★★★

El comandante Ga fumaba en el porche y escrutaba la carretera con los ojos entornados, buscando alguna señal que le indicara que el coche regresaba para devolverle a Sun Moon. Oyó el ladrido lejano de un perro en el zoológico y se acordó de otro perro que había visto hacía tiempo, en una playa, montando guardia ante las olas para alguien que no volvería jamás. Había personas que aparecían en tu vida y te lo quitaban todo, la mujer de Camarada Buc tenía razón en eso. Saberse una de esas personas había sido asqueroso. Él había sido ya el que te lo quitaba todo, el que se llevaban y el que dejaban atrás, pero dentro de unas horas iba a saber qué se sentía cuando eras las tres cosas a la vez.

Apagó el cigarrillo. En la barandilla había aún semillas de apio de las trampas para pájaros del niño. Ga las hizo girar con un dedo y contempló la ciudad, oscura en la superficie, pero que acogía en sus entrañas un laberinto de búnkeres iluminados. En uno de esos búnkeres, estaba convencido, se encontraba Sun Moon. ¿Quién se había inventado aquel lugar? ¿Quién lo había hecho realidad? La esposa de Camarada Buc había considerado la idea de un edredón como algo repugnante y ridículo. ¿Dónde estaban el estampado y la tela que iban a permitir a alguien tejer la historia de una vida en aquel lugar? Si algo había aprendido del verdadero comandante Ga tras vestirse con su ropa y dormir en su cama, era que este era un producto de aquel lugar. En Corea del Norte no nacías, te hacías, y aquella noche el hombre que se encargaba de hacer las cosas se había quedado trabajando hasta tarde. Las semillas sueltas de la barandilla lo llevaron hasta una montaña de semillas. Ga alargó la mano, lentamente. ¿De dónde sacaba la esposa de Camarada Buc la serenidad que mostraba ante todo aquello? ¿Cómo sabía lo que había que hacer? De pronto crujió una rama, cayó una piedra, se tensó un hilo y un pequeño nudo atrapó el dedo de Ga.

Registró toda la casa buscando información, aunque no sabía ni de qué tipo ni para qué. Revisó la colección de vino de arroz del comandante Ga y comprobó cada botella. Se subió a una silla y, con la ayuda de una vela, echó un vistazo a la colección de pistolas amontonadas de cualquier manera en el armario de arriba de la cocina. En el túnel, examinó con la mirada todos los DVD buscando alguno que tratara sobre su situación, pero al parecer los americanos no hacían películas de ese tipo. Estudió las fotografías de las cubiertas y leyó los argumentos, pero ¿dónde iba a encontrar una película que no tuviera principio, con una parte central despiadada y un desenlace que se repitiera una y otra vez? Leer en inglés le provocó dolor en los ojos, y entonces empezó a pensar en inglés, lo que lo obligó a pensar en el día siguiente, y por primera vez le entró un miedo aterrador. No lograría quitarse el inglés de la cabeza hasta que oyera la voz de Sun Moon.

Cuando finalmente llegó su coche, el comandante Ga estaba echado en la cama, intentando relajarse, con la respiración inconsciente, elemental, de los niños. La oyó entrar en la casa oscura, ir a la cocina y servirse un vaso de agua con el cucharón. Cuando abrió la puerta de la cocina, Ga buscó a tientas la caja de cerillas y sacó una.

—No lo hagas —le dijo ella.

Él temió que le hubieran hecho daño o que la hubieran marcado de alguna forma, que le hubieran infligido algún tipo de castigo y que intentara ocultarlo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí —respondió ella.

La oyó cambiarse de ropa. A pesar de la oscuridad, visualizó perfectamente cómo se desnudaba y colgaba las prendas en el respaldo de la silla, y cómo apoyaba una mano en la pared para mantener el equilibrio, mientras se ponía la combinación que llevaba para dormir. Percibió sus movimientos en la oscuridad, tocando la cara de los niños, asegurándose de que estaban bien y que dormían.

Cuando se metió bajo las sábanas, Ga encendió una vela y ahí estaba, iluminada bajo la luz dorada.

—¿Dónde te ha llevado? —le preguntó—. ¿Qué te ha hecho?

Escrutó su rostro, buscando en ella alguna señal de lo que había pasado.

—No me ha hecho daño —lo tranquilizó—. Tan solo me ha mostrado un destello de cómo será el futuro.

Ga vio los tres choson-ots, uno rojo, uno blanco y uno azul, colgados en la pared.

—¿Los vestidos son parte de ese futuro? —le preguntó.

—Me los tengo que poner mañana. ¿No pareceré una de esas guías turísticas patrióticas del Museo de la Guerra?

—¿Y no puedes llevar tu propio vestido, el plateado?

Ella negó con la cabeza.

—Así pues, te vas a marchar como la corista en que quiere convertirte —dijo Ga—. Ya sé que no es lo que tú querías, pero lo importante es que te marches. Porque no has cambiado de opinión, ¿verdad? Todavía quieres irte, ¿no?

—Todavía queremos irnos, ¿no? —respondió ella. Entonces algo llamó su atención y volvió la mirada hacia la repisa vacía de la chimenea—. ¿Dónde está la lata de melocotones?

Ga tardó un instante en responder.

—La he tirado por la ventana —dijo—. Ya no la necesitamos.

Ella se lo quedó mirando.

—¿Y si alguien la encuentra y se la come? —preguntó ella.

—Antes he abierto la tapa para que se derramaran —le explicó Ga.

Sun Moon ladeó la cabeza.

—¿Me estás mintiendo?

—No, claro que no.

—¿Puedo confiar en ti?

—La he tirado porque no vamos a seguir ese camino —le explicó—. Vamos a elegir otro, uno que lleve a una vida como la de la película americana.

Sun Moon se tendió boca arriba y contempló el techo.

—Pero bueno, ¿y tú? —preguntó Ga—. ¿Por qué no me cuentas qué has hecho tú?

Ella se subió las sábanas y las agarró con las dos manos,

—¿Te ha puesto las manos encima?

—En este mundo hay cosas que pasan —admitió—. ¿Qué se puede decir al respecto?

Ga esperó a que añadiera algo, pero Sun Moon no dijo nada más.

Al cabo de un rato soltó un resoplido.

—Ha llegado el momento de que intimemos —decidió entonces Sun Moon—. El Querido Líder sabe muchas cosas sobre mí. Cuando estemos a salvo en el avión te contaré mi historia, si es lo que quieres. Pero de momento, esta noche te voy a revelar las cosas que él no sabe de mí.

Giró el cuello hacia la vela y la apagó de un soplido.

—El Querido Líder no tiene ni idea de que mi marido y el comandante Park conspiraban contra él. El Querido Líder no sabe que detesto su constante karaoke, que no he cantado una canción por placer en mi vida. No tiene ni idea de que su mujer me mandaba notas; les ponía un sello para tentarme a abrirlas, pero no lo hice nunca. Nunca ha sabido que en cuanto empieza a confiarme sus viles secretos, dejo de escucharlo. Nunca le contaría lo mucho que te odié por hacerme comer una flor, cómo te detesté por obligarme a romper mi promesa de no comer nunca más como una persona hambrienta.

Ga quería encender la vela, ver si estaba enfadada o asustada.

—De haberlo sabido… —empezó a decir.

—Déjame terminar —lo cortó ella—. Si me interrumpes no lo podré decir todo. No sabe que el objeto más valioso que poseía mi madre era una cítara de acero. Tenía diecisiete cuerdas y la parte posterior, lacada en negro, era tan brillante que te podías ver reflejado en ella. La noche anterior a la muerte de mi hermana, mi padre llenó el cuarto con el vapor de hierbas hirviendo y mi madre nos inundó con música san-jo, que resonaba en la oscuridad mientras mi madre sudaba entre los destellos de las cuerdas metálicas. Con ese sonido pretendía desafiar la luz que, al llegar el alba, se llevaría a su pequeña. El Querido Líder no sabe que por las noches busco a mi hermana con la mano. Y cada vez, cuando no la encuentro, me despierto. Nunca le contaría que aún llevo esa melodía grabada en la mente.

»El Querido Líder conoce mi historia elemental, los meros hechos. Sabe que a mi abuela se la llevaron a Japón para convertirla en mujer de solaz, pero sería incapaz de comprender por lo que pasó, y por qué volvió a casa habiendo aprendido solo canciones tristes. Como no podía hablar de esos años, era importante que sus hijas aprendieran esas canciones. Aunque, eso sí, se las tuvo que enseñar sin letra: tras la guerra, el simple hecho de saber japonés podía costarte la vida. Les enseñó las notas y cómo llenarlas de sentimiento. Eso fue lo que aprendió en Japón: a tocar una cuerda de modo que su sonido contuviera algo que no estaba ahí, a ocultar en una nota todo lo que la guerra se había tragado. El Querido Líder no comprende que lo que espera de mí es exactamente lo mismo.

»No sabe que la primera vez que me oyó cantar, yo le cantaba a mi madre, que estaba encerrada en otro vagón del tren, para que no desesperara. Viajábamos con cientos de personas más en un tren de recolocación, rumbo a un campo de reeducación, todos con un corte reciente en la oreja. Eso fue después de que se llevaran a mi hermana mayor a Pyongyang por su belleza; después de que, como familia, decidiéramos que mi padre intentara sacar a mi hermana pequeña del país; y después de que el plan fracasara, de que perdiéramos a mi hermana, de que declararan que mi padre era un desertor, y de que mi madre y yo nos convirtiéramos en familiares de un desertor. Era un viaje largo, el tren avanzaba tan despacio que los cuervos se posaban sobre el techo del vagón e iban de aquí para allá entre los respiraderos, observándonos como si fuéramos grillos a los que no podían acceder. Mi madre iba en otro vagón. Hablar estaba prohibido, pero cantar no. Yo cantaba Arirang para que supiera que estaba bien, y ella me devolvía la canción para decirme que aún estaba conmigo.

»Nuestro tren se detuvo en una vía muerta para dejar pasar otro convoy. Resultó que se trataba del tren a prueba de balas del Querido Líder, que se detuvo para que los dos conductores pudieran intercambiar información sobre el estado de las vías. Los rumores pronto circularon a través de los vagones y se extendió un pánico silencioso por lo que iba a sucedemos. Algunos empezaron a especular en voz alta sobre lo que sucedía en otros vagones, comentaron que se estaban llevando a algunos de los viajeros, de modo que me puse a cantar tan fuerte como pude, con la esperanza de que mi madre me oyera por encima de los murmullos de angustia.

»De repente la puerta de nuestro vagón se abrió y los guardas le pegaron una paliza a un hombre para que se arrodillara. Cuando le ordenaron que se inclinara, obedecimos todos. Y entonces, iluminado desde atrás por una luz deslumbrante, apareció el Querido Líder.

»—¿He oído un pajarito cantor? —preguntó—. Decid, ¿quién de entre vosotros es ese pajarito abandonado?

»Nadie habló.

»—¿Quién ha cogido nuestra melodía nacional y la ha adornado con tanta emoción? —insistió el Querido Líder, paseando entre las hileras de personas arrodilladas—. ¿Quién es la persona capaz de destilar de esta manera el corazón humano y llenar con su melodía la copa del celo patriótico? Por favor, quien sea, que termine la canción. ¿Cómo puede existir sin un final?

»De rodillas, y con las mejillas surcadas de lágrimas, me puse a cantar:

Arirang, Arirang, arariyó, cruzo el monte Arirang.
Te creí cuando me dijiste
que íbamos al monte Arirang a celebrar un picnic primaveral.
Arirang, antes de que te alejes diez pasos de mí te fallarán los pies.

»El Querido Líder cerró los ojos y sonrió. Yo no sabía qué era peor, si disgustarlo o complacerlo. Lo único que sabía era que mi madre no sobreviviría sin mí.

Arirang, Arirang, arariyó, Arirang solitario,
con una botella de vino de arroz oculta bajo la falda.
Te busqué, amor, en nuestro lugar secreto, en Odong, el bosque de Odong.
Arirang, Arirang, devuélveme mi amor.

»Cuando terminé, el Querido Líder pareció no oír la débil canción que me respondía.

»Me llevaron a su tren privado, cuyas ventanas eran tan gruesas que filtraban una luz verde e irreal. Allí me pidió que recitara unas frases de una historia que había escrito, titulada Que se mueran los tiranos. ¿Cómo es posible que no notara el olor a pis que yo desprendía, ni ese tufo a hambre que te sube por la garganta y te infecta el aliento? Pronuncié las palabras, aunque en ese estado no significaban nada para mí. Apenas logré terminar la primera frase sin sucumbir.

»—Bravo —aprobó entonces el Querido Líder, y me dedicó un aplauso—. Dime que memorizarás mis frases —dijo—. Dime que sí, que aceptas el papel.

»¿Cómo iba a saber que en realidad yo no entendía qué era una película, que solo había oído óperas revolucionarias? ¿Cómo iba yo a comprender que en el tren del Querido Líder había otros vagones, construidos para fines mucho menos nobles que realizar audiciones?

«Entonces el Querido Líder hizo un gesto amplio, como si estuviéramos en un cine.

»—Naturalmente, la sutileza de esta forma artística conseguirá que mis frases se conviertan en tus frases —añadió—. Los espectadores te verán llenar la pantalla y recordarán tan solo la emoción de tu voz mientras dabas vida a las palabras.

»El tren empezó a moverse bajo mis pies.

»—¡Por favor! —exclamé yo, con una voz que era casi un grito—. Mi madre tiene que estar a salvo.

»—Desde luego —dijo él—. Haré que alguien se encargue de ello.

»No sé qué me dio, pero levanté la cabeza, lo miré a los ojos y repetí:

»—A salvo para siempre.

»Él me dirigió una mirada de reconocimiento y sonrió.

»—A salvo, para siempre —asintió.

»Me di cuenta de que se avenía a mis términos, que obedecía al lenguaje de las reglas.

»—En ese caso lo haré —le dije—. Interpretaré su historia.

»Ese fue el momento en el que me “descubrió”. El Querido Líder lo recuerda con gran cariño, como si con su perspicacia y sabiduría me hubieran salvado de una fuerza natural destructora, como un corrimiento de tierras. Le cogió tanta afición a la historia que la repitió en numerosas ocasiones a lo largo de los años, cuando estábamos a solas en su palco de la ópera o mientras atravesábamos el cielo en su teleférico privado, su cuento sobre cómo el destino había hecho coincidir nuestros trenes. Nunca la vio como una amenaza con la que recordarme hasta dónde podía volver a caer, sino como un recordatorio de que juntos éramos eternos.

»A través de la ventana verde vi alejarse el tren donde viajaba mi madre.

»—Ya sabía yo que dirías que sí —comentó el Querido Líder—. Tenía una corazonada. Voy a cancelar a la otra actriz inmediatamente.

En la oscuridad, el comandante Ga pronunció aquella palabra:

—Cancelar.

—Sí, cancelar —repitió Sun Moon—. ¿Cuántas veces habré pensado en esa otra chica? ¿Cómo va a saber el Querido Líder que al pensar en ella aún se me pone la piel de gallina?

—¿Qué fue de ella? —preguntó Ga.

—Sabes perfectamente qué fue de ella —le contestó.

Los dos guardaron silencio un instante.

—Hay otra cosa que el Querido Líder no sabe de mí —dijo entonces Sun Moon—. Pero lo descubrirá pronto.

—¿Y qué es?

—Voy a recrear una de las canciones de mi abuela. En América encontraré las palabras que me faltan y la canción hablará de él. Contará todas las cosas sobre este lugar que nunca he podido expresar, hasta el menor detalle. La voy a cantar en el canal estatal de la principal emisora de América y todo el mundo sabrá la verdad sobre él.

—En el resto del mundo ya saben la verdad sobre él —repuso Ga.

—No, no lo saben —replicó ella—. Y no lo sabrán hasta que lo oigan en mi voz. Se trata de una canción que nunca creí que pudiera cantar.

Sun Moon encendió una cerilla y, con el destello de luz, continuó:

—Pero entonces llegaste tú. ¿Te das cuenta de que el Querido Líder no tiene ni idea de que soy la actriz más pura del mundo, no solo cuando recito sus frases, sino siempre, en cada momento? A ti también te he mostrado la actriz, pero en realidad no soy ella. Aunque no pueda dejar de actuar, por dentro no soy más que una mujer.

Ga apagó la cerilla de un soplido, la cogió del brazo y la acercó a él. Era el mismo brazo del que ya la había cogido con anterioridad, pero esta vez ella no se resistió. Ga tenía la cara muy cerca de la de ella y notaba su aliento.

La mujer lo agarró por la camiseta.

—Enséñamelo —dijo.

—Pero está oscuro, no lo vas a ver.

—Lo quiero notar —respondió ella.

Se quitó la camiseta por la cabeza y se inclinó sobre ella, hasta que el tatuaje quedó al alcance de las yemas de sus dedos. Sun Moon siguió sus músculos y le puso la mano sobre las costillas.

—A lo mejor me tendría que hacer uno —dijo entonces.

—¿Un qué, un tatuaje? —preguntó él—. ¿Y qué te tatuarías?

—¿Tú a quién sugieres que me tatúe?

