Una mujer llamada Thursday Next
«… nací un jueves, y de ahí mi nombre. Mi hermano nació un lunes y le pusieron Anton —para que vean—. Mi madre se llamaba Wednesday pero nació un domingo —no sé por qué— y mi padre no tenía nombre —la CronoGuardia había borrado su identidad y existencia después de que desertase—. A todos los efectos, no existía en absoluto. No importaba. Para mí siempre fue papá…»
THURSDAY NEXT
Una vida en OpEspec
Me llevé mi coche nuevo a dar un paseo por el campo con el techo bajado; el aire en movimiento se sentía frío a pesar del calor del verano. El paisaje familiar no había cambiado mucho; seguía siendo tan hermoso como lo recordaba. Swindon, sin embargo, había cambiado bastante. La ciudad se había extendido a lo largo y a lo alto. Hacia el exterior iba la industria ligera, las vidriadas torres financieras del centro crecían hacia arriba. Por tanto, la zona residencial también había crecido; el campo estaba ahora bastante más lejos del centro de la ciudad.
Ya era de noche cuando aparqué delante de una sencilla casa pareada en una calle que contenía otras cuarenta o cincuenta iguales. Levanté la capota y cerré el coche. Allí había crecido; mi dormitorio era la ventana situada encima de la puerta principal. La casa había envejecido. Los marcos pintados de las ventanas habían perdido el color y el recubrimiento de enguijarrado parecía estar desprendiéndose de la pared en varios puntos. Conseguí abrir la cancela empujando con mucha dificultad, porque había una gran resistencia al otro lado, y luego la volví a cerrar con una cantidad similar de esfuerzo y sudor, una tarea dificultada aún más si cabe por el surtido de dodos que se habían reunido ansiosos a mi alrededor para ver quién era y que luego cantaron emocionados al comprender que se trataba de alguien vagamente familiar.
—¡Hola, Mordacai! —le dije al mayor, quien se inclinó y se agitó para saludarme.
Después de eso, todos los demás también querían mimos, así que me quedé un rato y los acaricié bajo el pico mientras inquisitivos buscaban en mis bolsillos cualquier rastro de golosinas de merengue blando, que a los dodos les resultaba especialmente irresistible.
Mi madre abrió la puerta para ver a qué venía todo el alboroto y corrió por el sendero para llegar hasta mí. Muy inteligentemente, los dodos se dispersaron, ya que mi madre puede ser peligrosa cuando se desplaza a una velocidad superior a la de un paseo rápido. Me abrazó durante un buen rato. Yo se lo devolví agradecida.
—¡Thursday…! —dijo, con los ojos reluciéndole—. ¿Por qué no me dijiste que venías?
—Era una sorpresa, mamá. Tengo trabajo en la ciudad.
En varias ocasiones me había visitado en el hospital y me había aburrido de forma deliciosa y distraída con todos los pequeños detalles de la histerectomía de Margot Vishler y los chismes de la Federación de Mujeres.
—¿Cómo está el brazo?
—En ocasiones se queda un poco rígido, y si me duermo encima, pierde la sensibilidad. El jardín tiene buen aspecto. ¿Puedo pasar?
Mi madre se disculpó y me indicó la puerta, tomando mi chaqueta y colgándola. Miró incómoda a la automática en la funda del hombro, así que me la quité y la guardé en la maleta. La casa, me di cuenta de inmediato, era exactamente la misma: la misma confusión, el mismo mobiliario, el mismo olor. Me detuve para dar un vistazo a mi alrededor, para absorberlo todo y bañarme en la seguridad de los recuerdos agradables. La última vez que fui realmente feliz fue en Swindon, y esta casa había sido el centro de mi vida durante veinte años. Empezaron a entrarme dudas sobre la sabiduría de la decisión de abandonarla en su momento.
Llegamos al salón, todavía pobremente decorado con marrones y verdes y con el aspecto de un museo de Dralon. Sobre la chimenea se encontraba la foto de mi desfile de graduación en la academia de policía, junto con otra de Anton y yo vestidos de militares bajo el cruel sol del verano de Crimea. Una pareja anciana estaba sentada en el sofá, viendo la tele.
