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¡Ciudadanos! Abrid las ventanas y mirad hacia el cielo, pues un cuervo planea sobre Pyongyang, crispando el pico ante cada posible amenaza contra la población patriótica que sobrevuela. Escuchad el batir de sus alas negras, estremeceos ante su agudo graznido. Observad a este rey del aire descendiendo a los patios de las escuelas para olisquear a los niños en busca de rastros de cobardía, y luego ved cómo se lanza, con las garras extendidas, para calibrar la lealtad de las palomas que adornan la estatua de Kim Il-sung. Fijaos en cómo nuestro cuervo, el único animal con una vista lo bastante afilada como para atisbar la virginidad, vuela en círculo sobre una Tropa de Jóvenes Juche y asentid con gesto de aprobación mientras la ilustre ave realiza una inspección aérea de su pureza reproductiva.

Pero, en realidad, lo que este cuervo tiene en mente es América. No busca ladrones de castañas, ni escudriña las ventanas de los bloques de viviendas para intentar hallar pistas reveladoras de la cría ilegal de perros. No, ciudadanos, los americanos han aceptado la invitación del Querido Líder para visitar Pyongyang, la capital más gloriosa del mundo. Por ello, las alas negras que proyectan su protectora sombra sobre los campos de Arirang están atentas al menor rastro de simpatizantes capitalistas. Un único traidor bastaría para desilusionar a un país entero, un país tan puro que no conoce la codicia materialista ni los ataques furtivos y otros crímenes de guerra. Afortunadamente, ciudadanos, ningún otro animal proyecta su ojo benevolente sobre el pueblo coreano como el cuervo. El cuervo no permitirá que el nuestro se convierta en un país donde la gente le pone nombre a los perros, oprime a los demás a causa del color de su piel, o ingiere pastillas edulcoradas farmacológicamente para abortar y matar a sus bebés.

Pero ¿por qué, os preguntaréis, sobrevuela ese cuervo el Sendero Joseon de la Relajación? ¿No es el lugar dónde salen a pasear nuestros ciudadanos más elegantes, dónde los jóvenes se reúnen para lavar los pies a los ancianos, y dónde los días de calor las enfermeras de buen ver ofrecen sus pesados senos a los primorosos bebés yangban de Pyongyang? El cuervo de mirada penetrante está aquí, ciudadanos, porque ha visto a un hombre arrojando un objeto brillante entre los matorrales, donde los huérfanos se han peleado para embolsárselo. Lanzar monedas a los huérfanos no solo les arrebata el amor propio y el espíritu Juche, sino que también viola una de las normas elementales del buen ciudadano: «Practicar la autosuficiencia».

Al acercarse, el cuervo constató que aquel hombre hablaba con una mujer, a quien dirigía unos gestos que indicaban claramente que estaban haciendo planes. Y el mañana, ciudadanos, es asunto del Estado. El mañana es cosa de vuestros líderes, debéis dejar el porvenir en sus manos. Así pues, aquel hombre había violado otra regla del buen ciudadano: «Abstenerse del futuro». Fue entonces cuando el cuervo reconoció en el infractor al comandante Ga, un hombre que recientemente había faltado a todas las reglas del buen ciudadano: «Entrégate Eternamente a Nuestros Gloriosos Líderes», «Valora las Críticas», «Obedece las Políticas Songun», «Comprométete con la Educación Infantil Colectiva» y «Realiza Regularmente Prácticas de Martirio».

Fue entonces cuando, hechizado ante tanta belleza, el cuervo estuvo a punto de caerse del cielo al constatar que la mujer que hablaba con ese detestable ciudadano era ni más ni menos que Sun Moon. Encogiendo las alas y lanzándose en caída libre, el pájaro se precipitó entre ese dúo tan dispar. El cuervo llevaba un mensaje en el pico, y cuando el comandante Ga se agachó para cogerlo, el pájaro se elevó de un salto («¡era!») y golpeó la cara de Ga con el ala. A continuación el ave se volvió hacia Sun Moon, que se dio cuenta de que la nota iba dirigida a ella. Cuando la cogió, vio que en el trozo de papel había solo el nombre de nuestro Querido Líder, Kim Jong-il.

De repente apareció un Mercedes negro y un hombre con la nariz entablillada descendió rápidamente para abrirle la puerta a Sun Moon. Se dirigía a visitar al Gran General que la había descubierto, que había escrito todas sus películas y que había pasado numerosas noches en vela, orientándola acerca de la mejor forma de interpretar las victorias de nuestra nación sobre la adversidad. Gran líder, diplomático, estratega, táctico, atleta, cineasta, escritor y poeta: Kim Jong-il era todo eso, sí, pero también un amigo.

Mientras el coche avanzaba por las calles de Pyongyang, Sun Moon apoyó la cabeza en la ventanilla y contempló con mirada triste los rayos dorados de sol que se filtraban a través del aire cargado de polvo de mijo alrededor del Almacén Central de Racionamiento. Al pasar ante el Teatro Infantil, donde de niña había aprendido a tocar el acordeón, el arte del titiritero y la gimnasia de masas, pareció que estaba a punto de echarse a llorar. «¿Qué habrá sido de mis viejos maestros?», parecían preguntar sus ojos, que se le llenaron de lágrimas al ver las caprichosas agujas de la pista de hielo, uno de los pocos lugares a los que su madre, siempre recelosa de los ataques furtivos americanos, osaba llevarla. En aquellos días, cualquiera que estuviera en la pista de hielo no podía por menos que aclamar a la joven Sun Moon, que agitaba sus brazos de niña con cada salto, la deslumbrante felicidad de su rostro visible a través de los cristales de hielo que levantaban sus cuchillas. ¡Pobre Sun Moon! Era casi como si supiera que nunca más volvería a ver aquellos lugares, como si tuviera una premonición de lo que aquellos salvajes y despiadados americanos le tenían preparado. ¿Qué mujer no habría llorado en el Bulevar de la Reunificación al pensar que nunca más vería una calle tan limpia y una cola de racionamiento tan bien formada, que intuyera que jamás oiría los penachos carmesí agitarse por millares, en una ristra de banderas rojas que ensalzaban cada una de las palabras del gran discurso que Kim Il-sung había pronunciado del Dieciocho de Octubre de Juche 63?

Sun Moon fue llevada ante el Querido Líder, en una sala diseñada para que los americanos se relajaran. La tenue luz de las lámparas, los espejos oscuros y las mesas de madera recordaban un speakeasy, un establecimiento que frecuentan los americanos para evadirse de la represión de su Gobierno. Tras las robustas puertas de los speakeasy, los americanos tienen libertad para abusar del alcohol, fornicar y emplear la violencia unos con otros.

El Querido Líder se había puesto un delantal encima de su elegante mono, y llevaba también una visera verde en la frente y un trapo colgando del hombro. Salió de detrás de la barra con los brazos extendidos.

—¡Sun Moon! —exclamó—. ¿Qué puedo servirte?

Se fundieron en un abrazo entusiasta, cargado de camaradería socialista.

—No lo sé —declaró ella.

—Se supone que tienes que decir: «Lo de siempre» —le indicó él.

—Pues lo de siempre —dijo Sun Moon.

El Querido Líder le sirvió un modesto traguito de coñac norcoreano, célebre por sus propiedades medicinales. Entonces la estudió desde más cerca y percibió la tristeza que reflejaban sus ojos.

—¿Qué te preocupa? —le preguntó—. Cuéntamelo y yo te daré un final feliz.

—No pasa nada —dijo ella—. Solo estoy ensayando para mi nuevo papel.

—Pero si tu próxima película es alegre —le recordó él—. El personaje de tu indisciplinado marido lo sustituye otro sumamente eficiente, y pronto todos los ganaderos ven incrementadas sus cuotas. No, hay algo más que te preocupa. ¿Se trata de un asunto del corazón?

—En mi corazón solo hay lugar para la República Popular Democrática de Corea —respondió ella.

El Querido Líder sonrió.

—Esa es mi Sun Moon —aprobó—. Esa es la chica que tanto echo de menos. Ven, tengo un regalo para ti.

De detrás de la barra, el Querido Líder sacó un instrumento musical americano.

—¿Qué es? —preguntó ella.

—Se llama gui… tarra. Se utiliza para tocar música rural americana. Se ve que es muy popular, sobre todo en Texas —le explicó—. Es también el instrumento preferido para tocar blues, un estilo de música americano que habla de la tristeza que provocan las decisiones equivocadas.

Sun Moon rasgó con sus delicados dedos las cuerdas de la guitarra, que produjo un gemido apagado, como si alguien hubiera envuelto un sonoro gayageum en una manta y le hubiera echado un cubo de agua por encima.

—Los americanos tienen muchos motivos para la tristeza —convino, pulsando otra cuerda—. Pero yo no puedo tocar una canción con esto.

—Pues tienes que hacerlo —replicó el Querido Líder—. Por favor, toca algo para mí.

Sun Moon rasgueó las cuerdas.

—Lamento que mi corazón —cantó—… no sea tan grande como el amor…

—Así me gusta —dijo él.

—… que siento por la nación más democrática… —añadió—… la República Popular Democrática de Corea.

—Muy bien —aplaudió el Querido Líder—. Ahora otra vez, pero sin tanto trino. Canta con el calor de tu sangre.

Sun Moon colocó la guitarra encima de la barra, que es como se tocan los instrumentos de cuerda, e intentó puntear las cuerdas para arrancarle notas distintas.

—Los yanquis están felices —cantó mientras rasgueaba enérgicamente el instrumento—. Los yanquis están tristes.

El Querido Líder llevaba el ritmo con el puño sobre la barra.

—Nuestra nación no lo entiende —entonó Sun Moon—. Solo conoce la satisfacción.

Se rieron juntos.

—Cómo echo de menos esto —declaró él—, ¿Recuerdas cuando hablábamos sobre guiones de película hasta entrada la madrugada? ¿Cuando profesábamos el amor hacia nuestro país y abrazábamos la reunificación?

—Sí —dijo ella—. Pero todo eso cambió.

—¿Seguro? Durante un tiempo —confesó el Querido Líder— pensé que si a tu marido le pasaba algo durante una de sus peligrosas misiones, a lo mejor podríamos volver a ser amigos. Naturalmente tu marido sigue vivo y tu matrimonio está mejor que nunca, no tengo duda de ello. Pero si a tu marido le pasara algo, si se perdiera en el transcurso de una de sus heroicas misiones en nuestro país, ¿tendría motivos para pensar que se produciría un acercamiento entre nosotros, que volveríamos a quedarnos despiertos hasta altas horas, debatiendo ideas Juche y Songun?

Ella apartó la mano de la guitarra.

—¿Va a pasarle algo a mi marido? ¿Es eso lo que me estás intentando decir? ¿Vas a asignarle una misión peligrosa?

—No, no, no pienses en eso —replicó el Querido Líder—. No hay nada más alejado de la realidad. Desde luego, nunca se sabe con certeza: el mundo es ciertamente un lugar peligroso y solo los oficiales de alto rango conocen el futuro.

—Tu paternal sabiduría siempre tuvo la virtud de aplacar mis temores de mujer —reconoció Sun Moon.

—Es uno de mis talentos —respondió gloriosamente el Benéfico Líder Kim Jong-il—. Tomo nota, eso sí —añadió—, de que lo llamas marido.

—No sé de qué otra manera podría llamarlo.

El Querido Líder asintió con la cabeza.

—Pero no has respondido a mi pregunta.

Sun Moon se cruzó de brazos y se volvió de espaldas a la barra. Caminó dos pasos y a continuación dio media vuelta.

—También yo echo de menos nuestras conversaciones intempestivas —admitió—, pero esos días ya han pasado.

—Pero ¿por qué? —preguntó el Querido Líder—. ¿Por qué tienen que haber pasado?

—Porque he oído que tienes una nueva confidente, una nueva joven pupila.

—Ya veo que alguien ha estado hablando contigo y compartiendo determinada información.

—Cuando a una ciudadana le asignan un marido de reemplazo, es su deber compartir determinadas cosas con él.

—¿Y lo has hecho? —preguntó el Querido Líder—. ¿Has estado compartiendo con él?

—Solo los oficiales de alto rango conocen el futuro —respondió ella, y sonrió.

El Querido Líder asintió en silencio, con gesto comprensivo.

—¿Y quién es esa nueva pupila? —preguntó Sun Moon—. ¿Sabe apreciar tu sutileza y tu sentido del humor?

El Querido Líder se inclinó ligeramente hacia delante, contento de poder volver a hablar con ella.

—Es muy distinta a ti, no cabe duda. No posee ni tu belleza, ni tu encanto, ni tu gracia al hablar.

Sun Moon fingió sorpresa.

—¿No tiene gracia al hablar?

—Búrlate si quieres —dijo él—. Ya sabes que solo habla inglés. No es Sun Moon, es cierto, pero no subestimes a mi americana. No pienses que mi remera no posee también sus cualidades especiales, su energía oscura.

Ahora fue Sun Moon quien se inclinó hacia delante, de modo que los dos quedaron muy cerca, encima de la barra.

—Respóndeme una pregunta, Queridísimo Líder —dijo ella—. Y, por favor, habla desde el corazón. ¿Es capaz una americana consentida de comprender las complejas ideas que surgen de una mente privilegiada como la tuya? ¿Puede esta chica criada en el país de la corrupción y la codicia percibir la pureza de tu sabiduría? ¿Es digna de ti, o habría que mandarla a su casa para que una mujer de verdad pudiera ocupar su lugar?

El Querido Líder metió la mano detrás de la barra y le entregó a Sun Moon una pastilla de jabón, un peine y un choson-ot que parecía hecho de oro puro.

—Eso lo tienes que responder tú —contestó.

