★★★
El ascensor descendió de golpe hasta el Búnker 13, donde el comandante Ga iba a reunirse con el Querido Líder. Ga notó un intenso dolor en los tímpanos y sintió que lo abandonaban las fuerzas, como si se desplomara en caída libre al fondo de una mina prisión. Ver a Camarada Buc (su sonrisa, su saludo con los pulgares levantados) había abierto un vacío en el interior del comandante Ga, una sima entre el hombre que había sido y el hombre en el que se iba a convertir. Camarada Buc era la única persona que existía a ambos lados del abismo del comandante Ga, que conocía tanto al joven héroe que había viajado a Texas como al nuevo marido de Sun Moon, el hombre más peligroso de Pyongyang. Ga estaba nervioso. De pronto había tomado conciencia de que no era invencible, de que lo que controlaba su vida no era el destino, sino el peligro.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, en las profundidades del Búnker 13, un equipo de guardaespaldas de élite sometieron al comandante Ga a un exhaustivo registro corporal, aunque en realidad no fue peor que lo que ya había experimentado cada vez que había regresado de Japón. La sala era blanca y fría. Le tomaron una muestra de orina y un mechón de pelo. Apenas se había vuelto a vestir cuando oyó unos pasos procedentes del pasillo y cómo los guardas se cuadraban para saludar al Querido Líder. Entonces la puerta se abrió y entró Kim Jong-il. Llevaba un mono gris y unas gafas de diseño que multiplicaban el aire bromista de su mirada.
—Vaya, vaya, pero si es Ga —dijo—. Te hemos echado de menos.
El comandante Ga le dedicó una profunda reverencia, la primera promesa que le había hecho a Sun Moon, y el Querido Líder sonrió.
—No ha sido tan difícil, ¿no? —dijo—. No te ha costado nada. —Entonces le puso una mano encima del hombro y lo miró a los ojos—. Pero tiene que ser en público. ¿No fue eso lo que te dije?
—¿Es que un hombre no puede practicar? —preguntó el comandante Ga.
—¡Ese es el Ga que me gusta! —aplaudió el Querido Líder. Encima de la mesa había un zorro siberiano a punto de abalanzarse encima de un ratón de campo blanco, regalo de Constantín Dorosov, alcalde de Vladivostok. El Querido Líder pareció admirar el pelaje del zorro, pero entonces acarició el ratón, que enseñaba los dientes ante aquella amenaza inminente—. Aún tendría que estar enfadado contigo, Ga —dijo—. Tus afrentas han sido tantas que he perdido la cuenta. Dejaste que nuestra prisión más productiva se quemara, junto con nuestros mil quinientos mejores prisioneros. Aún estoy intentando explicarle al primer ministro chino tu episodio en los baños de Shenyang. El que fuera mi conductor durante veinte años sigue en coma. El nuevo no lo hace mal, pero echo de menos al antiguo: el tipo había demostrado su lealtad en numerosas ocasiones.
Aquí, el Querido Líder se le acercó de nuevo, le puso una mano en el hombro y obligó a Ga a arrodillarse, de modo que ahora el Querido Líder era más alto que él.
—Y lo que me dijiste en la ópera, eso no se puede retirar. La única forma de reparar esa injuria tendría que ser con tu cabeza. ¿Qué líder no querría perderte de vista, que desaparecieras para siempre, tú y todos los problemas que generas? ¿Se te ha olvidado que te entregué a Sun Moon? Pero siento debilidad por tus payasadas. Sí, te concederé otra oportunidad. ¿Aceptas una nueva misión?
El comandante Ga bajó la mirada y asintió en silencio.
—Levántate, pues —dijo el Querido Líder—. Y quítate el polvo de encima, recupera tu dignidad. —Entonces señaló una bandeja que había encima de la mesa—. ¿Un poco de carne de tigre seca? —preguntó—. Come un poco y llévate también para tu hijo: al chico no le vendrá mal algo de tigre. Cuando comes carne de tigre, te conviertes en tigre. O por lo menos eso dicen.
El comandante Ga probó un pedazo: era duro y sabía dulce.
—Yo no lo soporto —reconoció el Querido Líder—. Es con sabor a teriyaki, creo. Nos lo han mandado los birmanos. ¿Sabías que van a publicar mis obras completas en Rangún? También tú deberías escribir las tuyas, comandante. Contendrán varios tomos sobre taekwondo, espero —dijo, y le dio una palmada en el hombro—. Hemos echado mucho de menos tu taekwondo.
El Querido Líder acompañó al comandante Ga fuera de la sala y por un largo pasillo blanco que serpenteaba de aquí para allá: si los yanquis atacaban, no encontrarían ninguna línea de fuego de más de veinte metros de largo. Los túneles que había bajo la zona desmilitarizada describían unas curvas similares; de otro modo, habría bastado un solo soldado surcoreano disparando desde un kilómetro de distancia en la oscuridad para repeler una invasión.
Dejaron atrás numerosas puertas que, más que oficinas o residencias, parecían albergar los cuantiosos proyectos abiertos del Querido Líder.
—Tengo un buen presentimiento sobre esta misión —dijo el Querido Líder—. ¿Cuándo fue la última vez que emprendimos una juntos?
—Hace tanto que ya no me acuerdo —respondió el comandante Ga.
—Come, come —le indicó el Querido Líder mientras caminaban—. Es cierto lo que dicen: el trabajo carcelario te ha pasado factura. Tenemos que lograr que recuperes la energía. Pero conservas todo el atractivo, ¿no? Y tu hermosa mujer: seguro que te alegras de haberla recuperado. Es tan buena actriz… Tendré que escribir otro papel para ella.
Por el eco metálico de sus pasos, Ga sabía que tenían cientos de metros de roca sobre sus cabezas. Era posible aprender a percibir la profundidad. En las minas prisión, era posible notar la vibración espectral de las vagonetas de minerales traqueteando a través de otros túneles. No oías los taladros neumáticos que se abrían paso en otras galerías, pero los notabas en los dientes. Y cada vez que había una explosión, podías ubicarla dentro de la montaña fijándote en cómo caía el polvo de las paredes.
—Te he llamado —le dijo el Querido Líder sin dejar de caminar— porque los americanos nos visitarán pronto y debemos asestarles un golpe. De esos que impactan justo debajo de las costillas y te quitan el aliento, pero que no dejan ninguna marca visible. ¿Qué me dices?
—¿Acaso el buey no ansia el yugo cuando la gente pasa hambre?
El Querido Líder se rio.
—La prisión ha hecho maravillas con tu sentido del humor —le dijo—. Antes estabas siempre tan tenso, tan formal. ¡Y esas lecciones espontáneas de taekwondo que dabas!
—Soy un hombre nuevo —convino Ga.
—¡Ha! —exclamó el Querido Líder—. Tendríamos que mandar a más gente a visitar las prisiones.
De repente el Querido Líder se detuvo ante una puerta, se lo pensó un momento y fue hasta la siguiente. Entonces llamó, se oyó el cerrojo automático y la puerta se abrió. La sala era blanca y pequeña. Dentro había tan solo un montón de cajas.
—Ya sé que sigues muy de cerca nuestras prisiones, Ga —dijo el Gran Líder, invitándolo a pasar—. Pero he aquí nuestro problema. En la Prisión 33 había un preso, un soldado de una unidad de huérfanos. Legalmente era un héroe. Ahora ha desaparecido y necesitamos sus conocimientos. A lo mejor lo conociste, a lo mejor incluso compartió algunos de sus pensamientos contigo.
—¿Ha desaparecido?
—Sí, ya lo sé, es embarazoso, ¿verdad? El alcaide ya ha pagado por ello. Además, el problema no se repetirá en el futuro, pues disponemos de una nueva máquina capaz de localizar a cualquier persona, donde sea. Una especie de ordenador central, por así decirlo. Recuérdame que te lo enseñe otro día.
—¿Y quién es ese soldado?
El Querido Líder empezó a rebuscar entre las cajas: abrió algunas y apartó otras, buscando algo. Ga vio que en una había un montón de herramientas de barbacoa, mientras que otra estaba llena de biblias surcoreanas.
—¿El soldado huérfano? Un ciudadano corriente, imagino —dijo el Querido Líder—. Un don nadie de Chongjin. ¿Has visitado alguna vez esa ciudad?
—Nunca he tenido el placer, Querido Líder.
—Yo tampoco. La cuestión es que ese soldado participó en un viaje a Texas. Poseía una serie de talentos sobre seguridad, lingüísticos, etcétera. La misión consistía en recuperar algo que los americanos me habían arrebatado, pero los americanos, al parecer, no tenían intención de devolvérmelo. No solo eso, sino que sometieron a mi equipo diplomático a un sinfín de humillaciones. Cuando los americanos nos visiten tengo intención de hacerles probar su propia medicina, pero para ello debemos conocer los detalles exactos de esa visita a Texas, y el soldado huérfano es el único que los conoce.
—Desde luego, habrá otros diplomáticos que participaron en dicho viaje. ¿Por qué no se lo pregunta a ellos?
—Lamentablemente ya no están localizables —repuso el Querido Líder—. El hombre del que hablo es el único en todo el país que ha estado en América.
Entonces el Querido Líder encontró lo que buscaba: un revólver de grandes dimensiones. Lo sopesó y apuntó con él al comandante Ga.
—Ah, de pronto me he acordado —dijo Ga, observando la pistola—. El soldado huérfano. Un hombre delgado y apuesto, muy inteligente y gracioso. Sí, desde luego, estaba en la Prisión 33.
—Así pues, ¿lo conoces?
—Sí, hablábamos a menudo, al caer la noche. Éramos como hermanos, me lo contó todo.
El Querido Líder le entregó el revólver.
—¿Te suena?
—Se parece muchísimo al revólver que describió el soldado huérfano, el que habían utilizado en Texas para disparar contra unas latas colocadas sobre una verja. Un Smith & Wesson del calibre cuarenta y cinco, creo.
—Entonces es cierto, lo conoces; me alegro de que estemos haciendo progresos. Sin embargo, si te fijas bien verás que se trata de un revólver norcoreano. Lo fabricaron nuestros propios ingenieros y en realidad es del calibre cuarenta y seis, un poco mayor y un poco más potente que el modelo americano. ¿Tú crees que eso los dejará en ridículo?
El comandante Ga inspeccionó el arma y se dio cuenta de que las partes habían sido pulidas a mano, con la ayuda de un torno: en el cañón y el cilindro se distinguían aún las muescas que había dejado el herrero al alinear el disparador.
—Desde luego que sí, Querido Líder. Solo quisiera añadir que el revólver americano, según lo describió mi buen amigo el soldado huérfano, tenía unas pequeñas ranuras en el percutor, y que la empuñadura no era de nácar, sino de asta de ciervo tallada.
—¡Ah! —exclamó el Querido Líder—. Ese es exactamente el tipo de información que andamos buscando, ni más ni menos. —A continuación, y de otra caja, extrajo una cartuchera de estilo vaquero, ancha y hecha a mano, y se la colocó al comandante Ga alrededor de la cintura—. Aún no tenemos las balas —admitió el Querido Líder—. Los ingenieros están haciendo todo lo posible por fabricarlas, una a una. Pero, de momento, ve acostumbrándote a llevar la pistola. Sí, los americanos verán que somos capaces de fabricar sus pistolas, solo que más grandes y potentes. Les serviremos galletas americanas, pero descubrirán que el maíz coreano es más sustancioso y que la miel de las abejas coreanas es más dulce. Sí, haré que me corten el césped y los obligaré a tomarse los cócteles más horribles que se me ocurran, y tú, comandante Ga, nos ayudarás a construir un Potemkin estilo Texas aquí mismo, en Pyongyang.
—Pero Querido Lí…
—¡Los americanos —exclamó el Querido Líder con un fogonazo de ira— dormirán con los perros del Zoológico Central!
El comandante Ga aguardó un instante. Finalmente, cuando estuvo seguro de que el Querido Líder era consciente de que lo había oído y comprendido, dijo:
—Sí, Querido Líder. Tan solo dígame cuándo recibiremos la visita de los americanos.
—Cuando nosotros queramos —dijo el Querido Líder—. En realidad aún no nos hemos puesto en contacto con ellos.
—En una ocasión en que visité su prisión, mi buen amigo, el soldado huérfano, me contó que los americanos eran muy reacios a establecer contacto con nosotros.
—No, no, los americanos vendrán —aseguró el Querido Líder—. Me van a devolver lo que me quitaron. Se van a humillar. Y regresarán a casa con las manos vacías.
—Pero ¿cómo? —preguntó Ga—. ¿Cómo va a lograr hacerlos venir hasta aquí?
Entonces el Querido Líder sonrió.
—Esa es la mejor parte —dijo, y acompañó a Ga hasta el fondo del pasillo curvo, donde había unas escaleras.
Descendieron varias plantas por los peldaños metálicos, mientras el Querido Líder intentaba disimular su cojera. Pronto las paredes empezaron a rezumar humedad, y la barandilla metálica estaba cada vez más oxidada y suelta. El comandante Ga se inclinó por encima de la barandilla para ver hasta dónde llegaban los peldaños, pero allí no había más que oscuridad y ecos. Finalmente, el Querido Líder se detuvo en un rellano y abrió una puerta que daba a un nuevo pasillo, este muy distinto. Todas las puertas tenían una ventanilla reforzada y un pestillo. El comandante Ga reconocía una prisión en cuanto la veía.
—Parece un lugar bastante solitario —observó.
—No digas eso —respondió el Querido Líder sin volverse—. Me tienes a mí.
—¿Y usted? —preguntó Ga—. ¿Baja aquí a solas?
El Querido Líder se detuvo ante una puerta y se sacó una solitaria llave. Entonces se volvió hacia el comandante Ga y sonrió.
—Yo no estoy nunca a solas —dijo, y abrió la puerta.
Dentro de la sala había una chica alta y delgada, con la cara oculta bajo una melena negra. Ante ella había un montón de libros, y la mujer escribía a la luz de una lámpara cuyo cable desaparecía en un agujero en el techo de cemento. De pronto levantó la cabeza, en silencio.
—¿Quién es? —preguntó el comandante Ga.
—Pregúntaselo tú mismo. Habla inglés —declaró el Querido Líder, que se volvió hacia la mujer—. Tú chica mala —le dijo en inglés—. Chica mala, mala, mala, mala.
Ga se le acercó y se puso en cuclillas, para que estuvieran a la misma altura.
—¿Quién eres? —le preguntó en inglés.
La mujer clavó la mirada en la pistola que llevaba en la cartuchera y negó con la cabeza, como si creyera que cualquier información que revelara podía volverse en su contra.
Entonces Ga se fijó en que los libros que había delante de la mujer eran la traducción inglesa de los once volúmenes de las Obras completas de Kim Jong-il, que estaba transcribiendo palabra por palabra en una montaña de libretas. Ga ladeó la cabeza y se dio cuenta de que estaba transcribiendo un principio del volumen cinco, titulado Sobre el arte del cine.
—«La actriz no puede interpretar un papel» —leyó Ga—. «En un acto de martirio, debe sacrificarse y convertirse en su personaje,»
El Querido Líder sonrió con gesto de aprobación ante sus propias palabras.
—Es bastante buena alumna —reconoció.
El Querido Líder le indicó con un gesto que se tomara un descanso. La mujer dejó el lápiz y empezó a frotarse las manos. Eso llamó la atención del comandante Ga, que se inclinó hacia ella.
—¿Me puedes enseñar las manos? —le preguntó.
Él extendió sus propias manos, con las palmas hacia arriba, para demostrarle lo que quería. Ella imitó el gesto, lentamente: tenía la piel de las manos áspera y grisácea, cubierta de callos hasta la punta de los dedos. El comandante Ga cerró los ojos y asintió, imaginando las miles de horas que debía de haber pasado remando para terminar con unas manos como aquellas. Entonces se volvió hacia el Querido Líder.
—¿Cómo? —le preguntó—. ¿Cómo la encontró?
—La recogió un barco de pesca —respondió el Querido Líder—. Estaba sola, en el bote de remos. Su amiga no apareció por ninguna parte. Había hecho algo malo con ella, muy malo. El capitán la rescató y le prendió fuego al bote. —Regocijándose visiblemente, el Querido Líder señaló a la chica con un dedo acusador—. Chica mala, mala —dijo—. Pero la perdonamos. Sí, lo pasado, pasado está. Son cosas que ocurren, qué se le va a hacer. Y, ahora, ¿no crees que los americanos nos visitarán? ¿No crees que el senador se arrepentirá bien pronto de haber obligado a mis embajadores a comer sin cubiertos, al aire libre y entre los perros?
—Necesitaremos una serie de elementos concretos —dijo el comandante Ga—. Para organizar una buena fiesta de bienvenida para los americanos precisaré de la ayuda de Camarada Buc.
El Querido Líder asintió con la cabeza y el comandante Ga se volvió de nuevo hacia la mujer:
—He oído que hablabas con los tiburones ballena —le dijo—. Y que navegabas siguiendo el brillo de las medusas.
—No sucedió como dicen —respondió ella—. Ella era como mi hermana, y ahora estoy sola, no tengo a nadie.
—¿Qué dice? —preguntó el Querido Líder.
—Que está sola.
—Bobadas —repuso el Querido Líder—. Yo estoy aquí todo el tiempo, ofreciéndole consuelo.
