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Una mujer llamada Thursday Next

«… Hay dos escuelas de pensamiento sobre la resistencia del tiempo. La primera dice que el tiempo es extremadamente volátil, con cada pequeño acontecimiento alterando el resultado final del futuro de la tierra. La otra dice que el tiempo es rígido y que no importa lo mucho que lo intentes, siempre regresará a un presente ya determinado. En cuanto a mí, no me interesan esas trivialidades. Me limito a vender corbatas a quien las quiera comprar…»

Vendedor de corbatas en Victoria, junio de 1983

Mi busca me había entregado un mensaje desconcertante; acababan de robar lo imposible de robar. No era la primera vez que se habían apropiado del manuscrito de Martin Chuzzlewit. Dos años antes, lo había sacado de su caja un guardia de seguridad que simplemente quería leer el libro en su estado puro e inmaculado. Incapaz de vivir consigo mismo o de descifrar la letra de Dickens más allá de la tercera página, finalmente confesó y se recuperó el manuscrito. Pasó cinco años sudando en hornos de cal en el límite de Dartmoor.

Gad’s Hill Palace era donde Charles Dickens había vivido al final de su vida, pero no donde había escrito Chuzzlewit. Eso fue en Devonshire Terrace, donde en 1843 todavía vivía con su esposa. Gad’s Hill es un enorme edificio Victoriano cerca de Rochester que cuando Dickens lo compró poseía bonitas vistas del Medway. Si retuerces los ojos y haces caso omiso de la refinería de petróleo, la planta de agua pesada y la instalación de contención de CoMatEx, no es excesivamente difícil descubrir que le atrajo hasta esta parte de Inglaterra. Cada día pasaban por Gad’s Hill varios miles de visitantes, convirtiéndola en la tercera área de peregrinaje literario más popular después de la casa de Anne Hathaway y la mansión Haworth de las Brontë. Un número tan impresionante de personas había creado grandes problemas de seguridad; nadie se arriesgaba desde que un individuo trastornado había entrado en Chawton, amenazando con destruir todas las cartas de Jane Austen a menos que se publicase su, francamente, aburrida y desigual biografía de Austen. En esa ocasión no había habido ningún daño, pero fue un heraldo importante de lo que estaba por llegar. El año siguiente en Dublín, una banda organizada intentó secuestrar a cambio de rescate los papeles de Jonathan Swift. Se produjo un asedio prolongado que acabó con dos de los extorsionistas muertos y la destrucción de varios panfletos políticos originales y un borrador inicial de Los viajes de Gulliver. Tenía que suceder lo inevitable. Las reliquias literarias se guardaron tras vidrios a prueba de balas y se protegieron con vigilancia electrónica y guardias armados. Nadie lo quería así, pero parecía ser la única respuesta. Desde entonces, se habían producido muy pocos problemas, lo que hacía que el robo de Chuzzlewit fuese aún más asombroso.

Aparqué el coche, me colgué la identificación de OE-27 en el bolsillo superior y me abrí paso a través de las multitudes de periodistas y curiosos. En la distancia vi a Boswell y pasé por debajo de una barrera policial.

—Buenos días, señor —murmuré—. Vine tan pronto como lo supe.

Se llevó un dedo a los labios y me susurró al oído:

—Ventana del primer piso. Llevó menos de diez minutos. Nada más.

—¿Qué?

Entonces la vi. La reportera estrella de Toad News Network, Lydia Startright, estaba a punto de hacer una entrevista. La exquisitamente peinada periodista televisiva terminó la introducción y se volvió hacia nosotros dos. Boswell empleó un perfecto paso lateral, me dio un codazo juguetón en las costillas y me dejó sola ante la mirada feroz de las cámaras de noticias.

—… de Martín Chuzzlewit, robado del museo Dickens en Gad’s Hill. Tengo conmigo a la detective literaria Thursday Next. Agente, ¿cómo es posible que unos ladrones entrasen y robasen uno de los grandes tesoros de la literatura?

