Una mujer llamada Thursday Next
«En el exterior del apartamento de Styx no fue la primera vez que Rochester y yo nos encontramos, tampoco sería la última. Nos encontramos por primera vez en la mansión Haworth en Yorkshire cuando mi mente era joven y la barrera entre realidad e imaginación no se había endurecido para formar la concha que nos encierra en la vida adulta. La barrera era blanda, flexible y, durante un momento, gracias a la amabilidad de una extraña y al poder de una buena voz narradora, realicé el corto viaje… y regresé.»
THURSDAY NEXT
Una vida en OpEspec
Fue en 1958. Mi tío y mi tía —que incluso entonces parecían viejos— me habían llevado a la mansión Haworth, la vieja residencia Brontë, para realizar una visita. En el colegio habíamos estado dando William Thackeray, y como las Brontë habían sido sus contemporáneas, parecía una buena oportunidad de ampliar mis intereses en esas cuestiones. Mi tío Mycroft daba una conferencia en la universidad de Bradford sobre su asombroso trabajo en teoría de juegos, uno de cuyos aspectos más prácticos le permitía a uno ganar siempre a Serpientes y Escaleras. Bradford estaba cerca de Haworth, así que una visita combinada parecía una buena idea.
Una guía nos llevó, una mujer superficial de unos sesenta años con gafas metálicas y rebeca de Angora que dirigía a los turistas por entre las habitaciones con gestos abruptos, como si creyese imposible que ninguno de ellos pudiese saber tanto como ella, pero estando renuentemente dispuesta a ayudarles a emerger de las profundidades de su ignorancia. Cerca del final del tour, cuando las mentes pensaban ya en las tarjetas postales y el helado, lo mejor de la exposición recibió a los cansados visitantes en forma de manuscrito original de Jane Eyre.
Aunque las páginas estaban marrones por el tiempo y la tinta negra se había tornado de un marrón claro, el ojo entrenado todavía podía leerlo, la delicada letra fluyendo por la página en un torrente continuo de prosa inventiva. Cada dos días se pasaba una página, lo que permitía a los seguidores más regulares y fanáticos de Brontë leer la novela, tal y como se escribió originalmente.
El día de mi visita al museo Brontë, el manuscrito estaba abierto en el punto donde Jane y Rochester se encuentran por primera vez; un encuentro al azar junto a los escalones de una cerca.
—… lo que la convierte en una de las grandes novelas románticas jamás escritas —siguió diciendo la superficial pero altiva guía en su monólogo tantas veces repetido, pasando de las varias manos que se habían alzado para plantear alguna pregunta pertinente.
»El personaje de Jane Eyre, una heroína dura y fuerte, la distanció de las heroínas habituales de la época, y Rochester, un hombre severo pero básicamente bueno, también rompió moldes con el humor adusto de su personaje imperfecto. Charlotte Brontë escribió Jane Eyre en 1847 bajo el seudónimo de Currer Bell. Thackeray describió la novela como "la obra maestra de un gran genio". Ahora seguiremos hasta la tienda donde podrán comprar postales, platos conmemorativos, pequeñas imitaciones en plástico de Heathcliffs y otros recuerdos de su visita. Gracias por su…
Un miembro del grupo tenía la mano en alto y estaba decidido a hablar.
—Discúlpeme —empezó a decir un joven con acento americano. Un músculo de la mejilla de la guía se agitó momentáneamente al obligarse a prestar atención a las opiniones de otra persona.
—¿Sí? —preguntó con amabilidad fría.
—Bien —siguió diciendo el joven—. Soy nuevo en todo esto de Brontë, pero tengo problemas con el final de Jane Eyre.
—¿Problemas?
—Sí. Como el hecho de que Jane abandona Thornfield Hall y se va con sus primos, los Rivers.
—Sé quiénes son sus primos, joven.
—Sí, bien, acepta irse con el ñoño St. John Rivers pero no casarse con él, parten para la India y ¿ése es el final del libro? ¿Ya está? ¿Qué hay de un final feliz? ¿Qué pasa con Rochester y su esposa loca?
La guía le miró con furia.
—¿Y qué hubiese preferido usted? ¿Las fuerzas del bien y del mal en lucha mortal por los pasillos de Thornfield Hall?
—No me refiero a eso —siguió diciendo el joven, empezando a sentirse algo molesto—. Es sólo que el libro está pidiendo a gritos una solución potente, para completar la narrativa y concluir el relato. Tengo la impresión de que se limitó a escribir más o menos lo primero que se le ocurrió.