—Intentaron abordarnos —siguió diciendo la mujer—. Linda, mi amiga, les disparó con bengalas: era lo único que teníamos para defendernos. Pero nos atacaron de todos modos y la ejecutaron allí mismo, ante mis propios ojos. Dime, ¿cuánto tiempo llevo aquí abajo?
El comandante Ga se sacó la cámara del bolsillo.
—¿Puedo? —le preguntó al Querido Líder.
—Ay, comandante Ga… —respondió el Querido Líder, negando con la cabeza—. Tú y tus cámaras. Por lo menos esta vez le vas a sacar la fotografía a una mujer.
—¿Quieres reunirte con un senador? —le preguntó Ga.
La mujer asintió cautelosamente.
—Mantén los ojos bien abiertos mientras estés aquí —le dijo—. Ya basta de remar con los ojos cerrados. Si lo haces, te traeré un senador.
El comandante Ga alargó la mano para apartarle el pelo de la cara y la chica se estremeció: tenía los ojos abiertos de par en par, con una expresión de puro pavor. El pequeño motor de la cámara zumbó mientras enfocaba. Y entonces se disparó el flash.
★★★
Al ingresar en la División 42, los becarios habían recibido el equipamiento estándar: batas de campaña, de las que se abotonan por delante; batas de interrogatorio, de las que se abotonan por la espalda; tablillas sujetapapeles y, finalmente, unas gafas de uso obligatorio, que nos proporcionaban un aire autoritario e intimidaban intelectualmente a nuestros sujetos para que obedecieran. Todos los miembros del equipo de Pubyok recibían unas bolsas de herramientas llenas de objetos diseñados para torturar y castigar (guantes abrasivos, martillos de goma, tubos estomacales, etcétera), y es cierto que cuando se enteraron de que en nuestro equipo no iban a necesitar esas cosas, nuestros becarios se mostraron decepcionados. Esa noche, cuando le pusimos a Jujack una cizalla en las manos, su mirada brilló como la de un hombre con una misión. Se la acercó a los ojos para encontrar el punto de equilibrio, y Q-Ki tomó posesión de una picana, que accionó apretando el gatillo tantas veces seguidas que la sala se llenó de luz estroboscópica azul. Yo no me movía entre los círculos de las élites yangban, de modo que no tenía forma de saber qué nos deparaba el tal Camarada Buc, pero estaba bastante convencido de que aquel terminaría siendo un capítulo importante de nuestra biografía sobre el comandante Ga.
Nos colocamos linternas frontales en la cabeza y mascarillas quirúrgicas, y nos abotonamos mutuamente la parte posterior de las batas antes de descender por la escalera que conducía al corazón del ala de tortura. Mientras desenroscábamos los tornillos de la escotilla del sumidero, Jujack preguntó:
—¿Es verdad que a los interrogadores viejos los mandan a la cárcel?
Nuestras manos dejaron de girar de inmediato.
—Los Pubyok tienen razón en algo —le dijimos—. Nunca hay que dejar que un sujeto se te meta en la cabeza.
En cuanto hubimos atravesado la trampilla la volvimos a cerrar a nuestras espaldas. A continuación descendimos por una serie de escalones metálicos que sobresalían de la pared de cemento. Ahí abajo había cuatro grandes bombas que succionaban el agua de los búnkeres que había aún más abajo. Se activaban un par de veces cada hora y funcionaban durante diez minutos, pero aun así generaban un calor y un ruido tremendos. Aquí era donde los Pubyok encerraban a los sujetos recalcitrantes, a los que pretendían ablandar con el tiempo y la humedad que nos empañaba las gafas. Había una barra clavada al suelo que atravesaba toda la sala, y a la que había encadenados una treintena de sujetos. El suelo hacía pendiente para facilitar el drenaje, y eso significaba que los pobres diablos que ocupaban la parte baja de la sala dormían en un palmo de agua estancada.
Pocos fueron los sujetos que se despertaron mientras atravesábamos la sala, bajo una leve llovizna de agua caliente que caía de un techo de hormigón cubierto de moho. Nos ajustamos las mascarillas. El año anterior se había producido un brote de difteria en el sumidero que había acabado con todos los sujetos y se había llevado también a varios interrogadores.
Q-Ki colocó las puntas de la picana encima de la barra metálica y soltó una descarga que atrajo la atención de todos los presentes. La mayoría de los sujetos se cubrieron instintivamente la cara, o se colocaron en posición fetal. Al final de la barra, en la zona del agua, un hombre se incorporó y aulló de dolor. Llevaba una camisa empapada y desgarrada, calzoncillos y unas ligas en las pantorrillas. Era Camarada Buc.
Nos acercamos a él y nos fijamos en que tenía una cicatriz vertical sobre el ojo izquierdo. La herida le había partido la ceja en dos y había cicatrizado tan mal que ahora las dos mitades de la ceja no encajaban. ¿Quién se casa con una mujer que no sabe coser?
—¿Es usted Camarada Buc? —le preguntamos.
Buc levantó la mirada, cegado por nuestros frontales.
—¿Y vosotros quiénes sois, el turno de noche? —dijo él, y soltó una carcajada débil y poco convencida. Entonces levantó las manos, fingiendo protegerse—. Lo confieso todo, todo —añadió, pero de pronto su risa se convirtió en un prolongado ataque de tos, prueba casi segura de que tenía las costillas rotas.
Q-Ki hundió el extremo de la picana en el agua y apretó el gatillo.
Camarada Buc se estremeció entre convulsiones, mientras el hombre desnudo que había a su lado se giraba de costado y defecaba en el agua negra.
—Oiga, a nosotros todo esto tampoco nos gusta nada —le dijimos a Buc—. Cuando estemos al cargo vamos a cerrar este lugar.
—Ah, mira tú qué gracia —se rio Camarada Buc—. Ni siquiera están al cargo.
—¿Cómo se hizo ese corte? —le preguntamos.
—¿Cuál? ¿Este? —respondió, señalándose el ojo que no era.
Q-Ki volvió a hundir la picana en el agua, pero la detuvimos. Era nueva y encima era mujer. Entendíamos perfectamente la presión que sentía para demostrar que valía, pero no era nuestro estilo. Decidimos ser más claros.
—¿Cómo le hizo esa cicatriz el comandante Ga? —le preguntamos, y le hicimos un gesto a Jujack para que cortara la cadena—. Díganoslo y le responderemos a una pregunta, la que quiera.
—Una pregunta de sí o no —añadió Q-Ki.
—¿De sí o no? —preguntó Camarada Buc, buscando nuestra confirmación.
Había sido una decisión arriesgada por parte de Q-Ki, imprudente, incluso, pero teníamos que presentar un frente unificado, de modo que asentimos. Entonces Jujack soltó un gruñido y las cadenas del buen camarada cayeron al suelo.
Camarada Buc se llevó de inmediato las manos a la cara y se frotó los ojos. Echamos agua limpia en un pañuelo y se lo dimos.
—Antes trabajaba en el mismo edificio que el comandante Ga —dijo Buc—. Yo me encargaba del aprovisionamiento, o sea, que pasaba la mayor parte del día con la cabeza bajo una capucha negra, encargando provisiones por ordenador. Sobre todo en China, pero también en Vietnam. Ga tenía un elegante despacho con ventana y no trabajaba nunca. Eso fue antes de que se enemistara con el Querido Líder y del incendio en la Prisión 9. Por aquel entonces Ga aún no sabía nada ni de prisiones ni de minas, el cargo fue solo una recompensa por haber ganado el Cinturón Dorado y por haber ido a Japón a luchar contra Kimura. Fue un acontecimiento muy importante después de que Ryoktosan fuera a Japón para enfrentarse a Sakuraba y desertara. Ga me traía listas de cosas que necesitaba, como DVD y botellas raras de vino de arroz.
—¿Alguna vez le pidió que encargara fruta?
—¿Fruta?
—¿Melocotones, a lo mejor? ¿Alguna vez le pidió melocotón en almíbar?
Buc se nos quedó mirando.
—No, ¿por qué?
—Por nada, prosiga.
—Un día estuve trabajando hasta tarde, en la tercera planta ya solo quedábamos el comandante Ga y yo. A menudo Ga llevaba un dobok de combate blanco, con un cinturón negro, como si estuvieran en el gimnasio, preparado para el combate. Esa noche estaba hojeando unas revistas de taekwondo de Corea del Sur. Le gustaba leer revistas ilegales delante de nosotros y decir que estaba estudiando al enemigo. Por el simple hecho de saber que existía una revista como aquella podías terminar en la Prisión 15, la prisión para familias que llaman Yodok. A menudo me encargaba de comprar provisiones para esa prisión. En fin, esas revistas contienen pósteres desplegables de luchadores de Seúl. Ga tenía uno abierto y estaba estudiando al luchador, y de pronto me pescó mirándolo. Ya me habían advertido acerca de él, de modo que me puse nervioso.
—¿Quién lo había advertido? —lo cortó Q-Ki—. ¿Un hombre o una mujer?
—Varios hombres —respondió Camarada Buc—. El comandante Ga se levantó, aún con el póster en la mano. Cogió algo de encima del escritorio y empezó a andar hacia mí, y yo pensé: «Bueno, ya te han pegado palizas antes, no pasa nada». Había oído que cuando te zurraba una vez, no volvía a molestarte nunca más. Empezó a andar hacia mí. Era famoso por su compostura: cuando luchaba nunca revelaba sus emociones. Solo sonreía durante la ejecución el dwi chagi, cuando daba la espalda al oponente y lo invitaba a atacar.
»—Camarada… —comenzó Ga en tono burlón, y se colocó ante mí, estudiándome. La gente cree que me hago llamar camarada porque soy un adulador, pero en realidad es porque tengo un hermano gemelo. Como es costumbre, los dos llevamos el mismo nombre, y nuestra madre nos llamaba Camarada Buc y Ciudadano Buc, para distinguirnos. A todos les hacía mucha gracia y a día de hoy mi hermano sigue siendo Ciudadano Buc.
Ah, deberíamos haber visto esa información en su expediente, pero se nos había pasado por alto. Eso era un error por nuestra parte. La mayoría de las personas odian a los gemelos porque sus familias reciben un bonus de procreación del Gobierno. Eso explicaba en gran medida el aspecto exterior de Buc y constituía una ventaja que deberíamos haber explotado.
—El comandante Ga —siguió contando Buc— sujetó el póster de forma que pudiera verlo bien: era de un joven cinturón negro con un dragón tatuado en el pecho.
»—¿Le gusta? —preguntó el comandante Ga—. ¿Le interesa?
»Su forma de preguntarlo implicaba una respuesta errónea, aunque yo no sabía de qué podía tratarse.
»—El taekwondo es un deporte antiguo y noble —respondí yo—. Y ahora tengo que volver a casa con mi familia.
»—Todas las lecciones que deberá aprender en la vida se las enseñará el enemigo —dijo, y entonces me di cuenta por primera vez de que lo que había cogido era un dobok. Me lo lanzó. Estaba húmedo y olía a ingle. Yo había oído que si no luchabas contra él, te pegaba una paliza, pero que si luchabas te podía hacer algo mucho peor, algo impensable.
»—No quiero ponerme un dobok —me limité a decir.
»—Por supuesto —admitió él—. Es opcional.
»Lo observé atentamente e intenté adivinar en sus ojos lo que iba a suceder a continuación.
»—Todos somos vulnerables —me dijo—. Tenemos que estar siempre preparados. Primero comprobaremos su musculatura central.
»Me desabrochó la camisa y la abrió. Acercó la oreja a mi pecho y me golpeó en los costados y en la espalda. Repitió el mismo procedimiento con mi estómago. Me golpeaba con fuerza y decía cosas como:
»—Pulmones despejados y riñones fuertes, evite el alcohol.
»Entonces dijo que quería comprobar mi simetría. Llevaba una camarita minúscula con la que me sacó una fotografía.
—¿El comandante Ga hizo correr manualmente el carrete? —le preguntamos a Buc—. ¿Oyó el motor de la cámara que hacía correr la película?
—No —respondió.
—¿No se oyó un zumbido ni nada parecido?
—Se oyó un pitido —contestó Buc—. Entonces el comandante Ga agregó:
—El primer impulso del forastero es la agresividad. —Me dijo que tenía que aprender a combatir esa fuerza—. Repeler los impulsos extraños procedentes del exterior es la mejor forma de prepararse para repeler los del interior —añadió.
A continuación el comandante me planteó varias situaciones, por ejemplo:
—¿Qué haría si los americanos aterrizaran en el tejado y bajaran haciendo rápel por los conductos de ventilación?
O:
—¿Qué haría si se enfrentara a un ataque viril japonés?
—¿Un ataque viril? —le pregunté yo
Entonces me colocó una mano encima del hombro, me estiró el brazo y me cogió por la cadera.
—Un ataque homosexual —dijo Ga, como si yo fuera idiota—. Los japoneses son famosos por ello. En Manchuria violaron todo lo que se movía: hombres, mujeres, los pandas del zoo…
Entonces me puso la zancadilla, y yo caí y me partí la ceja contra la esquina de un escritorio. He aquí la historia, así fue como me hice la cicatriz. Y ahora la respuesta a mi pregunta.
Camarada Buc se detuvo, como si supiera que no saber el final de la historia nos iba a sacar de quicio.
—Prosiga, por favor —le sugerimos.
—Antes necesito mi respuesta —repuso—. Los otros interrogadores, los viejos, están siempre mintiéndome. Dicen: «Revélenos sus medios de comunicación secreta. Sus hijos quieren verlo, están arriba. Hable y podrá visitar a su esposa, lo está esperando. Confiese cuál fue su papel en la trama y podrá marcharse a su casa, con su familia».
—Nuestro equipo no recurre a engaños —le dijimos—. Responderemos a su pregunta y, si así lo desea, podrá verificarlo usted mismo.
Habíamos cogido el expediente de Camarada Buc. Jujack se lo mostró y Buc reconoció la funda oficial, azul y con lengüeta roja. Camarada Buc nos miró un instante y entonces dijo:
—Caí de cara y el comandante Ga se me sentó encima. Se sentó ahí y empezó a sermonearme. Se me llenó el ojo de sangre. Aprovechando su posición para hacer palanca, el comandante Ga me cogió la mano derecha, estiró el brazo y me lo dobló sobre la espalda.
Q-Ki, que escuchaba la historia con los ojos muy abiertos, explicó:
—Ese movimiento se conoce como un Kimura invertido.
—No pueden imaginarse cómo me dolió. Mi hombro no ha vuelto a ser nunca el mismo.
—Por favor —exclamé yo—. Solo estaba trabajando hasta tarde, por favor, comandante Ga, suélteme.
Él me soltó el brazo pero no se levantó.
—¿Cómo es posible que no sea capaz de repeler un ataque de hombre? —preguntó—. ¡Por lo más sagrado, pero si es lo más elemental que le puede pasar a uno! ¡De hecho, ni siquiera es un hombre! No entiendo cómo es posible que no haya muerto intentando detenerme a cualquier precio… A no ser, claro está, que quisiera, que en secreto deseara recibir un ataque de hombre, y que por eso no ha hecho nada para repelerlo. En ese caso, tiene suerte de que haya sido yo y no algún japonés. Tiene suerte de que yo sea fuerte y lo haya protegido. Debería agradecerle a las estrellas que yo estuviera aquí para detenerlo.
—¿Y ya está? —le preguntamos—. ¿No pasó nada más?
Camarada Buc asintió con la cabeza.
—¿Mostró el comandante Ga algún tipo de remordimiento?
—Lo último que recuerdo fue otro flash de la cámara. Tenía la cara pegada al suelo, había sangre por todas partes.
Camarada Buc guardó silencio un instante. La sala estaba en silencio, solo se oía un chorrito de orín que se escurría cuesta abajo.
—¿Está viva mi familia? —preguntó entonces Buc.
Este tipo de situaciones son las que los Pubyok manejan mejor que nosotros.
—Estoy preparado —añadió Camarada Buc.
—La respuesta es no —respondimos.
Sacamos a Buc del agua y volvimos a encadenarlo un poco más arriba. Entonces empezamos a recoger los bártulos y nos dirigimos hacia las escaleras. Buc tenía los ojos vueltos hacia el interior, una mirada que hemos aprendido a reconocer como una señal de sinceridad, porque no se puede fingir. La verdadera introspección es imposible de imitar. Entonces Buc levantó la cabeza.
—Quiero ver el expediente —pidió.
Se lo dimos.
—Pero cuidado —le dijimos—. Hay una fotografía.
Cuando estaba a punto de coger la carpeta, se detuvo.
—El investigador concluyó que seguramente se habían asfixiado con monóxido de carbono —le explicamos—. Las encontraron en el comedor, al lado de la estufa, donde el gas debió de cogerlas desprevenidas antes de sucumbir juntas.
—Mis hijas… —dijo Camarada Buc—. ¿Llevaban el vestido blanco?
—Una pregunta —contestamos nosotros—. Ese era el trato. A menos que quiera ayudarnos a comprender por qué el comandante Ga hizo lo que hizo con la actriz.
—El comandante Ga no tuvo nada que ver con la desaparición de la actriz —respondió Camarada Buc—. Fue a la Prisión 33 y no regresó. Murió en el fondo de una mina. —Entonces Buc ladeó la cabeza y nos miró—. Un momento, ¿a qué comandante Ga se refieren? Porque hay dos, ¿saben? El comandante Ga que me hizo esta cicatriz está muerto.