—¡Polly…! ¡Mycroft…! ¡Mirad quién ha venido!
Mi tía reaccionó favorablemente poniéndose en pie para saludarme, pero Mycroft estaba más interesado en ver ¡Nombra esa fruta! en la tele. Se rió con su tonta risa bufa a causa de uno de los chistes malos y saludó en mi dirección sin apartar la vista.
—Hola, Thursday, cariño —dijo mi tía—. Con cuidado, estoy toda compuesta.
Nos apuntamos a las mejillas y lanzamos los muas. Mi tía emitía un fuerte olor a lavanda y llevaba tanto maquillaje encima que incluso la buena reina Bess habría quedado conmocionada.
—¿Estás bien, tía?
—No podría estar mejor. —Le dio una buena patada en el tobillo a su marido—. Mycroft, es tu sobrina.
—Hola, cachorrito —dijo sin apartar la vista, frotándose el pie.
Polly bajó la voz.
—Lo siento mucho. No hace nada más que ver la tele y trabajar en su taller. A veces tengo la impresión de que ahí dentro no hay nadie.
Le miró con furia la nuca antes de volver a concentrarse en mí.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo?
—Tiene trabajo aquí —interrumpió mi madre.
—¿Has perdido peso?
—Hago ejercicio.
—¿Tienes novio?
—No —respondí. Ahora me preguntarían por Landen.
—¿Has llamado a Landen?
—No, no lo he hecho. Y tampoco quiero hacerlo.
—Un chico tan agradable. The Toad publicó una reseña fantástica de su último libro: Cuando fuimos sinvergüenzas. ¿Lo has leído?
Pasé de ella.
—¿Hay noticias de papá…? —pregunté.
—No le gustó la pintura malva del dormitorio —dijo mi madre—. ¡No tengo ni idea de por qué lo sugeriste!
La tía Polly me indicó que me acercase y me susurró al oído sin sutileza y en voz muy alta:
—Tendrás que disculpar a tu madre; ¡cree que tu padre está enrollado con otra mujer!
Mamá se disculpó con algún pretexto tonto y salió a toda prisa de la sala.
Fruncí el ceño.
—¿Qué tipo de mujer?
—Alguien que conoció en el trabajo… Lady Emma esto o aquello.
Recordé mi última conversación con papá; el asunto de Nelson y los revisionistas franceses.
—¿Emma Hamilton?
Mi madre sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
—¿La conoces? —preguntó con tono agraviado.
—No personalmente. Creo que murió a mediados del siglo diecinueve.
Mi madre entrecerró los ojos.
—Ese viejo ardid.
Se armó de valor y logró una esplendorosa sonrisa.
—¿Te quedarás para cenar?
Acepté y ella se fue a buscar un pollo al que pudiese hervir hasta quitarle todo el sabor, olvidando por el momento su furia contra papá. Mycroft, habiendo acabado el concurso, se metió en la cocina vestido con una rebeca gris con cremallera y sosteniendo un ejemplar de la revista Nuevo Clonador.
—¿Qué hay de cena? —preguntó, metiéndose en medio.
La tía Polly le miró como si fuese un niño malcriado.
—Mycroft, en lugar de vagar por ahí malgastando tu tiempo, ¿por qué no malgastas el de Thursday y le muestras tus trabajos en el taller?
Mycroft nos miró con ojos vacíos. Se encogió de hombros y me hizo un gesto hacia la puerta de atrás, cambiando las pantuflas por un par de botas de agua y su rebeca por una chaqueta a cuadros realmente horrible.
—Entonces ve, niña mía —murmuró, espantando a los dodos de la puerta de atrás, donde se habían congregado con la esperanza de obtener un tentempié, y caminamos hacia el taller.
—Podrías reparar la puerta del jardín, tío… ¡Está peor que nunca!
