★★★

El comandante Ga abrió los ojos y vio al niño y a la niña a los pies de la cama, mirándolo. Apenas la primera luz del día se reflejaba en su pelo y un destello azul claro bañaba sus mejillas. Pestañeó y, aunque le pareció que tan solo había transcurrido un segundo, cuando volvió a abrir los ojos el niño y la niña se habían marchado.

En la cocina, encontró una silla apoyada en la encimera y ahí estaban, encaramados a lo más alto, con la vista fija en la puerta abierta del armario de arriba.

Ga encendió el quemador, puso una sartén de acero al carbono encima de la llama y añadió una cebolla a cuartos y un poco de aceite.

—¿Cuántas pistolas hay? —les preguntó.

El niño y la niña se miraron. La niña le enseñó tres dedos.

—¿Alguien os ha enseñado alguna vez a utilizar una pistola?

Los dos negaron con la cabeza.

—Pues entonces mejor que no las toquéis, ¿vale?

Los niños asintieron.

El olor a comida provocó los ladridos del perro en el porche.

—Vamos, chicos —dijo—. Me tenéis que ayudar a encontrar dónde guardaba vuestro padre los cigarrillos de vuestra madre, antes de que se despierte más furiosa que los perros del zoo.

Acompañado por Brando, el comandante Ga inspeccionó toda la casa, pegando pataditas en el zócalo y mirando debajo de los muebles, Brando no paraba de husmear y de ladrar cada vez que él tocaba algo, y los niños lo seguían, con un cierto recelo pero también con curiosidad. Ga no sabía qué buscaba. Fue lentamente de habitación en habitación y vio una salida de humos tapada que marcaba el lugar donde en otro tiempo había habido una estufa: una capa de yeso abombado, a lo mejor por culpa de una gotera en el tejado. Cerca de la puerta delantera, vio unos surcos en el suelo de madera. Pasó los dedos de los pies por encima de los arañazos y a continuación levantó la mirada.

Cogió una silla, se subió a esta y descubrió una moldura del techo suelta. Metió la mano detrás, en el hueco que quedaba en la pared, y sacó un cartón de cigarrillos.

—Ah —exclamó el niño—. Ya entiendo. Buscas escondrijos.

Era la primera vez que el chaval le dirigía la palabra.

—Exacto —respondió Ga.

—Ahí hay otro —dijo el niño, señalando el retrato de Kim Jong-il.

—Os voy a mandar en misión secreta —les propuso Ga, y les dio un paquete de cigarrillos—. Lo tenéis que dejar debajo de la almohada de vuestra madre, pero sin que se despierte.

A diferencia de su madre, la niña tenía unas expresiones faciales sutiles y difíciles de interpretar. Con un mohín, la pequeña le dio a entender que aquella misión estaba muy por debajo de sus aptitudes como espía, pero la aceptó de todos modos.

Cuando apartó el enorme retrato del Querido Líder, el comandante Ga encontró una vieja estantería empotrada en la pared. La mayor parte estaba ocupada por un ordenador portátil, pero en uno de los estantes superiores encontró un fajo de billetes de cien dólares americanos, suplementos vitamínicos, proteína en polvo y un frasquito de testosterona con dos jeringuillas.

Las cebollas ya estaban caramelizadas y habían adquirido un tono transparente, negro en los bordes. Añadió un huevo, una pizca de pimienta blanca, hojas de apio y arroz del día anterior. La niña sacó los platos y la salsa de chile. El niño puso la mesa. Finalmente apareció la madre, medio dormida y con un cigarrillo encendido en los labios. Fue hasta la mesa, donde los niños reprimieron una sonrisa de complicidad.

Ella dio una calada y soltó el humo.

—¿Qué pasa? —dijo.

Mientras desayunaban, la niña le preguntó a Ga:

—¿Es verdad que fuiste a América?

Él asintió con la cabeza. Comían de unos platos chinos, con palillos de plata.

—He oído que ahí tienes que pagar por la comida —dijo el niño.

—Es verdad —respondió Ga.

—¿Y un piso? —preguntó su hermana—. ¿También cuesta dinero?

—¿Y el autobús? —añadió el niño—. ¿Y el zoológico? ¿También cuesta dinero entrar en el zoológico?

—Allí no hay nada gratis —los interrumpió Ga.

—¿Ni siquiera el cine? —preguntó Sun Moon, vagamente ofendida.

—¿Y fuiste a Disneylandia? —quiso saber la niña—. He oído que es lo mejor que hay en América.

—Pues yo he oído que la comida americana sabe fatal —dijo el niño.

A Ga aún le quedaban tres bocados, pero dejó de comer y los reservó para el perro.

—La comida es buena —respondió—. Pero los americanos lo echan todo a perder con el queso. Lo hacen con leche animal y se lo añaden a todo: a los huevos del desayuno, a la pasta, fundido sobre la carne picada… Dicen que los americanos huelen a mantequilla, pero en realidad huelen a queso. Con el calor se convierte en un líquido anaranjado. Parte de mi trabajo para el Querido Líder consiste en ayudar a los chefs coreanos a recrear el queso. Mi equipo lleva toda la semana enfrascado con eso.

A Sun Moon aún le quedaba comida en el plato, pero en cuanto mencionó al Querido Líder, apagó el cigarrillo en el arroz. Era la señal de que el desayuno había terminado, pero el niño tenía aún una última pregunta.

—¿Es verdad que en América los perros tienen su propia comida y que la venden en latas?

A Ga le sorprendió la idea de que pudiera haber una fábrica de conservas dedicada solo a los perros.

—Si es verdad, yo no lo vi —contestó.

El comandante Ga pasó la semana siguiente supervisando un equipo de chefs al que habían encargado la misión de diseñar el menú para la delegación americana. Dak-Ho obtuvo permiso para utilizar el atrezo de los Estudios Cinematográficos Centrales con la finalidad de construir un rancho al estilo texano, basado en los dibujos de Ga del corral de madera de pino, las verjas de mezquite, la hoguera para marcar a hierro y el granero. Eligieron un lugar situado al este de Pyongyang, en una zona donde el espacio era más abundante y había menos ciudadanos. Camarada Buc consiguió todo lo necesario, desde estampados para camisas guayaberas hasta moldes de zapatero para hacer botas de vaquero. Lo más difícil para Buc fue encontrar una diligencia, pero afortunadamente localizaron una en un parque temático japonés y enviaron a un equipo a buscarla.

Al final decidieron no fabricar un cortador de hierba de factura norcoreana, pues los estudios mostraron que el sistema más efectivo para despejar las malas hierbas era una guadaña comunista, con una afilada hoja de metro y medio. Construyeron un estanque de pesca y lo llenaron con anguilas del río Taedong, el oponente más voraz y digno con el que practicar la pesca deportiva. Mandaron a varios ciudadanos voluntarios a los montes Sobaek para capturar una veintena de mamushi de roca, la serpiente más venenosa de Corea del Norte, para practicar el tiro al blanco.

Reclutaron también a un grupo de madres de actores del Palacio del Teatro Infantil para que prepararan las cestas de regalo. Como no encontraron piel de becerro para los guantes, utilizaron el sustitutivo más suave disponible: piel de cachorro. En lugar de bourbon eligieron un potente whisky de serpiente de las montañas de Hamhung. La Junta Militar de Birmania donó cinco kilos de jerky de tigre. Se generó mucho debate alrededor de qué cigarrillos representaban mejor la identidad del pueblo norcoreano, pero finalmente la marca elegida fue Prolot.

Pero no todo era trabajar. Cada día, el comandante Ga se llevaba la comida al Teatro Moranbong, donde, a solas, veía una película de Sun Moon. Admiró su resistencia en La caída de los opresores, se imbuyó de su capacidad ilimitada de sufrimiento en Patria huérfana de madre, comprendió su astucia seductora en Gloria de glorias y se marchó a casa silbando las canciones patrióticas de ¡Arriba el estandarte!

Cada mañana, antes de ir a trabajar, y mientras los pinzones y los reyezuelos cantaban en los árboles, el comandante Ga enseñaba a los niños el arte de construir trampas para pájaros con delicados lazos de hilo. Prepararon una trampa cada uno con un ramita a modo de disparador y una piedra para hacer contrapeso, las colocaron en la barandilla del porche y las cebaron con semillas de apio.

Al llegar a casa por las tardes, el comandante Ga enseñaba a los niños a trabajar. Como no lo habían hecho nunca antes, les parecía algo nuevo e interesante, aunque Ga se lo tenía que enseñar todo, desde cómo utilizar el pie para hundir la pala en la tierra hasta que para blandir el pico en un túnel hay que ponerse de rodillas. Aun así, a la niña le gustaba poder quitarse el uniforme escolar y no le tenía miedo al polvo del túnel. Al niño le gustaba mucho subir cubos de tierra por la escalera, llevarlos a pulso hasta el porche y vaciarlos lentamente en la ladera de la montaña.

Por la noche, mientras Sun Moon les cantaba a sus hijos para que se durmieran, él examinaba el ordenador, que contenía fundamentalmente mapas que no comprendía. Había, eso sí, una carpeta llena de fotografías, cientos de ellas, imágenes duras. En realidad se parecían mucho a las de Mongnan: fotografías de hombres que miraban a la cámara con una mezcla de turbación y rechazo ante lo que estaba a punto de sucederles. Y luego estaban las fotografías de «después», esos mismos hombres, ahora ensangrentados, retorcidos, medio desnudos y aplastados contra el suelo. Las imágenes de Camarada Buc eran especialmente crudas.

Cada noche dormían ella en un lado de la cama y él en el otro.

Hora de cerrar los ojos —le decía él, en inglés.

Dulces sueños —le respondía ella.

A finales de semana llegó un guion del Querido Líder. Se llamaba Sacrificios finales. Sun Moon lo dejó encima de la mesa, donde lo había depositado el mensajero, y se pasó el día yendo de aquí para allá, con una uña en el espacio que tenía entre los dientes.

Finalmente se puso la bata para estar cómoda y se llevó el guion al dormitorio, donde, acompañada por dos paquetes de cigarrillos, pasó un día entero leyéndolo y releyéndolo.

Hora de cerrar los ojos —dijo él por la noche, en la cama, pero ella no respondió. Se quedaron mirando el techo, uno al lado del otro.

—¿Estás preocupada por el guion? —le preguntó Ga—. ¿Qué personaje quiere que interpretes el Querido Líder?

Sun Moon reflexionó un momento.

—Es una mujer sencilla —dijo finalmente—. En una época también más sencilla. Su marido se ha marchado a la guerra, a luchar contra los imperialistas. Él había sido un buen hombre, que caía bien a todos, pero su actitud como capataz del colectivo agrícola era poco severa y la productividad se resentía por ello. Durante la guerra, los campesinos casi se mueren de hambre. Pasan cuatro años y todo el mundo asume que ha muerto, pero un día regresa. El marido apenas reconoce a su mujer, y su propio aspecto ha cambiado por completo a causa de las quemaduras sufridas en el campo de batalla. La guerra lo ha endurecido y lo ha convertido en un capataz sumamente exigente. Pero los cultivos prosperan y la cosecha es abundante. Los campesinos desbordan optimismo.

—A ver si lo adivino —la cortó el comandante Ga—. Entonces la mujer empieza a sospechar que no se trata de su verdadero marido, y cuando finalmente tiene pruebas de ello, debe decidir si sacrifica su felicidad personal por el bien de todo el pueblo.

—¿En serio el guion es tan obvio? —preguntó ella—. ¿Hasta el punto de que un hombre que tan solo ha visto una película en su vida puede adivinar lo que sucede?

—Yo solo puedo especular sobre el final. A lo mejor hay un giro argumental que permite al colectivo agrícola cumplir con las cuotas, al mismo tiempo que la mujer ve satisfechos sus deseos.

Ella soltó un suspiro.

—No hay ningún giro. El argumento es idéntico al del resto de las películas: resisto y resisto, y finalmente la película se termina.

La voz de Sun Moon en la oscuridad estaba cargada de dolor, como la voz en off del final de Patria huérfana de madre, cuando los japoneses tensan las cadenas para evitar que la protagonista se lastime durante sus futuros intentos de fuga.

—Tus películas inspiran a la gente —observó Ga.

—¿En serio?

—A mí me inspiran. Y tu forma de actuar le muestra al espectador que el sufrimiento puede conllevar cosas buenas, que puede ser algo noble. Mucho mejor eso que la verdad.

—¿Qué es…?

—Que el sufrimiento no tiene ningún sentido. Que es una cosa por la que hay que pasar a veces, pero que aunque haya treinta mil personas más que sufren contigo, en el fondo sufres solo.

Ella no dijo nada y él lo volvió a intentar.

—Deberías sentirte halagada —le dijo—. Con la de cosas que reclaman la atención del Querido Líder, se ha pasado una semana escribiendo una nueva película para ti.

—¿Se te ha olvidado ya que a causa de una broma de ese hombre te llevaste una paliza ante todos los yangban de Pyongyang? Sí, le complacerá mucho ver cómo me vacío trabajando en otra película que no se llega a estrenar nunca. Le divertirá enormemente verme interpretar a una mujer que debe entregarse a un nuevo marido.

—No está intentando humillarte. Los americanos vienen dentro de dos semanas, está demasiado concentrado en humillar a la nación más grande del planeta. Reemplazó a tu marido en público y te ha robado Mujer de solaz. Ya ha dejado las cosas claras. Llegados a este punto, si te quisiera hacer daño, te haría daño.

—Tú no sabes nada sobre el Querido Líder —repuso ella—. Cuando te quiere hacer perder más cosas, te da más cosas que perder.

—Estaba resentido conmigo, no contigo. Qué razón tendría para…

—Eso es —dijo ella—. Ahí está la prueba de que no entiendes nada. La respuesta es que el Querido Líder no necesita razones.

Él se volvió hacia ella y la miró.

—Reescribamos el guion —le propuso.

Ella se quedó un momento en silencio.

—Utilizaremos el portátil de tu marido y escribiremos una nueva versión, con un giro argumental. Los campesinos cumplirán con las cuotas y la mujer encontrará la felicidad. A lo mejor haremos que el primer marido reaparezca por sorpresa en el tercer acto.

—¿Se puede saber de qué hablas? —preguntó ella—. Este es el guion del Querido Líder.

—Si algo sé sobre el Querido Líder es que valora la satisfacción. Y que admira las soluciones ingeniosas.

—¿Qué te importa a ti todo esto? —quiso saber la mujer—. Dijiste que después de la visita de los americanos se iba a librar de ti.

Él se tendió boca arriba.

—Sí —admitió—. Eso también.

Ahora fue él quien guardó silencio.

—No creo que quiera hacer volver al primer marido de la guerra —dijo Sun Moon—. Porque entonces se produciría un enfrentamiento que apelaría más al sentido del honor del espectador que al del deber. Pongamos que el capataz de otro colectivo agrícola está celoso del éxito del hombre quemado. Ese otro capataz es un corrupto y consigue que un funcionario del Partido, también corrupto, firme una orden para que manden al nuevo marido a un campo de reeducación, como castigo por sus bajas cuotas del pasado.

—Ya veo —convino el comandante Ga—. Así, la mujer no se ve atrapada y es el marido quemado quien debe elegir: si admite que es un impostor, puede marcharse libre pero deshonrado. En cambio, si insiste en que es su marido, termina en el campo de reeducación, pero con honor.

—La mujer está casi segura de que el que se esconde debajo de esas quemaduras no es su marido —contó Sun Moon—. Pero ¿y si se equivoca? ¿Y si es cierto que las privaciones de la guerra lo han endurecido? ¿Qué pasará si permite que se lleven al padre de sus hijos?

—Ahí tienes tu historia de deber —dijo él—. Pero ¿y qué sucede con la mujer? En cualquier caso se quedará sola.

—¿Qué pasa con la mujer? —preguntó Sun Moon a la habitación.

Brando se incorporó y escrutó la oscuridad de la casa.

El comandante Ga y Sun Moon se miraron.

El perro empezó a gruñir y eso despertó a los niños. Sun Moon se puso la bata y el comandante Ga cogió una vela y, protegiendo la llama con una mano, siguió al perro hasta el porche. Fuera, una de las trampas para pájaros había saltado y había un reyezuelo que batía desesperadamente las alas, atrapado en el lazo, entre un frenesí de plumas grises y marrones con rayas amarillas. Ga le entregó la vela al niño, que lo miraba con los ojos como platos. Entonces cogió el pájaro y le sacó la pata del nudo corredizo. Abrió las alas del animal con los dedos y se las enseñó a los niños.

—Ha funcionado —dijo la niña—. Ha funcionado de verdad.

En la Prisión 33 era peligroso que te pescaran con un pájaro, o sea que aprendías a despellejarlo en cuestión de segundos.

—Vale, fijaos bien —les indicó a los niños—. Primero hay que pellizcarle el pescuezo y entonces tiras de aquí y lo haces girar. —Le arrancó la cabeza al animal y la tiró por encima de la baranda—. Le quitas las patas girándolas, así, y haces lo mismo con las alas, por la primera articulación. Luego colocas los dos pulgares sobre el pecho y los separas con fuerza, así. —La fricción desgarró la piel del animal y dejó la diminuta pechuga al descubierto—. La carne es el premio gordo, pero si tenéis tiempo conservad también el resto. Podéis hervir los huesos y preparar un caldo que os mantendrá sanos. Para eso basta con meter un dedo bajo el abdomen y hacer girar el pájaro, y las tripas salen solas.

Ga sacó el dedo, volvió la piel del animal del revés y lo despellejó en un abrir y cerrar de ojos.

—Eso es —dijo.

Ga les enseñó el pájaro: era precioso, la carne sonrosada y nacarada se extendía sobre los huesos blancos, delgadísimos, cuyos diminutos extremos estaban manchados de rojo. Deslizó la uña sobre el esternón y sacó una almendra perfecta de carne translúcida de la pechuga. Se la metió en la boca y la saboreó, rememorando.

Les ofreció la otra pechuga, pero los niños negaron con la cabeza, estupefactos. Ga se la comió también y le echó los restos al perro, que los devoró al instante.

★★★

Felicitaos unos a otros, ciudadanos, pues la publicación del último tratado artístico del Querido Líder, Sobre el arte de la ópera, merece los mayores elogios. Se trata de una secuela del anterior libro de Kim Jong-il, Sobre el arte del cine, obra de lectura obligada para cualquier actor serio del mundo. Para celebrarlo, el ministro de Educación Infantil Colectiva ha anunciado la composición de dos nuevas canciones infantiles: Bien escondido y Esquiva la cuerda. ¡Durante toda esta semana, podréis utilizar vuestras cartillas de racionamiento agotadas para asistir a la función de tarde de la ópera!

