UN AÑO MÁS TARDE
Llevábamos un mes interrogando a un profesor de Kaesong y ya casi habíamos terminado cuando corrió por todo el edificio el rumor de que habían arrestado al comandante Ga y que se encontraba detenido en el edificio, nada menos que en nuestra División 42. Enviamos inmediatamente a los becarios, Q-Ki y Jujack, al piso de arriba, a comprobar si era verdad. Desde luego, nos moríamos de ganas de ver con nuestros propios ojos al comandante Ga, más aún con las historias que circulaban últimamente por todo Pyongyang. ¿Era posible que se tratara del mismo comandante Ga que había ganado el Cinturón Dorado, había derrotado a Kimura en Japón, había depurado el Ejército de homosexuales y finalmente se había casado con nuestra actriz nacional?
Pero nuestro trabajo con el profesor se encontraba en una fase crítica y no podíamos dejarlo todo solo para ir a ver a un famoso. El profesor era realmente un caso de manual: lo habían acusado de divulgar ideas contrarrevolucionarias, concretamente de utilizar una radio ilegal para ponerles canciones pop surcoreanas a sus estudiantes. Era una acusación ridícula, lanzada seguramente por algún rival dentro de la universidad. Los cargos de esta índole son tan difíciles de demostrar como de refutar. En Corea del Norte casi todo el mundo trabaja por parejas, para que uno de los colegas pueda proporcionar siempre pruebas o denunciar al otro. Pero ese no es el caso de los profesores, que gozan de competencias exclusivas en sus aulas. No nos habría costado demasiado arrancarle una confesión, pero ese no es nuestro estilo, nosotros no funcionamos así. De hecho, la División 42 está formada en realidad por dos divisiones.
Nuestro equipo de interrogación rival es el de los Pubyok, bautizado en honor a los integrantes del «muro flotante», que salvaron Pyongyang del invasor en el año 1136. Actualmente quedan tan solo una decena de Pubyok, viejos con la cabeza rapada que caminan siempre en fila india, como si fueran un muro, y que viven convencidos de que pueden flotar, sigilosos como espectros, de un ciudadano al siguiente, interrogándolos como el viento interroga las hojas. Están siempre rompiéndose las manos, con la teoría de que, cada vez que se sueldan, los huesos añaden una capa extra y se vuelven más fuertes. Es un espectáculo horrible: viejos que, sin venir a cuento, se rompen una mano con una puerta, o con el borde de un barril con fuego. Cuando un Pubyok se va a romper una mano, los demás se reúnen para verlo y nosotros, los miembros racionales y con principios de la División 42, tenemos que apartar la mirada. Junbi, dicen, casi susurrando; entonces empiezan a contar: Hana, dul, set, y finalmente gritan ¡Sijak! A continuación se oye el sonido extrañamente sordo de una mano que golpea el borde de una puerta. Los Pubyok creen que habría que tratar de inmediato a todos los sujetos que llegan a la División 42 con brutalidad: dolor prolongado y arbitrario, a la antigua usanza.
Y luego está mi equipo. No, me corrijo: nuestro equipo, ya que realmente se trata de una empresa conjunta. No necesitamos utilizar ningún apodo y nuestras afiladas mentes son las únicas herramientas de interrogación de las que nos valemos. Los Pubyok vivieron la guerra (o cuando menos sus consecuencias) de jóvenes, o sea que su actitud es comprensible. Y nosotros los respetamos, pero actualmente los interrogatorios son una ciencia: lo que importa es conseguir resultados uniformes a largo plazo. La brutalidad tiene su utilidad, eso no lo negamos, pero debe emplearse de forma táctica, en momentos puntuales y en el contexto de una relación prolongada. Y el dolor (esa imponente flor blanca) solo se puede utilizar de una vez y de la forma en que lo utilizamos nosotros: como un dolor completo, duradero, transformador, sin trampa ni cartón. Además, como en nuestro equipo todos somos graduados de la Universidad Kim Il-sung, sentimos debilidad por nuestros viejos profesores, incluido nuestro candidato de una universidad local de Kaesong.
Reclinamos a nuestro profesor en una butaca de una de las unidades de interrogación. Las butacas son increíblemente cómodas, las mandamos hacer especialmente en Siria: parecen butacas de dentista, de piel color azul claro, con apoyabrazos y apoyacabezas. Junto a la silla hay una máquina, eso sí, que pone nerviosa a la gente. La llamamos el piloto automático. Supongo que, aparte de nuestra inteligencia, esa es la única otra herramienta que usamos.
—Creía que ya tenían todo lo que necesitaban —dijo el profesor—. He respondido a todas las preguntas.
—Se ha portado muy bien —le respondí yo—. Mucho.
Entonces le enseñé la biografía de su vida que habíamos elaborado. Tenía doscientas doce páginas y era el fruto de decenas de horas de interrogatorio. Contenía todo lo relacionado con su persona: sus recuerdos más antiguos, la formación recibida en el Partido, los momentos personales que lo habían marcado, sus logros y fracasos, sus aventuras con alumnas, etcétera, una documentación completa de su existencia hasta su llegada a la División 42. Hojeó el libro, impresionado. Utilizamos una máquina de encuadernar como las que se usan para las tesis doctorales y que da a las biografías un aspecto realmente profesional. Los Pubyok se limitan a pegarte una paliza hasta que confiesas haber utilizado la radio, tanto si había una radio como si no. Nuestro equipo, en cambio, descubre una vida entera, con todas sus sutilezas y motivaciones, y entonces la convierte en un volumen único y original que contiene a toda la persona. Cuando tienes la biografía de un sujeto, ya no hay nada entre este y el Estado. Y eso es armonía, esa es la idea en la que se basa nuestra nación. Desde luego, algunos de nuestros sujetos tienen unas historias larguísimas, que nos lleva meses reunir, pero si algo no falta en Corea del Norte es eternidad.
Conectamos el profesor al piloto automático y su reacción cuando empezó el dolor fue de sorpresa. Su expresión transmitía toda su desesperación por intentar determinar qué queríamos de él y cómo nos lo podía proporcionar, pero su biografía ya estaba cerrada, no había más preguntas. Con mirada horrorizada, el profesor vio cómo alargaba la mano hacia el bolsillo de su camisa y le cogía el bolígrafo dorado que llevaba: ese tipo de objetos pueden concentrar la electricidad y hacer que la ropa prenda. Su mirada revelaba que había comprendido que había dejado de ser profesor, y que nunca más iba a necesitar un bolígrafo. No hace tanto, cuando éramos jóvenes, a la gente como el profesor (seguramente junto con un puñado de sus alumnos) la fusilaban en un estadio de fútbol un lunes por la mañana, antes de ir al trabajo. Cuando íbamos a la universidad se puso de moda arrojarlos a las minas prisión, donde la esperanza de vida es de seis años. Naturalmente, en la actualidad nuestros sujetos terminan sus días en los centros de recolección de órganos.
Sí, cuando las minas abren sus fauces y piden más trabajadores, tienen que ir todos, eso es cierto. Ahí no podemos decir nada. Pero, a nuestro modo de ver, la gente como el profesor tiene por delante toda una vida de felicidad y trabajo que ofrecer a la nación. Así pues, aumentamos el dolor hasta niveles inconcebibles, un río cambiante de dolor muscular. Un dolor de esta naturaleza provoca una fisura en la identidad: la persona que alcanzará la otra orilla tendrá poco que ver con el profesor que ahora empieza la travesía. Dentro de unas semanas se habrá convertido en miembro activo de alguna granja colectiva rural, y a lo mejor podremos encontrarle una viuda que lo consuele. No hay otra: para empezar una nueva vida, antes hay que renunciar a la anterior.
Pero de momento nuestro profesorcito iba a tener que pasar un tiempo a solas. Conectamos el piloto automático, que controla las constantes vitales del sujeto y administra dolor en oleadas moduladas, cerramos la puerta insonorizada y nos dirigimos a la biblioteca. Por la tarde volveríamos a por él. Lo encontraríamos con las pupilas dilatadas y le castañetearían los dientes, y lo ayudaríamos a ponerse la ropa de calle para su gran viaje al campo.
Evidentemente, nuestra biblioteca no es más que un almacén, pero cada vez que nuestro equipo añade una nueva biografía al fondo, me gusta hacerlo con ceremonia. Una vez más, pido disculpas por ese lamentable pronombre singular: intento no llevármelo nunca al trabajo. Las estanterías cubren todas las paredes, del suelo hasta el techo, y hay también varias filas que llenan toda la sala. En una sociedad donde lo que importa es lo colectivo, los únicos que damos valor a los individuos somos nosotros. Independientemente de lo que les pase a nuestros sujetos después de nuestro interrogatorio, siguen aquí, los hemos salvado. La ironía, naturalmente, es que el ciudadano medio, el interrogador de a pie, por ejemplo, nunca tendrá la oportunidad de contar su historia. Nadie le pregunta cuál es su película de Sun Moon preferida, nadie quiere saber si le gusta más el pastel de mijo o la avena de mijo. No, en una cruel broma del destino, los enemigos del Estado son los únicos que son tratados como si fueran estrellas.
Con algo de fanfarria, colocamos la biografía del profesor en la estantería, junto a la de la bailarina de la semana anterior. La mujer nos hizo llorar a todos cuando nos contó cómo su hermano pequeño había perdido los ojos y, cuando la conectamos al piloto automático, el dolor la hizo levantarse y mover las extremidades con gestos rítmicos y elegantes, como si estuviera narrando su historia de nuevo, ahora con movimientos. Salta a la vista que la palabra interrogatorio no se ajusta a lo que hacemos aquí. Se trata de una tosca herencia de la era de los Pubyok. Cuando el último Pubyok finalmente se jubile, ejerceremos la presión necesaria para que nos cambien el nombre por el de División de Biografías Ciudadanas.
Nuestros becarios, Q-Ki y Jujack, regresaron jadeando.
—Lo tiene un equipo de Pubyok —dijo Q-Ki.
—Han sido los primeros en echarle el guante al comandante Ga —añadió Jujack.
Subimos corriendo escaleras arriba. Cuando llegamos a la sala de detención, Sarge y varios de sus hombres ya se estaban marchando. Sarge era el líder de los Pubyok. No nos podíamos ni ver. Tenía una frente prominente, e incluso a los setenta años poseía un cuerpo simiesco. Todos lo llamábamos Sarge; nunca supe su nombre real.
El tipo se quedó en el umbral, frotándose las manos.
—Mira que hacerse pasar por un héroe nacional —dijo Sarge, negando con la cabeza—. ¿En qué se está convirtiendo este país? ¿Acaso no queda ni una pizca de decencia?
Sarge tenía la cara marcada, y mientras hablaba le sangraba la nariz. Q-Ki se llevó instintivamente la mano a la suya.
—Parece que el comandante Ga les ha pegado una buena tunda, ¿no?
¡Caramba con la chica! ¡Menudo descaro tenía Q-Ki!
—No es el comandante Ga —dijo Sarge—. Pero sí, nos ha sorprendido con un truco bastante hábil. Vamos a mandarlo al sumidero esta misma noche y le enseñaremos unos cuantos de nuestros trucos.
—¿Y su biografía? —preguntamos nosotros.
—¿Acaso no me han oído? —contestó Sarge—. No es el comandante Ga. El tipo es un impostor.
—Entonces no le importará que nuestro equipo lo intente. Solo queremos la verdad.
—La verdad no está en sus estúpidos libros —dijo Sarge—. Es algo que se ve en los ojos de un hombre. Que se siente aquí, en el corazón.
Personalmente, me sentía mal por Sarge. Era un tipo viejo, de buena estatura. Para llegar a ser tan corpulento, uno tiene que haber comido carne de niño, algo que seguramente consiguió colaborando con los japoneses. Tanto si les había hecho la rosca a los japos como si no, probablemente todo el mundo que había conocido a lo largo de su vida habría sospechado que sí.
—Pero sí, es todo suyo —admitió Sarge—. Al fin y al cabo, ¿qué somos sin honor? —añadió, aunque se notaba que aquel «somos» no nos incluía. Empezó a alejarse, pero entonces se volvió hacia nosotros—. No permitan que se acerque al interruptor de la luz —nos advirtió.
Dentro encontramos al comandante Ga sentado en una silla. Los Pubyok habían hecho un buen trabajo con él, y la verdad era que no parecía uno de esos tipos que ejecutan misiones asesinas en el Sur para acallar a los desertores que hablan más de la cuenta. Nos miró, tratando de decidir si también habíamos ido a pegarle una paliza, en cuyo caso tampoco parecía querer defenderse.
Sus labios partidos presentaban un aspecto lastimoso y tenía las orejas enrojecidas y cubiertas ya de secreciones después de que se las hubieran golpeado con las suelas de unos zapatos de vestir. También presentaba señales antiguas de hipotermia en los dedos y le habían desgarrado la camisa, que dejaba ver un tatuaje de la actriz Sun Moon en el pecho. Negamos con la cabeza: pobre Sun Moon. El sujeto presentaba una considerable cicatriz en el brazo, aunque sabíamos que los rumores de que el comandante Ga se había enfrentado a un oso no eran más que eso, rumores. En su mochila solo encontramos unas botas negras de vaquero, una lata de melocotón y un móvil rojo y reluciente, sin batería.
—Hemos venido a escuchar su historia —le dijimos.
Tenía la cara desfigurada a causa de los puños de los Pubyok.
—Pues espero que les gusten los finales felices —respondió.
Lo acompañamos a una unidad de interrogatorios y lo ayudamos a sentarse en una de las butacas. Le dimos una aspirina y un vaso de agua, y pronto estuvo dormido.
Escribimos rápidamente una nota en la que ponía: «No es el comandante Ga». La metimos en una cápsula de vacío y, con un fuuu, la mandamos al complejo de búnkeres subterráneo, donde se tomaban todas las decisiones. No sabíamos ni si el búnker estaba a mucha profundidad, ni quién había ahí. Cuanto más abajo, mejor, pensaba. O sea, pensábamos.
Antes de que pudiéramos darnos la vuelta para marcharnos, la cápsula volvió a subir a través del tubo y cayó en nuestro receptáculo. Cuando la abrimos, la nota de dentro decía simplemente: «Sí es el comandante Ga».
No regresamos a su lado hasta última hora del día, cuando ya estábamos a punto de colgar las batas. Al comandante Ga, o quien fuera, se le había empezado a hinchar la cara, aunque tenía un sueño extrañamente tranquilo. Nos fijamos en que las manos se encontraban encima del estómago y parecía que escribiera a máquina, como si estuviera transcribiendo lo que soñaba. Pasamos un rato observando sus dedos, pero no logramos descubrir qué podía estar escribiendo.
