Una mujer llamada Thursday Next
«… No tiene mayor sentido gastar dinero en buscar un motor que pueda impulsar una nave aérea sin hélice. ¿Qué tienen de malo las naves aéreas? Han elevado la humanidad a lo alto durante cien años relativamente libres de accidentes, y no veo ninguna razón para impugnar su popularidad…»
Congresista Kelly, argumentando contra los fondos parlamentarios para el desarrollo de una nueva forma de propulsión, agosto de 1972
Cogí una pequeña nave aérea de veinte asientos con destino a Swindon. Sólo iba medio llena, y un viento de cola enérgico nos permitió realizar el vuelo en poco tiempo. El tren habría sido más económico, pero como a mucha otra gente, me encanta volar en una bolsa de gas.
Cuando era niña, mis padres me habían llevado a África en una inmensa nave aérea tipo clíper. Habíamos volado lentamente sobre Francia, sobre la Torre Eiffel, más allá de Lyon, nos detuvimos en Niza, luego atravesamos el centelleante Mediterráneo, saludando a los pescadores y a los pasajeros de los trasatlánticos que nos devolvían el saludo. Nos habíamos detenido en El Cairo después de dar una vuelta a las pirámides con gracia infinita, el capitán maniobrando expertamente el leviatán con el hábil uso de sus doce hélices totalmente orientables. Tres días más tarde seguimos Nilo arriba hasta Luxor, donde nos unimos a un crucero para regresar a la costa. Allí subimos al Ruritania para el viaje de regreso a Inglaterra, por el estrecho de Gibraltar y la bahía de Vizcaya. No es de extrañar que siempre que tenía la oportunidad intentase regresar a esos queridos recuerdos de la infancia.
—¿Revista, señora? —preguntó un auxiliar de vuelo.
La rechacé. Las revistas de las naves aéreas son siempre aburridas, y yo me sentía satisfecha de limitarme a observar cómo el paisaje inglés se deslizaba por debajo.
Hacía un glorioso día soleado, y la nave aérea iba dejando atrás nubecillas esponjosas que puntuaban el cielo como un rebaño de ovejas aéreas. Las Chilterns se habían alzado para encontrarse con nosotros y luego habían desaparecido cuando pasamos sobre Wallinford, Didcot y Wantage. El caballo blanco de Uffington se deslizó por debajo, trayéndome recuerdos de picnics y cortejos. Landen y yo habíamos ido allí a menudo.
—¿Cabo Next…? —preguntó una voz familiar.
Me volví para encontrarme en el pasillo a un hombre de mediana edad con una media sonrisa en el rostro. Lo reconocí al instante, a pesar de que no nos habíamos visto en doce años.
—¡Comandante…! —respondí, envarándome ligeramente en presencia de alguien que en su época había sido mi oficial superior. Se llamaba Phelps, y yo había estado a su mando el día en que la Brigada Ligera Blindada había avanzado por equivocación contra los cañones rusos cuando éstos pretendían repeler un ataque sobre Balaclava. Yo había sido la conductora del transporte blindado de personal bajo el mando de Phelps; no había sido una buena situación.
La nave aérea comenzó su lento descenso hacia Swindon.
—¿Cómo le va, Next? —preguntó, con nuestra asociación pasada dictando la forma en que nos hablábamos.
—He estado bien, señor. ¿Usted?
—No puedo quejarme —rió—. Bien, podría, pero no serviría de nada. Los muy idiotas me convirtieron en coronel, ¿lo sabía?
—Felicidades —dije, algo incómoda.
El auxiliar de vuelo nos pidió que nos abrochásemos los cinturones y Phelps se sentó a mi lado y cerró la hebilla. Siguió hablando con una voz ligeramente más baja.
—Me preocupa un poco lo de Crimea.
—¿A quién no? —respondí, preguntándome si Phelps habría cambiado de posición política desde la última vez que le había visto.