Ciudadanos, observad la hospitalidad que nuestro Querido Líder dispensa a todos los habitantes del mundo, incluso a una súbdita de los despóticos Estados Unidos. ¿Acaso el Querido Líder no asigna a la mejor mujer del país para consolar y apoyar a la díscola americana? ¿Y no es cierto que Sun Moon encuentra a la remera acomodada en una habitación preciosa, limpia, blanca y bien iluminada, con una ventana que da a una encantadora pradera norcoreana, dónde brincan los caballos pintos? Esta historia no transcurre ni en la sombría China, ni en la sucia Corea del Sur, o sea que no imaginéis una celda de prisión con las paredes renegridas por los faroles y charcos de agua oxidada en el suelo. Al contrario, fijaos en la gran bañera blanca con patas de león llena de las aguas reconstituyentes del río Taedong.

Sun Moon se le acercó. Aunque la remera era joven, tenía la piel cuarteada a causa del sol y el mar. Aun así, se mantenía fuerte de espíritu: tal vez el año que había pasado en nuestro país había dotado su vida de convicciones y objetivos nuevos. Y, desde luego, le había brindado a la americana la única etapa de castidad que había conocido en su vida. Sun Moon la ayudó a desnudarse y le sujetó las prendas de vestir a medida que se las iba quitando. La chica tenía los hombros anchos y fuertes, y se le marcaban los tendones del cuello. Presentaba una cicatriz pequeña, circular, en el bíceps. Cuando Sun Moon la tocó, la remera soltó una retahíla de palabras que Sun Moon no comprendió. Sin embargo, por el rostro de la remera cruzó una mirada que dio a entender a Sun Moon que la marca simbolizaba algo bueno, si es que eso es posible tratándose de una herida.

La americana se reclinó en el agua, y Sun Moon se sentó en el extremo de la bañera y empezó a mojar el pelo liso y oscuro de la remera con un cazo de agua. Tenía las puntas del pelo en mal estado y había que cortarlas, pero Sun Moon no tenía tijeras. Así pues, le masajeó el cuero cabelludo con jabón hasta que salió espuma.

—Así pues, eres una mujer resistente y solitaria, una superviviente —observó Sun Moon, mientras le aclaraba el pelo, se lo enjabonaba de nuevo y se lo volvía a aclarar—. La chica que ha atraído la atención de todos los hombres. Eres una luchadora, ¿verdad? Una experta de la soledad. Debes de creer que en nuestro pequeño país de abundancia no conocemos la adversidad. A lo mejor piensas que soy una muñeca en un estante, en una sala de yangbans; que mi vida consistirá en una dieta a base de camarones y melocotones hasta que me retire a las playas de Wonsan.

Sun Moon se acercó al otro extremo de la bañera, donde empezó a lavar los pies toscos y los largos dedos de la remera.

—Mi abuela era una mujer de gran belleza —siguió diciendo Sun Moon—. Durante la ocupación, la eligieron para que se convirtiera en la mujer de solaz del emperador Taisho, el decadente predecesor de Hirohito. El dictador era un hombre bajito y empalagoso, con gafas gruesas. Mi abuela estaba confinada en una fortaleza junto al mar que el emperador visitaba cada fin de semana. La asaltaba violentamente delante de la ventana salediza, desde donde, al mismo tiempo, podía controlar su flota con unos prismáticos. El muy miserable tenía tal deseo de controlarla que insistía en que se mostrara siempre feliz.

Sun Moon enjabonó los tobillos huesudos y las pantorrillas atrofiadas de la remera.

—Mi abuela intentó tirarse por la ventana y el emperador le regaló una balsa de remos en forma de cisne para animarla.

Luego le compró un caballito mecánico que daba vueltas a un palo sobre una pista metálica. Cuando mi abuela intentó arrojarse sobre el afilado arrecife del océano, un tiburón salió de entre las aguas y le dijo: «Aguanta. Yo tengo que descender cada día a las profundidades marinas para comer; algo habrá que puedas hacer para sobrevivir». Cuando quiso poner el cuello en el engranaje del caballito mecánico, un pinzón se posó junto a ella y le imploró que siguiera viviendo. «Yo tengo que volar por todo el mundo para encontrar mis semillitas; algo habrá que puedas hacer para sobrevivir.» De vuelta a su habitación, mi abuela aguardó a la llegada del emperador con la vista clavada en la pared. Entonces se fijó en el cemento que unía las piedras de la pared y se dijo: «Sí, puedo aguantar un poco más». El Querido Líder convirtió su historia en un guion para mí, o sea que sé qué sintió mi abuela. He probado el sabor de sus palabras y he esperado junto a ella la inevitable llegada del dictador japonés.

Sun Moon le indicó a la remera que se levantara y le lavó el cuerpo entero, como si fuera una niña gigante, su piel reluciente sobre el agua sucia.

—Y en cuanto a las decisiones que mi madre se vio obligada a tomar, ni siquiera puedo hablar de ellas. Si estoy sola en este mundo, separada de todos mis hermanos, es precisamente a causa de esas decisiones.

La remera tenía pecas en los brazos y en la espalda. Hasta aquel día, Sun Moon no había visto nunca pecas. De hecho, solo un mes antes las habría considerado un defecto que estropeaba una piel por lo demás lisa. Ahora, en cambio, le hicieron ver que, más allá de aspirar a tener la piel como la porcelana de Pyongyang, en el mundo existían también otros tipos de belleza.

—A lo mejor la adversidad ha pasado de largo de mi generación —le dijo Sun Moon—. Tal vez sea cierto que no conozco el verdadero sufrimiento, que no he metido la cabeza en ningún engranaje, ni remado a oscuras alrededor del mundo. A lo mejor la soledad y la tristeza no me pueden alcanzar.

Se quedaron en silencio mientras Sun Moon ayudaba a la remera a salir de la bañera, y tampoco dijeron nada mientras la actriz secaba con la toalla el cuerpo de la americana. El choson-ot, completamente dorado, era de un gusto exquisito. Sun Moon ajustó la tela, aquí y allá, hasta que el vestido encajó a la perfección. Finalmente, Sun Moon empezó a recoger el pelo de la remera en una única trenza.

—Pero sé que a mí también me llegará la hora de sufrir —declaró entonces—. Le llega a todo el mundo. A lo mejor está a la vuelta de la esquina. Me pregunto qué debéis de tener que soportar a diario en América, sin un Gobierno que os proteja, sin nadie que os diga qué hacer. ¿Es verdad que no os dan cartillas de racionamiento y que debéis encontrar la comida por vosotros mismos? ¿Es verdad que vuestro trabajo no tiene ningún objetivo más alto que el simple papel moneda? ¿Qué es California, el lugar de dónde procedes? Nunca he visto ninguna fotografía de ese lugar. ¿Qué emiten los altavoces americanos? ¿A qué hora es vuestro toque de queda? ¿Qué se enseña en vuestros Centros de Educación Infantil Colectiva? ¿Adónde va una mujer con sus hijos las tardes de domingo? Y si pierde a su marido, ¿cómo sabe que el Gobierno le asignará un buen marido de reemplazo? ¿A quién acude para intentar que a su hijo le asignen el mejor líder de las Jóvenes Brigadas?

En ese momento, Sun Moon se dio cuenta de que estaba agarrando a la remera por las muñecas, y que sus preguntas se habían convertido en exigencias que la americana escuchaba con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo puede funcionar una sociedad sin un líder paternal? —imploró Sun Moon—. ¿Cómo sabe una ciudadana qué es mejor para ella sin una mano benevolente que la guíe? Aprender a abrirse paso a solas por un mundo así, ¿no es ya un acto de resistencia, de supervivencia?

La remera apartó las manos y señaló hacia una distancia inconcreta. Sun Moon tuvo la sensación de que la mujer le pedía que terminara de contarle lo que le había sucedido a la mujer de solaz del emperador, su kisaeng privada.

—Mi abuela esperó hasta que fue mayor —dijo Sun Moon—. Esperó a regresar al pueblo y a que todos sus hijos fueran ya mayores y estuvieran casados. Y entonces desenvainó el cuchillo que escondía desde hacía tiempo y recuperó su honor.

No sabemos qué pasó por la mente de la americana, pero la fuerza de las palabras de Sun Moon la empujó a actuar. También la remera empezó a hablar con vehemencia, intentando hacer que Sun Moon comprendiera algo de vital importancia. La americana se acercó a una mesita en la que había una lámpara y numerosas libretas y le ofreció a Sun Moon una de las inspiradoras obras de Kim Jong-il, en un claro intento por guiarla hacia la única sabiduría capaz de aliviar las aflicciones de la actriz. La remera agitó el libro y soltó una retahíla de palabras, un galimatías imposible de descifrar para Sun Moon.

Ciudadanos, ¿qué estaba diciendo la pobre remera americana? No necesitamos un intérprete para comprender que la entristecía la perspectiva de abandonar Corea del Norte, que se había convertido en algo así como su segundo hogar. No es necesario un diccionario de inglés para percibir su angustia ante la idea de verse arrancada de un paraíso donde la comida, el alojamiento y la atención médica son gratuitos para todos. Ciudadanos, imaginad la tristeza que le producía tener que regresar a un país donde los médicos atormentan a las embarazadas con ecografías; su indignación al pensar que iban a mandarla de vuelta a un país asolado por el crimen, donde gran parte de la población languidece en la cárcel, duerme empapada en orín por la calle, o balbucea incoherencias sobre Dios desde los bancos de las megaiglesias, bruñidos por sus pantalones de chándal. Pensad en su sentimiento de culpa tras descubrir que, durante la guerra imperialista, los americanos, su propia gente, habían arrasado esta gran nación con sus ataques furtivos. Pero no desesperes, remera: incluso esta pequeña muestra de compasión y generosidad norcoreanas bastará para guiarte a través de los días oscuros que aguardan tras tu retorno al atroz país del Tío Sam.

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Al llegar a la División 42 estaba cansado. La noche anterior no había dormido bien. Mis sueños estaban plagados de serpientes oscuras, cuyos siseos sonaban como los campesinos a los que había oído mantener relaciones. Pero ¿por qué serpientes? ¿Por qué me perseguían, con sus ojos acusadores y sus colmillos retráctiles? Ninguno de los sujetos que había conectado al piloto automático me había visitado en sueños. Ahora, en mi pesadilla, el teléfono móvil del comandante Ga no paraba de recibir fotografías que mostraban a una esposa sonriente y unos hijos felices. ¡Pero en realidad se trataba de mi mujer y mis hijos, la familia que siempre pensé que debería haber tenido! Lo único que tenía que hacer era localizarlos y abrirme paso por entre las serpientes hasta ellos.

Pero ¿qué significaba mi pesadilla? No lograba comprenderlo. ¡Ojalá alguien pudiera escribir un libro que ayudara al ciudadano medio a desentrañar e interpretar los misterios de los sueños! Oficialmente, el Gobierno no tomaba partido en lo que sucedía mientras sus ciudadanos dormían, pero ¿acaso los sueños no contienen parte de quién los sueña? ¿Y qué sucedía con los largos sueños inducidos, con los ojos abiertos, que provocaba en los sujetos a los que conectaba en el piloto automático? He pasado horas observando a nuestros sujetos reducidos a ese estado: el vagar oceánico de su mirada, los balbuceos infantiles y esa forma de mover las manos a tientas, como si intentaran coger algo que no logran enfocar. Y luego están los orgasmos, que según los médicos son en realidad ataques. En cualquier caso, es evidente que esas personas experimentan algo profundo. Al final, lo único que recuerdan es una cima nevada y la flor blanca que crece allí. ¿Vale la pena llegar a ese destino si luego no puedes recordar el camino? Yo creo que sí. ¿Vale la pena vivir una nueva vida si no puedes recordar la anterior? Mucho mejor así.

En el trabajo, descubrí a un par de tipos de Propaganda husmeando en la biblioteca, buscando una buena historia que pudiera inspirar a la gente, dijeron.

No tenía ninguna intención de permitir que volvieran a acercarse a nuestras biografías.

—No disponemos de ninguna buena historia —les dije.

Los tipos parecían dos pinceles, con sus dientes de oro y su colonia china.

—Cualquier historia nos viene bien —declaró uno de ellos—. Da lo mismo que sea buena o mala.

—Sí —añadió su secuaz—. La inspiración ya se la pondremos nosotros luego.

El año anterior nos habían birlado la biografía de una misionera que se había infiltrado desde el Sur con una mochila llena de biblias. Nos habían encargado la misión de descubrir a quién se las había entregado y si había más elementos como ella entre nosotros. Supongo que, aparte del comandante Ga, era la única persona a la que los Pubyok no habían logrado desmontar. Incluso cuando la conecté al piloto automático, la mujer conservó una sonrisa de lo más extraña en los labios. Llevaba unas gafas gruesas que le aumentaban aquellos ojos con los que escrutaba plácidamente la sala. Incluso cuando el piloto automático alcanzó el punto de intensidad máxima, la mujer tarareó una canción sobre Jesús y contempló la última sala que jamás iba a ver como si rebosara bondad, como si, a los ojos de Jesús, todos los lugares se hubieran creado iguales y ella constatara que era así y que eso era bueno.

Sin embargo, cuando los chicos de Propaganda terminaron de reescribir su historia, la mujer se había convertido en una monstruosa espía capitalista cuya misión consistía en secuestrar a niños leales al Partido y llevárselos a trabajar como esclavos en una fábrica de biblias de Seúl. Mis padres se engancharon a la historia y me obligaron a escuchar el resumen del último episodio que habían difundido por los altavoces.

—Escriban sus propias historias triunfales sobre Corea del Norte —les espeté a los chicos de Propaganda.

—Pero necesitamos historias reales —repuso uno de ellos.

—No olvide que las historias no son suyas —dijo el otro—. Pertenecen al pueblo.

—¿Qué les parecería si les tomara sus propias biografías? —les pregunté, y la amenaza implícita no se les pasó por alto.

—Volveremos —dijeron.