—En absoluto —respondió con un guiño—. Cada vez que alguien entra o sale, genera potencia suficiente para mantener la tele en funcionamiento durante una hora. No te he visto últimamente. ¿Has estado fuera?
—Bien, sí; diez años.
Me miró por encima de sus gafas con algo de sorpresa.
—¿En serio?
—Sí. ¿Owens sigue contigo?
Owens era el ayudante de Mycroft. Era un viejo muchacho que había ayudado a Rutherford cuando dividió el átomo; Mycroft y él habían ido juntos a la escuela.
—Una tragedia, Thursday. Estábamos desarrollando una máquina que empleaba clara de huevo, calor y azúcar para sintetizar metanol cuando un pico de energía provocó una implosión. Owens quedó merengado. Para cuando conseguimos sacarlo el pobre chico ya estaba muerto. Ahora me ayuda Polly.
Habíamos llegado al taller. Un tronco al que habían clavado un hacha era todo lo que impedía que la puerta se cerrase. Mycroft buscó el interruptor y un banco de luces se encendió, inundando el taller con una dura luz fluorescente. El laboratorio tenía un aspecto similar a la última vez que lo había visto, en lo que se refiere a desorden y sensación general de cajón de sastre, pero los cacharros eran diferentes. Por las muchas cartas de mi madre había sabido que Mycroft había inventado un método para enviar pizzas por fax y un lápiz 2B con corrector ortográfico incorporado, pero no tenía ni idea de en qué trabajaba ahora mismo.
—¿Funcionó el dispositivo de borrado de memoria, tío?
—¿El qué?
—El dispositivo de borrado de memoria. Lo estabas probando la última vez que te vi.
—No sé de qué me hablas, cariño. ¿Qué te parece esto?
En el centro de la sala había un enorme Rolls-Royce blanco. Yo me acerqué al vehículo mientras Mycroft daba un golpe a un tubo fluorescente para hacer que dejase de parpadear.
—¿Coche nuevo, tío?
—No, no —dijo Mycroft a toda prisa—. No sé conducir. Un amigo mío que los alquila se lamentaba del coste de tener que mantener dos, uno negro para los funerales y otro blanco para las bodas… Por tanto, se me ocurrió esto.
Metió la mano y giró un enorme botón del salpicadero. Se oyó un zumbido bajo y el coche fue cambiando lentamente de blanco sucio, a gris, a gris oscuro y luego finalmente a negro.
—Muy impresionante, tío.
—¿Te parece? Emplea tecnología de cristal líquido. Pero llevé la idea un paso más allá. Mira.
Le dio al botón un par de giros más a la derecha y el coche cambió a azul, luego a malva y finalmente a verde con topos amarillos.
—¡Los coches de un único color son cosa del pasado! Si giro así el Pigmentizador, el coche debería… Sí, sí, ¡mira eso!
Observé con creciente asombro cómo el coche comenzaba a desvanecerse frente a mis ojos; la cubierta de cristal líquido estaba imitando el fondo de grises y marrones del taller de Mycroft. En unos segundos el coche se había confundido perfectamente con el fondo. Pensé en cómo te podrías divertir con los agentes de tráfico.
—Lo llamo CamaleónCoche; muy divertido, ¿no te parece?
—Mucho.
Alargué la mano y toqué la superficie cálida del Rolls-Royce camuflado. Iba a preguntarle a Mycroft si podría instalarme el dispositivo de ocultación en mi Speedster pero llegué demasiado tarde; entusiasmado por mi interés había vagado hasta un enorme escritorio y me hacía señas todo emocionado.
—Papel carbón traductor —anunció sin aliento, señalando varios montones de láminas metálicas de brillantes colores—. Lo llamo Rosettapapel. Deja que te lo demuestre. Empezamos con una página en blanco, luego ponemos un carbón español, una segunda hoja de papel, ¡hay que orientarlas correctamente!, luego un carbón polaco, más papel, alemán, otra hoja y finalmente francés y la última hoja… ya está.
