Una mujer llamada Thursday Next
«… La mejor razón para cometer actos odiosos y detestables —y admitámoslo, se me considera un experto en ese campo— es puramente por sí mismos. La ganancia monetaria está muy bien, pero diluye el sabor de la maldad a un nivel inferior que puede alcanzar cualquiera con un sentido excesivamente desarrollado de la avaricia. El mal verdadero y sin fundamento es tan raro como el bien puro, y todos sabemos lo raro que es…»
ACHERON HADES
Depravación por placer y beneficio
Tamworth no llamó esa semana, ni tampoco la semana siguiente. Intenté llamarle al comienzo de la tercera semana, pero me topé con una denegadora bien entrenada que se negó por completo a admitir la existencia de Tamworth u OE-5. Aproveché el tiempo para ponerme al día de algunas lecturas, archivando, arreglando el coche y también —debido a la nueva legislación— registrando a Pickwick como animal de compañía y no como dodo salvaje. Le llevé al ayuntamiento, donde un inspector veterinario examinó con mucho cuidado al que había sido un ave extinta. Pickwick devolvió la mirada triste, ya que a él, en común con muchos animales de compañía, no le gustaban excesivamente los veterinarios.
—Ploc-ploc —dijo Pickwick nervioso mientras el inspector expertamente cerraba el enorme anillo de metal alrededor de su pequeña pata.
—¿No tiene alas? —preguntó el funcionario con curiosidad, mirando la forma ligeramente extraña de Pickwick.
—Es versión 1.2 —le expliqué—. Uno de los primeros. No completaron la secuencia hasta la 1.7.
—Debe de ser muy mayor.
—Doce años este octubre.
—Tengo uno de los primeros tilacinos —dijo abatido el funcionario—. Versión 2.1. Cuando lo combinamos no tenía orejas. Sordo como una piedra. Sin garantía ni nada. Maldita libertad, digo yo. ¿Lee Nuevo Clonador?
Tuve que admitir que no.
—La semana pasada secuenciaron una vaca marina de Steller. ¿Cómo voy a meter uno de ésos por la puerta?
—¿Engrasando los costados? —propuse—. ¿Y ofreciéndole un plato de quelpo?
Pero el funcionario no me escuchaba; había dedicado su atención al siguiente dodo, una criatura rosada de cuello largo. El dueño me miró y sonrió con timidez.
—Cadenas redundantes completadas con flamenco —explicó—. Debería haber usado paloma.
—¿Versión 2.9?
—2.9.1 en realidad. Un poco mezcolanza pero para nosotros es simplemente Chester. No lo cambiaríamos por nada.
El inspector comenzó a examinar los documentos de registro de Chester.
—Lo lamento —dijo al fin—. Los 2.9.1 caen bajo la nueva categoría de quimera.
—¿Qué quiere decir?
—No hay dodo suficiente para ser un dodo. Sala siete, pasillo abajo. Siga al dueño del pukey, pero tenga cuidado; esta mañana mandé a una quarkbestia.
Dejé al dueño de Chester y al funcionario discutiendo y me llevé a Pickwick a pasear por el parque. Le solté la correa y persiguió algunas palomas antes de fraternizar con algunos dodos salvajes que enfriaban las patas en un estanque. Agitaron el agua con emoción y se dijeron ploc-ploc unos a otros hasta la hora de irse a casa.
Dos días después, cuando ya se me habían acabado las formas de reorganizar el mobiliario, tuve la suerte de que llamase Tamworth. Me dijo que estaba en una vigilancia y que necesitaba que fuese con él. Garabateé con rapidez la dirección y me encontré en el East End en menos de cuarenta minutos. La vigilancia se realizaba en una calle de mala pinta de almacenes reconvertidos que llevaban dos décadas esperando la demolición. Apagué los faros y salí, oculté cualquier objeto de valor y cerré el coche meticulosamente. El Pontiac hecho polvo estaba lo suficientemente viejo y asqueroso como para no levantar sospechas en un entorno tan mugriento. Miré a mí alrededor. El enladrillado se desmoronaba y grandes manchas de algas verdes marcaban las paredes allí donde antes habían estado los desagües. Las ventanas estaban rotas y sucias, y la pared de ladrillos de la planta baja estaba manchada alternativamente con grafiti y las cenizas de fuegos recientes. Una salida de incendios oxidada trepaba en zigzag por el edificio oscuro y proyectaba una sombra en staccato sobre la carretera adornada con baches y varios coches quemados. Me abrí paso hasta una puerta lateral siguiendo las instrucciones de Tamworth. En su interior, se habían abierto enormes grietas en las paredes y la humedad y la podredumbre se mezclaba con el olor a fluido limpiador y el puesto de curry de la planta baja. Una luz de neón destellaba regularmente, y vi a varias mujeres con faldas ajustadas arremolinadas en el portal oscuro. Los ciudadanos que vivían en la zona eran una mezcla curiosa; la falta de casas baratas en Londres y alrededores atraía a un segmento de población, desde personas de la zona hasta profesionales e indigentes. No era genial desde el punto de vista de la ley y el orden, pero permitía a los agentes de OpEspec moverse sin levantar sospechas.