—¿Usted se refería al verdadero comandante Ga? —le preguntamos—. Pero entonces, ¿por qué se disculparía el falso comandante Ga por algo que le hizo el verdadero comandante Ga?
—¿Se ha disculpado?
—El impostor nos ha dicho que sentía lo de su cicatriz y lo que le hizo.
—Eso es ridículo —repuso Buc—. El comandante Ga no tiene de qué disculparse. Al contrario, me proporcionó lo que más deseaba, lo único que no podía conseguir por mí mismo.
—¿Y de qué se trataba? —le preguntamos.
—Pero ¿cómo? Mató al verdadero comandante Ga, naturalmente.
Nosotros intercambiamos una mirada.
—¿Nos está diciendo que, además de matar a la actriz y a sus hijos, mató también a un comandante de la República Popular Democrática de Corea?
—Ga no mató a Sun Moon y a los niños. Los convirtió en pajaritos y les enseñó una canción triste. Y entonces volaron hacia el sol poniente, hasta un lugar donde no los encontrarán jamás.
De repente nos preguntamos si era posible, si podía ser que la actriz y sus hijos estuvieran escondidos en alguna parte. Ga estaba vivo, ¿no? Pero ¿y ella? ¿Quién la retenía? ¿Y dónde? Hacer desaparecer a alguien en Corea del Norte era sencillo. Lograr que reapareciera, en cambio… ¿quién tenía acceso a ese tipo de magia?
—Si nos ayuda, encontraremos la manera de recompensarlo —le dijimos a Buc.
—¿Que los ayude? He perdido a mi familia, a mis amigos, me he perdido a mí mismo. No pienso ayudarlos, jamás.
—Vale —dijimos nosotros, y empezamos a recoger los bártulos. Era tarde y estábamos hechos polvo.
Entonces me di cuenta de que Camarada Buc llevaba una alianza de oro. Le dije a Jujack que se la quitara. Me dirigió una mirada inquieta, pero cogió la mano a Buc e intentó sacarle el anillo.
—Es demasiado estrecho —dijo Jujack.
—Oh, vamos —protestó Camarada Buc—. Es lo único que me queda de mi mujer y mis hijas.
—Adelante —le dije a Jujack—. El sujeto ya no lo necesita.
Q-Ki cogió la cizalla.
—Ya se lo quito yo —se ofreció.
—Los odio —soltó Camarada Buc.
Retorció el anillo con fuerza y se arrancó varios jirones de piel, pero el anillo terminó en mi bolsillo. Dimos media vuelta para marcharnos.
—No os pienso contar nada —nos gritó Camarada Buc—. No tenéis ningún poder sobre mí, no tenéis nada. ¿Me habéis oído? Soy libre. No tenéis ningún poder sobre mí. ¿Me estáis escuchando?
Uno a uno, empezamos a subir por los peldaños del sumidero. Estaban resbaladizos y debíamos andarnos con tiento.
—Once años —exclamó Camarada Buc, y su voz retumbó en las paredes de cemento mojado—. Pasé once años aprovisionando prisiones. Los uniformes vienen también en talla infantil, ¿lo sabían? Pedí miles de ellos. Tienen incluso picos pequeños. ¿Tienen hijos? Durante once años, los médicos de las prisiones no pidieron vendas y los cocineros no solicitaron ni un solo ingrediente. Les enviábamos solo mijo y sal, toneladas y toneladas de mijo y sal. Ninguna prisión ha pedido jamás un par de zapatos o una simple pastilla de jabón. En cambio, deben estar siempre perfectamente surtidos de bolsas para transfusiones de sangre. Necesitan balas y alambre de púas, ¡y lo necesitan para mañana! Yo preparé a mi familia y cuando llegó el momento supieron lo que tenían que hacer. ¿Y ustedes? ¿Están preparados? ¿Ya saben lo que harán?
Mientras subíamos por los peldaños galvanizados, los más veteranos y los que tenían hijos intentamos concentrarnos, pero los internos… Los internos se creen siempre invencibles, ¿verdad? Q-Ki abría la marcha con su frontal. Cuando se detuvo y se volvió para mirarnos, nos detuvimos todos. Nos la quedamos mirando: un halo de luz que se extendía sobre nuestras cabezas.
—¿Ryoktosan desertó? —preguntó.
No dijimos nada. En el silencio oímos a Buc contar cómo lapidaban a los niños, cómo los colgaban, etcétera, etcétera. Q-Ki soltó un gemido de dolor y decepción.
—Ryoktosan también —dijo, negando con la cabeza—, ¿Acaso no queda nadie que no sea un cobarde?
Entonces las bombas se pusieron en marcha, pero por suerte no oímos nada.
★★★
Cuando el comandante Ga volvió a casa de Sun Moon, llevaba la pistola de vaquero colgando de la cintura. Antes de que pudiera llamar a la puerta, Brando advirtió a los habitantes de la casa de su presencia. Sun Moon fue a abrir vestida con un simple choson-ot, con el jeogori blanco y una chima con flores de colores claros. Era el vestido de campesina que había llevado en Una auténtica hija del país.
Aquel día no lo mandó al túnel. Había ido a trabajar y ahora había vuelto a casa, y lo recibieron como un marido normal que regresara de la oficina. El hijo y la hija estaban firmes, con sus uniformes escolares, aunque no habían ido al colegio: desde la llegada del comandante Ga su madre no les había quitado la vista de encima. Ga los llamaba «niña» y «niño», pues Sun Moon se negaba a revelarle sus nombres.
La hija le ofreció una bandeja de madera con una toalla humeante que él utilizó para limpiarse el polvo de la cara y el cuello, y también del dorso de las manos. En la bandeja del chico había varias medallas y agujas que su padre se había dejado al marcharse. El comandante Ga se vació los bolsillos en la bandeja (unos cuantos wones militares, billetes de metro, su tarjeta identificativa del ministerio) y con la mezcla de todos esos objetos los dos comandantes Ga se convirtieron en uno. De pronto una moneda cayó al suelo y el niño se estremeció de miedo. Si el espíritu del comandante Ga se había conservado en algún lugar, era allí, en el gesto de preocupación de aquel chiquillo y en el castigo que al parecer creía que podía caerle en cualquier momento.
A continuación su esposa extendió un dobok como si fuera una cortina, para que él pudiera desnudarse ante ellos en privado. Cuando él se hubo ajustado el dobok, Sun Moon se volvió hacia los niños.
—Andando —les ordenó—. A ensayar con vuestros instrumentos.
Cuando se hubieron marchado, esperó hasta oír las escalas de calentamiento antes de hablar. Sin embargo, tuvo la sensación de que no tocaban lo bastante fuerte, de modo que se dirigió a la cocina, donde el altavoz estaba encendido: allí estaba segura de que nadie iba a oír su conversación. Él la siguió y vio cómo se estremecía al oír a la nueva diva de la ópera cantando Mar de sangre a través del altavoz.
Sun Moon le quitó el arma. Abrió el cilindro y se aseguró de que todas las recámaras estuvieran vacías. Entonces le hizo un gesto a Ga con la culata.
—Tengo que saber de dónde has sacado esta pistola —le dijo.
—Está hecha por encargo —respondió—. Es una pieza única.
—La reconozco perfectamente —lo cortó ella—. Dime quién te la ha dado.
Sun Moon acercó una silla a la encimera y se subió encima. Entonces, estirando mucho el brazo, metió la pistola en el armario más alto.
Él contempló cómo su cuerpo se alargaba y adoptaba una forma distinta debajo del choson-ot. El dobladillo se le levantó y le quedaron los tobillos a la vista, y ahí estaba, todo su peso en equilibrio sobre sus serenos dedos. Él se quedó mirando aquel armario y se preguntó qué más debía de contener. Aunque había encontrado el arma del comandante Ga en la parte de atrás del Mercedes, preguntó:
—¿Tu marido llevaba pistola?
—Lleva —dijo ella.
—¿Tu marido lleva pistola?
—No has contestado a mi pregunta —replicó—. Conozco la pistola que has traído a casa, la hemos utilizado en media docena de películas. Es la pistola con mango de nácar que el americano despiadado y con pinta de vaquero utiliza siempre para disparar contra un puñado de civiles.
Sun Moon bajó de la silla y la volvió a dejar junto a la mesa. Las marcas del suelo indicaban que aquel gesto se había repetido en numerosas ocasiones.
—Dak-Ho la ha sacado del almacén del atrezo y te la ha dado —dijo—. O intenta mandarme algún tipo de mensaje, o no sé lo que está pasando aquí.
—Me la ha dado el Querido Líder —respondió él.
Una mirada de dolor atravesó el rostro de Sun Moon.
—No soporto esa voz —declaró; la nueva diva cantaba ahora el aria dedicada a los grupos de francotiradores mártires de Myohyang—. Tengo que salir de aquí —añadió, y se dirigió hacia el porche de la casa.
Él se reunió con ella bajo la cálida luz de la tarde. La vista desde lo alto del monte Taesong abarcaba todo Pyongyang. Más abajo, las golondrinas giraban por el aire, sobre el jardín botánico. En el cementerio, los ancianos se preparaban para la muerte abriendo parasoles de papel de arroz y visitando las tumbas de otros.
Ella se fumó un cigarrillo. Tenía los ojos húmedos y pronto se le empezó a correr el rímel. Él se colocó a su lado, junto a la barandilla. No sabía si era posible distinguir cuándo una actriz lloraba de verdad o fingía. Lo único que sabía era que aquellas lágrimas, fueran reales o no, no eran para su marido. A lo mejor lloraba porque tenía ya treinta y siete años, o porque los amigos no la visitaban nuca, o porque, en el guiñol, sus hijos castigaban a los títeres que les llevaban la contraria.
—El Querido Líder me ha dicho que iba a escribir un nuevo papel para ti.
Sun Moon ladeó la cabeza y soltó el humo.
—Ahora el Querido Líder solo tiene lugar para la ópera en su corazón —dijo, y le ofreció la última calada.
Ga cogió el cigarrillo e inhaló.
—Ya sabía yo que eras de pueblo —observó la mujer—. Fíjate en cómo coges el cigarrillo. ¿Qué sabes tú del Gran Líder o de si va a haber una película nueva pronto o no?
Ga cogió los cigarrillos de Sun Moon y se encendió uno para él.
—Antes fumaba —reconoció—, pero me quité el hábito en la prisión.
—¿Qué se supone que tiene que venirme a la mente cuando dices la palabra prisión?
—Nos pusieron una película mientras estaba ahí. Una auténtica hija del país.
Ella apoyó los hombros en la barandilla del porche y se reclinó hacia atrás. Eso le levantó los omoplatos e hizo que la pelvis se le marcara bajo la tela blanca del choson-ot.
—No era más que una niña cuando grabé esa película —dijo—. No sabía nada sobre actuar.
A continuación le dirigió una mirada, como preguntándole qué reacción había obtenido la película.
—Hace años vivía junto al mar —le contó—. Durante un breve período casi tuve una mujer. Bueno, lo podría haber sido. Tal vez. Era la esposa de un compañero de tripulación, una mujer bastante hermosa.
—Pero si era la esposa de alguien, entonces ya estaba casada —replicó Sun Moon, que lo miró, confundida—. ¿Por qué me cuentas todo esto?
—No, pero su marido desapareció —dijo el comandante Ga—. Su marido se fue hacia la luz. En la prisión, cuando las cosas no iban bien, intentaba pensar en ella, mi casi mujer, la mujer que podría haberlo sido, para intentar conservar la fuerza.
Le vino a la mente una imagen del capitán, y de la esposa del capitán tatuada en el anciano pecho de este. Pensó en cómo la tinta negra se había vuelto azul y borrosa a medida que había ido penetrando bajo la piel, una acuarela donde antes había habido una imagen indeleble, que al final había dejado apenas una mancha de la mujer que amaba. Eso era lo que le había pasado a la mujer del segundo oficial en la prisión: su imagen se había desenfocado, se le había escurrido de la memoria.
—Entonces te vi a ti en la pantalla de cine y me di cuenta de lo simple que era esa otra mujer. Sabía cantar, tenía ambición, pero tú me mostraste que solo era tal vez guapa, que era casi guapa. Lo cierto es que cuando pensaba en la mujer que había desaparecido de mi vida, lo que me venía a la mente era tu cara.
—¿Y tu casi tal vez esposa? —dijo ella—. ¿Qué fue de ella?
Ga se encogió de hombros.
—¿No sabes nada de ella? —se sorprendió—. ¿No la has vuelto a ver?
—¿Dónde iba a verla? —preguntó él.
A diferencia de Ga, Sun Moon se había dado cuenta de que los niños habían dejado de tocar sus instrumentos. Fue hasta la puerta y les gritó hasta que volvieron a empezar. Entonces se volvió hacia él:
—A lo mejor deberías contarme por qué te metieron en la cárcel.
—Fui a América y el estilo de vida capitalista me corrompió la mente.
—¿A California?
—A Texas —dijo él—. De ahí saqué el perro.
Ella se cruzó de brazos.
—Todo esto no me gusta nada —admitió—. Tiene que ser algún plan de mi marido, debe de haberte enviado como una especie de sustituto. Si no, sus amigos te habrían matado ya. No entiendo cómo puedes estar aquí, diciéndome estas cosas, y que nadie te haya matado.
Sun Moon volvió la mirada hacia Pyongyang, como si la respuesta estuviera allí. Él se fijó en las emociones que le atravesaban el rostro: la incertidumbre, como un nubarrón que ocultara el sol, dio paso a un respingo de remordimiento y un rápido parpadeo de ojos, como con las primeras gotas de agua de una tormenta. Era una belleza, de eso no había duda, pero en aquel momento el comandante Ga se dio cuenta de que si se había enamorado de ella en la cárcel, había sido precisamente por eso, por la manera en que lo que sentía se le reflejaba inmediatamente en la cara. Esa era la clave de sus grandes dotes de actriz, y era algo que no se podía fingir. Harían falta veinte tatuajes, se dijo, para capturar todos sus cambios de humor. El doctor Song había visitado Texas y había comido barbacoa. Gil había probado el whisky y había hecho reír a una camarera japonesa. Y él estaba allí, en el porche del comandante Ga con Sun Moon, a quien le rodaban lágrimas por las mejillas, con el telón de fondo de Pyongyang. Lo que le sucediera a partir de aquel momento no tenía ninguna importancia.
Se inclinó hacia ella. Eso haría que aquel momento fuera perfecto, tocarla. Si podía secarle una lágrima de la mejilla todo habría valido la pena.
Ella le lanzó una mirada recelosa.
—Has dicho que el marido de tu casi mujer… has dicho que desapareció, que se fue hacia la luz. ¿Lo mataste?
—No —negó—. Ese hombre desertó. Huyó en un bote salvavidas. Cuando salimos tras él, el sol de la mañana se reflejaba sobre el océano y brillaba tanto que parecía que se lo hubiera tragado la luz. Llevaba la imagen de su mujer tatuada en el pecho, o sea que siempre la tendrá con él, aunque ella no lo tenga a él. Pero no te preocupes, yo no dejaré que te conviertas en un recuerdo borroso.
A ella no le gustó su respuesta, ni tampoco el tono con que había respondido, el comandante Ga se dio perfecta cuenta de ello, pero ahora su historia formaba parte de la de ella. Era inevitable. Estiró la mano para tocarle la mejilla.
—Ni te me acerques —le ordenó.
—En el caso de tu marido, por si te interesa, fue la oscuridad —dijo él—. A tu marido se lo tragó la oscuridad.
De algún lugar montaña abajo les llegó el sonido de un motor de camión. Casi nunca llegaba ningún vehículo hasta tan arriba y Ga escrutó el bosque, con la esperanza de atisbarlo entre los árboles.
—No tienes por qué preocuparte —la tranquilizó Ga—. La verdad es que el Querido Líder tiene una misión para mí. Imagino que cuando esta se termine no me volverás a ver nunca más.
La miró para comprobar si lo había oído.
—He trabajado muchos años con el Querido Líder —respondió Sun Moon—. Doce películas en total. Y yo no estaría tan segura de conocer sus planes.
El runrún fue subiendo de intensidad hasta que fue innegable que se trataba de un vehículo diésel con unas marchas poco finas. En la casa contigua, Camarada Buc salió al balcón y miró hacia el bosque, pero no tuvo necesidad de ver el camión para adoptar una expresión lúgubre. Él y Ga se dirigieron una larga mirada de preocupación.
—Vengan con nosotros —les dijo Camarada Buc—, no tenemos mucho tiempo.
Entonces se metió en casa.
—¿Qué pasa? —preguntó Sun Moon.
—Es un cuervo —respondió Ga.
—¿Qué es un cuervo?
Apoyados en la barandilla, esperaron a que el camión pasara por un tramo visible de carretera.
—¿Lo ves? —dijo cuando la lona negra del toldo asomó a través de los árboles—. Eso es un cuervo.
Durante un momento observaron el camión, que remontaba el empinado tramo que conducía a su casa.
—No lo entiendo —admitió ella.
—No tienes que entenderlo —respondió Ga—. Ese es el camión que se te lleva.
En la Prisión 33, a menudo había fantaseado con lo que se habría llevado del hangar si hubiera sabido que lo iban a trasladar a una mina prisión. Una aguja, un clavo, una cuchilla… Lo que habría dado por cualquiera de esas cosas en la prisión. Con un simple trozo de alambre habría podido fabricar una trampa para pájaros. Una goma de plástico habría podido accionar una trampa para ratas. ¿Cuántas veces había deseado disponer de una cuchara con la que comer? Pero ahora tenía otras preocupaciones.