—No somos los que le hicieron daño —le dijimos después de despertarlo—. Eso lo hizo otro grupo. Solo queremos que responda a una sencilla pregunta y le daremos una habitación con una cama cómoda.
El comandante Ga asintió con la cabeza. Nos moríamos de ganas de preguntarle un montón de cosas, pero nuestra becaria Q-Ki se nos avanzó a todos.
—¿Qué hizo con el cuerpo de la actriz? —le espetó—. ¿Dónde lo escondió?
Cogimos a Q-Ki por el hombro y nos la llevamos fuera de la unidad de interrogatorios. Era la primera becaria mujer de la historia de la División 42 y nos había salido revoltosa, la muy jodida. A los Pubyok los cabreaba muchísimo que hubieran aceptado a una mujer en el cuerpo, pero si queríamos una división de interrogatorios moderna y progresista, era esencial contar con una mujer interrogadora.
—Hay que empezar más despacio —le dijimos a Q-Ki—. Primero hay que forjar una relación con el sujeto, no queremos que se ponga a la defensiva. Si nos ganamos su confianza, prácticamente escribirá la historia por nosotros.
—¿A quién le importa su autobiografía? —preguntó ella—. En cuanto descubramos el paradero de la actriz muerta y de sus hijos, lo fusilarán en medio de la calle. No hay más.
—El carácter es destino —le dijimos, recordándole la célebre cita de Kim Il-sung—. Eso significa que una vez descubrimos qué hay en el interior de un sujeto y qué cosas lo motivan, podemos saber no solo todo lo que ha hecho, sino también todo lo que hará.
De vuelta a la unidad de interrogatorios, Q-Ki formuló a regañadientes una pregunta más adecuada.
—¿Cuándo conoció a la actriz Sun Moon? —preguntó.
El comandante Ga cerró los ojos.
—Hacía frío —dijo—. La pared de la enfermería enmarcaba su silueta. La enfermería era blanca. La nieve caía con fuerza y me impedía verla. El acorazado ardía. Utilizaron la enfermería porque era blanca. Dentro la gente gemía. El agua estaba en llamas.
—Este está para el arrastre —murmuró Q-Ki.
Tenía razón. Había sido un día muy largo. Arriba, a nivel de la calle, la luz herrumbrosa del atardecer estaría ya extendiéndose por todo el centro de Pyongyang. Era hora de dejarlo y volver a casa antes de que cortaran la electricidad.
—Un momento —dijo Jujack—. Denos algo, comandante Ga, lo que sea.
Al sujeto parecía gustarle que lo llamaran comandante Ga.
—Cuéntenos qué estaba soñando —añadió Jujack—. Y lo llevaremos a su habitación.
—Estaba conduciendo un coche —dijo el comandante Ga—. Un coche americano.
—Ajá —aprobó Jujack—. ¿Y qué más? ¿Ha conducido alguna vez un coche americano?
Jujack era un buen becario, el primer hijo de ministro que nos mandaban que valía algo.
—Sí —respondió el comandante Ga.
—¿Y por qué no empieza por ahí y nos cuenta qué pasaba mientras conducía ese coche americano?
Lentamente, el sujeto empezó a hablar.
—Es de noche —dijo—. Mi mano va cambiando de marcha. Las farolas están apagadas, los autobuses eléctricos, abarrotados de trabajadores del tercer turno de las fábricas, avanzan rápidamente por la calle Chollima y el Bulevar de la Reunificación. Sun Moon va en el coche conmigo. No conozco Pyongyang. «A la izquierda», dice. «A la derecha.» Nos dirigimos a su casa, al otro lado del río, en lo alto del monte Taesong. En el sueño me digo que esta noche será distinto, que cuando lleguemos a casa finalmente me dejará tocarla. Lleva un choson-ot color platino, brillante como polvo de diamante. En las calles, gente vestida con pijama negro se cruza ante nosotros. Llevan fardos, comestibles y trabajo extra para hacer en casa, pero yo no reduzco la marcha. En el sueño soy el comandante Ga. Durante toda mi vida me han manejado siempre los demás, mientras yo trataba de apartarme de su camino. Pero el comandante Ga es un hombre que pisa el acelerador.
—¿Acaba de convertirse en el comandante Ga? ¿En el sueño? —le preguntamos, pero él siguió hablando como si no nos hubiera oído.
—Cruzamos el parque de Mansu entre la niebla que sube del río. En los bosques hay familias robando castañas de los árboles: los niños corren por las ramas y hacen caer las nueces a puntapiés, mientras, más abajo, sus padres las parten entre las rocas. Es ver uno de esos cubos amarillos o azules, y todos los demás se hacen evidentes: en cuanto los enfocas, los hay por todas partes, familias que se arriesgan a terminar en la cárcel para robar nueces de los parques públicos. «¿Están jugando a algo?», me preguntó Sun Moon. «Son tan graciosos, subidos a los árboles con la ropa de cama blanca… O a lo mejor están haciendo atletismo. Gimnasia, o algo así. ¡Qué sorpresa tan especial! Se podría hacer una película magnífica: una familia de actores de circo que ensaya por las noches en los árboles de un parque público. Tienen que ensayar en secreto porque hay otra familia de actores de circo que está siempre robándoles los números. ¿No te imaginas la película?», me preguntó. «¿En la pantalla?» Fue un momento perfecto. Habría podido hacer que el coche se saliera del puente, matarnos a los dos para que aquel momento durara para siempre, tal era el amor que sentía por Sun Moon, una mujer tan pura que no sabía qué aspecto tenían las personas muertas de hambre.
Los cinco nos quedamos prendados de la historia. Desde luego, el comandante Ga se había ganado su sedante. Le dirigí una mirada a Q-Ki, como diciéndole: «¿Entiendes ahora el sutil arte del interrogatorio?».
Si los sujetos no te parecen infinitamente interesantes y lo único que quieres es pegarles una paliza, es mejor que te dediques a otra cosa. Decidimos que Ga sabría encargarse de sus propias heridas, de modo que lo encerramos en una habitación con desinfectante y una venda. A continuación nos cambiamos las batas por las chaquetas de vinalón mientras discutíamos su caso, apoyados en el pasamanos de las empinadas escaleras mecánicas del metro de Pyongyang. Observen hasta qué punto el cambio de identidad de nuestro sujeto era casi total: el impostor incluso soñaba que era el comandante Ga. Fíjense también en que había empezado la historia como debe empezar cualquier historia de amor: con belleza y con una perspicacia que combinaba la compasión con la necesidad de proteger al ser querido. No la había empezado admitiendo de dónde había sacado el coche americano. No había mencionado que volvían a casa tras una fiesta ofrecida por Kim Jong-il, donde habían atacado a Ga para diversión de los invitados. Ni siquiera pensaba que se había deshecho del marido de esta mujer a la que «amaba».
Sí, conocemos algunos hechos de la historia de Ga, la carcasa externa, por así decirlo. Los rumores llevaban semanas circulando por la capital. Pero lo que teníamos que descubrir ahora era la parte interior. Ya entonces me di cuenta de que aquella iba a ser la biografía más importante que jamás escribiríamos. Ya me imaginaba la cubierta de la biografía del comandante Ga, podía ver el nombre real del sujeto, fuera el que fuera, estampado en el lomo. Ya me veía colocando el libro en la estantería, apagando las luces y cerrando la puerta de un cuarto donde el polvo caía a través de la oscuridad a un ritmo de tres milímetros por década.
Para nosotros la biblioteca es un lugar sagrado. No admite visitas y cuando un libro se cierra, no se vuelve a abrir nunca más. Desde luego, de vez en cuando los chicos de Propaganda husmean un poco buscando una historia inspiradora que ofrecer a los ciudadanos a través de los altavoces, pero nuestra tarea no consiste en contar historias, sino en recopilarlas. No tenemos nada que ver con los viejos veteranos que cuentan sus dramones a los transeúntes, delante de la residencia de ancianos Respeto por los Mayores de la calle Moranbong.
La estación de Kwangok, con su hermoso mural del lago Samji, es mi parada. Salgo del metro en pleno barrio de Pot-tongang y la ciudad está llena de humo de leña. Hay una anciana asando cebollas tiernas en la acera y pesco a la chica que controla el tráfico cambiándose sus gafas de sol azules por las de noche, de color ámbar. En la calle, cambio el bolígrafo dorado del profesor por pepinos, un kilo de arroz de la ONU y un poco de pasta de sésamo. Las luces de las viviendas se encienden mientras negociamos y en los bloques de pisos se distingue claramente que nadie vive más arriba del piso nueve. Los ascensores no funcionan nunca y, si lo hacen, lo más probable es que se vaya la luz mientras te encuentres entre dos plantas y te quedes encerrado en el pozo. Mi edificio se llama Gloria del Monte Paektu, y soy el único vecino de la planta veintidós, una altura que asegura que mis ancianos padres no salgan nunca solos a la calle. No se tarda tanto en subir las escaleras como uno imaginaría: con el tiempo te acostumbras a todo.
Al entrar en casa, me asalta el sonido del programa de propaganda vespertino que sale por los altavoces que hay instalados. Hay uno en cada piso y en cada fábrica de Pyongyang, en todas partes menos donde trabajo, pues se determinó que los altavoces ofrecerían a los sujetos demasiada información orientativa, como la fecha y la hora, demasiada normalidad. Es importante que, cuando llegan a nuestras manos, los sujetos se hagan a la idea de que el mundo que conocieron ya no existe.
Preparo la cena para mis padres. Cuando prueban la comida dan las gracias a Kim Jong-il por el sabor, y cuando les pregunto cómo les ha ido el día, responden que seguro que no ha sido tan duro como el que habrá tenido el Querido Líder Kim Jong-il, que carga con el destino de nuestro pueblo sobre los hombros. Perdieron la vista los dos al mismo tiempo, y ahora están paranoicos por si hay alguien cerca a quien no ven, a punto para informar de cualquier cosa que digan. Se pasan todo el día escuchando el altavoz, cuando llego a casa me saludan con un «¡Ciudadano!», y se cuidan mucho de expresar algún sentimiento personal, no fuera a denunciarlos algún desconocido al que no logran atisbar. Por eso nuestras biografías son tan importantes: en lugar de ocultarle cosas a nuestro Gobierno mediante una vida de secretismo, las biografías son un modelo de lo que significa compartirlo todo. A mí me gusta pensar que, en ese sentido, formo parte de un mañana distinto.
Me termino mi bol en el balcón, contemplando los tejados de los edificios más bajos, cubiertos de hierba como parte de la Campaña para la Transformación de la Hierba en Carne. Todas las cabras que hay en el tejado del otro lado de la calle están balando, pues al anochecer el búho real baja de las montañas para cazar. Sí, me dije, la de Ga sería una historia digna de ser contada: un desconocido que se hace pasar por un hombre famoso. De pronto tiene a Sun Moon, está cerca del Querido Líder. Y cuando una delegación americana visita Pyongyang, el desconocido aprovecha la confusión para matar a la bella mujer, a sabiendas de que será castigado. Ni siquiera intenta salir impune. ¡Menuda biografía!
He intentado escribir la mía, solo como un medio para intentar comprender mejor a los sujetos a quienes pido que me cuenten su vida. El resultado es un catálogo mucho más banal que los que generan los reclusos de la División 42. Mi biografía estaba llena de un millar de detalles insignificantes, como que las fuentes de la ciudad solo se ponen en marcha las pocas veces al año en que algún extranjero visita la capital, o que, a pesar de que los teléfonos móviles son ilegales y que nunca he visto a nadie utilizando uno, la torre principal de telefonía de la ciudad está en mi barrio, al otro lado del puente de Pottong: una torre enorme, pintada de verde y cubierta de ramas falsas. O que una vez llegué a casa y me encontré a un pelotón entero de soldados del Ejército Popular de Corea, sentados en la acera, delante del Gloria del Monte Paektu, afilando sus bayonetas en la acera de cemento. ¿Era un mensaje dirigido a mí? ¿A otra persona? ¿Una coincidencia?
En tanto que experimento, mi biografía era un fracaso (¿Dónde aparecía mi voz en la historia? ¿Dónde estaba yo?) y, naturalmente, me costaba sobreponerme a la sensación de que, si la terminaba, me iba a pasar algo malo. La verdad es que no soportaba el pronombre yo. Incluso en casa, en la intimidad de mi libreta, tengo problemas para escribirlo.
Apuré el jugo de pepino del fondo del cuenco mientras contemplaba la última luz del día reflejada como un fuego trémulo en las paredes de un edificio de la otra orilla del río. Escribimos las biografías de nuestros sujetos en tercera persona, para conservar la objetividad. A lo mejor me resultaría más fácil escribir mi biografía de esa manera, como si la historia no tratara sobre mí, sino sobre un intrépido interrogador. Pero entonces tendría que utilizar mi nombre, y eso va contra las normas. Además, ¿de qué sirve contar una historia personal si vas a aparecer siempre como «el interrogador»? ¿Quién quiere leer un libro titulado El biógrafo? No, lo que queremos todos es leer un libro que lleve el nombre de alguien. Un libro titulado El hombre que mató a Sun Moon.
A lo lejos, la luz se reflejaba en el agua, titilaba y bailaba sobre la fachada del bloque de pisos, y de pronto se me ocurrió una idea.
—Se me ha olvidado algo en el trabajo —les dije a mis padres, y los encerré en el piso.
Cogí el metro que atraviesa la ciudad, de vuelta a la División 42, pero era demasiado tarde: la electricidad se cortó cuando estábamos en mitad del túnel. A la luz de las cerillas, salimos en tropel de los vagones eléctricos y avanzamos en fila por las vías negras hasta la estación de Rakwan, donde las escaleras mecánicas eran solo unas escaleras por las que subimos cientos de metros hasta volver a la superficie. Cuando finalmente llegué de nuevo a la calle era ya noche cerrada, y la sensación de salir de una oscuridad para entrar en otra me resultó desagradable: me sentí como si estuviera dentro del sueño del comandante Ga, con destellos negros y autobuses que surcaban la oscuridad como tiburones. Casi me permití imaginar un coche americano circulando justo por donde yo no alcanzaba a verlo, siguiéndome.
Cuando desperté al comandante Ga, estaba otra vez transcribiendo su sueño con los dedos, pero esta vez de forma mucho más lenta y torpe: en Corea del Norte fabricamos un sedante de primera.
—Cuando nos ha contado cómo conoció a Sun Moon, ha dicho que la pared de la enfermería enmarcaba su silueta, ¿verdad? —le pregunté.
El comandante Ga se limitó a asentir con la cabeza.
—Estaban proyectando una película sobre la pared de un edificio, ¿verdad? O sea que la conoció a través de una película.