Cuadró el montón y lo colocó sobre una mesa mientras yo acercaba una silla.
—Escribe algo en la primera página. Lo que quieras.
—¿Lo que quiera?
Mycroft asintió, por lo que escribí: Have you seen my dodo?
—¿Ahora qué?
Mycroft tenía una expresión de triunfo.
—Da un vistazo, querida.
Levanté el primer carbón y allí, escrito con mi letra, se leía: ¿Has visto a mi dodo?
—¡Pero esto es asombroso!
—Gracias —respondió mi tío—. ¡Mira la siguiente!
Lo hice. Debajo del carbón polaco decía: Gdzie jest moje dodo?
—Estoy trabajando en jeroglíficos y demótica —me explicó Mycroft mientras yo revelaba la traducción alemana que decía: Haben Sie mein Dodo gesehen?—. La versión Códices Maya fue complicada, pero no consigo nada en absoluto con el esperanto. No sé por qué.
—¡Esto tendrá docenas de aplicaciones! —exclamé mientras retiraba la última hoja para leer, ligeramente decepcionada: Mon aardvark napas denez.
—Espera un momento, tío. ¿Mi oso hormiguero no tiene nariz?
Mycroft miró por encima de mi hombro y gruñó.
—Probablemente no estuvieses presionando con suficiente fuerza. Eres policía, ¿no?
—En realidad, OpEspec.
—Entonces esto podría interesarte —anunció, haciéndome pasar junto a más dispositivos maravillosos, cuyos usos jamás podría adivinar—. El miércoles mostraré esta máquina en particular al comité de avance técnico de la policía.
Se detuvo junto a un dispositivo que tenía un enorme cuerno como si fuese un viejo gramófono. Se aclaró la garganta.
—Lo llamo «mi Olfatógrafo». Es muy simple. Como cualquier perro sabueso te diría, el olor de cada persona es tan único como una huella digital, de lo que se deduce que una máquina que pueda reconocer el olor individual de un criminal debe emplearse cuando fallan todas las otras formas de identificación.
Señaló el cuerno.
—Los olores se aspiran ahí y se dividen en sus componentes individuales por medio de un «olfatoscopio» de mi invención. A continuación se analizan los componentes para ofrecer una «tufohuella» del criminal. Puede separar los olores de diez personas en una misma habitación y puede aislar los más recientes o los más antiguos. Puede detectar una tostada quemada hasta seis meses después del hecho y diferenciar entre treinta marcas diferentes de cigarrillos.
—Podría ser de ayuda —dije, ligeramente dudosa—. ¿Qué es eso de ahí?
Señalaba lo que parecía un sombrero flexible fabricado con metal y cubierto de cables y luces.
—Oh, sí —dijo mi tío—, creo que esto te gustará.
Me colocó el sombrero de metal sobre la cabeza y le dio a un enorme interruptor. Hubo un zumbido.
—¿Se supone que debe pasar algo? —pregunté.
—Cierra los ojos y respira profundamente. Intenta eliminar cualquier pensamiento de tu mente.
Cerré los ojos y esperé pacientemente.
—¿Funciona? —preguntó Mycroft.
—No —respondí. Luego añadí—: ¡Espera! —un espinosillo pasó nadando—. Puedo ver un pez. Aquí, delante de mis ojos. Espera, ¡ahí hay otro!
Y así era. Muy pronto miraba a todo un montón de peces de hermosos colores nadando delante de mis ojos cerrados. Era como un bucle de unos cinco segundos; de vez en cuando todos ellos saltaban a la posición inicial y repetían su acción.
—¡Asombroso!
—Sigue relajada o desaparecerán —dijo Mycroft con tono tranquilizador—. Prueba con ésta.
Se produjo un borrón de movimiento y la escena cambió a un campo de estrellas negro como la tinta; era como estar viajando por el espacio.
—¿Y qué hay de ésta? —preguntó Mycroft, cambiando la escena a un desfile de tostadoras volantes. Abrí los ojos y la imagen se evaporó. Mycroft me miraba ansioso.