—Coge a los niños y escondeos en el túnel —dijo Ga—. Yo saldré a ver qué quieren.
Sun Moon se volvió hacia Ga con una mirada horrorizada.
—¿Pero qué está pasando? —se inquietó—. ¿Adónde te lleva ese camión?
—¿Adónde crees? —le preguntó Ga—. No hay tiempo. Coge a los niños y escondeos. Es a mí a quien buscan.
—No pienso meterme sola en el túnel —se negó ella—. No he bajado nunca ahí abajo. No nos puedes abandonar en un agujero.
Camarada Buc volvió a salir al balcón. Se estaba abrochando el cuello de la camisa.
—Vengan enseguida —los instó mientras se ponía la corbata—. Aquí ya estamos a punto. Queda muy poco tiempo, tienen que venir con nosotros.
Lo que hizo Ga, sin embargo, fue meterse en la cocina y colocarse delante de la tina de lavar que había en el suelo. La tina ocultaba una trampilla y debajo de esta apareció la escalera de mano que descendía hasta el túnel. Ga respiró hondo y empezó a bajar. Intentó no pensar en la entrada de la mina de la Prisión 33, por la que descendía de madrugada, cuando aún estaba oscuro, y volvía a salir cuando ya se había hecho de noche.
Sun Moon llegó con el niño y la niña. Ga los ayudó a bajar y tiró del cordoncito que encendía la bombilla.
—Coge las pistolas —le dijo a Sun Moon cuando le llegó el turno.
—No —replicó ella—. Nada de pistolas.
Ga la ayudó a bajar y cerró la trampilla. Su marido había instalado un alambre que accionaba la palanca de bombeo, de modo que podía echar varios litros de agua en la tina para así disimular la entrada.
Los cuatro permanecieron un instante junto a la escalera de mano, incapaces de adaptarse a la oscuridad, mientras la bombilla oscilaba en el extremo del cable.
—Vamos, niños —dijo entonces Sun Moon, y los cogió de las manos. Empezaron a avanzar a oscuras, pero pronto se percataron de que quince metros más allá, pasadas apenas la casa y la calle de enfrente, el túnel se terminaba—. ¿Dónde está el resto? —preguntó Sun Moon—. ¿Dónde está la salida?
Él había empezado a avanzar hacia ella, en la oscuridad, pero entonces se detuvo.
—¿No hay ninguna vía de escape? —insistió ella—. ¿No tiene salida? —Volvió junto a él, con los ojos desorbitados de incredulidad—. ¿Y qué has estado haciendo aquí abajo todos estos años?
Ga no supo qué responder.
—Durante años creí que aquí abajo había un búnker completo —siguió diciendo la mujer—. Pensaba que había un sistema de túneles, pero esto es solo un agujero. ¿Se puede saber en qué has estado invirtiendo tu tiempo?
Apoyados en la pared del túnel había sacos de arroz y un par de toneles de cereales, con el precinto de la ONU aún intacto.
—Pero si ni siquiera hay una pala —protestó. A mitad del túnel estaba la única pieza de mobiliario: una silla acolchada y una estantería llena de botellas de vino de arroz y DVD. Sun Moon cogió uno y se volvió hacia él—. ¿Películas? —le preguntó, y Ga se dio cuenta de que cuando volviera a abrir la boca sería para gritar.
Pero de pronto todos levantaron la vista: se oyó una vibración y el sonido amortiguado de un motor, y de repente un puñado de polvo se soltó del techo del túnel y les cayó en la cara. A los niños les entró una especie de ataque de terror, mientras tosían y se frotaban los ojos llenos de polvo. Él les limpió la cara con la manga de su dobok. En la casa, encima del túnel, oyeron una puerta que se abría y unos pasos que atravesaban el suelo de madera, y de repente se abrió la trampilla. Sun Moon puso unos ojos como platos del susto y se agarró a él. Ga levantó la vista y vio un amplio recuadro de luz. Al instante apareció la cara de Camarada Buc.
—Por favor, vecinos —rogó Camarada Buc—. Este será el primer lugar donde mirarán —añadió, y alargó una mano hacia Ga—. No se preocupen —agregó Camarada Buc—. Pueden venir con nosotros.
El comandante Ga le cogió la mano.
—Vámonos —le dijo a Sun Moon—. ¡Ahora! —insistió al ver que no se movía.
La pequeña familia despertó de su letargo y salió precipitadamente del túnel. Juntos atravesaron el jardín contiguo y entraron en la cocina de Buc.
Dentro encontraron a las hijas de Buc, sentadas alrededor de una mesa cubierta con un mantel blanco bordado. La esposa de Buc estaba poniendo un vestido blanco por la cabeza de la última hija y Camarada Buc corrió a buscar sillas para los invitados. Ga se dio cuenta de que Sun Moon estaba a punto de venirse abajo, pero que la calma que mostraba la familia Buc se lo impedía.
Ga y Sun Moon se sentaron frente a la familia Buc, con el niño y la niña entre ellos, los cuatro cubiertos de polvo y tierra. En el centro de la mesa había una lata de melocotón y un abrelatas para abrirla. Todos ignoraron el cuervo que esperaba en punto muerto delante de la casa. Camarada Buc repartió primero un montón de cuencos de cristal de postre y luego las cucharas. Entonces, con mucho cuidado, empezó a abrir la lata de melocotón, tan despacio que se oía cómo la hoja del abrelatas hendía y perforaba el metal, lo hendía y lo perforaba, mientras iba dejando un círculo dentado que seguía todo el borde. Entonces, con suma delicadeza, Buc apartó la tapa con una cuchara, para no tocar el almíbar. Los nueve se quedaron mirando los melocotones, en silencio. Entonces un soldado entró en la casa. Por debajo de la mesa, el niño cogió la mano a Ga y este se la apretó para tranquilizarlo. El soldado se acercó a la mesa pero nadie se movió. No llevaba un Kaláshnikov cromado, ni ningún arma que Ga pudiera distinguir.
Camarada Buc fingió no verlo.
—Lo único que importa es que estamos juntos —dijo y, con una cuchara, sacó un solo pedazo de melocotón y lo metió en un cuenco de cristal, que pasó alrededor. Pronto hubo varios cuencos con un solo pedazo de melocotón circulando por la mesa.
El soldado se quedó mirándolos un momento.
—Busco al comandante Ga —dijo. Parecía resistirse a creer que uno de esos hombres pudiera ser el famoso Comandante Ga.
—Soy yo.
Del exterior les llegó el sonido de un cabrestante en marcha.
—Esto es para usted —dijo el soldado, y le entregó un sobre a Ga. Dentro había una llave de coche y una invitación a una cena de Estado que se iba a celebrar esa misma noche, sobre la que alguien había escrito a mano: «¿Nos honrará con su presencia?».
En la calle, estaban bajando un Mustang color azul claro de la parte de atrás del cuervo. El coche retrocedía sobre dos rampas metálicas, con la ayuda del cabrestante; el Mustang se parecía a los coches de época que Ga había visto en Texas. Se acercó al coche y pasó una mano por el guardabarros: aunque eran casi invisibles, había abolladuras y marcas sobre toda la carrocería, hecha de burdo metal. El parachoques no era cromado, sino que estaba chapado con plata de ley, y los faros traseros estaban hechos de cristal rojo. Ga asomó la cabeza por la parte inferior del vehículo y vio una confusión de puntales y engastes soldados que conectaban la carrocería hecha a mano a un motor Mercedes y al armazón de un Lada soviético.
Camarada Buc se sentó a su lado en el interior del coche. Era evidente que estaba de un humor inmejorable, aliviado, eufórico.
—Hemos salvado muy bien la situación, ahí dentro —dijo—. Sabía que no íbamos a necesitar los melocotones. No sé por qué, pero lo presentía. Aunque estos simulacros les vienen muy bien a los niños: practicar es la clave.
—¿Y para qué hemos practicado? —le preguntó Ga, pero Buc se limitó a sonreír y le tendió una lata de melocotones todavía por abrir.
—Para cuando vengan mal dadas —le dijo—. Colaboré en el cierre de la Fábrica de Fruta 49, antes de que la quemaran. Me llevé la última caja de la línea de envasado —añadió Buc, que entonces negó con la cabeza, asombrado—. Es como si no pudiera pasarle nada —agregó—. Ha conseguido algo que no había visto nunca, aunque ya sabía que no le pasaría nada. Lo sabía.
Ga tenía los ojos enrojecidos y el pelo cubierto de polvo.
—¿Qué he conseguido? —preguntó.
Camarada Buc señaló el coche, la casa.
—Esto —declaró—. Todo lo que está haciendo.
—¿Qué estoy haciendo?
—No tiene nombre —dijo Buc—. No tiene nombre porque no lo ha hecho nunca nadie antes.
Sun Moon pasó el resto del día encerrada en el dormitorio, con los niños, en un silencio que solo alguien que duerme puede mantener. No se despertaron ni siquiera cuando los altavoces dieron las noticias de la tarde. En el túnel estaban solo el comandante Ga y su perro, al que le apestaba el aliento porque había comido cebolla cruda, practicando un truco tras otro.
Finalmente, cuando el sol poniente tenía ya un color rojizo y cerúleo, volvieron a salir. Sun Moon llevaba un choson-ot de etiqueta, de color platino, tan exquisito que la seda brillaba ora como polvo de diamantes, ora como tizne de farola. El goreum estaba decorado con aljófar. Mientras ella preparaba el té, los niños subieron a unos palés elevados para tocar sus instrumentos. La niña empezó con su gayageum, obviamente una antigüedad de la época imperial. Con las muñecas erguidas, empezó a puntear las cuerdas al viejo estilo sattjo. El niño hizo lo que pudo para acompañarla con su taegum. Todavía no tenía la potencia pulmonar que requería aquella flauta tan difícil y sus manos eran aún demasiado pequeñas para las notas más agudas, de modo que en vez de tocarlas las cantaba.
Sun Moon se arrodilló ante el comandante Ga e inició el ritual del té japonés. Sacó el té de una cajita de madera de aliso y empezó a preparar una infusión en un cuenco de bronce.
—¿Ves todos estos objetos? —dijo, señalando la bandeja, las tazas, el batidor y el cazo—. No te dejes engañar por ellos, no son reales. Solo son piezas de atrezo de mi última película, Mujer de solaz. Por desgracia nunca se llegó a estrenar. —Impregnó el té, asegurándose de que el agua girara en el sentido de las agujas del reloj en la taza de bambú—. En la película, tengo que servir el té de la tarde a unos oficiales japoneses que luego dispondrán de mí como les parezca durante el resto del día.
—Entonces, ¿yo soy la fuerza de ocupación, en esta historia? —preguntó él.
Ella hizo girar la taza lentamente entre las manos, esperando a que el proceso de infusión fuera completo. Antes de pasársela a él, echó el aliento sobre el té, provocando con ello ondulaciones en la superficie. La reluciente capa del choson-ot se extendía a su alrededor. Finalmente le pasó la taza y le dedicó una reverencia hasta llegar al suelo de madera, sobre el que la silueta de su cuerpo se mostró en toda su extensión.
—No era más que una película —repuso, con la mejilla pegada a la madera.
Mientras Sun Moon iba a buscar el mejor uniforme de su marido, Ga tomó el té y escuchó. Los rayos de sol entraban, horizontales, por las ventanas que daban al oeste, a través de las cuales uno podía imaginar que abarcaba a verlo todo, hasta Nampo y la bahía de Corea. La canción era elegante y límpida, y el hecho de que los niños desafinaran de vez en cuando le confería una agradable espontaneidad. Sun Moon lo vistió y acto seguido, ya en pie, le prendió las medallas correspondientes al pecho.
—Esta —dijo— te la impuso el Querido Líder en persona.
—¿Cuál fue el motivo?
Ella se encogió de hombros.
—Ponla arriba de todo —le indicó él.
La mujer arqueó las cejas ante lo que le pareció una sugerencia muy acertada y obedeció.
—Y esta te la impuso el general Guk por actos de valor indeterminados.
La belleza y la atención de Sun Moon lo habían distraído. Se le había olvidado quién era y en qué situación se encontraba.
—¿Tú crees que soy valeroso e indeterminado? —le preguntó.
Ella le cerró el botón del bolsillo de la pechera del uniforme y le ajustó el nudo de la corbata.
—No sé si eres amigo o enemigo de mi marido —le respondió—, pero eres un hombre y me tienes que prometer que protegerás a mis hijos. Lo que ha estado a punto de ocurrir hoy no puede volver a suceder.
Él señaló una medalla grande, que no le había prendido. Era una estrella de color rubí encima de la llama dorada de Juche.
—¿Y esa? —le preguntó.
—Por favor —le suplicó—. Prométemelo.
Él asintió sin apartar la mirada de sus ojos.
—Esta medalla es por haber derrotado a Kimura en Japón —dijo ella—. Aunque en realidad te la dieron por no haber desertado a continuación. La medalla en sí formaba parte del paquete.
—¿Qué paquete?
—Esta casa —dijo ella—. Tu posición. Y otras cosas.
—¿Desertar? ¿Quién querría dejarte?
—Es una buena pregunta —convino—. Pero por aquel entonces el comandante Ga aún no había obtenido mi mano.
—Así pues, derroté a Kimura, ¿eh? Préndemelo, anda.
—No —dijo ella.
Ga asintió en silencio, pues se fiaba de su criterio.
—¿Debo llevarme la pistola? —preguntó.
Ella negó con la cabeza.
Antes de marcharse, se detuvieron y contemplaron el Cinturón Dorado, colocado detrás de una urna de cristal iluminada por un foco. El expositor estaba dispuesto de tal forma que era lo primero que vería un visitante al entrar en la casa.
—Mi marido… —comenzó Sun Moon, pero no terminó la frase.
Su humor mejoró en el coche. El sol se estaba poniendo, pero el cielo conservaba aún un tono azul claro. Ga solo había conducido camiones militares, pero logró apañárselas, aunque el motor del Mercedes hacía que el pequeño cambio de marchas del Lada se atascara de vez en cuando. El interior del coche, eso sí, era precioso: salpicadero de caoba, indicadores de madreperla… Al principio Sun Moon había dicho que prefería sentarse sola en el asiento trasero, pero él la había convencido para que se sentara delante diciéndole que en América las mujeres viajaban con los hombres.
—¿Te gusta este coche, el Mustang? —le preguntó—. Los americanos fabrican los mejores coches. Este goza de bastante popularidad allí.
—Ya lo conocía —dijo ella—. No es la primera vez que me subo en él.
—Lo dudo mucho —replicó Ga. Descendían por la ladera de la montaña a tanta velocidad que la nube de polvo que levantaban no lograba alcanzarlos—. Estoy seguro de que se trata del único Mustang de todo Pyongyang. El Querido Líder lo hizo fabricar a propósito para humillar a los americanos y demostrarles que somos capaces de fabricar su propio coche, solo que mejor y más potente.
Sun Moon acarició la tapicería. Entonces bajó el visor del acompañante y se miró en el espejo.
—No —dijo—. El coche en el que subí era este. Lo utilizamos en una de mis películas, esa en la que repelimos el ataque de los americanos y luego pescamos a MacArthur cuando intentaba huir. Este era el coche en el que intentaba huir el cobarde. Rodé una escena justo aquí, en este asiento. Tuve que besar a un traidor para sonsacarle información. De todo eso hace ya una eternidad.
Ga se dio cuenta de que hablar sobre películas le había vuelto a agriar el humor.
Pasaron junto al Cementerio de los Mártires Revolucionarios. Los guardias Songun, con sus rifles dorados, se habían marchado ya a sus casas y, ocasionalmente, entre las largas sombras que proyectaban las lápidas broncíneas, se podía atisbar a hombres y mujeres. Aquellas figuras espectrales, que intentaban pasar inadvertidas y avanzaban rápidamente, al amparo de la oscuridad, se dedicaban a recoger las flores de las tumbas.
—Están siempre robando las flores —observó Sun Moon cuando pasaron cerca—. Me pone enferma. Mi tío abuelo está enterrado ahí, ¿sabes? ¿Te imaginas lo que pensarán nuestros antepasados? ¿Lo insultados que se sentirán?
—¿Por qué crees tú que roban las flores? —le preguntó Ga.
—Exacto, esa es la pregunta, ¿no? ¿Quién es capaz de hacer algo así? ¿Qué le está pasando a nuestro país?
Él la miró de soslayo, para cerciorarse de que su incredulidad era genuina. ¿De veras nunca había tenido tanta hambre como para comerse una flor? ¿Sabía que era posible comer margaritas, lirios de día, pensamientos y maravillas? ¿Que si estaba lo bastante hambrienta, una persona se podía tragar los brillantes pétalos de las violetas, e incluso tallos de dientes de león o los amargos escaramujos de un rosal?
Atravesaron el puente de Chongnyu, pasaron por el sur de la ciudad y volvieron a cruzar el río por Yanggakdo. Era la hora de cenar y el humo de leña flotaba en el ambiente. Bajo la luz crepuscular, el río Taedong le recordó el agua de los pozos mineros, fría y de un negro mineral. Ella le indicó que tomara la calle Sosong hacia el río Putong, pero entre los densos bloques de pisos que bordeaban Chollima algo golpeó el capó del coche. Los habían disparado con una pistola, ese fue el primer pensamiento del comandante Ga, o había habido algún tipo de colisión. Ga se paró en medio de la calle, y él y Sun Moon salieron del vehículo y dejaron las puertas abiertas.