—Una película —repitió el comandante Ga.
—Eligieron la enfermería porque tenía las paredes blancas, y eso significa que cuando vio la película estaba usted al aire libre. Y la nieve caía con fuerza porque se encontraba en lo alto de una montaña.
El comandante Ga cerró los ojos.
—¿Y los barcos que ardían eran los de la película Que se mueran los tiranos?
El comandante Ga estaba perdiendo el sentido, pero yo no tenía intención de parar.
—Y, dentro de la enfermería, la gente gemía porque estaban en una cárcel, ¿verdad? —le pregunté—. Usted es un prisionero, ¿verdad?
No necesitaba que contestara. Y, desde luego, ¿qué lugar mejor para conocer al verdadero comandante Ga, el ministro de las Minas Prisión, que en una mina prisión? Los había conocido a los dos allí, marido y mujer.
Subí las sábanas del comandante Ga lo suficiente para cubrirle el tatuaje. Ya estaba empezando a pensar en él como el comandante Ga. Cuando finalmente descubriéramos su verdadera identidad sería una auténtica pena, pues Q-Ki tenía razón: lo iban a fusilar en medio de la calle. Uno no mata a un ministro, se fuga de la cárcel, mata a la familia del ministro y se convierte en campesino de una granja colectiva rural. Estudié al hombre que tenía ante mí.
—¿Qué le hizo el verdadero comandante Ga? —le pregunté. Sus manos se posaron encima de las sábanas y empezaron a escribir la respuesta—. ¿Qué pudo hacerle el ministro para que decidiera matarlo, y luego ir a por su mujer y sus hijos?
Mientras escribía me fijé en sus ojos: tenía las pupilas inmóviles detrás de los párpados. No estaba transcribiendo lo que veía en sueños. A lo mejor lo habían entrenado para que registrara todo lo que oía.
—Buenas noches, comandante Ga —le dije, y vi cómo sus manos escribían cuatro palabras y se detenían, a la espera de algo más.
Me tomé un sedante y dejé dormir al comandante Ga. Idealmente, el sedante no me afectaría hasta que hubiera atravesado la ciudad. Si todo salía bien, surtiría efecto al llegar a lo alto del vigésimo segundo tramo de escaleras.
★★★
El comandante Ga intentó olvidarse del interrogador, aunque mucho después de que se hubiera tragado la pastilla y se hubiera marchado, aún notaba el olor a pepino en el aliento. Hablar de Sun Moon le había traído nuevas imágenes a la mente, y a Ga eso era lo único que le importaba. Casi podía ver la película a la que se había referido. Una auténtica hija del país; ese era el título de la película, no Que se mueran los tiranos. Sun Moon interpretaba a una mujer de la isla septentrional de Cheju que abandona a su familia y viaja al norte para luchar contra los imperialistas en Inchon. Cheju, descubrió Ga, era famosa por las mujeres submarinistas que pescaban orejas marinas, y la película empieza con tres hermanas en una balsa. Un oleaje opaco, cubierto por una espuma del color de la piedra pómez, hace subir y bajar a las mujeres. Una ola gris llena el objetivo y oculta a las mujeres hasta que pasa de largo, unas nubes brutales pasan rozando la costa volcánica. La hermana mayor es Sun Moon, que se echa agua sobre los brazos y las piernas, preparándose para el frío, y se pone las gafas de buceo mientras sus hermanas hablan de cotilleos. Entonces Sun Moon levanta una roca, coge aire y se deja caer de espaldas a un agua tan oscura que parece que sea de noche. Las hermanas empiezan a hablar de la guerra, de su madre muerta y de sus temores de que Sun Moon pueda abandonarlas. Entonces se echan en el fondo de la balsa, en un plano filmado desde lo alto del mástil, y vuelven a hablar de la vida en el pueblo, de sus líos y disputas, pero han adoptado un tono pesimista y se nota que ahora evitan hablar de la guerra, y del hecho de que si no van a la guerra, esta irá a ellas.
Había visto la película con los demás, proyectada en la pared de la enfermería de la prisión, el único edificio que estaba pintado de blanco. Era el 16 de febrero, cumpleaños de Kim Jong-il, el único día de todo el año en que no se trabajaba. Los presos estaban sentados en leños a los que habían quitado el hielo, y esa fue la primera vez que él la vio: una mujer que irradia belleza y que se hunde en la oscuridad del mar, aparentemente para no volver a aparecer. Las hermanas siguen hablando, las olas vienen y van, los pacientes de la enfermería gimen débilmente mientras las bolsas se van llenando de sangre, y Sun Moon sigue sin salir a la superficie. Él se retuerce las manos pensando que la ha perdido, todos los prisioneros lo hacen, y aunque al final vuelve a salir a flote, saben que durante el resto de la película tendrá ese poder sobre ellos.
Aquella noche, recordó de pronto, Mongnan le había salvado la vida por segunda vez. Hacía mucho frío, más que nunca, pues el trabajo era lo único que los mantenía calientes, y ver una película sobre la nieve había hecho que su temperatura corporal descendiera peligrosamente.
Mongnan apareció a los pies de su camastro y le puso una mano sobre el pecho y los pies para comprobar cuánta vida le quedaba.
—Vamos —le dijo—. No tenemos tiempo que perder.
Siguió a la mujer a pesar de que las extremidades apenas le respondían. Algunos de los ocupantes de los demás camastros se agitaron a su paso, pero nadie se incorporó, pues disponían de muy poco tiempo para dormir. Juntos, llegaron corriendo a un rincón del patio de la prisión que normalmente estaba intensamente iluminado y controlado desde una torre de vigilancia custodiada por dos hombres.
—Se les ha fundido el foco del proyector —le susurró Mongnan sin dejar de correr—. Les llevará un tiempo conseguir otro, pero tenemos que darnos prisa.
En la oscuridad, se pusieron en cuclillas y recogieron todas las polillas que habían caído muertas antes de que el foco se fundiera.
—Llénate la boca —le dijo la anciana—. A tu estómago no le importa.
Él le hizo caso y pronto se encontró masticando un puñado de polillas: a pesar de que soltaban una sustancia pringosa, sus vientres cubiertos de pelo le secaron la boca y le quedó un acerbo sabor a aspirina, debido a alguna sustancia química que tenían en las alas. No se había llenado el estómago desde que había estado en Texas. Él y Mongnan se marcharon al amparo de la oscuridad, cargados con varios puñados de polillas: tenían las alas ligeramente chamuscadas, pero iban a mantenerlos con vida otra semana.
★★★
¡Buenos días, ciudadanos! En vuestros bloques de viviendas y en las plantas de las fábricas, reuníos alrededor de los altavoces para oír las noticias del día. ¡El equipo de ping-pong de Corea del Norte acaba de derrotar a su rival, Somalia, sin ceder ni un solo set! Además, el presidente Robert Mugabe envía sus felicitaciones con motivo del aniversario de la fundación del Partido del Trabajo de Corea. No olvidéis que es indecoroso sentarse en las escaleras mecánicas del metro. El ministro de Defensa os recuerda que el sistema de metro más profundo del mundo está diseñado como sistema de defensa y protección civil en caso de que los americanos vuelvan a lanzar un ataque furtivo. ¡No hay que sentarse en las escaleras mecánicas! Por otro lado, muy pronto empezará la temporada de recolección del quelpo. Es, pues, el momento de esterilizar tarros y latas. ¡Finalmente, tenemos una vez más el privilegio de anunciar la emisión de la Mejor Historia Norcoreana del año! El año pasado la ganadora fue una historia de dolor a manos de misioneros surcoreanos que obtuvo un éxito abrumador. Este año las perspectivas son aún mejores: se trata de una historia real sobre amor y penas, fe y resistencia, y sobre la infinita devoción de nuestro Querido Líder hacia todos los ciudadanos de su gran nación, del primero al más humilde. Por desgracia la historia narra una tragedia, ¡pero es también un cuento de redención y taekwondo! Acercaos a los altavoces, ciudadanos, y no os perdáis el episodio diario.
★★★
A la mañana siguiente tenía la cabeza embotada a causa de los sedantes. Aun así, acudí puntualmente a la División 42 y fui a echar un vistazo al comandante Ga. Como sucede siempre con las palizas, el dolor de verdad llegó al día siguiente. Ga se había suturado el corte del ojo de forma francamente ingeniosa, aunque no acertamos a comprender cómo había logrado improvisar una aguja e hilo. Íbamos a tener que descubrir su método para poder interrogarlo al respecto.
Acompañamos al comandante Ga a la cafetería, pues nos pareció que aquel sitio le resultaría menos amenazador. La mayoría de las personas creen que mientras estén en un espacio público no les puede pasar nada. Les pedimos a los becarios que se encargaran del desayuno de Ga. Jujack le preparó un cuenco de bi bim bop y Q-Ki calentó el hervidor del cha. El nombre «Q-Ki» no nos gustaba a ninguno; era contrario al espíritu profesional que intentábamos proyectar en la División 42 y que tanto se echaba en falta con los Pubyok pululando por ahí con los mismos trajes de Hamhung desde hacía cuarenta años, y con sus corbatas manchadas de bulgogi. Pero la nueva diva de la ópera se había dado a conocer solo a partir de sus iniciales y de pronto todas las mujeres jóvenes hacían lo mismo. A veces Pyongyang tiene sus moderneces. Si protestábamos, Q-Ki replicaba que de todos modos tampoco podíamos revelar nuestros nombres y no nos escuchaba cuando le decíamos que esa norma era una herencia de la guerra, cuando los sujetos eran considerados espías potenciales, y no ciudadanos extraviados que habían perdido el celo revolucionario. No se lo creía, y nosotros tampoco. ¿Cómo te ibas a forjar una reputación en un entorno en el que los únicos que tenían nombre eran los becarios y los viejos jubilados que volvían al cuerpo solo para rememorar sus días de gloria?
Mientras el comandante Ga desayunaba, Q-Kí se puso a darle conversación.
—¿Qué kwans cree que se verán este año en el torneo por el Cinturón Dorado?
El comandante Ga se limitó a engullir su comida. Nunca habíamos conocido a nadie que hubiera logrado salir con vida de una mina prisión, pero nos bastaba con verlo comer para hacernos una idea de cómo debían de ser las condiciones en la Prisión 33. ¿Qué sentiría uno al abandonar un lugar como aquel e ir a parar a la hermosa casa del comandante Ga en el monte Taesong? De repente, aquella vista sobre Pyongyang te pertenecía, su mítica colección de vinos de arroz era tuya y ahí estaba también su esposa.
Q-Ki volvió a intentarlo.
—Una de las chicas de la categoría de cincuenta y cinco kilos acaba de clasificarse usando el dwi chagiga —dijo.
La patada trasera era la técnica preferida de Ga, que había modificado el dwi chagi de tal modo que ahora su ejecución requería provocar al rival dándole la espalda. Pero Ga o no sabía nada de taekwondo o no picó el anzuelo. Naturalmente, no se trataba del verdadero comandante Ga, de modo que no sabría nada sobre artes marciales a nivel del Cinturón Dorado. Aquella parte del interrogatorio era solo un mecanismo necesario para determinar hasta qué punto el sujeto creía realmente ser el comandante Ga.
Ga se tragó la última cucharada, se secó los labios y apartó el cuenco.
—No los encontrarán nunca —nos dijo—. Lo que me pase a mí me trae sin cuidado, de modo que no se molesten en intentar arrancarme una confesión.
Lo dijo con voz severa y los interrogadores no estamos acostumbrados a que nos hablen así. Algunos de los Pubyok de la otra mesa se percataron de su tono y se aproximaron.
El comandante Ga acercó la tetera hacia sí, pero en lugar de servirse una taza, la abrió, sacó la bolsita de té humeante y se la colocó encima del corte del ojo. Hizo una mueca de dolor y le rodaron lágrimas de té caliente por la mejilla.
—Dijeron que querían mi historia —siguió—. Y se la daré, se lo contaré todo menos el destino de la mujer y sus hijos. Pero antes necesito una cosa.
Uno de los Pubyok se quitó un zapato y se abalanzó sobre Ga.
—Alto —dije yo—. Déjelo terminar.
El Pubyok dudó un instante, con el zapato en alto. Ga ni se inmutó. ¿Era consecuencia de su entrenamiento contra el dolor? Hay gente que se siente mejor después de las palizas, que suelen ser un buen remedio contra la culpa y el odio contra uno mismo. ¿Era lo que le sucedía al comandante Ga?
—Es nuestro —le advertimos con voz serena al Pubyok—. Sarge nos dio su palabra.
El Pubyok dio marcha atrás, pero cuatro de ellos se sentaron en nuestra mesa, con su tetera. No hace falta decir que beben pu-erh y que apestan todo el día.
—¿Qué necesita? —le preguntamos.
—Necesito que me respondan a una pregunta —declaró el comandante Ga.
Los Pubyok estaban fuera de sí: en su vida habían oído a un sujeto hablar de esta forma. Los del equipo se volvieron hacia mí.
—Señor —dijo Q-Ki—, por aquí no vamos bien.
—Con todos mis respetos, señor —añadió Jujack—, yo creo que deberíamos dejarle oler la imponente flor blanca.
Levanté una mano.
—Ya basta —repuse—. Nuestro sujeto nos contará cómo conoció al comandante Ga y cuando haya terminado le responderemos una pregunta, la que él quiera.
Los veteranos se me quedaron mirando con una mezcla do incredulidad y rabia. Se reclinaron sobre sus brazos fibrosos, fuertes, y apretaron sus puños deformes y sus dedos torcidos, hundiendo aquellas uñas malformadas en las palmas de las manos, en un intento por dominarse.
—Vi al comandante Ga en dos ocasiones —dijo el comandante Ga—. La primera vez fue en primavera. Me enteré de que iba a visitar la prisión la noche anterior a su llegada.
—Empiece por ahí.
—Poco después de entrar en la Prisión 33 —prosiguió—, Mongnan hizo correr un rumor según el cual uno de los nuevos presos era un agente secreto del Ministerio de las Minas Prisión al que habían enviado para que arrestara a los guardas que mataban presos por diversión, lo que provocaba un descenso en las cuotas de producción. Supongo que funcionó, pues dijeron que el número de prisioneros mutilados porque sí se había reducido. Aunque cuando llegaba el invierno, la última de tus preocupaciones era que los guardas te pegaran.
—¿Cómo lo llamaban los guardas? —le preguntamos.