Asomé la cabeza en la sala de los Pubyok, pero no había nadie. La sala estaba llena de botellas vacías, lo que indicaba que habían vuelto a pasar la noche bebiendo hasta altas horas. En el suelo había un montón de pelo negro, largo. Me agaché y recogí un mechón, que brillaba como la seda. «Ay, Q-Ki», pensé. Lo olí intensamente, impregnándome de su fragancia. Entonces me fijé en el tablón y vi que los Pubyok habían eliminado todos mis casos, todos excepto el del comandante Ga. Toda esa gente y todas sus historias, perdidas.

Fue entonces cuando vi a Q-Ki en la puerta, observándome. Le habían cortado el pelo, efectivamente, y llevaba una camisa marrón de los Pubyok, pantalones militares y las botas negras del comandante Ga.

Dejé caer el mechón de cabello y me incorporé.

—Q-Ki —dije—. Me alegro de verla.

Ella no respondió.

—Veo que han cambiado muchas cosas desde que me reclutaron para ayudar en la cosecha.

—Estoy segura de que fue voluntariamente —observó la joven.

—Sí, desde luego —respondí yo, y entonces señalé el montón de pelo—. Solo estaba utilizando mis dotes de investigador.

—¿Y qué pretendía descubrir?

Se produjo un silencio incómodo.

—Lleva las botas del comandante Ga —dije—. Seguro que conseguirá un buen trato en el mercado nocturno.

—En realidad me gustan bastante —respondió ella—. Creo que me las quedaré.

Yo asentí con la cabeza, admirando sus botas. Entonces me di cuenta de que me miraba de forma extraña.

—Sigue siendo mi becaria, ¿no? —le pregunté—. No ha cambiado de bando, ¿verdad?

Ella alargó la mano hacia mí: entre los dedos llevaba un papel doblado.

—He venido a entregarle esto, ¿no? —dijo.

Abrí el papel: era una especie de mapa dibujado a mano. Había un esbozo de un corral, el foso de una hoguera, cañas de pescar y unas pistolas. Algunas de las palabras estaban escritas en inglés, pero logré distinguir la palabra Texas.

—Lo encontré dentro de una de las botas de Ga —dijo Q-Ki.

—¿Y de qué cree que se trata? —le pregunté.

—Podría ser el lugar donde encontraremos a nuestra actriz —respondió Q-Ki. Dio media vuelta para marcharse, pero entonces volvió la cabeza y me miró—. He visto todas sus películas, ¿sabe? Tengo la sensación de que a los Pubyok les da lo mismo encontrarla o no hacerlo. Y no han logrado hacer que Ga, o quien sea, hable. Pero usted obtendrá resultados, ¿verdad? Usted encontrará a Sun Moon. Hay que darle un entierro adecuado. Y yo estoy del bando que consiga resultados.

Pasé mucho rato estudiando el mapa. Lo extendí encima de la mesa de ping-pong de los Pubyok, y estaba estudiando cada palabra y cada línea cuando entró Sarge, empapado.

—¿Ha estado ahogando a un sujeto? —le pregunté.

—En realidad está lloviendo —declaró—. Una gran tormenta procedente del mar Amarillo.

Sarge se frotó las manos. Aunque sonreía, era evidente que le dolían.

—Veo que ha habido una confesión masiva en mi ausencia —comenté señalando el tablón.

Sarge se encogió de hombros.

—Disponemos de todo un equipo de Pubyok con tiempo libre. Y usted tenía diez casos abiertos y apenas dos becarios. Solo queríamos mostrar nuestra solidaridad.

—¿Solidaridad? —pregunté yo—. ¿Qué le ha pasado a Leonardo?

—¿A quién?

—Al líder de mi equipo, el de la cara de niño. Se marchó del trabajo una noche y ya no ha vuelto. Como el resto de los miembros de mi equipo.

—Me está preguntando por uno de los misterios de la vida —repuso—. ¿Quién sabe adónde va la gente? ¿Por qué la lluvia cae y no sube? ¿Por qué la serpiente es cobarde y el perro agresivo?

No supe si se estaba burlando de mí o no; Sarge no era precisamente un filósofo y desde la desaparición de Leonardo se había mostrado sospechosamente atento conmigo.

Volví a concentrarme en el croquis de aquel pueblo de Texas. Sarge seguía masajeándose las manos.

—Las articulaciones me matan cuando llueve —declaró.

Lo ignoré. Sarge miró por encima de mi hombro.

—¿Qué tiene ahí, una especie de mapa?

—Una especie, sí.

Se acercó más.

—Ah, vale —dijo—. La antigua base militar del sur de la ciudad.

—¿Qué le hace decir eso?

—Ahí está la carretera de Nampo —explicó Sarge, señalando el mapa—. Y fíjese, aquí se bifurca el Taedong —añadió, y entonces se volvió hacia mí—. ¿Está relacionado con el comandante Ga?

Por fin, una pista como la que andábamos buscando, nuestra oportunidad de resolver el caso. Doblé el mapa.

—Tengo trabajo —le espeté, pero Sarge me detuvo antes de que pudiera marcharme.

—Usted sabe que no tiene por qué escribir un libro sobre cada ciudadano que entra por esa puerta —me dijo—, ¿verdad?

Pero sí tenía que hacerlo. Si no, ¿quién iba a contar sus historias? ¿Qué prueba habría de que habían existido? Yo me tomaba la molestia de descubrirlo todo sobre ellos, lo documentaba, y luego aceptaba lo que les pasara. El piloto automático, las minas prisión, el estadio de fútbol al amanecer… Si yo no era un biógrafo, ¿qué era? ¿A qué me dedicaba?

—¿Me explico? —insistió—. Nadie lee esos libros, que no hacen más que acumular polvo en un cuarto oscuro. Deje de martirizarse. Inténtelo a nuestra manera por una vez. Arránquele unas cuantas confesiones a tortas y luego venga a tomarse una cerveza con los chicos. Le dejaremos elegir la música de la máquina de karaoke.

—¿Y qué pasa con el comandante Ga? —pregunté yo.

—¿Qué pasa?

—Su biografía es la más importante.

Sarge se me quedó mirando con una expresión de frustración cósmica.

—En primer lugar —repuso—, ese no es el comandante Ga. ¿Se le ha olvidado? En segundo lugar, se niega a hablar. Ha recibido entrenamiento contra el dolor, el halo no le hizo ni cosquillas. Pero, sobre todo, no hay ningún misterio por resolver.

—Naturalmente que lo hay —protesté yo—. ¿Quién es? ¿Y qué fue de la actriz? ¿Dónde están su cadáver y el de los niños?

—¿De veras cree que los peces gordos —dijo Sarge, señalando el búnker subterráneo— no conocen la verdad sobre la historia? Saben perfectamente dónde se hospedaban los americanos, porque ellos también estaban allí. ¿En serio cree que el Querido Líder no sabe qué ocurrió? Apuesto a que Sun Moon se encontraba a su derecha, y el comandante Ga a su izquierda.

«Pero, entonces, ¿qué estábamos haciendo? —me pregunté—. ¿Qué perseguíamos con nuestro interrogatorio y por qué?»

—Si tienen todas las respuestas, ¿a qué están esperando? —repliqué—. ¿Cuánto tiempo más pueden pasar los ciudadanos preguntándose por qué ha desaparecido nuestra actriz nacional? ¿Y qué me dice de nuestro héroe nacional, el poseedor del Cinturón Dorado? ¿Cuánto tiempo más puede seguir el Querido Líder sin reconocer que se han esfumado misteriosamente?

—El Querido Líder tendrá sus motivos, ¿no cree? —me preguntó Sarge—. Y solo para que lo sepa: contar la historia de la gente no es tarea suya, sino del Estado. La decisión sobre si un ciudadano ha hecho algo digno de convertirse en una historia, sea buena o mala, depende de los hombres del Querido Líder. Los que cuentan las historias son ellos, y nadie más.

—Yo no cuento las historias de la gente. Mi trabajo consiste en escucharlos y escribir lo que oigo. Y si se refiere a los chicos de Propaganda, todo lo que dicen es mentira.

Sarge se me quedó mirando asombrado, como si solo en aquel momento se hubiera percatado del abismo que nos separaba.

—Su trabajo… —empezó a decir, pero dejó la frase colgada y pareció que quería decir otra cosa. No paraba de sacudir las manos, como si intentara expulsar el dolor. Finalmente dio media vuelta para marcharse, pero al llegar a la puerta se detuvo—. Recibí mi instrucción en esa base —me dijo—. Y le aseguro que no querría acercarse a Nampo durante una tormenta.

En cuanto se hubo marchado llamé al Depósito Motorizado Central y les dije que necesitábamos un vehículo que nos trasladara a Nampo. Luego llamé a Q-Ki y a Jujack.

—Cojan impermeables y palas —les ordené—. Vamos a buscar a una actriz.

Resultó que el único vehículo que nos podía llevar por la carretera de Nampo con aquella lluvia era un viejo Tsir soviético. Cuando aparcó, el chófer no parecía demasiado satisfecho, pues alguien le había robado los limpiaparabrisas. Cuando lo vio, Jujack negó con la cabeza y dio un paso hacia atrás.

—Ni hablar —dijo—. Mi padre me dijo que no me subiera jamás a un cuervo.

Q-Ki llevaba una pala en la mano.

—Achanta y sube al camión —le dijo.

Pronto los tres nos dirigíamos hacia el este, donde se encontraba el corazón de la tormenta. El toldo oscuro del camión estaba hecho de lona encerada, lo que impedía que entrara lluvia, pero el barro nos salpicaba a través de los tablones del suelo. Los bancos en los que nos sentamos tenían nombres de personas tallados en la madera. Seguramente eran obra de personas transportadas a prisiones lejanas, como la 22 o la 14-18, trayectos durante los que había mucho tiempo para pensar, y, en cualquier caso, daban fe del deseo humano por ser recordado.

Q-Ki pasó un dedo por encima de las marcas y se fijó en un nombre en concreto.

—Yo conocía a Yong Yap-Nam —comentó—. Iba a mi clase de Males del Capitalismo.

—Seguramente se trate de otro Yong Yap-Nam —la tranquilicé, pero se encogió de hombros.

—Si un ciudadano se corrompe, se corrompe. ¿Qué se le va a hacer?

Jujack no quería fijarse en los nombres.

—¿Por qué no esperamos a que pase la tormenta? —preguntaba una y otra vez—. ¿Qué necesidad hay de salir justo ahora? Seguramente no encontremos nada. Seguramente no haya nada que encontrar.

El viento había empezado a agitar el toldo negro del camión y las nervaduras metálicas crujían. La carretera se había convertido en una riada y las zanjas de aguas residuales de las cunetas estaban desbordadas. Q-Ki apoyó la cabeza en el mango de la pala y miró a través de la abertura trasera del camión, hacia las dos roderas que dejábamos en el agua.

—No cree que Sun Moon pudiera corromperse, ¿verdad? —me preguntó Q-Ki.

Negué con la cabeza.

—No, imposible.

—Quiero encontrarla como el que más —admitió—. Pero entonces estará muerta. Mientras nuestras palas no la desentierren, tengo la sensación de que aún está viva.

Era cierto que antes, cuando imaginaba que encontrábamos a Sun Moon, visualizaba a la mujer radiante que aparecía en los carteles de las películas. Solo en ese momento empecé a imaginar la pala desenterrando partes de niños descompuestos, el filo hundiéndose en el abdomen de un cadáver.

—De niña, mi padre me llevó a ver Gloria de glorias. Hacía una temporada que estaba un poco rebelde y me quiso enseñar qué les pasaba a las mujeres que cuestionaban la autoridad.

—¿Es la película en la que a Sun Moon le cortan la cabeza? —preguntó Jujack.

—La película trata sobre mucho más que eso —respondió Q-Ki.

—Pues los efectos especiales están muy bien —siguió diciendo Jujack—. La forma en que la cabeza de Sun Moon rueda por el suelo, vertiendo sangre, o cómo las flores del martirio brotan del suelo y florecen… Eso me llegó, sentí que estaba allí.

Todo el mundo había visto esa película, naturalmente. Sun Moon interpreta el papel de una pobre chica que se enfrenta al oficial japonés que controla su pueblo. Los campesinos deben entregar toda su cosecha a los japoneses, pero parte del arroz desaparece y el oficial decreta que el pueblo entero pase hambre hasta que aparezca el culpable. Sun Moon planta cara al oficial y le dice que seguramente han sido sus propios soldados corruptos quienes han robado el arroz. Para reparar la afrenta, el oficial la manda decapitar delante de todo el pueblo.

—Pero bueno, no importa de qué tratara la película, o de qué creyera mi padre que trataba —dijo Q-Ki—. En lo que me fijé yo fue en que Sun Moon estaba rodeada de hombres poderosos, pero que no tenía miedo. Vi la determinación con la que aceptaba su destino. Vi cómo rechazaba las condiciones que pretendían imponerle los hombres y dictaba sus propios términos. Si hoy estoy aquí, en la División 42, es gracias a ella.

—¿Y cuando se agacha para coger la espada? —intervino Jujack, como si la estuviera viendo—. Arquea la espalda y sus generosos pechos se bambolean hacia delante. Entonces sus labios se abren y lentamente, muy lentamente, cierra los ojos.

La película está llena de escenas célebres, como cuando la anciana del pueblo pasa la noche en vela cosiendo el choson-ot que Sun Moon llevará durante la ejecución. O esa otra en la que, justo antes de que amanezca, cuando a Sun Moon le entra el miedo y su determinación flaquea, un gorrión se le acerca volando; el pájaro lleva unas flores de kimsunguia en el pico, que le recuerdan que no está sola en su sacrificio. Pero la escena que mejor recuerdo, el momento de la historia en que ningún ciudadano fue capaz de contener las lágrimas, es cuando, por la mañana, sus padres se despiden de ella para siempre. Le dicen lo que siempre habían dado por sobrentendido: que ella es lo que da sentido a sus vidas, que sin ella quedarán mermados, y que su amor no sirve de nada si no es para entregárselo a ella.

Miré a Q-Ki, sumida en actitud contemplativa, y por un instante deseé que no nos estuviéramos dirigiendo a desenterrar los restos descompuestos de su heroína.