La calle era ancha y no estaba iluminada. No había ningún otro coche. Era esa hora del atardecer cuando los azules y los grises se confunden. Alguien había estado asando nabos a la parrilla en la acera y había una capa de humo amargo suspendida a la altura de la cintura. Dieron la vuelta al coche para ver qué había sucedido. Encima del capó había un cabritillo, con unos cuernecitos minúsculos y los ojos colgantes y húmedos. Varias personas los observaban desde los tejados, donde otros animales seguían pastando mientras las primeras estrellas aparecían en el firmamento. No presentaba ninguna herida abierta, pero era evidente que el cabrito tenía los ojos lechosos y llenos de sangre. Sun Moon se cubrió la cara y Ga le puso una mano encima del hombro.
De repente una chica joven salió de entre la multitud, agarró el cabrito y echó a correr calle abajo. La vieron alejarse, con la cabeza del cabrito balanceándose sobre el hombro, mientras su saliva manchada de sangre le caía por la espalda. Entonces el comandante Ga se dio cuenta de que la multitud lo miraba a él. A sus ojos era un yangban, con su uniforme elegante y su hermosa mujer.
Llegaron tarde al Gran Teatro Popular de la Ópera, que estaba vacío a excepción de unas decenas de parejas que formaban pequeños grupos. Los techos inmensos, las cascadas de seda negra de las cortinas y la moqueta de color morado reducían sus conversaciones a murmullos. En una de las galerías superiores, un tenor cantaba Arirang con las manos unidas sobre el pecho, mientras más abajo, y a pesar de las bebidas y los aperitivos, los invitados intentaban ocupar de alguna manera el tiempo vacío, a la espera de que el Querido Líder los recompensara con su enérgica compañía.
—Arirang, Arirang —cantaba el tenor—, aa-raa-ri-yooo.
—Ese es Dak-Ho —dijo Sun Moon—. Es el director de los Estudios Cinematográficos Centrales. Pero ningún otro hombre puede igualar su voz.
El comandante Ga y Sun Moon se acercaron cautelosamente hacia las demás parejas. ¡Qué espléndida la belleza de Sun Moon cruzando la sala, sus pasos rápidos y medidos, la elegancia con que su cuerpo se insinuaba bajo el paño de seda coreana!
Los hombres fueron los primeros en percatarse de su presencia. Vestidos con sus uniformes de gala y sus trajes de asamblea, le dedicaron sus áureas sonrisas, como si Sun Moon no llevara una eternidad ausente de los círculos yangban. Parecían indiferentes a la cancelación del estreno de su última película, o al hecho de que hubiera llegado con un extraño ataviado con el uniforme de su marido, como si aquello no fueran señales de que habían perdido a uno de los suyos. Las mujeres, en cambio, no ocultaron su desprecio. A lo mejor confiaban en que, cerrando filas contra ella, evitarían que Sun Moon les contagiara la enfermedad que más temían.
Sun Moon se detuvo de golpe y se volvió hacia Ga, como si de pronto le hubiera sobrevenido un impulso irrefrenable de besarlo. Dando la espalda a aquellas mujeres, miró los ojos de Ga como si estuviera contemplando su propio reflejo.
—Soy una actriz de gran talento y tú eres mi marido —dijo—. Soy una actriz de gran talento y tú eres mi marido.
Ga miró fijamente sus ojos vacilantes, ciegos.
—Eres una actriz de gran talento —repitió—. Y yo soy tu marido.
Entonces Sun Moon se volvió, sonrió y siguió caminando.
Un hombre se separó de un grupo y se dirigió hacia ella. Al verlo, Sun Moon se puso tensa.
—Comandante Park —lo saludó—. ¿Cómo va todo?
—Bien, gracias —respondió él, y con una reverencia digna de una navaja, le besó la mano. A continuación se puso derecho—. Comandante Ga —añadió—, ¡cuánto tiempo!
Park tenía una cicatriz en la cara a consecuencia de un tiroteo naval con una patrullera de la República de Corea.
—Demasiado tiempo, comandante Park, demasiado.
—Es cierto —convino Park—. Pero dígame, ¿no nota ningún cambio en mí?
Ga se fijó en el uniforme de Park, en sus gruesos anillos y en su corbata, pero en realidad era incapaz de apartar la mirada de las tirantes cicatrices que le cubrían la mitad de la cara.
—Desde luego —dijo Ga—. Y es un cambio a mejor.
—¿En serio? —preguntó el comandante Park—. Y yo que creía que se iba a enfadar. Es un hombre tan competitivo…
Ga miró a Sun Moon de reojo. Pensaba que a lo mejor estaba saboreando el momento, pero vio que tenía una expresión tensa, recelosa. Entonces el comandante Park se llevó la mano a una de las medallas que llevaba en la pechera.
—Estoy seguro de que algún día usted conseguirá también la Cruz Songun —dijo—. Es cierto, tan solo se entrega una al año, pero no se deje desanimar por ello.
—Bueno, tal vez sea el primero en obtener dos seguidas —repuso Ga.
El comandante Park se rio.
—Esa ha estado bien, Ga. Muy de su estilo —reconoció el comandante Park, y le puso una mano en el hombro como si fuera a susurrarle algo al oído. Lo que hizo, en cambio, fue agarrar a Ga por el cuello de la camisa y tirar de él hacia abajo al tiempo que le propinaba un gancho despiadado en el hígado, justo debajo de las costillas. A continuación Park se alejó caminando tranquilamente.
Sun Moon cogió a Ga e intentó llevárselo hacia las butacas, pero no, él insistió en quedarse de pie.
—Los hombres siempre termináis igual —dijo.
—¿Quién era ese? —preguntó el comandante Ga entre jadeos.
—Ese era tu mejor amigo —contestó Sun Moon.
Los presentes retomaron sus conversaciones, apiñados alrededor de la comida.
Ga se llevó la mano al costado y finalmente asintió.
—Sí, creo que me sentaré —dijo.
Se instalaron en unas sillas que había junto a una mesa vacía. Sun Moon observaba a los asistentes con tanta atención que casi parecía que intentara leer sus conversaciones solo a través de sus gestos.
Se les acercó una mujer sola. Les dirigió una mirada cautelosa, pero llevaba un vaso de agua para Ga. No era mucho mayor que Sun Moon, pero le temblaban las manos, tanto que el agua se derramaba por el borde. En la otra mano llevaba una bandeja de cóctel con una montaña de camarones.
Ga cogió el vaso y bebió, aunque el agua le dolió al bajar.
La mujer se sacó un trozo de papel encerado y empezó a colocar los camarones encima.
—Mi marido —dijo—. Tiene mi edad. Y es un hombre de gran corazón. Con eso quiero decir que él habría intervenido en el espectáculo que acabamos de presenciar. No, él habría sido incapaz de contemplar impasible cómo le hacían daño a alguien.
Ga la vio colocar los camarones uno a uno encima del papel, y se fijó en sus caparazones de color blanco opaco y en sus ojos como abalorios negros: eran los camarones ciegos, de aguas profundas, por los que habían arriesgado sus vidas a bordo del Junma.
—No puedo decir que mi marido posea ningún rasgo especial —siguió diciendo—. No tiene ni cicatrices ni ninguna marca de nacimiento. Es un hombre corriente, de unos cuarenta y cinco años y pelo encanecido.
Ga se sujetaba el costado, con gesto de dolor.
—Déjenos solos, por favor —le pidió Sun Moon, impaciente.
—Sí, sí —dijo la mujer, que se volvió hacia Ga—. ¿Usted cree haberlo visto? ¿En el lugar dónde estaba antes?
Ga dejó el vaso.
—¿En el lugar dónde estaba antes? —preguntó.
—Corren rumores —declaró la mujer—. La gente sabe de dónde ha salido.
—Me confunde con otra persona —le aseguró él—. No soy ningún prisionero. Soy el comandante Ga, ministro de las Minas Prisión.
—Por favor —rogó la mujer—. Tengo que recuperar a mi marido, no puedo… Sin él nada tiene sentido. Se llamaba…
—No —la cortó Sun Moon—. No nos diga su nombre.
La mirada de la mujer se movía alternativamente entre Sun Moon y Ga.
—¿Pero es cierto que…? Quiero decir, ¿ha oído alguna vez decir que tienen un centro de lobotomización? —preguntó. En su temblorosa mano sujetaba un camarón, que se agitaba sin sentido.
—¿Cómo? —preguntó Ga.
—No —insistió Sun Moon—. Déjelo ya.
—Tiene que ayudarme a encontrarlo. He oído que practican lobotomías a los hombres al ingresar… Y que luego trabajan como zombis para siempre.
—Para eso no hace falta cirugía —le dijo él.
Sun Moon se levantó, cogió a Ga del brazo y se lo llevó.
Se mezclaron con la multitud, cerca de la comida. Entonces la luz disminuyó y los músicos empezaron a afinar sus instrumentos.
—¿Qué sucede? —le preguntó él.
Ella señaló una cortina amarilla que cubría un balcón del segundo piso.
—El Querido Líder saldrá por ahí —dijo ella, y dio un paso hacia atrás—. Necesito hablar de mi película con un par de personas. Tengo que averiguar qué pasó con Mujer de solaz.
Un foco iluminó la cortina amarilla, pero en lugar de Seguiremos eternamente su estela, la banda empezó a interpretar una conmovedora versión de La balada de Ryoktosan. El tenor empezó a glosar la figura de Ryoktosan, ¡el gigante con cara de niño de Hamgyong del Sur! ¡El hijo de granjeros que se convirtió en el rey de la lucha en Japón! ¡El gigante con cara de niño que derrotó a Sakuraba! Tras adjudicarse el cinturón él solo quería volver a casa. ¡Su único deseo era regresar como un héroe a Corea, su patria natal! Pero a nuestro campeón lo habían secuestrado y asesinado, lo habían apuñalado los desvergonzados japoneses. Un cuchillo japonés manchado de orín había obligado al gran Ryoktosan a hincar la rodilla.
Entonces la multitud se unió a la música. Sabían cuándo tenían que dar patadas en el suelo o acompañar la melodía con palmadas. De repente se oyó el sonido de las puertas blindadas rodantes que había detrás de la cortina y el teatro prorrumpió en una atronadora ovación. Cuando las colgaduras amarillas se abrieron, apareció una figura barrigona y corta de estatura, vestida con un dobok blanco y con una máscara que recordaba la cara de niño de Ryoktosan. La multitud enloqueció. El pequeño taekwondista bajó las escaleras con paso ágil y dio una vuelta de honor a través de la multitud. Cogió el coñac de alguien y se lo bebió a través del agujero de su máscara. Entonces se acercó hacia el comandante Ga y le dedicó una reverencia absolutamente formal antes de adoptar una postura de taekwondo.
El comandante Ga no sabía qué se suponía que tenía que hacer. Los invitados empezaron a formar un gran corro alrededor de él y de aquel hombrecillo que bailaba ante él con los puños en alto. En ese momento los encañonó un foco. El hombrecillo se agachaba para protegerse y se volvía a incorporar, y de pronto se acercó rápidamente a Ga, hasta colocarse dentro de su radio de golpeo, antes de volver a retirarse. Ga buscó a Sun Moon con la mirada, pero solo veía luces brillantes. El pequeño taekwondista se acercó saltando hasta Ga, y soltó varios puñetazos y patadas laterales al aire. Y entonces, inesperadamente, el diablillo lo golpeó: un puñetazo brusco, rápido, en la garganta.
La multitud lo vitoreó y volvió a entonar la balada a coro.
Ga se agarró la tráquea y se inclinó.
—Por favor, señor —suplicó, pero el hombrecillo se encontraba ya cerca del perímetro del círculo, donde se apoyó en la esposa de uno de los invitados para recuperar el aliento y dar otro trago.
Súbitamente el hombrecillo se abalanzó contra él para propinarle otro golpe. ¿Qué debía hacer Ga? ¿Parar el golpe? ¿Tratar de razonar con aquel hombre? ¿Correr? Pero ya era demasiado tarde: Ga notó unos nudillos que le impactaban en el ojo, sintió una punzada y una hinchazón en la boca, y finalmente el dolor le estalló en la nariz. Percibió una oleada de calor dentro de la cabeza y la sangre empezó a manarle de la nariz y a bajarle por la garganta. Entonces el pequeño Ryoktosan le dedicó al público un bailecito como el que hacían los soldados rusos las noches en que estaban de permiso y no tenían que regresar a sus submarinos.
Ga tenía los ojos llenos de lágrimas y no veía bien, pero el hombrecillo volvió a acercarse y le soltó un gancho de izquierdas en el torso. El dolor respondió por él, y Ga lanzó un puñetazo contra la nariz del hombre.
So oyó el ruido de la máscara de plástico al arrugarse. El hombrecillo retrocedió unos pasos, tambaleándose, al tiempo que la sangre empezaba a brotar de los agujeros que correspondían a la nariz, y los invitados ahogaron un grito colectivo. Lo sentaron en una silla, le llevaron un vaso de agua y finalmente le quitaron la máscara, momento en el que comprobaron que no se trataba del Querido Líder, sino de un hombrecillo desorientado, de facciones vulgares.
El foco volvió a enfocar el balcón. Allí, aplaudiendo, estaba el auténtico Querido Líder.
—¿Os habíais creído que era yo? —exclamó—. ¿Os habíais creído que eso era yo?
El Querido Líder Kim Jong-il bajó por las escaleras, riendo, estrechando la mano de la gente y aceptando las felicitaciones por aquella broma tan bien ejecutada. Se detuvo un instante para ver cómo se encontraba el hombrecillo del dobok, y se inclinó sobre él para echarle un vistazo a las heridas.
—Es mi chófer —dijo el Querido Líder, que le inspeccionó la nariz y negó con la cabeza. Aquella situación exigía una palmadita en el hombro y pronto llamaron al médico personal del Querido Líder.
El Querido Líder se aproximó al comandante Ga y la multitud guardó silencio. Ga vio cómo Sun Moon se volvía de costado para acercarse y así poder oír la conversación.
—No, no —le aconsejó el Querido Líder—. Tienes que levantarte para detener la hemorragia.
A pesar del dolor que sentía en el tronco, Ga se incorporó. Entonces el Querido Líder le cogió la nariz, se la apretó por encima del puente y bajó los dedos con fuerza para hacerle expulsar toda la sangre y los mocos.
—¿Te habías creído que era yo? —le preguntó a Ga.
Ga asintió.
—Sí, creía que era usted.
El Querido Líder se rio y sacudió los dedos para limpiarlos.
—No te preocupes —lo tranquilizó—. La nariz no está rota.
Alguien le pasó un pañuelo al Querido Líder, que se secó las manos mientras se dirigía a sus invitados.
—¡Creía que era yo! —anunció para deleite de la concurrencia—. Pero yo soy el auténtico Kim Jong-il. Yo soy el auténtico yo. En cambio él —añadió, señalando a su chófer, que puso unos ojos como platos—, él es el impostor, el que finge ser quien no es. El auténtico Kim Jong-il soy yo.
El Querido Líder dobló el pañuelo y se lo dio a Ga, para que se lo aplicara en la nariz.
—Y aquí tenemos al verdadero comandante Ga. Ya derrotó a Kimura y ahora derrotará a los americanos. Necesitamos a un auténtico héroe —exclamó el Querido Líder levantando la voz, como si se dirigiera a toda Corea del Norte desde Pyongyang—, y yo os ofrezco el comandante Ga. ¡Necesitamos a alguien capaz de defender la nación, y yo os ofrezco el comandante Ga! ¡Un aplauso para el poseedor del Cinturón Dorado!
La ovación fue larga y sostenida, y el Querido Líder lo aprovechó para susurrarle.
—Y ahora una reverencia, comandante.
Con las manos en los costados, Ga se inclinó desde la cintura y se quedó así un instante, mientras de la nariz le salían gotas de sangre que caían sobre la moqueta del teatro de la ópera. Cuando volvió a incorporarse, y como si alguien hubiera dado una orden, apareció una flotilla de bellas camareras con bandejas de champán. Por encima del clamor, Dak-Ho empezó a cantar Héroes olvidados, el tema central de la primera película de Sun Moon.
El comandante Ga se volvió hacia ella y su expresión le confirmó que finalmente esta había comprendido que no importaba si su marido estaba vivo o muerto: lo habían reemplazado y no volvería a verlo nunca más.
Sun Moon dio media vuelta, pero él salió tras ella. La atrapó junto a una mesa vacía, y la mujer se sentó entre los abrigos y bolsos de otra gente.
—¿Qué hay de tu película? —le preguntó—. ¿Qué has logrado averiguar?
—La película no se va a hacer —respondió ella con manos temblorosas. Su rostro reflejaba una expresión de pura tristeza que era todo lo contrario a interpretar un papel. Estaba a punto de echarse a llorar. Él intentó consolarla, pero ella no quiso—. Nunca me había pasado nada así —aseguró—. Y de repente todo se ha torcido.
—No todo —repuso Ga.
—Sí, todo —insistió—. Tú no conoces esta sensación. No entiendes lo que es perder una película en la que has trabajado un año entero. Nunca has perdido a tus amigos ni te han arrebatado a tu marido.
—No digas estas cosas —protestó él—. No tienes por qué hablar así.
