, cada vocal y sílaba. Examinaron en profundidad sus alusiones históricas, biográficas y geográficas, para luego explorar los sentidos internos ocultos en el metro y el ritmo, y jugar ingeniosamente con subtexto, contenido e inflexión. Tras lo cual, crearon algunos versos propios y convirtieron el resultado en binario.
¡Lagos! ¡Narcisos! ¡Soledad! ¡Memoria!, susurraron emocionados los gusanos mientras Mycroft cerraba cuidadosamente el libro y lo atrancaba. Conectó la corriente principal a la parte posterior del libro y le dio al botón de encendido; a continuación comenzó a ocuparse de la miríada de botones y diales que cubrían la parte frontal del pesado volumen. A pesar de que el Portal de Prosa era esencialmente un bio-mecanismo, seguía habiendo muchos procedimientos delicados a completar antes de que el dispositivo pudiese operar; y dado que el portal tenía una complejidad absurda, Mycroft se había visto obligado a apuntar la secuencia exacta de procedimientos y combinaciones de arranque en una libreta de ejercicios para niños de la que —siempre temiendo a los espías extranjeros— él tenía la única copia. Examinó la libreta durante varios momentos antes de girar diales, dar a interruptores e incrementar lentamente la corriente, todo eso mientras murmuraba para sí y para Polly:
—Binamétricas, esféricas, numéricas. Estoy…
—¿Activado?
—¡Desactivado! —respondió Mycroft con tristeza—. No, espera… ¡Ahí está!
Sonrió feliz cuando se apagaron las últimas luces de advertencia. Tomó la mano de su esposa y la apretó con afecto.
—¿Te gustaría tener el honor? —preguntó—. ¿El primer ser humano en entrar en un poema de Wordsworth?
Polly le miró inquieta.
—¿Estás seguro de que no es peligroso?
—Tan seguro como las casas —le aseguró él—. Hace una hora entré en «El naufragio del Héspero».
—¿En serio? ¿Cómo era?
—Húmedo… Y creo que me olvidé la chaqueta.
—¿La que te regalé por Navidad?
—No; la otra. La azul de grandes cuadros.
—Ésa es la que te regalé por Navidad —le reprendió—. Me gustaría que tuvieses más cuidado. ¿Qué querías que hiciese?
—Simplemente quédate ahí de pie. Si todo va bien, tan pronto como presione este gran botón verde los gusanos abrirán una puerta a los narcisos que William Wordsworth conocía y amaba.
—¿Y si no va bien? —preguntó Polly algo nerviosa. La muerte de Owens en el interior de un merengue gigante siempre le venía a la mente cuando hacía de conejillo de indias para una de las máquinas de su marido, pero aparte de algún ligero chamuscado cuando probaba un disfraz unipersonal de caballo a butano, ninguno de los dispositivos de Mycroft le había hecho daño.
—Sí… —dijo Mycroft pensativo—, es posible, aunque muy improbable, que yo pudiese dar lugar a una reacción en cadena que fusionase la materia y aniquilase el universo conocido.
—¿En serio?
—No, la verdad es que no. No es más que una broma. ¿Estás lista?
Polly sonrió.
—Lista.
Mycroft presionó el gran botón verde y el libro emitió un zumbido bajo. Las farolas de la calle parpadearon y perdieron intensidad a medida que la máquina consumía grandes cantidades de energía para convertir la información binamétrica de los gusalibros. Mientras miraban, una delgada columna de luz apareció en el taller, como si se estuviese abriendo una puerta al verano desde un día de invierno. El polvo relucía en el rayo de luz, que gradualmente se fue ensanchando hasta que tuvo tamaño suficiente para poder pasar.
—¡No tienes más que entrar! —le gritó Mycroft por encima del ruido de la máquina—. Abrir la puerta exige mucha potencia; ¡tienes que darte prisa!
El alto voltaje estaba cargando el aire; los objetos metálicos cercanos empezaban a bailar y a crepitar por la estática.
Polly se acercó a la puerta y sonrió nerviosa en dirección a su marido. La rielante extensión de luz blanca se agitó cuando alargó la mano y la tocó. Respiró profundamente y atravesó el portal. Se produjo un destello brillante y una pesada descarga eléctrica; dos pequeñas bolas de plasma muy cargado se formaron espontáneamente cerca de la máquina y salieron disparadas en direcciones opuestas; Mycroft tuvo que agacharse cuando una pasó junto a él y chocó sin causar daño contra el Rolls-Royce; la otra explotó en el Olfatógrafo e inició un pequeño fuego. Con igual rapidez, la luz y el ruido desaparecieron, la puerta se cerró y las farolas parpadearon para recuperar su brillo normal.