Llegué al séptimo piso, donde una pareja de jóvenes fanáticos de Henry Fielding se atareaba intercambiando cromos de chicles.
—Te cambio una Sophia por una Amelia.
—¡Qué te den! —respondió indignado su amigo—. Si quieres a Sophia, tendrás que darme un Allworthy además de un Tom Jones, ¡así como la Amelia!
Su amigo, al comprender la rareza de una Sophia, aceptó renuentemente. Se completó el acuerdo y corrieron escaleras abajo para buscar tapacubos. Comparé un número con la dirección que me había dado Tamworth y llamé a una puerta cubierta con pintura color melocotón y descascarillada. La abrió cautelosamente un hombre de unos ochenta años. Se medió ocultaba la cara con una mano arrugada y yo le mostré mi placa.
—Usted debe de ser Next —dijo con voz bastante vivaz para su edad.
Pase del chiste viejo[1] y entré. Tamworth miraba a través de unos binoculares a una habitación en el edificio opuesto y me saludó con la mano sin apartar la vista. Volví a mirar al anciano y sonreí.
—Llámeme Thursday.
Pareció contento de oírlo y me dio la mano.
—Me llamo Snood; puede llamarme en junio[2].
—¿Snood? —repetí—. ¿Algún parentesco con Filbert?
El anciano asintió.
—Filbert, ah, sí —murmuró—. ¡Un buen chico y un buen hijo para su padre!
Filbert Snood era el único hombre que me había interesado incluso remotamente desde que había abandonado a Landen diez años antes. Snood había sido miembro de la CronoGuardia; se fue a una misión a Tewkesbury y no regresó nunca. Recibí una llamada de su oficial al mando explicándome que había quedado retenido ineludiblemente. Supuse que eso significaba que había otra chica. Me dolió en su momento, pero no había estado enamorada de Filbert. Estaba segura porque sí había estado enamorada de Landen. Cuando ya has estado allí ya sabes cómo es, como ver un Turner o ir de paseo por la costa oeste de Irlanda.
—¿Es usted su padre?
Snood se fue a la cocina, pero no iba a permitir que escapase.
—Bien, ¿cómo está? ¿Dónde vive hoy en día?
El anciano jugueteó con la tetera.
—Me resulta difícil hablar de Filbert —anunció tras un rato, limpiándose la comisura de la boca con un pañuelo—. ¡Fue hace tanto tiempo!
—¿Está muerto? —pregunté.
—Oh, no —murmuró el anciano—. No está muerto; creo que le dijeron que estaba retenido ineludiblemente, ¿no?
—Sí. Pensé que había encontrado a otra persona o a otra cosa.
—Creímos que lo comprendería; su padre pertenecía o pertenece, supongo, a la CronoGuardia y nosotros empleamos ciertos… veamos… eufemismos.
Me miró atentamente con límpidos ojos azules tras párpados pesados. El corazón me latió con fuerza.
—¿A qué se refiere? —pregunté.
El anciano consideró decir algo más pero luego guardó silencio, se detuvo un momento y luego volvió al salón a marcar cintas de vídeo. Evidentemente la cosa era más complicada que una chica en Tewkesbury, pero tenía al tiempo de mi parte. Dejé la cuestión.
La pausa me ofreció una oportunidad de dar un vistazo a la sala. Una mesa sostenida por caballetes contra una pared húmeda estaba cubierta de equipo de vigilancia. Una grabadora Revox de bobina a bobina giraba junto a una caja de mezclas que colocaba los siete micrófonos de la habitación opuesta y la línea de teléfono en ocho pistas diferentes de la cinta. Frente a la ventana había dos binoculares, una cámara con un potente teleobjetivo y junto a ésta una cámara de vídeo grabando a cámara lenta en una cinta de diez horas.