—Depende. ¿En qué parte del cuerpo te lo quieres hacer?

Ella se quitó la combinación por la cabeza, le cogió una mano y la dejó, junto con las suyas, encima de su corazón.

—¿Qué te parecería aquí?

Él notó su piel delicada y la insinuación de su pecho, pero, sobre todo, sintió el calor de la sangre que su corazón bombeaba por todo su cuerpo y sus brazos, hasta las manos con las que sujetaba el dorso de la suya, de modo que tuvo la sensación de sumergirse en ella.

—Esta pregunta es fácil de responder —contestó—. El tatuaje que llevas sobre el pecho es la imagen de lo que llevas dentro del corazón.

Entonces se le acercó más y la besó. Fue un beso largo e inolvidable, y cuando sus labios se separaron, él cerró los ojos. Ella se quedó en silencio y él se preocupó, pues no sabía qué pensaba.

—Sun Moon, ¿sigues aquí?

—Sigo aquí —dijo ella—. Me acaba de pasar una canción por la cabeza.

—¿Una canción buena o mala?

—Solo las hay de un tipo.

—¿De verdad que nunca has cantado por placer?

—¿Y qué canción habría cantado? —le preguntó ella—. ¿Una sobre sangre derramada y la celebración del martirio, llena de mentiras aduladoras?

—¿De verdad no hay ninguna canción que puedas cantar? ¿Una de amor, tal vez?

—Dime una sola que no hayan pervertido y transformado en un canto de amor hacia el Querido Líder.

Él la acarició a oscuras: el hueco de la clavícula, el tenso tendón del cuello, el fino hueso del hombro.

—Pues yo me sé una canción —le dijo.

—A ver.

—Solo me acuerdo del principio, la oí en América.

—¿Qué dice?

Ella es la rosa amarilla de Texas —empezó.

Ella es la rosa amarilla de Texas —cantó ella.

Las palabras en inglés resultaban extrañas en sus labios, pero su voz tenía un timbre encantador. Él le acarició delicadamente los labios, para notarlos mientras ella cantaba aquellos versos.

Y yo la voy a ver.

Y yo la voy a ver.

Cuando finalmente la encuentre me tendré que casar con ella.

—¿Qué significa la letra?

—Habla de una mujer cuya belleza es como una flor rara y de un hombre que siente un gran amor por ella, un amor que ha estado acumulando durante toda su vida, y no le importa lo lejos que tenga que ir, ni que el tiempo que tengan para estar juntos sea breve, ni que luego la pueda perder, porque ella es la flor de su corazón y nada se la podrá arrebatar.

—¿Y el hombre de la canción eres tú? —le preguntó.

—Sí, ya lo sabes.

—Pues yo no soy la mujer de la canción —le aseguró—. No soy ni una actriz, ni una cantante, ni una flor. Yo solo soy una mujer. ¿Quieres conocer a esa mujer? ¿Quieres ser el único hombre del mundo que conozca a la verdadera Sun Moon?

—Sabes que sí.

Ella alzó ligeramente las caderas para que él le quitara la última prenda que llevaba puesta.

—¿Tú sabes qué les pasa a los hombres que se enamoran de mí? —le preguntó entonces.

Ga se lo pensó un momento.

—¿Que los encierras en tu túnel y no les das nada más que caldo durante dos semanas?

—No —respondió ella en tono juguetón.

—Pues a ver… —dijo Ga—. ¿Que tu vecino intenta contagiarles botulismo y luego el chófer del Querido Líder les pega un puñetazo en la nariz?

—No.

—Vale, me rindo. ¿Qué les pasa a los hombres que se enamoran de ti?

Ella se movió hasta que sus caderas quedaron justo debajo de las de él.

—Que se enamoran para siempre —dijo.

★★★

Después de perder a Jujack y de que Q-Ki desertara y se marchara con los Pubyok, pasé una temporada sin acercarme a la División 42. Sé que vagué por la ciudad, pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Una semana? ¿Y adónde fui? ¿Estuve caminando por el paseo Joseon, observando a los pájaros que intentaban desesperadamente huir de las trampas que les sujetaban las patas? ¿Me perdí en el mausoleo de Kumsusan, y pasé horas contemplando el ataúd de cromo y cristal de Kim Il-sung, y su cuerpo rojizo bajo las lámparas de conservación? ¿O estuve observando al hombre del saco en su camión, camuflado de furgoneta de los helados, mientras vaciaba las callejuelas de Pyongyang de niños mendigos? ¿Me acordé en algún momento de cuando recluté a Jujack, durante las jornadas de orientación profesional de la Universidad Kim Il-sung, a las que acudí vestido de traje y corbata, le mostré nuestros folletos en color al chaval y le expliqué que los interrogatorios ya no se basaban en la violencia, sino en la astucia intelectual, y que nos basábamos en el pensamiento creativo para proteger la seguridad nacional? A lo mejor me senté en el parque Mansu a observar cómo las vírgenes cortaban leña mientras el uniforme se les empapaba de sudor. Y, en ese caso, ¿no habría considerado el hecho de que estaba solo, que mi equipo había desaparecido, que mis posibilidades de amor, amistad y familia parecían haberse esfumado? A lo mejor tenía la mente en blanco mientras hacía cola ante unos autobuses que no tenía intención de coger, posiblemente no pensara en nada cuando me reclutaron para que participara en una brigada de sacos de arena. Porque ¿era posible que hubiera pasado todo ese tiempo reclinado sobre el vinilo azul de una de las butacas del piloto automático, imaginándolo todo? ¿Qué le estaba pasando a mi memoria? ¿Cómo podía ser que no me acordara de lo que había hecho durante esos días tan dolorosos? ¿Y por qué no me importaba no recordar nada? Lo prefería así, ¿verdad? ¿Qué probabilidades tenía realmente la vida frente al olvido?

Cuando finalmente regresé a la División 42 me sentía nervioso. Mientras bajaba el último tramo de escaleras no estaba seguro de qué esperar, pero me encontré con la actividad normal. Había nuevos casos en el tablón de la sala y las luces rojas de los tanques de reclusión estaban encendidas. Q-Ki pasó junto a mí, seguida de un nuevo becario.

—Me alegro de verlo, señor —dijo.

Sarge se mostró particularmente jovial.

—He aquí a nuestro interrogador —me saludó—. Es un placer tenerlo de vuelta.

Lo dijo de una forma que sugería que se refería a algo más que a mi reciente ausencia. Tenía un voluminoso objeto metálico encima de la mesa de trabajo.

—Eh, Sarge —le dije.

—¿Sarge? —preguntó—, ¿Quién es ese?

—Es decir, camarada. Lo siento —me disculpé.

—Mucho mejor —aprobó Sarge.

Justo entonces pasó junto a nosotros el comandante Park, cojeando y con el brazo en cabestrillo. Llevaba algo en la mano. No logré identificar de qué se trataba, aunque era algo rosado, húmedo y descarnado. El comandante Park, con su cara llena de cicatrices, era una figura ciertamente siniestra; su forma de mirarte, con esos ojos muertos en las cuencas marchitas, parecía salida de una película de miedo sobre dictadores malvados de África, o algo así. Envolvió lo que llevaba en la mano en papel de periódico y lo envió a través de un conducto de vacío al búnker que había debajo de nuestro edificio. Entonces se secó las manos en los pantalones y se marchó.

Sarge chasqueó los dedos delante de mis ojos.

—Camarada —dijo.

—Lo siento —me excusé—. Es que nunca había visto al comandante Park aquí arriba.

—Es el comandante —dijo Sarge.

—Sí, es el comandante —repetí yo.

—Mire —agregó entonces—, ya sé que lo han reclutado para la cosecha y que vive en un piso en la planta veintidós. Y sé que no tiene prioridad para sentarse en el metro —añadió, y se metió la mano en el bolsillo—. Por eso tengo algo para usted —dijo—. Algo que lo ayudará a librarse de las pequeñas incomodidades de la vida.

Yo estaba convencido de que me ofrecería uno de esos sedantes de última generación de los que tantos rumores había oído, pero lo que se sacó del bolsillo fue una insignia Pubyok nuevecita, reluciente.

—Los equipos unipersonales no existen —dijo, y me la ofreció—. Usted es un tipo listo y nosotros necesitamos tipos listos. Q-Ki ha aprendido mucho de usted. Vamos, sea inteligente. Podrá seguir trabajando con ella.

—Pero todavía tengo el caso de Ga —repuse—. Lo tengo que cerrar.

—Ahí tendrá todo mi respeto —aseguró Sarge—. No querría que actuara de otra forma: termine su trabajo, claro que sí, y luego incorpórese al equipo.

Cuando cogí la insignia, dijo:

—Les pediré a los chicos que programen su ceremonia de corte de pelo.

Le di la vuelta a la insignia. No llevaba ningún nombre, solo un número. Sarge me puso una mano sobre el hombro.

—Venga, échele un vistazo a esto —dijo.

En la mesa de trabajo, me pasó el objeto metálico. Pesaba tanto que apenas conseguí levantarlo. Tenía un mango robusto, que conectaba con una franja en la que había letras hechas de metal forjado.

—¿Eso qué idioma es? —pregunté—. ¿Inglés?

Sarge asintió con la cabeza.

—Pero aunque supiera inglés, no lo podría leer —aseguró—. Está escrito al revés. —Me lo quitó de las manos para mostrarme el texto—, a esto se le llama hierro de marcar. Hierro puro, forjado a mano. Se utiliza para marcar algo que te pertenece, y una vez marcado el mensaje se lee del derecho. Ahora no recuerdo si pone «Propiedad de la República Popular Democrática de Corea» o «Propiedad del Querido Líder Kim Jong-il».

Sarge se me quedó mirando para ver si hacía una observación aguda, del tipo: «¿Y qué diferencia hay?». Al ver que no lo hacía, sonrió con expresión de aprobación.

Busqué el cable del aparato, pero no lo encontré.

—¿Y cómo funciona?

—Muy fácil —respondió—. Es antigua tecnología americana: lo colocas encima de unas brasas hasta que esté al rojo vivo. Y entonces marcas el mensaje.

—¿Dónde lo marcas?

—En el comandante Ga —dijo él—. Lo van a marcar al amanecer, en el estadio de fútbol.

«Los muy macabros», pensé, aunque intenté no mostrar ninguna emoción.

—¿Ese era el motivo de la visita del comandante Park?

—No —contestó Sarge—. El Querido Líder lo ha enviado para que cumpla una misión personal. Al parecer el Querido Líder echa de menos a Sun Moon y quería una última imagen que le permitiera recordarla.

Me quedé mirando a Sarge, tratando de comprender lo que estaba diciendo, pero en ese momento una sonrisita malévola le cruzó los labios y yo di media vuelta y eché a correr tan rápido como pude hacia donde estaba el comandante Ga. Lo encontré en uno de los tanques de reclusión insonorizados.

—Lo harán mañana por la mañana —dijo Ga cuando entré en su cámara. Estaba tendido encima de una mesa de interrogación, sin camiseta y con las manos atadas—. Me van a llevar al estadio de fútbol y me marcarán delante de todo el mundo.

Pero yo ni siquiera oía sus palabras, solo tenía ojos para su pecho. Me acerqué lentamente a él, con los ojos fijos en el recuadro desollado donde tenía el tatuaje de Sun Moon. Había perdido mucha sangre (la mesa chorreaba), pero en aquel momento ya solo le salía un líquido transparente que le caía a chorretones rosados por las costillas.

—No me vendría mal una venda —observó.

Miré alrededor de la habitación, pero allí no había nada.

Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo y a continuación el comandante Ga respiró hondo dos veces, algo que le provocó un gran dolor. Soltó una carcajada extraña, agónica.

—Ni siquiera me han preguntado por la actriz —dijo.

—Supongo que eso significa que los ha derrotado.

De repente el dolor le paralizó la mandíbula y no pudo más que asentir en silencio. Respiró rápidamente un par de veces más, y entonces añadió:

—Si alguna vez tiene que elegir entre el comandante Park con un cúter… —Aquí apretó los dientes—. Y un tiburón…

Le puse una mano sobre la frente, que estaba perlada de sudor.

—Elijo el tiburón, ¿no? Oiga —le dije—, no hable, no hace falta que se haga el gracioso. No tiene por qué emular a Camarada Buc.

Me di cuenta de que oír aquel nombre fue lo que más dolor le provocó.

—La cosa no tenía que salir así —protestó Ga—. A Buc no tenía que pasarle nada.

—Ahora preocúpese por usted —le dije.

El sudor se le acumulaba en los ojos, que le ardían de preocupación.

—¿A él también le han hecho esto? —preguntó.

Le sequé los ojos con el faldón de mi camisa.

—No —respondí—. Buc se fue según sus propios términos.

Ga asintió y le tembló la mandíbula inferior. Sarge entró en la sala, sonriendo.

—¿Qué me dice ahora del gran comandante Ga? —preguntó—. Es el hombre más peligroso del país, ¿sabe?

—No es el verdadero comandante Ga —le recordé a Sarge—. Solo es un hombre.

Sarge se sentó a horcajadas en la mesa del comandante Ga, que dio un respingo e intentó apartar la cabeza para que la cara le quedara tan lejos de Sarge como fuera posible. Pero Sarge se acercó aún más a Ga y se inclinó sobre él, como si quisiera inspeccionar la herida de cerca. Entonces se volvió hacia mí y sonrió.

—Ah, claro —dijo—. Nuestro buen comandante ha recibido entrenamiento contra el dolor.

Sarge cogió aire y sopló sobre la herida de Ga. El grito que este soltó a continuación me dolió en los oídos.

—Ya está preparado para cantar —aseveró Sarge—. Y usted va a tomarle la confesión.

Miré al comandante Ga, que respiraba con bocanadas cortas y temblorosas.

—¿Y qué pasa con su biografía? —le pregunté a Sarge.

—Es consciente de que esta será su última biografía, ¿verdad? —me dijo—. Eso ya es historia. En cualquier caso, con que cuando se lo lleven al estadio a primera hora de la mañana tenga su confesión, puede hacer lo que quiera con él.

Asentí y Sarge se marchó.

Me acerqué al comandante Ga. De pronto se le erizaba la piel de todo el cuerpo, y luego se le relajaba. No era ningún héroe, tan solo era un hombre al que habían empujado más lejos de lo que es razonable empujar a alguien. Al verlo en aquel estado comprendí el cuento que nos había contado sobre el huérfano que comía miel de las garras del Querido Líder. De pronto me di cuenta de que la noche en que Ga nos había contado aquella historia había sido la última vez que mi equipo había estado al completo.

—No voy a permitir que caiga en las garras del oso —le aseguré—. No dejaré que le hagan lo que le quieren hacer.

Había lágrimas en los ojos de Ga.

—Vendas —fue lo único que logró decir.

—Tengo que ir a hacer un recado —le dije—. Pero luego volveré a salvarlo.

En el bloque de viviendas Gloria del Monte Paektu, no subí a toda velocidad hasta la planta veintiuno, donde estaba el piso de mis padres. Por una vez me lo tomé con calma, concentrándome en el esfuerzo que me costaba subir cada peldaño. No lograba quitarme el hierro de marcar de la cabeza: lo veía con total claridad, su tono rojo incandescente, burbujeante, sobre el cuerpo del comandante Ga. Imaginé las marcas, antiquísimas y ya descoloridas, sobre las anchas espaldas de todos los Pubyok veteranos; vi el cuerpo perfecto de Q-Ki desfigurado, una quemadura que se le extendía desde el cuello hasta el ombligo, entre los pechos, sobre el esternón y el vientre, y que se perdía más abajo. No había utilizado la insignia de los Pubyok para tener asiento prioritario en el metro, me senté con los ciudadanos corrientes y no pude dejar de imaginar el «Propiedad de» marcado con letras rosadas en todos sus cuerpos. La marca había estado siempre ahí, solo que yo no había logrado verla hasta entonces. Se trataba de la perversión definitiva del sueño comunista que llevaba oyendo desde niño. Me di cuenta de que estaba a punto de devolver los nabos que había comido.

Casi nunca estaba en casa durante el día. Me quité los zapatos en el pasillo y metí la llave silenciosamente en la cerradura. Abrí la puerta y la levanté para evitar que los goznes chirriaran. Dentro, el altavoz vociferaba y mis padres estaban sentados a la mesa, con algunos de mis expedientes esparcidos ante ellos. Hablaban entre susurros mientras pasaban los dedos por encima de las páginas, palpando las etiquetas de las carpetas y los clips, los sellos de goma y las marcas departamentales repujadas.

Yo ya había aprendido la lección y sabía que no podía dejar documentos importantes en casa: aquello eran tan solo formularios de requisición.

Empujé la puerta, que chirrió y se cerró con un clic. Se quedaron los dos helados.

—¿Quién es? —preguntó mi padre—. ¿Quién anda ahí?

—¿Es un ladrón? —se sobresaltó mi madre—. Porque le aseguro que aquí no hay nada que robar.

Los dos me miraban fijamente, pero no parecían verme. Encima de la mesa, sus manos se buscaron y se unieron.

—Lárguese de aquí —dijo mi padre—. Déjenos en paz o se lo diremos a nuestro hijo.