Y ahora, un importante anuncio de nuestro ministro de Defensa: desde luego, los altavoces de cada vivienda de Corea del Norte ofrecen noticias, anuncios y programación cultural, pero hay que recordar que el sistema de alarma antiaérea se instaló en todo el país gracias a un decreto aprobado por el Gran Líder Kim Il-sung en 1973, y que es de vital importancia garantizar el correcto funcionamiento de la red de alerta precoz. Los inuit son una tribu de salvajes que vive aislada cerca del Polo Norte y que llevan unas botas llamadas mukluk. Más tarde, preguntadle a vuestro vecino qué son unas mukluk. Si no lo sabe, es posible que sus altavoces no funcionen, o que se hayan desconectado accidentalmente por algún motivo. Informando de ello podéis salvarle la vida la próxima vez que los americanos lancen un ataque furtivo contra nuestra gran nación.

Ciudadanos, la última vez que vimos a la bella Sun Moon, esta había dado la espalda al mundo. Nuestra pobre actriz llevaba dolorosamente su pérdida. ¿Por qué no buscaba consuelo en los inspirados tratados del Querido Líder? Kim Jong-il comprende vuestro sufrimiento: perdió a su hermano cuando solo tenía siete años, luego a su madre y luego a una hermana pequeña un año más tarde, por no hablar de un par de madrastras… Sí, el Querido Líder habla el idioma de la pérdida.

Sin embargo, Sun Moon comprendía el papel que la veneración tiene en la vida de todo buen ciudadano, de modo que preparó un picnic para llevarlo al Cementerio de los Mártires Revolucionarios, situado a poca distancia de su casa, en el monte Taesong. Una vez allí, su familia extendió un mantel en el suelo y comieron tranquilamente, sabedores de que los misiles Taepodong-2 estaban a punto y de que el satélite norcoreano Estrella Rutilante los defendía desde el espacio.

La comida, naturalmente, era bulgogi, y Sun Moon había preparado todo tipo de banchan de acompañamiento: gui, jjim, jeon y namul, entre otros. Dieron las gracias al Querido Líder por el festín y le hincaron el diente.

Mientras comían, el comandante Ga le preguntó a Sun Moon por sus padres.

—¿Viven aquí, en la capital?

—Solo tengo a mi madre —le contestó—. Se retiró a Won-san, pero nunca he recibido noticias de ella.

El comandante Ga asintió con la cabeza.

—Sí, Wonsan —dijo, y volvió la mirada hacia el cementerio, pensando sin duda en todo el golf y el karaoke del que estaría gozando en esa gloriosa comunidad de jubilados.

—¿Has estado allí? —le preguntó la mujer.

—No, pero lo he visto desde el mar.

—¿Y es bonito?

Los niños eran muy rápidos con sus palillos. Los pájaros los observaban desde los árboles.

—Bueno —admitió—. Puedo decir que la arena es particularmente blanca. Y hay unas olas muy azules.

Ella asintió.

—No lo dudo —dijo—. Pero ¿por qué no me escribe?

—¿Le has escrito tú?

—No me ha mandado su dirección.

El comandante Ga sabía que, sin duda, la madre de Sun Moon se lo estaba pasando demasiado bien para escribir: no hay otro país en el mundo que disponga de una ciudad entera, a pie de playa, dedicada al confort de sus jubilados. Allí se puede pescar, hacer acuarela y manualidades, o participar en un club de lectura de libros juche. ¡Demasiadas actividades para enumerarlas todas! Ga sabía también que si se presentaran más ciudadanos voluntarios a la Oficina Central de Correos, por las tardes y los fines de semana, se perderían menos cartas en tránsito por nuestra gloriosa nación.

—No te preocupes por tu madre —le dijo—. Ahora debes concentrarte en los pequeños.

Cuando terminaron, echaron los restos de la comida sobre la hierba para que los pajarillos pudieran comer. Entonces Ga decidió que los niños necesitaban un poco de instrucción: se los llevó a lo alto de la colina y, bajo la mirada orgullosa de Sun Moon, el buen comandante les mostró la tumba de la mártir más importante del cementerio, Kim Jong Suk, esposa de Kim Il-sung y madre de Kim Jong-il. Los bustos de todos los mártires eran enormes estatuas de bronce, cuyos matices bruñidos parecían devolver la vida a los sujetos. Ga habló del heroísmo antijaponés de Kim Jong Suk y de cómo aún se la recordaba cariñosamente porque cargaba con las pesadas mochilas de los guerrilleros más ancianos. Los niños lloraron porque hubiera muerto tan joven.

A continuación caminaron unos metros y visitaron a los siguientes mártires, Kim Chaek, An Kil, Kang Kon, Ryu Kyong Su, Jo Jong Chol y Choe Chun Guk, todos ellos patriotas de primer orden que habían luchado junto al Gran Líder. Luego el comandante Ga señaló la tumba del apasionado O Jung Hup, comandante del célebre Séptimo Regimiento. Junto a él estaba su eterno centinela, Cha Kwang Su, que había muerto congelado durante una guardia nocturna en el lago Chon. Los niños se regocijaron de estar aprendiendo tantas cosas. Y luego estaba Pak Jun Do, que se había quitado la vida para demostrar su lealtad hacia nuestros líderes. No nos olvidemos de Back Hak Lim, que, de imperialista en imperialista, se había ganado el apodo de Búho Real. ¿Y quién no había oído hablar de Un Bo Song, que se había llenado los oídos de tierra antes de cargar contra un nido de ametralladoras japonés? «Más —decían los niños—, ¡más!» Así pues, siguieron avanzando por el cementerio y se fijaron en Kong Young, Kim Chul Joo, Choe Kwang y Paek Ryong, cuyo heroísmo iba más allá de cualquier medalla. Más adelante encontraron a Choe Tong O, padre del comandante surcoreano Choe Tok Sin, que había desertado a Corea del Norte para presentar sus respetos. ¡Y ahí estaba el cuñado de Choe Tong O, Ryu Tong Yol! Junto a este el busto del gran tunelero Ryang Se Bong y el trío de maestros de los asesinatos selectivos: Jong Jun Thaek, Kang Yong Chang y Pak Yong Sun, «el deportista». Muchos huérfanos japoneses aún sienten el calor de la alargada sombra patriótica de Kim Jong Thae.

¡Ese era justamente el tipo de educación que hacía aflorar la leche de los pechos de las mujeres! Sun Moon estaba sonrojada, hasta tal punto había logrado el comandante Ga excitar su patriotismo.

—Niños —les dijo su madre—. Id a jugar al bosque.

Entonces cogió el brazo del comandante Ga y se lo llevó montaña abajo, hasta el jardín botánico. Pasaron junto al criadero experimental, con sus altos tallos de trigo y sus semillas de soja llenas a reventar, donde los guardas, con sus Kaláshnikov cromados, estaban preparados para defender el semillero nacional de cualquier agresión imperialista.

Sun Moon se detuvo ante el que tal vez sea nuestro mayor tesoro nacional: los invernaderos gemelos que cultivan exclusivamente kimjonguilias y kimsunguias.

—Elije uno de los dos invernaderos —la instó.

Los edificios eran de un blanco translúcido. Uno brillaba con el fucsia de las kimjonguilias, mientras que el criadero de kimsunguias irradiaba un exceso operístico de orquídeas de color lavanda.

Era evidente que Sun Moon no podía esperar.

—Yo elijo a Kim Il-sung —decidió—, pues es el progenitor de toda nuestra nación.

Dentro reinaba un ambiente cálido y húmedo, y había una niebla baja. Los esposos paseaban entre las hileras y las plantas parecieron darse cuenta: sus flores se volvían al paso de los amantes, como si quisieran embeberse del honor y la modestia de Sun Moon. La pareja se detuvo en lo más profundo del invernadero, para disfrutar reclinados del esplendoroso liderazgo de Corea del Norte. Un ejército de colibríes, expertos polinizadores del Estado, flotaban sobre sus cabezas, y el zumbido de sus poderosos aleteos penetró en el alma de nuestros amantes, deslumbrándolos con los destellos iridiscentes de sus cuellos, mientras sus largas lenguas se agitaban de puro deleite. Alrededor de Sun Moon se abrían las flores, los pétalos se apartaban para revelar antenas de polen ocultas. El comandante Ga sudaba y en su honor diremos que los estambres desprendieron su fragancia en nubes de dulces esporas, que cubrieron los cuerpos de nuestros amantes con la pegajosa semilla del socialismo. Sun Moon le ofreció su Juche y él le entregó la esencia de programática Songun que albergaba en su interior. Su intercambio, largo y profundo, culminó en una exclamación mutua de conciencia de Partido. De pronto, todas las plantas del invernadero se estremecieron y se despojaron de sus flores, que formaron un manto sobre el que se tendió Sun Moon, mientras una nube de mariposas se posaba delicadamente sobre su inocente piel.

¡Finalmente, ciudadanos, Sun Moon había compartido sus convicciones con su marido!

Saboread este momento de satisfacción, ciudadanos, pues en el próximo episodio nos fijaremos con más atención en el supuesto «comandante Ga», un hombre que, si bien posee una singular capacidad a la hora de satisfacer las necesidades políticas de una mujer, veremos que profanó cada uno de los siete Principios de Buena Conducta Norcoreana.

★★★

Sun Moon anunció que había llegado el día en que debían honrar la memoria de su tío abuelo. Aunque era sábado, día laborable, irían caminando hasta el Cementerio de los Mártires Revolucionarios para depositar una corona de flores en su nombre.

—Hagamos un picnic —le propuso el comandante Ga—. Prepararé mi comida preferida.

Ga no los dejó desayunar.

—Mi ingrediente secreto es un estómago vacío —les dijo.

Para el picnic, Ga decidió llevarse tan solo un cazo, algo de sal y Brando atado con una correa. Pero al ver el perro Sun Moon negó con la cabeza.

—No es legal —dijo.

—Yo soy el comandante Ga —respondió él—. Y si quiero sacar mi perro a pasear, lo saco. Además tengo los días contados, ¿no?

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el niño—. ¿Qué significa que tiene los días contados?

—Nada —dijo Sun Moon.

Bajaron por la montaña hasta llegar al teleférico inmóvil del parque de atracciones. Los niños de Pyongyang se empleaban a fondo trabajando, mientras las sillas chirriaban, detenidas, sobre sus cabezas. El zoológico, en cambio, estaba lleno de campesinos que habían llegado en autobús para su visita anual a la capital. Los cuatro atravesaron el bosque, muy denso en aquella época del año, y dejaron a Brando atado a un árbol para no ofender a los veteranos que habrían ido a presentar sus respetos.

Era la primera vez que entraban en el cementerio. Sun Moon ignoró el resto de las señales de identificación y los guio directamente hasta el busto de su tío abuelo. Su imagen mostraba a un hombre con un aspecto vagamente del Sur, de rasgos angulosos y cejas erizadas. Entornaba los ojos, con expresión segura y calmada.

—Ah —exclamó Ga—. Es Kan Kung Li. Cruzó un puente de montaña bajo el fuego enemigo con la puerta del coche de Kim Il-sung a modo de escudo.

—¿Has oído hablar de él? —preguntó Sun Moon.

—Naturalmente —dijo Ga—. Salvó muchas vidas. A menudo a las personas que contravienen las reglas para hacer el bien las bautizan con su nombre.

—Yo no estaría tan segura —replicó Sun Moon—. Me temo que últimamente solo llevan su nombre un puñado de miserables huérfanos.

El comandante Ga paseó por entre las hileras, anonadado. Ahí estaban los nombres de todos los chicos a los que había conocido, y viendo sus bustos casi parecía como si hubieran llegado a la edad adulta: los tenía ante sí, con sus bigotes, mandíbulas fuertes y hombros anchos. Les acarició la cara y pasó los dedos por los caracteres hangul de sus nombres, grabados en los pedestales de mármol. Era como si, en lugar de haber muerto de hambre a los nueve años o en un accidente fabril a los once, hubieran llegado todos a los veinte y los treinta años, como hombres normales. Al llegar ante la tumba de Un Bo Song, el comandante Ga pasó la mano por las facciones del busto de bronce. El metal estaba frío. Bo Song sonreía y llevaba gafas.

—Bo Song —dijo Ga, acariciando la mejilla del mártir.

Tenía que ver otro busto, y Sun Moon y los niños lo siguieron por entre las tumbas hasta que lo encontraron. El busto y el hombre estaban frente a frente, pero no se parecían en nada. Ga nunca se había parado a pensar en qué sentiría cuando finalmente se encontrara ante su mártir, pero lo único que le vino a la mente en aquel momento fue: «No soy tú. Yo soy yo, y nadie más».

Sun Moon se acercó a él.

—¿Este mártir es especial para ti? —le preguntó.

—Conocía a alguien que se llamaba como él —dijo.

—¿Y te sabes su historia?

—Sí —respondió él—. En realidad es bastante sencilla. Aunque descendía de una línea de sangre impura, se alistó en la guerrilla para combatir a los japoneses. Sus camaradas dudaban de su lealtad y para demostrar que podían confiarle sus vidas, se quitó la suya.

—¿Y te sientes identificado con esa historia?

—Yo no —repuso—. Pero el hombre al que conocía, sí.

—Vámonos de aquí —dijo Sun Moon—. Una visita al año a este lugar es lo máximo que puedo tolerar.

El niño y la niña cogieron juntos la correa de Brando y el comandante Ga se los llevó bosque adentro. Encendió un fuego y les enseñó a los niños a hacer un trípode de ramas para sostener el cazo sobre las llamas. Llenaron el cazo con agua de un arroyo y buscaron una charca. Cuando la encontraron, redujeron la anchura de la salida del agua con la ayuda de unas rocas, y Ga colocó su camisa en el punto en el que el caudal se estrechaba, a modo de colador, mientras los niños atravesaban la charca, intentando ahuyentar a los peces arroyo abajo. Pescaron un alevín de diez centímetros con la camisa, o a lo mejor se trataba de un adulto y los peces de por allí estaban un poco aturdidos. Ga lo descamó con el canto de una cuchara, lo destripó y lo ensartó con un bastón para que Sun Moon lo asara. En cuanto estuviera bien tostado lo meterían en el caldo, con la sal.

Había muchas flores silvestres en la zona, seguramente debido a la proximidad de los ramos del cementerio. Ga enseñó a los niños a identificar y recoger el ssukgat; juntos ablandaron los tallos con dos piedras. Detrás de un canto rodado encontraron un helecho de pluma de avestruz, cuyos suculentos brotes habían empezado ya a desasirse de las hojas en abanico. Tuvieron suerte y, a los pies del canto rodado, encontraron setas seogi, que olían a piélago de algas marinas. Rasparon los líquenes con un bastón afilado y a continuación Ga enseñó a los niños a encontrar milenrama. Buscando juntos, se tropezaron con un jengibre silvestre, pequeño y de olor mordaz. Para darle el toque final recogieron también varias hojas de shiso, una planta que habían dejado los japoneses.

Muy pronto el cazo estaba ya humeante, y había tres manchas de aceite de pescado flotando en la superficie. Ga añadió las hierbas silvestres.

—Este —dijo— es mi plato preferido del mundo. En la prisión nos tenían siempre al límite de inanición. Aún podías trabajar, pero no pensar. Tu mente intentaba recuperar una palabra o un pensamiento, pero era incapaz. Cuando tienes hambre pierdes el sentido del tiempo; trabajas y trabajas, y todo es oscuridad vacía de recuerdos. En los destacamentos forestales, en cambio, podíamos hacer esto. Montabas una red por la noche y luego podías pasarte el día capturando pececillos, mientras trabajabas. Las montañas estaban llenas de hierbas y un cuenco como ese significaba una semana más de vida.

Probó el caldo, pero aún sabía amargo.

—Todavía necesita un poco más de tiempo —comentó. Había colgado la camisa mojada de un árbol.

—¿Y tus padres? —preguntó Sun Moon—. Yo creía que cuando te mandaban a un campo de trabajo, tus padres iban contigo.

—Es cierto —contestó él—. Pero en mi caso eso no era una preocupación.

—Lo siento —se disculpó la mujer.

—Supongo que podríamos decir que mis padres tuvieron la suerte de desaparecer a tiempo —admitió Ga—. ¿Qué hay de los tuyos? ¿Viven aquí, en la capital?

—Solo tengo a mi madre —respondió con voz seria—. Listó en el este. Se retiró a Wonsan.

—Sí —dijo Ga—, Wonsan.

Ella no dijo nada y él removió la sopa. Las hierbas habían empezado ya a subir a la superficie.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —le preguntó.

—Unos años —dijo ella.

—Y seguramente estará ocupada —apuntó él—. Demasiado ocupada para escribir.

Sun Moon adoptó una expresión difícil de interpretar. Le dirigió una mirada expectante, como si esperara a que él añadiera algo para tranquilizarla, pero en el fondo de sus ojos se adivinaba una certeza oscura.

—Yo no me preocuparía por ella —dijo finalmente el comandante Ga—. Seguro que está bien.

Pero no pareció que aquello la consolara. Los niños probaron la sopa por turnos y ambos hicieron una mueca. Ga lo intentó de nuevo:

—En Wonsan una persona dispone de muchas cosas con las que entretenerse —aseguró—. Lo he visto con mis propios ojos. La arena es particularmente blanca. Y hay unas olas muy azules.

Sun Moon observaba el cazo con la mirada perdida.

—No hagas caso de los rumores, ¿vale? —insistió él.

—¿Qué rumores? —preguntó ella.

—Así me gusta —respondió él.

En la Prisión 33, todos los autoengaños que definían a una persona se iban derrumbando poco a poco, hasta que incluso las mentiras fundamentales sobre las que se basaba tu existencia se tambaleaban y terminaban viniéndose abajo. En el caso del comandante Ga, eso había sucedido durante una lapidación. Estas tenían lugar junto al río, en cuyas orillas se amontonaban cantos rodados que el agua se había encargado de pulir. Cuando pescaban a alguien tratando de escapar, lo enterraban hasta la cintura, cerca del agua, y al amanecer una procesión lenta, casi interminable, de presos, desfilaba por delante. No había excepciones, todo el mundo tenía que lanzarle una piedra. Si lo hacías sin ganas, los guardas te reprendían la falta de energía, aunque no tenías que volver a tirar. Él había pasado ya tres veces por ello, pero cada vez había partido de una posición muy atrasada en la fila, de modo que siempre había terminado lanzando su piedra no contra una persona, sino contra una masa informe, doblada de forma antinatural sobre el suelo y que ya ni siquiera echaba vapor.

Pero una mañana, casualmente, se encontró cerca de la cabeza de la cola. A Mongnan le costaba caminar por encima de las piedras y necesitaba un brazo en el que apoyarse. Por eso lo había despertado pronto y por eso terminaron en una posición bastante adelantada. Él no le dio importancia, hasta que comprendió que el hombre al que tendrían que lapidar aún estaría despierto y tendría opinión propia. Notaba la roca fría en la mano y oía cómo las piedras de quienes los precedían iban cayendo en su sitio. Sujetó a Mongnan mientras se acercaban al hombre medio enterrado, que levantaba tímidamente los brazos, en un simulacro de defensa propia. El hombre intentó hablar, pero lo que le salía de la boca no eran palabras, sino otra cosa. La sangre que le manaba de las heridas aún estaba caliente.