—Allí no hay nombres —dijo él—. Logré sobrevivir al invierno, pero había cambiado. Soy incapaz de hacerles entender cómo fue el invierno, lo que hizo conmigo. Cuando llegó el deshielo ya no me importaba nada. Miraba maliciosamente a los guardas, como si fueran niños huérfanos. Montaba el número en las sesiones de autocrítica. En lugar de confesar que habría podido empujar una vagoneta más o extraído otra tonelada de mineral, regañaba a mis manos por no escuchar lo que les decía mi boca, o culpaba a mi pie derecho de no seguir al izquierdo. El invierno me había cambiado, me había convertido en otra persona. No hay palabras para describir ese frío.
—Por el amor de Juche —protestó el viejo Pubyok, que aún tenía el zapato encima de la mesa—. Si a este idiota lo estuviéramos interrogando nosotros, habría ya un equipo forense yendo a recuperar los restos de la gloriosa actriz y sus pobres hijos.
—Ni siquiera es el comandante Ga —le recordamos.
—Pues, entonces, ¿qué hacemos escuchando cómo gimotea sobre la vida en la prisión? —dijo el Pubyok, que se volvió hacia el comandante Ga—. ¿Tú crees que en esas montañas hace frío? Pues imagínatelas llenas de francotiradores yanquis mientras te bombardean los B-29. Imagina esas montañas sin una cocina de campaña que te proporcione una sopa de repollo caliente cada día. Imagina que no hubiera una enfermería llena de cómodos catres donde te pudieran rematar para poner fin a tu sufrimiento.
Nadie nos había bombardeado nunca, pero en cambio sí sabíamos a qué se refería el comandante Ga. Una vez habíamos tenido que desplazarnos al norte para documentar la biografía de un guarda de la Prisión 14-18. Pasamos el día viajando hacia el norte en la trasera de un cuervo, con el fango que nos salpicaba por entre las tablas del suelo y las botas heladas, mientras nos preguntábamos si realmente íbamos a interrogar a un sujeto o si solo nos habían dicho eso para que nos aviniéramos a ir a la prisión sin rechistar. El frío nos congelaba los zurullos dentro del culo y se hacía muy difícil no pensar que tal vez los Pubyok nos la habían jugado finalmente.
—Era nuevo, o sea que me alojaron junto a la enfermería, donde la gente pasaba toda la noche quejándose —siguió contando el comandante Ga—. Había un viejo en particular que era un verdadero coñazo. No era productivo, las manos ya no le respondían, y los demás lo encubrían, pero al mismo tiempo lo odiaban. Tenía un ojo empañado y solo sabía acusar a los demás y exigir. Se pasaba la noche gimiendo y lanzándole preguntas a la noche. «¿Quién eres? —le decía—, ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no contestas?» Una semana tras otra, me preguntaba cuándo vendría de una vez el camión de la sangre a cerrarle el pico, pero un día empecé a reflexionar acerca de sus preguntas. ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué crimen había cometido? Finalmente comencé a responderle. «¿Por qué no confiesas?», preguntaba, y a través de los barracones, le gritaba: «Estoy dispuesto a confesar, lo contaré todo». Nuestras conversaciones inquietaban a los demás, y una noche Mongnan vino a verme. Era la mujer más vieja del campamento, hacía ya tiempo que el hambre le había consumido las caderas y los pechos. Llevaba el pelo cortado como un hombre y las palmas de las manos envueltas con tiras de tela.
El comandante Ga siguió contando cómo él y Mongnan habían salido furtivamente de los barracones y habían dejado atrás la sala del barro y las tinas de agua, y aunque no lo dijéramos, todos pensábamos que el nombre Mongnan significaba «Magnolia», la flor blanca más grande de todas. Eso es lo que nuestros sujetos aseguran ver cuando el piloto automático los lleva hasta la cima del dolor: una cumbre invernal donde una solitaria flor blanca se alza entre el frío y se abre para ellos. Por mucho que sus cuerpos se contorsionen, luego solo recuerdan la paz que les ha proporcionado esa imagen. Tampoco está tan mal, ¿no? Una sola tarde de dolor y tu pasado queda atrás, todos tus defectos y fracasos desaparecen sin dejar ni el menor rastro de amargura.
—Fuera, mi aliento formaba nubes blancas. Le pregunté a Mongnan dónde se habían metido los guardas —siguió diciendo el comandante Ga—. Ella señaló las luces de los edificios de administración.
»—El ministro de las Minas Prisión debe de venir de visita mañana —dijo—. No es la primera vez que lo veo. Pasarán toda la noche despiertos, amañando los registros.
»—¿Y qué? —le pregunté yo.
»—Va a venir el ministro —dijo ella—. Por eso nos han machacado tanto y han encerrado a todos los presos débiles en la enfermería.
»Señaló el complejo donde vivían los guardas, que tenía todas las luces encendidas.
»—Fíjate en toda la electricidad que están gastando —observó—. ¿Oyes el pobre generador? La única forma que tienen de iluminar todo eso es desconectando la verja electrificada.
»—¿Y qué vamos a hacer? ¿Fugarnos? —le pregunté—. No tenemos adonde ir.
»—Ah, no. Moriremos todos aquí —dijo—. De eso puedes estar seguro. Pero no será esta noche.
»Entonces empezó a cruzar el patio. Estaba agarrotada, pero a pesar de ello avanzaba rápidamente por la oscuridad. La alcancé junto a la verja y nos pusimos en cuclillas. En realidad la verja estaba compuesta por dos verjas, dos hileras paralelas de postes de hormigón con cables electrificados enroscados a unas piezas de cerámica aislante de color marrón. Entre las dos se abría una tierra de nadie cubierta de matas de jengibre y rábanos silvestres, que nadie podía arrancar sin morir en el intento.
»Mongnan fue a meter un brazo entre la verja.
»—Espera —le dije yo—. ¿No tendríamos que comprobar que no esté electrificada antes?
»Pero Mongnan metió el brazo por debajo de la alambrada y desenterró dos rábanos, fríos y crujientes, que nos comimos ahí mismo. Entonces empezamos a arrancar el jengibre silvestre. Todas las ancianas del campamento terminaban en el destacamento funerario, que se encargaba de enterrar los cuerpos allí donde caían. Debían asegurarse de que cavaban lo bastante hondo como para que la lluvia no se los llevara. Luego era muy fácil adivinar qué plantas de jengibre habían logrado hincar las raíces en un cadáver: sus flores eran más grandes, de un amarillo irisado, y si habían logrado enroscar las raíces a una costilla, resultaba mucho más difícil arrancarlas.
»Cuando ya no nos cupo nada más en los bolsillos, nos comimos otro rábano y noté cómo este me limpiaba los dientes.
»—Ah, los placeres de la escasez en la distribución —dijo Mongnan justo antes de terminarse el rábano: raíz, tallo y flor—. Este lugar es una clase magistral sobre la oferta y la demanda. Aquí está mi pizarrita —continuó, levantando la vista hacia el cielo nocturno. Entonces puso una mano encima de la verja—. Y esto es mi examen final.
En la cafetería, Q-Ki pegó un brinco.
—Un momento —dijo—. ¿Está hablando de Li Mongnan, la profesora a la que denunciaron junto con sus estudiantes?
El comandante Ga interrumpió su historia.
—¿Profesora? —preguntó—. ¿Y qué enseñaba?
Había sido una metedura de pata enorme. Los Pubyok sacudieron la cabeza: acabábamos de proporcionarle más información al sujeto de la que este nos había dado a nosotros. Ordenamos a los dos becarios que se retiraran y le pedimos al comandante Ga que siguiera hablando.
—¿También trasladaron a sus estudiantes? —preguntó Ga—. ¿Y Mongnan los sobrevivió en la Prisión 33?
—Prosiga, por favor —le pedimos—. Cuando haya terminado podrá hacernos una pregunta.
El comandante Ga se tomó un momento para digerir aquella información. Entonces asintió en silencio y siguió hablando.
—Había un estanque donde los guardas criaban truchas para alimentar a sus familias. Cada mañana contaban los peces que había, y si faltaba uno, todo el campamento se quedaba sin comida. Seguí a Mongnan hasta el murete que rodeaba el estanque redondo, donde se agazapó y metió una mano en el agua negra para intentar agarrar uno de los peces. Necesitó un par de intentos, pero había improvisado una red con un aro de alambre y, además, la tela que le cubría las palmas de las manos le proporcionaba una buena sujeción. Sacó una trucha y la sujetó por debajo de las aletas pectorales: el animal estaba sano y rebosante de vida.
»—Pellízcala aquí, justo encima de la cola —dijo Mongnan—. Entonces palpa aquí, debajo del vientre. Cuando notes la hueva, aprieta.
»Mongnan levantó el pez y ordeñó un chorro de huevos de color albaricoque directamente dentro de su boca. Entonces devolvió el pez al estanque. Me tocaba a mí. Mongnan cogió otro pez y me mostró la hendidura que indicaba que se trataba de una hembra.
»—Pellizca con fuerza —me advirtió—, o comerás mierda de pez.
«Estrujé el pez y noté cómo me caía un chorro de huevos, extrañamente cálidos, sobre la cara. Noté su olor en las mejillas: gelatinoso, salobre, indudablemente vivo. Me limpié y me relamí las manos. Con un poco de práctica le terminé pillando el truco. Ordeñamos una docena de peces más. Las estrellas avanzaban por el cielo mientras nosotros estábamos allí, anonadados.
»—¿Por qué me ayudas? —le pregunté.
»—Soy una mujer mayor —contestó—. Y eso es lo que hacen las mujeres mayores.
»—Vale, pero ¿por qué a mí?
»Mongnan frotó las manos en el suelo para deshacerse del olor a pescado.
»—Porque lo necesitas —dijo—. El invierno te ha quitado diez kilos. No puedes perder diez más.
»—Lo que no entiendo es por qué te preocupas por mí.
»—¿Has oído hablar de la Prisión Número 9?
»—Sí.
»—Es su mina prisión más rentable: cinco guardas para mil quinientos prisioneros. Se sientan ante la verja y no entran jamás. Toda la prisión está dentro de la mina, no hay ni barracones, ni cocina, ni enfermería…
»—Ya te he dicho que he oído hablar de ella —la corté—. ¿Me estás diciendo que debemos sentirnos afortunados de que nuestra prisión sea mejor?
»Mongnan se levantó.
»—He oído que hubo un incendio en la Prisión 9 —declaró—. Los guardas no quisieron abrir las puertas para dejar salir a los prisioneros y el humo los mató a todos.
»Asentí con la cabeza ante la gravedad de su historia, pero le dije:
»—No estás respondiendo a mi pregunta.
»—Ese ministro viene mañana para inspeccionar nuestra mina. Piensa en cómo debe de irle la vida ahora mismo, en la de mierda que debe de haber comido últimamente —dijo, y me agarró por el hombro—. No puedes seguir hablando con tus manos y con tus pies en las sesiones de autocrítica. Tienes que dejar de lanzarles miraditas estúpidas a los guardas y de responderle al viejo de la enfermería.
»—Vale —dije yo.
»—Y, en cuanto a tu pregunta, la razón por la que te estoy ayudando no es asunto tuyo.
»Dejamos atrás las letrinas de banco y saltamos por encima de los estribos del pozo muerto. Había un palé en el que amontonaban a la gente que moría durante la noche, pero en aquel momento estaba vacío.
»—Mañana mi trípode podrá dormir hasta tarde —dijo Mongnan al pasar por al lado. La noche, clara y silenciosa, nos trajo el olor de los abedules que un destacamento de ancianos había estado convirtiendo en varas de mimbre. Finalmente llegamos a la cisterna, junto a la que estaba el buey que hacía girar la bomba de ariete. El animal, que se había arrodillado sobre un lecho de corteza de abedul que desprendía un olor extremadamente acre, se levantó al oír la voz de Mongnan. Esta se volvió hacía mí y me susurró:
»—Lo de las huevas de pescado es una vez al año. Te puedo enseñar los lugares de los ríos donde se reúnen los renacuajos y en qué momento recoger la savia de los árboles de la torre oeste. Hay otros trucos parecidos, pero no puedes depender de ellos. El campamento ofrece solo dos fuentes de alimento constante. Uno de ellos te lo enseñaré en otro momento, cuando las cosas se compliquen, porque es bastante desagradable. Pero el segundo es este.
«Acarició el hocico del animal y le pasó la mano por el nudo negro que tenía entre los cuernos. Le dio un trozo de jengibre silvestre, y el animal sacó aire por las narices y lo masticó torciendo la quijada. Entonces Mongnan se sacó un tarro mediano del bolsillo.
»—Esto me lo enseñó un viejo —dijo—. El hombre más viejo del campamento en su momento. Debía de tener sesenta años, o tal vez más, pero estaba fuerte. No lo mató ni el hambre ni la debilidad, sino un derrumbamiento. Murió estando fuerte.
«Se agachó debajo del buey, que ya tenía el instrumento a punto, largo y enrojecido. Mongnan lo agarró con fuerza y empezó a acariciarlo. El buey me olió las manos, buscando más jengibre, y yo me fijé en sus ojos, negros y húmedos.
»—Hace unos años había un hombre —dijo Mongnan desde debajo del buey—. Tenía una pequeña cuchilla de afeitar con la que hacía cortes en la piel del animal para luego beberse la sangre que manaba. El animal era otro, no este. La bestia no se quejaba, pero siempre quedaba un hilito de sangre seca que se congelaba. Un día los guardas se dieron cuenta y al hombrecillo se le acabó el chollo. Fotografié su cuerpo después de que lo castigaran. Le revolví toda la ropa en busca de la cuchilla, pero no la encontré.
»El buey soltó un resoplido, con los ojos muy abiertos y la mirada vacilante, y volvió la cabeza de un lado a otro como si buscara algo. Entonces cerró los ojos y al momento Mongnan salió de debajo, con el tarro casi lleno y humeante. Mongnan se bebió la mitad de un trago y me lo pasó. Intenté tomar solo un traguito, pero en cuanto empezó a bajarme un hilillo por la garganta, el resto cayó de golpe. El buey se volvió a arrodillar.
»—Esto te dará fuerzas para tres días —dijo Mongnan.
«Contemplamos las luces que brillaban en los edificios de los guardas. Miramos hacia China.
»—Este régimen se terminará —añadió—. Lo he estudiado desde todos los ángulos y ya no puede durar mucho más. Un día los guardas se marcharán corriendo en esa dirección, hacia la frontera. Primero habrá un momento de incredulidad, luego vendrá confusión, el caos y finalmente el vacío. Debes tener un plan pensado y actuar antes de que se produzca el vacío.
«Empezamos a desandar el camino hacia los barracones, con los estómagos y los bolsillos llenos. Volvimos a oír al hombre moribundo y negamos con la cabeza.