—El hambre debe de ser esto —dijo Sun Moon—, este vacío que siento ahora en mi interior. Esto es lo que deben de sentir en África, donde no tienen qué comer.
De pronto el comandante Ga experimentó una sensación de rechazo hacia aquella mujer.
—¿Quieres saber a qué sabe el hambre? —le preguntó, y arrancó el pétalo de una de las rosas del centro de mesa. Le quitó la base de color blanco y se la acercó a los labios—. Abre la boca —le ordenó, pero ella no lo hizo—. Que la abras —insistió entonces, en tono más severo.
Sun Moon separó los labios y dejó que le metiera la flor en la boca. Lo miró fijamente, con los ojos anegados. Y cuando finalmente empezó a masticar, despacio, muy despacio, se le cayeron las lágrimas.
★★★
¡Ciudadanos! Reuníos alrededor de los altavoces, en vuestras cocinas y oficinas, para el siguiente episodio de la Mejor Historia Norcoreana de este año. ¿Os habéis perdido un capítulo? Están todos disponibles en el laboratorio de lenguas del Gran Palacio de Estudios del Pueblo. La última vez que vimos al comandante Ga acababa de recibir una de sus demostraciones de taekwondo por parte del Querido Líder. No os dejéis engañar por el elegante uniforme del comandante Ga, ni por la impoluta raya de su pelo: se trata de una figura trágica que aún deberá caer mucho más bajo antes de redimirse.
De momento, nuestra deslumbrante pareja cruzaba Pyongyang tras una opulenta fiesta, mientras, barrio a barrio, las subestaciones eléctricas dejaban de funcionar para sumir nuestra preciosa ciudad en el sueño. El comandante Ga conducía, y Sun Moon se inclinaba con cada curva.
—Siento lo de la película —dijo él.
Ella no respondió. Tenía la cabeza vuelta hacia los edificios oscuros.
—Ya harás otra —añadió.
Sun Moon hurgó dentro del bolso y volvió a cerrarlo, con gesto de frustración.
—Mi marido nunca dejó que se me terminaran los cigarrillos, ni una sola vez —dijo—. Tenía un escondrijo especial para los cartones, y cada mañana me dejaba un paquete nuevo bajo la almohada.
El distrito de Pyongchon se quedó sin luz mientras lo atravesaban y acto seguido la oscuridad se apoderó de uno, dos, tres bloques de pisos de la calle Haebangsan. Buenas noches, Pyongyang. Te lo has ganado. Ningún país duerme como lo hace Corea del Norte. Después de que se apague la luz, se oye una exhalación colectiva mientras en un millón de hogares las cabezas se posan sobre las almohadas. Los incansables generadores se detienen, las turbinas al rojo vivo empiezan a enfriarse y no hay ninguna luz que brille, solitaria, ni ninguna nevera que zumbe monótonamente en la oscuridad. Solo queda la satisfacción de cerrar los ojos, y los profundos sueños de cuotas de trabajo cumplidas y del abrazo de la reunificación. Los ciudadanos americanos, en cambio, pasan la noche despiertos. Deberíais ver una imagen de satélite nocturna de ese país desquiciado: una telaraña de luz que resplandece con la suma de sus noches vacías, indolentes. Perezosos y desmotivados, los americanos se levantan tarde y se entregan a la televisión, la homosexualidad e incluso la religión, lo que sea con tal de alimentar su apetito egoísta.
En la ciudad reinaba una oscuridad absoluta cuando pasaron junto a la estación de Rakwan, en la línea de Hyoksin. Los faros de su coche iluminaron brevemente un búho real que se había posado en lo alto de un conducto de ventilación del metro, y que estaba ocupado masticando un pedazo de carne de cordero fresca. Sería muy fácil, queridos ciudadanos, compadecerse del pobre cordero, al que le habían segado la vida siendo aún tan joven; o de la mamá del cordero, cuyo amor y esfuerzos habían sido en vano. E incluso del búho real, condenado a vivir devorando a otros. Pero esta es una historia feliz, ciudadanos, pues la pérdida de ese cordero desatento y poco obediente hizo más fuertes a los demás corderos de los tejados.
El coche empezó a subir por la colina y pasaron junto al Zoológico Central, donde los tigres siberianos del Querido Líder se exhibían junto al corral que albergaba a los seis perros del zoo, regalos todos ellos del antiguo rey de Suazilandia. Los perros se alimentaban según una estricta dieta a base de tomates pasados y kimchi para mitigar el peligro inherente de esos animales, ¡aunque se volverán de nuevo carnívoros cuando llegue el momento de recibir de nuevo a los americanos!
Los faros del vehículo iluminaron a un hombre que huía del zoológico con un huevo de avestruz en los brazos. Dos vigilantes nocturnos lo perseguían colina arriba con linternas.
—¿No sientes compasión por un hombre lo bastante hambriento como para robar? —preguntó el comandante Ga mientras pasaban junto a ellos—. ¿O por los hombres que deben darle caza?
—¿No es el pájaro el que sufre? —repuso Sun Moon.
Dejaron atrás el cementerio, que se encontraba a oscuras, lo mismo que el parque de atracciones: las sillas del teleférico, de un negro puro, se recortaban contra el cielo azul oscuro. Solo el jardín botánico seguía iluminado: el programa de cultivo híbrido no se detenía ni siquiera por la noche. Una alta verja electrificada protegía el precioso semillero nacional de una invasión americana. Ga se fijó en una nube de polillas, tan ricas en proteínas, que giraban alrededor de un foco de seguridad, y se puso melancólico mientras recorría lentamente el último tramo de la carretera de tierra.
—Es un gran coche —dijo—. Lo echaré de menos.
Con ello, el comandante se refería a que, aunque nuestra nación produce los mejores vehículos del mundo, la vida es algo pasajero y sujeto a privaciones, motivo por el que el Querido Líder nos brindó la idea Juche.
—Se lo transmitiré al siguiente hombre que se encuentre tras el volante —aseguró Sun Moon.
Aquí, la buena actriz reconoce que el coche no es suyo, sino que es propiedad de los ciudadanos de la República Popular Democrática de Corea, con el Querido Líder a su cabeza. En cambio, se equivoca cuando dice que ella no pertenece a su marido, pues una esposa tiene una serie de obligaciones y se debe a ellas.
El comandante Ga aparcó delante de la casa. La nube de polvo que los venía siguiendo se les echó encima y los faros del coche proyectaron una luz espectral sobre la puerta de entrada. Sun Moon se la quedó mirando con inquietud e incertidumbre.
—¿Esto es un sueño? —preguntó—. Dime que estamos en una película.
¡Pero basta ya de emociones los dos! Es hora de dormir. Hala, a la cama…
Ay, Sun Moon, ¡siempre te compadeceremos!
Repitamos todos juntos: ¡te echamos de menos, Sun Moon!
Finalmente, ciudadanos, una advertencia: el episodio de mañana contiene una escena para adultos, o sea que proteged los oídos de nuestros ciudadanos más pequeños, pues la actriz Sun Moon deberá decidir si se entrega totalmente a su nuevo marido, el comandante Ga, como la ley exige a una esposa, o si opta por una equivocada declaración de castidad.
Recordad, ciudadanas: por admirable que parezca mantenerse casta y fiel a un marido desaparecido, se trata de un falso sentido del deber. Cuando un ser amado desaparece, es corriente experimentar un dolor persistente. Hay un dicho americano que asegura que el tiempo todo lo cura, pero no es cierto. Los experimentos han demostrado que lo único que acelera el proceso de curación son las sesiones de autocrítica, los inspiradores tratados de Kim Jong-il y las personas de reemplazo. Así pues, cuando el Querido Líder os asigne un nuevo marido, entregaos completamente a él. Y, no obstante, ¡te queremos, Sun Moon!
Otra vez: ¡te queremos, Sun Moon!
Más fuerte, ciudadanos.
Repetid todos: ¡te admiramos, Sun Moon!
Así, ciudadanos, mucho mejor.
Exclamad: ¡emulamos tu sacrificio, Sun Moon!
¡Que el Gran Líder Kim Il-sung en persona te oiga desde el cielo!
Todos juntos: ¡nos bañaremos con la sangre de los americanos que vinieron a nuestro gran país para hacerte daño!
Pero no nos avancemos a los acontecimientos. Ese episodio aún no ha llegado.
★★★
De vuelta a casa tras la fiesta del Querido Líder, el comandante Ga prestó atención a la rutina nocturna de Sun Moon. En primer lugar, encendió un farol de aceite como los que instalan en las playas de Cheju para que los pescadores nocturnos puedan guiar sus esquifes. Dejó entrar al perro y echó un vistazo en el dormitorio para asegurarse de que los niños dormían. Al salir dejó por primera vez la puerta abierta. Dentro, a la luz de su farol, Ga vio un colchón delgado y un par de esteras de pelo de buey enroscadas.
En la oscuridad de la cocina, el comandante Ga sacó una botella de Ryoksong de la fresquera de debajo del fregadero. La cerveza era buena y la botella le calmó el agarrotamiento de la mano. No quería ver qué aspecto tenía su cara. Ella le inspeccionó los nudillos, sobre los que ya había empezado a formarse una costra amarillenta.
—He visto muchas manos rotas —aseguró Sun Moon—. Solo tienes un esguince.
—¿Crees que el chófer estará bien? Creo que le he roto la nariz.
Ella se encogió de hombros.
—Has elegido hacerte pasar por un hombre que se dedicaba a la violencia —repuso—. Son cosas que pasan.
—Lo has entendido al revés —respondió él—. Fue tu marido quien me eligió a mí.
—¿Qué importa? Ahora eres él, ¿no? Comandante Ga Chol Chan, ¿es así como te tengo que llamar?
—He visto cómo tus hijos ocultan la mirada y el miedo que tienen a moverse. Yo no quiero ser el hombre que les ha inculcado eso.
—Pues tú dirás. ¿Cómo te tengo que llamar?
Él negó con la cabeza.
La expresión de Sun Moon indicaba que también ella opinaba que se encontraban ante un problema complejo.
La luz del farol proyectaba sombras que daban forma a su cuerpo. Se apoyó en la encimera y clavó la mirada en los armarios, como si estuviera viendo lo que había dentro. Pero en realidad tenía la vista vuelta hacia dentro, estaba observando su interior.
—Sé qué estás pensando —dijo él.
—Esa mujer —comenzó Sun Moon—. Aún no he logrado quitármela de la cabeza.
Por la expresión de su mirada, al comandante Ga le pareció que se estaba echando las culpas a sí misma por alguna cosa, algo que el capitán le había contado que su mujer hacía constantemente. Pero en cuanto había mencionado a aquella mujer, había sabido inmediatamente a qué se refería Sun Moon.
—Menuda estupidez, todo eso de las lobotomías —opinó—. No existe ninguna prisión así. La gente difunde rumores como ese por miedo e ignorancia.
El comandante Ga bebió un trago de cerveza. Abrió y cerró la mandíbula, y la movió a un lado y otro para comprobar si se había dañado la cara. Naturalmente que había una prisión para zombis, había sabido que era cierto nada más oírlo. Le habría gustado podérselo preguntar a Mongnan: ella lo habría sabido, se lo habría contado todo sobre el centro de lobotomización y, encima, lo habría hecho de tal forma que al final lo habría convencido de que era la persona más afortunada del mundo, que su destino era oro puro en comparación con el de otras personas.
—Si te preocupa tu marido y lo que le pasó, te cuento la historia.
—No quiero hablar sobre él —repuso Sun Moon, que se mordió una uña—. Tienes que prometerme que no vas a permitir que me vuelva a quedar sin cigarrillos. —Sacó un vaso del armario y lo dejó encima del mármol—. A esta hora de la noche me tienes que servir un vaso de vino de arroz —le dijo—. Esa es una de tus funciones.
El comandante Ga cogió el farol y bajó al túnel a buscar una botella de vino de arroz, pero en lugar de eso se encontró examinando los DVD. Pasó un dedo por el lomo de las películas, buscando alguna en la que apareciera ella, pero no había ninguna coreana. Pronto títulos como Rambo, Hechizo de luna o En busca del arca perdida activaron la parte de su cerebro que leía en inglés, y ya no pudo parar de repasar todos los lomos. De repente tenía a Sun Moon a su lado.
—Me has dejado a oscuras —le dijo—. Aún tienes que aprender muchas cosas sobre cómo tratarme.
—Estaba buscando alguna de tus películas.
—Ah, ¿sí?
—Pero no hay ninguna.
—¿Ninguna? —preguntó ella, estudiando los títulos—. ¿Todas estas películas y no tenía ni una sola de su mujer? —añadió, confusa, y sacó una del estante—. ¿Cuál es esta?
Ga se fijó en la carátula.
—Se titula La lista de Schindler.
Schindler era una palabra difícil de pronunciar.
Sun Moon abrió la carátula y observó el DVD, cuya superficie brillaba bajo la luz.
—Vaya tontería —dijo—. Las películas son propiedad de la gente, no tiene sentido que una sola persona las acumule de esta manera. Si quieres ver una de mis películas, ve al Teatro Moranbong. Allí las pasan sin parar. Puedes ver una película de Sun Moon rodeada de campesinos y miembros del Politburó.
—¿Has visto alguna de estas?
—Ya te lo dije —respondió ella—. Yo soy una actriz pura. Estas películas solo me corromperían. A lo mejor soy la única actriz pura del mundo. —Cogió otra película y la blandió ante sus ojos—. ¿Cómo pueden llamarse artistas cuando trabajan por dinero? Como los babuinos de zoológico, que bailan sobre sus cuerdas a cambio de una col. Yo actúo para un país, para todo un pueblo —proclamó, pero de pronto se desinfló—. El Querido Líder me dijo que iba a actuar para todo el mundo. Por eso me dio este nombre, ¿sabes? En inglés, Sun significa hae y Moon significa dal, de modo que iba a ser el día y la noche, la luz y la oscuridad, el cuerpo celeste y su eterno satélite. El Querido Líder dijo que eso me haría parecer más misteriosa a ojos del público americano, que el intenso simbolismo les resultaría seductor —dijo, y a continuación se lo quedó mirando—. Pero en América no ven mis películas, ¿verdad?
Él negó con la cabeza.
—No —contestó—. Yo creo que no.
Sun Moon volvió a dejar La lista de Schindler en el estante.
—Deshazte de todas —dijo—. No las quiero volver a ver.
—¿Cómo las veía, tu marido? —preguntó él—. No tenéis ningún reproductor.
Ella se encogió de hombros.
—¿Tenía un portátil?
—¿Un qué?
—Un ordenador plegable.
—Sí —asintió—, pero hace ya tiempo que no lo he visto.
—Me juego algo que donde esté escondido el portátil —le dijo— estarán también tus cigarrillos.
—Ya es tarde para el vino —repuso ella—. Ven, prepararé la cama.
La cama estaba situada ante un gran ventanal por el que entraba toda la oscuridad de Pyongyang. Sun Moon dejó el farol en una mesita. Los niños dormían sobre un palé que había a los pies de la cama, con el perro acurrucado entre ellos. En una repisa, lejos del alcance de los niños, estaba la lata de melocotón que les había dado Camarada Buc. Se desnudaron a media luz, hasta quedar en ropa interior. Cuando estuvieron bajo las sábanas, Sun Moon habló.
—He aquí la reglas —dijo—. La primera es que empezarás a trabajar en el túnel y no pararás hasta que tenga una salida. No pienso quedarme atrapada otra vez.
Él cerró los ojos y se dispuso a escuchar sus exigencias. Había algo puro y hermoso en ellas. Tendría que haber más gente que dijera: «Lo que quiero es esto».
Ella lo miró para asegurarse de que la estaba escuchando.
—En segundo lugar, los niños te dirán sus nombres cuando lo decidan.
—De acuerdo —dijo él.
Montaña abajo, los perros del zoológico comenzaron a ladrar.
—Y no puedes usar el taekwondo con ellos —añadió Sun Moon—. Nunca los obligarás a demostrar su lealtad, nunca los pondrás a prueba de ninguna manera. —Sus ojos lo escrutaron—. Hoy has comprobado que a los amigos de mi marido les complace atacarte en público. Aún está en mi mano decidir si quiero que una persona quede lisiada.
Del jardín botánico llegó un intenso destello azulado que llenó la habitación. Hay muy pocos arcos voltaicos comparables al que provoca un ser humano en una verja electrificada. A veces los pájaros hacían que se disparase la verja de la Prisión 33, pero una persona (aquel chasquido azul, aquella profunda reverberación) generaba una luz que te atravesaba los párpados y un zumbido que se te metía en los huesos. Esa luz, ese sonido, lo había despertado cada vez en su barracón, aunque Mongnan le había dicho que al cabo de un tiempo ya no te dabas ni cuenta.
—¿Tienes alguna regla más? —le preguntó él.
—Solo una —contestó la mujer—. No me tocarás nunca.
En la oscuridad se hizo un largo silencio. Finalmente el comandante Ga respiró hondo.
—Una mañana mandaron formar a todos los mineros —contó—. Éramos unos seiscientos. El alcaide se nos acercó. Tenía un ojo morado, reciente. Había un oficial militar junto a él, con sombrero de ala ancha y muchísimas medallas. Era tu marido. Le ordenó al alcaide que nos hiciera quitarnos las camisas.
Hizo una pausa para ver si Sun Moon lo animaba a retomar la historia. Al ver que no decía nada, siguió hablando.