Mi madre palpó a tientas por la mesa hasta que encontró una cuchara. La cogió por el mango y la levantó como si fuera un cuchillo.

—Más le vale que nuestro hijo no se entere —me advirtió—. Es un torturador.

—Madre, padre —los tranquilicé—. No tenéis por qué preocuparos. Soy yo, vuestro hijo.

—¿A estas horas? —se inquietó mi padre—. ¿Va todo bien?

—Sí, va todo bien —le aseguré yo.

Me acerqué a la mesa y cerré las carpetas.

—Vas descalzo —observó mi madre.

—Sí.

Vi las marcas sobre sus cuerpos, me di cuenta de que también ellos estaban marcados.

—No lo entiendo —admitió mi padre.

—Voy a tener una larga noche —les dije—. De hecho, me esperan unos días bastante largos. No voy a estar aquí para prepararos la cena, ni para acompañaros al baño del pasillo.

—No te preocupes por nosotros —repuso mi madre—. Ya nos apañaremos. Si te tienes que marchar, márchate.

—Sí, me tengo que marchar —afirmé.

Me dirigí a la cocina. Abrí un cajón y cogí el abrelatas. Entonces me detuve ante la ventana. Como pasaba los días bajo tierra, no estaba acostumbrado a la luz del mediodía. Observé la cuchara, la sartén y el hornillo con los que mi madre cocinaba. Miré el escurreplatos, había dos cuencos de cristal que reflejaban la luz. Decidí que los cuencos no me gustaban.

—Creo que me tenéis miedo —les dije a mis padres—. Porque me veis como un misterio. Porque en realidad no me conocéis.

Creí que protestarían, pero guardaron silencio. Alargué el brazo y cogí la lata de melocotones del estante superior. Soplé en la tapa, pero aún no llevaba allí suficiente tiempo como para haber acumulado polvo. Volví a la mesa, cogí la cuchara que mi madre tenía todavía en la mano y me senté. Dejé todo lo que llevaba en las manos ante mí.

—Bueno, pues no tendréis que preocuparos más —les dije—. Porque hoy vais a conocer mi verdadero yo.

Hundí el abrelatas en la tapa y empecé lentamente a cortarla en círculo. Mi padre olisqueó el aire.

—¿Melocotones? —preguntó.

—Eso es —asentí—. Melocotones en almíbar.

—¿Del mercado nocturno? —preguntó mi madre.

—En realidad lo he sacado del armario de pruebas.

Mi padre olió con visible deleite.

—Es como si los viera, dentro del almíbar espeso, iluminados por la luz.

—Hace tanto que no pruebo un melocotón —dijo mi madre—. Antes venía siempre un cupón al mes en la libreta de racionamiento.

—Pero de eso hace años —comentó mi padre.

—Sí, supongo que tienes razón —respondió mi madre—. Solo digo que a mí me encantaban los melocotones, pero que llegó un día en que ya fue imposible conseguirlos.

—Pues ha llegado el momento de subsanarlo —les dije, y dejé el abrelatas encima de la mesa—. Hala, ya está.

Abrieron la boca, como si fueran niños, y mi padre cerró sus ojos lechosos, expectante. Removí los melocotones dentro de la lata y elegí un trozo. Pasé la cuchara por el fondo de la lata para recoger el almíbar y le metí el pedazo en la boca a mi madre.

—Mmm. —Lo saboreó.

A continuación le tocó el turno a mi padre.

—Esto, hijo mío, es lo que yo llamo un melocotón —declaró.

Hubo un instante de silencio, interrumpido tan solo por el estruendo del altavoz, mientras disfrutaban del momento. Entonces, al unísono, exclamaron:

—¡Muchas gracias, Querido Líder Kim Jong-il!

—Sí —asentí—. Se lo tenéis que agradecer a él.

Volví a remover la lata y saqué el siguiente pedazo.

—Tengo un nuevo amigo —dije.

—¿Un amigo del trabajo? —preguntó mi padre.

—Sí, un amigo del trabajo —respondí yo—. Los dos nos hemos conocido bastante. Me ha hecho concebir esperanzas de que el amor me está esperando ahí fuera. Es un hombre que conoce el amor verdadero. He estudiado su caso con detenimiento y creo que el secreto del amor está en el sacrificio. Él mismo ha realizado el sacrificio máximo por la mujer a la que ama.

—¿Ha dado su vida por ella? —preguntó mi padre.

—En realidad le quitó la vida a ella —le contesté, y le metí un trozo de melocotón en la boca.

—Nos alegramos por ti —dijo mi madre, pero le temblaba la voz—. Como dice el Querido Líder, «el amor es lo que mueve el mundo». O sea que no dudes más, sal y encuentra el amor verdadero. No te preocupes por nosotros, estaremos bien: Sabremos cuidar de nosotros.

Le metí otro pedazo en la boca. La pillé por sorpresa y tosió.

—A lo mejor, de vez en cuando, me habéis visto escribir en un diario —continué—. En realidad no se trata de un diario, sino de una biografía personal. Como ya sabéis, me dedico justamente a eso, a escribir biografías de personas, que luego guardamos en lo que podría llamarse una biblioteca privada. Pero en el trabajo hay un tipo, al que llamaré Sarge, que dice que el problema de mis biografías es que nunca las lee nadie. Y eso me lleva a mi nuevo amigo, que me dijo que las únicas personas en todo el mundo que querrían leer su biografía ya no estaban.

Saqué un par de trozos más, generosamente bañados en almíbar.

—Cuando dices «personas» —comentó mi padre—, te refieres a la mujer a la que tu amigo quería.

—Sí —respondí.

—La mujer a la que tu amigo mató —añadió mi madre.

—Y a sus hijos —dije—. La historia tiene su lado trágico, eso es innegable.

Incliné la cabeza ante aquella afirmación tan acertada. Ese sería un buen título para la autobiografía: El comandante Ga: una tragedia. O como fuera que se llamara.

Ya solo quedaban la mitad de los melocotones. Los removí dentro de la lata y saqué otro pedazo.

—Guárdate también para ti —dijo mi padre.

—Sí, ya hemos comido bastantes —admitió mi madre—. Hacía mucho que no probaba nada tan dulce, mi estómago no lo va a tolerar.

Pero yo negué con la cabeza.

—Es una lata de melocotones especial —les dije—. Me los iba a guardar para mí, pero optar por la solución fácil no resuelve los problemas de la vida.

A mi madre le empezaron a temblar los labios y se los cubrió con la mano.

—Pero volvamos a mi problema —proseguí—, mi biografía y las dificultades que he tenido escribiéndola. Ahora me doy cuenta de que el bloqueo del biógrafo que vengo sufriendo se debía al hecho de que, en el fondo, sabía que nadie quería oír mi historia. Pero entonces fue cuando mi amigo me contó que su tatuaje no era público, sino privado. Que aunque estuviera a la vista de todo el mundo, en realidad era solo para él. Y que perder el tatuaje significaba perderlo todo.

—¿Cómo se pierde un tatuaje? —preguntó mi padre.

—Por desgracia es más fácil de lo que crees —dije yo—. Pero aquello me hizo pensar y al final me di cuenta de que no escribía ni para la posteridad, ni para el Querido Líder, ni para el bien de los ciudadanos. No, quienes tenían que oír mi historia eran las personas a las que amaba, personas que tenía a mi lado pero que habían empezado a pensar en mí como en un extraño, y que me tenían miedo porque no conocían mi verdadero yo.

—Pero tu amigo mató a las personas que amaba, ¿no?

—Es una desgracia, lo sé —dije—. Lo que ha hecho es imperdonable y, de hecho, ni siquiera ha pedido que lo perdonen. Pero permitidme que empiece con mi biografía. Nací en Pyongyang, hijo de unos trabajadores de fábrica —dije—. Mi madre y mi padre eran mayores, pero eran buenos padres. Habían sobrevivido a todas las purgas laborales y habían esquivado denuncias y campos de reeducación.

—Pero todas esas cosas ya las sabemos… —protestó mi padre.

—Chisss —lo corté yo—. A un libro no se le replica. No se puede reescribir una biografía mientras se lee. Y ahora volvamos a mi historia.

Mientras se terminaban los melocotones, les conté lo normal que había sido mi infancia, relaté cómo había tocado el acordeón y la flauta dulce en el colegio, y cómo había sido contratenor de la coral, con la que había interpretado Las cuotas nos levantan el ánimo. Había memorizado todos los discursos de Kim Il-sung y había sacado las mejores notas en Teoría Juche. Entonces empecé con las cosas que no sabían.

—Un día, un hombre del Partido vino a nuestra escuela —dije—. Nos hizo una prueba de lealtad a todos los niños, uno a uno, en el cobertizo de mantenimiento. La prueba en sí solo duraba unos minutos, pero era bastante difícil. Imagino que la idea de una prueba es esa. Me enorgullece decir que pasé la prueba, la pasamos todos, pero nadie habló nunca de ello.

Hablar de todo eso, sacar un tema que nunca había podido poner por escrito, me supuso una gran liberación. De pronto supe que lo compartiría todo con ellos, que estaríamos más cerca que nunca: les contaría todas las humillaciones que había sufrido en el servicio militar obligatorio, mi único encuentro sexual con una mujer y la cruel novatada de la que había sido víctima como becario de los Pubyok.

—No quiero entretenerme demasiado con esa prueba de lealtad, solo diré que cambió mi forma de ver las cosas. Detrás de un pecho lleno de medallas puede haber un héroe o un hombre con un dedo índice hiperactivo. Me convertí en un chico receloso, consciente de que, si te atrevías a mirar bajo la superficie de las cosas, siempre encontrabas algo más. Es posible que esa constatación me iniciara en mi carrera profesional, la cual me ha confirmado que, en realidad, los ciudadanos honrados y autocríticos que el Gobierno nos dice que somos no existen. Y que conste que no me quejo, solo lo expongo. No he tenido una vida tan difícil como algunos. No me crie en un orfanato como mi amigo, el comandante Ga.

—¿El comandante Ga? —preguntó mi padre—, ¿Ese es tu nuevo amigo?

Asentí con la cabeza.

—Contesta —insistió mi padre—. ¿Es el comandante Ga tu nuevo amigo?

—Sí —respondí.

—Pero no puedes fiarte del comandante Ga —dijo mi madre—. Es un cobarde y un criminal.

—Sí —añadió mi padre—. Es un impostor.

—No conocéis al comandante Ga —les dije—. ¿Habéis estado leyendo mis expedientes?

—No necesitamos ningún expediente —aseguró mi padre—. Lo dice la más alta autoridad: el comandante Ga es un enemigo del Estado.

—Por no hablar del mezquino de su amigo, Camarada Buc —añadió mi madre.

—Ni pronuncies su nombre —la advirtió mi padre.

—¿Cómo sabéis todo eso? —pregunté—. ¿Quién es esa autoridad?

Los dos señalaron el altavoz.

—Cada día emiten un episodio de su historia —me contó mi madre—. Suya y de Sun Moon.

—Sí —añadió mi padre—. Ayer dieron el episodio cinco, en el que el comandante Ga acudió a la Ópera con Sun Moon. Pero en realidad no se trata del verdadero comandante Ga…

—Ya basta —exclamé—. Es imposible, apenas he logrado avanzar con su biografía. ¡Pero si ni siquiera tiene final!

—Pues escúchalo tú mismo —dijo mi madre—. El altavoz no miente. Pasan el siguiente episodio esta misma tarde.

Arrastré una silla hasta la cocina, me subí a ella y agarré el altavoz. Incluso después de arrancarlo de la pared, seguía graznando conectado a un cable. Necesité un cuchillo de la carne para silenciarlo.

—¿Qué sucede? —se inquietó mi madre—. ¿Qué haces?

Mi padre se puso frenético.

—¿Y si los americanos nos lanzan un ataque furtivo? —preguntó—. ¿Cómo nos avisarán?

—Ya no tenéis que preocuparos por ningún ataque furtivo —los tranquilicé.

Mi padre quiso protestar, pero en ese preciso momento le cayó un hilillo de saliva de la boca. Se llevó una mano a los labios, que se le habían quedado entumecidos. A mi madre le temblaba una mano y se la cogió con la otra. La toxina del botulismo había empezado a florecer en su interior. El tiempo de las sospechas y las discusiones formaba ya parte del pasado.

Recordé la horrible foto de la familia de Camarada Buc, su mujer y sus hijas desplomadas debajo de la mesa, y decidí que mis padres no sufrirían esa humillación. Les di un vaso de agua y los metí en la cama, para que esperaran a que se hiciera de noche. Pasé toda la tarde y parte del anochecer narrando mi historia con todo detalle. No me dejé nada. Mientras hablaba, pasé todo el rato mirando por la ventana, y solo me callé al ver que empezaban a retorcerse en sus camas. Aun así, fui incapaz de ponerme en movimiento hasta que se hizo de noche, momento en que la ciudad de Pyongyang se convirtió en el grillo negro de un cuento de hadas: estaba por todas partes y en ningún sitio al mismo tiempo, y sus chirridos molestaban solo a quienes ignoraban la invitación final a acostarse. La luna se reflejaba en el río y, tras el ataque de los búhos reales, lo único que se oía de las ovejas y las cabras era el castañeteo de sus dientes mientras mascaban hierba en la oscuridad. Cuando era ya noche cerrada y mis padres habían perdido todas sus facultades, les di un beso de despedida, pues era incapaz de quedarme a presenciar lo inevitable. Uno de los síntomas más claros del botulismo es la pérdida de la visión, por lo que esperaba que no hubieran sabido en ningún momento qué les había pasado. Eché un vistazo alrededor de la sala una última vez y me fijé en nuestra foto de familia, en la armónica de mi padre, en sus anillos de bodas… Pero lo dejé todo donde estaba: al lugar adonde iba no me podía llevar nada.

Era imposible que el comandante Ga realizara el arduo viaje que tenía por delante con aquella herida abierta. En el mercado nocturno, cambié mi insignia Pubyok por algo de yodo y una venda grande. Mientras atravesaba la ciudad a oscuras, con destino a la División 42, me imbuí del silencio de la gran máquina inmóvil. No se oía el zumbido eléctrico en los cables que atravesaban las calles, ni el borboteo de agua en las cañerías. Pyongyang se agazapaba en la oscuridad para abalanzarse sobre el día siguiente. Cómo me gustaba ver despertar la capital, el olor a leña que flotaba en el ambiente por las mañanas, el aroma a rábanos fritos o el tufo a quemado de los frenos de los trolebuses… Iba a echar de menos la metrópoli, con todo su barullo y su vitalidad. Ojalá esta hubiera tenido lugar para alguien que se dedicaba a recoger historias humanas y ponerlas por escrito. Pero Pyongyang ya está llena de escritores de necrológicas, y yo no soporto la propaganda. La verdad, habría jurado que uno terminaría por acostumbrarse a su cruel destino.

Entré en la sala donde se encontraba el comandante Ga e inmediatamente este preguntó:

—¿Ya es por la mañana?

—Aún no —contesté—. Todavía hay tiempo.

Le curé la herida tan bien como supe. El yodo me manchó los dedos de rojo, de modo que parecía como si quien había masacrado al hombre que tenía ante mí hubiera sido yo. Sin embargo, en cuanto le puse la venda, la herida desapareció. Utilicé todo el rollo de cinta adhesiva para sujetársela.

—Me voy a largar de aquí —le dije—. ¿Quiere que me lo lleve conmigo?

Ga asintió con la cabeza.

—¿Le importa el lugar adónde vayamos, o los obstáculos que nos esperen?

El negó en silencio, y entonces dijo:

—No.

—¿Está listo? ¿Necesita prepararse?

—No —respondió—. Estoy listo.

Lo ayudé a levantarse y lo llevé a cuestas a través de la División 42, hasta la unidad de interrogatorios, donde lo senté en una de las butacas azul claro.

—Es el mismo lugar donde me dio una aspirina el día en que llegué —observó—. Parece que haya pasado una eternidad.

—El viaje no estará mal —le aseguré—. Al otro lado no habrá ni Pubyok, ni aguijadas, ni hierros de marcar el ganado. Con un poco de suerte lo mandarán a una granja colectiva rural. No le espera una vida sencilla, pero tendrá ocasión de empezar de nuevo, formar otra familia y servir a su país según el verdadero espíritu del comunismo: con trabajo y lealtad.

—Yo ya he tenido mi vida —dijo el comandante Ga—. Creo que voy a pasar del resto.

Cogí dos sedantes. El comandante Ga rehusó el suyo, o sea que me tomé yo los dos. Abrí el armario del suministro y rebusqué entre los pañales hasta que encontré uno de talla mediana.

—¿Quiere uno? —le pregunté—. Los tenemos siempre a mano, para cuando nos visita algún VIP. Pueden evitar situaciones embarazosas. Tengo uno grande aquí mismo.

—No, gracias —rehusó Ga.

Me bajé los pantalones y me puse el mío, utilizando las tiras adhesivas.

—Yo lo respeto, ¿sabe? —le dije—. Ha sido la única persona que ha pasado por aquí y no ha soltado prenda. Ha sido muy listo: si nos hubiera confesado dónde estaba la actriz, lo habrían matado de inmediato.