»—¿Por qué no les digo lo que quieren oír? —preguntó el moribundo, y su voz retumbó por todos los barracones—. ¿Qué hago aquí? ¿Qué crimen he cometido?
»—Ahora verás —dijo Mongnan, que, haciendo bocina con las manos, le respondió—. ¡Tu crimen consiste en alterar el orden público!
»Ajeno a todo, el moribundo siguió gimiendo:
»—¿Quién soy yo?
»Mongnan bajó la voz y dijo:
»—Eres Duc Dan, el coñazo del campamento. Por favor, muere discretamente. Muere en silencio y te prometo que te sacaré una foto favorecedora.
En la cafetería, uno de los Pubyok pegó un puñetazo en la mesa.
—¡Basta! —gritó—. ¡Ya basta!
El comandante Ga interrumpió su historia y el viejo interrogador cerró los puños con fuerza.
—¿Acaso no os dais cuenta de cuándo os están contando una mentira? —nos preguntó—. ¿No veis que el sujeto os está tomando el pelo? Está hablando de Kim Duc Dan, intenta haceros creer que está en la cárcel. Los interrogadores no van a la cárcel, es imposible.
Otro de los veteranos se levantó.
—Duc Dan se ha retirado —dijo—. Fuisteis todos a su fiesta de despedida. Se ha ido a vivir a la playa, en Wonsan. No está en la cárcel, eso es mentira. En este momento está pintando conchas de mar. Todos visteis los folletos que recibió.
—Aún no he llegado a la parte del comandante Ga —intervino el comandante Ga—. ¿No quieren oír la historia de nuestro primer encuentro?
Pero el primer interrogador lo ignoró.
—Los interrogadores no van a la cárcel —dijo—. Joder, seguro que Duc Dan interrogó a la mitad de los internos de la Prisión 33, y este parásito debió de oír su nombre. Dinos dónde has oído ese nombre. Cuéntanos cómo sabes que tiene un ojo empañado. Confiesa que estás mintiendo. ¿Por qué te niegas a contarnos la verdad?
El Pubyok del zapato se levantó. Tenía varias cicatrices irregulares bajo el pelo gris y pulcro.
—Ya basta de cuentos —exclamó, y nos dirigió una mirada de asco que revelaba a las claras lo que pensaba de los métodos de nuestro equipo. Entonces se volvió hacia Ga—. Se acabaron las patrañas —dijo—. Dinos qué hiciste con el cuerpo de la actriz o te juro por la sangre de Inchon que nos lo van a contar tus uñas.
La mirada que le dirigió el comandante Ga hizo que el anciano le echara mano: le vertieron pu-erh ardiendo sobre las heridas de la cara antes de llevárselo a rastras. Nosotros nos marchamos corriendo a nuestra oficina y empezamos a rellenar formularios con la esperanza de recuperarlo.
★★★
La División 42 no aprobó nuestro informe de emergencia hasta la medianoche. Con la autorización de custodia provisional en mano, nos dirigimos al ala de torturas, un lugar al que nuestro equipo no iba casi nunca, a rescatar al comandante Ga. Indicamos a los becarios que comprobaran las cámaras de calor, aunque todas las luces rojas estaban apagadas. Echamos también un vistazo en las celdas de privación sensorial y en los tanques de aislamiento, donde los sujetos recibían los primeros auxilios básicos y tenían ocasión de recuperar el aliento. Levantamos la trampilla del suelo y bajamos por las escaleras que llevaban al sumidero. Había numerosas almas perdidas ahí abajo, y aunque todas estaban demasiado idas como para tratarse de Ga, comprobamos los nombres de las tobilleras, les levantamos la cabeza y los enfocamos con la linterna en las pupilas, que tardaron mucho en dilatarse. Finalmente, con el corazón en un puño, comprobamos la sala a la que los veteranos se referían como «el taller». Cuando abrimos la puerta, la habitación estaba a oscuras: apenas se atisbaban los destellos esporádicos de una herramienta eléctrica que giraba lentamente, conectada al techo mediante una manguera neumática amarilla. Cuando accionamos el interruptor, el sistema de ventilación se puso en marcha y las hileras de fluorescentes parpadearon antes de encenderse. En la sala (impoluta, esterilizada) tan solo había cromo, mármol y las nubecitas blancas que desprendíamos al respirar.
Encontramos al comandante Ga en su habitación. Lo habían metido en la cama mientras andábamos buscándolo, con la cabeza apoyada en las almohadas. Alguien le había puesto la camisa de dormir. Contemplaba la pared del fondo con mirada de perplejidad. Comprobamos sus signos vitales y también si estaba herido, aunque lo que había sucedido era evidente: presentaba puntos de presión en la frente y en el cráneo a causa de los tornillos del halo, un instrumento que impedía que el sujeto sufriera lesiones en el cuello durante la administración craneal de electricidad.
Le servimos agua en un vaso de plástico y se la dimos a beber, pero se le cayó toda por las comisuras de los labios.
—Comandante Ga —le dijimos—. ¿Se encuentra bien?
Levantó la cabeza y nos miró como si acabara de vernos, aunque le habíamos tomado el pulso, la temperatura y la presión sanguínea.
—¿Esta es mi cama? —nos preguntó. A continuación sus ojos vagaron por la habitación y se posaron en la mesita de noche—. ¿Esos son mis melocotones?
—¿Les ha dicho lo que le pasó a la actriz? —le preguntamos.
Nos miró alternativamente con una sonrisa vaga en los labios, como si buscara alguien capaz de traducirle la pregunta a un idioma que él comprendiera.
Negamos con la cabeza, indignados, y nos sentamos en el borde de la cama del comandante Ga para fumar un cigarrillo mientras nos pasábamos el cenicero por encima de su silueta, bajo las sábanas. Los Pubyok le habían arrancado lo que querían saber y ya no habría biografía; no estableceríamos ninguna relación con el sujeto, ni triunfaría la inteligencia. Nuestro número dos era un hombre al que mentalmente yo llamaba Leonardo porque tenía cara de niño, como el actor de Titanic. En una ocasión había visto el nombre real de Leonardo en un expediente, pero nunca me dirigía a él utilizando ningún nombre. Leonardo dejó el cenicero encima del vientre del comandante Ga y dijo:
—Me apuesto algo a que lo fusilarán delante del Gran Palacio de Estudios del Pueblo.
—No —repuse—, sería demasiado oficial. Seguramente lo harán en el mercado que hay debajo del puente de Yang-gakdo, y dejarán que la historia se propague a través de rumores.
—Si al final resulta que hizo lo impensable con ella —dijo Leonardo—, desaparecerá sin más. No encontrarán ni el meñique del pie.
—Si hubiera sido el auténtico comandante Ga —observó Jujack—, una persona famosa, un yangban, habrían llenado el estadio de fútbol.
El comandante Ga seguía ahí, junto a nosotros, aletargado como un niño con rubeola. Q-Ki fumaba como una cantante, con el cigarrillo en la punta de los dedos. A juzgar por su expresión distante supuse que estaba considerando lo impensable.
—Me pregunto qué nos habría preguntado —dijo sin embargo.
Jujack se fijó en el tatuaje de Ga, que asomaba bajo la camisa de dormir.
—Debía de amarla —observó—. Uno no se hace un tatuaje como ese si no es por amor.
No éramos investigadores criminales ni nada que se le pareciera, pero llevábamos suficiente tiempo dedicándonos a aquello como para saber el caos que podía surgir del manantial del amor.
—Según los rumores, desnudó a Sun Moon antes de matarla —dije yo—. ¿Eso es amor?
Leonardo observaba a nuestro sujeto desde debajo de sus largas pestañas.
—Yo solo quería saber cómo se llamaba de verdad —dijo.
Apagué mi cigarrillo y me levanté.
—Supongo que ha llegado el momento de felicitar a los vencedores y de ir a buscar la última morada de nuestra actriz nacional.
La sala de los Pubyok se encontraba dos plantas más abajo. Cuando llamé a la puerta me respondió un extraño silenció, aunque yo tenía la impresión de que aquellos tipos se pasaban el día jugando a ping-pong, cantando karaoke y lanzando cuchillos. Finalmente Sarge abrió la puerta.
—Parece que han obtenido lo que querían de su hombre —lo felicité—. El halo no miente nunca.
Delante de Sarge había un par de Pubyok sentados a la mesa, mirándose fijamente las manos.
—Adelante, recréense tanto como quieran —les dije—. Solo siento curiosidad por la historia del tipo. Me conformo con saber cómo se llama.
—No nos lo ha dicho —respondió Sarge.
No tenía demasiada buena cara. Supuse que tener a un sujeto tan prominente entre manos debía de comportar una presión considerable y, por otro lado, tendía a olvidar que Sarge rondaría ya los setenta años. Pero estaba pálido y tenía cara de no haber dormido mucho.
—No se preocupe —le dije—. Reconstruiremos todos los detalles a partir de la escena del crimen. Cuando tengamos a la actriz, lo averiguaremos todo sobre el tipo.
—Se ha negado a hablar —reconoció Sarge—. No nos ha dicho nada.
Me lo quedé mirando con expresión de incredulidad.
—Le hemos puesto el halo —explicó Sarge—, pero él se ha refugiado en algún lugar lejano, fuera de nuestro alcance.
Asentí al tiempo que lo asimilaba y respiré profundamente.
—Comprenderá que ahora Ga es nuestro —le dije—. Ustedes ya lo han intentado.
—Yo no creo que sea de nadie —respondió Sarge.
—Esa patraña que ha contado sobre Duc Dan… —comencé—. Cuando un sujeto miente para sobrevivir se nota mucho. Ahora mismo Duc Dan está construyendo castillos de arena en Wonsan.
—No lo ha retirado —explicó Sarge—. Le hemos administrado una descarga de gran potencia en el cerebro, pero el capullo se ha negado a retirarlo. —Sarge me miró por primera vez—. ¿Por qué no escribe nunca Duc Dan? En todos estos años, ni uno de los viejos interrogadores ha mandado una triste carta a su antigua unidad de Pubyok.
Encendí un cigarrillo y se lo pasé a Sarge.
—Prométame que cuando llegue a esa playa no pensará nunca más en este lugar —le dije—. Y no deje jamás que un sujeto se le meta en la cabeza. Eso me lo enseñó usted. ¿Recuerda lo verde que estaba yo entonces?
Sarge esbozó una media sonrisa.
—Aún lo está —declaró.
Le di una palmada en la espalda y fingí que pegaba un puñetazo en el marco metálico de la puerta. Sarge negó con la cabeza y se rio.
—Al final lo vamos a tumbar, ya lo verá —le dije, y me marché.
Subí corriendo los dos tramos de escaleras.
—¡El caso Ga sigue abierto! —exclamé nada más abrir la puerta de sopetón.
Los miembros del equipo acababan de encenderse el segundo cigarrillo y levantaron todos la vista.
—No le han podido sonsacar nada —les expliqué—. Y ahora es nuestro.
Nos volvimos hacia el comandante Ga, que tenía la boca abierta, tan útil como un lichi. A tomar por saco el racionamiento: Leonardo encendió un tercer cigarrillo para celebrarlo.
—Disponemos de unos días antes de que vuelva a estar en condiciones —dijo—. Eso suponiendo que luego no surjan problemas de memoria. Mientras tanto podemos centrarnos en el trabajo de campo. Tenemos que registrar la casa de la actriz, a ver qué desenterramos.
—El sujeto respondió a una figura materna en un contexto de cautiverio —comentó Q-Ki—. ¿Tenemos alguna posibilidad de encontrar a una interrogadora veterana, alguien de la edad de Mongnan, capaz de llegar hasta él?
—Mongnan —repitió Ga, con la mirada perdida.
Yo negué con la cabeza: no existía nadie con ese perfil.
Era cierto: no disponer de interrogadoras nos colocaba en situación de desventaja. Vietnam había sido un pionero en ese sentido, y bastaba con ver los pasos que habían dado países como Chechenia o Yemen. Los Tigres Tamiles utilizaban exclusivamente a mujeres para este fin.
Jujack decidió intervenir.
—¿Por qué no traemos a Mongnan aquí, le ponemos una cama en esta habitación y grabamos todo lo que digan durante una semana? —propuso.
En comandante Ga pareció percatarse de nuestra presencia.
—Mongnan está muerta —dijo.
—Eso es absurdo —replicamos nosotros—. No hay motivos para preocuparse, seguramente estará bien.
—No —insistió él—. Vi su nombre.
—¿Dónde? —le preguntamos.
—En el ordenador central.
Estábamos todos sentados alrededor del comandante Ga, como si fuéramos una familia. Se suponía que no debíamos contárselo, pero lo hicimos de todos modos.
—No existe ningún ordenador central —le dijimos—. Es una estratagema que hemos ideado nosotros para lograr que los sujetos revelen información crucial. Les decimos que el ordenador contiene el paradero de todos los habitantes de Corea, del Norte y también del Sur, y que como recompensa a cambio de sus historias les dejaremos comprobar una lista de las personas a las que desean encontrar. ¿Entiende lo que le estamos diciendo, comandante Ga? El ordenador no contiene ninguna dirección, tan solo guarda los nombres que uno introduce. Así luego sabemos qué personas son importantes para el sujeto y las podemos arrestar.
Pareció que Ga asimilaba parte de todo aquello, que volvía un poco en sí.
—Mi pregunta —dijo.
Era cierto, aún le debíamos una respuesta.
En la academia habíamos aprendido el viejo dicho sobre la terapia de choque: «El voltaje eléctrico cierra el Ático pero abre el sótano», es decir, que tiende a afectar a la memoria funcional del sujeto, pero deja las impresiones más profundas intactas y fácilmente accesibles. Así pues, si Ga estaba lo bastante lúcido, a lo mejor se nos presentaba una oportunidad. Y, la verdad, estábamos dispuestos a aprovechar lo que se nos ofreciera.
—Cuéntenos su recuerdo más antiguo —le dijimos— y luego nos podrá formular su pregunta.
Ga empezó a hablar como lo hacen los lobotomizados, sin pensar ni calcular, con voz apagada y monótona:
—Yo era un niño —comenzó—. Fui a dar un largo paseo y me perdí. Mis padres eran unos soñadores y no se dieron cuenta de que había desaparecido. Cuando salieron a buscarme era ya tarde: me había alejado demasiado. Se levantó un viento frío, que dijo: «Ven, pequeño, duerme en mis ondulantes sábanas blancas», y yo pensé: «Ahora me voy a morir de frío». Corrí para escapar del frío y una mina dijo: «Ven, protégete en mis profundidades», y yo pensé: «Ahora me caeré ahí dentro y me moriré». Corrí hasta los campos donde tiran la basura y abandonan a los enfermos para que mueran. Allí, un fantasma dijo: «Déjame entrar en ti y te calentaré desde dentro», y yo pensé: «Ahora me voy a morir de fiebre». Entonces se me acercó un oso y me habló, pero yo no entendía su idioma. Corrí hacia el bosque pero al ver que el oso me seguía, pensé: «Ahora voy a morir devorado». El oso me cogió entre sus fuertes patas y me acercó a él. Me peinó con sus grandes zarpas. Hundió una pata en miel y acercó la garra a mis labios. Y entonces dijo: «Ahora aprenderás a hablar en idioma oso, te convertirás en el oso y estarás a salvo».