El cuervo abandonó la carretera y se adentró en una cuenca, un campo anegado hasta donde alcanzaba la vista. Le pregunté al conductor por qué se había detenido y él señaló el mapa que le había dado.

—Ya hemos llegado —declaró.

Miramos a través de la abertura trasera del cuervo y vimos destellos blancos en el cielo.

—Con esta escorrentía vamos a pillar la difteria —dijo Jujack—. Me apuesto lo que quieran que aquí no hay nada. Esta búsqueda es inútil.

—Eso no lo sabremos hasta que hundamos las palas en el barro —respondí.

—Seguramente estemos perdiendo el tiempo —insistió Jujack—. ¿Y si lo cambiaron de lugar a última hora?

—¿Cambiar de lugar? ¿De qué hablas? —le preguntó Q-Ki—. ¿Sabes algo que no nos estás contando?

Jujack dirigió una mirada recelosa al cielo, cada vez más oscuro.

—Sabes algo, ¿verdad? —repitió Q-Ki.

—Ya basta —dije—. Solo nos quedan unas horas de luz.

Bajamos los tres del cuervo y nos encontramos con el agua hasta los tobillos, manchada de aceite y cubierta de espumarajos de aguas residuales. A nuestro alrededor solo veíamos agua embarrada. El mapa, empapado desde hacía ya rato, nos condujo hasta una arboleda. Fuimos avanzando, sondeando el terreno con las palas. Entre nosotros veíamos pasar lomos de anguilas de río, que intentaban avanzar en aquella agua poco profunda; eran como bíceps con dientes, de unos dos metros de longitud.

Resultó que los árboles estaban llenos de serpientes, que colgaban de las ramas y nos observaban mientras chapoteábamos de tronco en tronco. Era una escena salida directamente de mis pesadillas, como si las serpientes de mis sueños me visitaran en la vida real. ¿O acaso funcionaba al revés y las serpientes volverían a visitarme por la noche? Esperaba y deseaba que no. «Estoy dispuesto a soportar lo que sea durante el día —me dije—, pero, por favor, ¿no puedo descansar en paz por la noche?»

—Son mamushi de las rocas —dijo Q-Ki.

—Imposible —negó Jujack—. Solo viven en las montañas.

Q-Ki se volvió hacia él.

—Soy una experta en serpientes mortíferas —aseguró.

Cayó un relámpago a lo lejos y de pronto las vimos todas, recortadas sobre las ramas, siseando, preparadas para abatirse encima de cualquier ciudadano incauto que cumpliera con sus deberes cívicos.

—Una serpiente es una serpiente —dije—. No las provoquen, joder.

Miramos a nuestro alrededor, pero no vimos ni el foso de la hoguera ni el corral. No había rastro ni de la diligencia, ni de las pistolas, ni de las cañas de pescar, ni del montón de guadañas.

—Estamos en el lugar equivocado —declaró Jujack—. Tenemos que largarnos de aquí antes de morir electrocutados.

—No —dijo Q-Ki—. Cavemos.

—¿Dónde? —preguntó Jujack.

—En todas partes —contestó Q-Ki.

Jujack hundió la hoja de la pala en el barro. Con gran esfuerzo, levantó una palada de fango, pero el agua llenó inmediatamente el hueco que había dejado. Cuando volteó la pala, el fango se quedó pegado.

La lluvia me azotaba la cara. No paraba de darle vueltas al mapa, intentando determinar si me había equivocado. No, teníamos que estar en el lugar correcto: los árboles, el río, la carretera… Lo que necesitábamos era uno de los perros del Zoológico Central. Según dicen, sus instintos salvajes son capaces de localizar huesos, aunque lleven tiempo enterrados.

—Esto es imposible —protestó Jujack—. Todo es agua. ¿Dónde está la escena del crimen? ¿Cómo vamos a encontrarla?

—La lluvia puede jugar a nuestro favor —repuse—. Si hay un cuerpo debajo del barro, es posible que el agua lo saque a flote. Lo único que tenemos que hacer es cavar un poco y soltar la tierra.

Nos dividimos y empezamos a explorar el barro en busca de alguna señal de la actriz.

Empecé a sacar paladas de barro, una tras otra. Cada vez imaginaba que lo conseguíamos, que el descubrimiento estaba al caer y que podría utilizar a la actriz para obtener la historia del comandante Ga; conseguiría su biografía, con el nombre real de Ga escrito con letras doradas en el lomo, y me instalaría en la oficina de Sarge. Bajo la lluvia incesante, no podía parar de imaginar las frases sucintas que le diría a Sarge, mientras él iba metiendo sus escasas pertenencias en una caja de ayuda alimenticia y la sacaba de mi nueva oficina.

Finalmente, me dije, habría un acontecimiento en mi vida digno de ser incluido en mi biografía.

Los conductores del cuervo nos observaban desde detrás del parabrisas. Había oscurecido tanto que distinguíamos el resplandor rojo de sus cigarrillos. Notaba los brazos cada vez más cansados y me cambié la pala de la mano derecha a la izquierda. Cada hueso con el que me topaba resultaba ser una raíz. Si saliera flotando aunque fuera un retal de seda, me dije, o tal vez un zapato… Las anguilas continuaban agitándose bajo el agua embarrada, hasta el punto de que periódicamente me convencía de que habían encontrado algo y empezaba a cavar dondequiera que las veía enseñar los dientes mientras luchaban por una presa invisible. Con cada palada de barro, mis ánimos se hundían. El día se iba pareciendo cada vez menos a la vida que anhelaba y más a la que tenía, una vida en la que me afanaba por nada mientras los fracasos se iban acumulando. La situación me recordó mi experiencia universitaria: al llegar a la universidad, me pregunté cuál de los miles de mujeres que había sería la mía, pero con el paso del tiempo, una a una, me fui dando cuenta de que la respuesta era que ninguna. No, ciertamente aquel día no iba a convertirse en un capítulo de mi biografía.

En la oscuridad, lo único que se oía eran los gruñidos de Q-Ki cada vez que se apoyaba con fuerza en la pala.

—Larguémonos de aquí —grité finalmente a la oscuridad.

Cuando Q-Ki y yo llegamos al cuervo, encontramos a Jujack ya dentro.

Estábamos empapados y temblábamos, con las manos cubiertas de ampollas a causa de los mangos mojados y las plantas de los pies doloridas de hundir la pala un millar de veces en el barro.

Durante el trayecto de vuelta a la División 42, Q-Ki no le quitó el ojo de encima a Jujack.

—Sabías que no estaba ahí, ¿verdad? —le preguntaba una y otra vez—. Sabías algo y no nos lo has dicho.

En cuanto llegamos, bajamos por las escaleras que conducían a la División 42 y Q-Ki se fue directamente a ver a Sarge.

—Jujack nos oculta algo —dijo—. Sabe algo sobre el tal comandante Ga pero no nos lo quiere decir.

Sarge adoptó una expresión severa y escrutó primero a Q-Ki y luego a Jujack.

—Se trata de una acusación muy grave —agregó finalmente—. ¿Tiene alguna prueba?

Q-Ki se señaló el corazón.

—Lo siento aquí —dijo.

Sarge reflexionó un instante y finalmente asintió con la cabeza.

—Vale —dijo—. Vamos a sacarle la verdad.

Un par de Pubyok dieron un paso al frente, dispuestos a agarrar a Jujack.

—Un momento —repuse, interponiéndome en su camino—. No nos precipitemos. Una sensación no es una prueba.

Puse una mano sobre el hombro de Jujack.

—Di la verdad, hijo —le rogué—. Di lo que sepas y yo te defenderé.

Jujack se miró los pies.

—No sé nada, lo juro.

Todos nos volvimos hacia Q-Ki.

—No me miren a mí —dijo—. Léanle los ojos: la verdad está ahí, a la vista de todos.

Sarge se inclinó y contempló los ojos del muchacho. Se lo quedó mirando durante mucho rato, hasta que por fin asintió con la cabeza y ordenó:

—Llévenselo.

Un par de Pubyok agarraron a Jujack, que les dirigió una mirada de terror.

—Esperen —protesté, pero el muro flotante era imparable. Jujack empezó a patalear, mientras se lo llevaban a rastras hacia el taller.

—¡Soy hijo de un ministro! —exclamó Jujack.

—Guárdate los detalles para tu biografía —respondió Sarge, riéndose.

—Tiene que haber un error —aseguré, pero Sarge pareció no oírme.

—Maldita deslealtad —masculló, sacudiendo la cabeza, y se volvió hacia Q-Ki—. Buen trabajo —le dijo—. Póngase la bata. Va a ser la encargada de sonsacarle la verdad.

Jujack ocultaba algo y la otra única persona que sabía de qué se trataba era el comandante Ga. Fui corriendo hasta el depósito donde lo teníamos encerrado. Ga no llevaba camisa y contemplaba el reflejo de su pecho en la pared de acero inoxidable.

—Debería haberles pedido que me tatuaran su imagen invertida —dijo sin mirarme.

—Tenemos una emergencia —lo corté yo—. Se trata de mi becario, Jujack. Se ha metido en un problema.

—Pero en ese momento no lo sabía —siguió diciendo Ga—. No sabía que este sería mi destino. —Se volvió hacia mí y se señaló el tatuaje—. Usted la ve tal como es y yo en cambio solo la puedo ver del revés. En su día pensé que era solo para que la vieran los demás, pero en realidad fue siempre para mí.

—Necesito información —insistí— es realmente importante.

—¿Por qué tiene tanto empeño en escribir mi biografía? —preguntó el comandante Ga—. Las únicas personas del mundo que la habrían querido leer ya no están.

—Escuche, necesito saber una cosa. Se trata de una cuestión de vida o muerte —repetí—. Hemos ido a la base militar de la carretera de Nampo, pero allí no había ni corral, ni foso de hoguera, ni ningún buey. Sé que reprodujeron un pueblo para que los americanos se sintieran como en casa, pero la actriz no estaba allí. No había nada.

—Ya se lo dije, no la va a encontrar.

—¿Pero dónde están la mesa de picnic y la diligencia?

—Lo trasladamos todo.

—¿Adónde?

—No se lo puedo decir.

—¿Por qué? ¿Por qué no?

—Porque este misterio es lo único que le recuerda al Querido Líder que lo que le pasó fue real, que sucedió algo que escapó a su control.

—¿Qué le pasó?

—Eso se lo tendría que preguntar a él.

—Pero ahora no se trata del Querido Líder, sino de un chaval que ha cometido un error.

—También es lo único que me mantiene con vida.

—Sabe perfectamente que no va a sobrevivir a esto —le dije, apelando a su sensatez.

Él asintió con la cabeza.

—Ninguno de nosotros lo hará —reconoció—. ¿Tiene ya un plan? ¿Ha tomado medidas? Aún dispone de tiempo, aún puede elegir en qué condiciones quiere que pase.

—En el tiempo del que aún disponga, puede salvar a este chico y expiar así las atrocidades que cometió con la actriz —le dije, y entonces saqué el móvil del bolsillo—. Las fotografías que llegan a este teléfono, ¿van destinadas a usted? —le pregunté.

—¿Qué fotografías?

Encendí el teléfono y le mostré la luz azul que indicaba que la batería estaba cargada.

—Me lo tiene que dar —me suplicó.

—Pues ayúdeme —respondí.

Le puse el teléfono delante de los ojos y le enseñé la fotografía de la acera. Él me quitó el teléfono de las manos.

—Los americanos no quisieron aceptar la hospitalidad del Querido Líder —declaró—. Se negaban a bajar del avión, de modo que trasladamos el pueblo texano al aeropuerto.

—Gracias —dije yo, pero en cuanto me di la vuelta se abrió la puerta.

En el umbral estaba Q-Ki, con el resto de los Pubyok a sus espaldas. Llevaba la bata cubierta de sangre.

—Lo trasladaron al aeropuerto —anunció—. Allí fue donde desapareció la actriz.

—Es normal que el chico supiera lo que pasaba en el aeropuerto —añadió uno de los Pubyok—. Su padre es ministro de Transportes.

—¿Y Jujack? —pregunté—. ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado?

Q-Ki no respondió. Se volvió hacia Sarge, que asintió en silencio, en señal de aprobación.

Q-Ki endureció la mirada, se volvió hacia los Pubyok reunidos ante la puerta, y adoptó una postura de taekwondo. Los hombres retrocedieron y le concedieron un momento para que se concentrara. Entonces, todos juntos, empezaron a contar: Junbi, Hana, dul, set, y cuando gritaron Sijak!, Q-Ki pegó un puñetazo en la puerta de acero inoxidable.

A continuación inspiró entrecortadamente y respiró hondo varias veces.

Lentamente, se llevó la mano rota al pecho y la dejó ahí.

La primera fractura se produce siempre por un golpe cortante en la parte exterior de la palma. Más tarde habrá tiempo de sobra para romperse los nudillos, a pares.

Con calma, y con suma delicadeza, Sarge le cogió el brazo, se lo extendió y colocó la mano rota de Q-Ki en la suya.

—Ahora es una de las nuestras —le dijo—. Ya no es una becaria. Ya no necesita un nombre —añadió, y en ese preciso instante le tiró de los dedos y le encajó los huesos rotos para que curaran como era debido.

Sarge me dedicó una inclinación de cabeza.

—Yo estaba en contra de admitir a una mujer en la división —admitió—. Pero tenía usted razón: esta chica es el futuro.

★★★

Era por la tarde y el sol, tan radiante como frío, entraba por las ventanas. El comandante Ga estaba sentado entre el niño y la niña, y los tres seguían con la mirada a Sun Moon, que iba y venía por la casa, inquieta, cogiendo y dejando objetos, como si los viera por primera vez. El perro la seguía, olisqueando todo lo que tocaba: un espejo de mano, un parasol, el hervidor de la cocina. Era el día anterior a la llegada de los americanos, el día anterior a la huida, aunque los niños no lo sabían.

—¿Qué le pasa? —preguntó el chiquillo—. ¿Qué busca?