—¿Me va a conectar a esta máquina?

Asentí con la cabeza y él estudió los cables y los medidores de potencia del piloto automático.

—No hay ningún misterio —declaró—. La actriz desertó, no hay más.

—Usted no se cansa nunca, ¿verdad? Está a punto de perderlo todo menos el latido del corazón y sigue intentando despistarnos.

—Es la verdad —insistió Ga—. Subió al avión y se marchó volando.

—Imposible —repliqué—. Es cierto, cada año un puñado de campesinos se juegan la vida tratando de atravesar un río helado, pero ¿nuestra actriz nacional? ¿Delante de las narices del Querido Líder? No me insulte.

Le pasé unas zapatillas de papel. Ga se sentó en su silla azul claro y yo me senté en la mía, y juntos nos quitamos los zapatos y los calcetines para ponérnoslas.

—No pretendo insultarlo —me aseguró—, pero ¿de quién cree que son las fotografías que aparecen en mi teléfono? Mi mujer y mis hijos desaparecen, y de pronto empiezan a llegar fotos de una mujer y sus hijos de algún lugar lejano. ¿De verdad le parece tan misterioso?

—Es un enigma, lo admito. He pensado mucho en ello. Pero sé que mató a sus seres queridos; no hay otra opción —dije. Entonces saqué su teléfono de mi bolsillo y pulsé los botones necesarios para borrar las fotografías—. Si un interrogador empieza a cuestionar lo único que sabe seguro, en fin… Pero, por favor, yo ya no soy esa persona. Ya no me dedico a escribir biografías. Ahora solo me preocupa la mía.

Arrojé el teléfono a un cubo de acero inoxidable, junto con un puñado de monedas y mi insignia, en la que ponía tan solo «Interrogador». Ga señaló las esposas de cuero.

—No me va a poner eso, ¿verdad?

—Lo tengo que hacer, lo siento. Cuando nos encuentren, necesito que sepan que he sido yo quien le ha hecho esto a usted, y no al revés.

Recliné su silla hacia atrás y le até las piernas y las manos, aunque le hice el favor de dejarle las hebillas bastante sueltas.

—Siento mucho no haber terminado su biografía —me disculpé—. Si lo hubiera logrado, ahora podría mandarla con usted, de modo que al llegar al otro lado podría leer quién fue y convertirse otra vez en esa persona.

—No se preocupe —me tranquilizó—. Cuando llegue al otro lado ella estará allí. Entonces me reconocerá y me dirá quién soy.

—Le puedo ofrecer esto —le dije, y le tendí un bolígrafo—. Si quiere, puede escribir su nombre en alguna parte del cuerpo, un lugar donde no lo vea nadie: en el umkuyong, o entre los dedos de los pies. Así, más tarde podrá descubrir quién es. Le aseguro que no se trata de un truco para averiguar su identidad.

—¿Usted lo hará?

—Yo no quiero saber quién fui —respondí.

—Yo ni siquiera sabría qué nombre escribir —confesó.

Me arrodillé para conectarle los electrodos al cráneo.

—¿Sabe que cuentan su historia por los altavoces? —le pregunté.

—¿Por qué? —dijo él.

—No lo sé, pero mañana no va a estar en el estadio de fútbol para arrepentirse, o sea que supongo que tendrán que inventar un nuevo final para su historia.

—Un final para mi historia —repitió—. Mi historia ha terminado ya diez veces, pero siempre hay más. El final me persigue, pero siempre se lleva a los demás: huérfanos, amigos, comandantes… Yo los sobrevivo a todos.

Era evidente que estaba confundiendo su persona con su historia, algo natural en determinadas situaciones de estrés.

—Esto no es su final —le aseguré—, sino un nuevo principio. Y no es verdad que haya sobrevivido a todos sus amigos: usted y yo somos amigos, ¿no?

Ga clavó la mirada en el techo, como si por ahí pasara un desfile de todas las personas a las que había conocido a lo largo de su vida.

—Yo sé por qué estoy en esta silla azul —dijo—. Pero ¿y usted?

Ordenar todos los cables rojos y blancos que le salían del cráneo era como hacerle una trenza.

—En su día, el trabajo que se hacía en este lugar valía la pena —le expliqué—. Nos encargábamos de disociar a un ciudadano de su historia; ese era mi trabajo. Entonces nos quedábamos con la historia y nos deshacíamos de la persona. Era un buen enfoque, que nos permitió desenmascarar a numerosos desviados y contrarrevolucionarios. Es cierto, a veces caían inocentes con los culpables, pero no había otra manera de descubrir la verdad. Y, lamentablemente, cuando a una persona le arrancan su historia, de cuajo, por así decirlo, es imposible devolvérsela. Pero ahora…

Ga estiró el cuello para mirarme.

—¿Ahora qué?

—Ahora la persona se pierde junto con su vida. Mueren las dos.

Ajusté el potenciómetro del piloto automático. Ga tenía una mente fuerte, o sea que lo puse al ocho.

—Cuénteme otra vez cómo funciona la intimidad.

—En realidad resultó ser muy sencillo —dijo Ga—. Se lo cuentas todo a la otra persona: lo bueno, lo malo, lo que hace que parezcas fuerte y también lo que te avergüenza. Si has matado al marido de tu esposa, se lo tienes que contar. Si alguien intentó un ataque viril contigo, también se lo tienes que contar. Yo se lo conté a usted todo hasta donde me fue posible. Y puede que ni yo mismo sepa quién soy, pero ahora la actriz es libre. No estoy seguro de comprender la libertad, pero la he sentido y ahora ella también.

Asentí en silencio. Me reconfortaba oír aquello otra vez, me devolvía la paz interior. Finalmente había alcanzado la intimidad con mis padres, y el comandante Ga era mi amigo, a pesar de que mintiera sobre lo de que la actriz seguía viva: lo había interiorizado hasta tal punto que se había convencido de que era verdad. Según su retorcida lógica, me estaba contando la verdad absoluta, a mí, su amigo.

—Le veo en el otro lado —le dije.

Él fijó la vista en un punto que no existía.

—Mi madre era cantante —declaró.

Cuando cerró los ojos, accioné el interruptor.

Él hizo los movimientos involuntarios habituales: parpadeó, levantó los brazos y boqueó tratando de coger aire, como una carpa en la superficie de un estanque de meditación. «Mi madre era cantante», esas fueron sus últimas palabras, como si creyera que eran las únicas capaces de describir la persona que había sido.

Me senté en la silla contigua, pero prescindí de las correas. Quería que los Pubyok supieran que había elegido mi propio camino, que había rechazado su forma de hacer las cosas. Conecté mi propio arnés electrificado y me volví hacia el potenciómetro del piloto automático. No quería recordar nada sobre aquel lugar, de modo que lo puse al ocho y medio. Aunque, bien pensado, tampoco quería una lobotomía. Lo ajusté al siete y medio. Para ser sincero conmigo mismo, debía admitir que el dolor me daba miedo. Así pues, lo bajé un poco más y lo dejé en el seis y medio.

Temblando de esperanza y, aunque resulte extraño, de remordimientos, accioné el interruptor.

Se me levantaron los brazos. Parecían los de otra persona. Oí un gemido y me di cuenta de que era yo. Una lengua de electricidad me lamió el cerebro, sondeándolo, como uno se inspecciona las muelas después de comer. Había imaginado que experimentaría una especie de entumecimiento, pero en cambio mi cerebro hervía de actividad y los pensamientos iban y venían a toda velocidad. Todo era singular: el brillo de un armazón metálico, el verde chillón del ojo de una mosca… Solo existían las cosas en sí mismas, sin conexiones ni contexto, como si todo lo que había dentro de la mente se hubiera desvinculado del resto. Era incapaz de combinar el azul y la piel de la silla. El olor a ozono era algo inaudito, la incandescencia de la bombilla carecía de antecedentes. Se me pusieron de punta los pelos de la nariz. Mi erección se erguía ante mí, abominable y solitaria. No vi ninguna cima helada, ninguna flor blanca. Examiné la sala, buscándolas, pero solo vi propiedades aisladas: brillante, liso, áspero, sombra.

Me di cuenta de que el comandante Ga se movía a mi lado. Con los brazos levantados, apenas logré volver la cabeza ligeramente para mirarlo. Había logrado soltar un brazo de la correa y acercó la mano al potenciómetro. Vi cómo lo ponía al máximo, una dosis letal. Pero ya no podía preocuparme por él, había emprendido mi propio viaje. Pronto estaría en un pueblecito verde y apacible, donde todos blandían sus guadañas en silencio. Allí habría una viuda y no perderíamos el tiempo con cortejos; me acercaría a ella y le diría que era su nuevo marido. Al principio nos meteríamos en la cama desde lados opuestos. Durante una temporada ella impondría sus normas, pero con el tiempo nuestros genitales se relacionarían de manera correcta y satisfactoria. Por la noche, después de que yo hubiera soltado mi polución, nos quedaríamos en la cama, escuchando a nuestros hijos correteando por la oscuridad, cazando ranas. Mi mujer dispondría de sus dos ojos y se daría cuenta de cuando yo apagaba la vela. En el pueblo, yo tendría un nombre y todos lo utilizarían para llamarme. Cuando la vela se apagara, ella me hablaría y me diría que durmiera, que durmiera profundamente. A medida que la electricidad me irradiaba la mente, me concentré en su voz, que gritaba un nombre que pronto sería el mío.

★★★

Por la mañana, el comandante Ga despertó con el ruido de los motores de un reactor de carga militar americano. Los niños ya estaban despiertos y tenían la vista fija en el techo. Sabían que no se trataba del vuelo semanal a Pekín, ni del saltamontes quincenal a Vladivostok. Los niños no habían oído en su vida un avión sobrevolando Pyongyang, pues el espacio aéreo de la ciudad estaba restringido. Desde que los americanos lanzaran bombas incendiarias en 1951, nadie había visto un avión sobrevolando la capital del país.

Ga despertó a Sun Moon y juntos oyeron cómo el aparato se dirigía hacia el norte, como si hubiera partido de Seúl, un lugar del que no podía acercarse nada. Echó un vistazo al reloj: los americanos llegaban tres horas antes de lo previsto. El Querido Líder iba a ponerse furioso.

—Vuelan bajo para anunciar su llegada —comentó Ga—. Muy americano.

Sun Moon se volvió hacia él.

—Así pues, ha llegado la hora.

Él la miró a los ojos en busca de algún rastro del acto amoroso de la noche anterior, pero Sun Moon no le devolvió la mirada.

—Ha llegado la hora —dijo Ga.

—Niños —los llamó Sun Moon—, hoy viviremos una aventura. Coged algo de comida.

Cuando estos se hubieron marchado, Sun Moon se cerró la bata y se encendió un cigarrillo junto a la ventana, observando cómo aquel Goliat americano sacaba el tren de aterrizaje encima del Taedong rumbo al aeropuerto. Entonces se volvió hacia Ga.

—Hay algo que no entiendo —observó—. Para el Querido Líder solo cuento yo. Tiene a muchas chicas, un kippumjo entero, pero la única que le importa de verdad soy yo. Él cree que se lo cuento todo, que todas mis emociones se reflejan en mi rostro, sin ningún control por mi parte, y que por eso soy incapaz de conspirar contra él. Soy la única persona del mundo en la que cree que puede confiar.

—Pues lo de hoy le va a doler.

—No me preocupa él —repuso—. Me preocupas tú. Si huyo de las garras del Querido Líder, alguien va a tener que pagar por ello y el precio será inimaginable. No te puedes quedar, no puedes ser tú quien pague por ello.

—No sé de dónde sacas esas ideas sobre mí —dijo él—, pero…

—El de las ideas eres tú —lo interrumpió ella—. Yo creo que viste esa película y se te metió en la cabeza que el hombre honorable tiene que quedarse atrás.

—Te llevo tatuada sobre mi corazón —declaró Ga—. Siempre estarás conmigo.

—Pero yo lo que quiero es que estés conmigo.

—Lo conseguiremos —le aseguró él—. Te lo prometo. Todo saldrá bien, tienes que confiar en mí.

—Cuando hablas así es cuando más me asusto —le confesó, y soltó el humo—. Es que todo esto parece una prueba de lealtad, de tan mal gusto que ni siquiera se le habría ocurrido a mi marido.

Qué diferente se volvía todo cuando sabías que tu vida estaba a punto de cambiar, se dijo Ga, y más aún si sabías en qué momento iba a hacerlo. ¿Acaso no lo entendía Sun Moon? Además podían decidir. Ga no pudo evitar sonreír al pensar que, por un día, las cosas dependían de ellos.

—Y esa mirada también —dijo Sun Moon—; incluso eso me pone nerviosa.

Se le acercó y él se incorporó, para estar cerca de ella.

—Tienes que venir conmigo —insistió—. ¿Me has entendido? No puedo hacerlo sin ti.

—Nunca me separaré de tu lado.

Intentó abrazarla, pero ella se apartó.

—¿Por qué no puedes decir que vendrás conmigo?

—¿Por qué no me escuchas? Pues claro que iré.

Ella le dirigió una mirada dubitativa.

—Mi hermana, mi padre, mi otra hermana, mi madre, incluso mi marido, es un hombre cruel. Me los han ido arrebatando a todos, uno a uno. No permitas que vuelva a suceder. Las cosas no tienen por qué ser así, menos aún cuando puedes elegir. Mírame a los ojos y dilo.

Ga lo hizo, la miró a los ojos:

—Tú dijiste para siempre y yo soy para siempre. Pronto no podrás librarte nunca más de mí.

Sun Moon se puso el choson-ot blanco y colgó el rojo y el azul en la parte de atrás del Mustang. Ga se calzó las botas de vaquero, se guardó la lata de melocotones en la mochila y se dio un golpecito en el bolsillo para asegurarse de que llevaba la cámara. La niña perseguía al perro con una correa para atarlo.

El niño se acercó corriendo.

—Mi trampa para pájaros ha desaparecido —dijo.

—De todos modos tampoco nos la íbamos a llevar —respondió Sun Moon.

—¿Llevar adónde? —preguntó el niño.

—Ya prepararemos otra —le aseguró Ga.

—Me apuesto a que había cazado un pájaro enorme —dijo el niño—. Uno con unas alas tan grandes que se llevó la trampa volando.

Sun Moon se detuvo ante el santuario que contenía el Cinturón Dorado de su marido. Ga se acercó a ella y contempló las joyas y los arabescos dorados: brillaban de tal forma que su poseedor podía tomar a cualquier mujer del país como esposa.

—Adiós, marido —se despidió Sun Moon, y apagó la luz que iluminaba la vitrina. A continuación se volvió y estudió durante un instante la funda de su gayageum, que descansaba en un rincón, alto y regio. Entonces, con una expresión trágica en la mirada, cogió aquel instrumento menor llamado guitarra.

Fuera, Ga sacó una foto de la espaldera cubierta de parra de pepino, con sus flores blancas abiertas, y los zarcillos de la melonera de la niña que se enroscaban entre los listones. La niña llevaba el perro; el niño, el ordenador, y Sun Moon, el espantoso instrumento americano. Brillaba una luz tenue y Ga deseó no estar sacando aquella foto para Wanda, sino para él.

Ya en el coche, el comandante Ga condujo lentamente, vestido con su mejor uniforme militar, con Sun Moon sentada en el asiento delantero, junto a él. Hacía una mañana preciosa, reinaba una luz dorada y las golondrinas daban vueltas a los invernaderos del jardín botánico, picoteando las nubes de insectos como si sus picos fueran palillos de comer. Sun Moon apoyó la cabeza en la ventanilla y estudió melancólicamente el paisaje mientras dejaban atrás el zoológico y el Cementerio de los Mártires Revolucionarios. Ahora el comandante Ga sabía que no tenía ningún tío abuelo enterrado allí, que era la hija de un minero de zinc de Hu-chang, pero bajo la luz matutina le pareció que las hileras de bustos de bronce se encendían al unísono a su paso. Se fijó en los pedestales de mica y de mármol, y comprendió que tampoco él volvería a ver nunca nada parecido. Si tenía suerte, lo devolverían a una mina prisión, aunque lo más probable era que lo mandaran a uno de los búnkeres de interrogatorios del Querido Líder. En cualquier caso, el viento no le llevaría nunca más el aroma a savia de pícea, ni el olor a la salmuera de sorgo que alguien destilaba en un recipiente de loza junto a la carretera. De repente notó el sabor del polvo que el Mustang levantaba al avanzar y el traqueteo de las ruedas al cruzar el puente de Yanggakdo. Vio el destello esmeralda de las planchas blindadas que cubrían el techo del Pabellón de la Autocrítica, y se deleitó con el fulgor rojo del contador de partos digital que coronaba la Maternidad de Pyongyang.

Al norte, divisó el enorme avión americano, que seguía sobrevolando el aeropuerto en círculos, como si siguiera una trayectoria de bombardeo interminable. Sabía que tendría que estar enseñando unas cuantas palabras en inglés a los niños y contándoles que, si algo salía mal, tenían que denunciarlo a él. Pero Sun Moon parecía estar cada vez más apenada y él no podía pensar en nada más.