Tamworth apartó la vista de los binoculares.
—Bienvenida, Thursday. ¡Ven y echa un vistazo!
Miré por los binoculares. En el piso opuesto, ni a treinta metros de distancia, podía ver a un hombre bien vestido de unos cincuenta años con rostro ojeroso y expresión de preocupación. Parecía hablar por teléfono.
—No es él.
Tamworth sonrió.
—Lo sé. Es su hermano, Styx. Supimos de él esta mañana. OE-14 iba a pillarle, pero el nuestro es un pez mucho más gordo; llamé a OE-1, que intervino a nuestro favor; Styx es por el momento responsabilidad nuestra. Escucha.
Me pasó los auriculares y volví a mirar por los binoculares. El hermano de Hades estaba sentado ante una enorme mesa de nogal repasando un ejemplar de Compraventa de coches de Londres y distrito. Mientras yo miraba, se detuvo, tomó el teléfono y marcó un número.
—¿Hola? —dijo Styx al teléfono.
—¿Hola? —respondió una mujer de mediana edad, la receptora de la llamada.
—¿Tiene a la venta un Chevrolet de 1976?
—¿Compra un coche? —le pregunté a Tamworth.
—Sigue escuchando. Aparentemente a la misma hora todas las semanas. Regular como un reloj.
—Sólo tiene ciento treinta y dos mil kilómetros —siguió diciendo la dama—, y corre bastante bien. Pasó la revisión y los impuestos están pagados hasta fin de año.
—Suena perfecto —respondió Styx—. Estoy dispuesto a pagar en efectivo. ¿Lo reservará para mí? Me llevará una hora. Está en Clapham, ¿no?
La mujer aceptó, y le dio una dirección que Styx no se molestó en apuntar. Reafirmó su interés y luego colgó, sólo para llamar a un número diferente por otro coche en Hounslow. Me quité los auriculares y retiré el conector para poder oír la voz nasal de Styx por los altavoces.
—¿Cuánto tiempo lo hace?
—Según los registros de OE-14, hasta que se aburre. Seis horas, en ocasiones ocho. Tampoco es el único. Cualquiera que alguna vez haya vendido un coche recibe al menos una llamada de alguien como Styx. Toma, para ti.
Me pasó una caja de munición con balas expansivas desarrolladas para provocar el máximo daño interno.
—¿Qué es el tipo? ¿Un búfalo?
Pero a Tamworth no le hizo gracia.
—Aquí nos enfrentamos a algo muy diferente, Thursday. Rézale al DEG no tener que usarlas nunca, pero si tienes que hacerlo, no vaciles. Nuestro hombre no concede segundas oportunidades.
Saqué el cargador de mi automática y lo recargué, y también el de repuesto que llevaba conmigo, dejando una bala normal la primera en caso de una comprobación de OE-1. En el piso, Styx había marcado otro número en Ruislip.
—¿Hola? —respondió el desafortunado propietario de un coche al otro extremo de la línea.
—Sí, vi su anuncio de un Ford Granda en el Compraventa de hoy —dijo Styx—. ¿Está a la venta?
Styx recibió la dirección del propietario, prometió llegar en diez minutos, colgó el teléfono y luego se frotó encantado las manos, riendo como un niño. Cruzó el anuncio con una línea y pasó al siguiente.
—Ni siquiera tiene carné de conducir —dijo Tamworth desde el otro extremo de la sala—. Pasa el resto de su tiempo robando bolígrafos, haciendo que los dispositivos eléctricos fallen después de que expire la garantía y rayando discos en las tiendas.
—Un poco infantil, ¿no?
—Diría yo —respondió Tamworth—. Le posee cierta cantidad de maldad, pero nada comparado con su hermano.
—Bien, ¿cuál es la conexión entre Styx y el manuscrito Chuzzlewit?
—Sospechamos que podría tenerlo en su poder. Según los registros de vigilancia de OE-14, vino con un paquete la noche del robo en Gad’s Hill. Soy el primero en admitir que las posibilidades son remotas, pero es la mejor prueba de su paradero en estos últimos tres años. Es hora de que se deje ver.