¡Nubes! ¡Compañía jocunda! ¡Baile vivaz!, parlotearon los gusanos satisfechos mientras las agujas se agitaban y movían sobre la portada del libro, avanzando ya la cuenta atrás de dos minutos para la reapertura del portal. Mycroft sonrió feliz y buscó en los bolsillos en busca de la pipa hasta comprender con consternación que también estaba dentro del Héspero, así que en su lugar se sentó en el prototipo de un dispositivo de advertencia temprana de sarcasmos y esperó. Todo, hasta ahora, iba extremadamente bien.
Al otro lado del Portal de Prosa, Polly se encontraba sobre la orilla cubierta de hierba de un enorme lago cuyas aguas daban suavemente contra la orilla. El sol brillaba con fuerza y nubes esponjosas flotaban ociosas sobre el cielo azul celeste. Siguiendo los bordes de la bahía podía ver miles y miles de narcisos de un amarillo intenso, todos creciendo bajo la sombra moteada de un bosquecillo de abedules. Una brisa, que traía el dulce aroma de la primavera, hacía que las flores aleteasen y bailasen. Alrededor de Polly todo era paz y tranquilidad. El mundo en el que se encontraba no estaba manchado por la maldad o la malicia del hombre. Era, efectivamente, el paraíso.
—¡Es hermoso! —dijo al fin, sus ideas dando finalmente nacimiento a sus palabras—. Las flores, los colores, los olores… ¡Es como respirar champaña!
—¿Le gusta, señora?
La miraba un hombre de unos ochenta años. Estaba vestido de negro y sobre sus rasgos gastados había una media sonrisa. Miró las flores.
—A menudo vengo aquí —dijo él—. Cuando las fases de la depresión caen pesadamente sobre mi semblante.
—Tiene mucha suerte —dijo Polly—. Nosotros tenemos que recurrir a ¡Nombra esa fruta!
—¿Nombra esa fruta?
—Es un programa concurso. Ya sabe. En la tele.
—¿Tele?
—Sí, es como las películas pero con anuncios.
Él frunció el ceño en su dirección sin comprender y luego volvió a mirar al lago.
—A menudo vengo aquí —dijo de nuevo—. Cuando las fases de la depresión caen pesadamente sobre mi semblante.
—Eso ya lo ha dicho.
El anciano la miró como si se estuviese despertando de un sueño profundo.
—¿Qué hace usted aquí?
—Me envió mi marido. Me llamo Polly Next.
—Vengo aquí cuando me siento de un humor vacío o pensativo, ¿sabe? —Hizo un gesto con la mano en dirección a las flores—. Los narcisos, ¿comprende?
Polly miró al otro lado, hacia las brillantes flores amarillas, que la saludaron bajo la brisa cálida.
—Desearía que mi memoria fuese así de buena —murmuró ella.
La figura de negro le sonrió.
—El ojo interior es todo lo que me queda —dijo melancólico, la sonrisa abandonando sus rasgos severos—. Todo lo que tuve alguna vez ahora está aquí; mi vida está contenida en mi obra. Una vida en volúmenes de palabras; es poético.
Suspiró con fuerza y añadió:
—Pero la soledad no es siempre dichosa, ya sabe.
Miró a una distancia media, el sol centelleando sobre las aguas del lago.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde mi muerte? —preguntó de pronto.
—Más de ciento cincuenta años.
—¿En serio? Dígame, ¿cómo acabó la revolución en Francia?
—Todavía es pronto para saberlo.
Wordsworth frunció el ceño al desaparecer el sol.
—Hola —murmuró—. No recuerdo haber escrito eso…
Polly miró. Una enorme nube de lluvia muy oscura había bloqueado el sol.
—¿Qué hace…? —empezó a decir, pero luego miró a su alrededor y Wordsworth había desaparecido.
El cielo se oscureció y los truenos resonaban ominosos en la distancia. Un viento fuerte se levantó y el lago pareció congelarse y perder profundidad a medida que los narcisos dejaban de moverse y se convertían en una masa sólida de amarillo y verde. Gritó de miedo cuando el cielo y el lago se unieron; los narcisos, árboles y nubes regresando a su sitio en el poema, palabras individuales, sonidos, garabatos sobre el papel sin más significado que aquel del que puede dotarles la imaginación. Dejó escapar un último grito de terror a medida que la oscuridad crecía y el poema se le cerraba encima.