—¿Ya te has hecho amiga de la guitarra? —le preguntó.

Tocó una única nota desafinada y Ga le ofreció los cigarrillos.

—¿Quieres que te encienda uno?

—Antes de cantar, no —dijo—. Ya fumaré cuando estemos sanos y salvos, en el cielo. Cuando esté a bordo de ese avión americano me voy a fumar cien.

—¿Vamos a ir en avión? —preguntó el niño, pero Sun Moon no le contestó.

—Entonces, ¿vas a despedir a la remera con una canción? —le preguntó Ga.

—Supongo que no tengo más remedio —contestó Sun Moon.

—¿Y de qué va la canción?

—Todavía no la he escrito —respondió ella—. Las palabras vendrán solas cuando empiece a tocar. Básicamente, tengo un montón de preguntas que hacerle —añadió. Entonces cogió la guitarra y tocó todas las cuerdas una vez—. ¿Cuánto tiempo hace que te conozco? —cantó.

—Cuánto tiempo hace que te conozco —respondió la niña, cantando con voz lastimera.

—Has remado por siete mares —cantó Sun Moon.

—Has conocido siete océanos —entonó su hija.

Sun Moon rasgueó la guitarra.

—Pero ahora has llegado al octavo mar.

—Que nosotros llamamos hogar —añadió el niño, con voz más aguda que su hermana.

Oyéndolos cantar, Ga experimentó una profunda satisfacción, como si finalmente alguna cosa muy antigua se hiciera realidad.

—Alza el vuelo, remera —cantó Sun Moon— y deja el mar.

La niña le respondió:

—Vuela, remera, lejos del octavo mar.

—Muy bien —aprobó Sun Moon—. Ahora todos juntos.

—¿Quién es la remera? —preguntó la niña.

—Vamos al aeropuerto a despedirla —dijo Sun Moon—. Venga, todos juntos.

—Vuela, remera, lejos del octavo mar —entonó la familia como una sola voz.

El niño cantaba con voz clara y confiada, pero, en cambio, la voz de la niña revelaba que poco a poco se estaba dando cuenta de lo que pasaba. Eso combinado con la nostalgia de Sun Moon creaba una armonía que a Ga le parecía sumamente reconfortante. No había en el mundo otra familia capaz de producir ese sonido, y ahí estaba él, en el centro del resplandor. Ni siquiera la visión del estadio de fútbol logró empañar esa sensación.

En el aeropuerto, el uniforme de Ga le permitió conducir por toda la terminal y hasta los hangares, donde había una multitud reunida para recibir a los americanos. Se trataba de personas que habían reclutado en las calles de Pyongyang, ciudadanos que aún llevaban sus maletines, cajas de herramientas y reglas de cálculo.

La Banda de Música de la Luz Wangjaesana estaba interpretando el tema Corte de pelo para batalla relámpago, que conmemoraba los logros militares del Querido Líder, mientras una legión de niños vestidos con uniformes de gimnasia verdes y amarillos practicaban números acrobáticos encima de unos barriles de plástico blancos. A través de una nube de humo de barbacoa, Ga vio a científicos y soldados, y también a los hombres del ministro de Movilización Masiva, quienes, con sus brazaletes amarillos, ordenaban a la multitud en filas según la altura.

Finalmente, los americanos decidieron que podían aterrizar sin peligro. Hicieron virar aquella enorme bestia gris, que tenía unas alas más anchas que la pista en sí, y la hicieron aterrizar entre los fuselajes de Antonovs y Tupolevs que había abandonados junto a la pista.

Ga aparcó junto al hangar donde los habían interrogado a él y al doctor Song a su regreso de Texas, y dejó las llaves en el contacto. La niña llevaba los vestidos de su madre y el niño se encargaba del perro, que iba atado con una correa. Sun Moon cogió su guitarra y el comandante Ga cargó con la funda. En la lejanía, y a la luz de la última hora de la mañana, divisó aquella multitud ociosa.

Cuando se aproximaron al Querido Líder, vieron que estaba departiendo con el comandante Park.

Al ver a Sun Moon, el Querido Líder le hizo un gesto para que levantara los brazos y le enseñara el vestido. Cuando estuvo más cerca de él, Sun Moon giró una vez sobre sí misma e hizo volar el dobladillo de su chima. Finalmente hizo una reverencia. El Querido Líder le cogió la mano y se la besó. Entonces se sacó dos llaves plateadas del bolsillo y, con un amplio gesto de la mano, le mostró a Sun Moon su vestidor, una reproducción en miniatura del templo de Pohyon, con sus columnas rojas y sus elegantes aleros en voluta. Aunque no era mayor que una cabina de control de documentos de viaje, era de una belleza exquisita hasta en el menor detalle. El Querido Líder le entregó una llave a Sun Moon y se guardó la otra. Entonces le dijo algo que Ga no logró oír, y ella se rio por primera vez en todo el día.

Por fin, el Querido Líder se percató de la presencia del comandante Ga.

—¡Y aquí tenemos a nuestro campeón de taekwondo! —exclamó el Querido Líder.

La multitud prorrumpió en una ovación y Brando irguió la cola.

—Y, a su lado, el perro más despiadado del mundo —añadió el comandante Park.

El Querido Líder se rio y todo el mundo lo imitó. Si el Querido Líder estaba furioso, pensó Ga, así era como lo demostraba.

El avión se acercó al lugar donde se encontraban, maniobrando lentamente por unas pistas de acceso construidas pensando en aviones mucho más pequeños. El Querido Líder se volvió hacia el comandante Ga para hablar relativamente en privado.

—Los americanos no nos visitan cada día —declaró.

—Tengo la sensación de que estamos a punto de vivir un momento histórico —respondió Ga.

—Pues sí —añadió el Querido Líder—. Yo tengo la sensación de que, después de lo de hoy, las cosas cambiarán para todos. A mí me encantan esas oportunidades, ¿y a ti? Empezar de nuevo, partiendo de cero. —El Querido Líder le dirigió a Ga una mirada de asombro—. Hay una cosa que no me has contado nunca y que siempre me ha provocado curiosidad: ¿cómo lograste salir de esa prisión?

Ga se planteó si debía recordarle al Querido Líder que vivían en un país donde la gente estaba preparada para aceptar cualquier realidad que se le presentara. Se preguntó si debía compartir su impresión de que quien cuestionaba la realidad se exponía a un único tipo de castigo, un castigo definitivo, y que, por ello, para un ciudadano era sumamente peligroso demostrar que se había percatado de que la realidad había cambiado. Ni siquiera el alcaide de una cárcel se arriesgaría a ello. Sin embargo, lo que dijo fue:

—Me puse el uniforme del comandante y hablé como lo hacía el comandante. El alcaide llevaba una gran piedra sobre el hombro y solo le preocupaba que le diera permiso para soltarla.

—Sí, pero ¿cómo lograste obligarlo a hacer lo que querías, que girara la llave y abriera las puertas de la prisión? No tenías ningún poder sobre él. Sabía que eras un simple prisionero, un don nadie sin nombre, y aun así lograste que te soltara.

El comandante Ga se encogió de hombros.

—Creo que el alcaide me miró a los ojos y vio que acababa de vencer al hombre más peligroso de la Tierra.

El Querido Líder soltó una carcajada.

—Ahora sé que mientes —dijo—. Porque ese hombre soy yo.

Ga se rio también y dijo:

—Es verdad.

El mastodóntico avión avanzó lentamente hasta llegar junto a la terminal, pero de pronto los motores redujeron la potencia y el avión se detuvo. La multitud fijó la mirada en las ventanas oscuras de la cabina, esperando a que el piloto avanzara hacia los dos operarios del aeropuerto que le hacían señales con unos indicadores de color naranja. Sin embargo, el aparato puso en marcha los motores de estribor, pivotó sobre sí mismo y se dirigió hacia la pista de despegue.

—¿Se marchan? —preguntó Sun Moon.

—Los americanos son insufribles —bufó el Querido Líder—. ¿De veras que no hay ningún ardid demasiado ruin para ellos? ¿Nada que les resulte indigno?

El avión avanzó hasta la pista, se colocó en posición para iniciar el despegue y entonces apagó los motores. Lentamente, el gigantesco portón de proa se abrió y empezó a bajar una rampa hidráulica de carga.

El avión se encontraba a casi un kilómetro de distancia. El comandante Park empezó a gritar a los ciudadanos reunidos para que se movieran de sitio. Bajo el sol, la cicatriz de su rostro adoptaba un tono rosa translúcido. Una turba de niños gimnastas empezaron a empujar sus barriles hacia la pista, seguidos por una multitud de ciudadanos. Ocultos entre el gentío había una pequeña flota de carretillas elevadoras y el coche privado del Querido Líder. Atrás quedaron la banda de música, las barbacoas y la exhibición de maquinaria agrícola de la República Popular Democrática de Corea. El comandante Ga vio cómo Camarada Buc intentaba mover con su carretilla elevadora el templo donde debía cambiarse Sun Moon, pero este resultó ser demasiado pesado. Sin embargo, el comandante Park dirigía la retaguardia, de modo que no había vuelta atrás.

—¿Será cierto que no hay nada que inspire a los americanos? —preguntó el Querido Líder sin dejar de caminar—. No saben ni qué es la inspiración, hacedme caso. Fijaos en la gran terminal Kim Il-sung —dijo señalando el edificio—, patriota supremo, fundador de esta nación y mi padre. Fijaos en el mosaico carmesí y dorado de llamas Juche: ¿acaso no desprende un fulgor rutilante a la luz de la mañana? ¿Y dónde aparcan los americanos? Cerca del retrete de las azafatas y del estanque donde los aviones vierten sus residuos.

Sun Moon empezó a sudar. Ella y Ga intercambiaron una mirada.

—¿Nos va a acompañar la americana? —le preguntó Ga al Querido Líder.

—Es curioso que preguntes eso —comentó el Querido Líder—. Tengo la fortuna de tener a mi lado a la pareja más coreana del país, el campeón de la disciplina nacional de artes marciales y su esposa, la actriz de todo un pueblo. ¿Os puedo pedir la opinión sobre un asunto?

—Somos todo oídos —aseguró Ga.

—Hace poco —empezó a decir el Querido Líder— me enteré de que existe una operación que permite que un ojo coreano adquiera un aspecto occidental.

—¿Con qué objetivo? —preguntó Sun Moon.

—Eso digo yo, con qué objetivo —repitió el Querido Líder—. No lo sé, pero la operación existe, me lo han asegurado.

Ga tuvo la sensación de que la conversación viraba hacia un terreno en el que era fácil cometer un desliz sin ni siquiera darse cuenta.

—Ah, los milagros de la medicina moderna —comentó vagamente Ga—. Una pena que se utilicen con objetivos cosméticos cuando en Corea del Sur hay tantas personas que nacen cojas y con fisuras de paladar.

—Bien dicho —observó el Querido Líder—. Sin embargo, esos avances podrían tener su aplicación social. Esta misma mañana he reunido a los cirujanos de Pyongyang y les he preguntado si era posible convertir un ojo occidental en un ojo coreano.

—¿Y la respuesta? —preguntó Sun Moon.

—Unánime —aseguró el Querido Líder—. Mediante una serie de procedimientos, es posible convertir cualquier mujer en coreana. «De pies a cabeza», palabras literales. Cuando los médicos terminaran su trabajo, sería tan coreana como las criadas de la tumba del rey Tangun. Dime —añadió entonces, dirigiéndose a Sun Moon y sin dejar de caminar—, ¿tú crees que esa mujer, esa nueva coreana, podría considerarse virgen?

Ga empezó a responder, pero Sun Moon lo cortó.

—Con el amor del hombre adecuado, una mujer puede volverse más pura que el útero que la creó —afirmó.

El Querido Líder la observó un instante.

—Sé que siempre puedo contar contigo para obtener la respuesta apropiada —dijo—. Pero ahora en serio: si la operación fuera un éxito en todos los sentidos, ¿se podría utilizar el término modesta para describirla? ¿Se la podría considerar coreana?

Sun Moon no dudó ni un instante.

—De ninguna manera —repuso—. Esta mujer no sería más que una impostora. La palabra coreana está escrita con sangre en las paredes del corazón de las mujeres de este país y ninguna americana la puede utilizar. Ha remado en su barquita y le ha dado un poco el sol, muy bien. Pero ¿acaso sus seres amados han tenido que enfrentarse a la muerte para que ella pudiera vivir? ¿Es la pena lo único que la conecta con el pasado? ¿Acaso su país ha estado ocupado por los opresores mongoles, chinos y japoneses durante diez mil años?

—Has hablado como solo una verdadera coreana podría hacerlo —dijo el Querido Líder—. ¡Pero con qué malicia pronuncias la palabra impostora! ¡Qué mal suena en tus labios! —añadió, y se volvió hacia Ga—. Dime, comandante, ¿cuál es tu opinión sobre los impostores? ¿Crees que con el tiempo un sustituto puede convertirse en genuino?

—Un sustituto se vuelve real cuando usted así lo decreta —declaró Ga.

El Querido Líder enarcó las cejas ante la innegable verdad que encerraba aquella respuesta, pero Sun Moon le lanzó una mala mirada a su marido.

—No —dijo, y se volvió hacia el Querido Líder—. Nadie puede albergar sentimientos hacia un impostor. Un impostor será siempre un ser inferior, siempre dejará el corazón hambriento.

Empezó a salir gente de la puerta delantera. Ga distinguió al senador, a Tommy, a Wanda y a varias personas más, acompañadas por un contingente de miembros del servicio de seguridad ataviados con traje azul. Inmediatamente se les echaron encima las moscas del estanque de vertido de residuos.

Con una expresión irritada en su mirada, el Querido Líder se volvió hacia Sun Moon.

—Y, sin embargo —le recordó—, anoche pediste clemencia para este hombre, un huérfano, un secuestrador, un asesino de los túneles.

Sun Moon miró a Ga, pero el Querido Líder volvió a atraer su atención.

—Anoche te tenía un montón de sorpresas y obsequios preparados, cancelé una ópera para ti, y ¿cómo me lo agradeciste tú? ¿Suplicando por este hombre? No, ahora no finjas aborrecer a los impostores.

El Querido Líder apartó la mirada, pero Sun Moon intentó que volviera a mirarla a los ojos.

—Fuiste tú quien lo convirtió en mi marido —dijo—. Lo trato así por ti.

Finalmente, el Querido Líder se volvió hacia ella.

—Y eres tú —añadió Sun Moon— quien puede darle la vuelta a la situación.

—No, no fui yo quien renunció a ti. Te arrancaron de mis manos —replicó el Querido Líder—. En mi propio teatro de la ópera, el comandante Ga se negó a inclinarse ante mí y luego te reclamó como recompensa. Pronunció tu nombre delante de todo el mundo.

—Eso fue hace años —dijo Sun Moon.

—Te llamó y tú le contestaste, te levantaste y te fuiste con él.

—El hombre del que hablas está muerto —repuso Sun Moon—. Ya no existe.

—Y ni siquiera así has vuelto junto a mí.

El Querido Líder se quedó mirando a Sun Moon y dejó que asimilara aquellas palabras.

—No entiendo a qué viene este tira y afloja —observó entonces Sun Moon—. Ahora me tienes aquí: soy la única mujer del mundo digna de ti, y lo sabes. Tú haces que la mía sea una historia feliz. Estabas ahí cuando empezó y serás su final.

El Querido Líder se volvió hacia ella, deseoso de oír más pero con la duda aún en los ojos.

—¿Y la remera? —le preguntó a Sun Moon—. ¿Qué propones que haga con ella?

—Dame un cuchillo —le respondió— y te demostraré mi lealtad.

Al Querido Líder se le abrieron los ojos de puro deleite.

—Esconde las garras, tigresa de las nieves —dijo, y se volvió hacia Ga—. Menuda es tu mujer —comentó—. Por fuera parece tranquila como la nieve del monte Paektu, pero por dentro está enroscada como una mamushi de las rocas que ya siente el acicate del imperialismo.

El senador se presentó con su séquito y saludó al Querido Líder con una leve inclinación de cabeza.

—Señor secretario general del Comité Central del Partido del Trabajo de Corea —dijo.

El Querido Líder respondió del mismo modo:

—Honorable senador del estado democrático de Texas.

Entonces el comandante Park dio un paso al frente y, con un solo gesto suyo, un grupo de jóvenes gimnasias se pusieron en marcha. Cada niño llevaba una bandeja con un vaso de agua.

—Es un día caluroso —declaró el Querido Líder—. Adelante, refrésquense un poco. No hay nada más tonificante que las aguas reconstituyentes del dulce Taedong.

—El río más medicinal del mundo —añadió Park.

Uno de los niños ofreció un vaso al senador, pero este estaba estudiando al comandante Park, fijándose en cómo el sudor se perlaba en su rostro para luego caer en diagonal, siguiendo las cicatrices. El senador cogió el vaso. El agua estaba turbia y tenía un color verdoso.

—Lamento nuestra ubicación —comenzó el senador, que dio un traguito antes de devolver el vaso—. Al piloto le ha parecido que el avión era demasiado pesado para el alquitrán de la terminal. Le pido disculpas también por haber pasado tanto rato dando vueltas. Hemos estado llamando a la torre de control para recibir instrucciones de aterrizaje, pero no hemos logrado conectar con nadie.