—Cierto. Son esos tipejos de la UN metiendo las narices donde no son bien recibidos. Si la devolviésemos ahora haría que todas esas vidas se hubiesen desperdiciado.
Suspiré. Su visión política no había cambiado y yo no quería discutir. Yo había deseado el fin de la guerra casi tan pronto como salí de allí. No encajaba en mi idea de cómo debía ser una guerra justa. Expulsar a los nazis de Europa había sido justo. La lucha por la península de Crimea no era más que orgullo xenófobo y patriotismo mal dirigido.
—¿Cómo va la mano? —pregunté.
Phelps me mostró una mano izquierda que parecía de verdad. Giró la muñeca y luego agitó los dedos. Me sentí impresionada.
—Asombroso, ¿no es cierto? —dijo—. Toman los impulsos a partir de curiosos sensores fijados a los músculos del brazo. Si hubiese perdido la pieza por encima del codo, hubiese tenido aspecto de un tullido de verdad.
Hizo una pausa y regresó al tema original.
—Me preocupa un poco que la presión popular consiga que el gobierno se retire antes de la ofensiva.
—¿Ofensiva?
El coronel Phelps sonrió.
—Claro. Tengo amigos en lo más alto que me cuentan que sólo es cuestión de días antes de que lleguen los primeros envíos de los nuevos rifles de plasma. ¿Cree que los rusos lograrán defenderse del Stonk?
—Sinceramente, no; a menos que tengan su propia versión.
—Imposible. Goliath es la compañía armamentística más avanzada del mundo. Créame, espero tanto como cualquiera que no tengamos que usarlo, pero el Stonk es la superioridad que este conflicto ha estado esperando.
Buscó en su cartera y sacó un folleto.
—Estoy de gira por Inglaterra dando conferencias a favor de Crimea. Me gustaría que viniese.
—Realmente no creo… —empecé a decir, aun así tomando el folleto.
—¡Tonterías! —respondió el coronel Phelps—. Como veterana de la campaña con buena salud y éxito es su deber dar voz a los que realizaron el sacrificio definitivo. Si devolvemos la península, hasta la última de esas vidas se habría perdido en vano.
—Creo, señor, que esas vidas ya se han perdido y ninguna decisión que podamos tomar en cualquier sentido va a cambiarlo.
Él fingió no oírme y yo guardé silencio. El apoyo furioso del coronel Phelps al conflicto había sido su forma de lidiar con el desastre. Se había dado orden de cargar contra lo que nos dijeron sería una «resistencia simbólica», pero resultó ser una acumulación de artillería rusa. Phelps había ido en el exterior del vehículo de transporte hasta que los rusos abrieron fuego con todo lo que tenían; una explosión le había arrancado el antebrazo y le había salpicado la espalda con metralla. Lo habíamos cargado con todos los otros soldados que pudimos recuperar, conduciendo de regreso hasta las líneas inglesas con el transporte convertido en una montaña de humanidad gimiente. Yo desobedecí las órdenes y regresé a la carnicería, conduciendo entre blindajes destrozados buscando a los supervivientes. De los setenta y seis vehículos de transporte y tanques ligeros que habían avanzado contra los cañones rusos, sólo regresaron dos vehículos. De los quinientos treinta y cuatro soldados implicados, sobrevivieron cincuenta y uno, sólo ocho sin sufrir ningún daño. Uno de los muertos había sido Anton Next, mi hermano. Desastre es una palabra que ni siquiera sirve para comenzar a describirlo.
Por suerte para mí, la nave aérea atracó poco después y pude evitar al coronel Phelps en la sala del campo de aviación. Recogí la maleta en la zona de equipaje y me quedé encerrada en el baño de señoras hasta que me pareció que ya tendría que haberse ido. Rompí el panfleto en trocitos muy pequeños y lo tiré por el inodoro. Cuando salí, la terminal del campo de aviación estaba vacía. Era mayor de lo necesario para el volumen de tráfico que llegaba a la ciudad; un elefante blancuzco que reflejaba las esperanzas exageradas de los planificadores urbanos de Swindon. La explanada del exterior estaba igualmente desierta, excepto por dos estudiantes que sostenían una pancarta contra Crimea. Habían sabido de la llegada de Phelps y habían tenido la esperanza de que podrían desviarle de su campaña a favor de la guerra. Tenían dos posibilidades: pocas y ninguna.