—¿Ha pedido rescate por el manuscrito? —pregunté.
—No, pero todavía es pronto. Puede que no sea tan simple como creemos. Nuestro hombre posee un CI estimado de 180, así que la simple extorsión puede que le resulte demasiado fácil.
Snood vino y se sentó ligeramente nervioso frente a los binoculares, se puso los auriculares y los conectó. Tamworth tomó sus llaves y me entregó un libro.
—Tengo que reunirme con mi equivalente en OE-4. Será como una hora. Si pasa algo, llámame al busca. Mi número está en el uno de marcación rápida. Échale un vistazo a esto si te aburres.
Miré el pequeño libro que me había dado. Era Jane Eyre de Charlotte Brontë, encuadernado en cuero rojo.
—¿Quién te lo dijo? —pregunté con brusquedad.
—¿Quién me dijo qué? —respondió Tamworth, sinceramente sorprendido.
—Es solo que… he leído mucho este libro. Cuando era más joven. Lo conozco muy bien.
—¿Y te gusta el final?
Pensé durante un momento. El clímax bastante fallido del libro era causa de muchas amarguras en los círculos de Brontë. El acuerdo general era que si Jane hubiese regresado a Thornfield Hall y se hubiese casado con Rochester, el libro podría haber sido mucho mejor de lo que era.
—A nadie le gusta el final, Tamworth. Pero hay mucho dentro a pesar de eso.
—Entonces releerlo será especialmente instructivo, ¿no es así?
Llamaron a la puerta. Tamworth abrió y entró un hombre que era todo hombros sin cuello.
—¡Justo a tiempo! —dijo Tamworth, mirando el reloj—. Thursday Next, este es Buckett. Es temporal hasta que consiga un reemplazo.
Sonrió y se fue.
Buckett y yo nos dimos la mano. Sonrió con tristeza, como si no le gustasen este tipo de trabajos. Me dijo que estaba encantado de conocerme, y luego se fue a donde Snood para hablar de los resultados de las carreras de caballos.
Golpeé con los dedos el ejemplar de Jane Eyre que me había dado Tamworth y me lo metí en el bolsillo del pecho. Recogí las tazas de café y las llevé a la habitación hasta el fregadero de esmalte agrietado. Buckett apareció a la puerta.
—Tamworth dice que eras de detectives literarios.
—Tamworth tiene razón.
—Yo quería pertenecer a detectives literarios.
—¿Sí? —respondí, comprobando que en el frigorífico no había nada que no hubiese caducado hacía un año.
—Sí. Pero dijeron que había que leer un libro o dos.
—Eso ayuda.
Llamaron a la puerta y Buckett instintivamente fue a coger la pistola. Estaba más nervioso de lo que parecía.
—Calma, Buckett. Me ocupo yo.
Se unió a mí en la puerta y soltó el seguro de la pistola. Le miré y él asintió como respuesta.
—¿Quién es? —dije sin abrir la puerta.
—¡Hola! —respondió la voz—. Mi nombre es Edmund Capillary. ¿Se ha parado a preguntarse alguna vez si fue realmente William Shakespeare el que escribió esas obras maravillosas?
Los dos respiramos aliviados y Buckett volvió a poner el seguro de su automática, murmurando:
—¡Malditos baconianos!
—Calma —respondí—, no es ilegal.
—Peor me lo pones.
—Calla.
Abrí la puerta con la cadena secundaria puesta y me encontré a un hombre pequeño con un traje arrugado de pana. Sostenía una identificación desgastada para que la viese y amablemente levantó el sombrero con sonrisa nerviosa. Los baconianos estaban bastante locos, pero en general eran muy inofensivos. Su propósito en la vida era demostrar que Francis Bacon, y no Will Shakespeare, había escrito las grandes obras de la lengua inglesa. Bacon, creían, no había recibido el crédito que merecía por derecho y hacían campaña interminable por corregir esa supuesta injusticia.
—¡Hola! —dijo el baconiano con alegría—. ¿Puedo ocupar un momento de su tiempo?
Respondí lentamente:
—Si espera que crea que un abogado escribió El sueño de una noche de verano, entonces debo de ser más estúpida de lo que parezco.
El baconiano no se mostró desanimado. Evidentemente le gustaba pelear un mal argumento; en la vida real lo más probable es que fuese un abogado de accidentes.