—Pronto, tarde, aquí, allá —dijo el Querido Líder—. Esas palabras no significan nada entre amigos.

El comandante Ga tradujo las palabras del Querido Líder y añadió sus propias palabras al final:

—Si el doctor Song estuviera aquí, nos recordaría que son los aeropuertos americanos los que imponen el control, mientras que todo el mundo es libre de aterrizar en Corea del Norte. Y se preguntaría si no es ese el sistema de transporte más democrático.

El senador sonrió ante aquellas palabras.

—Pero si es nuestro viejo conocido el comandante Ga, ministro de las Minas Prisión y campeón de taekwondo.

Una sonrisa irónica atravesó el rostro del Querido Líder.

—Parece que tú y los americanos sois viejos amigos —le dijo a Ga.

—Dime —intervino Wanda—, ¿dónde está nuestro viejo amigo, el doctor Song?

Ga se volvió hacia el Querido Líder.

—Preguntan por el doctor Song.

En un inglés macarrónico, el Querido Líder dijo:

Song-ssi ha dejado el existencia.

Los americanos respondieron con una respetuosa inclinación de cabeza al hecho de que fuera el Querido Líder quien les comunicara personalmente aquella triste noticia, y de que lo hiciera en el idioma de sus invitados. El senador y el Querido Líder empezaron a hablar rápidamente acerca de las relaciones entre ambos países, su brillante futuro y la importancia de la diplomacia, y Ga tuvo problemas para traducir sus rápidas palabras. Se dio cuenta de que Wanda estudiaba a Sun Moon, su piel perfecta y su choson-ot blanquísimo, con un jeogori tan exquisito que parecía brillar con luz propia, Wanda, en cambio, llevaba un traje masculino de lana azul.

Aprovechando que todo el mundo sonreía, Tommy intervino y se dirigió al Querido Líder hablando en coreano.

—De parte del pueblo estadounidense, le traemos un regalo —dijo—. Una pluma de la paz.

El senador le ofreció la pluma al Querido Líder y expresó su esperanza de que pronto sirviera para firmar un acuerdo duradero. El Querido Líder la aceptó con gran fanfarria, y a continuación dio una palmada y se volvió hacia el comandante Park.

—Nosotros también hemos traído un regalo —dijo el Querido Líder.

—También nosotros les ofrecemos un obsequio de paz —tradujo Ga.

El comandante Park se acercó con dos sujetalibros hechos con cuerno de rinoceronte y Ga comprendió que el Querido Líder no iba a perder el tiempo jugando con los americanos: su objetivo, aquel día, era causar dolor.

Tommy se avanzó para interceptar el obsequio, mientras el senador fingía no verlo.

—A lo mejor ha llegado el momento de discutir el asunto que nos ocupa —dijo el senador.

—Ni hablar —repuso el Querido Líder—. Vengan, reavivemos nuestras relaciones con música y comida. Nos esperan muchas sorpresas.

—Hemos venido por Allison Jensen —continuó el senador.

El Querido Líder reaccionó airadamente al oír ese nombre.

—Llevan dieciséis horas volando, es momento de levantar los ánimos. ¿Quién no tiene tiempo para oír a unos niños acordeonistas?

—Antes de partir nos reunimos con los padres de Allison —dijo Tommy en coreano—. Están bastante preocupados por ella. Antes de seguir adelante necesitamos garantías, tenemos que hablar con nuestra ciudadana.

—¿Su ciudadana? —le espetó el Querido Líder—. Primero me devolverán lo que me robaron y luego hablaremos de la chica.

Tommy tradujo aquellas palabras, pero el senador negó con la cabeza.

—Nuestro país la rescató de una muerte segura en nuestras aguas —insistió el Querido Líder—. Su país invadió nuestras aguas, abordó nuestro barco y me robó algo que me pertenecía. Primero recuperaré lo que me robaron y luego les devolveré lo que salvé —agregó, e hizo un gesto con la mano—. Y ahora, que empiece el espectáculo.

Se acercó rápidamente una banda de pequeños acordeonistas, que empezó a interpretar Nuestro padre es el mariscal con precisión experta. Sonreían incansablemente, y la multitud sabía cuándo tenía que aplaudir y exclamar: «Eterna es la llama del mariscal».

Sun Moon y sus hijos iban pegados a los pequeños acordeonistas, que se movían todos al unísono, como un único ser que se contorsionaba para proyectar todo su regocijo. Sun Moon empezó a llorar en silencio.

El Querido Líder se fijó en sus lágrimas y en el hecho de que volvía a ser vulnerable. Con un gesto, le indicó al comandante Ga que había llegado el momento de prepararse para la canción de Sun Moon.

Ga la acompañó entre la multitud hasta donde terminaba la pista de aterrizaje, una franja de hierba cubierta de piezas de avión oxidadas que llegaba hasta la verja electrificada que bordeaba el campo de aviación.

Sun Moon se volvió, lentamente, y observó la nada que los rodeaba.

—¿Dónde nos has metido? —le preguntó—. ¿Cómo vamos a lograr salir vivos de aquí?

—Tranquila —le dijo él—. Respira hondo.

—¿Y si me entrega un cuchillo? ¿Y si quiere que pruebe mi lealtad? —se angustió, y de repente abrió mucho los ojos—. ¿Y si me pone un cuchillo en las manos y no es una prueba?

—El Querido Líder no te pedirá que mates a una ciudadana americana delante de un senador de su país.

—Tú no lo conoces —repuso—. Si supieras las cosas que le he visto hacer en sus fiestas, delante de mis propios ojos, a amigos y enemigos. Para él eso no tiene ninguna importancia. Puede hacer lo que quiera, cualquier cosa.

—Pero hoy no. Hoy los que podemos hacer cualquier cosa somos nosotros.

Ella soltó una carcajada asustada, nerviosa.

—Me gusta mucho cuando dices estas cosas. Quiero creérmelas de verdad.

—¿Y por qué no lo haces?

—¿Es cierto que hiciste las cosas que dicen? —le preguntó Sun Moon—. ¿De verdad secuestraste a personas y les hiciste daño?

El comandante Ga sonrió.

—Oye, que soy el bueno de la película.

Ella se rio, incrédula.

—¿Tú? ¿El bueno?

Ga asintió con la cabeza.

—Te lo creas o no, aquí el héroe soy yo.

En aquel instante vieron, acercándose a pocos kilómetros por hora, a Camarada Buc. Iba montado en una grúa baja, diseñada para levantar motores de avión. Suspendido de unas cadenas estaba el cambiador de Sun Moon.

—Necesitaba un aparato más potente —les explicó Buc—. Hemos pasado toda la noche construyendo esto, no tenía ninguna intención de dejarlo sin estrenar.

Cuando dejó el templo en el suelo, la madera se estremeció y crujió, pero la llave plateada de Sun Moon abrió el cerrojo. Entraron los tres juntos y Buc les mostró cómo la pared posterior del cambiador pivotaba sobre una bisagra y se abría como una puerta de corral. El espacio que quedaba era lo bastante ancho como para que cupieran las palas de una carretilla elevadora.

Sun Moon acercó la mano a la cara de Camarada Buc y se la acarició con la punta de los dedos, mirándolo a los ojos. Era su forma de darle las gracias. O tal vez de despedirse. Buc le sostuvo la mirada tanto rato como pudo, y entonces dio media vuelta y volvió rápidamente hacia su carretilla elevadora.

Sun Moon se cambió delante de su marido, sin vergüenza.

—¿De verdad que nunca has tenido a nadie? —le preguntó mientras se ponía el goreum. Al ver que no respondía, decidió insistir—. ¿Ni un padre que te guiara, ni una madre que te cantara? ¿Ni hermanos?

Ga le colocó bien la cola del lazo.

—Por favor —le dijo—. Ha llegado el momento de actuar. Dale al Querido Líder exactamente lo que desea.

—Soy incapaz de controlar lo que canto —confesó.

Pronto acudió junto al Querido Líder, vestida de azul y acompañada por su marido. El número de los acordeonistas alcanzó el clímax, con los niños subidos unos encima de otros, en pilares de tres. Ga vio cómo Kim Jong-il bajaba la mirada y comprendió que las canciones infantiles (tan animadas, con aquel entusiasmo que no conocía límites) lo conmovían de veras. Al final de la canción, los americanos aplaudieron pero sus manos no emitieron sonido alguno.

—A continuación oiremos otra canción —anunció el Querido Líder.

No —dijo el senador—. Primero nuestra ciudadana.

—Primero lo que me pertenece —respondió el Querido Líder.

—Necesitamos garantías —dijo Tommy.

—Garantías, garantías —repitió el Querido Líder, que se volvió hacia Ga—. ¿Me prestas tu cámara? —le preguntó.

La sonrisa que se dibujó en el rostro del Querido Líder volvió a asustar a Ga, que se sacó la cámara del bolsillo y se la entregó. El Querido Líder atravesó la multitud hacia su coche.

—¿Adónde va? —preguntó Wanda—. ¿Se marcha?

El Querido Líder subió al asiento trasero de su Mercedes negro, pero el coche no se movió.

De pronto el teléfono que Wanda llevaba en el bolsillo pitó y esta echó un vistazo a la pantalla. Después de sacudir la cabeza con gesto de incredulidad, se lo mostró al senador y a Tommy. Ga alargó la mano para coger el telefonillo rojo, y Wanda se lo dio. En la pantalla había una fotografía de Allison Jensen, la remera, sentada en el asiento trasero del coche. Ga asintió con la cabeza y, ante la mirada de Wanda, se guardó el teléfono en el bolsillo.

El Querido Líder regresó y le dio las gracias a Ga por prestarle la cámara.

—¿Les parece suficiente garantía? —preguntó.

El senador hizo un gesto, y del portón de carga del avión bajaron dos carretillas elevadoras dando marcha atrás. Entre las dos llevaban el detector de radioactividad natural japonés, que iba dentro de una caja hecha a medida.

—Sabe que no va a funcionar, ¿verdad? —dijo el senador—. Los japoneses lo fabricaron para detectar radiación cósmica, no isótopos de uranio.

—Mis mejores científicos discreparían —respondió el Querido Líder—. De hecho, su opinión es unánime.

—Al cien por cien —corroboró el comandante Park.

El Querido Líder hizo un gesto con la mano.

—Pero ya hablaremos de nuestro estatus compartido como países nucleares en otra ocasión. Ahora oigamos un blues.

—Pero ¿dónde está la remera? —preguntó Sun Moon—. Le tengo que cantar a ella. Es para quien he compuesto la canción.

El Querido Líder le dirigió una mirada de enojo.

—Tus canciones son mías. Solo cantas para mí —le espetó, y se volvió hacia los americanos—. Me han asegurado que el blues apelará a su conciencia colectiva americana —dijo—. El blues es la forma que tiene la gente de lamentarse por el racismo, la religión y las injusticias del capitalismo. El blues es la música de quienes conocen el hambre.

—Uno de cada seis —apuntó el comandante Park.

—Uno de cada seis americanos pasa hambre a diario —añadió el Querido Líder—. El blues es también la música de la violencia. Comandante Park, ¿cuándo fue la última vez que un habitante de Pyongyang cometió un crimen violento?

—Hace siete años —respondió el comandante Park.

—Siete largos años —dijo el Querido Líder—. En la capital de Estados Unidos, en cambio, cinco mil hombres negros languidecen en prisión a causa de la violencia. No me malinterprete, senador, su sistema carcelario es la envidia del mundo: unas instalaciones de reclusión de vanguardia, una vigilancia absoluta y tres millones de internos. Y, en cambio, no aprovechan esos recursos para ningún bien social. Los ciudadanos encarcelados no motivan en modo alguno a los ciudadanos libres, y el trabajo de los condenados no alimenta la maquinaria de la necesidad nacional.

El senador carraspeó.

—Como diría el doctor Song, «todo esto es muy instructivo».

—¿Le aburre la teoría social? —preguntó el Querido Líder, y negó con la cabeza, como si hubiera esperado más de sus visitantes americanos—. En ese caso, aquí tienen a Sun Moon.

Sun Moon se arrodilló sobre la pista de cemento y colocó la guitarra en el suelo, ante ella. A la sombra de quienes formaban un círculo a su alrededor, se quedó mirando el instrumento como si esperara alguna inspiración lejana.

—Cante —le susurró el comandante Park, que le dio un golpecito con la punta de la bota en la parte baja de la espalda. A Sun Moon se le escapó un gemido ahogado de miedo—. Que cante —insistió Park.

Brando se puso a gruñir y a tirar de la correa.

Sun Moon empezó a tocar sobre el mástil de la guitarra, pulsando las cuerdas con las yemas de los dedos y punteándolas con la caña de una pluma de búho real. Las notas sonaban discordantes entre sí, sobrecogedoras y solitarias. Por fin, con el tono quejumbroso de un nómada sanjo, empezó a glosar la historia de un chico que se había alejado de sus padres y se había perdido.

Muchos ciudadanos se aproximaron para oír la letra.

—Un viento helado se alzó —cantó Sun Moon— y dijo: «Ven, huérfano, duerme en mis ondulantes sábanas blancas».

Los ciudadanos reconocieron el cuento del que procedía aquella frase, pero nadie entonó la respuesta: «No, huérfano, no pases frío». Era una canción que aprendían todos los niños de la capital, y que utilizaban para burlarse de los huérfanos que corrían confusos por las calles de Pyongyang. Sun Moon siguió cantando:

—Entonces una mina llamó al niño y le cantó: «Ven, protégete en mis profundidades».

Mentalmente, Ga oyó la respuesta: «Rehúye la oscuridad, huerfanito. Busca la luz».

—Entonces se acercó un fantasma —cantó Sun Moon— y susurró: «Déjame entrar en ti, huerfanito, y te calentaré desde dentro».

«Lucha contra la fiebre, huerfanito —pensó Ga—. No te mueras esta noche.»

—Cántela bien —le ordenó el comandante Park.

Pero Sun Moon siguió cantando melancólicamente acerca de la llegada del Gran Oso y su idioma especial, relatando cómo este había cogido al huérfano y había partido un panal de miel de abeja con una garra. En su voz resonaban todas las cosas que se había dejado, como lo afiladas que eran esas galerías, o las picaduras del enjambre de abejas. Su sonora voz vibraba con el apetito insaciable del oso y su implacable voracidad omnívora.

Los hombres del público no exclamaron: «¡Come de la miel del Gran Oso!».

Las mujeres no respondieron: «¡Comparte la dulzura de sus actos!».

Un gran estremecimiento de emoción recorrió todo el cuerpo del comandante Ga, aunque no habría sabido decir por qué. ¿Era por la canción en sí, por la intérprete, porque la hubiera cantado en aquel momento y en aquel lugar, o porque el personaje central era un huérfano? Solo sabía que aquello era la miel de Sun Moon, lo único que tenía para ofrecerle.

Para cuando la canción se terminó, al Querido Líder le había cambiado considerablemente la actitud. Su aspecto despreocupado y sus gestos alegres se habían esfumado, y ahora tenía los ojos apagados y las mejillas hundidas.

Los científicos informaron de que, después de inspeccionar el detector de radiación, podían confirmar que estaba intacto.

El Querido Líder le hizo un gesto a Park para que fuera a buscar a la remera.

—Acabemos con esto de una vez, senador —lo instó el Querido Líder—. Los habitantes de nuestro país desean realizar una donación de comida humanitaria a los ciudadanos hambrientos de su país. Y luego podrá repatriar a su conciudadana y marcharse a resolver asuntos más importantes.

—De acuerdo —aceptó el senador después de que Ga le tradujera esas palabras.

El Querido Líder se volvió hacia Ga.

—Dile a tu mujer que se vista de rojo —le indicó simplemente.

Si el Querido Líder hubiera podido contar aún con el doctor Song, pensó Ga. El doctor Song se desenvolvía con gran desparpajo en ese tipo de situaciones, que en su presencia se convertían en arrugas que este alisaba con un simple gesto.

Wanda pasó cerca del comandante Ga y le dirigió una mirada de asombro.

—Joder, ¿de qué hablaba esa canción? —preguntó.

—De mí —respondió él, pero ya se estaba alejando con el niño, la niña, su mujer y el perro.

Cuando entraron en el templo de Pohyon, este les pareció un lugar ciertamente digno de una plegaria, pues en su interior Camarada Buc había dejado un palé con cuatro barriles vacíos.

—No hagáis preguntas —les ordenó Sun Moon a sus hijos al tiempo que levantaba las tapas blancas de los barriles. El comandante Ga abrió la funda de la guitarra, y de dentro sacó el vestido plateado de Sun Moon.

—Ten, márchate según tus términos —le dijo.

Entonces levantó a la niña y la metió en un barril. Abrió la mano y depositó en la palma de la pequeña las semillas del melón de la noche anterior. A continuación le tocó el turno al niño, al que Ga entregó los bastoncillos tallados, el hilo y la piedra de la trampa para pájaros que habían construido juntos.