—¿Te gustó? —preguntó.
Asentí.
—Lo llamo Salvapantallas de Retina. Muy útil para trabajos aburridos; en lugar de mirar ausente por la ventana, puedes transformar tu entorno en una imagen relajante. Tan pronto como suena el teléfono o entra tu jefe, ¡parpadeas y listo!… estás de vuelta en el mundo real.
Le devolví el sombrero.
—Debería venderse bien en SmileyBurger. ¿Cuándo esperas ponerlo a la venta?
—En realidad no está listo; todavía quedan algunos problemas que no he conseguido arreglar.
—¿Cómo cuáles? —pregunté, algo suspicaz.
—Cierra los ojos y verás.
Hice lo que me dijo y un pez pasó nadando. Volví a parpadear y pude ver una tostadora. Estaba claro que le faltaba tiempo de desarrollo.
—No te preocupes —me aseguró—. Se habrán ido en unas horas.
—Prefería el Olfatoscopio.
—¡Todavía no has visto nada! —dijo Mycroft, saltando con agilidad a una enorme mesa de trabajo cubierta con herramientas y piezas de máquina—. Es posible que este dispositivo sea mi descubrimiento más asombroso. Es la culminación de treinta años de trabajo e incorpora tecnología en el límite más avanzado de la ciencia. Cuando descubras lo que es, ¡te prometo que fliparás!
Retiró una toallita de té de una pecera con un gesto florido y me mostró lo que parecía una gran cantidad de larvas de la mosca de la fruta.
—¿Gusanos?
Mycroft sonrió.
—No son gusanos, Thursday, ¡gusalibros!
Pronunció las palabras con un tono tan animado y orgulloso que pensé que me había perdido algo.
—¿Eso es bueno?
—Es muy bueno. Puede que estos gusanos parezcan un bocado tentador para el señor trucha, ¡pero cada uno de estos tipos tiene suficiente material genético nuevo para hacer que el código encajado en tu dodo de compañía parezca una nota del lechero!
—Alto un segundo, tío —dije—. ¿No te revocaron la Clonacencia después de aquel incidente con los langostinos?
—Una pequeña confusión —dijo con un gesto desdeñoso de la mano—. Esos idiotas de OpEspec 13 no tienen ni idea del valor de mi trabajo.
—¿Qué es…? —pregunté, todo curiosidad.
—Métodos cada vez más pequeños de almacenar información. Recopilé los mejores diccionarios, tesauros y listas de vocabulario, así como estudios gramaticales, morfológicos y etimológicos, de la lengua inglesa, y lo codifiqué todo en el ADN del pequeño cuerpo del gusano. Los llamo HiperGusalibros. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que se trata de un logro asombroso.
—Estoy de acuerdo. Pero ¿cómo se accede a la información?
La cara de Mycroft cambió por completo.
—Como dije, es un logro asombroso con un pequeño inconveniente. Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron; algunos de mis gusanos escaparon y se reprodujeron con otros codificados con un conjunto completo de referencias enciclopédicas, históricas y biográficas; el resultado fue una nueva variedad a la que llamé HiperGusalibrosDoblePlusMejor. Esos chicos son las verdaderas estrellas del espectáculo.
Sacó una hoja de papel de una gaveta, rompió una esquina y escribió la palabra «asombroso» en el trocito.
—Esto te dará una pequeña idea de lo que pueden hacer estas criaturas.
Diciéndolo, dejó caer el trozo de papel en la pecera. Los gusanos no perdieron el tiempo y rodearon con rapidez el trocito. Pero en lugar de comérselo, se limitaron a conglomerarse a su alrededor, retorciéndose animadamente y explorando al intruso aparentemente con gran interés.
—En Londres tuve un terrario de gusanos, tío, y tampoco les gustaba el papel…
—Calla —murmuró mi tío, y me indicó que me acercase más.
¡Pasmoso!