—Tu marido llevaba un aparato electrónico. Recorrió las hileras de hombres apuntándoles al pecho. Con la mayoría la caja no reaccionaba, pero en algunos casos se oía un sonido como de electricidad estática. Eso fue lo que me pasó a mí: me apuntó a los pulmones y el aparato crepitó.
»—En qué parte de la mina trabajas —me preguntó. Yo le dije que en la nueva galería, en el subsuelo—. ¿Y ahí abajo hace calor? ¿O frío?
»—Calor —dije yo.
»Ga se volvió hacia el alcaide.
»—Eso es prueba suficiente, ¿no? A partir de ahora, todo el trabajo se concentrará en esa parte de la mina. Se acabó excavar en busca de níquel y estaño.
»—Sí, ministro Ga —asintió el alcaide.
»Al parecer, solo entonces el comandante Ga se percató del tatuaje de mi pecho, y se le dibujó una sonrisa incrédula en los labios.
»—¿Dónde te hiciste eso? —me preguntó.
»—En el mar —le respondí.
»Me sujetó por el hombro y estudió el tatuaje. Hacía casi un año que no me bañaba y nunca olvidaré el blanco reluciente de sus uñas sobre mi piel.
»—¿Tú sabes quién soy? —me preguntó. Yo asentí con la cabeza—. ¿Quieres explicarme qué significa este tatuaje?
»Todas las respuestas que me vinieron a la mente me parecieron equivocadas.
»—Fue por puro patriotismo —contesté finalmente—, hacia el mayor tesoro de nuestro país.
»Ga pareció saborear mi respuesta.
»—Si tú supieras —me dijo, y se volvió hacia el alcaide—. ¿Lo ha oído? —le preguntó Ga—. Creo que he encontrado al único en esta prisión que no es un homosexual rematado.
»Ga me examinó desde más cerca. Me levantó el brazo y se fijó en las quemaduras de mi entrenamiento contra el dolor.
»—Ajá —dijo, con gesto de reconocimiento. Entonces me cogió el otro brazo y le dio la vuelta para estudiar el círculo de cicatrices—. ¿Qué tenemos aquí? —preguntó, intrigado.
»El comandante Ga retrocedió un paso y vi cómo el pie posterior se separaba ligeramente del suelo. Levanté el brazo justo a tiempo para bloquear una patada relámpago dirigida a mi cabeza.
»—Justo lo que andaba buscando —comentó.
»El comandante Ga movió la mandíbula y soltó un agudo silbido. Vimos cómo, al otro lado de la verja de la prisión, su chófer abría el maletero del Mercedes. El hombre sacó algo de dentro y los guardas le abrieron las puertas. Empezó a caminar hacia nosotros; no sabíamos qué llevaba en las manos, pero parecía extremadamente pesado.
»—¿Cómo te llamas? —me preguntó Ga—. Espera, no hace falta que me lo digas. Te reconoceré por esto —dijo, y me tocó el pecho con un solo dedo—. ¿Alguna vez has visto al alcaide poner los pies en la mina? —me preguntó entonces.
»Me volví hacia el alcaide, que me fulminó con la mirada.
»—No —le dije al comandante Ga.
»El chófer se nos acercó con una enorme piedra blanca en los brazos. Debía de pesar por lo menos veinticinco kilos.
»—Cójala —le ordenó el comandante Ga al alcaide—. Levántela, que la vean todos.
»A duras penas, el alcaide se la colocó encima del hombro y la dejó ahí. Era más grande que su cabeza. El comandante Ga apuntó la piedra con el detector y oímos cómo la máquina empezaba a chascar como loca, llena de energía.
»—Fíjate en lo blanca que es, parece de yeso —me dijo—. Esta roca es lo único que nos importa. ¿Has visto alguna roca como esta en la mina? —Yo asentí y él sonrió—. Los científicos dijeron que era el tipo de montaña apropiada, que tenía que estar ahí abajo. Y ahora sabemos que estaban en lo cierto.
»—¿Qué es? —pregunté.
»—Es el futuro de Corea del Norte —contestó—. Es nuestro puño cerrado alrededor de la garganta de los yanquis. —Entonces se volvió hacia el alcaide—. A partir de hoy, este preso será mis ojos y mis oídos en este lugar. Volveré dentro de un mes y hasta entonces no le pasará nada. Lo van a tratar como me tratarían a mí. ¿Estamos? ¿Sabe qué le sucedió al último alcaide de esta prisión? ¿Sabe lo que mandé que le hicieran?
»El alcaide no respondió. El comandante Ga me entregó el aparato electrónico y me dijo:
»—Cuando regrese quiero ver una montaña blanca de piedras como esa. Y si el alcaide suelta en algún momento la suya antes de que yo regrese, quiero que me lo cuentes. No se puede separar de ella por ningún motivo, ¿me oyes? Cuando cene, lo tiene que hacer con la roca en el regazo. Cuando duerma, que suba y baje sobre su pecho. Cuando vaya a cagar, la roca cagará con él.
»Ga le pegó un empujón al alcaide, que dio un traspié e intentó no perder el equilibrio. El comandante Ga cerró el puño y…
—Basta —lo interrumpió Sun Moon—. Es él, reconozco a mi marido.
Guardó silencio un instante, como si estuviera digiriendo algo, y se volvió en la cama, llenando el espacio que quedaba entre los dos. Le levantó la manga de la camisa de dormir y pasó un dedo por encima de los bultos de las cicatrices del bíceps. Entonces le puso una mano plana en el pecho y extendió los dedos sobre el camisón de algodón.
—¿Es aquí? —le preguntó—. ¿Dónde tienes el tatuaje?
—No estoy seguro de que lo quieras ver.
—¿Por qué no?
—Temo que te pueda asustar.
—No pasa nada —dijo ella—. Enséñamelo.
Él se quitó la camisa y ella se inclinó sobre él para contemplar a media luz aquel retrato de sí misma, grabado para siempre en tinta, una mujer cuyos ojos aún ardían de abnegación y fervor nacional. Sun Moon estudió la imagen, que subía y bajaba con su pecho.
—Mi marido… Un mes más tarde volvió a la prisión, ¿verdad?
—Sí.
—Y te quiso hacer algo, algo malo, ¿verdad?
Él asintió.
—Pero tú fuiste más fuerte —dijo ella.
Él tragó saliva.
—Fui más fuerte.
Ella alargó la mano y se la colocó suavemente encima del tatuaje. ¿Era la imagen de la mujer que había sido lo que hacía que le temblaran los dedos? ¿O acaso sentía algo por aquel hombre que había en su cama y que, por razones que ella no comprendía, había empezado a llorar?
★★★
Aquella noche, al regresar a casa desde la División 42, me di cuenta de que la vista de mis padres había empeorado tanto que tuve que informarlos de que ya se había hecho de noche. Los ayudé a meterse en sus camas plegables, dispuestas una junto a la otra delante de la estufa, y ahí se quedaron, con la mirada vacía y fija en el techo. Mi padre tiene los ojos empañados, pero los de mi madre son claros y expresivos, y a veces sospecho que en realidad no ve tan mal como él. Le encendí un cigarrillo de buenas noches a mi padre. Fuma Konsols, eso da una idea del tipo de hombre que es.
—Madre, padre —les dije—. Tengo que salir un momento.
—Que la eterna sabiduría de Kim Jong-il te guíe —respondió mi padre.
—Y obedece el toque de queda —añadió mi madre.
Palpé la alianza de Camarada Buc en el bolsillo.
—Madre —le dije—, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Dime, hijo.
—¿Por qué no me has encontrado nunca una mujer?
—En primer lugar nos debemos al país —contestó—. Luego a los líderes, y luego…
—Sí, sí, ya sé —la corté yo—. Y luego al Partido, y luego a los Estatutos de la Asamblea de Trabajadores, y todo eso. Pero yo estuve en las Jóvenes Brigadas, estudié el Ideal Juche en la Universidad Kim Il-sung. He cumplido con mi deber, pero aun así no tengo esposa.
—Te noto intranquilo —observó mi padre—. ¿Has hablado con el consejero Songun de tu bloque de viviendas?
Me di cuenta de que le temblaban los dedos de la mano derecha. Cuando yo era un niño, uno de sus gestos habituales consistía en alargar esa mano y alborotarme el pelo. Era su forma de tranquilizarme cuando se llevaban a algún vecino, o cuando veíamos a agentes de los servicios secretos de la policía militar deteniendo a ciudadanos en el metro. Ese gesto me mostró que seguía allí, que a pesar de su omnipresente patriotismo, mi padre seguía siendo mi padre, aunque sintiera que tenía que ocultar su verdadero yo ante todos, incluso ante mí. Apagué la vela de un soplido.
Sin embargo, al salir de la casa, en cuanto estuve en el pasillo y hube echado la llave, no me marché inmediatamente. Pegué la oreja a la puerta, intentando no hacer ruido, y agucé el oído. Quería saber si podían ser ellos mismos, si cuando finalmente estaban a solas, en una habitación oscura y silenciosa, eran capaces de bajar la guardia y hablar como marido y mujer. Pasé mucho rato junto a la puerta pero no oí nada.
Fuera, en la calle Sinuiju, y a pesar de la oscuridad, vi que un grupo de chicas Juche habían escrito con tiza eslóganes revolucionarios en aceras y paredes. En una ocasión había oído el rumor de que uno de esos grupos había caído dentro de un foso de construcción, en la carretera de Tongol, pero quién sabe si es cierto. Me dirigí hacia el barrio de Ragwondong, donde hace mucho tiempo los japoneses construyeron varias barriadas para alojar a los coreanos más recalcitrantes. Allí, en la base del abandonado Hotel Ryugyong, se organiza un mercado nocturno ilegal. Incluso en la oscuridad reinante, la silueta negra de la torre, con forma de cohete, se recortaba contra el cielo estrellado. Al cruzar el puente de Palgol, los desagües vertían aguas residuales por la parte trasera de unos bloques de pisos de colores pastel. Páginas del Rodong Sinmun manchadas de mierda se esparcieron lentamente por la superficie del agua, como nenúfares.
Las transacciones tenían lugar alrededor de los huecos de unos ascensores oxidados. En la planta baja había varios hombres que se encargaban de negociar los precios y que, a continuación, se comunicaban a través del hueco del ascensor con sus colegas, que se encargaban de entregar los productos (medicamentos, cartillas de racionamiento, productos electrónicos, permisos de viaje) con unos cubos atados con cuerdas. A varios de los tipos no les gustó mi aspecto, pero uno se mostró dispuesto a hablar conmigo. Era joven y tenía un corte en una oreja de una ocasión en que los agentes de los servicios secretos lo habían pescado practicando la piratería. Le entregué el teléfono del comandante Ga.
Con gestos rapidísimos, abrió la parte posterior, sacó la batería, colocó la lengua sobre los contactos y comprobó el número de la tarjeta.
—Me interesa —dijo—. ¿Cuánto pides?
—No lo queremos vender. Necesitamos un cargador.
—¿Cómo que «necesitamos»?
—Bueno, necesito —admití, y le mostré el anillo de Camarada Buc, pero al verlo se burló.
—A menos que quieras vender el teléfono, ya te puedes largar.
Hace años, después de celebrar un Quince de Abril, los Pubyok se emborracharon y yo aproveché la ocasión para birlarles una de sus insignias. De vez en cuando me resultaba de lo más útil. Me la saqué del bolsillo y la hice brillar en la oscuridad.
—Necesitamos un cargador de móvil —le dije—. ¿O quieres que te cortemos la otra oreja?
—Eres un poco joven para ser un Pubyok, ¿no?
Al chaval le doblaba yo la edad.
—Los tiempos cambian —declaré con voz autoritaria.
—Si fueras un Pubyok ya me habrías roto un brazo —observó.
—Elige el brazo y está hecho —respondí, pero no me lo creí ni yo.
—A ver esto —dijo, y me quitó la insignia. Estudió la imagen de un muro flotante, sopesó la plata y pasó el pulgar por la parte posterior de piel—. Vale, Pubyok —consintió—. Te conseguiré un cargador de móvil, pero el anillo ya te lo puedes guardar. —Entonces hizo brillar la insignia—. A cambio me quedo esto.
A la mañana siguiente, dos camiones de la basura aparcaron delante del bloque de pisos Gloria del Monte Paektu, en el 29 de la calle Sinuiju, y descargaron una montaña de tierra en la acera. Generalmente mi trabajo en la División 42 me permite librarme de las tareas de este tipo, pero el administrador del comité de viviendas me comunicó que esta vez era distinto: la Campaña para la Transformación de la Hierba en Carne era una iniciativa municipal y quedaba fuera de su jurisdicción. Por lo general el administrador se mostraba muy receloso conmigo, porque había hecho que se llevaran a varios inquilinos, y además creía que vivía en la planta superior por paranoia, y no para proteger a mis padres de algunas de las malas influencias del edificio.
Me encontré en medio de una cadena humana que se pasó dos días subiendo cubos, orinales y bolsas de la compra llenos de tierra al tejado a través del hueco de la escalera. A veces oía una vocecita interior que narraba los acontecimientos a medida que sucedían, como si fuera escribiendo mi biografía a medida que yo la vivía, como si el público de esa historia vital fuera solo yo. Pero apenas tuve ocasión de poner esa voz por escrito: al final del segundo día, cuando llegué a la primera planta y me di cuenta de que era el último de la fila para tomar un baño de agua ya fría y sucia, la voz se había desvanecido.
Preparé para mis padres nabos picantes con un puñado de los champiñones que una vieja viuda de la segunda planta cultivaba en tarros de kimchi. La electricidad iba y venía, y parecía que la luz roja del cargador del móvil no iba a cambiar nunca a verde. Mi madre me informó de que en el campo de golf, y en compañía del ministro de Exteriores de Burundi, Kim Jong-il había logrado encadenar once agujeros de un solo golpe. Las noticias sobre la pobreza que asolaba Corea del Sur tenían deprimido a mi padre. El altavoz había emitido un largo reportaje sobre el hambre que pasaban ahí abajo.
—El Querido Líder les va a mandar ayuda —me dijo—. Espero que aguanten hasta la reunificación.
Los champiñones le dieron a mi orina un color entre oxidado y rosado.
Ahora que el tejado estaba cubierto con veinte centímetros de tierra, yo solo podía pensar en volver a la División 42 a ver si el comandante Ga se estaba recuperando.
—No tan deprisa —me dijo el administrador del comité de viviendas a la mañana siguiente, y desde una esquina del tejado señaló un camión lleno de cabras que esperaba en la calle.
Como mis padres estaban enfermos, iba a tener que asumir su parte del trabajo. Desde luego, con una cuerda y una polea habríamos terminado antes, pero no todo el mundo de por aquí ha ido a la Universidad Kim Il-sung. Así pues, nos cargamos los animales a hombros, con las patas delante, como si fueran asas. Las cabras se resistían como locas durante diez plantas, pero terminaban sucumbiendo a la oscuridad de las escaleras de cemento, y finalmente bajaban la cabeza y cerraban los ojos con resignación. No obstante, y aunque parecían encontrarse en un estado de sumisión absoluta, sabías que estaban alerta por algo que no veías pero que notabas en el cogote: el rápido latir de sus corazoncitos.
La hierba aún iba a tardar semanas en crecer, de modo que se creó un equipo que iría cada día al parque de Mansu a recoger hojas para que las cabras tuvieran qué comer. El administrador sabía que más le valía no tentar la suerte conmigo. Vimos a las cabras pasear cautelosamente por el tejado. Una de las pequeñas quedó arrinconada en la cornisa y terminó desplomándose al vacío. Estuvo balando durante toda la caída, pero el resto de las cabras actuaron como si no hubiera pasado nada.
Me salté el baño para poder acercarme corriendo al mercado de Yanggakdo. Tan solo saqué una miseria por el anillo de Camarada Buc: parecía que todo el mundo tenía una alianza que vender. Volví a casa en metro con una calabaza, un puñado de calamares secos, una bolsa de papel llena de cacahuetes chinos y un saco de cinco kilos de arroz. Apestaba a cabra. Es imposible no darte cuenta de que la gente del metro te mira mal porque apestas, aun sin dirigirte la mirada.
Preparé un festín para mis padres y estábamos todos la mar de animados. Encendí una segunda vela para la ocasión. Estábamos cenando cuando la luz roja del móvil pasó a verde. Supongo que había imaginado que iba a realizar la primera llamada con el teléfono del comandante Ga desde el tejado, bajo las estrellas, contemplando todo el universo mientras utilizaba un aparato con el que podía ponerme en contacto con cualquier persona del planeta. El teléfono utilizaba el alfabeto latino, pero yo solo buscaba números. No conseguí encontrar ningún registro de llamadas entrantes o salientes.
Mi padre oyó el ruidito que hacían los botones.
—¿Tienes algo ahí? —preguntó.
—No —contesté yo.
Durante un instante tuve la sensación de que mi madre contemplaba el teléfono, pero cuando me volví hacia ella vi que estaba saboreando el arroz blanco con la mirada perdida: las cartillas de racionamiento de arroz se habían terminado hacía ya meses, y llevábamos mucho tiempo alimentándonos de mijo. Antes me preguntaban siempre de dónde sacaba el dinero para comprar comida en el mercado negro, pero últimamente ya no dicen nada. Me acerqué a mi madre, cogí el teléfono con dos dedos y se lo pasé lentamente por delante de los ojos. Si percibió algo, no lo demostró.
