Una mujer llamada Thursday Next
«… La Red de Operaciones Especiales se creó para tratar esos deberes policiales que se consideraban demasiado extraños o demasiado especializados para confiarlos a las fuerzas regulares. Había en total treinta departamentos, empezando por el más mundano de Disputas Vecinales (OE-30) y pasando por Detectives Literarios (OE-27) y Crímenes Artísticos (OE-24). Todo por debajo de OE-20 era información restringida, aunque era de conocimiento público que la CronoGuardia era OE-12 y Antiterrorismo era OE-9. Se rumorea que OE-1 era el departamento que hace de policía de OpEspec en sí. Nadie sabía a qué se dedicaban los demás. Lo que sí se sabe es que los agentes individuales en sí son en su mayoría antiguos militares o policías, y están ligeramente desequilibrados. “Si quieres ser de OpEspec —se dice—, actúa de forma algo extraña…”»
MILLON DE FLOSS
Una breve historia de la Red de Operaciones Especiales
Mi padre tenía una cara que podía parar un reloj. No quiero dar a entender que fuese feo o algo así; era una frase que la CronoGuardia empleaba para describir a cualquiera que tuviese el poder de reducir el tiempo a un goteo ultra-lento. Papá había sido coronel en la CronoGuardia y había sido muy discreto con su trabajo. Tan discreto, de hecho, que no supimos que había empezado a actuar por su cuenta hasta que sus colegas de preservación del tiempo asaltaron nuestra casa sosteniendo una orden de Apresamiento y Erradicación sin fecha tanto en el futuro como en el pasado y exigiendo saber dónde y cuándo estaba.
Papá había permanecido en libertad desde entonces; supimos por sus visitas posteriores que consideraba que todo el servicio era moral e históricamente corrupto y que luchaba una guerra de un solo hombre contra los burócratas de la Oficina de Estabilidad Temporal Especial. No sé a qué se refería con eso y sigo sin saberlo; sólo esperaba que él supiese lo que hacía y que no sufriese ningún daño haciéndolo. Su habilidad para detener el reloj se la había ganado con mucho esfuerzo y era irreversible: ahora era un itinerante solitario del tiempo, sin pertenecer a una era en concreto sino a todas ellas y sin tener hogar excepto el éter cronoclástico…
Yo no era miembro de la CronoGuardia. Nunca quise serlo. Por lo que cuentan, no es que lo pasen demasiado bien, aunque la paga es buena y el servicio presume de un plan de jubilación que no tiene rival: un billete de ida a donde quieras y a cuando quieras. No, eso no era para mí. Yo era lo que llamábamos un Operativo de Grado I para OE-27, la división de Detectives Literarios de la Red de Operaciones Especiales con base en Londres. Es mucho menos chulo de lo que suena. Desde 1980, las grandes bandas criminales se habían metido en el lucrativo mercado literario y teníamos mucho trabajo por hacer y pocos fondos para hacerlo. Trabajaba para el jefe de área Boswell, un hombre bajito y regordete que parecía un saco de harina con brazos y piernas. Vivía y respiraba el trabajo; las palabras eran su vida y su pasión —nunca parecía ser más feliz que cuando estaba tras la pista de un Coleridge falsificado o un Fielding falso—. Fue a las órdenes de Boswell que arrestamos a la banda que robaba y vendía primeras ediciones de Samuel Johnson; en otra ocasión descubrimos un intento de autentificar una versión flagrantemente irreal de la obra perdida de Shakespeare, Cardenio. Divertido mientras duraban, pero eran sólo pequeñas islas de emoción en el océano de banalidades diarias que era OE-27: invertíamos la mayor parte del tiempo tratando con comerciantes ilegales, violaciones de copyright y fraude.
Llevaba ocho años con Boswell y OE-27, viviendo en un apartamento Maida Vale con Pickwick, un dodo de compañía regenerado que había quedado de los días en que la última moda era la extinción inversa y podías comprar un kit casero de clonación en casi cualquier tienda. Estaba deseando —no, estaba desesperada por— dejar de ser detective literario, pero los traslados eran desconocidos y las promociones imposibles. La única forma en que podría convertirme en inspectora sería si mi inmediato superior ascendía o se iba. Pero eso nunca sucedía; la esperanza que tenía la inspectora Turner de casarse con un hombre Perfecto acaudalado e irse del servicio era sólo eso: una esperanza, ya que a menudo el hombre Perfecto resultaba ser el señor Mentiroso, el varón Borracho o el caballero Ya Casado.