Al acercarse, Ga vio los tatuajes del hombre y tardó un instante en comprender que estaban escritos en cirílico. A continuación se fijó en la cara de la mujer que llevaba tatuada en el pecho.

—Capitán —le dijo, y soltó la piedra—. Capitán, soy yo.

El capitán volvió los ojos, en los que había una mirada de reconocimiento, pero no podía articular palabra. Movía las manos, como intentando apartar telarañas invisibles. Al parecer, se le habían caído las uñas intentando huir.

—No lo hagas —le suplicó Mongnan, pero él le soltó el brazo, se puso en cuclillas junto al capitán y le cogió la mano.

—Soy yo, capitán, del Junma —le dijo.

Había solo dos guardas, dos chicos jóvenes de facciones duras, armados con unos rifles antiquísimos. Empezaron a gritar y sus palabras resonaron con dureza, pero él no soltó la mano del marinero.

—El tercer oficial —lo reconoció el capitán—. Hijo mío, os dije que os protegería a todos y he vuelto a salvar a mi tripulación.

El capitán miraba hacia él pero sus ojos no lograban ubicarlo, y aquello resultaba muy desconcertante.

—Tienes que huir, hijo —le dijo el capitán—. Cueste lo que cueste, escápate.

Se oyó un disparo de advertencia y Mongnan se acercó dificultosamente hasta él y le rogó que volviera a la fila.

—No dejes que tu amigo vea cómo te disparan —le dijo—. No permitas que sea lo último que ve en la vida.

Dicho eso, tiró de él de vuelta a la fila. Los guardas estaban bastante nerviosos y vociferaban órdenes, y Mongnan gritaba por encima de sus voces:

—¡Tírale la piedra! —le decía—. ¡Se la tienes que tirar!

Entonces, como si quisiera estimularlo con su propio ejemplo, lanzó una pedrada potente y oblicua a la cabeza del capitán. La piedra le hizo saltar un mechón de pelo, que salió volando.

—¡Ahora! —gritó Mongnan.

Él levantó el pedrusco y lo arrojó con fuerza contra la sien del capitán; eso fue lo último que vio.

Más tarde, se desplomó detrás de los bidones de lluvia. Mongnan lo obligó a echarse al suelo y lo abrazó con fuerza.

—¿Por qué no podía ser Gil? —le preguntó. Lloraba de manera incontrolable—. O el segundo oficial, lo habría entendido perfectamente. Incluso el oficial So. Pero el capitán no. Él seguía siempre todas las reglas, ¿por qué le ha tocado a él? ¿Por qué no podía ser yo? Yo no tengo nada, nada de nada. ¿Qué necesidad tenían de meterlo dos veces en la cárcel?

Mongnan lo acercó más a ella.

—Tu capitán les plantó cara —le dijo—. Se resistió, no permitió que le arrebataran su identidad. Ha muerto siendo libre.

Pero a él le faltaba el aliento. Mongnan lo acunó, como a un niño.

—Ea, ea —lo calmó, meciéndolo—. Mi huerfanito, mi pobre huerfanito.

—Yo no soy huérfano —protestó sumisamente, entre lágrimas.

—Pues claro que lo eres —respondió ella—. Yo me llamo Mongnan, sé reconocer a un huérfano y tú lo eres. Suéltalo todo, no te quedes nada.

—Mi madre era cantante —dijo él—. Y era muy guapa.

—¿Cómo se llamaba tu orfanato?

—Feliz Porvenir.

—Feliz Porvenir —repitió ella—. Y el capitán era como un padre para ti. Era como un padre, ¿verdad?

No podía parar de llorar.

—Mi pobre huerfanito —repitió Mongnan—. El padre de un huérfano es el doble de importante. Los huérfanos son los únicos que pueden elegir a sus padres, y por eso los quieren el doble.

Se llevó la mano al pecho y recordó cómo el capitán le había grabado la imagen de Sun Moon en la piel.

—Le podría haber devuelto a su mujer —le dijo a Mongnan, llorando.

—Pero no era tu padre —objetó ella. Lo cogió por la barbilla e intentó levantarle la cabeza para obligarlo a escucharla, pero él volvió a hundir el rostro en su pecho—. No era tu padre —repitió, acariciándole el pelo—. Lo importante ahora es que te deshagas de todas las ilusiones. Es hora de concentrarse en la verdad de las cosas. Como por ejemplo que tenía razón, que tienes que huir de aquí.

En el cazo, la carne del pescado había empezado a desmenuzarse y a separarse de las espinas, pero Sun Moon removía lentamente la sopa, con expresión absorta. Ga reflexionó sobre lo difícil que era llegar a ver las mentiras que te contabas a ti mismo, que te permitían funcionar y seguir adelante. Para ello necesitabas la ayuda de alguien. Ga se inclinó hacia delante y olisqueó el caldo. El aroma le aclaró la mente: era la comida perfecta. Disfrutar de esa sopa al atardecer, tras un día talando y trasladando árboles por los barrancos bajo los que se encontraba la Prisión 33 era la definición de estar vivo. Cogió la cámara de Wanda y sacó una fotografía del niño, la niña, el perro y Sun Moon. Tenían los ojos entornados, como suele hacer la gente cuando está cerca de un fuego.

—Me ruge el estómago —protestó el niño.

—Pues ha elegido el momento perfecto —respondió el comandante Ga—. La sopa está lista.

—Pero no tenemos cuencos —se quejó la niña.

—Ni los necesitamos —le respondió él.

—¿Y Brando? —preguntó el niño.

—Tendrá que buscarse su propia comida —dijo Ga, y quitó la correa del cuello del perro. Pero este no se movió, se quedó ahí sentado, con la vista fija en el cazo.

Empezaron a pasarse una única cuchara. El sabor del pescado asado combinaba a la perfección con la milenrama y la leve fragancia de shiso.

—La comida de la prisión no está tan mal —admitió la niña.

—Os debéis de estar preguntando por vuestro padre —dijo el comandante Ga.

Los niños no levantaron la mirada, ni detuvieron el movimiento de la cuchara. Sun Moon le dirigió una mirada severa para advertirlo de que se adentraba en terreno peligroso.

—La herida que provoca no saber algo es la que no sana nunca —continuó Ga.

La niña lo miró con recelo.

—Os prometo que os lo contaré todo sobre vuestro padre —siguió diciendo Ga—. Pero solo cuando hayáis tenido tiempo de acostumbraros.

—¿Acostumbrarnos a qué? —preguntó el niño.

—Pues a él —le dijo su hermana.

—Niños —intervino Sun Moon—, ya os dije que vuestro padre se ha marchado a una larga misión.

—Eso no es cierto —repuso el comandante Ga—. Pero pronto os contaré toda la historia.

—No les arrebates la inocencia —susurró Sun Moon hablando entre dientes.

Entonces se oyó un crujido entre los árboles y Brando se puso en guardia, con el pelo erizado. El niño sonrió. Ya había visto todo lo que su perro había aprendido y de pronto tenía la oportunidad de ponerlo a prueba.

—Ataca —ordenó el chico.

—¡No! —exclamó Ga, pero ya era demasiado tarde: el perro ya había arrancado a correr hacia las profundidades del bosque, donde sus ladridos describían un frenético camino entre los matojos.

El animal ladraba sin parar y de repente oyeron un grito de mujer. Ga cogió la correa y salió tras él. El niño y la niña le pisaban los talones. Ga siguió el arroyo durante un rato y se fijó en el agua enturbiada debido al paso del perro. De pronto se topó con una familia oculta tras una gran roca, donde se protegía de los ladridos de Brando. La familia era misteriosamente parecida a la suya: un hombre, una mujer, un niño, una niña y una tía mayor. El perro estaba muy inquieto, chasqueaba los dientes y amagaba con atacar, la vista fija ora en un tobillo, ora en otro. Ga se le acercó lentamente y le pasó la correa por el cuello.

Entonces tiró de él y echó un vistazo a la familia. Tenían las uñas blancas a causa de la desnutrición, e incluso los dientes de la niña habían adoptado un tono grisáceo. La camiseta del niño estaba vacía, como si colgara de una percha de alambre. Las dos mujeres habían perdido mucho pelo y el padre era todo tendones bajo la piel tirante. De pronto, Ga se dio cuenta de que el padre escondía algo detrás de la espalda. Agitó la correa y el perro arremetió contra él.

—¿Qué esconde? —exclamó Ga—. Enséñemelo. Enséñemelo o suelto el perro.

En aquel momento llegó Sun Moon, jadeando casi sin aliento, justo a tiempo para ver cómo el hombre sacaba una ardilla muerta a la que le faltaba la cola. Ga no habría sabido decir si se la habían arrebatado al perro, o si el perro había intentado arrebatársela a ellos. Sun Moon se quedó mirándolos fijamente.

—Mi madre —dijo—. Esta gente pasa hambre. Están en los huesos.

La niña se volvió hacia su padre.

—No pasamos hambre, ¿verdad, papá?

—Pues claro que no —repuso el hombre.

—Ya lo creo —le espetó Sun Moon—. ¡Pero si están medio muertos! —Sun Moon levantó una mano y les mostró el anillo que llevaba—. Es un diamante —dijo, y, tras forcejear un poco, logró quitárselo y se lo entregó a la asustada madre, pero Ga dio un paso hacia delante y se lo quitó.

—No seas insensata —le dijo a Sun Moon—. Eso fue un regalo del Querido Líder. ¿Qué crees que les pasará si los pescan con un anillo como este? —En el bolsillo, Ga llevaba apenas un puñado de wones militares. Se quitó las botas—. Si quieres ayudarlos —le sugirió a Sun Moon—, dales algo sencillo que puedan intercambiar en el mercado.

El niño y la niña se quitaron también los zapatos, y Ga les ofreció el cinturón. Sun Moon les regaló sus pendientes.

—Hay un cazo con sopa —declaró Sun Moon—. Es buena, solo tenéis que seguir el arroyo. Quedaos con la cazuela.

—El perro… —dijo el padre—. Creíamos que se había escapado del zoo.

—No —repuso Ga—, es nuestro.

—Y no tendrán uno que les sobre, ¿verdad? —preguntó el padre.

Esa noche, el comandante Ga tarareó la nana con la que Sun Moon durmió a los niños.

—El gato está en la cuna —cantó—, el niño trepó a la encina.

Más tarde, cuando se metieron en la cama, Sun Moon le dijo:

—¿Tú crees que el verso del Querido Líder se tiene que leer «El amor no conoce sustitutos», como si fuera impensable buscar un sustituto para el amor, o «El amor no conoce sustitutos», dando a entender que el amor tiene sentimientos y es en sí mismo incapaz de comprender su ausencia?

—Te tengo que contar la verdad —le dijo él.

—Soy actriz —respondió ella—. Para mí la verdad es lo único que importa.

No la oyó volverse de lado, de modo que supo que los dos estaban contemplando la oscuridad que se abría encima de ellos. De pronto le entró miedo y sus manos se aferraron a las sábanas.

—Nunca he estado en Wonsan —confesó—. Pero he pasado por delante con la barca en numerosas ocasiones. No hay parasoles en la arena. No hay tumbonas ni cañas de pescar. No hay ancianos. No sé dónde irán los abuelos de Corea del Norte, pero a Wonsan seguro que no.

Intentó escuchar la respiración de Sun Moon, pero no oyó ni eso.

Finalmente ella habló.

—Eres un ladrón —le dijo—. Eres un ladrón que ha llegado a mi vida y me ha arrebatado todo lo que me importaba.

El día siguiente estuvo muy callada. Para desayunar, troceó una cebolla y la sirvió cruda. Los niños poseían una gran habilidad para emigrar siempre a una habitación en la que no estaba ella. En una ocasión salió gritando de la casa y se echó sobre el césped del jardín, llorando. Luego volvió a entrar y se puso a discutir con el altavoz. Más tarde los echó a todos de casa para tomar un baño y el comandante Ga, los niños y el perro se sentaron juntos sobre la hierba, con la vista fija en la puerta, mientras la oían frotar frenéticamente cada centímetro de piel. Los niños pronto se alejaron montaña abajo, practicando «ataca» y «busca» con Brando y lanzándole cáscaras de melón entre los árboles.

El comandante Ga dio la vuelta a la casa. Camarada Buc lo encontró más tarde, en un lateral. Buc guardaba su cerveza Ryoksong en una zona fresca del jardín, debajo de unas matas de hierba alta. Bebieron juntos, contemplando el porche de Sun Moon. La mujer estaba ahí, con su bata, fumando y recitando frases de Sacrificios finales, pero leía el guion con rabia.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Buc a Ga.

—Le he contado la verdad sobre una cosa —respondió Ga.

—Tiene que dejar de hacerlo —dijo Buc—. Es malo para la salud.

Sun Moon sujetó el guion con una mano y levantó la otra. Con el cigarrillo en la boca, intentó encontrar motivación en una de las frases:

—«¡El verdadero primer marido de toda mujer es el Gran Líder Kim Il-sung!» «¡El verdadero primer marido de toda mujer es el Gran Líder Kim Il-sung!» «¡El verdadero primer marido de toda mujer es el Gran Líder Kim Il-sung!»

—¿Ha oído la última idea del Querido Líder? —preguntó Buc—. Quiere obsequiar a los americanos con una demostración de marcación al fuego.

—Ajá —asintió el comandante Ga—. Seguro que el ganado está ya haciendo cola voluntariamente.

Al oír sus carcajadas, Sun Moon dejó de leer y se volvió hacia él. Cuando lo vio, lanzó el guion por encima de la barandilla del porche y se metió en casa. Ga y Buc contemplaron la nube de hojas que se esparcían entre los árboles. Camarada Buc sacudió la cabeza con incredulidad.

—La ha ofendido de verdad —le dijo—. ¿Sabe cuánto tiempo hacía que esperaba esa película?

—Pronto se librará de mí y su vida volverá a la normalidad —repuso Ga, que no pudo evitar que su voz sonara algo triste.

—¿Bromea? —le preguntó Buc—. El Querido Líder lo ha proclamado el verdadero comandante Ga. No puede librarse de usted. Además, ¿por qué iba a hacerlo? Se ha quitado a su némesis de encima.

Ga dio un trago de cerveza.

—He encontrado el ordenador de Ga —dijo.

—¿En serio? —preguntó Buc.

—Sí. Estaba escondido detrás de un retrato de Kim Il-sung.

—¿Hay algo que pueda resultarle útil?

—Está básicamente lleno de mapas —dijo Ga—. Y de información técnica, organigramas, anteproyectos y otras cosas que no entiendo.

—Son mapas de las minas de uranio —le explicó Buc—. Su predecesor estaba al cargo de todos los yacimientos. Además, supervisaba toda la red de procesamiento, desde la extracción del mineral hasta la refinería. Yo me encargaba de conseguirle todas las provisiones necesarias. ¿Alguna vez ha intentado comprar tubos de centrifugadora de aluminio por internet?

—Yo creía que el puesto de ministro de las Minas Prisión era simbólico, que el ministro se limitaba a firmar el papeleo para que los presidiarios no dejaran nunca de producir.

—Eso era antes de que descubrieran el uranio —le explicó Buc—. ¿De veras cree que el Querido Líder le entregaría a Ga las llaves del programa nuclear? Si quiere se lo puedo explicar todo. Podemos revisar el contenido del ordenador juntos.

—No quiere verlo, créame —dijo Ga—. También hay fotos.

—¿Mías?

Ga asintió.

—Y de un millar de hombres más.

—No me hizo lo que parece en las fotos.

—No tiene necesidad de hablar de ello.

—No, pero quiero que lo oiga —repuso Buc—. Iba a lanzarme un ataque viril, dijo, pero después de pegarme una paliza, cuando podría haber hecho conmigo lo que hubiera querido, perdió todo el interés. Solo quería una fotografía para poder rememorarlo luego. No me puedo ni imaginar la satisfacción que debió de experimentar al quitarle la vida a aquel hombre. Intentó hacérselo también a usted, ¿verdad?

Ga no dijo nada.

—A mí me lo puede decir —insistió Buc—. ¿Cómo se lo cargó? Lo digo porque lo veo muy partidario de contar la verdad…

—La historia no es nada del otro mundo —comenzó Ga—. Yo estaba en el piso inferior de la mina. Los techos eran bajos y había solo una bombilla en cada galería. Caían goteras de las grietas del techo y hacía calor, había vapor por todas partes. Había varios hombres conmigo, estábamos estudiando un filón de roca blanca. El objetivo era ese, extraer la roca blanca. Entonces apareció el comandante Ga. De pronto estaba ahí, empapado en sudor.

»—Es importante conocer a los hombres que tienes a tus órdenes —me dijo Ga—. Tienes que saber cómo son en el fondo del corazón. La victoria exterior es una consecuencia de la victoria interior.

»Yo fingí no haberlo oído.

»—Coge a un hombre —me ordenó el comandante Ga—. Ese de ahí, veamos cómo es en el fondo del corazón.

»Le indiqué al hombre que se acercara.

»—¡Agárralo! —gritó el comandante Ga—. ¡Agárralo para que comprenda de qué va esto! ¡Que no le quede ninguna duda!

»Me acerqué a él. El tipo vio la expresión de mis ojos y yo vi la suya. Intentó huir, pero lo agarré por la espalda y lo rodeé con los brazos. Cuando me volví para ver si al comandante Ga le parecía suficiente, este se había desnudado y tenía su uniforme amontonado en el suelo.

»El comandante Ga habló como si nada hubiera cambiado.

»—Tienes que actuar como si fueras en serio, es importante que crea que no tiene escapatoria. Esa es la única forma de saber si la idea le atrae. —El comandante Ga agarró a otro de los prisioneros por la cintura—. Tienes que dominarlo, hacerle saber que eres más fuerte, que no va a poder huir. A lo mejor lo tienes que agarrar por el trasero para que sucumba a sus verdaderos deseos y su excitación lo delate.

»El comandante Ga agarró al tipo de tal forma que este dio un respingo de miedo.

»—Basta —le dije.

»El comandante Ga se volvió hacia mí con una mirada de asombro.

»—Eso es —aprobó—. Eso es exactamente lo que le tienes que decir: Basta. Ya sabía yo que eras el único hombre de verdad, aquí.

»El comandante Ga se acercó a mí y yo di un paso hacia atrás.

»—No lo haga —le dije.

»—Sí, eso es lo que tienes que decir —añadió el comandante Ga, con una extraño brillo en la mirada—. Pero el otro no te escucha, esa es la cuestión. Es más fuerte que tú y cada vez está más cerca.

»—¿Quién está más cerca?

»—¿Quién? —preguntó Ga, y sonrió—. Él.

»Yo seguí retrocediendo.

»—Por favor —le supliqué—. Por favor, no hay ninguna necesidad de hacer esto.