—Siempre se comporta así antes de una película nueva —le respondió su hermana—. ¿Va a haber una película nueva?

—Bueno, más o menos —les dijo Ga.

Sun Moon se le acercó. En las manos llevaba un tablero de chang-gi pintado a mano y su mirada parecía preguntar: «¿Cómo voy a abandonar esto?». Él había insistido en que no podía llevarse nada, que cualquier recuerdo podía delatar su plan.

—Era de mi padre —dijo Sun Moon—. Es lo único que conservo de él.

Él negó con la cabeza. ¿Cómo podía explicarle que era mejor así? Era cierto, un objeto podía retener la esencia de una persona: uno podía hablar con una fotografía, o besar un anillo, y tocando una armónica podía darle voz a una persona lejana. Pero una fotografía se podía extraviar; un ladrón te podía arrancar el anillo del dedo mientras dormías en tu barracón. Ga había visto cómo un hombre perdía las ganas de vivir (cómo estas abandonaban su cuerpo) después de que un guarda lo obligara a entregarle un relicario. No, tenías que llevar a las personas a las que amabas a un lugar más seguro. Tenían que convertirse en algo así como un tatuaje, una cosa que nadie te pudiera arrebatar.

—¿Solo la ropa? —le preguntó ella.

De pronto lo miró como si acabara de tener una revelación. Dio media vuelta y se dirigió precipitadamente al armario. Allí, contempló la hilera de choson-ots, cada uno pulcramente colgado de su percha. El sol poniente teñía el dormitorio de claridad. Bajo aquella luz dorada, los vestidos cobraron vida propia.

—¿Cómo voy a elegir uno solo? —preguntó, acariciándolos lentamente—. Este me lo puse en Patria huérfana de madre —recordó—. Pero ahí representaba a la mujer de un político. No, no puedo marcharme de esa forma, no me puedo convertir en ella para siempre.

Sun Moon estudió un choson-ot sencillo, con el jeogori blanco y un estampado de flores blancas en la chima.

—Y este es el de Una auténtica hija del país. No puedo llegar a América vestida como una campesina —declaró, y siguió examinado los vestidos: La caída de los opresores. Que se mueran los tiranos, ¡Arriba el estandarte!

—¿Todos tus vestidos salen de alguna película?

Ella asintió.

—Técnicamente son propiedad de Vestuario. Pero cuando me los pongo para actuar, se convierten en parte de mí.

—¿Y no tienes ninguno tuyo? —insistió.

—¿Para qué? —dijo ella—. Ya tengo estos.

—¿Y los que llevabas antes de trabajar en el cine?

La mujer se lo quedó mirando.

—Ay, ahora no puedo decidir —repuso, y cerró los ojos—. Lo dejaré para más tarde.

—No —respondió él—. Este.

Ella cogió el choson-ot plateado que él le había elegido y se lo colocó sobre el cuerpo.

El de Gloria de glorias —dijo—. ¿Quieres que sea la cantante de ópera?

—Es una historia de amor —le dijo él.

—Una tragedia.

—Sí, una tragedia —admitió—. Pero ¿no crees que al Querido Líder le encantaría verte vestida como una estrella de la ópera? ¿No sería un guiño a su otra gran pasión?

Sun Moon frunció las cejas ante aquella sugerencia.

—Me asignó a una cantante de ópera para que me ayudara a prepararme para el papel, pero era una mujer imposible.

—¿Qué fue de ella?

Sun Moon se encogió de hombros.

—Desapareció.

—¿Desapareció? ¿Adónde fue?

—Adonde va la gente, supongo. Yo solo sé que un día ya no estaba.

Ga acarició la tela.

—Entonces te tienes que poner este vestido.

Aprovecharon las horas de luz que aún quedaban para recolectar el jardín y preparar una cena con verduras crudas. Hicieron té con las flores, cortaron los pepinos en rodajas y los prepararon en salmuera, con vinagre y agua azucarada con lombarda en juliana. Partieron el inmenso melón en una roca, de modo que la pulpa interior se desgarrara siguiendo las semillas. Sun Moon prendió una vela y, ya en la mesa, empezaron la última cena con unas judías, que desenvainaron y condimentaron con sal gruesa. El niño tenía un regalo para ellos: cuatro pájaros cantores que había atrapado, sazonado y curado al sol con semillas de pimiento rojo.

El niño empezó a contar un cuento que había oído por los altavoces sobre un jornalero que creía haber encontrado una piedra preciosa. En lugar de compartir el hallazgo con el líder de su destacamento, el jornalero se tragó la piedra con la esperanza de quedársela para él solo.

—Ese cuento lo ha oído todo el mundo —lo cortó su hermana—. Al final resultó que era un trozo de cristal.

—Quiero oír un cuento alegre —rogó Sun Moon—, por favor.

—¿Qué me dices del de la paloma que, volando, se interpuso en la trayectoria de una bala imperialista y salvó la vida de…?

Sun Moon levantó la mano y la mandó callar.

Al parecer, los niños solo conocían las historias que habían oído por los altavoces. A veces, cuando era pequeño, lo único que el comandante Ga y los huérfanos podían llevarse a la boca en la mesa eran cuentos.

—Yo os contaría el del perro de Pyongyang que fue al espacio —propuso Ga como si nada—, pero estoy seguro de que ya lo habéis oído.

La niña miró a su hermano y a su madre con expresión de incertidumbre, y se encogió de hombros.

—Sí, claro —asintió—. Se lo sabe todo el mundo.

El niño también fingió conocerlo.

—Sí, es un cuento muy viejo —añadió.

—A ver si me acuerdo de cómo iba —continuó el comandante Ga—. Los mejores científicos del país se reunieron y construyeron un cohete gigante. En el fuselaje pintaron la estrella y el círculo rojos de la República Popular Democrática de Corea. A continuación llenaron el depósito de combustible y sacaron el aparato a la plataforma de lanzamiento. El cohete estaba diseñado para elevarse. Si funcionaba, decidieron, diseñarían uno que luego pudiera bajar. Aunque al científico que lo pilotara lo declararían mártir, no encontraron a nadie lo bastante valiente como para subir a bordo.

Ga interrumpió la narración, tomó un traguito de té y se volvió hacia los niños, que no entendían qué pretendía glorificar aquella historia.

—Y entonces fue cuando decidieron mandar al perro —aventuró la niña, vacilante.

Ga sonrió.

—Eso es —dijo—. Ya sabía yo que os lo sabíais. A ver, ¿y dónde fue que encontraron al perro?

Una vez más se hizo el silencio.

—En el zoo —dijo finalmente el niño.

—¡Ah, claro! —exclamó Ga—. ¡Cómo se me pudo olvidar! ¿Y cómo era el perro?

—Era gris —contestó la niña.

—Y marrón —añadió el niño.

—Con las patas blancas —dijo su hermana—. Y la cola larga y delgada. Lo eligieron porque era un perro flaco y cabía en el cohete.

—Y comía tomates pasados —añadió el niño—. Era lo único que el guarda malo del zoológico le daba.

Sun Moon sonrió al ver a sus niños tan metidos en el cuento, y dijo:

—Por la noche, el perro miraba la luna.

—La luna era su única amiga —añadió la niña.

—El perro la llamaba y la llamaba —intervino el niño—, pero nunca recibía respuesta.

—Sí, el cuento es viejo, pero es bueno —comentó el comandante Ga, sonriendo—. En fin, el perro accedió a que lo mandaran en cohete al espacio…

—… para estar más cerca de su amiga, la luna —continuó la niña.

—Sí, para estar más cerca de su amiga, la luna —asintió Ga—. Pero ¿le contaron al perro que no iba a volver nunca?

Una mirada de indignación cruzó los ojos del niño.

—¡No le contaron nada!

Ga asintió, reconociendo la injusticia de esa decisión.

—Los científicos, si mal no recuerdo, le dijeron al perro que podía llevarse una cosa, la que quisiera.

—Y eligió un palo —sugirió el niño.

—No —repuso la niña—, se llevó su cuenco.

Los niños empezaron a competir para intentar descubrir qué había decidido llevarse el perro al espacio, pero ante cada una de sus propuestas, Ga se limitaba a asentir.

—El perro se llevó una ardilla —dijo el niño—, para no estar solo.

—Se llevó un huerto —respondió la niña—, para no pasar hambre.

Hablaban como metralletas, proponían cosas sin parar: una pelota, una cuerda, un paracaídas, una flauta que podía tocar con sus patitas.

Ga levantó una mano y un silencio se posó sobre la mesa.

—A escondidas —dijo susurrando—, el perro se llevó todas esas cosas, y pesaba tanto que, cuando lo lanzaron, el cohete cambió de rumbo y adoptó una nueva trayectoria…

Ga apuntó hacia arriba y los niños levantaron la mirada, como si la respuesta fuera a materializarse en el techo.

—… hacia la luna.

Ga y Sun Moon escucharon cómo los niños tejían el resto de la historia solos: cómo en la luna el perro descubría a otro perro, que cada noche le aullaba a la Tierra, cómo había un niño en la luna, y una niña también, y cómo los perros y los niños empezaron a construir su propio cohete, y Ga observó cómo la luz de la vela bailaba sobre sus facciones, cómo Sun Moon entornaba los ojos, encantada, cómo los niños saboreaban la atención que les dispensaba su madre e intentaban superarse mutuamente, una y otra vez, mientras entre todos, como una familia, daban cuenta del melón hasta dejar solo la cáscara y guardaban las semillas en un cuenco de madera, sonriendo mientras el jugo dulce y rosado les caía por los dedos y las muñecas.

El niño y la niña le rogaron a su madre que compusiera una balada para el perro que había ido a la luna, y como Sun Moon no quería tocar su gayageum vestida con ropa de andar por casa, fue a cambiarse y volvió a salir con un choson-ot con la chima de satén color ciruela. Apuntaló la corona del instrumento en el suelo de madera, encima de un cojín, y colocó la base sobre sus piernas cruzadas. Entonces les dedicó una inclinación de cabeza a los niños, que le devolvieron el gesto.

Empezó punteando las cuerdas agudas, arrancándole notas rápidas y altas. Reprodujo el sonido del cohete al despegar, sus versos preñados de humor y rima. Cuando el perro abandonó la gravedad y penetró en el espacio, su interpretación se volvió etérea y las cuerdas reverberaron como si sonaran en el vacío. La luz de la vela cobró vida en la cascada de pelo de Sun Moon, y cuando frunció los labios para tocar acordes más complejos, Ga notó cómo el corazón se le inflamaba en el pecho.

Y volvió a quedarse prendado de aquella mujer, superado por la certeza de que por la mañana iba a tener que renunciar a ella. En la Prisión 33, poco a poco, aprendías a renunciar a todo, empezando por el día de mañana y todo lo que podía llegar a ser. Luego le tocaba a tu pasado, hasta que un día te parecía inconcebible que algún día tu cabeza se hubiera posado sobre una almohada, que hubieras utilizado un lavabo, que tu boca hubiera conocido los sabores y que tus ojos hubieran visto colores más allá del gris, el marrón y aquel tono negro que adquiría la sangre. Antes de renunciar a ti mismo (y Ga había percibido el momento en el que eso empezaba a suceder, como un frío que le entumecía los brazos), te desprendías de todos los demás, de cada persona que habías conocido en la vida; estas se convertían en ideas, en conceptos, en impresiones, hasta que finalmente quedaban reducidas a proyecciones fantasmales sobre la pared de la enfermería de una prisión. En aquel momento Sun Moon se le apareció así: no como una mujer vital y hermosa, capaz de expresar todo su dolor a través de un instrumento, sino como el destello de alguien a quien había conocido en su día, la foto de una persona desaparecida desde hacía tiempo.

De repente el cuento del perro le parecía más triste y melancólico. Intentó controlar su respiración. Más allá de la luz de la vela no había nada, se dijo. El resplandor incluía al niño, a la niña, a aquella mujer y a él mismo. Y más allá no estaban ni el monte Taesong, ni Pyongyang, ni el Querido Líder. Intentó coger el dolor que le llenaba el pecho y disiparlo por todo el cuerpo, como le había enseñado su mentor Kimsan: no notar la llama en un solo punto, sino en el conjunto, visualizar el fluir de su sangre que se expandía y diluía el dolor de su corazón por todo su ser.

Entonces cerró los ojos e imaginó a Sun Moon, la que siempre estaba con él, aquella presencia tranquila, acogedora, siempre a punto para salvarlo. No lo iba a dejar, no iba a ir a ninguna parte. El agudo dolor de su pecho empezó a apagarse y el comandante Ga comprendió que la Sun Moon que llevaba en su interior era la reserva de dolor que iba a permitirle sobrevivir a la pérdida de la Sun Moon que tenía ante él. Empezó a disfrutar de la canción otra vez, aunque era cada vez más triste. El dulce resplandor de la luna del perro se había convertido en un cohete extraño, de rumbo incierto. Lo que había empezado como una canción infantil se había convertido en la canción de Sun Moon, y cuando los acordes se volvieron inconexos, las notas díscolas y solitarias, Ga comprendió que estaba oyendo su propia canción. Finalmente Sun Moon dejó de tocar y se inclinó lentamente hacia delante, hasta apoyar la frente en la madera noble de un instrumento que nunca más volvería a tocar.

—Vamos, niños —dijo Ga—. Es hora de acostarse.

Los llevó al dormitorio y cerró la puerta.

A continuación se ocupó de Sun Moon, a la que acompañó al porche para que respirara un poco de aire fresco. A los pies de la montaña, las luces de la ciudad se mantenían encendidas hasta más tarde de lo habitual.

Sun Moon se apoyó en la barandilla y le dio la espalda. Reinaba el silencio y a través de la pared oían cómo los niños hacían ruidos de cohetes y daban instrucciones de despegue al perro.

—¿Estás bien? —le preguntó Ga.

—Sí, es solo que necesito un cigarrillo —respondió.