Como dije antes, mi padre tenía una cara que podía detener un reloj; y eso fue exactamente lo que sucedió una mañana de primavera mientras me tomaba un sándwich en un pequeño café no lejos de casa. El mundo parpadeó, se estremeció y se detuvo. El propietario del café se quedó congelado en mitad de una frase y la imagen del televisor se detuvo de inmediato. En el exterior, los pájaros colgaban inmóviles del cielo. Los coches y tranvías se detuvieron en la calle y un implicado en un accidente se detuvo en mitad del aire, con la expresión de terror congelada en el rostro al detenerse a medio metro del duro asfalto. El sonido también se detuvo, reemplazado por un instantáneo zumbido apagado, los ruidos del mundo en un momento del tiempo detenidos indefinidamente con el mismo tono y volumen.
—¿Cómo está mi esplendorosa hija?
Me volví. Mi padre estaba sentado ante una mesa y se levantó para abrazarme con afecto.
—Estoy bien —respondí, devolviéndole el abrazo con fuerza—. ¿Cómo está mi padre favorito?
—No puedo quejarme. El tiempo es un buen médico.
Le miré fijamente durante un momento.
—Sabes —murmuré—, creo que tienes un aspecto más joven cada vez que te veo.
—Así es. ¿Algún nieto en camino?
—¿Tal y como lo llevo? Nunca.
Mi padre sonrió y alzó una ceja.
—Yo todavía no sería así de categórico.
Me entregó una bolsa de los almacenes Wolworths.
—Hace poco estuve en el 78 —anunció—. Te he traído esto.
Me pasó un single de los Beatles. No reconocí el título.
—¿No se separaron en el 70?
—No siempre. ¿Cómo van las cosas?
—Igual que siempre. Autentificación, copyright, robo…
—¿… la misma mierda de siempre?
—Sí —asentí—. La misma mierda de siempre. ¿Qué te trae por aquí?
—Fui a ver a tu madre tres semanas por delante de tu tiempo —respondió, consultando el enorme cronógrafo de la muñeca—. Por la… aja… razón de siempre. Dentro de una semana va a pintar el dormitorio de malva… ¿Hablarás con ella y la disuadirás? No hace juego con las cortinas.
—¿Cómo está?
Soltó un suspiro largo.
—Radiante, como siempre. A Mycroft y a Polly también les gustaría ser recordados.
Eran mi tía y mi tío; los quería mucho, aunque los dos estaban locos como cabras. Sobre todo lamentaba no ver a Mycroft. Hacía años que no regresaba a mi ciudad natal y no veía a mi familia todo lo a menudo que debiera.
—Tu madre y yo creemos que sería buena idea que vinieses a casa durante un tiempo. Ella cree que te tomas tu trabajo demasiado en serio.
—Eso sería un poco hipócrita, papá, viniendo de ti.
—Eso ha dolido. ¿Qué tal están tus conocimientos de historia?
—No están mal.
—¿Sabes cómo murió el duque de Wellington?
—Claro —respondí—. Un francotirador francés le disparó durante las primeras fases de la batalla de Waterloo. ¿Por qué?
—Oh, por nada —murmuró mi padre fingiendo inocencia, mientras garabateaba en un cuaderno. Hizo una pausa—. Así que Napoleón ganó en Waterloo, ¿no? —me preguntó lentamente y con gran concentración.
—Claro que no —respondí—. La intervención a tiempo del mariscal de campo Blücher salvó la situación.
Entrecerré los ojos.
—Eso es historia básica, papá. ¿Qué tramas?
—Bien, ciertamente parece una coincidencia curiosa, ¿no crees?
—¿El qué?
—Nelson y Wellington, dos grandes héroes nacionales ingleses mueren ambos en los primeros momentos de sus batallas más importantes y decisivas.
—¿Qué sugieres?
—Podrían estar implicados revisionistas franceses.
—Pero no afectó al resultado de esas batallas —afirmé—. Ganamos igualmente en ambas ocasiones.
—Nunca dije que se les diese bien.
—¡Eso es ridículo! —me mofé—. ¡Supongo que crees que esos mismos revisionistas hicieron matar al rey Harold en 1066 para ayudar en la invasión normanda!
Pero papá no se reía. Respondió sorprendido.
—¿Harold? ¿Muerto? ¿Cómo?
—Una flecha, papá. En el ojo.
—¿Inglesa o francesa?
—La historia no lo dice —respondí, molesta por esas preguntas tan raras.
—¿En el ojo, dices…? El tiempo está desarticulado —murmuró, garabateando otra nota.