Me miraron y yo me aparté con rapidez. Si sabían quién era Phelps, era concebible que supiesen también quién era yo. Miré alrededor del punto de encuentro vacío. Por teléfono había hablado con Victor Analogy —el jefe de los detectives literarios en Swindon— y se había ofrecido a enviar un coche a recogerme. No había llegado. Hacía calor, así que me quité la chaqueta. Se activó una grabación por el sistema de megafonía advirtiendo a los conductores inexistentes que no estaba permitido aparcar en la desierta zona blanca, y un empleado con cara de aburrirse pasó por allí para devolver algunos carritos. Yo me senté junto a una máquina Will-Speak al fondo de la explanada. La última vez que había estado en Swindon, el campo aéreo había sido simplemente un campo de hierba con una torre oxidada. Supuse que otras cosas también habrían cambiado.
Esperé cinco minutos y luego me puse en pie para caminar impacientemente de un lado a otro. La máquina Will-Speak —conocida oficialmente como Autómata Soliloquio Vendedor de Shakespeare— era de Ricardo III. Se trataba de una caja simple, con la mitad superior cubierta por un vidrio en cuyo interior era visible un maniquí realista de cintura para arriba ataviado con la ropa adecuada. Por diez peniques, la máquina ofrecería un breve fragmento de Shakespeare. No se fabricaban desde los años treinta y ahora eran más bien una curiosidad de anticuario; el vandalismo baconiano y la falta de mantenimiento adecuado se habían aliado para acelerar su desaparición.
Pesqué una pieza de diez peniques y la inserté. El interior de la máquina emitió zumbidos y chasquidos bajos a medida que se iba poniendo en marcha. Cuando era pequeña, en la esquina de Commercial Road había habido una versión de Hamlet. Mi hermano y yo habíamos insistido a mi madre para que nos diese suelto y escuchábamos al maniquí referirse a cosas que realmente no podíamos comprender. Nos hablaba de «el país desconocido». Mi hermano, en su ingenuidad infantil, había dicho que deseaba visitar ese lugar, y así lo hizo, diecisiete años más tarde, en una loca carrera a dos mil quinientos kilómetros de casa, acompañado del rugir de los motores y el bum-bum-bum de los cañones rusos.
¿Alguna vez se cortejó a una mujer de esta forma? preguntó el maniquí, moviendo los ojos como un loco mientras lanzaba un dedo al aire y se agitaba de un lado al otro.
¿Alguna vez se conquistó a una mujer de esta forma?
Hizo una pausa dramática.
La poseeré, pero no la conservaré mucho tiempo…
—¿Disculpe…?
Alcé la vista. Uno de los estudiantes se había acercado y me había tocado el brazo. Llevaba un botón a favor de la paz en la solapa y unos quevedos colgados precariamente de una larga nariz.
—Usted es Next, ¿no es así?
—¿Siguiente para qué?[4]
—Cabo Next, Brigada Ligera Blindada.
Me froté la frente.
—No vine con el coronel. Fue una coincidencia.
—No creo en coincidencias.
—Yo tampoco. Eso es una coincidencia, ¿no es así?
El estudiante me miró extrañado mientras su amiga se nos unía. Él le dijo quién era yo.
—Usted fue la que regresó —dijo maravillada, como si yo fuese un objeto tan curioso como un periquito disecado—. Desobedeció una orden directa. Iban a someterla a un consejo de guerra.
—Bien, no lo hicieron, ¿no es así?
—No cuando The Owl on Sunday se enteró de la historia. He leído su testimonio durante la investigación. Usted se opone a la guerra.