—No tan estúpido como suponer que un colegial de Warwickshire casi sin educación pudiese escribir obras que no sólo pertenecían a su época sino a la eternidad.
—No hay pruebas de que careciese de educación formal —respondí tranquilamente, de pronto disfrutando. Buckett quería que me deshiciese de él, pero pasé de sus gestos.
—Cierto —siguió diciendo el baconiano—, pero yo argumentaría que el Shakespeare de Stratford no era el mismo hombre que el Shakespeare de Londres.
Era una aproximación interesante. Hice una pausa y Edmund Capillary aprovechó la oportunidad de atacar. Se lanzó casi automáticamente a un discurso bien ensayado.
—El Shakespeare de Stratford era un comerciante de grano con dinero y compraba casas mientras al Shakespeare de Londres lo perseguían los recaudadores de impuestos por sumas pequeñas. Los recaudadores lo localizaron en una ocasión en Sussex, en 1600; entonces, ¿por qué no actuar contra él en Stratford?
—Dígame.
Ahora estaba en marcha.
—No hay registros de que nadie en Stratford tuviese alguna idea de su éxito literario. No se sabe que comprase libros, escribiese cartas o hiciese cualquier otra cosa excepto ser traficante de productos en saco: grano, malta y demás.
El pequeño hombre parecía triunfante.
—Bien, ¿dónde encaja Bacon en todo esto? —le pregunté.
—Francis Bacon era un escritor isabelino al que su familia obligó a convertirse en abogado y político. Como el hecho de asociarse con algo como el teatro hubiese sido mal visto, Bacon tuvo que conseguir la ayuda de un actor pobre llamado Shakespeare para que actuase como su testaferro… La historia erróneamente ha conectado a los dos Shakespeare para añadir validez a una fábula que por demás carece de sustancia.
—¿Y la prueba?
—Hall y Marston, ambos escritores satíricos isabelinos, creían firmemente que Bacon era el verdadero autor de «Venus y Adonis» y «La violación de Lucrecia». Tengo aquí un panfleto que amplía la cuestión. Hay más detalles disponibles en nuestras reuniones mensuales; nos solíamos reunir en el ayuntamiento, pero el ala radical de los «Nuevos Marlovianos» nos puso una bomba la semana pasada. No sé dónde nos reuniremos la próxima semana. Pero si me da su nombre y su número, estaremos en contacto.
Su rostro era serio y estaba cargado de suficiencia; creía haberme pillado. Decidí sacar mi as de la manga.
—¿Qué hay del testamento?
—¿El testamento? —repitió, ligeramente nervioso. Era evidente que había esperado que no lo mencionase.
—Sí —seguí diciendo—. Si Shakespeare era realmente dos personas, entonces, ¿por qué iba el Shakespeare de Stratford a mencionar en su testamento a los colegas de teatro del Shakespeare de Londres: Condell, Heming y Burbage?
El rostro del baconiano se desmoronó.
—Esperaba que no lo preguntase —suspiró—. Estoy perdiendo el tiempo, ¿no es así?
—Me temo que así es.
Murmuró algo por lo bajo y avanzó. Mientras echaba el cerrojo pude oír al baconiano llamando a la puerta de al lado. Quizás a lo largo del pasillo tuviese más suerte.
—En todo caso, ¿qué hace aquí alguien de detectives literarios, Next? —preguntó Buckett mientras regresábamos a la cocina.
—Estoy aquí —respondí lentamente—, porque sé qué aspecto tiene él. Estoy lejos de ser permanente. En cuanto se lo señale, Tamworth me transferirá de vuelta.
Vertí por el fregadero algo de leche convertida en yogur y enjuagué el contenedor.
—Podría ser una bendición.
—No lo veo así. ¿Qué hay de ti? ¿Cómo te relacionaste con Tamworth?
—Normalmente soy de antiterrorismo. OE-9. Pero Tamworth tiene problemas con el reclutamiento. Recibió un sable de caballería en mi lugar. Le debo una.
Bajó los ojos y jugó un momento con la corbata. Busqué cautelosamente un trapo en el armario, descubrí algo desagradable y luego lo cerré con rapidez.
Buckett sacó la cartera y me mostró una fotografía de un bebé babeante que se parecía a todos los demás bebés babeantes que había visto en mi vida.