—¿Qué dices? —pregunté, algo perpleja; pero tan pronto como miré al rostro sonriente de Mycroft me di cuenta de que no era él quien hablaba.
¡Sorprendente!, dijo la voz en un murmullo bajo. ¡Increíble! ¡Portentoso! ¡Prodigioso!
Fruncí el ceño y miré a los gusanos, que se habían reunido formando una bola pequeña alrededor del trozo de papel que pulsaba ligeramente.
¡Maravilloso!, murmuraron los gusalibros. ¡Extraordinario! ¡Fantástico!
—¿Qué opinas? —preguntó Mycroft.
—Gusanos de sinónimos… Tío, ¡nunca dejas de asombrarme!
Pero de pronto Mycroft se puso mucho más serio.
—Es más que un bio-tesauro, Thursday. Estas criaturitas pueden hacer cosas que apenas creerías.
Abrió un armario y sacó un libro grande de cuero que llevaba «PP» grabado en oro en el lomo. La cubierta estaba extremadamente decorada y venía con una tremenda banda de metal para cerrarlo. En la parte delantera había varios indicadores y botones, válvulas e interruptores, ciertamente tenía un aspecto impresionante, pero no todos los dispositivos de Mycroft tenían una utilidad inmediatamente compatible con su aspecto. A principio de los setenta había desarrollado una máquina extraordinariamente hermosa que no hacía nada más interesante que predecir con pasmosa precisión el número de pepitas en una naranja sin abrirla.
—¿Qué es? —pregunté.
—Esto —empezó a decir Mycroft, sonriendo ampliamente e hinchando el pecho de orgullo— es un…
Pero no pudo terminar. En ese preciso instante Polly anunció desde la puerta:
—¡La cena!
Mycroft salió corriendo, murmurando algo sobre cómo esperaba que fuesen salchichas de lata y diciéndome que apagase las luces al salir. Me quedé sola en el taller vacío. Ciertamente, Mycroft se había superado.
¡Deslumbrante!, fue el acuerdo de los gusalibros.
La cena fue un asunto amigable. Teníamos mucho en lo que ponernos al día, y mi madre tenía muchas cosas que contarme sobre la Federación de Mujeres.
—El año pasado conseguimos recaudar siete mil libras para los huérfanos de la CronoGuardia —dijo.
—Está muy bien —respondí—. OpEspec siempre agradece las contribuciones, aunque para ser justos, hay otras divisiones en peor situación que la CronoGuardia.
—Bien, lo sé —respondió mi madre—, pero todo es tan secreto… ¿Qué hacen todas esas divisiones?
—Créeme, no tengo más idea que tú al respecto. ¿Puedes pasarme el pescado?
—No hay pescado —comentó mi tía—. No habrás estado usando a tu sobrina como conejillo de indias, ¿verdad, Crofty?
Mi tío fingió no oírla; yo parpadeé y el pescado desapareció.
—La única que conozco por debajo de OE-20 es OE-6 —añadió Polly—. Esa es Seguridad Nacional. Y lo sabemos sólo porque cuidaron muy bien de Mycroft.
Ella le dio un codazo en las costillas, pero él no se dio cuenta; estaba ocupado calculando en la servilleta una receta de huevos no revueltos.
—Me da la impresión de que en los sesenta no pasaba una semana sin que esta o aquella potencia extranjera lo secuestrase —suspiró melancólica, pensando en los emocionantes días de antaño con una pizca de nostalgia.
—Algunas cosas deben permanecer en secreto por razones de operatividad —recité como un loro—. El secreto es nuestra mejor arma.
—Leí en The Mole que OpEspec está llena de sociedades secretas. Los Wombats en particular —murmuró Mycroft, colocando su ecuación terminada en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Es cierto?
Me encogí de hombros.
—No más que en cualquier otro orden de la vida, supongo. Yo no me he dado cuenta, pero en cualquier caso, siendo mujer los Wombats no me querrían.