Murmuré cabrón por lo bajo en dirección a Boswell, quien lo esquivó estremeciéndose de alegría. Me moví incómoda. Con una población que manifestaba un interés, que no disminuía, por el arte y la literatura, el trabajo de detective literario se había vuelto cada vez más difícil, empeorado aún más por el presupuesto limitado.

—Lo ladrones entraron a través de una ventana en la planta baja y fueron directamente por el manuscrito —dije con mi mejor voz televisiva—. Entraron y salieron en diez minutos.

—Tengo entendido que el museo dispone de un circuito cerrado de televisión —siguió diciendo Lydia—. ¿Los ladrones aparecen en el vídeo?

—La investigación todavía prosigue —respondí—. Debe comprender que es preciso mantener en secreto algunos detalles por razones de procedimiento.

Lydia bajó el micrófono y paró la cámara.

—¿Tiene algo que ofrecerme, Thursday? —preguntó—. El discurso de cacatúa lo puedo conseguir en cualquier parte.

Sonreí.

—Acabo de llegar, Lyds. Llámame la próxima semana.

—Thursday, en una semana esto será material de archivo. Vale, grabando.

El cámara se volvió a colocar la cámara al hombro y Lydia continuó con su reportaje.

—¿Tienen alguna pista?

—Estamos siguiendo varias posibilidades. Confiamos en devolver el manuscrito al museo y arrestar a los implicados.

Deseaba poder compartir ese optimismo. Había pasado un montón de tiempo en Gad’s Hill supervisando la seguridad, y sabía que era como el Banco de Inglaterra. Los que se habían encargado de la seguridad eran muy buenos. Realmente buenos. También lo convertía en algo un poco personal. La entrevista terminó cuando pasé por debajo de la cinta de No Cruzar de OpEspec para llegar hasta donde me esperaba Boswell.

—Esto es un desastre, Thursday. Turner, informe.

Boswell nos dejó y se fue a buscar algo de comer.

—Si puede deducir cómo lo han hecho —murmuró Paige, que era una versión ligeramente mayor y en mujer de Boswell—, me comeré las botas, con hebilla y todo.

Turner y Boswell ya formaban parte del departamento de detectives literarios cuando yo aparecí por allí, recién salida del servicio militar y una corta carrera en el departamento de policía de Swindon. Poca gente abandonaba la división de detectives literarios; cuando estabas en Londres básicamente habías alcanzado el punto máximo de tu profesión. El ascenso o la muerte eran las dos formas habituales de irse; se decía que un trabajo allí no era hasta Navidad… era para toda la vida.

—A Boswell le caes bien, Thursday.

—¿De qué forma? —pregunté con suspicacia.

—De esta forma: desear que estés en mis zapatos cuando yo me vaya… El fin de semana me comprometí con un tipo bastante agradable de OE-3.

Debería haber manifestado más entusiasmo, pero Turner había estado comprometida tanta veces que podría haberse colocado un anillo en todos los dedos de pies y manos; dos anillos en cada dedo.

—¿OE-3? —pregunté, algo inquisitiva.

Pertenecer a OpEspec no garantizaba que supieses a qué se dedicaba cada departamento… Probablemente el público estuviese mejor informado. Las únicas divisiones de OpEspec que conocía con seguridad por debajo de OE-12 eran OE-9, antiterrorismo, y OE-1, asuntos internos, la policía de OpEspec; la gente que se aseguraba de que no cruzásemos la línea.

—¿OE-3? —repetí—. ¿A qué se dedican?

—Cosas raras.

—¿Pensaba que OE-2 se ocupaban de las cosas raras?

—OE-2 se ocupa de las cosas todavía más raras. Se lo pregunté pero nunca me respondió… estuvimos ocupados. Mira esto.

Turner me guió hasta la sala del manuscrito. El expositor de vidrio que contenía el manuscrito encuadernado en piel estaba vacío.

—¿Algo? —preguntó Paige a uno de los agentes encargados de la escena del crimen.

—Nada.

—¿Guantes? —pregunté.

La técnico se puso en pie y estiró la espalda; no había encontrado ni una sola huella de algún tipo.