»—Sí —dijo el comandante Ga—. Te resistes, sí, haces todo lo que puedes para evitar que esto suceda, es evidente que no quieres que suceda y por eso me gustas, por eso te estoy enseñando cómo funciona la prueba. Pero ¿y si sucede de todos modos? ¿Qué pasa si tus palabras no significan nada para él? ¿Qué pasa si le plantas cara y él responde con más fuerza?

»Lo tenía ya encima y le solté un puñetazo. Me salió lacio, sin fuerza: me daba miedo darle de verdad. Ga me apartó el brazo y me pegó un golpe seco y rápido.

»—¿Y si luchas hasta el final pero sucede de todos modos? —preguntó—. ¿En qué te convertirás entonces?

»Le propiné una patada veloz que lo hizo trastabillar, y se revolvió con una expresión de excitación en la mirada. Ga me soltó una patada alta y tan rápida que me giró la cabeza. En mi vida había visto una patada tan rápida.

»—Esto no va a suceder —dije yo—. No voy a permitir que suceda.

»—Por eso te elegí.

»Ga me soltó un dolorosísimo puntapié en el costado que me dejó el hígado molido.

»—Naturalmente que lo vas a dar todo, por supuesto que vas a luchar con todas tus fuerzas. Y no sabes cómo te respeto por ello. Eres el único, en todo este tiempo, que ha contraatacado, el único que me conoce, el único que me comprende.

»Bajé la mirada y vi que el comandante estaba excitado, tenía la polla tiesa y curvada. Aun así, en sus labios había una sonrisa dulce, infantil.

»—Estoy a punto de mostrarte mi alma, la gran cicatriz que llevo en el alma —dijo Ga, acercándose, armando las caderas para otra patada—. Y te va a doler, no te mentiré; no va a dejar de dolerte nunca, en realidad. Pero míralo de esta forma: pronto los dos tendremos la misma cicatriz. Pronto seremos como hermanos.

»Retrocedí hacia su derecha, hasta que me encontré debajo de la única luz que había en toda la galería. Le pegué una patada de un salto a la bombilla. Esta estalló y en el fogonazo posterior quedó una nube de cristales suspendida en el aire. Nos quedamos a oscuras y oí cómo el comandante Ga arrastraba los pies. Así es como se mueve la gente cuando no está acostumbrada a la oscuridad.

»—¿Y entonces qué pasó? —preguntó Buc.

»—Entonces me puse manos a la obra —respondió Ga.

Sun Moon pasó toda la tarde en la cama. El comandante Ga preparó una cena a base de fideos fríos para los niños, pero estos se dedicaron a balancearlos encima del hocico de Brando para ver cómo este chasqueaba su potente dentadura. Solo después de que hubieran fregado y guardado los platos, Sun Moon apareció con su albornoz, con la cara hinchada y fumando. Les dijo a los niños que era hora de ir a la cama y a continuación se volvió hacia Ga.

—Tengo que ver esa película americana —le dijo—. La que se supone que es la mejor.

Esa noche, los niños durmieron con el perro encima de un palé, a los pies de la cama, y cuando Pyongyang se quedó a oscuras, Ga y Sun Moon se metieron en la cama e introdujeron Casablanca en el ordenador portátil. El indicador de batería decía que quedaban noventa minutos, de modo que la tendrían que ver sin pausas.

Nada más empezar, Sun Moon negó con la cabeza ante la naturaleza primitiva de la fotografía en blanco y negro.

Él le fue traduciendo la película sobre la marcha, transformando el inglés en coreano tan rápido como podía, y cuando no le salían las palabras, dejaba que fueran sus dedos los que transmitieran el sentido de los diálogos.

Ella estuvo poniendo mala cara durante un buen rato. Se quejó de que la película iba demasiado deprisa y calificó a todos los personajes de elitistas, siempre bebiendo y vestidos con ropa elegante.

—¿Dónde está la gente normal? —preguntó—. ¿Con problemas reales?

Se burló del concepto carta de tránsito, un salvoconducto que permitía escapar a quienquiera que lo tuviera.

—No existe una carta mágica que te permita huir cuando quieras.

Le dijo a Ga que parara la película, pero él no lo hizo. Se quejó de que le estaba provocando jaqueca.

—No entiendo qué pretende ensalzar le película —reconoció—. Además, ¿cuándo va a aparecer el héroe? O alguien se pone a cantar pronto, o me acuesto.

—Chisss —le dijo él.

Pero Ga se daba cuenta de que a Sun Moon le dolía verla: cada escena suponía un desafío a toda su vida. La realidad compleja y los deseos cambiantes de los personajes la estaban destrozando, porque además no podía hacer nada por detenerlo. A medida que la bellísima actriz Ingrid Bergman fue copando la pantalla, Sun Moon empezó a cuestionarla y a darle consejos.

—¿Por qué no se decide por el buen marido?

—Se acerca la guerra —le explicó Ga.

—¿Y por qué mira así al inmoral de Rick? —preguntó Sun Moon, aunque ella también lo miraba. Pronto dejó de ver cómo especulaba con todo el mundo y llenaba su caja fuerte con moneda extranjera, al tiempo que repartía sobornos y propagaba mentiras. Solo veía cómo encendía un cigarrillo cada vez que lisa entraba en una habitación y cómo bebía un trago cuando se marchaba. Sun Moon se identificaba con el hecho de que nadie pareciera feliz y de que los problemas de todos los personajes tuvieran su origen en esa capital oscura que era Berlín. Cuando la película retrocedió en el tiempo y se trasladó a París, donde los protagonistas sonreían y solo querían pan y vino y se deseaban mutuamente, Sun Moon sonreía entre lágrimas y el comandante Ga dejó de traducir pasajes enteros, pues bastaba con las emociones que transmitían los rostros del tal Rick y de aquella mujer, lisa, que lo amaba.

Al final de la película, Sun Moon estaba inconsolable.

Le puso una mano encima del hombro, pero ella no reaccionó.

—Toda mi vida es una farsa —confesó entre lágrimas—. Hasta el menor gesto. Y pensar que yo actué en color, ¡qué cada detalle quedó capturado a todo color!

Se volvió hacia él, levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Entonces lo agarró de la camisa con las dos manos.

—Tengo que ir al lugar donde se filmó esta película —dijo—. Tengo que salir de este país y encontrar un lugar donde pueda actuar de verdad. Necesito una carta de tránsito y tú me tienes que ayudar a conseguirla. Y no lo digo porque mataras a mi marido, o porque pagaremos por ello cuando el Querido Líder decida prescindir de ti, sino porque eres como Rick, un hombre honorable como el Rick de la película.

—No es más que una película.

—No, no digas eso —replicó Sun Moon, y le lanzó una mirada desafiante.

—Pero ¿cómo quieres que te saque de aquí?

—Eres un hombre especial —dijo ella—. Sé que encontrarás la forma de que podamos salir. Y te digo que lo tienes que hacer.

—Pero Rick tomó él mismo la decisión, la decisión estaba en sus manos.

—Eso es. Te he dicho lo que necesito que hagas y ahora tú tienes que tomar una decisión.

—Pero ¿y nosotros? —preguntó Ga.

Sun Moon lo miró y de pronto comprendió cómo iba a suceder todo. Supo que ahora que conocía la motivación de su compañero de reparto, el guion iba a evolucionar en consecuencia.

—¿A qué te refieres? —le preguntó.

—Cuando dices «podamos salir», ¿ese plural me incluye también a mí?

Ella tiró de él.

—Tú eres mi marido —le dijo—. Y yo soy tu mujer. Pues claro que te incluye.

Él la miró a los ojos y se recreó en aquellas palabras que, sin saberlo, llevaba toda la vida esperando oír.

—Mi marido siempre decía que un día se iba a terminar todo —añadió Sun Moon—. Pero no pienso quedarme de brazos cruzados esperando ese día.

Ga puso una mano encima de la suya.

—¿Tenía algún plan?

—Sí —asintió la mujer—. Un día lo descubrí: pasaporte, dinero en efectivo, permiso de viaje… El plan solo lo incluía a él; no pensaba llevarse ni siquiera a sus hijos.

—No te preocupes —la tranquilizó—. Mi plan será muy distinto.

★★★

Estaba despierto en plena noche y noté que mis padres también lo estaban. Pasé un buen rato escuchando el sonido de las botas de una Tropa de Jóvenes Juche que se dirigían hacia uno de esos mítines nocturnos de choque en la plaza Kumsusan. Sabía que por la mañana, de camino al trabajo, me cruzaría con esas chicas, las caras renegridas por el humo de las hogueras y los delgadísimos brazos cubiertos de eslóganes. Aunque lo más llamativo eran siempre sus ojos desbocados. Clavé la mirada en el techo e imaginé las pezuñas nerviosas de las cabras, que caminaban arrastrando las patas, pues estaba tan oscuro que no veían el borde de la azotea.

No podía dejar de pensar que la biografía del comandante Ga se parecía mucho a la mía. Los dos teníamos un nombre fundamentalmente desconocido: nuestros amigos y familiares no nos podían llamar de ninguna forma y, en el fondo, nosotros tampoco nos reconocíamos en ningún apelativo. Por otra parte, yo estaba cada vez más convencido de que el comandante Ga no sabía qué había sido de la actriz y sus hijos. Sí, se comportaba como si creyera que estaban sanos y salvos, pero a mí me daba que en el fondo no tenía ni idea. Más o menos como yo, que me dedicaba a crear biografías de mis sujetos en las que documentaba sus vidas hasta el momento en que me habían conocido a mí. Y, no obstante, tenía que admitir que no había realizado el seguimiento de ni una sola de las personas que habían salido de la División 42. Ninguna de las biografías tenía epílogo. Pero nuestro principal punto en común era que, para procurarse una nueva vida, primero Ga había tenido que poner punto final a otra. Y yo era la demostración diaria de ese teorema: tras años de fracasos, de pronto había comprendido que, al escribir la biografía del comandante Ga, a lo mejor estaba también escribiendo la mía.

Me levanté y me acerqué a la ventana. Oriné en un tarro ancho, a la luz de las estrellas. Oí un ruido en la calle. Entonces sucedió algo y, a pesar de la oscuridad y de los kilómetros que me separaban del colectivo agrícola más cercano, supe que en los arrozales del país las plantas de arroz se inclinaban ya por el peso de las vainas doradas, que había llegado de nuevo la temporada de recolección: dos camiones de la basura se acercaron por la calle Sinuiju y, con la ayuda de megáfonos, los hombres del ministro de Movilización de Masas despertaron a todos los residentes del Bloque de Viviendas Paraíso de los Trabajadores. En la calle, mis vecinos, ataviados aún con ropa de dormir, empezaron a subir a los camiones. Al alba estarían inclinados en un arrozal, con barro hasta los tobillos, recibiendo un curso correctivo de un día sobre la palabra «esfuerzo», la única fuente de comida que existe.

—Padre —dije dirigiéndome a la habitación oscura—. Padre, ¿se trata solo de sobrevivir? ¿Eso es todo?

Volví a ponerle la tapa al tarro, que notaba caliente entre las manos. Cuando los camiones se marcharon solo se oía el débil silbido que hacía mi padre al respirar por la nariz, señal inequívoca de que estaba despierto.

Por la mañana había desaparecido otro de los miembros de mi equipo. No puedo decir su nombre, pero era el del bigote fino y el ceceo. Llevaba una semana sin acudir al trabajo y tuve que suponer que no lo habían destinado a un destacamento de recolectores, sino que le había pasado algo peor. Lo más probable era que no lo volviera a ver nunca más. Era el tercero que desaparecía en un mes, el sexto en lo que iba de año. ¿Qué les sucedía? ¿Adónde iban? ¿Cómo íbamos a reemplazar a los Pubyok cuando se retiraran, si quedábamos solo un puñado de hombres y un par de becarios?

Aun así, cogimos el teleférico hasta lo alto del monte Tae-song. Mientras Jujack y Leonardo registraban la casa de Camarada Buc, Q-Ki y yo peinamos la residencia del comandante Ga, aunque nos costaba concentrarnos, pues cada vez que levantábamos la mirada, veíamos aquellos enormes ventanales y la silueta de Pyongyang en la distancia. Era una visión que quitaba el aliento. Era una casa de ensueño. Q-Ki negó con la cabeza ante el hecho de que esa gente tuviera dormitorio y cocina propios. No tenían que compartir el orinal con nadie. Había pelo de perro por todas partes y era evidente que habían criado al animal por puro entretenimiento. No nos atrevíamos a inspeccionar el Cinturón Dorado, con su vitrina reluciente; ni siquiera los Pubyok lo habían tocado durante el registro inicial.

Habían limpiado el jardín, no quedaba ni un triste guisante que llevarme a casa de mis padres. ¿Era posible que el comandante Ga y Sun Moon se hubieran llevado comida, esperando tal vez un largo viaje? En la pila de los desechos había una cáscara de melón entera y unos huesecitos de pájaro cantor. ¿Pasaban más penurias de lo que su lujosa casa yangban sugería?

Debajo de la casa encontramos un túnel de treinta metros lleno de sacos de arroz y películas americanas. La escotilla de salida daba al otro lado de la carretera, detrás de unos matorrales. Dentro de la casa descubrimos varios compartimentos secretos estándar en las paredes, pero la mayoría estaban vacíos. En uno encontramos un montón de revistas de artes marciales surcoreanas, totalmente ilegales. Las revistas estaban muy manoseadas y contenían numerosas fotografías de luchadores musculosos, preparados para el combate. Junto a las revistas había un pañuelo. Lo cogí, buscando un monograma, y me volví hacia Q-Ki:

—Me preguntó qué hará este pañuelo con…

—Suéltelo —me dijo Q-Ki.

Lo hice inmediatamente, y el pañuelo cayó al suelo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—¿De verdad no sabe para qué debía de utilizarlo Ga? —se extrañó, y me miró como si fuera uno de los nuevos cachorros ciegos del Zoológico Central—. ¿Nunca ha tenido hermanos?

En el baño, Q-Ki observó que el peine de Sun Moon y la cuchilla de afeitar de Ga estaban juntas en el borde del lavamanos. Había acudido a trabajar con un ojo morado y yo había fingido no darme cuenta, pero era imposible disimular delante de un espejo.

—¿Alguien ha intentado hacerle daño? —le pregunté.

—¿Qué le hace pensar que no se trata de amor?

Solté una carcajada.

—Sería una forma bastante insólita de demostrar afecto.

Q-Ki ladeó la cabeza y me miró a través del espejo. Entonces levantó el único vaso que había encima del lavamanos y lo inspeccionó a contraluz.

—Compartían el mismo vaso para enjuagarse —observó—. Eso es amor. Hay muchas pruebas de ello.

—¿En serio es una prueba? —le pregunté: yo compartía vaso con mis padres.

En el dormitorio, Q-Ki lo inspeccionó todo.

—Sun Moon dormía en este lado de la cama —dijo—. Está más cerca del lavabo.

A continuación se acercó a la mesita que había junto a la cama. Abrió y cerró el cajón, dio unos golpecitos en la madera.

—Una mujer inteligente guardaría los condones pegados en la parte inferior de esta mesa con cinta adhesiva —aseguró—. Así serían invisibles para su marido, pero si necesitaba uno, los tendría a mano.

—Condones —repetí. Todos los métodos anticonceptivos estaban estrictamente prohibidos.

—Los venden en cualquier mercado nocturno —dijo Q-Ki—. Los chinos los fabrican de todos los colores.

Le dio la vuelta a la mesita de noche de Sun Moon, pero en la parte inferior no había nada. Yo hice lo mismo con la del lado del comandante Ga: nada.

—Créame —afirmó Q-Ki—. El comandante no necesitaba anticonceptivos.

Juntos, apartamos las sábanas de la cama y nos arrodillamos para buscar pelos en las almohadas.

—Los dos dormían aquí —declaré, y pasé los dedos por cada centímetro de colchón, olisqueándolo e inspeccionándolo en busca de alguna pista, por pequeña que fuera. Más o menos en la mitad del colchón, percibí un olor con el que no me había topado nunca. Noté algo primario en la nariz, seguido de un destello de luz en la mente. Era un olor tan inesperado, tan extraño, que me faltaron palabras para describirlo. No habría podido alertar a Q-Ki ni aun queriendo.

Nos quedamos al pie de la cama.

Q-Ki se cruzó de brazos, con expresión de incredulidad.

—Dormían juntos, pero no había fucky-fucky.

—¿No había qué?

—Es como se dice sexo en inglés —me explicó—. ¿No ve películas?

—No de este tipo —admití, aunque la verdad es que nunca había visto ninguna.

Q-Ki abrió el armario y examinó con un dedo los choson-ots de Sun Moon, hasta que llegó a una percha vacía.

—Este es el que se llevó —dijo Q-Ki—. A juzgar por los que decidió no llevarse, sería espectacular. Parece que Sun Moon no tenía planeado marcharse por mucho tiempo, pero aun así quería presentar su mejor aspecto —añadió, estudiando las telas relucientes que tenía ante ella—. Sé a qué película corresponde cada vestido —aseguró—. Si dispusiera del tiempo suficiente, descubriría cuál es el que falta.

—Pero recolectaron todo lo que encontraron en el jardín —repuse—. Eso sugiere que sí planeaban pasar mucho tiempo fuera.

—O a lo mejor celebraron una última comida, por eso se puso el mejor vestido…

—Pero eso solo tiene sentido si… —empecé a decir.

—… si Sun Moon sabía lo que iba a ocurrirle —concluyó Q-Ki.

—Pero si Sun Moon sabía que Ga tenía intención de matarla, ¿por qué ponerse elegante? ¿Qué sentido tiene que le siguiera el juego?

Q-Ki reflexionó al respecto mientras acariciaba aquellos elegantes vestidos.

—A lo mejor tendríamos que incautarlos, como prueba —le dije—, para que pueda estudiarlos con atención cuando le apetezca.

—Son preciosos —reconoció—. Como los vestidos de mi madre. Pero yo elijo mi propia ropa. Además, vestirme como una guía turística del Museo de la Amistad Internacional no es mi estilo.

Leonardo y Jujack regresaron de casa de Camarada Buc.

—No hemos encontrado gran cosa —dijo Leonardo.

—Hemos descubierto un compartimento secreto en la pared de la cocina —añadió Jujack—. Pero dentro solo había esto.

Me enseñó cinco biblias en miniatura.

La luz había cambiado y el sol se reflejaba en la estructura metálica del distante estadio Primero de Mayo. Durante un momento nos maravillamos de encontrarnos en una vivienda como aquella, sin paredes ni grifos compartidos, sin camas plegables o enroscadas en un rincón, y donde no había que subir veinte pisos para llegar al baño comunitario.