—Ahora estoy casado, por lo que Tamworth sabe que no puedo quedarme; uno tiene que cambiar, ya sabes.
—Un chico guapo.
—Gracias —guardó la foto—. ¿Estás casada?
—No por no haberlo intentado —respondí mientras llenaba la tetera.
Buckett asintió y sacó un ejemplar de Caballo Rápido.
—¿Alguna vez apuestas a los jamelgos? He recibido un soplo interesante sobre Malabar.
—No. Lo siento.
Buckett asintió. La conversación básicamente había terminado.
Unos minutos después llevé algo de café. Snood y Buckett discutían el resultado de la carrera por apuestas de Cheltenham Gold.
—¿Así que sabe que aspecto tiene, señorita Next? —preguntó el anciano Snood sin dejar de mirar por los binoculares.
—Me dio clase cuando estuve en la universidad. Pero describirle es complicado, la verdad.
—¿Constitución media?
—Cuando le vi por última vez.
—¿Alto?
—Al menos casi dos metros.
—¿Pelo negro peinado hacia atrás y gris en las sienes? Buckett y yo nos miramos.
—¿Sí…?
—Creo que está ahí, Thursday. Arranqué el conector de los auriculares.
—¡¡¡… Acheron!!! —dijo la voz de Styx por los altavoces—. ¡Querido hermano, qué agradable sorpresa!
Mire por los binoculares y pude ver a Acheron en el piso con Styx. Estaba vestido con un largo guardapolvo gris y tenía exactamente el aspecto que recordaba a pesar de los años. No parecía haber envejecido ni un día. Me estremecí involuntariamente.
—Mierda —murmuré.
Snood ya había marcado el número del busca para avisar a Tamworth.
—Los mosquitos han picado a la cabra azul —murmuró al teléfono. Gracias. ¿Puede repetirlo y enviarlo dos veces?
El corazón me latía a mayor velocidad. Puede que Acheron no se quedase demasiado tiempo y yo estaba en situación de avanzar para siempre más allá de detective literaria. Atrapar a Hades sería algo que nadie podría olvidar.
—Voy a ir —dije de modo casi informal.
—¡¿Qué?!
—Me habéis oído. Quedaos aquí y pedid refuerzos armados de OE-14, aproximación silenciosa. Decidles que hemos entrado y que rodeen el edificio. El sospechoso está armado y es extremadamente peligroso. ¿Entendéis?
Snood sonrió de la forma que tanto me había gustado en su hijo y cogió el teléfono. Me volví hacia Buckett.
—¿Estás conmigo?
Buckett se había puesto un poco pálido.
—Yo… ah… estoy contigo —respondió temblando un poco. Salí corriendo por la puerta, bajé los escalones y llegué al vestíbulo.
—¡Next…!
Era Buckett. Se había detenido y temblaba visiblemente.
—¿Qué pasa?
—Yo… yo… no puedo hacerlo —anunció, aflojándose la corbata y frotándose la nuca—. ¡Tengo al bebe…! No sabes lo que él puede hacer. Me gusta apostar, Next. Adoro las buenas posibilidades. Pero si intentamos capturarle, los dos acabaremos muertos. ¡Te lo ruego, espera a OE-14!
—Para entonces ya podría estar lejos. No tenemos más que retenerle.
Buckett se mordió el labio, pero el tipo estaba aterrorizado. Agitó la cabeza y se retiró apresuradamente sin decir nada más. Como mínimo fue desconcertante. Pensé en gritarle pero recordé la foto del bebé babeante. Saqué la automática, abrí la puerta de la calle y atravesé lentamente la carretera hasta el edificio al otro lado. Mientras lo hacía, Tamworth apareció en su coche. No parecía muy feliz.
—¿Qué demonios haces?
—Persigo a un sospechoso.
—No, no lo haces. ¿Dónde está Buckett?
—De camino a casa.
—No se lo echo en cara. ¿OE-14 viene de camino?
Asentí. Hizo una pausa, miró al edificio oscuro y luego a mí.
—Mierda. Vale, quédate detrás y estate atenta. Dispara primero, pregunta después. Por debajo de ocho…
—… por encima de la ley. Lo recuerdo.
—Bien.
Tamworth sacó la pistola y entramos cautelosamente en el vestíbulo del almacén reconvertido. El apartamento de Styx estaba en el séptimo piso. La sorpresa, con suerte, estaría de nuestro lado.