Todos reconocimos la historia: era la que les contaban a todos los huérfanos. En esta, el oso representaba el amor eterno de Kim Jong-il. Así pues, el comandante Ga era un huérfano. Sacudimos la cabeza ante aquella revelación. Nos provocó escalofríos la forma en que había contado la historia, como si en realidad el protagonista fuera él y no un personaje, como si él, personalmente, hubiera estado a punto de morir de frío, de hambre, de fiebre, o a causa de un accidente en una mina, como si hubiera lamido la miel de las garras del Querido Líder. Pero ese es el poder universal de los cuentos.
—¿Mi pregunta? —dijo Ga.
—Sí, naturalmente —le respondimos—. Pregunte lo que quiera.
El comandante Ga señaló la lata de melocotones que había junto a la cama.
—¿Esos son mis melocotones? —preguntó—. ¿O son suyos? ¿O son de Camarada Buc?
Nadie respondió, pero todos nos acercamos un poco más hacia a él.
—¿Quién es Camarada Buc? —le preguntamos.
—Camarada Buc —dijo Ga mirándonos a la cara uno a uno, como si todos fuéramos Camarada Buc—. Perdóneme por lo que le hice, siento mucho lo de la cicatriz.
Entonces se le desenfocaron los ojos y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Estaba frío, pero cuando le pusimos el termómetro presentaba una temperatura normal: la electricidad puede alterar profundamente la regulación térmica corporal. Cuando estuvimos seguros de que se trataba solo de cansancio, Jujack nos llevó a un rincón de la habitación y, entre susurros, dijo:
—Ese nombre, Camarada Buc, me suena. Acabo de verlo en una de las tobilleras, en el sumidero.
Entonces fue cuando encendimos un cigarrillo, se lo pusimos al comandante Ga en los labios y nos preparamos para hacer otra visita a las cloacas que había debajo del complejo de tortura.
★★★
Cuando los interrogadores se hubieron marchado, el comandante Ga se quedó en la oscuridad, fumando. En la escuela de dolor le habían enseñado que debía encontrar una reserva, un lugar suyo y de nadie más al que acudir en momentos insoportables. Una reserva de dolor era como cualquier otra reserva: había que rodearla con una verja, custodiarla y mantenerla impoluta, y también había que encargarse de los intrusos. Nadie podía saber nunca cuál era tu reserva de dolor, porque si la perdías, lo habías perdido todo.
En la prisión, cuando una roca le aplastaba las manos o lo golpeaban con una porra en el cuello, intentaba trasladarse a la cubierta del Junma, con su dulce vaivén. Cuando el frío le paralizaba los dedos de dolor, intentaba penetrar en la canción de la diva de la ópera, penetrar en su voz misma, ocultarse bajo el amarillo del vestido de la mujer del segundo oficial, o cubrirse la cabeza con un edredón americano, pero en realidad nada de eso daba resultado. Solo encontró su reserva tras ver la película de Sun Moon. Ella lo salvó de todo. Cuando su pico golpeaba contra una roca helada, en la chispa que saltaba percibía la vitalidad de la mujer. Cuando una ola de polvo mineral barría un túnel y lo obligaba a doblarse, con un ataque de tos, ella le devolvía el aliento. La vez en que había pisado un charco electrificado, Sun Moon se le había aparecido y su corazón había vuelto a latir.
Por eso, aquel día, cuando el viejo Pubyok de la División 42 lo había conectado al halo, Ga había acudido a ella. Incluso antes de que le fijaran las empulgueras a la cabeza, él ya les había dado la espalda y había regresado al momento en que se había encontrado físicamente delante de Sun Moon por primera vez. No había creído que pudiera llegar a conocerla realmente hasta que un día había logrado atravesar las puertas de la Prisión 33, hasta que el alcaide había ordenado a los guardas que abrieran las puertas y él había atravesado el umbral de alambre de púas y había oído cómo la puertas se cerraban tras de sí. Iba vestido con el uniforme del comandante Ga y en una mano llevaba una caja de fotografías que le había entregado Mongnan. En el bolsillo tenía la cámara y el DVD de Casablanca, que había custodiado durante tanto tiempo. Armado de todas esas cosas, atravesó el barro hacia el coche que iba a llevarlo junto a ella.
Al subir al Mercedes, el chófer se volvió hacia él con una mirada de sorpresa y confusión. El comandante Ga se fijó en el termo del salpicadero. Llevaba un año sin probar el té.
—No me vendría nada mal una taza de té —dijo.
El chófer no se movió.
—¿Y tú quién coño eres? —preguntó.
—¿Eres homosexual? —fue la respuesta del comandante Ga.
El chófer se lo quedó mirando con incredulidad y finalmente negó con la cabeza.
—¿Estás seguro? ¿Te has hecho la prueba?
—Sí —dijo el chófer, confundido—. No —añadió entonces.
—Sal del coche —le ordenó el comandante Ga—. Ahora el comandante Ga soy yo. Ese otro hombre ya no existe. Si crees que tu lugar está con él, puedo llevarte donde está, en el fondo de la mina. Porque o eres su chófer o eres el mío. Y si eres mi chófer, me servirás una taza de té y me llevarás a un lugar civilizado donde pueda respirar. Y luego me dejarás en casa.
—¿En casa?
—Sí, en casa. Con mi mujer, la actriz Sun Moon.
Y entonces Ga se puso en marcha hacia donde se encontraba Sun Moon, la única persona que podía hacer desaparecer todo el dolor que había sufrido durante el camino que lo había llevado hasta ella. Un cuervo remolcó su Mercedes a través de las carreteras de montaña. Mientras tanto, en el asiento trasero, Ga echó un vistazo a la caja que le había entregado Mongnan, y que contenía miles de fotografías. Mongnan había juntado las fotografías de ingreso y de salida de los internos, una al lado de la otra: miles y miles de personas, aquí vivas y aquí muertas. Le dio la vuelta a la caja, de modo que las fotos de salida le quedaban de frente: cuerpos aplastados, retorcidos y doblados en ángulos inverosímiles. Reconoció a víctimas de derrumbamientos y de palizas. En algunas de las fotografías ni siquiera era capaz de decir qué estaba viendo. Los muertos, por lo general, parecía que durmieran, y los niños, que habían sido víctimas del frío, estaban enroscados y hechos un ovillo. Mongnan era una mujer meticulosa y el catálogo era completo. Aquella caja, comprendió de repente, era lo más parecido que había en su país al listín telefónico que había visto en Texas.
Volvió a darle la vuelta a la caja y se fijó en las fotos de ingreso, en las que los fotografiados miraban a cámara con expresión sombría, vacilante, sin atreverse a imaginar la pesadilla que los aguardaba. De hecho, mirar aquellas fotografías todavía resultaba más duro. Finalmente encontró su foto de ingreso y le dio lentamente la vuelta: esperaba sinceramente verse a sí mismo muerto, pero no fue así. Por un momento no pudo sino maravillarse de ello. Entonces se fijó en la luz que se reflejaba en los árboles que iban pasando al otro lado de la ventanilla. Estudió los movimientos del cuervo que llevaban delante: la cadena de remolque tintineaba al aflojarse para luego volver a tensarse. Recordó las cáscaras de huevo que giraban caprichosamente en la trasera del cuervo que lo había llevado hasta allí. En su foto no se veían los moribundos en los catres; no se veían sus manos, de las que goteaba agua helada, sanguinolenta, pero sus ojos… Es imposible no darse cuenta de que, aunque estén abiertos de par en par, se niegan a ver lo que tienen enfrente. Parece un niño, como si todavía estuviera en el orfanato y creyera todavía que todo irá bien, que podrá evitar el destino que espera a todos los huérfanos. El nombre que había escrito con tiza sobre la pizarrita le resultaba totalmente extraño. Aquella era la única foto que existía de aquella persona, la persona que había sido. La rasgó lentamente en tiras antes de dejar que saliera volando por la ventana.
El cuervo los desenganchó a las afueras de Pyongyang, y en el Hotel Koryo las chicas le brindaron el trato habitual que dispensaban al comandante Ga: lo pusieron en remojo y lo lavaron a fondo, como siempre que regresaba de visitar una mina prisión. Le limpiaron y plancharon el uniforme, y lo metieron en una gran tina, donde las chicas le frotaron las manchas de sangre de las manos e intentaron arreglarle las uñas. A ellas les daba lo mismo que la sangre que teñía el agua jabonosa fuera suya, del comandante Ga o de otra persona. Ingrávido dentro del agua caliente, se dio cuenta de que en algún momento durante el último año su mente y su cuerpo se habían separado, que su cerebro asustado había subido a lomos de la mula que era su cuerpo, una bestia de carga que esperaba que fuera capaz de superar sola el traidor paso de montaña que era la Prisión 33. Pero en aquel momento, mientras una mujer le pasaba un paño caliente por el puente del pie, las sensaciones volvieron a acudir a su cerebro. De pronto no pasaba nada por volver a percibir las cosas, por reconocer partes de su cuerpo que había olvidado y que lo llamaban. Sus pulmones eran algo más que fuelles. De repente le parecía que su corazón podía hacer algo más que bombear sangre.
Intentó imaginar a la mujer que estaba a punto de conocer. Era consciente de que la verdadera Sun Moon no podía ser tan hermosa como la que aparecía en la pantalla, que no tendría ni la piel tan reluciente, ni una sonrisa tan radiante. Y aquella forma tan especial que tenían sus deseos de anidar en su mirada… debía de ser fruto de la proyección, algún tipo de efecto cinematográfico. Quería intimar con ella, que no tuvieran secretos y que nada se interpusiera entre los dos. Eso era justamente lo que había sentido al verla proyectada en la pared de la enfermería: que no había ni nieve ni frío entre ellos, que la tenía allí mismo, a su lado, una mujer que lo había dado todo, que había renunciado a su libertad y había entrado en la Prisión 33 solo para salvarlo. Esperar hasta el último momento para contarle a la mujer del segundo oficial que ya le habían encontrado dos maridos de reemplazo había sido un error, ahora Ga se daba cuenta. No pensaba dejar que ningún secreto estropeara las cosas con Sun Moon. Porque eso era lo mejor de su relación: que tenían la oportunidad de volver a empezar, de librarse de todo. Lo que había dicho el capitán sobre lo que pasaría si recuperaba a su mujer se podría aplicar también a él y a Sun Moon: durante un tiempo serían dos desconocidos, luego pasarían por un período de descubrimiento, pero al final regresaría el amor.
Las mujeres del Hotel Koryo lo secaron con toallas y lo vistieron, y finalmente le cortaron el pelo al siete: el corte que habían bautizado como combate fulminante y que era el distintivo del comandante.
Al caer la tarde, el Mercedes superó el último tramo de carretera que desembocaba en la cumbre del monte Taesong. Pasaron junto al jardín botánico, el semillero nacional y los invernaderos que contenían los planteles de kimsunguias y kimjonguilias. Dejaron atrás el Zoológico Central de Pyongyang, que a aquellas horas del día estaba cerrado. En el asiento contiguo del coche había algunas de las pertenencias del comandante Ga. Había un tarro de colonia; se roció con ella enseguida. «He aquí mi olor», pensó, y entonces cogió la pistola del comandante Ga. «He aquí mi pistola», pensó. Apartó la corredera lo justo para ver la bala que asomaba en la recámara. «Soy el tipo de hombre que siempre tiene una bala a punto.»
Finalmente pasaron por delante de un cementerio, cuyas lápidas con bustos de bronce desprendían un fulgor anaranjado. Era el Cementerio de los Mártires Revolucionarios y sus 114 inquilinos, que habían muerto antes de poder engendrar, daban nombre a todos los huérfanos del país. Finalmente llegaron a la cumbre, donde había tres casas construidas para los ministros de Movilización de Masas, de las Minas Prisión y de Aprovisionamiento.
El chófer se detuvo delante de la casa de en medio y el comandante Ga se dirigió por su propio pie hasta la cancela, cuyas lamas inferiores estaban cubiertas de parra de pepino y las flores de un magnífico melón. Al acercarse a la puerta de Sun Moon, notó cómo el pecho se le encogía de dolor, el dolor del capitán clavándole las agujas llenas de tinta, de la sal marina que le echaron encima del tatuaje recién terminado, y de la mujer del segundo oficial haciendo que le supurase la infección con una toalla humeante. Se detuvo ante la puerta, respiró profundamente y llamó.
Casi al instante, Sun Moon le abrió. Iba vestida con una blusa ancha bajo la que sus pechos oscilaban con toda libertad. Ya había visto una bata de andar por casa como aquella en otra ocasión, en Texas, colgada en el baño de su cuarto de invitados. Sin embargo, aquella era blanca y mullida, mientras que la de Sun Moon estaba apelmazada y cubierta de manchas de salsas diversas. No llevaba maquillaje y el pelo suelto le caía sobre los hombros. Tenía el rostro colmado de excitación y posibilidades, y de pronto él sintió cómo la terrible violencia de aquel día lo abandonaba. Atrás quedaba el combate que lo había enfrentado a su marido, y también la funesta mirada del alcaide. Borradas estaban las multitudes que Mongnan había capturado con su cámara. Aquella casa era una buena casa, pintada de blanco con adornos rojos, todo lo contrario que la casa del supervisor de la fábrica de conservas. Se notaba que en esta nunca había pasado nada malo.
—Ya estoy en casa —le dijo.
Ella miró por encima de su hombro, echó un vistazo al patio y a la calle.
—¿Has venido a traerme un paquete? —le preguntó—. ¿Te mandan los del estudio?
Pero entonces hizo una pausa y se fijó en todas las incongruencias: aquel hombre extraño, enjuto, vestido con el uniforme de su marido, que llevaba su colonia y viajaba en su coche.
—¿Quién se supone que eres? —le preguntó.
—Soy el comandante Ga —dijo él—. Y por fin estoy en casa.
—¿Me estás diciendo que no me traes ningún guion, ni nada? —preguntó ella—. ¿Que los del estudio te han vestido así y te han mandado hasta aquí, pero que no tienes un guion para mí? Dile a Dak-Ho que esto es de mal gusto incluso para él. Esta vez se ha pasado de la raya.