—Lo digo porque no tienes por qué hacerlo, puedes echarte atrás y nunca nadie lo sabrá.

—¿Me lo puedes encender tú? —le preguntó ella.

Él ahuecó las manos, encendió el cigarrillo e inhaló.

—Te están entrando las dudas —le dijo—. Y es normal. A los soldados les pasa antes de cada misión. Seguramente a tu marido le pasaba todo el tiempo.

La mujer le lanzó una mirada.

—Mi marido nunca dudaba de nada.

Ga le ofreció el cigarrillo, pero ella se fijó en sus dedos y se volvió hacia las luces de la ciudad.

—Ya fumas como un yangban —le espetó—. Me gustaba más cómo fumabas antes, cuando todavía eras un niño de ninguna parte.

Él se le acercó y le apartó el pelo para verle mejor la cara.

—Siempre seré un niño de ninguna parte —le aseguró.

Ella se sacudió la cabellera para que volviera a su sitio y le pidió el cigarrillo, formando una uve con los dedos. La cogió por el brazo y la obligó a volverse hacia él.

—No puedes tocarme —dijo ella—. Ya conoces las reglas.

Intentó soltarse, pero él la agarró con más fuerza.

—¿Reglas? —le preguntó—. Mañana vamos a romper todas las reglas que existen.

—Pero aún no es mañana.

—Cada vez falta menos —repuso él—. Dieciséis horas, es lo que falta para huir a Texas. El mañana ya ha despegado y está atravesando medio mundo hacia nosotros.

Sun Moon se quitó el cigarrillo de los labios.

—Ya sé qué pretendes —le dijo—. Sé perfectamente qué buscas con tu discurso sobre «el mañana», pero tenemos mucho tiempo, una eternidad. No te desconcentres, piensa en lo que tenemos que hacer y en todas las cosas que tienen que salir bien antes de que ese avión despegue con nosotros.

Ga se aferró a su brazo.

—¿Y si algo sale mal? ¿Has pensado en ello? ¿Y si lo único que tenemos es hoy?

—Hoy, mañana… —replicó ella—. Un día no es nada. Un día no es más que la cerilla que enciendes después de que diez mil más se hayan apagado.

Entonces la soltó y la mujer se volvió otra vez hacia la barandilla, ahora fumando. Barrio a barrio, las luces de Pyongyang se fueron apagando. A medida que el horizonte se fue volviendo negro, distinguieron más claramente los faros de un vehículo que avanzaba por la abrupta carretera que se encaramaba a la montaña, hacia ellos.

—¿Me deseas? —le preguntó ella—. Ni siquiera me conoces…

Él se encendió un cigarrillo. Los focos del estadio Primero de Mayo se habían mantenido encendidos, lo mismo que los de los Estudios Cinematográficos Centrales, al norte de la ciudad, en la carretera del aeropuerto. Pero aparte de eso el mundo había quedado a oscuras.

—Tu mano busca la mía mientras dormimos —le dijo él—. Eso lo sé.

Sun Moon dio una calada y el extremo de su cigarrillo brilló rojo incandescente.

—Sé que duermes hecha un ovillo —siguió diciendo Ga—, y que seas o no yangban, no creciste durmiendo en una cama. Seguramente de niña dormías en un pequeño catre, y aunque nunca has mencionado que tuvieras hermanos, seguramente alargabas la mano para tocar al hermano o a la hermana que dormía a tu lado.

Sun Moon se mantuvo inmutable, como si no lo hubiera oído. En el silencio reinante, Ga prestó atención al sonido del vehículo que subía montaña arriba, pero no logró distinguir de qué tipo era. Volvió la cabeza para comprobar si Camarada Buc había oído el coche y había salido al porche, pero en la casa vecina no había nadie.

—Sé que una mañana fingiste estar dormida para que tuviera más tiempo de estudiarte —continuó el comandante Ga—, para que me fijara en el bulto que tienes en la clavícula, donde alguien te hizo daño. Me dejaste ver las cicatrices que tienes en las rodillas, y que indican que en su día hiciste trabajo de verdad. Querías que conociera a tu verdadero yo.

—Las cicatrices son de bailar —le contó.

—He visto todas tus películas —añadió él.

—Yo no soy mis películas —afirmó la mujer.

—He visto todas tus películas —repitió el comandante Ga— y en todas llevas el mismo peinado, con el pelo liso que te cubre las orejas. Pero mientras fingías estar dormida —Ga alargó la mano y sus dedos encontraron el lóbulo de la oreja— me dejaste ver el corte que tienes en la oreja. ¿Te pescó un agente de los servicios secretos robando de un puesto del mercado, o te reprendió por mendigar?

—Ya basta —le espetó.

—Habías probado las flores antes, ¿verdad?

—He dicho que ya basta.

Él le pasó una mano por la espalda y la acercó hacia sí hasta que sus cuerpos se tocaron. Le quitó el cigarrillo, lo arrojó por encima de la barandilla y le puso el suyo en los labios, para que entendiera que a partir de aquel momento lo iban a compartir todo, y que cada aliento provendría de él.

Ahora tenían las caras muy juntas. Sun Moon levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Tú no sabes nada de mí —le dijo—. Ahora que mi madre… Ahora que ya no está, solo hay una persona que me conozca. Y no eres tú.

—Siento lo de tu marido. Lo que le pasó, lo que hice… Pero no tuve elección, lo sabes…

—Por favor —lo cortó ella—. No me refería a él. Mi marido no se conocía ni a sí mismo, imagínate a mí.

Ga le puso una mano en la mejilla y la miró al fondo de los ojos.

—Pues, entonces, ¿de quién hablabas?

Un Mercedes negro se detuvo ante la casa. Sun Moon miró al chófer, que bajó y le abrió la puerta. Ya no llevaba la nariz entablillada, pero le iba a quedar torcida para siempre.

—He aquí nuestro verdadero problema —declaró Sun Moon—. El hombre que me conoce y quiere que vuelva con él.

Se metió en la casa y fue a por su tablero de chang-gi.

—No les digas nada a los niños —le pidió antes de marcharse, y Ga la vio alejarse y subir al coche con rostro impasible, como si este hubiera ido a recogerla ya en incontables ocasiones. El coche se alejó lentamente, dando marcha atrás, y en el momento en que las ruedas cambiaron la hierba por la carretera, las oyó derrapar sobre el asfalto y supo que le acababan de quitar lo último que le importaba.

El supervisor del orfanato solía abrirle los dedos para quitarle la comida de las manos, y los chicos de Feliz Porvenir, a medida que iban muriendo, le habían arrebatado la idea de que había que darle la espalda a la muerte, que no podías tratarla como una compañera de letrina, o como la molesta figura de la litera de arriba, que silbaba en sueños. Al principio, los túneles le provocaban terror, pero al cabo de un tiempo habían empezado también a arrebatarle incluso eso, y con ello habían desaparecido también el miedo y el instinto de auto-preservación. Los secuestros lo habían reducido todo a una mera cuestión de vida o muerte. Y las minas de la Prisión 33, como si de bolsas de sangre se trataran, lo habían vaciado de su capacidad de discernimiento. Tal vez solo su madre le había arrebatado algo más esencial cuando lo había abandonado en Feliz Porvenir, aunque eso era solo una especulación, pues si le había dejado una marca, él nunca la había encontrado. A menos que la marca fuera él mismo.

Y, sin embargo, ¿qué lo había preparado para aquello, para ver cómo el Querido Líder tiraba del hilo que terminaría haciendo que se desmoronara? Sun Moon ya lo había advertido: cuando el Querido Líder quería que perdieras más cosas, te daba más cosas que perder. Y aquí lo tenía. ¿A qué búnker se la llevarían? ¿Qué alegres historias le contarían? ¿Qué elixires beberían mientras el Querido Líder se preparaba para divertirse de verdad?

Ga se dio cuenta de que los niños estaban junto a él, descalzos sobre la hierba. Entre ellos estaba el perro, que llevaba una capa atada al cuello.

—¿Adónde ha ido? —le preguntó el niño.

Ga se volvió hacia ellos.

—¿Alguna vez había venido un coche a por vuestra madre por la noche? —les preguntó.

La niña se quedó mirando fijamente la carretera oscura. Él se acuclilló para ponerse a la altura de los niños.

—Ha llegado el momento de que os cuente una historia importante —les dijo, y los dirigió hacia la luz de la casa—. Meteos en la cama. Estaré ahí enseguida.

Entonces Ga se volvió hada la casa de Camarada Buc: antes tenía que encontrar respuestas.

El comandante Ga entró a través de la puerta lateral. En la cocina de Buc encendió una vela. La tabla de cortar estaba limpia, y la tina de lavar los platos, vacía y colocada boca abajo para la noche. Olía a judías fermentadas. Fue al comedor, donde reinaba una densa oscuridad. Se encendió otra cerilla con la uña del pulgar y se fijó en los muebles antiguos, las fotografías de las paredes, las insignias militares y el celadón de la familia, cosas que le habían pasado por alto cuando se habían sentado alrededor de la mesa y se habían pasado los cuencos con melocotones. En la casa de Sun Moon no había nada de todo eso. En la pared de Buc había una colección de largas pipas de fumar que trazaban la genealogía de los varones de la familia. Ga siempre había creído que quién vivía y quién moría, quién era rico o pobre, era algo aleatorio, pero ante aquella pared resultaba evidente que el linaje de aquella familia se remontaba a la corte Joseon, y que sus miembros eran descendientes de embajadores, eruditos y hombres que habían luchado en la guerra de guerrillas al lado de Kim Il-sung. No era casual que los que no eran nadie vivieran en barracones del Ejército, mientras que los que sí eran alguien vivieran en casas en lo alto de las montañas.

Oyó un sonido mecánico en la habitación contigua, donde encontró a la esposa de Camarada Buc accionando el pedal de una máquina de coser mientras cosía un vestido blanco a la luz de una vela.

—Yoon ha crecido tanto que se le ha quedado pequeño —observó, y examinó la costura que acababa de coser pasándole la vela por encima—. Imagino que busca a mi marido.

Ga reparó en la calma de la mujer, propia de alguien acostumbrado a entablar amistad con desconocidos.

—¿Está aquí?

—Los americanos llegan mañana —dijo ella—. Lleva toda la semana trabajando hasta muy tarde y preparando todos los detalles de su plan de bienvenida.

—El plan es del Querido Líder —respondió Ga—. Acaba de llegar un coche, ¿lo ha oído? Se ha llevado a Sun Moon.

La mujer de Camarada Buc le dio la vuelta al vestido y volvió a examinarlo.

—El vestido de Yoon pasará a Jia —continuó—. El vestido de Jia pronto le irá bien a Hye-Kyo, y el de Hye-Kyo tendrá que esperar a Su-Kee, que casi no crece —explicó, y empezó una vez más a accionar el pedal—. Pronto podré doblar otro de los vestidos de Su-Kee y guardarlo. Así es como marco el paso del tiempo en nuestras vidas. Cuando sea vieja, espero que ese sea mi legado: una colección de vestidos blancos por estrenar.

—¿Sabe dónde puede estar Camarada Buc? ¿Con el Querido Líder, tal vez? Tengo coche, si supiera dónde está Sun Moon podría…

—Mi marido y yo no nos contamos nada —le respondió—. Es nuestra forma de velar por la seguridad de la familia y protegernos mutuamente. —Tiró de un hilo y colocó el vestido bajo la aguja de la máquina—. Mi marido me ha dicho que no tengo de qué preocuparme, que usted le ha hecho una promesa, que le ha dado su palabra y que por eso no corremos ningún peligro. ¿Es verdad? ¿Le ha dado su palabra?

—Sí.

La mujer lo miró un instante y asintió con la cabeza.

—Aun así, es difícil saber qué nos depara el futuro. Esta máquina fue un regalo de boda. En el momento de dar mi promesa solemne, no habría imaginado que terminaría cosiendo prendas como estas.

—Pero al final, cuando llegue el momento —le dije yo—, ¿importará mucho qué lleven puesto?

—Antes tenía la máquina de coser junto a la ventana —le contó—, para poder ver el río mientras trabajaba. De niña pescaba tortugas en el Taedong y luego las soltaba con eslóganes políticos pintados en los caparazones. Echábamos las redes y cada noche llevábamos lo que habíamos pescado a los veteranos de guerra. ¿Y los árboles que ahora cortan? Los plantamos nosotros. Nos considerábamos las personas más afortunadas del país más afortunado del mundo. Ahora la gente se ha comido todas las tortugas y en lugar de peces hay solo anguilas de río. El mundo se ha convertido en una selva. Pero mis hijas no se irán como animales.

Ga habría querido contarle que en Chongjin nadie recordaba los viejos tiempos con nostalgia, pero lo que dijo fue:

—En América, las mujeres tejen unas mantas que cuentan una historia. Unen diferentes tipos de tela que narran su vida.

La mujer de Camarada Buc levantó el pie del pedal.

—¿Y qué historia iba a contar yo? —le preguntó—. ¿La de un hombre que llegó a la ciudad para destruir todo lo que tienes? ¿Dónde encontraría una tela capaz de contar cómo mató a tu vecino, ocupó su lugar y enredó a tu marido en un plan que te va a costar todo lo que posees?

—Es tarde —dijo el comandante Ga—. Disculpe si la he molestado.

Dio media vuelta, pero al llegar a la puerta la mujer lo llamó.

—¿Se ha llevado algo con ella, Sun Moon? —le preguntó.

—Un tablero de chang-gi.

La mujer de Camarada Buc asintió con la cabeza.

—Por la noche es cuando el Querido Líder busca inspiración —declaró.

Ga echó un último vistazo a la tela blanca y pensó en la niña que iba a llevar aquel vestido.

—¿Qué les cuenta? —le preguntó—. ¿Qué les dice cuando les prueba los vestidos? ¿Saben la verdad? ¿Saben que está ensayando para cuando llegue el final?

Ella se lo quedó mirando durante un instante.