Volví a fijarme en el teclado. No era tanto que no supiera ningún número de teléfono (que no lo sabía), como que de pronto me di cuenta de que no tenía a quién llamar. No había ni una mujer, ni un colega, ni un familiar con quien pudiera hablar. ¿Era posible que no tuviera ni un amigo?
—Padre —dije. Él estaba paladeando los cacahuetes salados con guindillas que tanto le gustaban—. Padre, si quisieras contactar con alguien, ¿con quién contactarías?
—¿Y por qué iba a contactar con alguien? —preguntó—. No lo necesito.
—No digo que lo necesites —respondí yo—. Me refiero a si quisieras, si quisieras llamar a un amigo, o a un pariente.
—Nuestros camaradas del Partido satisfacen todas nuestras necesidades —repuso mi madre.
—¿Qué me dices de tu tía? —le pregunté a mi padre—. ¿No tenías a una tía en el Sur?
Mi padre me devolvió una mirada vacía e inexpresiva.
—No tenemos ningún vínculo con ese país corrupto y capitalista —dijo.
—La denunciamos —añadió mi madre.
—Oye, que no lo pregunto como interrogador estatal —los tranquilicé—. Soy vuestro hijo. Solo estamos hablando, como una familia.
Siguieron comiendo en silencio y yo me concentré de nuevo en el teléfono. Curioseé entre las funciones, pero parecían estar todas deshabilitadas. Marqué un par de números al azar pero el teléfono no se conectaba a la red, aunque por la ventana del piso se veía una antena de telefonía. Subí y bajé el volumen, pero el timbre no sonaba. Intenté utilizar la cámara, pero no logré sacar ninguna foto. Me dije que, al fin y al cabo, a lo mejor iba a terminar vendiendo el chisme. Pero, aun así, me fastidiaba no tener a nadie a quien llamar. Repasé mentalmente la lista de mis profesores, pero mis dos preferidos habían terminado en los campos de trabajo: me había dolido mucho añadir mi firma a la denuncia por sedición, pero era mi deber. Por entonces era ya becario de la División 42.
—Espera, acabo de recordar algo —dije—. Cuando era pequeño había una pareja: venían a casa y los cuatro jugabais a cartas hasta bien entrada la noche. ¿No sentís curiosidad por saber qué ha sido de ellos? ¿No contactaríais con ellos si pudierais?
—Creo que no he oído hablar nunca de esas personas —dijo mi padre.
—Pues yo estoy seguro —insistí—. Las recuerdo perfectamente.
—No —dijo—. Te equivocas.
—Padre, soy yo. No hay nadie más en la sala. No nos oye nadie.
—Basta ya de esta conversación tan peligrosa —intervino mi madre—. No nos reuníamos con nadie.
—No digo que os reunierais con nadie. Los cuatro jugabais a cartas después de que cerrara la fábrica. Reíais y bebíais shoju. —Fui a cogerle la mano a mi padre, pero al notar el contacto se asustó y la apartó—. Padre, soy yo, tu hijo. Dame la mano.
—No pongas en duda nuestras lealtades —replicó—. ¿Qué es esto? ¿Una prueba? —me preguntó, y escrutó la sala con sus ojos lechosos—. ¿Nos están poniendo a prueba? —preguntó al aire.
Antes o después, todo padre tiene esa conversación con su hijo en la que le cuenta que, aunque debamos actuar y hablar de una forma determinada, en realidad seguimos siendo una familia. En nuestro caso se produjo cuando yo tenía ocho años. Estábamos bajo un árbol del monte Moranbong. Mi padre me dijo que existía un camino trazado para nosotros, y que debíamos recorrer haciendo lo que indicaban las señales y prestando atención a todos los avisos. Aunque camináramos por ese camino juntos, dijo, de puertas afuera debíamos actuar en solitario, pero por dentro iríamos cogidos de la mano. Los domingos las fábricas estaban cerradas, de modo que el aire era limpio, y yo me imaginé que ese camino atravesaba el valle de Tadeong, bordeado por los sauces y bajo un dosel de nubecitas blancas que avanzaban en tropel. Comimos helado de moras, con el sonido de fondo de un grupo de ancianos que jugaban ante sus tableros de chang-gi y palmeaban cartas en una animada partida degodori. Pronto mis pensamientos volaron hasta los barquitos de vela de juguete con los que los hijos de los yangban jugaban en el estanque, pero mi padre aún estaba caminando conmigo por ese camino.
—Denuncio a este niño por tener la lengua azul —me dijo.
Nos reímos.
—Este ciudadano come mostaza —propuse, señalándolo.
Hacía poco había probado por primera vez la raíz de mostaza, y mi expresión había provocado las carcajadas de mis padres. Por eso, todo lo relacionado con la mostaza me parecía divertido.
—Este niño tiene pensamientos contrarrevolucionarios sobre la mostaza —dijo mi padre, dirigiéndose a una autoridad invisible que flotaba a nuestro alrededor—. Habría que mandarlo a una granja de semillas de mostaza para corregir sus ideas amostazadas.
—Este padre come helado de pepino con caca de mostaza —dije.
—Esa ha estado bien. Ven, dame la mano —me dijo. Yo metí mi manita dentro de la suya, pero de pronto torció la boca con expresión de odio—. Denuncio a este ciudadano por ser un títere del imperialismo al que habría que juzgar por crímenes contra el Estado —exclamó, con la cara encendida—. Lo he visto vomitar diatribas capitalistas e intentar envenenar mentes con su pérfida bazofia.
Los ancianos levantaron la cabeza de sus juegos y se nos quedaron mirando. Yo estaba muerto de miedo, a punto de echarme a llorar.
—¿Ves? —observó mi padre—. Mi boca ha dicho todo eso, pero mi mano sigue cogiendo la tuya. Si algún día, para protegeros a los dos, tu madre tiene que decirme algo así a mí, debes saber que, por dentro, ella y yo seguiremos cogidos de la mano. Y si algún día tú tienes que decirme algo así, yo sabré que en realidad no eres tú. Porque por dentro, un hijo y su padre siempre se cogen de la mano.
Y entonces me alborotó el pelo.
★★★
Era medianoche y no podía dormir. Lo intentaba, pero tendido en mi camastro no podía dejar de preguntarme cómo se las habría ingeniado el comandante Ga para cambiar su vida por la de otra persona, sin dejar rastro alguno del hombre que había sido antes. ¿Cómo puede uno librarse del resultado que ha obtenido en el Examen de Aptitud del Partido, o eludir doce años de evaluaciones de su profesor de Rectitud de Pensamiento? Tenía la impresión de que la historia secreta de Ga estaba plagada de amigos y aventuras, y eso me ponía celoso. No me importaba que probablemente hubiera matado a la mujer a la que amaba. ¿Cómo había encontrado el amor? ¿Cómo lo había conseguido? ¿Y había sido ese amor lo que lo había convertido en una persona distinta? ¿O, como yo sospechaba, el amor había surgido en cuanto él había adoptado una identidad nueva? Sospechaba que, por dentro, Ga seguía siendo la misma persona, pero con un exterior totalmente nuevo. Eso era algo que podía respetar, aunque, en realidad, para llegar hasta el fondo, ¿no debía uno desarrollar también una vida interior nueva?
Ni siquiera había un expediente del personaje que se hacía pasar por el comandante Ga, tan solo disponía del de Camarada Buc. Le di vueltas y más vueltas al asunto, preguntándome cómo era posible que Ga tuviera la conciencia tan tranquila, y entonces encendí la vela y volví a estudiar el expediente de Buc. Aunque se mantuvieran totalmente inmóviles y respiraran regularmente, sabía que mis padres estaban despiertos, escuchando los ruidos que yo hacía al hojear el expediente de Camarada Buc mientras intentaba descubrir algo sobre la identidad de Ga. Por primera vez tenía celos de los Pubyok y de su capacidad de obtener respuestas.
Y entonces sonó el móvil: pip.
Oí un crujir de lona y noté cómo mis padres se ponían tensos en la cama.
Encima de la mesa, en el teléfono parpadeaba una luz verde.
Lo cogí y lo abrí. En la pantallita había una imagen, una fotografía de una acera, y en la acera una estrella, y en la estrella dos palabras en inglés: «Ingrid» y «Bergman». En el lugar donde habían tomado la fotografía era de día.
Volví a concentrarme en el expediente de Camarada Buc y busqué alguna imagen que incluyera una estrella como esa, pero solo contenía fotografías estándar: su comisión del Partido, el día en que, a los dieciséis años, recibió la insignia de Kim Il-sung, su juramento de fidelidad eterna. Llegué a la foto que mostraba a su familia muerta: las cabezas echadas hacia atrás, las cuatro mujeres contorsionadas en el suelo. Y, aun así, parecían tan puras. Las niñas con sus vestiditos blancos; la madre, con un brazo encima del hombro de las dos mayores, al tiempo que cogía la mano de la pequeña. Al ver la alianza noté una punzada. Debía de haber sido duro para ellas: acababan de detener a su padre y entonces, durante un acontecimiento familiar solemne sin él, habían caído víctimas «posiblemente del monóxido de carbono». Es difícil imaginar lo que significa perder una familia, que alguien a quien amas desaparezca sin más. De pronto comprendía mejor por qué, en el sumidero, Camarada Buc nos había advertido de que nos preparásemos y de que necesitábamos un plan. Escuché el silencio de mis padres en la sala oscura y me pregunté si debía idear un plan para cuando perdiera a uno de ellos, y si Buc se refería a eso.
Los familiares de Camarada Buc estaban en el suelo, y por ese motivo los ojos se te iban solos a esa parte de la fotografía. Por primera vez me di cuenta de que encima de la mesa había una lata de melocotones en almíbar, un detalle insignificante en comparación con el resto de la imagen. La tapa dentada estaba abierta, y de repente comprendí que el comandante Ga había encontrado un medio para eludir el resto de su biografía en cuanto le pareciera oportuno, y que ese medio se encontraba encima de su mesita de noche.
★★★
En la División 42 había un resquicio de luz debajo de la puerta de la sala de los Pubyok. Pasé por delante sin hacer ruido: con esos tipos nunca sabías si se habían quedado trabajando hasta tarde o si habían llegado pronto.
Encontré al comandante Ga plácidamente dormido, pero su lata de melocotones había desaparecido.
Lo zarandeé hasta despertarlo.
—¿Dónde están los melocotones? —le pregunté.
Él se frotó la cara y se pasó una mano por el pelo.
—¿Es de día o de noche? —quiso saber.
—De noche.
Ga asintió.
—Sí, ya me parecía.
—Los melocotones —repetí—. ¿Fue eso lo que le dio a comer a la actriz y a sus hijos? ¿Fue así como los mató?
Se volvió hacia la mesita de noche. Estaba vacía.
—¿Dónde están mis melocotones? —me preguntó—. Son melocotones especiales, tiene que encontrarlos antes de que pase algo horrible.
En ese preciso instante vi pasar a Q-Ki por delante de la habitación. ¡Eran las tres y media de la noche! Todavía faltaban dos horas para que sonaran las sirenas que llamaban a la gente al trabajo. La llamé, pero ella siguió caminando.
Me volví hacia Ga.
—¿Me quiere decir qué es un Bergman?
—¿Un Bergman? —preguntó él—. No sé de qué me…
—¿Y un Ingrid?
—Eso no es una palabra —repuso.
Me lo quedé mirando.
—¿La amaba?
—Aún la amo.
—Pero ¿cómo lo hizo? —pregunté—. ¿Cómo logró que ella correspondiera a su amor?
—Intimidad.
—¿Intimidad? ¿Qué es eso?
—Cuando dos personas lo comparten todo y no hay secretos entre ellos.
No pude evitar reírme.
—¿Que no hay secretos? —le pregunté—. Eso es imposible. Nos pasamos semanas reuniendo biografías enteras de los sujetos, pero siempre que los conectamos al piloto automático sueltan algún detalle crucial que se nos había pasado por alto. O sea que sonsacarle todos los secretos a alguien es imposible, lo siento.
—No —objetó Ga—. Ella te entrega sus secretos, y tú le entregas los tuyos.
Vi pasar a Q-Ki de nuevo, esta vez con una linterna frontal en la cabeza. Dejé a Ga y salí tras ella: me sacaba bastantes metros de ventaja.
—¿Qué hace aquí a estas horas? —le pregunté, levantando la voz.
Su respuesta retumbó por todo el pasillo:
—Entregarme a mi trabajo.
Logré atraparla en las escaleras, pero ella seguía caminando. En las manos llevaba un artefacto del taller, una bomba de mano conectada a un tubo de goma que se utiliza para irrigar y drenar el estómago de los sujetos: la inflamación de órganos por la administración de líquidos a presión es la tercera táctica coercitiva más dolorosa que existe.
—¿Qué pretende hacer con eso? —le pregunté.
Un tramo de escaleras tras otro, fuimos descendiendo hacia las profundidades del edificio.
—No tengo tiempo —replicó.
La agarré con fuerza del brazo y la obligué a volverse. No estaba acostumbrada a que la trataran así.
—He cometido un error —admitió—. Tenemos que darnos prisa, en serio.
Dos tramos de escalera más abajo llegamos a la entrada del sumidero; la escotilla estaba abierta.
—No —dije—. No me fastidie.
Desapareció por la escalera de mano. Yo la seguí y fue entonces cuando vi a Camarada Buc retorciéndose en el suelo, con la lata de melocotones derramada junto a él. Q-Ki intentó meterle el tubo de goma por la garganta, aunque con las convulsiones no era tarea fácil. Le salía saliva blanca de la boca y tenía los ojos colgantes, un síntoma claro de intoxicación por botulismo.
—Olvídese —le dije—. La toxina ya le ha afectado el sistema nervioso.
Ella soltó un gruñido de frustración.
—Ya lo sé, la he cagado —reconoció.
—¿Qué ha pasado?
—No debería haberlo hecho —dijo—. ¡Pero es que lo sabe todo!
—Lo sabía.
—Bueno, lo sabía. —Parecía como si quisiera pegarle una patada a Buc, que seguía estremeciéndose—. Pensaba que si lograba hacerlo cantar podríamos resolver el caso. Bajé aquí y le pregunté qué quería, y él dijo que melocotones. Dijo que era lo último que quería del mundo. —Entonces sí, Q-Ki le pegó una patada, aunque no pareció que hacerlo la aliviara demasiado—. Dijo que si le traía melocotones por la noche, por la mañana me lo contaría todo.
—¿Cómo sabía si era de día o de noche?
Q-Ki negó con la cabeza.
—Otra cagada mía: se lo dije yo.
—No pasa nada —la consolé—. Todos los becarios cometen ese error.
—Pero de pronto, en plena noche, he tenido la corazonada de que algo iba muy mal —siguió contando—. O sea que he bajado y me lo he encontrado así.
—Nosotros no funcionamos a base de corazonadas —repuse—. Eso es cosa de los Pubyok.
—Bueno, ¿y qué le sacamos a Buc? Básicamente nada. ¿Qué coño le hemos sacado al comandante Ga? Un cuento chino sobre cómo hacerle una paja a un buey.
—Q-Ki —dije. Puse los brazos en jarras y respiré hondo,
—No la tome conmigo —protestó—. Fue usted quien le preguntó a Camarada Buc por la lata de melocotones. Fue usted quien le dijo que teníamos al comandante Ga en el edificio. Él solo tuvo que atar cabos. —Por la cara que ponía, parecía que estuviera a punto de largarse corriendo—. Una cosa más —dijo—. ¿Recuerda que el comandante Ga preguntó si los melocotones eran suyos o de Camarada Buc? Cuando le di la lata a Camarada Buc, preguntó lo mismo.
—¿Y qué le dijo?
—¿Que qué le dije? ¡Nada! —exclamó Q-Ki—. Yo soy una interrogadora, ¿recuerda?
—No —repuse—. Es una becaria.
—Es verdad —admitió—. Los interrogadores son personas que obtienen resultados.
Detrás de las celdas donde encerramos a los sujetos cuando acaban de llegar al edificio y aún no hemos procesado su caso se encuentra la consigna central. Está situada en la planta baja, y antes de marcharme fui a echar un vistazo. Los agentes de los servicios secretos de la policía militar se agencian cualquier objeto de valor antes de traer a los sujetos aquí. Recorrí los pasillos, estudiando las exiguas pertenencias confiscadas a la gente al entrar en el edificio. Había un montón de sandalias y mi primera observación fue que los enemigos del estado tendían a calzar un treinta y nueve. Había bellotas que habían encontrado en los bolsillos de los sujetos, las ramitas que utilizaban para limpiarse los dientes, mochilas llenas de harapos y utensilios para comer. Junto a un trozo de cinta adhesiva con el nombre de Camarada Buc, encontré una lata de melocotones con una etiqueta roja y verde: cultivados en Manpo y enlatados en la Fábrica de Conservas 49.
Cogí la lata de melocotones y me la llevé a casa.
El metro ya había empezado a circular. Hacinado en uno de los vagones, mi aspecto no difería en nada del de la multitud de trabajadores de las fábricas, con quienes me ladeaba involuntariamente en las curvas. No podía apartar de la mente la imagen de la familia de Buc: las cuatro mujeres con sus vestidos blancos, tan elegantes. Esperaba que mi madre no incendiara el apartamento cocinando a ciegas; fuera como fuera, se las apañaba. Incluso a cien metros bajo tierra, todos oímos la sirena que llamaba a la gente al trabajo.