Los estudiantes se miraron como si no pudiesen creerse su buena suerte.
—Necesitamos alguien que hable en el acto del coronel Phelps —dijo el joven de la enorme nariz—. Alguien del otro bando. Alguien que estuviese allí. Alguien con fuerza moral. ¿Lo haría por nosotros?
—No.
—¿Por qué no?
Miré a mi alrededor, para comprobar si por algún milagro el coche había llegado a recogerme. No.
¿…a quien yo, siguió diciendo el maniquí, hará ya tres meses, apuñalé con furia en Tewkesbury?
—Escuchad, chicos, me encantaría ayudaros, pero no puedo. He pasado doce años intentando olvidar. Hablad con algún otro veterano. Somos miles.
—Ninguno como usted, señorita Next. Usted sobrevivió al asalto. Usted regresó para recoger a sus camaradas caídos. Uno de los cincuenta y uno. Es su deber hablar en nombre de los que no sobrevivieron.
—Tonterías. Mi deber es para conmigo misma. Sobreviví a la carga, y he tenido que vivir con ese peso todos mis días desde entonces. Todas las noches me pregunto: ¿por qué yo? ¿Por qué yo viví y otros, incluyendo a mi hermano, no? No hay respuesta para esa pregunta, y es entonces cuando se inicia el dolor. No puedo ayudaros.
—No tiene que hablar —dijo la chica persistente—, pero mejor abrir una vieja herida que permitir que se abran miles de heridas nuevas, ¿no?
—No me des clases de moral, pequeño montón de mierda —dije, alzando la voz.
Esto logró el efecto deseado. Me entregó un panfleto, agarró al novio del brazo y se fueron.
Cerré los ojos. Mi corazón martilleaba como el bum-bum-bum de la artillería de campo rusa. No oí cómo el coche patrulla se situaba a mi lado.
—¿Agente Next…? —preguntó una voz alegre.
Me volví y asentí agradecida, agarré la maleta y me acerqué. El agente del coche me sonrió. Tenía un pelo largo rizado y unas gafas oscuras demasiado grandes. Tenía el uniforme abierto por el cuello con una informalidad muy poco habitual para un agente de OpEspec y cargaba con un buen montón de joyas, lo que también iba estrictamente contra las regulaciones de OpEspec.
—¡Bienvenida a Swindon, agente! ¡La ciudad donde puede pasar cualquier cosa, y probablemente pase!
Me mostró una amplia sonrisa y con el pulgar indicó la parte de atrás del coche.
—El maletero está abierto.
El maletero contenía un montón de estacas de hierro, varios martillos, un crucifijo grande y pico y pala. Tenía un olor mustio, el olor del moho y de lo que llevaba mucho tiempo muerto; me di prisa en meter mi bolsa y cerré el maletero. Fui hasta la puerta del pasajero y entré.
—¡Mierda…! —grité, al darme cuenta de pronto que en la parte de atrás, recorriendo el asiento trasero tras una tela metálica resistente, había un enorme lobo siberiano. El agente rió con ganas.
—¡No preste atención al cachorrito, señora! Agente Next, me gustaría presentarle al señor Meakle. Señor Meakle, ésta es la agente Next.
Se refería al lobo. Miré fijamente al lobo, que a su vez me miró a mí fijamente con una intensidad que me resultó desconcertante. El agente rió como un desagüe y se alejó con un buen giro y el gemido de los neumáticos. Había olvidado lo rara que podía ser Swindon.
Al irnos, la máquina Will-Speak terminó, recitando para sí la última parte del soliloquio:
… brilla, sol glorioso, hasta que compré un cristal para poder ver mi propia sombra al caminar.
Se oyeron chasquidos y zumbidos, y luego el maniquí se detuvo de golpe, otra vez sin vida hasta la próxima moneda.
—Bonito día —comenté una vez que nos encontramos en camino.
—Todos los días son hermosos, señorita Next. Me llamo Stoker…
Salió por la variante de Stratton.