—Jamás les hablo del futuro —contestó—. Eso es lo último que quiero. Cuando tenía la edad de Yoon, los domingos había helado gratis en el parque de Mansu y yo solía ir con mis padres. Ahora la furgoneta de los helados secuestra a los niños y los manda a los campos 9-27. Los niños no tendrían que pensar en esas cosas. Para mantener a mis niñas alejadas de la furgoneta de los helados, les digo siempre que los melocotones son el mejor postre del mundo, alardeo de que tenemos la última lata de melocotones y que un día, cuando la familia Buc alcance la felicidad suprema, nos daremos un festín a base de melocotones que sabrá mejor que todo el helado de Corea.

Cuando Ga entró en el dormitorio, Brando levantó la cabeza. El perro ya no llevaba la capa. Los niños estaban a los pies de la cama, con la preocupación pintada en el rostro. Ga se sentó junto a ellos, en el suelo.

Encima del anaquel estaba la lata de melocotones que iba a llevarse al día siguiente. ¿Cómo demonios les iba a contar lo que les quería contar? Decidió simplemente respirar hondo y empezar.

—A veces la gente hace daño a otra gente —dijo—. Es una pena, pero es así.

Los niños lo miraban atentamente.

—Hay gente que hace daño a los demás profesionalmente. Nadie disfruta con ello. Bueno, casi nadie. La historia que os quiero contar va sobre lo que pasa cuando dos de esas personas, de esos hombres que hacen daño a los demás, se encuentran.

—¿Te refieres al taekwondo? —preguntó el niño.

Ga tenía que encontrar la forma de contarles que había matado a su padre, por feo que fuera. Porque si se marchaban a América creyendo que su padre seguía vivo, si esa mentira se cernía sobre ellos como la propaganda que circulaba acerca de su persona, en su recuerdo su padre se convertiría exactamente en eso: en una estatua de bronce que no guardaría apenas ningún parecido con el hombre que realmente había sido. Sin la verdad, sería tan solo otro nombre famoso, esculpido a cincel en la base de una estatua. Los niños tenían ante ellos una oportunidad única de saber quién era su padre, algo de lo que Ga no había gozado nunca. Y lo mismo sucedía con su casa: si no sabían nada sobre los DVD escondidos, el contenido del ordenador portátil, el significado de los destellos azules que llegaban del zoológico por la noche, su casa en lo alto del monte Taesong se convertiría en su recuerdo en una mera acuarela, artificial como una postalita. Asimismo, si no sabían qué papel había tenido él en sus vidas, lo recordarían apenas como un invitado que se había instalado en su casa por un motivo difuso, durante una temporada que no sabían precisar.

Pero, al mismo tiempo, no quería hacerles daño. Tampoco quería actuar en contra de los deseos de Sun Moon. Y, sobre todo, no quería ponerlos en peligro, influyendo en la actitud que pudieran tener al día siguiente. Lo ideal habría sido revelarles la verdad en el futuro, tener una conversación con ellos cuando fueran mayores. Necesitaba entregarles una botella con un mensaje que solo pudieran descifrar al cabo de los años.

—¿Has averiguado dónde está nuestra madre? —le preguntó la niña.

—Vuestra madre está con el Querido Líder —contestó él—. Estoy seguro de que está bien y que pronto volverá a casa.

—A lo mejor han quedado para hablar sobre la película —añadió la niña.

—Puede ser —asintió Ga.

—Espero que no —dijo el niño—. Si rueda otra película tendremos que volver al colegio.

—Yo quiero volver al colegio —aseguró su hermana—. Sacaba muy buenas notas en Teoría Social. ¿Quieres oír un fragmento del discurso que pronunció Kim Jong-il el Quince de Abril de Juche 86?

—Si vuestra madre tiene que ir a rodar una película, ¿quién cuidará de vosotros? —preguntó Ga.

—Alguno de los lacayos de nuestro padre —contestó la niña—. Sin ánimo de ofender.

—Vuestro padre —dijo Ga—. Es la primera vez que os oigo hablar de él.

—Está en una misión —aseguró la niña.

—Una misión secreta —añadió el niño—. Le encargan muchas.

Tras un momento de silencio, la niña volvió a hablar.

—Has dicho que nos ibas a contar una historia.

El comandante Ga respiró hondo.

—Para entender la historia que os quiero contar, antes tenéis que saber unas cuantas cosas. ¿Habéis oído hablar alguna vez de un túnel de incursión?

—¿Un túnel de incursión? —preguntó la niña, esbozando una mueca de repugnancia.

—¿Y qué me decís de los yacimientos de uranio? —siguió diciendo Ga.

—Cuéntanos otra historia sobre un perro —le pidió el niño.

—Eso —aprobó su hermana—. Pero esta vez que vaya a América y coma comida enlatada.

El comandante Ga consideró la idea un instante y se preguntó si sería capaz de inventar una historia que ahora les pareciera natural, pero que más tarde, cuando los niños reflexionaran sobre ella, les transmitiera el mensaje que quería comunicarles.

—Un equipo de científicos recibió la orden de encontrar dos perros —empezó diciendo—. Uno tenía que ser el perro más listo de Corea del Norte, y el otro el más valiente. El objetivo era enviar a los dos perros a cumplir una misión ultra-secreta juntos. Los científicos visitaron todas las granjas de perros del país e inspeccionaron las perreras de todas las prisiones y de todas las bases militares. Primero los perros tenían que utilizar un ábaco con las patas y luego tenían que luchar contra un oso. Después de que todos los perros fracasaran, los científicos se sentaron en la acera, con la cabeza entre las manos, temerosos de contárselo a los ministros.

—Eso les pasó por no probar a Brando —dijo el niño.

Al oír su nombre, Brando dio un respingo en sueños, pero no se despertó.

—Exacto —convino el comandante Ga—. Pero justo en ese momento, Brando apareció andando por la calle con un orinal en la cabeza.

El niño soltó una carcajada e incluso la niña sonrió un poco. De repente, Ga se dio cuenta de que era mejor que la historia les resultara útil en aquel momento, no más adelante. Si conseguía que en la historia el perro llegara a América oculto en un barril que subirían a un avión americano, podía inculcar en los niños las instrucciones básicas que necesitarían durante la huida del día siguiente: qué debían hacer cuando los metieran en los barriles, cómo debían guardar silencio, qué movimientos podían esperar y cuánto tiempo debía pasar hasta que gritaran para que los sacaran de ahí.

—¿Un orinal? —se extrañó el niño—. ¿Cómo había terminado con un orinal en la cabeza?

—¿Y tú qué crees? —respondió Ga.

—¡Puaj! —exclamó el niño.

—El pobre Brando no entendía quién había apagado la luz —prosiguió Ga—. Todo retumbaba dentro del orinal. Avanzó calle abajo, chocando contra todo lo que se le ponía por delante, pero los científicos creyeron que había ido a presentarse a las pruebas. ¡Qué valiente tenía que ser un perro para presentarse voluntariamente para luchar contra un oso!, pensaron los científicos. ¡Y era tan listo que incluso se había puesto una armadura!

El niño y la niña soltaron una carcajada larga y genuina.

La preocupación había desaparecido totalmente de sus miradas, y Ga se preguntó si no sería mejor que la historia no tuviera ningún objetivo, que no fuera nada más que una historia, espontánea y original, que discurriera de forma natural hacia su conclusión.

—Los científicos se abrazaron y celebraron su hallazgo —siguió contando Ga—. Entonces llamaron por radio a Pyongyang y anunciaron que acababan de encontrar el perro más extraordinario del mundo. Pero los satélites americanos interceptaron el mensaje y…

El niño tiró de la manga de Ga. El pequeño seguía riendo y tenía una sonrisa en los labios, pero por algún motivo se había puesto un poco más serio.

—Te quiero decir una cosa —dijo el niño.

—Soy todo oídos —respondió Ga.

Pero entonces el pequeño se quedó callado y bajó la mirada.

—Vamos —le espetó la niña, pero al ver que su hermano no respondía se volvió hacia Ga—. Te quiere decir cómo se llama. Mamá nos dijo que no pasaba nada, que si queríamos te lo podíamos decir.

Ga miró al niño.

—¿Es verdad? ¿Es eso lo que me quieres decir?

El niño asintió en silencio.

—¿Y tú? —le preguntó Ga a la niña, que también bajó la mirada.

—Creo que sí —dijo.

—No hace falta —repuso Ga—. Los nombres vienen y van. Los nombres cambian. Yo ni siquiera tengo nombre.

—¿En serio? —preguntó la niña.

—Bueno, supongo que sí tengo uno —admitió Ga—. Pero no sé cuál es. Si mi madre lo escribió en alguna parte de mi cuerpo antes de dejarme en el orfanato, se borró.

—¿En el orfanato? —preguntó la niña.

—El nombre y la persona son dos cosas distintas —afirmó Ga—. No recordéis nunca a nadie por su nombre. Si queréis mantener a alguien con vida, guardadlo en vuestro interior, grabaos su rostro en el corazón. Así, estéis donde estéis, ese alguien os acompañará siempre, porque será parte de vosotros. —Ga les puso las manos sobre los hombros—. Lo importante sois vosotros, no vuestros nombres. Y yo no os olvidaré nunca.

—Hablas como si te fueras a ir a alguna parte —dijo la niña.

—No —dijo Ga—. Yo me quedo aquí.

Finalmente el niño volvió a levantar la cabeza; estaba sonriendo.

—¿Por dónde íbamos? —preguntó Ga.

—Los espías americanos —respondió el niño.

★★★

Noticias tristes, ciudadanos, pues el camarada más anciano del país ha muerto a la edad de ciento treinta y cinco años. ¡Te deseamos un buen viaje al más allá, viejo amigo, y esperamos que recuerdes con cariño los días que pasaste en la nación más feliz y longeva de la Tierra! Ciudadanos, aprovechad el día de hoy para dedicar un gesto de respeto a un anciano de vuestro bloque de viviendas: ayudadlo a subir los bloques de hielo a su piso o sorprendedlo con un cuenco de sopa de flor de cebollino. Eso sí, ¡que no pique demasiado!

Y una advertencia, ciudadanos: no toquéis los globos que llegan volando a través de la zona desmilitarizada. El ministro de Seguridad Pública ha determinado que dichos globos y los mensajes de propaganda que transportan contienen un gas nervioso letal que tiene como objetivo acabar con la vida de los civiles inocentes que los encuentren.

¡Pero también tenemos buenas noticias, ciudadanos! El famoso ladrón de limpiaparabrisas ha sido detenido. Se requiere la presencia de todos los ciudadanos mañana por la mañana en el estadio de fútbol. Y más buenas noticias: han empezado a llegar envíos de sorgo del campo. Visitad vuestra central de racionamiento para obtener generosas raciones de esta deliciosa fécula. El sorgo no solo fortalece los intestinos, sino que también tiene un gran efecto sobre la virilidad masculina. Eso sí, la destilación de sorgo para elaborar licor de goryangju no está permitida este año. Se anuncian inspecciones de loza aleatorias.

Pero seguramente la mejor noticia, ciudadanos, es que ha llegado la hora del siguiente episodio de la Mejor Historia Norcoreana del año. ¡A medida que nos acercamos al final de la historia, se van alzando los gritos de los ciudadanos pidiendo más! Pero no habrá una secuela, ciudadanos. La conclusión de esta historia es definitiva.

Olvidad por un momento, ciudadanos, que estáis fabricando prendas de vinalón, o maniobrando un torno industrial, e imaginad la siguiente escena: es tarde y la luna plateada brilla en el cielo, mientras Pyongyang duerme. Los faros de un coche recorren las imponentes estructuras de la ciudad, rumbo al norte, por la carretera del aeropuerto. En el horizonte ya se adivina la silueta de los Estudios Cinematográficos Centrales, los mayores estudios de cine del planeta. Con sus hectáreas y hectáreas de barracones Quonset interconectados, los estudios poseen unas instalaciones incomparables, de las que salió ni más ni menos que Sun Moon, la mujer a la que deben su existencia.

Las puertas onduladas de los estudios se abrieron para ella y de dentro salió una potente luz. Bañado en ese resplandor la esperaba para saludarla ni más ni menos que la figura más carismática del mundo, el Reverendísimo General Kim Jong-il. El Querido Líder le extendió los brazos e intercambiaron gestos de fraternidad socialista.

En el ambiente flotaba un fuerte olor a comida texana, con grandes tajadas de lomo de cerdo y una pasta llamada mac-a-roni. Cuando el Querido Líder la acompañó dentro, Sun Moon descubrió música, gimnastas y carretillas elevadoras que se movían al compás.

—Creía que la extravagante recepción a los americanos iba a tener lugar en el aeropuerto —se sorprendió.

—Y así será —respondió el Querido Líder—. Pero los preparativos deben tener lugar a puerta cerrada, para protegernos de los espías.

El Querido Líder la cogió por los brazos y le dio un apretón bajo el satén.

—Estás bien de salud, ¿verdad? ¿Te encuentras bien?

—No necesito nada, Querido Líder —dijo ella.

—Magnífico —respondió él—. Y ahora háblame de la americana: ¿cuántas pastillas de jabón necesitaste para limpiar a una chica tan sucia, sucísima?

Sun Moon empezó a hablar, pero el Querido Líder la interrumpió:

—No, espera, no me lo digas aún. Resérvate las opiniones para más tarde. Primero te quiero dar algo, un regalito, por así decirlo.

Los dos empezaron a cruzar el estudio. Cerca de las cámaras acorazadas a prueba de bomba se había instalado el Pochonbo Electronic Ensemble, que interpretaba su último éxito, Un arcoíris de reunificación. Un ballet de carretillas elevadoras bailaba al ritmo de la alegre música, con palés cargados de ayuda alimentaria para los americanos: levantaban la carga, daban vueltas, giraban rápidamente sobre sí mismas y avanzaban marcha atrás. Lo más impresionante, sin embargo, era el enorme grupo de niños gimnastas vestidos con uniformes coloridos. Cada pequeño bailarín tenía como pareja de baile a un barril de cien litros. Los niños voltearon los barriles de plástico blanco como si fueran peonzas, los hicieron girar como si se movieran por sí mismos y de pronto (¡sorpresa!) treparon encima y empezaron a avanzar al unísono, rodando hacia las carretillas mecánicas, que los iban amontonando y cargando en el avión americano. Sinceramente, ciudadanos, ¿alguna vez alguien ha alimentado a los hambrientos con semejante precisión y alegría?