—No; y eso es lo realmente raro. Parece como si no hubiesen tocado la caja; ni con guantes, ni con tela… nada. Por lo que veo, ¡nadie ha abierto la caja y el manuscrito sigue en su interior!

Miré la caja de vidrio. Seguía debidamente cerrada y no habían tocado nada de lo demás expuesto. Las llaves se guardaban por separado y ahora mismo venían desde Londres.

—Vaya, es curioso… —murmuré, inclinándome.

—¿Qué ves? —preguntó Paige ansiosa.

Indiqué una zona de vidrio en uno de los paneles laterales que ondulaba ligeramente. La zona era aproximadamente del tamaño del manuscrito.

—Me di cuenta —dijo Paige—. Pensé que era una tara en el vidrio.

—¿En un vidrio reforzado a prueba de balas? —le pregunté—. Ni de coña. Y no estaba así cuando supervisé la instalación, te lo aseguro.

—Entonces, ¿qué?

Acaricié el vidrio duro y sentí la superficie reluciente ondular bajo los dedos. Un estremecimiento me recorrió la espalda y tuve una curiosa sensación de familiaridad, la sensación que tienes cuando un matón de colegio largamente olvidado te saluda como si fuese un viejo amigo.

—El trabajo me resulta familiar, Paige. Cuando encuentre al culpable, será alguien a quien conozca.

—Has sido detective literaria durante siete años, Thursday.

Comprendí a qué se refería.

—Ocho años, y tienes razón… probablemente tú también los conozcas. ¿Podría haberlo hecho Lamber Thwalts?

Podría, si no siguiese en la trena… le quedan todavía cuatro años por aquella estafa de Trabajos de amor ganados.

—¿Qué hay de Keens? Él podría haber organizado algo de esta magnitud.

—Milton ya no está con nosotros. Pilló analepsia en la biblioteca de Parkhurst. En una semana estaba muerto, frío como un témpano.

—Mmm.

Indiqué las dos cámaras de vídeo.

—¿A quién vieron?

—A nadie —respondió Turner—. Ni a un pajarito. Podría ponerte las cintas, pero no ganarías nada.

Me mostró lo que tenían. En la comisaría ya interrogaban al guardia de seguridad. Esperaban que fuese un trabajo desde dentro, pero no lo parecía; el guardia se había mostrado tan devastado como cualquiera.

Turner rebobinó el vídeo y le dio a reproducir.

—Mira con cuidado. El grabador va rotando entre las cinco cámaras y graba cinco segundos en cada una.

—¿Así que el intervalo más largo entre cámaras es de veinte segundos?

—Exacto. ¿Estás mirando? Vale, ahí está el manuscrito…

Señaló el libro, claramente visible en la imagen mientras el reproductor pasaba a la cámara en la puerta principal. No hubo movimiento. Luego a la puerta interior que habría tenido que atravesar cualquier ladrón; todas las otras entradas estaban bloqueadas. Luego el pasillo; a continuación el vestíbulo; luego la máquina regresó a la sala del manuscrito. Turner le dio a pausa y yo me incliné. El manuscrito había desaparecido.

—¿Veinte segundos para entrar, abrir la caja, coger el Chuzzlewit y salir? Es imposible.

—Créeme, Thursday… sucedió.

Ese último comentario fue de Boswell, quien miraba por encima de mi hombro.

—No sé cómo lo hicieron, pero lo hicieron. He recibido una llamada del comandante supremo Gale por este caso y sobre él hace presión el primer ministro. Ya se están haciendo preguntas en el parlamento y va a rodar la cabeza de alguien. La mía no, os lo aseguro.

Nos miró a las dos bastante directamente, lo que me hizo sentirme especialmente incómoda; yo había asesorado al museo en cuestiones de seguridad.

—Nos ocuparemos del caso inmediatamente, señor —respondí, dándole al botón de pausa para permitir que el vídeo avanzase.

Las vistas del edificio cambiaron rítmicamente, sin revelar nada. Acerqué una silla, rebobiné la cinta y volví a mirar.

—¿Qué esperas encontrar? —preguntó Paige.

—Cualquier cosa.

No la encontré.