—…OpEspec 17: operaciones de eliminación de vampiros y hombres lobos. Chupópteros y mordedores, nos llaman. Mis amigos me llaman Spike. Usted —añadió con una amplia sonrisa— puede llamarme Spike.
Como explicación, tocó un martillo y una estaca que colgaban de la división de tela metálica.
—¿Cómo la llaman a usted, señorita Next?
—Thursday.
—Encantado de conocerte, Thursday.
Me ofreció una mano enorme que acepté agradecida. Me cayó bien de inmediato. Se apoyaba contra la barra de la portezuela, para recibir mejor la brisa fresca e iba golpeando rítmicamente sobre el volante. Un rasguño reciente en el cuello iba soltando una pequeña cantidad de sangre.
—Estás sangrando —comenté.
Spike se lo limpió con la mano.
—No es nada. ¡Se me resistió un poco…!
Volví a mirar al asiento trasero. El lobo iba sentado, rascándose una oreja con una pata trasera.
—… pero estoy inmunizado contra la licantropía. El señor Meakle simplemente no se toma la medicina. ¿Verdad, señor Meakle?
El lobo alzó las orejas cuando el último vestigio de humano que había en su interior recordó su nombre. Empezó a jadear por el calor. Spike siguió hablando:
—Nos llamaron sus vecinos. Habían desaparecido todos los gatos del vecindario; le encontré rebuscando entre los contenedores tras SmileyBurger. Entrará para el tratamiento, volverá a transformarse y estará en la calle para el viernes. Tiene derechos, me han dicho. ¿Cuál es tu puesto?
—Yo… ah… voy a unirme a OpEspec 27.
Spike volvió a reír con fuerza.
—¿¡Una detective literaria!? Siempre es agradable encontrarse con alguien que dispone de tan poco presupuesto como yo. Hay buenas caras en esa oficina. Tu jefe es Victor Analogy. No te dejes engañar por el pelo gris…, es tan afilado como un cuchillo. Los otros son todos operativos A1. Un poco estirados y un pelín demasiado listos para mí, pero ahí están. ¿Adónde te llevo?
—Al hotel Finis.
—¿Primera vez en Swindon?
—Por desgracia, no —respondí—. Nací aquí. Estuve en el servicio aquí hasta el 75. ¿Tú?
—Guardia fronteriza con Gales durante diez años. Me impliqué en asuntos oscuros en Oswestry en el 79 y descubrí que tenía talento para esta mierda. Recalé aquí desde Oxford cuando los dos grupos se unieron. Estás mirando al único estacador al sur de Leeds. Dirijo mi propia sección, pero es tremendamente solitario. ¿Conoces a alguien a quien se le dé bien manejar un mazo?
—Me temo que no —respondí, preguntándome por qué alguien iba a desear conscientemente enfrentarse a las fuerzas supremas de la oscuridad a cambio del salario básico de OpEspec—, pero si doy con alguien, te lo haré saber. ¿Qué le pasó a Chesney? Él dirigía el departamento la última vez que estuve por aquí.
Una nube atravesó los rasgos habitualmente alegres de Spike y lanzó un gran suspiro.
—Era un buen amigo, pero cayó en las sombras. Se convirtió en servidor del oscuro. Tuve que cazarle personalmente. La parte de la estaca y la decapitación fue la más fácil. Lo difícil fue contárselo a su esposa… No le hizo precisamente gracia.
—Supongo que yo también me lo tomaría a mal.
—En cualquier caso —siguió diciendo Spike, alegrándose casi de inmediato—, no tienes que contarme nada, pero ¿qué hace una atractiva OpEspec uniéndose al departamento de detectives literarios en Swindon?
—Tuve algunos problemas en Londres.
—Ah —respondió Spike con complicidad.
—También busco a alguien.
—¿A quién?
Le miré y evalué su personalidad al instante. Si podía confiar en alguien, podía confiar en Spike.
—Hades.