En la seguridad que proporcionaba la cinta que los Pubyok habían colocado alrededor de la escena del crimen, procedimos a repartirnos todo el arroz y las películas del comandante Ga. Nuestros becarios coincidieron en que Titanic era la mejor película que se hubiera rodado jamás. Le ordené a Jujack que saliera al porche y se deshiciera de las biblias: un oficial de los servicios secretos de la policía militar podía llegar a entender que te llevaras una bolsa llena de DVD, pero no esas cosas.

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De vuelta en la División 42, mantuve mi sesión diaria con el comandante Ga, que, a excepción de lo que había sucedido con la actriz y sus hijos, estaba más que dispuesto a dar detalles sobre el qué, el por qué, el dónde y el cuándo de todo. Una vez más, contó cómo Mongnan le había implorado que se pusiera el uniforme del comandante muerto y narró la conversación que había tenido con el alcaide, quien, encorvado bajo el peso de una gran roca, le había dado permiso para que se marchara de la prisión. Es cierto que inicialmente, al imaginar la biografía de Ga, creía que los capítulos estarían marcados por grandes momentos, por ejemplo un gran combate subterráneo con el poseedor del Cinturón Dorado, pero a la hora de la verdad me había dado cuenta de que estaba construyendo un libro mucho más sutil y que, en realidad, solo me importaban los cómos.

—Entiendo que los convenciera a todos para salir de la prisión —le dije al comandante Ga—. Pero ¿cómo consiguió armarse de valor para ir a la casa de Sun Moon? ¿Qué le dijo justo después de matar a su marido?

A estas alturas el comandante Ga había abandonado la cama. Estábamos en una habitación pequeña, sentados en el suelo y apoyados en paredes opuestas, fumando.

—¿Adónde iba a ir, si no? —me preguntó—. ¿Qué podía decirle si no la verdad?

—¿Y cómo respondió ella?

—Se derrumbó y se echó a llorar.

—Claro. Pero ¿cómo pasó de ahí a compartir un mismo vaso?

—¿Qué quiere decir?

—Ya me entiende —dije yo—. ¿Cómo se hace para que una mujer te quiera a sabiendas de que te dedicas a hacerle daño a la gente?

—¿A usted no lo quiere nadie? —me preguntó el comandante Ga.

—Aquí las preguntas las hago yo —repliqué. Sin embargo, no podía dejar que pensara que no tenía a nadie, de modo que le dirigí una leve inclinación de cabeza, como diciendo: «¿Acaso no somos hombres los dos?».

—¿Y lo quiere a pesar de lo que hace?

—¿Qué hago? —pregunté—. Yo solo ayudo a la gente. La salvo del trato que recibirían por parte de los Pubyok. Usted aún conserva los dientes, ¿no? ¿Alguien le ha atado los nudillos con alambre, hasta que las puntas de los dedos se le han puesto moradas y se han muerto? Le he preguntado cómo es posible que lo quisiera. Usted era un marido de reemplazo. Ninguna mujer quiere realmente a un marido de reemplazo, en el fondo solo les importa su primera familia.

El comandante Ga empezó a hablar sobre el tema del amor, pero de pronto su voz sonaba como con interferencias. No oía nada de lo que me decía, pues se me había metido una idea en la cabeza, la idea de que a lo mejor mis padres habían tenido una familia anterior, que habían perdido a otros hijos antes de tenerme a mí, y que yo no era más que un reemplazo tardío e insignificante. Eso explicaría su avanzada edad y el hecho de que, cuando me miraban, pareciera que pensaran que faltaba algo. ¿Era posible que el miedo que veía en sus ojos no fuera otra cosa que el temor insoportable a perderme también a mí, el miedo a saber que volver a experimentar esa pérdida les resultaría insoportable?

Cogí el trolebús subterráneo hasta el Archivo Central y encontré los expedientes de mis padres. Pasé toda la tarde leyéndolos y en ellos descubrí otro motivo por el que necesitábamos biografías de ciudadanos: los expedientes estaban plagados de fechas, sellos e imágenes granuladas, citas de informantes, e informes de bloques de viviendas, comités de fábrica, gremios de distrito, destacamentos de voluntarios y consejos del Partido, pero no contenían ninguna información real. Era imposible hacerse una idea de quiénes eran esos dos ancianos o de qué los había llevado de Manpo a la capital para trabajar en la línea de producción de la Fábrica Testimonio de la Grandeza de las Máquinas, eso sí, el único sello de la Maternidad de Pyongyang que constaba en el expediente era el de mi nacimiento.

Volví a la División 42 y me dirigí a la sala de los Pubyok para cambiar el cartel de INTERROGADOR NÚMERO 6, para que en lugar de «De servicio» dijera «Fuera de servicio». Q-Ki y Sarge se estaban riendo juntos, pero se callaron en cuanto entré. Y luego hablan de sexismo. Q-Ki no llevaba la bata y era imposible no fijarse en sus curvas mientras se reclinaba en una de las butacas de los Pubyok.

Sarge levantó la mano, vendada de hacía poco. Aunque tenía la cabeza cubierta de canas y le faltaba menos de un año para jubilarse, se había vuelto a romper la mano. Hablando con una vocecita, como si quien hablara en realidad fuera la mano, dijo:

—¿La jamba de la puerta me ha hecho daño? —preguntó la mano—. ¿O me quiere?

Q-Ki apenas logró reprimir una carcajada.

En lugar de manuales de interrogación, en las estanterías de los Pubyok había botellas de Ryoksong, e imaginé cómo se desarrollaría la noche: empezarían a acalorarse, entonarían unos cuantos cantos patrióticos en la máquina de karaoke, y pronto Q-Ki estaría borracha y jugando a ping-pong con los Pubyok, que se reunirían a su alrededor para verle los pechos cada vez que se agachaba, rondando por su extremo de la mesa, agitando su pala de un rojo encendido.

—¿Le falta ya poco para borrar un nombre del tablón? —me preguntó Q-Ki.

En esta ocasión fue Sarge quien soltó una carcajada.

A esas alturas se me había hecho ya tarde para ir a prepararles la cena a mis padres. Además, los trenes habían dejado de funcionar, de modo que iba a tener que cruzar toda la ciudad a oscuras para poder acompañarlos al baño antes de que se acostaran. Eché un vistazo al tablón. Era la primera vez en semanas que comprobaba el trabajo pendiente y tenía once casos abiertos. Entre todos los Pubyok tenían uno: un tipo al que habían dejado en el sumidero hasta el día siguiente, para que se ablandara. Los Pubyok resolvían sus casos en cuarenta y cinco minutos, entonces arrastraban a los sujetos al taller y los ayudaban a sujetar el bolígrafo con el que firmaban la confesión momentos antes de morir. Sin embargo, al ver todos esos nombres me di cuenta de lo lejos que había llegado mi obsesión por Ga. Mi caso más antiguo era el de una enfermera militar de Panmunjom, acusada de flirtear con un oficial de la República de Corea a través de la zona desmilitarizada. Decían que lo saludaba con el meñique y que incluso le tiraba besos, con tanta energía que estos atravesaban volando los campos de minas. En realidad se trataba del caso más sencillo del tablón, y por eso lo había estado posponiendo. Según el tablón, la mujer se encontraba en una «Celda inferior» y me di cuenta de que la había dejado cinco días allí. Volví a cambiar el cartel a «De servicio» y me marché antes de que tuvieran tiempo de empezar otra vez a reírse.

La enfermera no olía demasiado bien cuando la saqué de la celda. La luz tuvo efectos devastadores sobre ella.

—Me alegro tanto de verlo —dijo con una mueca—. Estoy dispuesta a hablar. He estado pensando mucho y tengo muchas cosas que contarle.

Me la llevé a la unidad de interrogatorios y conecté el piloto automático para que se fuera calentando. Toda aquella situación era una pena, la verdad. Tenía su biografía ya medio terminada, seguramente me había llevado tres tardes. Y su confesión prácticamente se escribiría sola, pero la culpa de todo aquello no era suya: simplemente nos habíamos olvidado de ella.

Hice que se sentara en una de nuestras sillas azul claro.

—Estoy dispuesta a denunciar —declaró—. Hay muchos ciudadanos que me han intentado corromper. Tengo una lista, estoy dispuesta a darle todos los nombres.

Yo solo podía pensar en lo que pasaría si no acompañaba a mi padre al baño durante la siguiente hora. La enfermera llevaba una bata de hospital y le pasé las manos por el torso para asegurarme de que no llevaba objetos ni joyas que pudieran interferir con el piloto automático.

—¿Es eso lo que quiere? —preguntó.

—¿Cómo?

—Estoy dispuesta a corregir mi relación con mi país —dijo—. Estoy preparada para hacer lo que haga falta para demostrar que soy una buena ciudadana.

Se levantó la bata, que le quedó por encima de las caderas, y pude distinguir claramente la sombra oscura de su vello púbico. Era consciente de cómo estaba hecho el cuerpo de una mujer y también de sus funciones fundamentales, pero no me sentí al mando de la situación hasta que hube atado la enfermera al piloto automático y oí la vibración de los primeros sondeos. Siempre se produce ese jadeo involuntario inicial, esa tensión que se apodera de todo el cuerpo cuando el piloto automático administra sus primeras lengüetadas. La mirada de la enfermera se perdió en la distancia y yo le pasé la mano por el brazo y la clavícula: noté cómo la descarga la atravesaba, la electricidad penetró en mi cuerpo y se me erizó el vello del dorso de la mano.

Q-Ki se burlaba de mí con razón: las cosas se me habían ido de las manos y aquí estaba nuestra enfermera, pagando por ello. Menos mal que por lo menos disponíamos del piloto automático. A mi llegada a la División 42, el método preferido para reformar a los ciudadanos corrompidos era la lobotomía. Leonardo y yo habíamos practicado muchas cuando éramos becarios. Los Pubyok agarraban al primer sujeto que encontraban y, con la excusa de la instrucción, nos encargábamos de media docena, uno tras otro. Lo único que necesitabas era un clavo de veinte centímetros. Obligabas al sujeto a tenderse en la mesa y te sentabas sobre su pecho. Leonardo, de pie, le sujetaba la cabeza y le mantenía los ojos abiertos con los pulgares. Con cuidado para no pincharle el ojo, introducías la aguja por encima del glóbulo ocular y maniobrabas hasta encontrar el hueso de la parte posterior de la cuenca. Entonces, con la palma de la mano, asestabas un buen golpe en la cabeza del clavo. Tras perforar la órbita, el clavo penetraba en el cerebro. A partir de ahí era todo muy sencillo: insertabas el clavo hasta el fondo, lo movías hacia la izquierda, lo movías hacia la derecha y repetías la operación con el otro ojo. Yo no era médico ni nada, pero me esforzaba porque mis gestos fueran lo más regulares y precisos posible, a diferencia de los bruscos Pubyok, cuyas manos rotas convertían en simiesco cualquier gesto delicado. Constaté que aplicar una luz potente era el método más humano, pues esta cegaba a los sujetos, que no veían nada de lo que sucedía.

Nos hablaron de la existencia de colectivos de lobotomizados, donde antiguos elementos subversivos se dedicaban ahora a trabajar afablemente en beneficio de todos. Pero la verdad resultó ser muy distinta. En una ocasión, cuando hacía solo un mes que llevaba la bata, fui con Sarge a interrogar a un guarda de uno de esos colectivos, y lo que descubrimos distaba mucho de un campamento de trabajos forzados modélico. Los internos se movían con gestos torpes y vacilantes. Si estaban labrando un campo, pasaban el rastrillo incontables veces por el mismo lugar, y rellenaban estúpidamente agujeros que acababan de cavar. No les importaba si iban vestidos o desnudos, y se hacían las necesidades encima. Sarge no paraba de quejarse de lo que consideraba una muestra de indolencia por parte de los lobotomizados y su pereza colectiva. Las sirenas que llamaban al trabajo no significaban nada para ellos, dijo, y era imposible inculcarles el menor espíritu Juche.

—¡Pero si incluso los niños saben cómo labrar! —exclamó.

Pero lo más inolvidable eran las expresiones vacías de los lobotomizados: los bebés metidos en tarros que se exponen en el Museo de Glorias de la Ciencia tienen más vida. Aquel viaje me mostró que el sistema no funcionaba y me dije que un día contribuiría decisivamente a arreglarlo. Entonces un grupo de expertos que operaba desde un subterráneo inventó el piloto automático, y no desaproveché la oportunidad de ponerlo a prueba.

El piloto automático es un prodigio electrónico totalmente automatizado. No se trata de una descarga brutal de electricidad como las que administran los Pubyok con baterías de coche. El piloto automático funciona en combinación con el cerebro, calcula la actividad cerebral y responde a las ondas alfa. Todas las conciencias dejan su propia huella eléctrica, un guion que el algoritmo del piloto automático es capaz de leer. Piensen en ello como una conversación con la mente, un baile con la identidad. Sí, imaginen un lápiz y una goma de borrar bailando grácilmente sobre la página: la punta del lápiz estalla de expresividad (garabatos, formas y palabras) y llena la página, mientras la goma va midiendo, tomando nota y siguiendo los avances del lápiz, dejando solo un vacío a su paso. El siguiente estallido de garabatos es tal vez más intenso y desesperado, pero también más efímero, y la goma lo sigue una vez más. El yo y el Estado siguen desplazándose así, en fila india, cada vez más cerca el uno del otro, hasta que finalmente lápiz y goma prácticamente convergen, avanzan de forma coordinada: la línea desaparece casi al tiempo que se forma, las palabras se borran antes de que las letras tengan tiempo de surgir, hasta que finalmente solo hay blanco. A menudo la electricidad provoca unas erecciones tremendas en los hombres, de modo que no estoy seguro de que la experiencia sea totalmente desagradable. Eché un vistazo a la butaca vacía que había junto a la enfermera: si quería ponerme al día, seguramente iba a tener que empezar a tratar a los sujetos de dos en dos.

Entonces me fijé de nuevo en la enfermera: estaba sumida ya en un ciclo profundo. Las convulsiones le habían vuelto a subir la bata, y dudé un instante antes de bajársela. Tenía ante mí su nido secreto. Me incline e inspiré profundamente, me llené los pulmones con la crepitante fragancia a ozono que desprendía su cuerpo. Entonces le aflojé las correas y apagué la luz.

★★★

Cuando el comandante Ga llegó al lugar del Texas artificial, flotaba en el ambiente una bruma matinal. La recreación estaba situada en un entorno montañoso y cubierto de árboles, de modo que las torres de vigilancia y las rampas de los misiles tierra-aire no se podían ver. Se encontraban al sur de Pyongyang, y si bien el río Taedong no se veía, su olor llegaba con cada aliento, verde e inflamado. Recientemente había llovido a causa de un monzón temprano procedente del mar Amarillo, y con el barro y los sauces empapados, el lugar recordaba cualquier cosa menos el desierto de Texas.

Aparcó el Mustang y bajó del coche. No había ni rastro del séquito del Querido Líder. Solamente encontró a Camarada Buc, sentado a una mesa de picnic y junto a una caja de cartón. Buc hizo un gesto para que se acercara y Ga se dio cuenta de que en los listones de la mesa había iniciales grabadas en inglés.

—Está todo pensado hasta el último detalle —le comentó a Buc.

—Tengo una sorpresa para usted —anunció este; señaló la caja de cartón.

El comandante Ga se fijó en la caja y de repente tuvo la sensación de que dentro habría un objeto que en su día había pertenecido al verdadero comandante Ga. No sabía si se trataba de una chaqueta o un sombrero, ni de cómo había terminado en manos de Buc, simplemente estaba convencido de que lo que había ahí dentro había pertenecido a su predecesor y que en cuanto abriera la caja y entrara en contacto con la cosa en sí, en cuanto la tocara y la aceptara, el verdadero comandante Ga tendría poder sobre él.

—Ábrala usted mismo —le dijo a Buc.

Camarada Buc metió la mano dentro y sacó unas botas de vaquero. Ga las cogió y las examinó desde todos los ángulos: eran exactamente las mismas botas que se había probado en Texas.

—¿De dónde las ha sacado? —le preguntó a Buc.

Este no respondió, pero esbozó una sonrisa de orgullo ante el hecho de que fuera capaz de encontrar cualquier artículo en cualquier parte del mundo, estuviera donde estuviera, y traerlo hasta Pyongyang.

Ga se quitó los zapatos de vestir que, ahora se daba cuenta de ello, en realidad habían pertenecido a su predecesor. Le iban por lo menos dos números demasiado grandes. Cuando metió los pies en las botas, le encajaron a la perfección. Buc cogió uno de los zapatos de vestir del comandante Ga y lo estudió atentamente.

—Con los zapatos se ponía imposible —dijo Buc—. Nos mandó conseguírselos en Japón, nada menos. «Tienen que ser de Japón.»

—¿Qué hacemos con ellos?

—Son unos zapatos muy elegantes. Seguro que sacamos un buen pellizco en el mercado nocturno —declaró Buc, y los arrojó al barro.

Juntos, los dos hombres empezaron a dar vueltas por el lugar, comprobando que todo estuviera en su sitio para la inspección del Querido Líder. La diligencia japonesa daba bastante el pego, y había cañas de pescar y guadañas para dar y tomar. Cerca del banco de tiro había una jaula de bambú que contenía un amasijo oscuro de serpientes venenosas.

—¿Usted tiene la sensación de estar en Texas? —le preguntó Camarada Buc.

El comandante Ga se encogió de hombros.

—El Querido Líder no ha estado nunca en Texas —dijo—. Pensará que se parece a Texas y eso es lo único que importa.

—Pero eso no es lo que le he preguntado —insistió Buc.

Ga levantó la mirada para comprobar si iba a llover. Por la mañana había caído un chaparrón que había oscurecido todo lo que había al otro lado de las ventanas, de modo que cuando Sun Moon se había vuelto hacia su lado de la cama la luz era aún escasa.

—Necesito saber si se ha ido para siempre —dijo—. Mi marido ha desaparecido un montón de veces, pero luego, días o semanas más tarde, ha vuelto a reaparecer de maneras que te sorprenderían, solo para ponerte a prueba. Si ahora volviera y se enterara de lo que estamos planeando… Es que ni te lo imaginas —afirmó, y entonces hizo una pausa—. Cuando le hace daño a la gente, daño de verdad —añadió—, no les saca fotos.

Sun Moon tenía la mano encima de su pecho. Él le acarició el hombro y notó el calor de las sábanas sobre su piel.

—Confía en mí —la tranquilizó—. No volverás a verlo nunca más.

Le pasó la mano por el costado y notó el tacto de su piel bajo la yema de sus dedos.

—No —dijo ella, y se apartó—. Dime que está muerto. Desde que hemos decidido tirar adelante el plan, ahora que lo estamos arriesgando todo, no logro quitarme de encima la sensación de que va a volver.

—Está muerto, te lo prometo —le aseguró.