—No sé quién es Dak-Ho —respondió Ga, maravillado de lo suave que Sun Moon tenía la piel y de cómo sus ojos oscuros lo observaban fijamente—. Eres aún más preciosa de lo que imaginaba.
Ella se desabrochó el cinturón de la bata y se lo ajustó aún más. Entonces levantó los brazos.
—¿Por qué tenemos que vivir en esta colina dejada de la mano de Dios? —preguntó a los cielos—. ¿Qué hago aquí arriba, cuando todo lo que importa está ahí abajo? —dijo, señalando la ciudad de Pyongyang, que a esas horas del día no era más que una bruma de edificios alrededor de la Y plateada del río Taedong. Entonces Sun Moon se acercó a él y lo miró fijamente a los ojos—. ¿Por qué no podemos vivir en el parque de Mansu? Desde ahí podría ir al estudio en el autobús exprés. ¿Cómo puedes fingir que no sabes quién es Dak-Ho? ¡Si lo conoce todo el mundo! ¿Te ha mandado aquí para tomarme el pelo? ¿Están todos ahí abajo, riéndose de mí?
—Sé que llevas mucho tiempo sufriendo —le dijo él—. Pero eso se ha terminado. Tu marido está en casa.
—Eres el peor actor del mundo —le espetó ella—. Están todos ahí abajo, en una fiesta de reparto, ¿verdad? Están todos borrachos y con ganas de guasa, buscando una actriz para un nuevo papel principal, y han decidido mandar al peor actor del mundo a lo alto de la colina solo para burlarse de mí.
So dejó caer sobre la hierba y se llevó el dorso de la mano a la trente.
—Largo, fuera de aquí. Ya te has divertido lo suficiente. Ahora ve y cuéntale a Dak-Ho cómo ha llorado la vieja actriz —dijo, e intentó secarse los ojos al tiempo que se sacaba un paquete de cigarrillos de la bata. Se encendió uno con un gesto descarado, que le daba un aspecto audaz y seductor—. Ni un solo guion, un año entero sin un guion.
Lo necesitaba; estaba clarísimo cuánto lo necesitaba.
Ella se dio cuenta de que la puerta de la casa estaba entreabierta y de que los niños los espiaban a escondidas. Se quitó una zapatilla y la arrojó con el pie contra la puerta, que se cerró inmediatamente.
—No sé nada sobre el negocio del cine —reconoció—. Pero te he traído una película, de regalo. Es Casablanca y se supone que es la mejor.
Ella levantó una mano y cogió el DVD, sucio y magullado, de entre sus dedos. Ojeó la carátula sin prestar atención.
—Es en blanco y negro —objetó, y la arrojó al otro lado del jardín—. Además, yo no veo películas: solo sirven para corromper la pureza de mis dotes interpretativas —añadió la mujer, que fumó contemplativamente, echada en la hierba—. ¿En serio no tienes nada que ver con el estudio? —le preguntó.
Él negó con la cabeza. La veía tan vulnerable, tan pura… ¿Cómo había logrado mantenerse así en un mundo tan cruel?
—Pues, entonces, ¿quién eres? ¿Uno de los nuevos lacayos de mi marido? ¿Te ha mandado a comprobar cómo me va mientras él está de misión secreta? Ya me conozco yo sus misiones secretas: solo él tiene la valentía necesaria para infiltrarse en un putiferio de Minpo, solo el gran comandante Ga puede sobrevivir una semana jugando a las cartas en un club de Vladivostok.
Él se puso en cuclillas junto a ella.
—No, no, lo juzgas con demasiada dureza. Ha cambiado. Desde luego habrá cometido errores, cómo no, y lo lamenta profundamente, pero ahora lo único que importa eres tú. Te adora, estoy seguro. Te profesa una abnegación absoluta.
—Pues dile que no voy a aguantarlo mucho más. Haz el favor de comunicárselo de mi parte.
—Ahora él soy yo —respondió Ga—. Se lo puedes decir tú misma.
Ella respiró hondo y negó con la cabeza.
—Así pues, quieres ser el comandante Ga, ¿eh? —le preguntó—. ¿Tú sabes qué te haría si se enterara de que utilizas su nombre? Sus «pruebas» de taekwondo son reales, ¿sabes? Y lo han enemistado con todo el mundo en esta ciudad, por eso no me dan ningún papel. ¿Por qué no te puedes reconciliar con el Querido Líder? ¿Tanto te cuesta inclinarte ante él en la ópera? ¿Se lo preguntarás a mi marido de mi parte? Bastaría con eso: un solo gesto público y el Querido Líder lo perdonaría todo.
Él alargó la mano para secarle la mejilla, pero ella se apartó.
—¿Ves estas lágrimas? —le preguntó Sun Moon—. ¿Las ves? ¿Puedes hablarle a mi marido de ellas? Dile que no vaya a más misiones, por favor. Y que no quiero que me mande más lacayos para que me hagan de canguro.
—Ya lo sabe —dijo él—. Y lo siente mucho. ¿Le puedes hacer un favor? Él lo valoraría mucho.
Ella se volvió de lado sobre la hierba y los pechos le oscilaron bajo la bata. Tenía la nariz llena de mocos.
—Vete —le dijo.
—Me temo que no puedo —contestó él—. Como ya he te dicho, ha sido un viaje muy largo y apenas acabo de llegar. El favor que te pido no es nada, una nimiedad para una actriz como tú. ¿Recuerdas esa parte de Una auténtica hija del país, cuando estás buscando a tu hermana y tienes que cruzar el estrecho de Inchon, que aún arde mientras el acorazado Koryo se va a pique? Te sumerges en el agua y eres aún una sencilla pescadora de Cheju, pero tras nadar por entre los cadáveres de tantos patriotas, en las aguas teñidas de sangre, vuelves a salir convertida en otra persona, una soldado, con una bandera medio quemada en las manos, y entonces dices una frase. ¿La recuerdas? ¿La podrías repetir para mí?
Ella no pronunció las palabras, pero a él le pareció percibirlas en sus ojos: «Existe un amor más grande, que cuando estamos hundidos nos reclama desde lo más alto». Sí, las palabras atravesaron su mirada. Eso es lo que distingue a una verdadera actriz, la capacidad de hablar solo con la expresión.
—¿No sientes que todo encaja? —le preguntó—. ¿Qué a partir de ahora todo va a ser diferente? Cuando estaba en la cárcel…
—¿En la cárcel? —se sorprendió ella, incorporándose—. ¿De qué conoces a mi marido, exactamente?
—Tu marido me ha atacado esta mañana —le respondió—. Estábamos en un túnel, en la Prisión 33, y lo he matado.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Cómo?
—Bueno, creo que lo he matado. Estaba oscuro, o sea que no estoy seguro, pero mis manos saben lo que hacen.
—¿Es esta una de las pruebas de mi marido? —preguntó Sun Moon—. Porque si es que sí, esta vez se ha superado en mal gusto. ¿Y tu misión consiste en informar de cómo he encajado esa noticia? ¿Si he bailado de alegría o me he ahorcado de pena? No me puedo creer que haya caído tan bajo. Es un niño, nada más, un niñito asustado. Solo alguien así es capaz de someter a una anciana del parque a una prueba de lealtad. Solo el comandante Ga puede obligar a su hijo a hacerse una prueba de virilidad. Ah, y por cierto: también tiene pruebas para sus secuaces, y cuando suspenden no se vuelve a saber nunca más de ellos.
—Tu marido no va a poner a prueba a nadie más —dijo él—. Ahora lo único que importa en su vida eres tú. Con el tiempo te darás cuenta.
—Ya basta —lo interrumpió ella—. Esto ya no tiene gracia. Es hora de que te vayas.
El comandante Ga levantó la vista hacia la puerta y ahí estaban los niños, observando en silencio: una niña de unos siete años y un niño un poco más pequeño. Sujetaban del collar a un perro de lomo ancho y pelaje reluciente.
—¡Brando! —lo llamó el comandante Ga, y el animal se soltó. El catahoula se acercó trotando y meneando la cola, brincó para lamerle las mejillas y acto seguido se agazapó y le mordisqueó los talones—. Lo recibiste —le dijo a Sun Moon—. No me puedo creer que lo recibieras.
—¿Que lo recibiera? —preguntó ella, que de pronto había adoptado un tono mucho más serio—. ¿Cómo sabes su nombre? —quiso saber—. Pero si lo hemos mantenido en secreto para que las autoridades no nos lo quiten…
—¿Que cómo sé su nombre? Pero si lo bauticé yo —respondió él—. Justo antes de enviártelo, el año pasado. Brando es la palabra que utilizan en Texas para decir que algo te pertenece para siempre.
—Un momento, un momento —protestó, dejando de hacer comedia—. ¿Quién eres tú, exactamente?
—Soy el buen marido. Soy el que te va a compensar por todo.
Ga reconoció la expresión de su mirada, y no era precisamente de felicidad. Sus ojos mostraban que había comprendido que a partir de aquel momento todo iba a ser distinto, que la persona que había sido y la vida que había vivido hasta entonces habían tocado a su fin. Era una constatación dura, pero con el paso de los días le resultaría más fácil asimilarla, más aún teniendo en cuenta que, seguramente, ya había adoptado esa misma mirada en el pasado, cuando el Querido Líder la había entregado a modo de trofeo al vencedor del Cinturón Dorado, el hombre que había derrotado a Kimura.
En la oscuridad de su habitación de la División 42, el cigarrillo que el comandante Ga llevaba entre los labios ya casi se había consumido. Había sido un día largo y el recuerdo de Sun Moon lo había vuelto a salvar, pero había llegado la hora de apartarla de su mente. Sabía que podía contar con ella siempre que la necesitara. Sonrió por última vez al recordarla, y el cigarrillo le cayó de la boca y aterrizó en el lugar donde su cuello se unía a la clavícula. Allí le quemó lentamente la piel, un fulgor rojo en la habitación por lo demás oscura.
¿Dolor? ¿Qué era el dolor?
★★★
¡Ciudadanos, traemos buenas noticias! En vuestras cocinas, en vuestras oficinas, en vuestras fábricas, o dondequiera que estéis escuchando esta retransmisión, ¡subid el volumen! La primera gran noticia de la que queremos informar es que nuestra Campaña para la Transformación de la Hierba en Carne es un éxito absoluto. Aun así, es necesario subir mucha más tierra a los tejados, de modo que urgimos a todos los encargados de bloques de pisos a convocar reuniones de motivación extraordinarias.
Por otra parte, ya casi ha llegado la fecha del concurso de recetas de este año, ciudadanos. La receta ganadora se reproducirá en la fachada de la terminal central de autobuses para que todo el mundo la copie. El ganador será el ciudadano que mande la mejor receta para preparar… ¡fideos de raíz de apio!
Y ahora las noticias del mundo. Siguen las agresiones americanas. Actualmente hay dos grupos de ataque nuclear apostados en el mar del Este, mientras en las calles de Estados Unidos hay ciudadanos sin hogar, empapados en orín. En la pobre Corea del Sur, nuestra mancillada hermanita, siguen las inundaciones y la hambruna. Pero no os preocupéis, la ayuda está de camino: nuestro Querido Líder Kim Jong-il ya ha dado las instrucciones oportunas para mandar comida y sacos de arena de forma inmediata.
Finalmente, hoy os ofreceremos el primer episodio de la Mejor Historia Norcoreana del año. Cerrad los ojos e imaginad por un momento a nuestra actriz nacional, Sun Moon. Desterrad de vuestras mentes las historias absurdas y los cotilleos que han circulado últimamente por la ciudad. Imaginadla como permanecerá para siempre en nuestra conciencia nacional. ¿Recordáis su famosa escena «febril» de Mujer de una nación, en la que, tras ser violada por los japoneses, el sudor de su frente se mezcla, a la luz de la luna, con las lágrimas de sus mejillas, antes de resbalar hasta sus patrióticos pechos? ¿Cómo es posible que, en ese breve trayecto, una simple lágrima empiece como una gota de perdición, se convierta luego en una gota de determinación y, finalmente, termine estallando de fervor nacional? Desde luego, ciudadanos, sabemos que conservaréis aún fresca en la memoria la imagen final de Patria huérfana de madre, en la que Sun Moon, vestida apenas con unas gasas ensangrentadas, emerge del campo de batalla tras rescatar la bandera nacional mientras, a sus espaldas, el ejército americano se derrumba, derrotado, entre ruinas humeantes.
Ahora imaginad su casa, que se alza sobre los pintorescos acantilados del monte Taesong. Hasta allí llegaban las fragancias purificadoras de las kimsunguias y las kimjonguilias, que crecían en los invernaderos del jardín botánico. Y, detrás de este, el Zoo Central, el zoológico más lucrativo del mundo, con más de cuatrocientos animales disponibles, vivos y disecados. Imaginad a los hijos de Sun Moon: sus espíritus angelicales llenan la casa de honorífica música sanjo, cortesía del taegum del chico y de la gayageum de la chica. Incluso nuestra actriz nacional tiene que colaborar en la causa del pueblo, por eso está enlatando quelpo para preparar a su familia para la eventualidad de otra Fatigosa Marcha. El quelpo llega a nuestras costas en cantidades suficientes como para alimentar a millones de personas y, una vez seco, sirve también para hacer sábanas, como aislante, como estimulante para la virilidad masculina y para alimentar las centrales eléctricas locales. ¡Fijaos en el reluciente choson-ot de Sun Moon mientras limpia las latas, y en cómo el vapor hace brillar los contornos de su feminidad!
Llamaron a la puerta. Su casa queda tan apartada que no llamaba nunca nadie. Este es el país más seguro del mundo, donde la criminalidad es algo inaudito, de modo que Sun Moon no temió por sí misma. Pero aun así dudó un instante. Su marido, el comandante Ga, era un héroe y a menudo, como en aquel momento, debía abandonar su casa para tomar parte en peligrosas misiones. ¿Y si le había pasado algo y habían enviado a un mensajero del Estado para comunicarle la mala noticia? Sun Moon sabía que el comandante Ga se debía a su país y a su gente, y que no debía considerarlo suyo, pero no podía evitarlo, tal era el amor que sentía por él. ¿Cómo lo iba a evitar?
Abrió la puerta y ahí estaba el comandante Ga: llevaba el uniforme almidonado, y la Estrella de Rubíes y la Llama Eterna de Juche prendidas al pecho. El comandante entró en la casa y, ante la gran belleza de Sun Moon, la desnudó con la mirada. Fijaos en cómo se recrea en las curvas que se insinúan bajo su bata y en el hecho de que cada pequeño movimiento le agita el pecho. ¡Fijaos en cómo este cobarde trata la gran modestia coreana de Sun Moon como si fuera basura!