La guía le observó durante un momento a través de sus gafas metálicas y se preguntó por qué los visitantes no podían comportarse un poco más como ovejas. Tristemente, el joven tenía razón; ella misma había reflexionado a menudo sobre el final aguado, deseando, como otros millones, que las circunstancias hubiesen permitido después de todo el matrimonio entre Jane y Rochester.
—Algunas cosas nunca se sabrán —respondió sin comprometerse—. Charlotte ya no está con nosotros, por lo que la pregunta es puramente abstracta. Lo que tenemos para estudiar y disfrutar es lo que nos dejó. La total exuberancia de la prosa compensa con creces cualquiera de sus pequeñas limitaciones.
El joven americano asintió y el pequeño grupo se movió, con mi tía y mi tío entre ellos. Me rezagué hasta que sólo yo y una turista japonesa nos quedamos en la sala; luego intenté ponerme de puntillas para mirar el manuscrito. Tenía su complicación, porque yo era bajita para mi edad.
—¿Te gustaría que te lo leyese? —dijo una amable voz cercana. Era la turista japonesa. Me sonrió y yo le agradecí las molestias.
Comprobó que no había nadie por los alrededores, abrió sus gafas para leer y empezó a hablar. Hablaba un inglés excelente y poseía una bonita voz lectora; las palabras se despegaban de la página y se iban a mi imaginación mientras ella leía.
… En aquella época yo era joven y atesoraba en la cabeza todo tipo de fantasías luminosas y oscuras; allí se anidaban los recuerdos de las historias de infancia junto con más tonterías; y cuando regresaban, la joven madurez les añadía un vigor y una viveza más allá de la que era posible en la niñez…
Cerré los ojos y de pronto un estremecimiento frío ocupó el aire que me rodeaba. Ahora la voz de la turista era clara, como si hablase a la intemperie, y cuando abrí los ojos el museo había desaparecido. En su lugar había un camino de campo perteneciente a otro lugar completamente diferente. Era una agradable tarde de invierno y el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte. El aire estaba completamente inmóvil, y la escena iba perdiendo color. Aparte de algunos pájaros que se agitaban ocasionalmente en el seto, ningún movimiento puntuaba el paisaje absolutamente hermoso. Me estremecí al ver mi propio aliento en el aire vivificante, cerré la cremallera de la chaqueta y lamenté haber dejado el gorro y los guantes de lana en la percha del museo, escaleras abajo. Al mirar a mi alrededor, pude comprobar que no estaba sola. A apenas tres metros, una joven, vestida con manto y gorro, permanecía sentada sobre unos escalones, de los que sirven para pasar una cerca, observando la luna que acababa de elevarse detrás. Al volverse, comprobé que su rostro era normal y completamente corriente, pero poseía una expresión que manifiesta decisión y fuerza interior. La miré intensamente con emociones mezcladas. No hacía mucho había comprendido que yo no era ninguna belleza, e incluso a los nueve años ya había aprendido que los niños más atractivos ganaban favores con más facilidad. Pero en esa joven comprendí que esos principios podían invertirse. Me sentí alzarme más recta y cerrar la mandíbula en una imitación inconsciente de su pose.
Estaba considerando preguntarle adónde había ido el museo cuando un sonido en el camino hizo que las dos nos volviésemos. Era un caballo que se acercaba, y la joven pareció sorprendida durante un momento. El camino era estrecho, y me eché atrás para dejar espacio al caballo. Mientras yo esperaba, un enorme perro blanco y negro corrió siguiendo el seto, pegando la nariz al suelo en busca de cualquier cosa de interés. El perro hizo caso omiso de la figura en los escalones pero se detuvo de inmediato al verme a mí. Agitó la cola entusiasmado y saltó hacia mí, olisqueándome inquisitivamente, su aliento cálido cubriéndome con una capa tibia y sus pelos haciéndome cosquillas en las mejillas. Reí y el perro agitó la cola todavía con más fuerza. Había olisqueado siguiendo el seto durante todas las lecturas durante más de ciento treinta años, pero jamás se había encontrado con nada que oliese tan… bien… real. Me lamió varias veces con gran afecto. Volví a reír y lo aparté, así que corrió a buscar un palo.