Los observó a los dos, la cabeza asomando de dentro de los barriles. No podían hacer preguntas, aunque de todos modos tampoco habrían sabido formular las apropiadas, ni lo sabrían hasta el cabo de mucho tiempo. Ga se tomó un instante para observar, maravillado, aquella cosa pura que se estaba forjando ante sus ojos. Y de pronto le pareció todo clarísimo, meridiano: no existía el abandono, tan solo personas en situaciones imposibles, personas a las que se les presentaba una gran oportunidad, o tal vez la única oportunidad. Cuando acechaba un grave peligro, un abandono podía convertirse en salvación. Y de repente comprendió que lo habían salvado. Su madre era una belleza, una cantante. Y por ese motivo le esperaba un destino terrible. No lo había abandonado, lo había salvado de lo que le deparaba el futuro. En aquel palé, con sus cuatro barriles blancos, Ga reconoció el bote salvavidas con el que tantas veces había soñado a bordo del Junma, y que significaba que no se iba a hundir con el barco. En su día lo había tenido que dejar partir de vacío, pero ahora volvía a estar ahí, y esta vez iba a transportar el más valioso de los cargamentos. Ga alargó la mano y alborotó el pelo de aquellos niños confusos, que no comprendían que los estaban rescatando, ni aún menos de qué.

Sun Moon se puso el vestido plateado y Ga no perdió el tiempo admirándolo: la levantó con los dos brazos, la dejó en su sitio y le entregó el portátil.

—Aquí tienes tu carta de tránsito —le dijo.

—Como en nuestra película —comentó ella, y sonrió con incredulidad.

—Eso es —respondió Ga—. La carta dorada que te llevará a América.

—Escúchame —suplicó ella—. Aquí hay cuatro barriles, uno para cada uno. Sé lo que estás pensando, pero no seas tonto. Ya has oído mi canción, ya has visto qué cara se le ha quedado.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó la niña.

—Chisss —dijo Sun Moon.

—¿Y Brando? —quiso saber el niño.

—Irá luego —les aseguró Ga—. El Querido Líder se lo va a devolver al senador y le dirá que es demasiado fiero para los pacíficos habitantes de nuestro país.

A los niños no les hizo gracia.

—¿Te volveremos a ver algún día? —preguntó la niña.

—Yo os veré a vosotros —le prometió Ga, y le entregó la cámara—. Cuando saquéis una foto, aparecerá en mi teléfono, aquí.

—¿Y qué tenemos que fotografiar? —preguntó el niño.

—Las cosas que me queráis enseñar —contestó Ga—. Las cosas que os hagan reír.

—Ya basta —dijo Sun Moon—. He hecho lo que me pediste, te he abierto las puertas de mi corazón. Eso es lo único que sé: que no hay que separarse, que la gente tiene que seguir junta, cueste lo que cueste.

—Yo también te llevo en el corazón —respondió Ga, y al oír el sonido de la carretilla elevadora de Camarada Buc, cerró con fuerza las tapas de los barriles.

Al perro todos aquellos acontecimientos le parecieron de lo más interesantes, y rodeó los barriles gimiendo y buscando la forma de entrar.

En el cuarto barril, el comandante Ga vació el contenido de la funda de la guitarra. Dentro cayeron revoloteando miles de fotografías, las almas perdidas de la Prisión 33, todas ellas con nombre, fecha de ingreso y de fallecimiento.

Ga abrió la pared trasera del templo y guio a Buc haciendo señas. Este estaba muy pálido.

—¿De verdad que lo vamos a hacer? —preguntó.

—Bordee la multitud —le indicó Ga—. Que parezca que viene de otro sitio.

Buc levantó el palé y dio marcha atrás, pero no se movió de donde estaba.

—Va a confesar, ¿verdad? —preguntó Buc—. El Querido Líder sabrá que todo ha sido obra suya, ¿no?

—Lo sabrá, confíe en mí —respondió Ga.

Cuando Buc dio marcha atrás y salió a la luz del sol, Ga constató, horrorizado, que se distinguía claramente que había personas dentro de los barriles, por lo menos sus siluetas, como gusanos moviéndose dentro de sus capullos blancos.

—Creo que se nos han olvidado los agujeros de respiración —dijo Buc.

—En marcha —ordenó Ga.

De vuelta a la pista de aterrizaje, Ga encontró al Querido Líder y al comandante Park dirigiendo a un grupo de niños que colocaban barriles encima de los palés de varias carretillas elevadoras. Los niños se movían con gestos coreografiados, pero sin la música de una banda, el número recordaba al robot que montaba tractores en el Museo del Progreso Socialista.

A su lado se encontraba la remera, ataviada con un vestido dorado. Aguardaba en silencio junto a Wanda, y llevaba unas gafas de sol que le ocultaban los ojos. Parecía que la hubieran sedado. O a lo mejor, pensó Ga, era que la habían sometido a la operación de cirugía ocular.

El Querido Líder se acercó a él y Ga se dio cuenta de que había recuperado la sonrisa.

—¿Dónde está nuestra Sun Moon? —preguntó.

—Ya la conoce —respondió Ga—. Tiene que estar perfecta. No parará hasta alcanzar la perfección.

El Querido Líder asintió ante aquella verdad.

—Por lo menos los americanos contemplarán pronto su indudable belleza mientras se despide de nuestra ruda invitada. Una al lado de la otra, no quedará duda de quién es superior. Por lo menos yo me voy a dar ese gusto.

—¿Cuándo les devolvemos el perro? —preguntó Ga.

—Ese, comandante Ga, será el insulto final.

Varias carretillas elevadoras pasaron junto a Tommy y el senador, rumbo a la rampa del avión. Los dos hombres estudiaron con interés la carga que contenían: en uno de los barriles brillaba el vinalón azul de unos monos de brigadas de trabajo, mientras que en otro se distinguía el marrón de un montón de carne de barbacoa. A continuación pasó una carretilla cargada con retretes ecológicos, y Tommy preguntó:

—¿Qué tipo de ayuda humanitaria es esa?

—¿Qué dice el americano? —le preguntó el Querido Líder a Ga.

—Sienten curiosidad ante la variedad de la ayuda humanitaria que contiene nuestro cargamento —contestó Ga.

El Querido Líder se volvió hacia el senador.

—Le aseguro que solo hemos incluido productos de primera necesidad para un país con graves carencias sociales —declaró—. ¿Desean realizar una inspección?

Tommy se volvió al senador.

—¿Quieres inspeccionar una de las carretillas? —le preguntó.

Al ver que el senador dudaba, el Querido Líder indicó al comandante Park que detuviera una carretilla. Ga vio a Camarada Buc que se aproximaba por un extremo de la multitud rezagada, pero afortunadamente Park le hizo un gesto a otra de las carretillas. Sin embargo, el conductor fingió no oírlo y siguió conduciendo, con una expresión de pánico en el rostro. Park le dio el alto a otra carretilla, pero una vez más el conductor fingió estar absolutamente absorto en la tarea de trasladar la carga hasta el avión.

—¡Dak-Ho! —le gritó Park—. ¡Sé que eres tú y que me has oído!

El Querido Líder se rio y le dijo:

—Trata de ser un poco más amable, a ver qué tal.

Era difícil leer la expresión del comandante Park, pero cuando le ordenó a Camarada Buc que se detuviera, lo hizo con autoridad, y Ga supo que Buc era justamente el tipo de hombre que se detendría.

Camarada Buc detuvo su carretilla a menos de diez metros de donde se encontraban; cualquiera que se tomara la molestia de fijarse en los barriles, se daría cuenta de que lo que se movía dentro eran figuras humanas.

El comandante Ga se acercó al senador y le puso una mano tensa sobre la espalda. El senador lo fulminó con la mirada.

—Este es un lote de ayuda humanitaria ideal para revisarlo, ¿no? —le preguntó al senador señalando la carretilla elevadora de Buc—. Mucho mejor que comprobar el contenido de aquel de allí, ¿sí?

El senador tardó un instante en procesar la situación, pero finalmente señaló la otra carretilla y, volviéndose hacia el Querido Líder, preguntó:

—¿Hay algún motivo por el que no quieren que inspeccionemos aquella?

El Querido Líder sonrió.

—Pueden examinar la que les plazca.

La muchedumbre se desplazó hacia la carretilla que había elegido el senador, pero en aquel preciso instante Brando levantó el hocico y, menando la cola, empezó a ladrarle a la carretilla de Camarada Buc.

—No pasa nada —le gritó Ga a Camarada Buc—. Ya no lo necesitamos.

El comandante Park ladeó la cabeza y se quedó mirando al perro.

—No, un momento —le indicó Park a Buc, que apartó la mirada para que no lo reconociera. Park se arrodilló junto al perro y lo estudió con atención—. Se supone que estos animales son los mejores detectando cosas —le dijo a Ga—. Al parecer tienen un gran olfato.

Park se fijó en la postura del perro. Entonces miró entre las orejas del animal, como si de la mirilla de una pistola se tratara, y al final del hocico vio la carretilla de Buc.

—Hmm —murmuró.

—Comandante Park, venga aquí —lo llamó el Querido Líder—. Esto le va a encantar.

Park valoró la situación durante un instante y finalmente se volvió hacia Buc:

—No te muevas de aquí —le ordenó.

El Querido Líder lo volvió a llamar. Estaba riendo.

—Ven, Park, ven —le dijo—. Necesitamos una habilidad que tú nos puedes ofrecer.

Park y Ga se acercaron al Querido Líder, mientras Brando tiraba de la correa en dirección contraria.

—Dicen que los canes son animales particularmente agresivos —comentó Park—. ¿Usted qué cree?

—Yo creo que solo son tan peligrosos como sus dueños —respondió Ga.

Se acercaron a la carretilla elevadora junto a la que se encontraban el Querido Líder y el senador, y Tommy, Wanda y la remera se unieron también a ellos. En el palé de la carretilla había dos barriles y una pila de cajas empaquetadas y retractiladas.

—¿Cómo puedo ayudarlo? —preguntó Park.

—Esto es perfecto —se rio el Querido Líder—. Es demasiado bueno para ser cierto. Parece que hay que abrir una caja.

El comandante Park se sacó un cúter del bolsillo.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó Tommy.

El comandante Park pasó la cuchilla por la juntura de la caja.

—Es la primera vez que lo utilizo con una caja —reconoció Park, y el Querido Líder volvió a reírse.

La caja estaba llena de los tomos en tapa dura de las Obras completas de Kim Jong-il. El Querido Líder cogió un ejemplar, lo abrió y se llenó los pulmones con el olor a tinta.

La remera se quitó las gafas de sol: a juzgar por sus ojos, parecía profundamente sedada. Miró los libros de soslayo y, al reconocerlos, su rostro adoptó una súbita expresión de pavor.

—No —dijo, y por un momento pareció que iba a devolver.

Tommy levantó la tapa de un barril y cogió un puñado de arroz.

—Es de grano corto —observó—. ¿No se supone que Japón produce arroz de grano corto y Corea de grano largo?

—El arroz norcoreano —dijo Wanda, imitando la forma de hablar del doctor Song— tiene el grano más largo del mundo.

El Querido Líder se dio cuenta por su tono de que se trataba de un insulto, aunque no sabía de qué tipo.

—¿Dónde se ha metido Sun Moon? —le preguntó a Ga—. Ve a ver por qué tarda tanto.

Para ganar algo de tiempo, Ga se volvió hacia el senador.

—Creo recordar que cuando estuvimos en Texas, el doctor Song les prometió que, si alguna vez visitaban nuestra gran nación, el Querido Líder les firmaría su obra —le dijo.

El senador sonrió.

—Es una gran ocasión de poner a prueba la pluma de la paz.

—Nunca he firmado ninguno de mis libros —confesó el Querido Líder, halagado y suspicaz a partes iguales—. Pero imagino que se trata de una ocasión especial.

—Wanda —dijo Ga—, usted quería uno para su padre, ¿no? Y usted, Tommy, ¿no se moría de ganas de recibir también un ejemplar firmado?

—Creía que nunca tendría el honor —declaró Tommy.

El comandante Park se volvió hacia la carretilla de Camarada Buc. Brando seguía tirando de la correa con desespero.

—Comandante Park —lo llamó Ga—. Venga conmigo, iremos a comprobar qué le pasa a Sun Moon.

Pero Park no le devolvió la mirada.

—Enseguida —repuso, y se aproximó a la carretilla.

El comandante Ga se dio cuenta de que Camarada Buc se aferraba al volante, aterrorizado, y que, dentro de los barriles, las figuras se retorcían por el calor y la falta de aire. Ga se agachó junto a Brando, le quitó la correa del cuello y lo agarró por un pliegue de piel

—Pero comandante Park… —empezó a decir Ga.

Park se detuvo y le dirigió una mirada.

—Ataca —añadió entonces el comandante Ga.

—¿Ataca? —preguntó Park.

Pero era ya demasiado tarde; el perro se le echó encima y le mordió el brazo.

El senador se dio la vuelta y vio, horrorizado, cómo uno de sus admirados perros catahoula desgarraba los tendones del brazo de un hombre. A continuación el senador miró a sus anfitriones con una expresión nueva en los ojos, como si acabara de comprender que no había nada en Corea del Norte que no terminara volviéndose agresivo y malicioso.

El comandante Park le clavó el cúter al perro y este empezó a sangrar en abundancia. La remera soltó un grito y echó a correr hacia el avión, histérica. Sus brazos se movían a toda velocidad: a pesar de los sedantes y de haber pasado un año inactivo, bajo tierra, su cuerpo de atleta respondió a su llamada.

Al cabo de nada, el perro tenía ya el pelaje negro y empapado de sangre. El comandante Park le pegó otro cuchillazo y el animal le hundió los colmillos en el tobillo, hasta el hueso.

—¡Disparadle! —gritó Park—. ¡Pegadle un tiro al maldito animal!

Los agentes de los servidos secretos presentes entre la multitud desenfundaron sus pistolas Tokarev y el resto de los ciudadanos salieron en desbandada, corriendo en todas direcciones. Camarada Buc se marchó a toda velocidad, maniobrando entre los agentes de seguridad americanos, que se apresuraron a proteger al senador y su delegación.

El Querido Líder estaba solo, confuso, firmando uno de sus libros. Aunque contemplaba el sangriento espectáculo, parecía no reconocer un acontecimiento que se había producido sin su autorización.

—¿Qué sucede, Ga? —preguntó el Querido Líder—. ¿Qué está pasando?

—Un episodio de violencia, señor —lo informó Ga.

De pronto el Querido Líder dejó caer la pluma de la paz.

—Sun Moon —dijo.

Se volvió hacia el pabellón y hurgó en el bolsillo, buscando la llave plateada. Empezó a trotar tan rápido como podía, con la tripa que se le bamboleaba bajo el traje gris. Varios de los hombres del comandante Park lo siguieron, y Ga se unió a ellos.

A sus espaldas continuaba el férreo combate: ahora perro y hombre habían caído al suelo, pero los dientes del animal se negaban a soltar su presa.

Al llegar al vestidor, el Querido Líder se detuvo, indeciso, como si se encontrara ante el verdadero templo de Pohyon, bastión contra los japoneses durante la Guerra Imjin, hogar del gran guerrero y monje Sosan, y última morada de los anales de la Dinastía Yi.

—Sun Moon —dijo, y llamó a la puerta—. ¡Sun Moon!

Metió la llave en el cerrojo, haciendo oídos sordos a los disparos de pistola que sonaban a sus espaldas, seguidos del último aullido mortal del perro. Dentro, el pequeño cuartito estaba vacío. Colgados en la pared estaban los tres choson-ots, el blanco, el azul y el rojo. En el suelo había quedado la funda de la guitarra. El Querido Líder se agachó y la abrió: dentro estaba la guitarra. El Querido Líder hizo sonar una cuerda y se volvió hacia Ga.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde se ha metido?

—¿Y los niños? —añadió Ga.

—Es verdad —convino el Querido Líder—. Los niños también han desaparecido. Pero ¿adónde puede haber ido sin la ropa?

El Querido Líder acarició los tres vestidos como para comprobar que eran los auténticos. Olisqueó una manga.

—Sí —dijo—, son los suyos.

Entonces se fijó en algo que había quedado encima del cemento. Lo recogió y vio que se trataba de dos fotografías unidas con un clip. En la primera aparecía un hombre joven de expresión sombría. El Querido Líder miró la otra fotografía y vio una figura humana destrozada en el suelo, cubierta de tierra. Tenía la boca abierta y llena también de tierra.

El Querido Líder retrocedió un paso y dejó caer las fotografías.

Salió fuera del cambiador, donde se oía el estruendo de los motores de reacción del avión y la puerta delantera que ya se cerraba. El Querido Líder echó un vistazo alrededor de la construcción y levantó la mirada hacia las nubes, perplejo.

—Pero si la ropa está aquí dentro —observó—. Su vestido rojo está aquí.

Camarada Buc llegó y bajó de la carretilla.

—He oído disparos —dijo.

—Sun Moon ha desaparecido —lo informó Ga.

—Imposible —repuso Buc—. ¿Dónde se puede haber metido?

El Querido Líder se volvió hacia Ga.

—No ha dicho nada de que tuviera que ir a ningún sitio, ¿verdad? —preguntó.