—¿Qué está desarticulado? —pregunté, sin poder oírle bien.
—Nada, nada. Buena suerte que yo naciese para…
—¿Hamlet? —pregunté, al reconocer la cita.
Pasó de mí, terminó de escribir y cerró el cuaderno de un golpe, para llevarse la punta de los dedos a las sienes y frotarse durante un momento. Miró nervioso a su alrededor.
—Me siguen. Gracias por tu ayuda, garbancito. Cuando veas a tu madre, dile que haga que las bujías tengan más brillo… y no olvides intentar disuadirla de pintar el dormitorio.
—Cualquier color menos malva, ¿no?
—Exacto.
Me sonrió y me tocó la cara. Sentía que se me humedecían los ojos; las visitas siempre eran muy cortas. Sintió mi tristeza y me dedicó el tipo de sonrisa que toda hija desea recibir de su padre. Luego dijo:
—¡Porque me he sumergido en el pasado, todo lo lejos que OpEspec podría ver…
Hizo una pausa y terminó la cita, parte de una vieja canción de la CronoGuardia que papá me solía cantar cuando era niña.
—… contemplé una visión del mundo y todas las opciones que podría contener!
Y se fue. El mundo onduló cuando el reloj volvió a ponerse en marcha. El barman acabó su frase, los pájaros volaron a sus nidos, la televisión regresó con un anuncio vomitivo de SmileyBurger y, en la carretera, el ciclista golpeó el asfalto.
Todo siguió como siempre. Nadie excepto yo había visto ir y venir a papá.
Pedí un sándwich de cangrejo y lo mordisqueé ausente mientras bebía un moca al que parecía llevarle una eternidad enfriarse. Había muchos clientes y Stanford, el propietario, estaba muy atareado limpiando tazas. Dejé el periódico para mirar la tele cuando apareció el logotipo de Toad News Network.
Toad News era la mayor red de noticias de Europa. Dirigida por la Corporación Goliath, era un servicio de veinticuatro horas con informativos a la última que los servicios de noticias nacionales no podían ni siquiera aspirar a igualar. Goliath le daba dinero y estabilidad, pero también un aire ligeramente sospechoso. A nadie le gustaba el pernicioso control que la Corporación tenía sobre el país, y la Toad News Network recibía algo más que su parte justa de críticas, a pesar de las negativas repetidas de que la compañía matriz decidiese las cosas.
—¡Esta —atronó la voz en off por encima del torbellino musical— es la Toad News Network! ¡La Toad les trae Noticias Globales, Noticias Actualizadas, Noticias AHORA!
Las luces se encendieron sobre la presentadora, quien le sonrió a la cámara.
—Son las noticias del mediodía para el lunes 6 de mayo de 1985, y las lee Alexandria Belfridge. La península de Crimea —anunció— vuelve a ser investigada esta semana al aprobar las Naciones Unidas la resolución PN17296, insistiendo en que Inglaterra y el Gobierno Imperial Ruso abran negociaciones en relación a la soberanía. Mientras la guerra de Crimea entra en su centésimo trigésimo primer año los grupos de presión tanto nacionales como extranjeros hacen lo posible por lograr un final pacífico de las hostilidades.
Cerré los ojos y gruñí en silencio para mí. Había estado allí cumpliendo con mi deber patriótico en el 73 y había visto por mí misma la verdad de la guerra más allá de la pompa y la gloria. El calor, el frío, el miedo, la muerte. La presentadora volvió a hablar, con la voz teñida por el patriotismo.
—Cuando las fuerzas inglesas expulsaron a los rusos de su último enclave en la península en 1975, fue considerado un triunfo importante contra una oposición arrolladora. Sin embargo, desde esos días la situación se mantiene en punto muerto y la pasada semana sir Gordon Duff-Rolecks resumió el estado de ánimo del país en un acto antibélico en Trafalgar Square.
El programa pasó a unas imágenes de una manifestación grande y bastante pacífica en el centro de Londres. Duff-Rolecks estaba de pie en un podio dando un discurso frente a un enorme y desorganizado bosque de micrófonos.
—Lo que comenzó como una excusa para controlar el expansionismo ruso en 1854 —entonó el parlamentario— se ha convertido a lo largo de los años en nada más que en un ejercicio de conservación del orgullo nacional.