A continuación se acercaron a tres maniquíes de costura en los que se exponían sendos choson-ots, y Sun Moon contuvo el aliento ante su increíble belleza. Se detuvieron ante ellos.

—Es un regalo demasiado generoso —declaró, admirando el trío de vestidos de satén, que desprendían un brillo casi metálico: uno blanco, otro azul y otro rojo.

—¿Qué, esto? —dijo el Querido Líder—, no, los vestidos no son el regalo. Te los pondrás mañana, te vestirás con los colores de la bandera de la República Popular Democrática de Corea: el blanco para recibir a los americanos, el azul cuando interpretes tu composición de blues en honor a la remera americana, y el rojo cuando acompañes a la remera a su destino americano. Eso es lo que pasará, es lo que has elegido, ¿verdad?

—¿No podré llevar mi propio vestido? —preguntó ella—. Ya he elegido uno.

—Me temo que la decisión está tomada —dijo él—. O sea que no pongas mala cara, por favor.

Entonces el Querido Líder se sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó. Dentro Sun Moon encontró dos entradas.

—¿Para qué son? —quiso saber.

Entonces vio que se trataba de entradas oficiales para el estreno de Mujer de solaz.

—Son para el sábado que viene —observó.

—Hemos tenido que cancelar una ópera —aseguró el Querido Líder—. Pero es importante tener las prioridades claras, ¿no?

—Mi película —dijo ella, con expresión de incredulidad—. ¿Finalmente se va a proyectar?

—Asistirá todo Pyongyang —le prometió el Querido Líder—. Si por algún motivo a tu marido le asignan una misión, ¿me harías el honor de acompañarme en el palco de honor?

Sun Moon miró al Querido Líder fijamente a los ojos. Le costaba mucho comprender que alguien tan poderoso y generoso pudiera interesarse por una humilde ciudadana como ella. Pero recordad, ciudadanos, que con el Querido Líder todo es posible. Recordad que su único deseo es estrecharos a todos en un eterno abrazo protector.

—Ven —la instó el Querido Líder—, hay más.

Sun Moon vio que en el otro extremo del estudio se había reunido una orquesta. Los dos se dirigieron hacia allí, dejando atrás una infinidad de piezas de atrezo totalmente desconocidas para la actriz: una hilera de todoterrenos americanos y varios percheros llenos de uniformes de soldado que habían pertenecido a imperialistas caídos durante la guerra. Allí había también un modelo a escala del monte Paektu, lugar de nacimiento del glorioso líder Kim Jong-il, ¡nacido tan cerca del sol! ¡Paektusan, que tus magistrales picos se eleven hasta los cielos!

—Es el momento de hablar de tu próxima película —comenzó el Querido Líder sin dejar de caminar.

—He estado ensayando los diálogos —dijo la mujer.

—¿De Sacrificios finales? —preguntó el Querido Líder—. Ya te puedes deshacer de ese guion. He cambiado de opinión: una historia sobre maridos de reemplazo no es digna de ti. Ven, te mostraré tus próximos proyectos.

Llegaron a un lugar donde había tres caballetes rodeados por músicos vestidos de esmoquin. Y ahí, vestido también de esmoquin, estaba Dak-Ho, el productor cinematográfico estatal. Su resonante voz de tenor le había permitido ser la voz en off de todas las películas de Sun Moon. Dak-Ho levantó el paño que cubría el primer caballete y desveló el cartel de la nueva película. En este aparecía una Sun Moon tan embelesada que apenas cabía dentro del uniforme, fundida en un abrazo con un oficial de la Marina, los dos rodeados por un halo de torpedos. Pero he aquí la sorpresa, ciudadanos: ¡el oficial que la abraza lleva uniforme surcoreano!

La flota diabólica —anunció Dak-Ho, con voz grave y potente.

La orquesta empezó a interpretar la banda sonora de la película, una melodía tensa y siniestra.

—En un mundo de peligros e intrigas —siguió diciendo Dak-Ho—, una mujer descubre que un corazón puro es la única arma capaz de repeler la amenaza imperialista. Sun Moon, única superviviente de un asalto surcoreano ilegal contra su submarino, se ve obligada a revelar información acerca de las defensas de la flota de la República Popular Democrática de Corea. Poco a poco, sin embargo, empieza a mostrarle a su apuesto captor que el verdadero prisionero es él, encarcelado por las manipulaciones del régimen americano. En el increíble clímax de la historia, el oficial surcoreano apunta sus pistolas contra el auténtico enemigo.

El Querido Líder esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—El submarino que vamos a utilizar para las escenas iniciales ya está amarrado en el Taedong —dijo—. Y, en este preciso instante, uno de nuestros destacamentos navales se encuentra en unas aguas en litigio, con órdenes de localizar y capturar un helicóptero de combate de la República de Corea.

El Querido Líder chasqueó los dedos y Dak-Ho desveló el segundo cartel de la película. Los violines atacaron un estribillo al mismo tiempo vigoroso e inspirador.

El muro flotante —empezó a decir Dak-Ho, pero el Querido Líder lo cortó.

—Esta película será una biografía de la primera mujer Pubyok —contó el Querido Líder, que señaló a la bella y resuelta protagonista del póster y resaltó el intenso brillo de su insignia y la decisión de sus ojos, fijos en un horizonte mejor—. En este papel obtendrás resultados: resolverás casos y demostrarás que una mujer puede ser tan fuerte como cualquier hombre.

El Querido Líder se volvió hacia ella para ver cuál era su reacción.

—Pero… —repuso Sun Moon, señalando el póster—. Lleva el pelo demasiado corto.

—¿He mencionado ya que se trata de una historia real? —preguntó el Querido Líder—. Acaban de contratar a una mujer en la División 42.

Pero Sun Moon negó con la cabeza.

—No puedo actuar con el pelo tan corto —protestó.

—El personaje es una Pubyok —insistió el Querido Líder—. O sea que tiene que llevar el pelo corto. No es propio de ti asustarte ante el realismo: siempre has sido una actriz que se mete de lleno en sus papeles.

El póster de la tercera película continuaba oculto, pero a Sun Moon se le entristeció el rostro y, a pesar de sus esfuerzos, se puso a llorar. Entonces se cruzó de brazos y empezó a alejarse.

Fijaos, ciudadanos, qué sensibilidad tan exquisita. El ciudadano atento se percatará de que no existe otra actriz tan pura que pueda interpretar estos papeles, y que si alguien nos robara a Sun Moon, nos estaría robando también todos esos personajes. Dos películas en sí desaparecerían de la posteridad. En la práctica, equivaldría a un secuestro del futuro del cine en nuestro país, que es patrimonio no solo de nuestros patrióticos ciudadanos, sino de todo el mundo.

El Querido Líder se le acercó.

—Dime que se trata de lágrimas de felicidad por favor.

Sun Moon asintió, sin dejar de llorar.

—¿Qué sucede? —insistió el Querido Líder—. Adelante, a mí me lo puedes decir.

—Lloro solo porque mi madre no podrá asistir al estreno de Mujer de solaz —dijo—. Desde que se retiró a Wonsan no me ha escrito nunca, ni una sola vez. Me la estaba imaginando en el primer pase de Mujer de solaz, presenciando la historia de su propia madre en la pantalla.

—No te preocupes, me encargaré de ello. Seguramente tu madre no tiene papel de carta, o a lo mejor ha habido un retraso en la distribución de sellos a la costa este. Esta noche haré unas llamadas. Confía en mí, no hay nada que yo no pueda conseguir. Recibirás una carta mecanografiada de tu madre mañana por la noche.

—¿Eso es verdad? —quiso saber ella—. ¿Puedes conseguir todo lo que quieras?

El Querido Líder le enjugó las lágrimas con los pulgares.

—Es increíble lo lejos que has llegado —le dijo—. Tanto que a veces se me olvida. ¿Recuerdas la primera vez que me fijé en ti? —le preguntó, y negó con la cabeza, recordando un momento lejano—. Ni siquiera te llamabas Sun Moon —añadió. Entonces alargó la mano y le tocó la oreja—. Recuerda que para mí no tienes secretos. Por eso estoy aquí: yo soy la persona a quien te muestras tal como eres. Tú dime solo qué necesitas.

—Por favor —rogó Sun Moon—. Concédeme el placer de ver a mi madre en el estreno.

Ciudadanos, ciudadanas, la nuestra es una cultura que respeta a los ancianos y que reconoce su necesidad de descanso y de soledad durante los últimos años de su vida. ¿Acaso no se han ganado el derecho al reposo tras toda una vida de trabajo? ¿No es normal que el mejor país del mundo brinde un poco de silencio a sus mayores? Sin duda, todos querríamos que nuestros padres se mantuvieran eternamente ágiles y activos, y que nunca se separaran de nuestro lado. Escucha, Sun Moon, cómo la gente chasca la lengua ante tu petición. ¿No ves lo egoísta que es importunar a tu madre con un arduo viaje, en el que es posible que pierda la vida, todo para satisfacer tus deseos? Pero levantamos las manos con gesto de desesperación, pues ¿quién le puede negar algo a Sun Moon? Ella es siempre la excepción, tan puras son sus emociones.

—Se sentará en la primera fila —le aseguró el Querido Líder—. Tienes mi palabra.

Ciudadanos, si el Querido Líder lo dice, no hay nada más que añadir. Ya nada podría impedir que la madre de Sun Moon asistiera al estreno de la película. Solo un acontecimiento totalmente imprevisible (un accidente ferroviario, tal vez, o una inundación regional) podría frustrar el feliz reencuentro. ¡Solo una cuarentena por difteria o un ataque militar furtivo podría evitar que los sueños de Sun Moon se cumplieran!

El Querido Líder le puso una mano en el hombro, en un gesto de apoyo socialista.

—¿Acaso no seguí todas las reglas? —le preguntó.

Ella guardó silencio.

—Tengo que recuperarte —le dijo—. Debemos volver a nuestro acuerdo.

—Era un pacto —puntualizó ella.

—Es cierto. Pero ¿acaso no cumplí con mi parte? ¿No me avine a todas tus normas? Contesta, ¿alguna vez actué en contra de tu voluntad? ¿Puedes nombrar una sola afrenta?

Ella negó con la cabeza.

—Exacto —dijo el Querido Líder, subiendo el tono—. Por eso tienes que decidir volver, lo tienes que decidir ahora mismo. Ha llegado la hora —añadió bruscamente, tal era la preocupación paternal que ella le provocaba. Entonces se concedió un instante de pausa e inmediatamente recuperó su encantadora sonrisa—. Y ya, ya sé que tendrás nuevas reglas, no dudo de ello. Serán unas reglas imposibles, complicadísimas. Ya me estoy imaginando tu regocijo en el momento de dictármelas, pero ya te digo que sí, acepto de antemano todas tus nuevas reglas —aseguró el Querido Líder, abriendo mucho los brazos en un gesto preñado de posibilidades—. Tú solo regresa, será como en los viejos tiempos. Jugaremos al Chef de Hierro con el personal de cocina y me ayudarás a responder las cartas de mis admiradores. Cogeremos mi tren sin un objetivo concreto y pasaremos la noche en un vagón de karaoke. ¿No echas de menos inventar nuevos tipos de maki? ¿Recuerdas cuando jugábamos al chang-gi junto al lago? Podríamos celebrar un torneo este fin de semana, mientras tus hijos van de aquí para allá en mis motos acuáticas. ¿Lo has traído?

—Está en el coche —contestó ella.

El Querido Líder sonrió y le preguntó:

—¿Cómo iba nuestra competición? Ya no recuerdo el resultado.

—Creo que cuando me marché iba varios juegos por detrás.

—No me dejarías ganar, ¿verdad? —quiso saber él.

—Tranquilo, la compasión no va conmigo —le aseguró.

—Esa es mi Sun Moon.

El Querido Líder le enjugó las lágrimas, ya casi secas.

—Compón una canción para la partida de nuestra Remera Nocturna. Despídela cantando por todos nosotros, por favor. Y ponte ese choson-ot para mí, ¿quieres? Dime que te lo pondrás. Tú solo pruébatelo; pruébatelo y mañana enviaremos a la dichosa americana al lugar dejado de la mano de Dios que la crio.

Sun Moon bajó la mirada y asintió, lentamente.

El Querido Líder la imitó y asintió también.

—Muy bien —aprobó en voz baja.

Entonces levantó un dedo y ¿quién apareció sentado a horcajadas sobre una carretilla elevadora sino Camarada Buc, con la frente perlada de sudor? ¡Pero no lo miréis, ciudadanos! Apartad los ojos de su artera mirada.

—Para proteger la modestia de Sun Moon —le dijo el Querido Líder—, va a necesitar algún tipo de vestidor en el aeropuerto.

Camarada Buc soltó un suspiro.

—Dispondrá del mejor —aseguró.

Entonces el Querido Líder la tomó del brazo y se la llevó hacia las luces y la música.

—Ven —le dijo—. Te quiero enseñar una película. La visita de los americanos me ha hecho pensar en vaqueros y justicieros fronterizos, y he escrito un western. Vas a interpretar el papel de la pobre esposa de un vaquero explotada por los terratenientes capitalistas. Cuando un sheriff corrupto acusa al vaquero de robar una…

Sun Moon lo interrumpió.

—Prométeme que no le pasará nada —le rogó Sun Moon.

—¿A quién? ¿Al vaquero?

—No, a mi marido. O quienquiera que sea —repuso—. Es un hombre de buen corazón.

—En este mundo —declaró el Querido Líder—, esa es una promesa que no puede hacer nadie.