El buen ciudadano se preguntará: ¿cómo es posible que llamen cobarde a un héroe como el comandante Ga? ¿No es acaso cierto que el comandante Ga concluyó con éxito seis misiones de asesinato en los túneles que se abren bajo la zona desmilitarizada? ¿No ostenta el Cinturón Dorado de taekwondo, la disciplina de artes marciales más mortífera del mundo? ¿Acaso Ga no se ganó el derecho a tomar como esposa a la actriz Sun Moon, estrella de películas como Devoción inmortal o La caída de los opresores?
¡La respuesta, ciudadanos, es que no se trataba del verdadero comandante Ga! Fijaos en el retrato del auténtico comandante que hay colgado en la pared, detrás de este impostor. El hombre de la fotografía tiene las espaldas anchas, las cejas hirsutas y los dientes gastados de tanto rechinarlos agresivamente. Y ahora echad un vistazo al tipo larguirucho que lleva el uniforme del comandante: el pecho hundido, orejas de mujer, apenas un fideo que se insinúa bajo los pantalones.
Ciertamente es un insulto hacerle el honor a este impostor de llamarlo comandante Ga, pero para empezar esta historia nos servirá.
—Soy el comandante y exijo que me trates como me corresponde —le ordenó.
Aunque sus instintos le decían que no era cierto, Sun Moon tuvo el buen juicio de dejar a un lado sus sentimientos y confiar en el consejo de un funcionario del Gobierno, pues el hombre atesoraba el rango de ministro. En caso de duda, vuestros líderes os mostrarán siempre cuál es la actitud apropiada.
Y, no obstante, pasó dos semanas recelando de él. El comandante Ga tenía que dormir en el túnel, con el perro, y solo podía salir una vez al día para probar el caldo que ella le preparaba. Estaba muy delgado, pero no protestó ni una vez por aquella sopa sin sustancia. Cada día le preparaba un baño y él podía dejar el túnel y entrar en casa para lavarse. A continuación, como una buena esposa, Sun Moon se bañaba con el agua que él dejaba. El comandante Ga, por su parte, volvía al túnel con el can, un animal que no ha nacido para ser domesticado. La bestia había pasado un año entero mordisqueando los muebles y orinándose por todas partes a placer. Ni todos los golpes que le había propinado el marido de Sun Moon habían logrado someterlo a su obediencia. Ahora, el comandante Ga pasaba el tiempo en el túnel, enseñando al animal a obedecer a la voz de «siéntate», «échate al suelo» y otras expresiones indolentes propias del capitalismo. Pero, desde luego, la peor de las instrucciones era «ataca», con la que instigaba a la bestia a practicar la caza mayor en terrenos que pertenecen al pueblo.
Pasaron dos semanas viviendo según esta rutina, como si pensaran que solo por ello el auténtico marido se presentaría un día en casa y todo volvería a ser como si no hubiera desaparecido nunca; como si el hombre que se había instalado en su casa no fuera más que una pausa para fumar durante una de sus épicas interpretaciones cinematográficas. Ciertamente, era una situación difícil para la actriz: observad su postura, fijaos en su porte, con los dos pies plantados en el suelo y los brazos cruzados. Pero ¿acaso creía que el dolor de sus películas era inventado, que la representación del sufrimiento nacional era una ficción? ¿De veras creía que podía convertirse en el rostro de una Corea que ha pasado mil años recibiendo golpes sin perder un marido o dos por el camino?
En cuanto al comandante Ga, o quienquiera que fuera, en su día se había convencido de que había dejado atrás la vida en los túneles. Este en concreto era una pequeña galería, lo bastante alta como para levantarse, sí, pero de apenas quince metros de profundidad, lo justo para adentrarse en el patio y tal vez la calle. Dentro había barriles de provisiones para la siguiente Fatigosa Marcha, una única bombilla y una silla. Había una extensa colección de DVD, pero ninguna pantalla donde verlos. Y, no obstante, al comandante lo hacía feliz oír, unos metros más arriba, cómo el chico arrancaba unas notas inseguras a su taegum. Era un placer escuchar los trabajos de una madre por instilarle a su hija la melancolía del gayageum: casi lograba ver sus choson-ots extendidos sobre el suelo mientras se inclinaban para arrancarle las notas más tristes al instrumento. Por la noche, la actriz andaba de un lado para otro tras las puertas cerradas del dormitorio y, desde su túnel, el comandante Ga casi podía ver sus pies posarse en el suelo, tal era la atención que prestaba a sus movimientos. Trazó un mapa mental del dormitorio a partir de los pasos que ella necesitaba para ir de la ventana a la puerta, y creía estar seguro de poder ubicar la cama, el armario ropero y el tocador basándose tan solo en los rodeos que daba para sortear dichos objetos. Era casi como estar en el dormitorio con ella.
En la mañana del decimocuarto día ya había aceptado que su vida iba a discurrir de aquella forma durante un largo tiempo y se había reconciliado con la idea, ajeno a que una paloma se dirigía hacia él con un glorioso mensaje en su pico. El ave, que habían liberado en la capital, revoloteó sobre el río Taedong, que fluía serpenteante por sus verdes y plácidos meandros, mientras, en las orillas, patriotas y vírgenes paseaban de la mano. La paloma pasó volando por encima de un grupo de chicas de las Tropas de Jóvenes Juche que, ataviadas con sus encantadores uniformes y con hachas sobre los hombros, se dirigían brincando a cortar madera en el parque de Mansu. Con regocijo, el pájaro blanco descendió en picado sobre el estadio Primero de Mayo, el más grande del mundo, y batió las alas con orgullo sobre la inmensa llama roja de la Torre Juche. A continuación volvió a elevarse, monte Taesong arriba, y dobló un ala para saludar a los flamencos y los pavos reales del Zoológico Central, antes de virar para evitar las verjas electrificadas que rodean el jardín botánico, preparadas para repeler el siguiente ataque sorpresa de los americanos. Mientras sobrevolaba el Cementerio de los Mártires Revolucionarios soltó una lágrima patriótica y acto seguido se posó en el alféizar de la ventana de Sun Moon y depositó la nota en su mano.
Al ver que se abría la trampilla del túnel, el comandante Ga levantó la mirada. Cuando Sun Moon se agachó, la túnica se le abrió ligeramente, como si en su generosa feminidad se insinuara la gloria de todo un país. La actriz leyó la nota:
—«Comandante Ga, ha llegado el momento de volver al trabajo.»
El chófer lo estaba esperando para acompañarlo a la ciudad más hermosa del mundo: observad sus calles anchas y sus altos edificios, ¡intentad encontrar un rastro de basura o un simple grafiti! Grafiti, ciudadanos, es el nombre que recibe el hábito de los capitalistas de pintarrajear sus edificios públicos. Aquí no hay molestos anuncios, ni teléfonos móviles, ni aviones en el cielo. ¡E intentad apartar los ojos de nuestras agentes de tráfico!
Al cabo de poco, el comandante Ga se encontraba en la tercera planta del Edificio 13, el complejo de oficinas más moderno del mundo. Fuuu, fuuu, zumbaban los conductos de vacío a su alrededor. Blip, blip, pitaban las pantallas verdes de los ordenadores. Encontró su despacho de la tercera planta y le dio la vuelta a la placa con su nombre, como para recordarse a sí mismo que era el comandante Ga, ministro de las Minas Prisión, y que estaba al cargo del sistema carcelario más espléndido del mundo: no hay en otra parte prisiones como las de Corea del Norte, ni tan productivas, ni tan propicias para la reflexión personal. Las prisiones del Sur están llenas de máquinas de discos y pintalabios, lugares donde los hombres esnifan cola y cometen abominables actos de impudicia.
Con un fuuu, el tubo de vacío depositó una cápsula en el receptáculo que había en el escritorio del comandante Ga. Este la abrió y sacó la nota, escrita en la parte trasera de un formulario de requisición. «Prepárese para el Querido Líder», decía. Miró alrededor de la oficina para intentar identificar al autor de la nota, pero todos los escuchas de teléfonos estaban muy ocupados, escribiendo lo que oían a través de sus auriculares azules, y todos los equipos de aprovisionamiento tenían la cabeza oculta bajo las capuchas negras de los ordenadores.
Al otro lado de la ventana había empezado a caer una débil llovizna, y el comandante Ga distinguió a una anciana ataviada con un vestido casi transparente de tan viejo, que se encaramaba a las ramas de una encina para recoger bellotas, aunque todos los ciudadanos saben que eso está prohibido hasta que la temporada de bellotas se abre oficialmente. A lo mejor, los años de inspección carcelaria habían instilado en el comandante Ga una debilidad por los ciudadanos más ancianos.
Fue entonces cuando todo el mecanismo de conductos de vacío se detuvo y, en el silencio que se produjo a continuación, todos levantaron la mirada hacia el laberinto que recorría el techo, conscientes de lo que estaba a punto de suceder: el sistema se estaba preparando para transmitir un mensaje personal del Querido Líder. De repente el silbido de la succión empezó de nuevo y todos vieron cómo una cápsula dorada atravesaba la maraña de tubos y caía en el receptáculo que había en un extremo del escritorio del comandante Ga.
Éste recogió la cápsula dorada. La nota que había en el interior decía tan solo: «¿Tendría la amabilidad de venir a visitarnos?».
La tensión en la sala era palpable. ¿Era posible que el comandante Ga no se levantara de inmediato y se apresurara a complacer a su glorioso líder? En lugar de eso, revolvió lo que había en su escritorio e inspeccionó atentamente un aparato que se conoce como un contador Geiger, y que sirve para detectar la presencia de material nuclear, pues nuestro país es rico en materiales nucleares subterráneos. ¿Tenía intención de poner ese valioso instrumento en marcha? ¿Pensaba asignarle un guardián para que lo custodiara? No, ciudadanos, el comandante Ga cogió el detector, salió por la ventana y trepó a una rama mojada de la encina. Se encaramó a lo alto del árbol y le entregó el instrumento a la anciana, con estas palabras:
—Véndalo en el mercado nocturno y cómprese una buena comida.
Naturalmente, ciudadanos, mentía: ¡no existe tal cosa como un mercado nocturno!
Pero lo más importante es que cuando Ga volvió a entrar por la ventana nadie levantó la mirada. Todos siguieron trabajando mientras él se limpiaba las hojas del uniforme. En el Sur, los trabajadores habrían puesto el grito en el cielo porque alguien había roto las «normas», regalando una propiedad del Gobierno. Aquí, en cambio, la disciplina se impone siempre y todo el mundo sabe que nada sucede porque sí, que ningún cometido pasa por alto, que si un hombre regala un detector nuclear a una anciana que está subida a una encina será porque el Querido Líder así lo quiere. Y que si existen dos comandantes Ga, uno o ninguno, es porque el Querido Líder así lo desea.
De camino hacia su destino, el comandante Ga vio de reojo a Camarada Buc, que lo saludó levantando los pulgares. Alguien podría considerar a Camarada Buc un hombre gracioso, incluso alegre. Y sí, tiene una adorable cicatriz que le parte la ceja y que (como su mujer es incapaz de coser) no conecta una mitad con la otra. Pero recordemos que el gesto de levantar los pulgares era el que hacían los americanos antes de soltar su carga útil sobre norcoreanos inocentes. Mirad las películas y veréis sus sonrisas y sus pulgares levantados, e inmediatamente las bombas que caen sobre la Madre Corea. Echad un vistazo a Ataque furtivo, en la que aparece la encantadora mujer de Ga. Volved a ver El último día de marzo, una dramatización del día de 1951 en que los americanos lanzaron ciento veinte mil toneladas de napalm y dejaron tan solo tres edificios en Pyongyang en pie. Así pues, ¡despedíos de Buc levantando los pulgares y no le prestéis más atención! Por desgracia, su nombre volverá a aparecer de vez en cuando, pero ya no forma parte de esta historia, de modo que a partir de este momento haréis bien en ignorarlo.
¿Y el comandante Ga? Por deficiente y pusilánime que os haya parecido, debéis saber que esta es una historia de crecimiento y de redención, en la que incluso los personajes más humildes alcanzarán la iluminación. Que esta historia os sirva de inspiración cuando os las tengáis que ver con los débiles de mente que comparten vuestros bloques de viviendas comunitarios, o con los egoístas que se terminan el jabón en vuestros pozos de baño colectivos, ya que esta historia promete tener el final más feliz que jamás hayáis oído.
Un ascensor estaba ya esperando al comandante Ga. Dentro había una mujer hermosa. Llevaba un uniforme blanco y azul, y unas gafas de sol con tinte también azul. La mujer no dijo nada. El ascensor no tenía mandos y ella no se movió. Ga no habría sabido decir cómo había arrancado, ni si ella lo había puesto en marcha, pero pronto empezaron a descender hacia las profundidades de Pyongyang. Cuando las puertas se abrieron de nuevo, el comandante Ga se encontró ante una sala espléndida, con las paredes decoradas con presentes de otros líderes mundiales. Había unos sujetalibros hechos con cuernos de rinoceronte, regalo de Robert Mugabe, presidente supremo de Zimbabue. Había una máscara de la longevidad masculina lacada en negro, regalo de Guy de Greves, ministro de Exteriores de Haití. Y había también una bandeja de plata con las palabras CUMPLEAÑOS FELIZ grabadas, que la Junta Central de Myanmar había enviado al Querido Líder.
De pronto se hizo una luz fulgurante y de esa luz emergió el Querido Líder, tan alto y seguro de sí mismo. El Querido Líder se acercó con paso firme hacia el comandante Ga, que sintió que todas sus preocupaciones mundanas lo abandonaban y experimentó cómo una sensación de bienestar se apoderaba de él. Era como si el Querido Líder hubiera acunado todo su ser entre sus protectoras manos, y como si él sintiera tan solo un apremiante deseo de servir al glorioso país que tanta confianza había depositado en él.
El comandante Ga le dedicó una reverencia profunda, suplicante, pero el Querido Líder le dio una palmada en el hombro y le dijo:
—Ya basta de reverencias, por favor, mi buen ciudadano. Ha pasado demasiado tiempo, Ga, demasiado. Tu país te necesita, tengo una diablura deliciosa planeada para nuestros amigos americanos. ¿Estás dispuesto a ayudarme?
¿Por qué, ciudadanos, no se altera el Querido Líder ante el aspecto del impostor? ¿Qué planes tiene? ¿Terminará de una vez la prolongada tristeza de la actriz Sun Moon? ¡La respuesta, ciudadanos, mañana, en el próximo episodio de la Mejor Historia Norcoreana del año!