Pero yo no escuchaba. Lo había oído antes una infinidad de veces. Tomé otro sorbo de café y el sudor me recorrió el cuero cabelludo. Mientras Duff-Rolecks hablaba, la televisión mostraba imágenes de archivo de la península: Sebastopol, una ciudad con guarnición inglesa muy fortificada con poco que mostrar de su herencia arquitectónica e histórica. Siempre que veía esas imágenes, el olor a cordita y el estruendo de las bombas me llenaban la cabeza. Instintivamente me froté el único signo externo de la campaña que había vivido —una pequeña cicatriz resaltada en la barbilla—. Otros no habían tenido tanta suerte. Nada había cambiado. La guerra había continuado.
—Son tonterías, Thursday —dijo una voz grave muy cerca.
Se trataba de Stanford, el dueño del café. Al igual que yo, era veterano de Crimea, pero de una campaña anterior. Al contrario que yo, había perdido algo más que su inocencia y algunos buenos amigos; se movía sobre dos piernas de metal y todavía tenía metralla suficiente en el cuerpo como para fabricar media docena de latas de judías cocidas.
—Crimea no tiene nada que ver con Naciones Unidas.
A pesar de que teníamos puntos de vista opuestos, le gustaba hablar de Crimea conmigo. Nadie más quería. Los soldados implicados en la disputa actual con Gales disfrutaban de mayor gloria; el personal de Crimea de permiso normalmente se dejaba el uniforme en el armario.
—Supongo que no —respondí sin comprometerme, mirando por la ventana hasta donde podía ver a un veterano de Crimea pidiendo en una esquina, recitando a Longfellow de memoria a cambio de un par de peniques.
—Si la devolvemos ahora sería como si todas esas vidas se hubiesen malgastado —añadió Stanford bruscamente—. Llevamos allí desde 1854. Nos pertenece a nosotros. Igualmente podrías decir que tendríamos que devolver la isla de Wight a los franceses.
—Devolvimos la isla de Wight a los franceses —respondí pacientemente; por lo general, los conocimientos de Stanford sobre el mundo se limitaban ahora al críquet de primera división y la vida amorosa de la actriz Lola Vaum.
—Oh, sí —murmuró, con el ceño fruncido—. Lo hicimos, ¿no? Bien, no deberíamos haberlo hecho. ¿Y quién se cree que es la ONU?
—No sé, pero si acaban las muertes, tienen mi voto, Stan.
El barman agitó la cabeza con tristeza mientras Duff-Rolecks daba fin a su discurso.
—… no hay ninguna duda de que el zar Romanov Alexei IV tiene unos abrumadores derechos a la soberanía de la península y al menos yo ansío el día en que podamos retirar nuestras tropas de lo que sólo se puede describir como un derroche incalculable de vidas y recursos humanos.
La presentadora de Toad News volvió a aparecer y pasó a otra noticia: el gobierno iba a aumentar el impuesto sobre el queso hasta el 83 por ciento, una medida impopular que sin duda conseguiría que los ciudadanos más militantes se manifestasen delante de las queserías.
—¡Los rusos podrían detenerla mañana si se retirasen! —dijo Stanford con beligerancia.
No era un argumento, y él y yo lo sabíamos. No quedaba nada de la península que valiese la pena poseer para el ganador hipotético. La única franja de tierra que no había quedado convertida en pulpa por los bombardeos de artillería estaba cubierta de minas. Histórica y moralmente, Crimea pertenecía a la Rusia Imperial; en resumen era eso.
La siguiente noticia trataba de una escaramuza fronteriza con la República Popular de Gales; sin heridos, sólo intercambio de algunos disparos por encima del río Wye cerca de Hay. Con su estilo pendenciero habitual, el joven presidente-de-por-vida Owain Glyndwr VII lo había achacado a las ansias imperialistas inglesas de tener una isla unificada; igualmente típico, el parlamento no se había molestado ni en emitir un comentario sobre el incidente. Hubo más noticias, pero en realidad no prestaba atención. Se había abierto una nueva planta de fusión en Dungeness y el primer ministro había ido a inaugurarla. Sonrió adecuadamente mientras se disparaban los flashes. Volví al periódico y leí un artículo sobre una propuesta parlamentaria para retirar al dodo la consideración de especie protegida tras su asombroso crecimiento numérico; pero no podía concentrarme. Crimea ocupaba toda mi mente con sus recuerdos inoportunos. Fue una suerte para mí que me sonase el busca y que me trajese una muy necesaria dosis de realidad. Tiré algunos billetes sobre la barra y salí corriendo por la puerta mientras la presentadora de Toad News anunciaba la muerte de un joven surrealista, apuñalado mortalmente por una banda que seguía una escuela radical de impresionistas franceses.