—¿Acheron? Finiquitado, hermana. El tipo está cadáver. Se estrelló y ardió en la J-12 el cuatro.
—Eso se supone que debemos creer. ¿Si oyes algo…?
—Sin duda, Thursday.
—¿Y puede quedar entre nosotros?
Me sonrió.
—Después de clavar estacas, guardar secretos es lo mejor que se me da.
—Un momento…
Había entrevisto un coche deportivo de brillantes colores en un vendedor de segunda mano al otro lado de la carretera. Spike redujo la marcha.
—¿Qué pasa?
—Yo… Bien… Necesito un coche. ¿Puedes dejarme ahí?
Spike ejecutó un giro en U ilegal, obligando al siguiente coche a frenar violentamente y a deslizarse por la carretera. El conductor empezó a lanzar insultos hasta que se dio cuenta de que era un vehículo blanco y negro de OpEspec, y luego sabiamente guardó silencio y se alejó. Recogí mi bolsa.
—Gracias por el paseo. Te veré por ahí.
—¡No si yo te veo primero! —dijo Spike—. Vere lo que puedo descubrir sobre tu amigo perdido.
—Te lo agradecería. Gracias.
—Adiós.
—Hasta otra.
—Holita —dijo una voz tímida desde la parte de atrás.
Los dos nos volvimos a mirar al fondo del coche. El señor Meakle se había transformado. Un hombre delgado y de aspecto bastante patético estaba sentado en el asiento de atrás, completamente desnudo y muy sucio. Tenía las manos modestamente situadas sobre los genitales.
—¡Señor Meakle! ¡Bienvenido! —dijo Spike, sonriendo abiertamente mientras añadía con tonos de recriminación—: No se tomó sus pastillas, ¿verdad?
El señor Meakle asintió avergonzado.
Volví a dar las gracias a Spike. Al moverse, pude ver al señor Meakle despidiéndose algo estúpidamente a través de la luna trasera. Spike realizó otro giro en U, obligando a un segundo coche a frenar en seco, y desapareció.
Miré al coche deportivo de la primera fila del lote bajo la pancarta que decía «Oportunidad». No había error posible. El coche era definitivamente el que había aparecido frente a mí en mi habitación de hospital. Y yo había sido la conductora. Había sido yo la que me había dicho que viniese a Swindon. Había sido yo la que me había dicho que Acheron no había muerto. Si no hubiese venido a Swindon, no habría visto el coche y no habría podido comprarlo. No tenía precisamente mucho sentido, pero lo poco que sabía era que debía comprarlo.
—¿Puedo ayudarle, señora? —preguntó un empalagoso vendedor que había aparecido casi de la nada, frotándose las manos nervioso y sudando profusamente por el calor.
—Este coche. ¿Cuánto hace que lo tienen?
—¿El 356 Speedster? Como unos seis meses.
—¿Durante ese tiempo ha estado en Londres?
—¿Londres? —repitió el vendedor, algo desconcertado—. En absoluto. ¿Por qué?
—Por nada. Me lo llevo.
El vendedor pareció ligeramente conmocionado.
—¿Está segura? ¿No le gustaría algo un poco más práctico? Tengo una buena selección de Buicks que acaban de llegar. Ex Goliath, pero con poco kilometraje, ya sabe…
—Éste —dije con firmeza.
El vendedor sonrió incómodo. El coche evidentemente estaba marcado a precio de oferta y no iban a ganar nada vendiéndolo. Murmuró algo insustancial y corrió a recuperar las llaves.
Me senté en su interior. Era espartano hasta el extremo. Nunca me había considerado muy interesada en coches, pero éste era diferente. Era escandalosamente conspicuo, pintado llamativamente en rojo, azul y verde, pero me gustó de inmediato. El vendedor regresó con las llaves y arrancó al segundo intento. Él preparó los papeles y media hora más tarde salí de la tienda y a la carretera. El coche aceleró rápidamente con una nota áspera del tubo de escape. Tras un par de cientos de metros los dos nos volvimos inseparables.