—No ha dicho nada de nada —contestó Ga.

El comandante Park se acercó hacia donde estaban, cojeando.

—Maldito perro —dijo, y respiró hondo; había perdido mucha sangre.

—Sun Moon ha desaparecido —anunció el Querido Líder.

Park se dobló sobre sí mismo, respirando pesadamente, y apoyó una mano en la rodilla buena.

—Detened a todos los ciudadanos —ordenó a sus hombres—. Confirmad la identidad de todos, peinad el aeropuerto, y mirad en todos los aviones abandonados. Y que alguien drene el estanque de mierda ese.

El avión americano empezó a acelerar por la pista, y el ruido de los motores ahogó la conversación. Durante un minuto se quedaron como estaban, esperando a poder volver a hablar. Para cuando el avión estuvo en el aire y empezó a girar, Park ya había atado cabos.

—Iré a buscarle una venda —se ofreció Buc.

—No —respondió Park con la vista clavada en el suelo—. Aquí nadie irá a ninguna parte —añadió, y se volvió hacia el Querido Líder—. Debemos asumir que todo ha sido obra del comandante Ga.

—¿Del comandante Ga? —se sorprendió el Querido Líder—. ¿Este de aquí? —añadió, señalándolo.

—Era amigo de los americanos —dijo Park—. Ahora los americanos se han ido. Y Sun Moon también.

El Querido Líder levantó la mirada e intentó ubicar el avión americano, escudriñando lentamente el cielo. Entonces se volvió hacia Ga con una mirada de incredulidad. Sus ojos sopesaron todas las posibilidades, todas las cosas imposibles que podían haberle sucedido a Sun Moon. Por un instante, al Querido Líder se le quedó la mirada vacía, una expresión que Ga conocía a la perfección: era la misma cara que Ga había mostrado al mundo, la de un niño que se había tragado todo lo que le había ocurrido, pero cuyo significado no entendería hasta mucho, muchísimo más tarde.

—¿Es verdad? —preguntó el Querido Líder—. Quiero saber la verdad.

Estaban rodeados de un silencio que ocupaba el lugar que el estruendo del avión había dejado libre.

—Ahora sabe algo de mí —le dijo Ga al Querido Líder—. Le he mostrado una parte de mí y ahora sabe quién soy realmente. Y yo sé algo de usted.

—¿De qué hablas? —preguntó el Querido Líder—. Dime dónde está Sun Moon.

—Le he arrebatado lo último que importaba —continuó Ga—. He tirado del hilo que va a hacer que se termine desmoronando.

El comandante Park se irguió, aunque solo parecía parcialmente recuperado. Levantó el cúter ensangrentado, pero el Querido Líder lo detuvo con un solo dedo.

—Me tienes que contar la verdad, hijo —dijo el Querido Líder con voz grave y seria—. ¿Le has hecho algo?

—Se lo he hecho a usted: a partir de ahora llevará en su corazón una herida como la que llevo yo en el mío —le dijo Ga—. No volveré a ver a Sun Moon nunca más, pero usted tampoco. A partir de hoy seremos como hermanos.

El comandante Park hizo una señal y sus hombres apresaron a Ga y le clavaron los dedos en los bíceps.

—Mis chicos de la División 42 lo resolverán todo —le prometió Park al Querido Líder—. ¿Lo puedo dejar en manos de los Pubyok?

Pero el Querido Líder no respondió, sino que se dio la vuelta y volvió a contemplar el cambiador, aquel simple templo con vestidos en el interior.

El comandante Park tomó el mando de la situación.

—Entregad a Ga a los Pubyok —les ordenó a sus hombres—. Y coged también a los conductores de las carretillas.

—Un momento —lo interrumpió Ga—. Buc no ha tenido nada que ver con esto.

—Es verdad —asintió Camarada Buc—. Yo no he hecho nada.

—Lo siento —le dijo el comandante Park a Buc—, pero la cantidad de dolor que provocará todo esto será demasiado para un hombre solo. Incluso aunque la repartamos entre todos los demás, es posible que sea excesiva.

—Querido Líder —suplicó Buc—, soy yo, su camarada más próximo. ¿Quién le proporciona coñac francés y erizos de mar de Hokkaido? ¿Quién le ha conseguido todas las marcas de cigarrillos del mundo? Soy un hombre leal, tengo familia —rogó Buc, y se le acercó más—. Yo no deserto —añadió—. No he desertado nunca.

Pero el Querido Líder no lo escuchaba, sino que tenía la mirada fija en el comandante Ga.

—No entiendo quién eres —le dijo el Querido Líder—. Mataste a mi peor enemigo, te fugaste de la Prisión 33. Te podrías haber largado para siempre, pero en lugar de eso viniste aquí. ¿Quién hace eso? ¿Y quién va por mí, por si eso fuera poco? ¿Qué tipo de persona echa a perder su vida solo para arruinarme la mía?

Ga levantó la mirada y siguió la estela del reactor que cruzaba el cielo, hasta que llegó al horizonte. Un día no era solo una cerilla que encendías cuando todas las demás se habían apagado. Al día siguiente, Sun Moon estaría en América. La mañana la encontraría en un lugar donde podría cantar la canción que llevaba toda la vida esperando cantar. A partir de aquel momento, para ella vivir no se limitaría a sobrevivir y resistir. Y aquel nuevo día lo estaban abordando juntos.

Ga se volvió hacia el Querido Líder y, sin miedo alguno, miró a los ojos al hombre que iba a tener la última palabra. De hecho, Ga se sentía bastante despreocupado. «Así es como me habría sentido durante toda la vida si no hubieras existido», se dijo. Ga experimentó una súbita determinación, tuvo la sensación de estar al mando de su vida. ¡Qué sensación tan extraña, tan nueva! A lo mejor era a eso a lo que se había referido Wanda cuando, ante el vasto cielo texano, le había preguntado si se sentía libre. Porque ahora sabía que sí, que era algo que se podía sentir, y que le provocaba un cosquilleo en los dedos y le alteraba la respiración. De repente vio ante sus ojos todas las vidas que habría podido vivir, y la sensación no se desvaneció ni cuando los hombres del comandante Park lo arrojaron al suelo y se lo llevaron a rastras hacia el cuervo.

★★★

¡Ciudadanos, reuníos alrededor de los altavoces! ¡Ha llegado la hora del último capítulo de la Mejor Historia Norcoreana del año, aunque también podríamos llamarla la Mejor Historia Norcoreana de todos los tiempos! Y, no obstante, en este último episodio la fealdad hace inevitablemente acto de presencia, ciudadanos, por lo que recomendamos no escucharlo a solas. Buscad el consuelo de vuestros colegas de la fábrica, abrazad a un desconocido en el metro. También recomendamos que protejáis a los camaradas más jóvenes (que ignoran aún la existencia de la injusticia humana) del contenido del capítulo de hoy. Sí, hoy los americanos desatan su jauría de perros de caza. Así pues, barred el serrín acumulado en el suelo del molino y recoged el algodón acumulado en los motores de los telares, cualquier cosa que sirva para tapar los sensibles oídos de los inocentes.

Finalmente, había llegado el momento de devolver a su país a la pobre remera americana, que nuestra valerosa flota de pescadores había rescatado de los peligros del mar. Recordaréis el lamentable aspecto de la americana antes de que Sun Moon se encargara de ella. Ciertamente, no había cho-son-ot, por dorado que fuera, capaz de disimular sus hombros caídos y sus pechos desgarbados, pero desde que su dieta se había visto complementada por saludables porciones de sabroso y nutritivo sorgo, por lo menos la remera presentaba un aspecto más saludable, y tras recibir una estricta lección sobre castidad por parte del Querido Líder, inmediatamente había adoptado un aire más femenino: su rostro presentaba un aspecto más discreto y su postura era más erguida.

Pero, aun así, su partida era un acontecimiento triste, pues iba a regresar a América, a una vida de perros, analfabetismo y condones de colores. Por lo menos sus libretas, donde había copiado todas las enseñanzas y observaciones del Querido Líder, le servirían de guía. Y debemos admitir que su sitio estaba entre su gente, aunque eso significara volver a un país donde no hay nada gratuito: ni las algas, ni un bronceado, ni siquiera una simple transfusión de sangre.

Imaginad la fanfarria con la que nuestro Reverendísimo General Kim Jong-il recibió a los americanos que volaron hasta Pyongyang para recuperar a su joven remera. Imbuido por el espíritu de cooperación, el Querido Líder accedió a dejar de lado el recuerdo de cuando los americanos arrojaron napalm sobre Pyongyang, bombardearon la presa de Haesang o ametrallaron a los civiles de No Gun Ri. Por el bien de la amistad mutua, el Querido Líder decidió no sacar a colación los crímenes que los colaboracionistas de los americanos cometieron en la prisión de Daejeon o durante el alzamiento de Jeju, por no mencionar las atrocidades de Ganghwa y del valle de Dae Won. Ni siquiera iba a mencionar la masacre de la Liga de Bodo, o el maltrato de nuestros prisioneros en el perímetro de Pusan.

No, era preferible dejar el pasado de lado y pensar solo en niños gimnastas, en animadas canciones de acordeón y en las virtudes de la generosidad, pues aquel día iba a producirse algo más que un intercambio cultural amistoso: entre los planes del Querido Líder estaba también proporcionar ayuda humanitaria para los americanos que pasan hambre a diario, ni más ni menos que uno de cada seis.

En un primer momento, los visitantes americanos se mostraron pasablemente agradables, aunque, eso sí, llegaron acompañados por un montón de perros. Recordad que, en América, los canes son objeto de lecciones de obediencia habituales, mientras que la población, los ciudadanos de a pie, como vosotros y vuestros vecinos, no reciben lecciones de ningún tipo. ¿Debe sorprendernos, pues, que después de que los americanos recibieran lo que habían venido a buscar (a su hogareña compatriota, y suficiente comida para alimentar a sus pobres), demostraran su gratitud con una cobarde demostración de agresividad?

¡Sí, ciudadanos, los americanos lanzaron un ataque furtivo!

Al oír la palabra clave, todos los perros enseñaron los colmillos y se abalanzaron sobre sus anfitriones coreanos. Inmediatamente, las pistolas americanas empezaron a escupir plomo caliente contra sus nobles homólogos coreanos. Fue entonces cuando un comando de élite americano capturó a Sun Moon y, actuando con gran brusquedad, se la llevó a rastras hacia el avión yanqui. ¿Formaba parte de los planes americanos secuestrar a la mejor actriz del mundo de nuestra humilde nación? ¿O actuaron sobre la marcha, impelidos por la súbita visión de aquella soberbia belleza ataviada con un choson-ot rojo? ¿Y dónde estaba Camarada Buc?, se preguntará el ciudadano astuto. ¿No se encontraba junto a Sun Moon, presto para defenderla? La respuesta, ciudadanos, es que Camarada Buc ya no es vuestro camarada. No lo fue nunca.

Preparaos para lo que se avecina, ciudadanos, y que la sed de venganza no os consuma. ¡Canalizad vuestra indignación y transformadla en esfuerzo, ciudadanos, para duplicar vuestras cuotas de producción! ¡Que el fuego de vuestra ira alimente el horno de la productividad!

Cuando los americanos fueron a secuestrar a nuestra actriz nacional, el despreciable Buc, temiendo por su propia seguridad, se la entregó sin más. Entonces dio media vuelta y echó a correr.

—Disparadme —gritó Sun Moon mientras se la llevaban a rastras—. Disparadme, camaradas, pues no quiero vivir sin los benévolos consejos del más grande de los líderes, Kim Jong-il.

Haciendo honor a su formación militar, el Querido Líder pasó a la acción y echó a correr en pos de los cobardes que nos habían arrebatado nuestro tesoro nacional, directo hacia los disparos y el fragor de la batalla. ¡Una tras otra, una bandada de palomas se interpuso en el camino de las balas y estalló con el brillo emplumado del sacrificio patriótico!

Mientras tanto, el cobarde del comandante Ga, el impostor, el huérfano, el mal ciudadano, contemplaba la situación impasible. Y, sin embargo, al ver cómo el Querido Líder repelía el ataque de los perros y esquivaba las balas, ese hombre sencillo se imbuyó de un espíritu nuevo, despertó en él un celo revolucionario hasta entonces desconocido. Ser testigo directo de aquel acto de valentía suprema hizo que Ga, uno de los elementos más vulgares de la sociedad, sintiera el deseo de servir a los más elevados ideales socialistas.

Cuando un soldado americano gritó: «¡Adopciones gratis!» y cogió un puñado de jóvenes gimnastas, el comandante Ga despertó de su letargo. A pesar de no contar con la técnica del Querido Líder para defenderse de los perros, sabía taekwondo. ¡Charyeot!, les gritó a los americanos, y con eso logró llamar su atención. Junbi, dijo entonces, y a voz en grito añadió: ¡Sijak! Entonces empezaron las patadas y los puñetazos. Con los puños en alto, Ga corrió tras los americanos, que se batían en retirada, y se abrió paso entre las turbulencias de los reactores, las balas con funda de cobre y los colmillos de los perros, para intentar dar caza el avión, que ya aceleraba por la pista de despegue.

Aunque los motores del aparato rugían, preparados para el despegue, el comandante Ga hizo acopio de todo su valor coreano y, recurriendo a la fortaleza Juche, logró atrapar el avión y subirse a un ala. Mientras el avión dejaba la pista y se elevaba sobre Pyongyang, Ga se levantó y, combatiendo el fuerte viento, logró alcanzar la ventana. A través del cristal, vio cómo la remera reía; mientras, al ritmo de una melodía pop surcoreana, los americanos desnudaban a Sun Moon y le arrebataban la modestia prenda a prenda.

El comandante Ga hundió su dedo en una herida sangrienta y escribió eslóganes inspiradores sobre las ventanas del avión. Entonces, y para reafirmar la determinación de Sun Moon, escribió en rojo y con letras invertidas un recordatorio del amor eterno que el Querido Líder profesaba hacia ella y, por ende, hacia cada uno de los ciudadanos de la República Democrática Popular de Corea. A través de la ventana, los americanos dedicaron gestos furiosos al comandante Ga, pero ninguno tuvo el valor de salir al ala con él y plantarle cara como un hombre. En lugar de ello, el avión aceleró hasta una velocidad asombrosa, ejecutando maniobras de emergencia y acrobacias aéreas para sacudirse de encima aquel huésped tan tenaz, ¡pero no había vuelo en barrena capaz de detener al resuelto comandante Ga! Este se agazapó y se agarró con fuerza al borde de ataque del ala, mientras el avión se elevaba sobre las benditas montañas de Myohyang y sobre el sagrado lago Chon, entre las cimas heladas del monte Paektu, pero finalmente, al pasar sobre la ciudad jardín de Chongjin, perdió la conciencia.

Solo el asombroso alcance de los poderosos radares norcoreanos nos permite contar el resto de la historia.

Pese a que el aire estaba frío y cada vez más enrarecido, los dedos helados de Ga seguían aferrándose con fuerza, pero los colmillos de los perros habían empezado ya a pasarle factura: nuestro camarada estaba cada vez más débil. Fue entonces cuando Sun Moon, con el pelo alborotado y la cara cubierta de cardenales, se acercó a la ventana y, sirviéndose de la potencia de su voz patriótica, empezó a cantar los versos de Nuestro padre es el mariscal. En el momento oportuno, el comandante Ga murmuró: «Eterna es la llama del mariscal». El viento le arrancaba hilos de sangre helada de los labios, pero el buen comandante se alzó sobre el ala y repitió: «Eterna es la llama del mariscal».

Combatiendo el viento inclemente, logró llegar hasta la ventana, donde Sun Moon señaló el mar con un dedo. Allí abajo, el comandante vio lo mismo que ella: un portaaviones americano patrullando agresivamente nuestras aguas soberanas. El comandante Ga le dedicó a Sun Moon un último y escueto saludo, se soltó del ala y se lanzó en barrena, convertido en un misil humano que se precipitaba contra la torre de mando del capitalismo, donde, sin duda, un capitán americano planeaba ya el siguiente ataque furtivo.

No imaginéis a Ga cayendo eternamente, ciudadanos. Imaginadlo en medio de una nube blanca, envuelto por una luz perfecta, como una flor en una montaña helada. Sí, imaginad una imponente flor blanca, tan alta que tiene que inclinarse para recogerte. Sí, ahí está el comandante Ga, al que la flor coge en su momento de máximo esplendor y levanta en lo alto. Y ahí aparecen (todo es luz y todo brilla) los acogedores brazos del mismísimo Kim Il-sung.

Cuando un Glorioso Líder te deposita en brazos del siguiente, ciudadanos, es que vivirás para siempre. Así es como un hombre corriente se convierte en un héroe, un mártir, una inspiración para todos. ¡Así pues, no lloréis, ciudadanos, y pensad que ya se está colocando un busto de bronce en honor al comandante Ga en el Cementerio de los Mártires Revolucionarios! Secaos los ojos, camaradas, pues futuras generaciones de bienaventurados huérfanos llevarán el nombre de un héroe y también de un mártir. Eternamente, comandante Ga Chol Chun. Y así vivirás para siempre.