Pero en realidad no era tan sencillo. Y no lo era porque en la mina todo había sido oscuridad y caos. Había asfixiado al comandante Ga con una llave de tijera invertida que había mantenido los segundos de rigor y unos cuantos más. Cuando Mongnan había acudido a buscarlo y lo había encontrado, le había dicho que se vistiera con el uniforme de Ga. Él lo había hecho mientras ella le contaba qué debía decirle al alcaide. Pero cuando le había dicho que le aplastara la cabeza con una roca, se había negado. En lugar de eso, había echado el cuerpo en un pozo, pero había resultado que no era nada profundo. Habían oído cómo el cuerpo se desplomaba durante un breve instante antes de detenerse, y ahora, con la semilla de la duda que Sun Moon había plantado en su pecho, también él tenía la sensación de que solo había estado a punto de matar al verdadero comandante Ga, que este estaba escondido en algún lugar, recuperándose, recobrando las energías, y cuando volviera a ser el de siempre, regresaría a por él.

Ga se acercó al corral.

—Este es el único Texas que tenemos —le dijo a Buc, y a continuación trepó por los barrotes y se sentó en lo alto de la verja. Dentro del corral había un solitario buey de agua. Cayeron cuatro gotas gruesas, pero no tuvieron continuidad.

Camarada Buc estaba ocupado intentando prender el fuego de la pira, pero de momento solo había logrado que echara humo. Desde su posición en lo alto del corral, Ga vio las anguilas que boqueaban en la superficie del vivero de pesca y oyó el aleteo de una bandera texana, pintada a mano sobre seda coreana. El rancho le recordaba lo suficiente a Texas como para que le viniera el doctor Song a la mente. Sin embargo, en cuanto pensó en lo que le había pasado al doctor Song, el lugar dejó de parecerse a América. Resultaba duro pensar que el viejo había desaparecido. Ga aún lo veía sentado en la oscuridad, bajo la luna de la noche texana, sujetando el sombrero al viento. La voz del doctor Song en el hangar para aviones: «Ha sido un viaje fascinante. Absolutamente irrepetible».

Camarada Buc echó más fuel al fuego, del que se elevó una columna negra de humo.

—Ya verá cuando el Querido Líder traiga a los americanos hasta aquí —dijo Buc—. Si el Querido Líder está contento, todo el mundo está contento.

—A propósito —comentó Ga—. ¿No cree que su trabajo aquí ha terminado?

—¿Cómo? —se sorprendió Buc—. ¿A qué se refiere?

—Diría que ya ha conseguido traer todo lo que se necesitaba. ¿No sería mejor que se centrara en el siguiente proyecto y se olvidara de todo esto?

—¿Está molesto por algo? —le preguntó Camarada Buc.

—¿Y si luego resulta que el Querido Líder no está contento? ¿Y si algo sale mal y termina estando muy descontento? ¿Se ha planteado esa posibilidad?

—Por eso estamos aquí —dijo Buc—. Para impedir que eso suceda.

—Pues fíjese en el doctor Song: lo hizo todo bien y ya ve lo que hicieron con él.

Buc apartó la mirada y Ga se dio cuenta de que no quería hablar sobre su viejo amigo.

—Piense en su familia, Buc —le dijo Ga—. Debería poner algo de distancia entre usted y todo esto.

—Pero usted aún me necesita —protestó Buc—. Y yo lo necesito a usted.

Buc se acercó al foso de la hoguera y cogió el hierro de marcar del Querido Líder, que apenas había empezado a calentarse. Lo levantó con las dos manos y lo sostuvo en alto para que Ga le echara un vistazo. En el hierro, con las letras invertidas y escrito en inglés, ponía: PROPIEDAD DE LA REPÚBLICA POPULAR DEMOCRÁTICA DE COREA.

Las letras eran grandes y el hierro medía casi un metro de largo. Cuando estuviera candente, la marca cubriría prácticamente todo el costado de un animal.

—Los de la fundición han necesitado una semana para terminarlo —dijo Buc.

—¿Y?

Buc le dirigió una mirada impaciente.

—¿Cómo que «y»? Yo no hablo inglés. Necesito que me diga si lo hemos escrito bien.

El comandante Ga leyó detenidamente las letras invertidas.

—Sí, está bien —declaró.

A continuación se coló entre los barrotes del corral y se acercó al buey, que llevaba una cuerda atada al aro de la nariz. Ga le dio berros de un cubo y le pasó la mano por el nudo negro que tenía entre los cuernos.

Camarada Buc se acercó, aunque el recelo con el que miró a aquel voluminoso animal permitía adivinar que no lo habían reclutado nunca a la fuerza para que fuera a echar una mano con la recolección.

—¿Recuerda lo que le conté sobre cómo derroté a Ga en una mina de la prisión?

Buc asintió.

—Estaba desnudo en el suelo y parecía francamente muerto. Una amiga me dijo que le aplastara el cráneo con una piedra.

—Muy lista, su amiga —observó Buc.

—Pero no pude hacerlo. Y ahora no logro dejar de pensar que, en fin…

—¿Que el comandante Ga aún está vivo? No, imposible. Si estuviera vivo lo sabríamos, ya se nos habría echado encima.

—Sé que está muerto —admitió Ga—. Pero, aun así, tengo la sensación de que va a suceder algo malo.

—Hay algo que no me está contando, ¿verdad? —preguntó Buc.

—Solo intento ayudarlo —le aseguró Ga.

—Está tramando algo, lo sé —dijo Buc—. ¿De qué se trata?

—No tramo nada —respondió Ga—. Da igual, olvide lo que he dicho.

Pero Buc lo detuvo.

—Me lo tiene que contar —insistió—. Cuando vino el cuervo, les abrí nuestra casa, los incluí en nuestro plan. No le he dicho nada a nadie sobre su verdadera identidad. Le di mis melocotones. Si va a pasar algo, me lo tiene que decir.

Ga no dijo nada.

—Como ha dicho usted mismo, tengo familia. ¿Qué será de ellos? —preguntó Buc—. ¿Cómo voy a protegerlos si no me lo cuenta?

El comandante Ga echó un vistazo al rancho, las pistolas, las jarras de gaseosa y las cestas con regalos.

—Cuando los aviones americanos se marchen, nosotros nos iremos con ellos, Sun Moon, los niños y yo.

Camarada Buc dio un respingo.

—No, no, no —exclamó—. ¡Eso no hay que contárselo nunca a nadie, jamás! ¿Acaso no lo sabe? Eso no se cuenta. Nunca. Ni a los amigos, ni a la familia, y menos aún a mí. Va a lograr que nos maten a todos. Si me interrogan, sabrán que lo sabía. Eso suponiendo que logre su objetivo. ¿Sabe el ascenso que me concederían si lo delatara? —Buc levantó las manos hacia el cielo—. Eso no se cuenta. No lo cuenta nadie. Jamás.

El comandante Ga acarició el cuello negro del buey y le dio dos palmadas. Su pelaje grasiento desprendía vapor.

—Es posible que el hierro de marcar lo mate, ¿es consciente de ello? Dudo que eso impresione demasiado a los americanos…

Camarada Buc empezó a alinear las cañas de pescar encima del tronco de un árbol. Le temblaban las manos. Cuando ya las tenía todas ordenadas, se le enganchó un sedal y volvieron a caer todas al suelo. Se volvió hacia Ga como si fuera culpa suya.

—Pero usted no, usted es de los que lo cuentan —dijo, y sacudió la cabeza—. Por eso es distinto. Por lo que sea, para usted las reglas son diferentes. Por eso a lo mejor lo consigue.

—¿Lo cree de verdad?

—¿El plan es sencillo?

—Diría que sí.

—No me cuente nada más, no lo quiero saber. —Se oyó un trueno y Buc levantó la mirada para comprobar si la lluvia era inminente—. Dígame solo una cosa: ¿es amor lo que siente por ella?

—Amor.

Era una palabra un poco exagerada.

—Si le pasara algo, ¿querría marcharse sin ella? —preguntó Buc.

¿Cómo era posible que no se hubiera planteado una cuestión tan sencilla? Notaba aún la mano firme de Sun Moon sobre su tatuaje, la noche anterior, y recordaba cómo lo había dejado llorar en la cama, junto a ella. Ni siquiera había apagado el farol para no tener que ser testigo de su vulnerabilidad.

Se había limitado a observarlo con mirada de preocupación, hasta que el sueño había podido más que ellos.

Ga negó con la cabeza.

Aparecieron unos faros en la distancia. Buc y Ga se volvieron y vieron un coche negro que avanzaba por entre las roderas embarradas de la carretera. Aquello no era el séquito del Querido Líder. Cuando el vehículo estuvo más cerca, constataron que aún llevaba los limpiaparabrisas conectados, señal que venía de donde la tormenta.

Buc se volvió hacia Ga para estar cerca el uno del otro y, hablando con tono urgente, le dijo:

—Le contaré lo que sé sobre cómo funciona este mundo. Si usted y Sun Moon huyen juntos con los niños, es posible que lo consigan; es posible. —Empezaron a caer las primeras gotas. El buey agachó la cabeza—. En cambio, si Sun Moon y los niños logran subir al avión, pero usted está junto al Querido Líder, guiándolo, inventando excusas, dirigiendo su atención, entonces es probable que lo logren.

Aquí Camarada Buc dejó a un lado su sonrisa permanente y su mirada risueña; cuando su expresión se relajaba, era evidente que su estado natural era la seriedad.

—Eso, claro está, también significa que es seguro que quien pagará por todo esto será usted, y no ciudadanos obedientes como yo y mis hijos.

Una figura solitaria se acercaba hacia ellos. Era un militar, eso era evidente. Aunque cada vez llovía más fuerte, el tipo no hacía nada para protegerse, y vieron cómo su uniforme se le iba calando a medida que se acercaba. Ga abrió los anteojos y echó un vistazo. Por algún motivo, no lograba distinguir el rostro del hombre, pero su uniforme era inconfundible: se trataba de un comandante.

Camarada Buc se fijó en la figura, que estaba cada vez más cerca.

—A la mierda —dijo, y se volvió hacia Ga—. ¿Sabe qué dijo el doctor Song de usted? Dijo que poseía un don, que podía contar una mentira diciendo la verdad.

—¿Y por qué me lo cuenta?

—Porque el doctor Song no tuvo ocasión de hacerlo —declaró Buc—. Y le voy a decir otra cosa: seguramente no conseguirá lo que se propone sin mí. Pero si no se marcha, si se queda aquí y carga con la culpa, lo ayudaré.

—¿Por qué?

—Porque el comandante Ga me hizo lo peor que me hayan hecho jamás, y luego se mudó a la casa de al lado. Y yo tuve que seguir trabajando en la misma planta que él. Tuve que agacharme ante él para comprobar su talla de zapatos antes de encargarlos en Japón. Y cada vez que cerraba los ojos lo veía abalanzarse sobre mí. Cuando me acostaba con mi mujer, sentía el peso de Ga sobre mí. Pero entonces apareció usted y se encargó de él. Desde su llegada, él ha desaparecido.

Camarada Buc se detuvo y se volvió. Ga hizo lo mismo.

En aquel preciso instante apareció entre la lluvia el horrible rostro del comandante Park.

—¿Se habían olvidado de mí? —preguntó Park.

—Ni mucho menos —respondió Ga, que se fijó en cómo las gotas de agua recorrían las heridas del rostro de Park y se preguntó si no habría servido de inspiración para el hombre desfigurado del guion del Querido Líder.

—Ha habido un cambio de planes —anunció el comandante Park—. Camarada Buc y yo nos quedaremos aquí a hacer inventario de la situación —añadió, y entonces se volvió hacia Ga—. Usted recibirá instrucciones del Querido Líder en persona. Y a lo mejor posteriormente aún tendremos ocasión de reavivar nuestra amistad.

—Ah, veo que acaba de regresar de Texas —dijo el Querido Líder al ver las botas embarradas del comandante Ga—. ¿Qué le ha parecido el rancho? ¿Resulta convincente?

El Querido Líder se encontraba en un vestíbulo subterráneo blanco, ante dos puertas idénticas, intentando decidir cuál debía abrir. Cuando finalmente alargó la mano hacia una, se produjo un zumbido y Ga oyó cómo se abría una cerradura eléctrica.

—Ha sido muy extraño —declaró Ga—. Como entrar de pronto en el Lejano Oeste.

A Ga aún le dolían los oídos del velocísimo descenso en ascensor. Tenía el uniforme húmedo y el frío subterráneo le había calado en los huesos. No tenía forma de saber a cuánta profundidad se encontraban bajo el suelo de Pyongyang. Los fluorescentes le resultaban familiares, lo mismo que las paredes de cemento blanco, pero no podía saber si se trataba de la misma planta que la última vez.

—Por desgracia, es posible que no tenga ocasión de verlo —observó el Querido Líder.

Entraron en la sala, que estaba llena de regalos, condecoraciones, bandejas y placas, todo ello con un espacio en blanco donde se iban a grabar las inscripciones sobre plata y bronce de ley. El Querido Líder puso las manos sobre un cuerno de rinoceronte que formaba parte de un juego de sujetalibros.

—Mugabe no para de mandárnoslos —explicó—. Los americanos mearían Prozac si los sorprendiéramos con uno de estos. Pero he aquí la cuestión: ¿qué le regalas a alguien que hace un largo viaje para visitarte, pero que sabes no aceptará tu hospitalidad?

—Me temo que no le sigo —dijo Ga.

El Querido Líder pasó un dedo por la punta del cuerno de rinoceronte.

—Los americanos nos han informado de que al final no se tratará de una misión diplomática. «Será un simple intercambio», dicen, en el aeropuerto. Nos piden que acudamos con nuestra bella remera a la pista de aterrizaje y que, siempre y cuando llevemos también una carretilla elevadora, me devolverán lo que me robaron.

De repente Ga se sintió ofendido.

—Entonces, ¿no probarán nuestras galletas de maíz ni dispararán nuestras pistolas?

El Querido Líder dejó de sonreír y miró a Ga con tanta seriedad que alguien que no lo conociera habría dicho que estaba triste.

—Con esto me han robado algo mucho mayor.

—Pero ¿y qué pasa con el rancho texano? —insistió Ga—. Lo hemos construido completo.

—Desmanteladlo y trasladadlo al aeropuerto —ordenó el Querido Líder—. Instaladlo en un hangar donde tengamos acceso a él si decidimos que aún nos puede servir de algo.

—¿Todo? ¿Las serpientes y las anguilas de río también?

—¿Tenéis anguilas de río? Ahora sí que siento no verlo.

Ga intentó imaginar lo que les costaría desmontar la chimenea o la fosa de marcar a fuego. De repente, el monstruoso hierro de marcar le parecía un instrumento hecho con amor, y le dolía imaginar que fuera a quedar olvidado en un solar de los Estudios Cinematográficos Centrales, con las mismas probabilidades de volver a ver la luz que aquella bandera texana de seda pintada a mano.

—¿Han dado alguna explicación, los americanos?

Los ojos del Querido Líder recorrían la sala, y Ga se dio cuenta de que estaba buscando algún regalo que pudiera igualar aquella humillación.

—Los americanos dicen que a partir de hoy mismo disponemos de dos días en los que ningún satélite espía japonés sobrevolará la zona. Los americanos temen que los japoneses puedan ponerse furiosos si descubren que… ¡Bah, que se jodan! —exclamó el Querido Líder—. ¿Acaso no saben que en mi país tienen que bailar al son que yo les toque? ¡¿No saben que en cuanto sus ruedas toquen nuestro suelo se deberán a mí y a mi inmenso sentido del deber?!

—Ya sé cuál tiene que ser el regalo —declaró el comandante Ga.

El Querido Líder le dirigió una mirada de suspicacia.

—Cuando nuestra delegación partió de Texas, nos encontramos con un par de sorpresas en el aeropuerto.

El Querido Líder no dijo nada.

—Había dos palés de los que se trasladan con una carretilla elevadora. El primero estaba lleno de comida.

—¿Un palé de comida? En el informe que yo leí no constaba nada de eso. Eso no lo confesó nadie.

—La comida no la había mandado el senador, sino su iglesia. Había bidones de harina, sacos de cien kilos de arroz y bolsas de arpillera con alubias, todo empaquetado en forma de cubo y envuelto en plástico.

—¿Comida? —preguntó el Querido Líder.

Ga asintió.

—¿Y qué más? —quiso saber.

—En el otro palé había biblias, miles de biblias, retractiladas.

—Biblias —repitió el Querido Líder.

—Muy pequeñas, con la portada de vinilo verde.

—¿Cómo es posible que hasta ahora no haya tenido noticia de nada de esto?

—Naturalmente no aceptamos ninguna de las dos cosas, las dejamos en la pista de aterrizaje.

—En la pista de aterrizaje… —repitió el Querido Líder.

—Pero eso no es todo —continuó el comandante Ga—. También nos ofrecieron un perro, un cachorro; nos lo entregó la mujer del senador en persona, un animal de cría propia.

—Ayuda alimenticia —dijo el Querido Líder, moviendo rápidamente los ojos y pensando—, biblias y un perro.

—La comida ya está a punto —declaró Ga.

—¿Y las biblias?

Ga sonrió.

—Yo sé de un escritor cuyas reflexiones sobre la ópera deberían ser de lectura obligatoria en todas las naciones civilizadas. No tendría que costar demasiado conseguir mil ejemplares de su obra.

El Querido Líder asintió con la cabeza.

—Y en cuanto al perro, ¿cuál sería el equivalente coreano de animal de compañía? ¿Un tigre, tal vez? ¿Una serpiente enorme?

—¿Y por qué no les devolvemos otro perro? Podemos decirles que es el perro del senador y que se lo devolvemos porque es egoísta, gandul y materialista.

—Debemos encontrar el perro pulgoso más fiero y agresivo de todo el país. Tiene que haber probado la sangre de los babuinos del Zoológico Central y masticado los huesos de los prisioneros moribundos del Campamento 22.

El Querido Líder apartó la mirada y por un momento pareció como si estuviera no en un búnker, sino dentro de un avión, viendo cómo el senador tenía que soportar a un can rabioso durante las dieciséis horas que duraba el vuelo de regreso a Texas.

—Sé dónde encontrar ese perro —dijo el comandante Ga.

—Le rompiste la nariz a mi chófer, ¿lo sabías? —comentó el Querido Líder.

—Cuando le cicatrice será más fuerte —respondió Ga.

—Así habla un verdadero norcoreano —aprobó el Querido Líder—. Ven, comandante, te quiero enseñar algo.

Fueron hasta otra planta, hasta otra sala exactamente idéntica a la última. Ga comprendía que aquella uniformidad tenía como objetivo confundir a una hipotética fuerza invasora, pero ¿no tenía un efecto aún peor sobre quienes tenían que soportarla a diario? En los pasillos, Ga percibió la presencia de los cuerpos especiales de seguridad, que se mantenían siempre ocultos, de modo que el Querido Líder parecía estar siempre a solas.

En la sala había un pupitre escolar con un monitor solitario en el que parpadeaba un cursor verde.

—He aquí la máquina que prometí enseñarte —dijo el Querido Líder—. ¿Estabas secretamente cabreado conmigo por haberte hecho esperar tanto?