—Me parece un poco injusto —dijo Polly con voz de «eso no se hace»—. Apoyo completamente las sociedades secretas, cuantas más haya mejor, pero creo que cualquiera debería poder unirse, hombres y mujeres.
—Los hombres se las pueden quedar —respondí—. Así al menos la mitad de la población no tendrá que quedar como completamente estúpida. Me sorprende que no te hayan ofrecido unirte, tío.
Mycroft gruñó.
—Solía serlo en Oxford hace años. Una pérdida de tiempo. Se volvió un poco tonto; la bolsa abdominal me irritaba la piel de mala manera y todo ese roer constantemente se llevaba muy mal con mi sobremordida.
Hubo una pausa.
—El comandante Phelps está en la ciudad —dije, cambiando de tema—. Me lo encontré en la nave aérea. Ahora es coronel, pero sigue repitiendo lo mismo de siempre.
Según una regla no escrita, en la casa nadie hablaba de Crimea o de Anton. Se produjo un silencio helado.
—¿En serio? —replicó mi madre aparentemente sin emoción.
—Joffy tiene parroquia en Wanborough —anunció Polly, con la esperanza de cambiar de tema—. Abrió la primera iglesia DEG de Wessex. Hablé con él la semana pasada; dice que ha resultado ser muy popular.
Joffy era mi otro hermano. La fe le había llegado a una edad muy temprana y había probado con todo tipo de religiones antes de asentarse en la DEG.
—¿DEG? —murmuró Mycroft—. En el nombre del cielo, ¿qué es eso?
—Deidad Estándar Global —respondió Polly—. Es una mezcla de todas las religiones. Creo que tiene como propósito detener todas las guerras religiosas.
Mycroft volvió a gruñir.
—La religión no es la causa de las guerras, es la excusa. ¿Cuál es el punto de fusión del berilio?
—180,57 grados centígrados —murmuró Polly, sin ni siquiera pensar—. Creo que Joffy está haciendo una gran labor. Deberías visitarle, Thursday.
—Quizá.
Joffy y yo jamás habíamos sido íntimos. Él me llamó Bodoque y me dio un golpe en la cabeza todos los días durante quince años. Tuve que romperle la nariz para lograr que parase.
—Si vas a visitar a gente, ¿por qué no visitas a…?
—¡Madre!
—Por lo que sé, ahora tiene bastante éxito, Thursday. Podría irte bien que le volvieses a ver.
—Landen y yo hemos acabado, mamá. Además, tengo novio.
Eso, para mi madre, fue una noticia extremadamente buena. Le había angustiado mucho que yo no hubiese pasado tiempo suficiente con los tobillos hinchados, hemorroides y dolores de espalda, soltando nietos y dándoles nombres de parientes lejanos. Joffy no era del tipo de persona que fuese a tener hijos, lo que básicamente me dejaba la tarea a mí. Para ser sincera, no tenía nada en contra de los niños, simplemente no iba a poder tenerlos sola. Y Landen había sido el último hombre que me había interesado ni remotamente como posible compañero para toda la vida.
—¿Un novio? ¿Cómo se llama?
Dije el primer nombre que me vino a la cabeza.
—Snood. Filbert Snood.
—Bonito nombre. —Mi madre sonrió.
—Un nombre chiflado —se quejó Mycroft—. Como Landen Parke-Laine, ahora que lo pienso. ¿Puedo irme? Es hora de Los casos de Jack Spratt.
Polly y Mycroft se levantaron y se fueron. El nombre de Landen no volvió a salir, y tampoco el de Anton. Mamá me ofreció mi viejo cuarto pero lo rechacé con rapidez. Habíamos discutido con furia cuando vivía en la casa. Además, yo tenía casi treinta y seis años. Me acabé el café y fui con mi madre hasta la entrada principal.
—Hazme saber si cambias de idea, cariño —dijo—. Tu cuarto sigue igual que siempre.
Si eso era cierto, los pósters horripilantes de mis encaprichamientos de finales de la adolescencia seguirían en las paredes. Era una idea demasiado desagradable como para seguir considerándola.