Por lecturas subsecuentes del libro, comprendí más tarde que el perro Pilot no había tenido jamás la oportunidad de encontrar un palo, ya que aparecía muy pocas veces en el libro, así que evidentemente estaba más que dispuesto a aprovechar la oportunidad cuando se la encontraba. Debía haber sabido, casi instintivamente, que esa niña pequeña que había aparecido momentáneamente al pie de la página 81 estaba libre de la rigidez narrativa. Él sabía que podía estirar un poco los límites de la historia, olisqueando a un lado del camino o al otro, ya que no se especificaba; pero si el texto afirmaba que tenía que ladrar, corretear o saltar, entonces estaba obligado a cumplir. Se trataba de una existencia larga y repetitiva, lo que hacía que las escasas apariciones de personas como yo fuesen todavía más deliciosas.
Alcé la vista y comprobé que el caballo y el jinete habían dejado atrás a la joven. El jinete era un hombre alto con rasgos distinguidos y el rostro agobiado, con el ceño fruncido por algunas reflexiones que parecían envolverle en un distanciamiento pensativo. No había visto mi pequeña forma y la ruta segura por el camino pasaba justo por donde yo estaba; al lado opuesto había una lámina traicionera de hielo. En unos momentos el caballo estaba junto a mí, los cascos pesados golpeando el suelo duro, el aliento caliente saliendo de su nariz aterciopelada y dándome en la cara. De pronto, el jinete, viendo por primera vez a la niña en su camino, dijo:
—¿Qué repámpanos…?
Y lanzó rápidamente al caballo a la izquierda, alejándolo de mí pero en dirección al hielo resbaladizo. El caballo perdió pie y se estrelló contra el suelo. Yo di un paso atrás, mortificada por el accidente que había causado. El caballo luchó por ponerse en pie, y el perro, al oír la conmoción, regresó a la escena, me ofreció un palo y luego ladró excitado al grupo caído, sus ladridos profundos provocando un eco en la tarde en calma. La joven, con gran preocupación en el rostro, se acercó al hombre caído. Estaba deseosa de ayudar, y habló por primera vez.
—¿Está herido, señor?
El jinete murmuró algo incomprensible y pasó completamente de ella.
—¿Puedo hacer algo? —volvió a preguntar ella.
—Debe simplemente hacerse a un lado —respondió el jinete con tono brusco, y se puso temblorosamente en pie.
La joven se echó atrás mientras el jinete ayudaba al caballo a recuperarse con estruendo y golpes de cascos. Silenció al perro con un grito y luego se detuvo para palparse la pierna; era evidente que se había hecho mucho daño. Yo estaba segura de que un hombre de un porte tan severo debía con toda seguridad estar enfadado conmigo. Pero cuando volvió a mirarme me sonrió con amabilidad y me dedicó un guiño, colocándose un dedo en los labios para garantizar mi silencio. Yo le devolví la sonrisa, y el jinete se volvió para mirar a la joven, con el rostro convirtiéndose de nuevo en una mueca al adoptar el personaje. En lo alto del cielo de la noche podía oír una voz lejana que me llamaba. La voz se hizo más intensa y el cielo se oscureció. El aire frío se calentó en mi cara al evaporarse el camino, el caballo, el jinete, la joven y el perro para regresar a las páginas del libro de donde habían surgido. La sala del museo fue apareciendo a mí alrededor y las imágenes y olores volvieron a transformarse en palabras habladas a medida que la mujer terminaba la frase.
… se acercó inseguro hasta los escalones de los que acababa de levantarme y se sentó…
—¡Thursday! —gritó malhumorada mi tía Polly—. Intenta mantenerte con el grupo. ¡Más tarde haré preguntas!
Me agarró de la mano y me sacó de allí. Me giré y di las gracias con un gesto a la turista japonesa, quien me sonrió afable.
Después de eso regresé al museo en algunas ocasiones, pero la magia no volvió a manifestarse. Mi mente se había cerrado demasiado para cuando cumplí los doce años, convertida ya en una joven mujer. Sólo se lo conté a mi tío, quien asintió sabiamente y se creyó hasta la última palabra. Jamás se lo conté a nadie más. A los adultos normales no les gusta que los niños les hablen de cosas que sus propias mentes grises les niegan.
Al crecer, comencé a tener dudas sobre la validez de mis recuerdos, hasta que en mi dieciocho cumpleaños lo había atribuido todo al resultado de una imaginación hiperactiva. La reaparición esa noche de Rochester en el exterior del apartamento de Styx sólo servía para confundir. La realidad, eso estaba claro, empezaba a ceder.