—¿Es el ordenador central? —preguntó Ga.

—Sí —respondió el Querido Líder—. Antes teníamos una versión de mentira, que utilizábamos solo durante los interrogatorios. Ésta contiene la información vital de todos los ciudadanos del país: fecha de nacimiento y de fallecimiento, ubicación actual, familiares, etcétera. En cuanto se introduce el nombre de un ciudadano, una agencia especial lo recibe y envía un cuervo de inmediato.

El Querido Líder acompañó al comandante Ga hasta una silla. Ante él tenía solo la pantalla negra y el destello verde del cursor.

—¿De verdad que contiene el paradero de todo el mundo? —preguntó Ga.

—Cada hombre, mujer y niño —contestó el Querido Líder—. Basta con introducir un nombre en la pantalla para que lo reciban nuestros mejores hombres, que actúan con celeridad absoluta: localizan a la persona en cuestión y la transportan de inmediato. No hay nadie que esté fuera de su alcance.

El Querido Líder pulsó un botón y en la pantalla apareció un número: «22.604.301». Lo pulsó otra vez y el número cambió: «22.604.302».

—Contemple el milagro de la vida —dijo el Querido Líder—. ¿Sabía usted que tenemos un cincuenta y cuatro por ciento de mujeres? Antes de esta máquina no lo sabíamos. Al parecer la hambruna favorece a las chicas. En el Sur, en cambio, es al revés: disponen de una máquina capaz de decir si un bebé será niño o niña, y se deshacen de las chicas. ¿Se imagina matar a una pobre niña cuando aún está en el vientre de la madre?

Ga no respondió: en la Prisión 33 mataban a todos los bebés. Cada tanto había un día dedicado a la interrupción de embarazos e inyectaban agua salina a todas las prisioneras embarazadas. Los guardas tenían una caja de madera con ruedecitas que movían a patadas de un lado a otro, en cuyo interior terminaban uno a uno todos los bebés a medida que iban saliendo, amoratados y parcialmente desarrollados, braceando como cachorros.

—Pero nosotros tendremos la última palabra —aseguró el Querido Líder—. Estamos desarrollando una nueva versión que incluirá también el nombre de todos los coreanos del Sur, para que nadie pueda escapar a nuestro control. Esto es la verdadera reunificación, ¿no crees?, colocar una mano paternal encima del hombro de cada coreano, ya sea del Norte o del Sur. Con buenos equipos de infiltración, será como si la zona desmilitarizada no existiera. Y ahora, en consonancia con el espíritu de la Corea reunificada, te hago un obsequio: escribe el nombre de cualquier persona que desees desenmascarar, cualquier persona cuyo caso no se haya abordado, y nos encargaremos de ella. Adelante, cualquier nombre. Tal vez alguien que te ofendió durante la Fatigosa Marcha o algún rival del orfanato.

A Ga le vino a la mente una larga procesión de personas cuyas ausencias se alineaban como muelles vacíos en su memoria. A lo largo de su vida había percibido la presencia de todas las personas que había perdido, para siempre o simplemente porque no tenía forma de acceder a ellas. Y ahí estaba, sentado ante una máquina que reunía los destinos de todos. Pero no conocía el nombre de sus padres, pues la única información que proporciona el nombre de un huérfano es justamente que es huérfano. Desde que Sun Moon había entrado en su vida, había dejado de preguntarse qué habría sido del oficial So y del segundo oficial y su mujer. Normalmente habría introducido el nombre del capitán, pero ya no tenía necesidad de hacerlo. Por otro lado, los últimos nombres que habría escrito eran los de Mongnan y el doctor Song, pues quería que vivieran para siempre en su recuerdo. En realidad tan solo había una persona cuyo recuerdo lo perseguía, y de quien deseaba conocer tanto el destino como el paradero. El comandante Ga puso los dedos sobre el teclado y escribió: «comandante Ga Chol Chun».

Al ver lo que hacía, el Querido Líder se puso como una fiera.

—¡Ni hablar! —exclamó—. ¡Esa sí que no me la esperaba! Sabes lo que hace esta máquina, comprendes el destino que aguarda a estos nombres, ¿verdad? Es buena, muy buena, pero no te lo puedo permitir. —El Querido Líder pulsó la tecla de borrar y negó con la cabeza—. Va y escribe su nombre. Ya verás cuando se lo cuente a todos a la hora de la cena. ¡Ya verás cuando se enteren de que el comandante ha introducido su propio nombre en el ordenador central!

El cursor verde parpadeaba ante Ga como un destello lejano en la oscuridad.

El Querido Líder le dio una palmada en el hombro.

—Ven —le dijo—. Tengo que pedirte una última cosa. Necesito que me ayudes a traducir algo.

Llegaron a la celda de la remera y el Querido Líder se detuvo ante la puerta. Se apoyó en la pared y dio unos golpecitos en el cemento con la llave.

—No quiero dejarla marcharse —declaró.

Pero, naturalmente, ya se había alcanzado un acuerdo: los americanos se presentarían al cabo de unos días y si rompía un trato como aquel no se lo perdonarían jamás. Pero Ga no mencionó nada de eso y solo dijo:

—Entiendo perfectamente cómo se siente.

—Cuando hablo con ella no tiene ni idea de lo que le estoy diciendo —explicó el Querido Líder—. Pero no pasa nada. Es de naturaleza curiosa, se nota. Hace ya un año que la visito. Siempre he necesitado a alguien así, alguien a quien se lo pueda contar todo. Me gusta pensar que disfruta de mis visitas. Con el tiempo le he ido cogiendo cariño. Hacerla sonreír no es nada fácil, pero cuando finalmente logras arrancarle una sonrisa, se nota que es auténtica.

El Querido Líder le dirigió una mirada perspicaz, con los ojos entornados, como si intentara ignorar el hecho de que al final iba a tener que renunciar a ella. Su rostro tenía la misma expresión con la que escrutas el agua acumulada al fondo de la balsa, porque sabes que fijarte en cualquier otra cosa (la playa, la cinta adhesiva que llevas en la mano o el rostro glacial del oficial So) equivale a admitir que estás atrapado y que pronto te verás obligado a hacer lo que más detestas.

—He estado leyendo sobre un síndrome —dijo el Querido Líder—. Cuando afecta a una mujer cautiva, ese síndrome hace que empiece a simpatizar con su captor y a menudo se traduce en amor. ¿Has oído hablar de ello?

La idea le parecía absurda, imposible. ¿Cómo iba alguien a cambiar sus lealtades y ponerse del lado de su opresor? ¿Quién podía simpatizar con el malvado que te había arrebatado la vida?

Ga negó con la cabeza.

—Pues el síndrome existe, te lo aseguro. El problema es que dicen que a veces tarda años en surtir efecto, y al parecer no disponemos de tanto tiempo —dijo, y se volvió hacia la pared—. Cuando has dicho que entiendes cómo me siento, ¿te referías a eso?

—Sí —respondió Ga—. A eso me refiero.

El Querido Líder estudió de cerca las muescas de la llave que llevaba en la mano.

—Supongo que sí —asintió—. Tú tienes a Sun Moon. Antes yo solía confiarme a ella. Sí, se lo contaba todo. Pero eso fue hace años, antes de que llegaras tú y me la quitaras —añadió. Entonces miró a Ga y negó con la cabeza—. No me puedo creer que sigas vivo; no me puedo creer que aún no te haya puesto en manos de los Puyo. Dime, ¿dónde voy a encontrar a otra remera? ¿Una chica alta y guapa y que sepa escuchar? ¿Una chica con un corazón sincero y, al mismo tiempo, capaz de sacarle la sangre a su amiga con sus propias manos? —Metió la llave en el cerrojo—. Aunque no entienda las palabras que le digo, estoy seguro de que entiende el significado. Además, no necesita las palabras: todos sus sentimientos se reflejan directamente en su cara. A Sun Moon también le pasaba. Sun Moon era exactamente así —declaró, e hizo girar la llave.

Dentro, la remera estaba concentrada, estudiando. Tenía una alta pila de libretas de notas y transcribía en silencio la versión inglesa de El vigoroso celo del espíritu revolucionario, de Kim Jong-il.

El Querido Líder se apoyó en el marco de la puerta abierta, admirándola desde la distancia.

—Ha leído todas y cada una de las palabras que he escrito —dijo—. Esa es la forma más auténtica de conocer el corazón de otra persona. ¿Te imaginas, Ga, que el síndrome fuera real y una americana se enamorara de mí? ¿No sería la victoria definitiva? Una chica americana, guapa y fornida. ¿No sería la sentencia definitiva?

Ga se arrodilló junto a ella y le acercó la lámpara por encima de la mesa, para verla mejor. Tenía la piel tan blanca que parecía translúcida. Cada vez que respiraba, el aire cargado de humedad le provocaba un estertor en los pulmones.

—Pregúntale si sabe qué es un choson-ot —le dijo el Querido Líder—. Lo dudo mucho, la verdad; hace un año que no ve a otra mujer. Apuesto a que la última que vio fue la que mató con sus propias manos.

Ga logró que lo mirara fijamente.

—¿Quieres irte a casa? —le preguntó.

Ella asintió.

—¡Magnífico! —exclamó el Querido Líder—. Así pues, sabe qué es un choson-ot. Dile que mandaré a alguien para que la vista con uno.

Lo que te voy a decir ahora es muy importante —le dijo Ga—. Los americanos van a intentar rescatarte. Pero necesito que escribas lo que te dictaré en la libreta: Wanda, acepta…

—Dile también que recibirá su primer baño —lo interrumpió el Querido Líder—. Y asegúrale que mandaremos a una mujer para que la ayude a bañarse.

Escribe exactamente esto —siguió diciendo Ga—. Wanda, acepta la ayuda alimenticia, el perro y los libros.

Mientras ella escribía, Ga se volvió hacia el Querido Líder, iluminado desde atrás por las luces del pasillo.

—A lo mejor debería dejarla salir y llevarla al balneario del Hotel Koryo, a que le den un masaje. Seguramente algo así le haría ilusión.

—Es una gran idea —convino Ga, que se volvió hacia la chica y, hablando en voz baja, dijo—: Y ahora añade: invitados ocultos llevarán portátil valioso.

—A lo mejor tendría que mimarla un poco —caviló en voz alta el Querido Líder, mirando el techo—. Pregúntale si quiere algo, lo que sea.

En cuanto nos marchemos, destruye el papel —le ordenó Ga—. Confía en mí, voy a lograr devolverte a casa. Mientras tanto, ¿necesitas algo?

Jabón —dijo ella.

—Jabón —tradujo Ga al Querido Líder.

—¿Jabón? —preguntó el Querido Líder—, ¿Pero no le acabas de contar que le van a dar un baño?

Jabón no, otra cosa —le dijo Ga a la chica.

¿Otra cosa? —preguntó ella—. Pues pasta de dientes. Y un cepillo.

—Se refiere al jabón que se usa para lavarse los dientes —explicó Ga—. Ya sabe, pasta de dientes. Y un cepillo.

El Querido Líder miró a la chica y luego miró a Ga. Entonces lo señaló apuntándolo con la llave de la celda.

—Uno le acaba cogiendo cariño, ¿verdad? —preguntó el Querido Líder—. ¿Cómo voy a renunciar a ella? Dime, ¿qué crees que harían los americanos si vinieran hasta aquí, me devolvieran lo que es mío, los humilláramos y los obligáramos a marcharse solo con unos sacos de arroz y un perro rabioso?

—Creía que ese era el plan.

—Sí, era el plan. Pero mis asesores, que son como ratones en una fábrica de municiones, creen que ofender a los americanos no es una buena idea. Dicen que tengo que contenerme, y que ahora que saben que la remera está viva, no se rendirán hasta conseguirla.

—La chica es suya —declaró Ga—. Ese es el único hecho innegable. La gente tiene que comprender que si se queda, se va, o termina convertida en cenizas en la División 42, depende solo de lo que usted decida. Si los americanos no reciben una lección sobre este punto, lo que le pase a la chica es irrelevante.

—Cierto, cierto —admitió el Querido Líder—. Excepto que no la quiero soltar. ¿Se te ocurre alguna forma de retenerla?

—Si la chica pudiera reunirse con el senador y decirle en persona que desea quedarse, a lo mejor nos ahorraríamos un incidente.

Pero el Querido Líder negó con la cabeza ante aquella sugerencia tan desacertada.

—Ojalá tuviera otra remera —dijo—. Si nuestra pequeña asesina no se hubiera cargado a su amiga, ahora podría mandar de vuelta a la que me gustara menos —añadió, y soltó una carcajada—. Porque es lo único que necesito, ¿no? Tener a dos chicas malas en mis manos —observó, y la señaló con un dedo—. Chica mala, chica mala —le dijo, riéndose—. Muy, muy mala.

El comandante Ga se sacó la cámara del bolsillo.

—Si la van a lavar y le van a poner un choson-ot, necesitaré una foto de «antes» —dijo. Entonces se acercó a ella y se puso en cuclillas para sacarle una foto—. Y a lo mejor también una en plena acción —añadió—, para que quede constancia de que nuestra invitada se ha documentado y ha estado atesorando los conocimientos de nuestro glorioso líder Kim Jong-il. —Entonces le hizo un gesto de cabeza a la chica—. Ahora levanta la libreta.

El comandante Ga estaba mirando por el visor para asegurarse de que todo quedaba perfectamente encuadrado (la mujer con su libreta y la nota a Wanda, todo tenía que estar enfocado) cuando de repente se dio cuenta de que el Querido Líder se acuclillaba junto a ella y se le acercaba para salir en la foto, mientras la cogía por el hombro. Ga observó la extraña y peligrosa imagen que tenía ante él y decidió que estaba bien que las cámaras fueran ilegales.

—Dile que sonría —dijo el Querido Líder.

¿Puedes sonreír? —le preguntó Ga.

La chica sonrió.

—La verdad —observó Ga, con el dedo en el disparador— es que con el tiempo todo el mundo se termina yendo.

Escuchar aquellas palabras justamente de los labios del comandante Ga hizo que el Querido Líder esbozara una sonrisa burlona.

—Vaya si es cierto —respondió este.

—A ver esa sonrisa —dijo Ga, en inglés.

Y el Querido Líder y su querida remera parpadearon juntos por el flash de la cámara.

—Quiero copias de esas fotos —declaró el Querido Líder, mientras se ponía en pie con gran esfuerzo.

★★★

Me había quedado hasta tarde en la División 42. Me sentía débil, como si me faltara algún tipo de nutriente, como si mi cuerpo estuviera falto de algún alimento al que no tenía acceso. Me vinieron a la mente los perros del Zoológico Central, que vivían exclusivamente a base de repollo y tomates pasados. ¿Habrían olvidado el sabor de la carne? Tenía la sensación de que había algo, un alimento que no había probado jamás. Respiré profundamente, pero no percibí ningún aroma nuevo en el aire: tallos de cebolla asados, cacahuetes hervidos, cazos de mijo, una cena en Pyongyang. No podía hacer nada más que irme a casa.

Estaban desviando gran parte de la electricidad de Pyongyang a los secadores industriales de arroz del sur de la ciudad y el metro no funcionaba. La cola para coger el autobús exprés de Kwangbok tenía tres bloques de longitud. Eché a andar, pero no había avanzado ni dos calles cuando oí las cornetas y supe que había cometido un error: el ministro de Movilización de Masas y sus cuadros recorrían el distrito para reclutar a cualquier ciudadano que tuviera la mala fortuna de encontrarse en la calle. La mera visión de su insignia amarilla me provocaba náuseas. No podías correr: si sospechaban siquiera que intentabas evitar que se te llevaran para participar como «voluntario» en la cosecha, te caía un mes de trabajos forzados y sesiones de autocrítica en una Granja de Redención. Era, eso sí, el tipo de tarea de la que una insignia de los Pubyok podía salvarte. Sin ella, pronto me vi en la trasera de un camión de la basura que nos llevaba al campo, a recoger arroz durante dieciséis horas.

Nos dirigimos al noreste bajo la luz de la luna, hacia los montes de Myohyang, cuya silueta se recortaba contra el cielo, en un camión de la basura lleno de capitalinos vestidos con ropa de trabajo. El conductor encendía los faros cada vez que creía que había algo en la carretera, pero allí no había nada, ni personas, ni coches, tan solo autopistas vacías, flanqueadas a ambos lados por trampas antitanque y enormes excavadoras chinas con sus brazos de color naranja congelados medio extendidos, abandonadas junto a las acequias por falta de piezas de recambio.

En la oscuridad, encontramos un pueblo de campesinos a orillas del río Chongchon, y los capitalinos bajamos del camión para dormir al aire libre. Yo me cubrí con la bata y utilicé el maletín como almohada. Parecía como si las estrellas del firmamento estuvieran ahí exclusivamente para mi deleite, y aquella situación supuso un agradable cambio después de tanto tiempo durmiendo bajo la tierra y las cabras. Durante cinco años había utilizado la insignia para evitar los destacamentos agrícolas, de modo que ya no recordaba el ruido que hacen los grillos y las ranas en verano, ni la neblina maloliente que se eleva de los arrozales. Oí a unos niños jugando en la oscuridad, y los sonidos de un hombre y una mujer que debían de estar manteniendo relaciones sexuales. Aquella noche dormí mejor de lo que había dormido en años.

No nos dieron desayuno y antes de que saliera el sol yo ya tenía las palmas de las manos cubiertas de ampollas. Durante varias horas no hice nada más que abrir presas y canales de riego. No tenía ni idea de por qué drenábamos un campo para inundar otro, pero pronto el amanecer proyectó su implacable luz sobre los campesinos de la provincia de Chagang. Iban todos vestidos con ropa de vinalón barata y mal hecha, no tenían más que sandalias negras y estaban todos delgados como palillos, con los dientes casi translúcidos hasta las encías negras. A todas las mujeres vagamente atractivas se las llevaban a la capital. Pronto se hizo evidente que mis aptitudes como recolector de arroz no eran nada prometedoras, de modo que me pusieron a vaciar orinales y a rastrillar su contenido entre las hileras de vainas de arroz. A continuación me puse a cavar surcos por todo el pueblo, que me dijeron que resultarían muy útiles cuando llegaran las lluvias. Una mujer demasiado anciana para trabajar me observaba mientras cavaba. Fumaba cigarrillos de factura propia, envueltos con vainas de arroz, y no paraba de contarme historias, pero le faltaban tantos dientes que yo no entendía nada de lo que me decía.

Por la tarde, a una mujer de la ciudad la mordió una serpiente enorme, larga como un hombre. Le pusieron una cataplasma en la herida. Intenté acallar sus gritos acariciándole el pelo, pero la mordedura de la serpiente debía de haberle hecho algo, pues empezó a golpearme e intentó quitárseme de encima. A esas alturas, un grupo de campesinos habían cogido ya la violenta serpiente, que se retorcía y se debatía, negra como las aguas fecales en las que se había ocultado. Unos querían quitarle la hiel, y otros extraerle el veneno para hacer licor. Consultaron con la anciana y esta les indicó que la soltaran. Vi cómo la serpiente se alejaba nadando a través de un arrozal ya recolectado. Las aguas poco profundas eran oscuras y, al mismo tiempo, reflejaban la luz del sol. La serpiente tomó su camino, lejos de todos nosotros, y tuve la sensación de que había otra serpiente negra en el agua, esperando a que esta gruesa nadadora regresara junto a ella.

No llegué a casa hasta la medianoche. La llave giró en el cerrojo, pero la puerta no se abrió, como si estuviera atrancada por dentro. La aporreé con el puño.

—Madre —dije—. Padre, soy yo, vuestro hijo. Le pasa algo a la puerta. Tenéis que abrir.

Estuve un rato tratando de que me abrieran, y finalmente apoyé el hombro en la madera y empujé, aunque no demasiado. Si me cargaba la puerta, en el edificio dirían de todo. Finalmente me quité la bata y la dejé en el suelo del pasillo. Intenté pensar en el sonido de los grillos y en los niños que jugaban en la oscuridad, pero al cerrar los ojos solo me venía a la mente el cemento frío. Me acordé de los campesinos de cuerpo fibroso y de su forma abrupta de hablar, y me dije que, más allá de morir de hambre, no debía de haber nada más en el mundo que los preocupara.

En la oscuridad oí un sonido: pip. Era el móvil rojo.

Cuando lo encontré, la luz verde parpadeaba. En la pantallita había una fotografía nueva: un niño y una niña coreanos, medio aturdidos, medio sonrientes, ante un cielo azul. Llevaban unas gorras negras con orejas, parecían ratones.

Cuando desperté por la mañana, la puerta estaba abierta. Dentro, mi madre cocinaba avena y mi padre estaba sentado a la mesa.

—¿Quién anda ahí? —preguntó mi padre—. ¿Hay alguien?

Vi que una de las sillas tenía una marca brillante en el respaldo, donde se había apoyado contra el pomo de la puerta.

—Soy yo, padre, tu hijo.

—Menos mal que has vuelto —dijo—. Estábamos preocupados por ti.

Mi madre no dijo nada.

Encima de la mesa estaban los expedientes de mis padres. Los había estado estudiando toda la semana, pero ahora estaban todos desordenados.

—Ayer por la noche intenté entrar pero la puerta estaba atrancada —declaré—. ¿No me oísteis?

—Yo no oí nada —aseguró mi padre—. Esposa —dijo entonces, hablando al aire—, ¿tú oíste algo?

—No —respondió ella desde los fogones—. Nada de nada.

Ordené los expedientes.

—Pues supongo que también os habréis vuelto sordos —observé.

Mi madre se acercó a la mesa con dos cuencos de avena, arrastrando lentamente los pies para no tropezar en la oscuridad.

—¿Pero por qué estaba atrancada la puerta? —pregunté—. No me tendréis miedo, ¿verdad?

—¿Miedo? ¿A ti? —dijo mi madre.

—¿Por qué íbamos a tenerte miedo? —quiso saber mi padre.

—El altavoz dijo que la Marina americana está llevando a cabo ejercicios militares cerca de la costa —explicó mi madre.

—No puede uno descuidarse —añadió mi padre—. Con los americanos hay que tomar precauciones.

Soplaron la avena y empezaron a comer a cucharaditas.

—¿Cómo es posible que cocines tan bien sin ver? —le pregunté a mi madre.

—Noto el calor que desprende la sartén —contestó—. Y a medida que la comida se cuece, va cambiando de olor.

—¿Y qué me dices del cuchillo?

—Utilizar el cuchillo es fácil —aseguró—. Lo guío con los nudillos. Lo difícil es remover la comida; siempre se me cae algo.

En el expediente de mi madre había una foto de ella de joven. Era una belleza, tal vez por eso la habían trasladado del campo a la capital, aunque el expediente no explicaba por qué la habían castigado a trabajar en una fábrica en lugar de convertirse en cantante o actriz. Arrugué los expedientes para que lo oyeran.

—Había unos papeles encima de la mesa —dijo mi padre con voz nerviosa.

—Se cayeron al suelo —añadió mi madre—. Pero los recogimos.

—Fue un accidente —aseguró mi padre.

—Son cosas que pasan —dije yo.

—Esos papeles… —empezó a decir mi madre—. ¿Tienen que ver con tu trabajo?

—Sí —intervino mi padre—, ¿forman parte de un caso en el que estás trabajando?

—Solo son material de investigación —respondí.

—Tienen que ser importantes para que los trajeras a casa —comentó mi padre—. ¿Hay alguien que se ha metido en problemas? ¿Tal vez alguien a quien conocemos?

—¿De qué va todo esto? —pregunté yo—. ¿Es por la señora Kwok? ¿Aún estáis enfadados conmigo por eso? No quería delatarla, pero se dedicaba a robar el carbón del horno. En invierno todos pasábamos más frío por culpa de su egoísmo.

—No te enfades —dijo mi madre—. Solo nos preocupamos por los pobres ciudadanos de tus expedientes.

—¿Pobres? —pregunté—. ¿Por qué pobres?

Ninguno de los dos dijo nada. Me volví hacia la cocina y vi la lata de melocotones encima del estante más alto. Tuve la sensación de que alguien la había movido un poco, que a lo mejor mi dúo de ciegos la había inspeccionado, pero no estaba seguro de en qué dirección la había dejado yo.

Lentamente, le pasé a mi madre su expediente por delante de los ojos, pero ella no hizo ningún intento de seguirlo con la mirada. Entonces la abaniqué, el aire le acarició el rostro y ella reaccionó con sorpresa. Mi madre dio un respingo, espantada, y contuvo el aliento.

—¿Qué tienes? —preguntó mi padre—, ¿Qué ha pasado?

Ella no dijo nada.

—¿Tú me ves, madre? —le pregunté—. Si me ves es importante que me lo digas.

Se volvió hacia mí, aunque tenía la mirada desenfocada.

—¿Que si te veo? —preguntó—. Te veo como te vi la primera vez, fugazmente, en la oscuridad.

—Ahórrame los acertijos —la advertí—. Necesito saberlo.

—Llegaste por la noche —dijo—. Estuve todo el día de parto y cuando cayó la oscuridad no teníamos velas. Naciste a tientas, en las manos de tu padre.

Mi padre levantó las manos, llenas de cicatrices de los telares mecánicos.

—Estas manos —declaró.

—Así eran las cosas en el año de Juche 62 —añadió mi madre—. Y así era la vida en el dormitorio de la fábrica. Tu padre fue encendiendo una cerilla tras otra.

—Una tras otra, hasta que se terminaron —dijo mi padre.

—Toqué cada parte de tu cuerpo, primero para asegurarme de que todo estaba donde debía y luego para conocerte. Eras tan nuevo, tan inocente… Podrías haber terminado siendo cualquier cosa. Pasó un buen rato, hasta la primera luz del alba, antes de que pudiéramos ver lo que habíamos creado.

—¿Había otros niños? —pregunté yo—. ¿Había más familias?

Pero mi madre ignoró la pregunta.

—Los ojos ya no nos funcionan, esa es la respuesta a tu pregunta —dijo—. Pero lo mismo que en su día, no necesitamos los ojos para ver en qué te has convertido.

★★★

El domingo, el comandante Ga fue a pasear con Sun Moon por el Sendero Joseon de la Relajación, que seguía el río hasta la Terminal Central de Autobuses. En aquel lugar público, se dijeron, no los iba a escuchar nadie. Había ancianos tendidos en la hierba, leyendo ejemplares de la novela Todo por su país. El comandante Ga percibió el olor a tinta de las imprentas del Rodong Sinmun, que, según decían los rumores, imprimían el domingo los periódicos de toda la semana. Cada vez que Ga veía algún pilluelo con cara de hambriento oculto entre los matorrales, le lanzaba unas monedas. Los hijos de Sun Moon parecían no percatarse siquiera de los huérfanos que se ocultaban a su paso; estaban demasiado ocupados comiendo helado de sabores y paseando entre los sauces, cuyas ramas, a aquellas alturas tardías de verano, colgaban tan bajas que barrían el camino de grava.

El comandante Ga y Sun Moon habían estado hablando con abstracciones y vaguedades sobre aquello tan concreto que habían puesto en marcha. Él quería ponerle un nombre a lo que estaban haciendo, llamarlo escapar o desertar. Quería detallar los pasos a seguir, memorizarlos y ensayar su ejecución en voz alta. Como si fuera un guion, dijo. Deseaba oírle decir a Sun Moon que era consciente de que se exponían a lo peor, pero ella no quería hablar del asunto. En lugar de eso, Sun Moon hablaba del crujir de la gravilla bajo sus pies y de los gemidos de las dragas del río cuando hundían sus aguilones bajo la superficie. Se detenía a oler una azalea, como si fuera la última, y mientras caminaba iba tejiendo brazaletes morados de glicinas. Llevaba un choson-ot de algodón blanco y la brisa marcaba los contornos de su cuerpo.

—Antes de que nos marchemos se lo quiero contar a los niños —le dijo el comandante Ga.

Tal vez porque le pareció absurda, aquella idea la empujó finalmente a hablar.

—¿Y qué les vas a contar? —le preguntó—. ¿Que mataste a su padre? No, crecerán en América pensando que su padre fue un gran héroe y que sus restos descansan en un país lejano.

—Pero lo tienen que saber —declaró, y a continuación guardó silencio mientras pasaba una brigada de madres de soldados, haciendo sonar sus latas para intimidar a los transeúntes y que ofrecieran donaciones Songun—. Los niños lo tienen que oír de mis labios —añadió—. La verdad, una explicación… Es importante que lo oigan. Es lo único que tengo para ofrecerles.

—Pero ya habrá tiempo —repuso Sun Moon—. Podemos tomar esa decisión más tarde, cuando estemos a salvo en América.

—No —insistió él—. Tiene que ser ahora.

El comandante Ga se volvió hacia los niños, que seguían la conversación aunque en realidad estaban demasiado lejos como para entender las palabras.

—¿Pasa algo? —preguntó Sun Moon—. ¿Crees que el Querido Líder sospecha algo?

Él negó con la cabeza.

—No, no creo —dijo él, aunque la pregunta lo hizo pensar en la chica que remaba en la oscuridad y en la posibilidad de que el Querido Líder se negara a renunciar a ella.

Sun Moon se detuvo junto a un colector de agua de cemento y levantó la tapa de madera. Hundió un cazo y bebió, rodeando el recipiente plateado con las dos manos. El comandante Ga vio cómo un chorrito de agua le oscurecía la parte delantera del choson-ot. Intentó imaginarla con otro hombre. Si el Querido Líder no soltaba a su remera, el plan se iría al traste, los americanos se marcharían hechos un basilisco y al comandante Ga le pasaría algo horrible. En cuanto a Sun Moon, se convertiría una vez más en un trofeo para el marido de reemplazo que le encontraran. ¿Y qué pasaría si el Querido Líder tenía razón y, con los años, terminaba amando a aquel nuevo marido con un amor real, no con la promesa de un amor o con un amor potencial? ¿Podría el comandante Ga abandonar este mundo sabiendo que el corazón de Sun Moon estaba destinado a ser de otro?

Sun Moon volvió a hundir el cazo hasta el fondo de la tina, donde estaba el agua más fresca, y se lo ofreció para que bebiera. El agua tenía un sabor mineral, dulce. Ga se secó los labios.

—Dime —le dijo a Sun Moon—, ¿tú crees que es posible que una mujer se enamore de su captor?

Ella lo observó un instante. Ga se dio cuenta de que estaba considerando cómo debía responder.

—Es imposible, ¿verdad? —añadió—. Es una idea totalmente absurda, ¿no?

Por su mente pasó un desfile de todas las personas a las que había raptado: sus ojos abiertos de par en par, sus rostros desencajados, el blanco de los labios cuando les arrancaba la cinta adhesiva. Recordó aquellas uñas rojas de los dedos de los pies, preparándose para atacar.

—Quiero decir que lo único que pueden sentir por ti es desprecio porque se lo has arrebatado todo. Dime la verdad, dime que es imposible que exista un síndrome así.

—¿Un síndrome? —preguntó ella.

Ga se volvió hacia los niños, que estaban inmóviles a medio gesto. A menudo jugaban a ver cuál de los dos era capaz de hacer la estatua de forma más convincente.

—El Querido Líder ha leído que existe un síndrome y cree que si tiene una mujer encarcelada durante el tiempo suficiente, esta terminará amándolo.

—¿Una mujer? —se sorprendió Sun Moon.

—Su identidad es irrelevante ahora —dijo él—. Lo único que importa es que es americana. Pronto vendrá una delegación de su país a buscarla y si el Querido Líder decide no entregarla, nuestro plan se irá al traste.

—¿Dices que la tiene cautiva? Pero… ¿dónde la tiene? ¿En una jaula, en una cárcel? ¿Y desde cuándo?

—Se encuentra en un búnker privado. La mujer estaba dando la vuelta al mundo pero tuvo un problema con su barca. La recogieron en alta mar y ahora el Querido Líder se ha enamorado de ella: la visita por la noche y le pone óperas compuestas en su honor. Su idea es retenerla hasta que la mujer sienta algo por él. ¿Habías oído alguna vez algo parecido? Dime que no es verdad.

Sun Moon se quedó callada un instante y entonces dijo:

—¿Y si una mujer tuviera que compartir cama con su captor?

Ga la miró y se preguntó adonde querría ir a parar.

—¿Y si dependiera totalmente de su captor? —siguió diciendo—. ¿Y si este controlara todas sus necesidades, la comida, los cigarrillos, la ropa, y pudiera complacerla o negárselo todo a voluntad?

Sun Moon lo miró como si esperara realmente una respuesta, pero Ga solo podía preguntarse si se estaría refiriendo a él o a su predecesor.

—¿Y si la mujer tuviera hijos con su captor?

Ga le cogió el cazo de las manos y sacó agua para los niños, pero estos estaban imitando a los portadores de los martillos y las hoces del friso del Monumento a la Fundación del Partido, y ni siquiera el calor del día iba a lograr que abandonaran sus personajes.

—Ese hombre se ha ido —afirmó Ga—. Quien está contigo ahora soy yo. Y yo no soy tu captor, sino quien te va a liberar. Es muy fácil hablar de prisioneros, pero yo soy el que quiere oírte pronunciar la palabra huir. Y eso es lo que quiere la prisionera del Querido Líder. Puede que esté encerrada en una celda, pero tiene el corazón inquieto. Y si tiene una oportunidad, no la dejará escapar, créeme.

—Hablas de ella como si la conocieras —dijo Sun Moon.

—Es por algo que sucedió hace tiempo —respondió él—. Casi parece que fuera en otra vida. Yo trabajaba transcribiendo transmisiones de radio en alta mar. Escuchaba desde la puesta de sol hasta el amanecer y cada día, a medianoche, oía a la chica que remaba en la oscuridad. Ella y su amiga estaban dando la vuelta al mundo a remo, pero ella era la encargada de remar por la noche, sin un horizonte hacia el que dirigirse ni el sol que le permitiera medir su avance. Estaba eternamente unida a la otra remera y, al mismo tiempo, estaba totalmente sola. Ponía todo su empeño en avanzar porque era su deber, su cuerpo estaba entregado a los remos, pero cuando la oía hablar por la radio tenía la sensación de que nunca había oído a una mujer tan libre como ella.

Sun Moon ladeó la cabeza y reflexionó sobre aquellas palabras.

—Eternamente unida a otra persona —susurró—. Y al mismo tiempo totalmente sola —añadió, pensando en sí misma.

—¿Es así como quieres vivir? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—¿Estás preparada para hablar del plan?

Sun Moon asintió.

—Vale —dijo él—. Pero recuerda que estar eternamente unida a otra persona y sola al mismo tiempo… puede ser algo bueno. Si por algún motivo terminamos separándonos, si no logramos salir juntos, podríamos seguir unidos a pesar de no estar juntos.

—¿De qué estás hablando? —preguntó ella—. Aquí nadie estará solo, la cosa no irá así.

—Pero ¿y si algo sale mal? ¿Y si los tres lográis salir pero yo me tengo que quedar aquí?

—No, no —protestó—. Eso no va a suceder. Te necesito, yo no hablo inglés. No sabré adónde ir, no sabré qué americanos son informantes y cuáles no. No podemos cruzar medio mundo solo con la ropa que llevamos puesta.

—Créeme: si algo saliera mal, antes o después me reuniría contigo. De una forma u otra lo conseguiría. Además, no estarías sola. La mujer del senador te ayudaría hasta que yo llegara.

—Pero yo no quiero a la mujer de no sé quién —replicó ella—. Te necesito a ti. Eres tú quien tiene que estar a mi lado. Creo que no te haces a la idea de cómo ha sido mi vida, de la de cosas que me han prometido y que luego no han ocurrido.

—Te seguiré, tienes que confiar en mí —aseguró Ga—. En cuanto hayas logrado salir sana y salva, yo iré tras de ti. He estado doce veces en Corea del Sur, nueve en Japón, dos en Rusia y he visto el sol salir y ponerse en Texas. Te seguiré.

—No, no, no —dijo ella—. Eso no me lo puedes hacer. No puedes desaparecer y dejarme sola. Nos iremos juntos, tu misión es conseguir que sea así. ¿Es la película Casablanca lo que te confunde? —preguntó, subiendo el tono de voz—. No puedes quedarte aquí en plan mártir, en plan Rick. Rick fracasó, su misión era… —Se interrumpió antes de alterarse en exceso y le dedicó su voluptuosa sonrisa de actriz—. No me puedes dejar. Soy tu cautiva —declaró—. ¿De qué sirve una cautiva sin su captor? ¿No tendremos que pasar mucho tiempo juntos para demostrar de una vez por todas que el síndrome del Querido Líder existe realmente?

Ga percibió en su voz que mentía: estaba actuando, se daba cuenta de ello. Pero percibió la desesperación y la vulnerabilidad que traslucían sus palabras, y la quiso aún más por ello.

—Por supuesto que me marcharé contigo —la tranquilizó Ga—. Siempre estaré a tu lado.

Y entonces vino el beso. Empezó con Sun Moon ladeando la cabeza, sus ojos miraron un instante los labios de Ga, su mano se posó sobre su clavícula y se quedó ahí, y entonces se inclinó hacia él con el gesto más lento del mundo. Él reconoció el beso: era de ¡Arriba el estandarte!, el que le daba al pusilánime guarda fronterizo surcoreano para distraerlo, mientras su grupo de guerrilleros cortaba la electricidad de la torre de vigilancia y así empezaba la liberación de Corea del Sur de las manos de los opresores capitalistas. Había soñado con aquel beso y ahora era suyo.

Sun Moon acercó los labios a su oído.

—Huyamos —susurró.