★★★
Jun Do soñó con tiburones que lo mordían y con la actriz Sun Moon, que parpadeaba y lo miraba con los ojos entornados, como Rumina cuando se le había metido arena en los ojos. Soñó que el segundo oficial se alejaba, rumbo a aquella luz rutilante. De vez en cuando le llegaba un aguijonazo de dolor. ¿Estaba despierto o dormido? Sus ojos se movían por el interior de los párpados, tan hinchados que no los podía abrir. Había un continuo olor a pescado. La sirena de llamada al trabajo señalaba la llegada del alba y Jun Do sabía que era de noche cuando cortaban la electricidad y el zumbido de una neverita cesaba.
Notaba todas las articulaciones anquilosadas y respirar demasiado profundamente era como abrir las puertas del horno del dolor. Cuando finalmente consiguió mover el brazo bueno y examinarse el brazo herido, notó gruesos pelos de tábano y unos ásperos puntos de sutura. Recordaba vagamente cómo el capitán lo había ayudado a subir por las escaleras del bloque comunitario donde el segundo oficial había vivido con su mujer.
El altavoz («¡Ciudadanos!») cuidaba de él durante el día. Por la tarde ella volvía de la fábrica de conservas, aún con un leve olor a grasa industrial en las manos. La pequeña tetera traqueteaba y silbaba, y ella tarareaba La marcha de Kim Jong-il, que marcaba el final del noticiero. Entonces sus manos, heladas por el alcohol, le desinfectaban las heridas. Aquellas manos lo hacían girar hacia la derecha y hacia la izquierda para cambiarle las sábanas y vaciarle la vejiga, y Jun Do estaba convencido de que notaba el rastro de su alianza en uno de los dedos.
Pronto la hinchazón disminuyó. Lo que le mantenía los ojos cerrados ya no era la inflamación, sino costra y pus, pero ahí estaba ella para intentárselos abrir con el vapor de un paño caliente.
—Aquí lo tenemos —dijo la mujer cuando Jun Do finalmente recuperó la visión—. El hombre que ama a Sun Moon.
Jun Do levantó la cabeza. Estaba en un catre, en el suelo, desnudo bajo una fina sábana de color amarillo. Reconoció las ventanas de celosía del bloque de viviendas. En la habitación había varias percas colgadas a secar como si fueran trapos.
—Mi padre creía que si su hija se casaba con un marinero nunca iba a pasar hambre —le contó.
Jun Do logró enfocar a la mujer del segundo oficial.
—¿En qué planta estamos? —le preguntó él.
—En la décima.
—¿Cómo me subisteis hasta aquí?
—Tampoco fue tan difícil. Por cómo te había descrito mi marido, te imaginaba mucho más corpulento. —Le pasó el paño caliente por el pecho y él intentó no hacer una mueca—. Tu pobre actriz tiene toda la cara negra y azul. Hace que parezca mucho mayor, como si su momento ya hubiera pasado. ¿Has visto sus películas?
Jun Do negó con la cabeza y notó un pinchazo en el cuello.
—Yo tampoco —admitió ella—. Aunque qué quieres, en este asco de pueblo. La única película que vi fue una extranjera, una historia de amor. —Volvió a hundir el trapo en el agua caliente y le empapó las cicatrices—. Trataba sobre un barco que chocaba contra un iceberg y se moría todo el mundo.
Se sentó en el catre y, empujando con los dos brazos, colocó a Jun Do de costado y se tendió junto a él. Entonces le acercó un bote y lo agitó un poco, hasta que logró meterle el umkyoung dentro.
—Vamos —le dijo, y le dio unos golpecitos en la espalda para animarlo. Su cuerpo se estremeció de dolor y finalmente empezó a salirle un chorrito irregular. Cuando hubo terminado, ella levantó la jarra y la colocó a contraluz. Dentro había un líquido turbio, de color oxidado—. Vamos mejorando —aseguró ella—. Pronto podrás cruzar el pasillo caminando e ir solo al baño de la décima planta, como un chico mayor.
Jun Do intentó colocarse boca arriba pero no lo consiguió, de modo que se quedó como estaba, tendido de lado, hecho un ovillo. En la pared, bajo los retratos del Querido Líder y del Gran Líder, había un pequeño estante con las zapatillas americanas del segundo oficial. Jun Do no entendía cómo había logrado llevárselas a casa, cuando el resto de la tripulación había visto cómo las arrojaba al mar. Colgada en la pared había también la carta de navegación del Junma. Mostraba todo el mar de Corea, y era el mapa que referenciaban el resto de las cartas de navegación de a bordo. Todos estaban convencidos de que había ardido durante el incendio, con el resto. Había varias chinchetas que marcaban todos los caladeros donde habían pescado, y escritas a lápiz, las coordenadas de varios puntos más septentrionales.
—¿Eso es la ruta de las remeras? —preguntó Jun Do.
—¿Las remeras? —dijo ella—. No, es un mapa con todos los lugares donde había estado. Las chinchetas rojas son las ciudades de las que había oído hablar. Siempre me estaba hablando de los lugares a los que me llevaría.
La mujer miró a Jun Do fijamente a los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¿Lo hizo de veras? ¿De verdad amenazó a un comandante americano con un cuchillo, o es una trola que os inventasteis entre todos?
—¿Por qué ibas a creer lo que yo te dijera?
—Porque eres un oficial inteligente —repuso la joven—. Porque la gente que vive en este culo del mundo te importa un carajo. Cuando tu misión termine, volverás a Pyongyang y no volverás a pensar en pescadores nunca más.
—¿Y cuál es mi misión?
—Va a haber una guerra en el fondo del mar —dijo ella—. A lo mejor mi marido no tendría que habérmelo contado, pero lo hizo.
—Todo eso son pamplinas —repuso Jun Do—. Yo solo me encargo de la radio. Y sí, tu marido se enfrentó a un marine estadounidense con un cuchillo.
La mujer negó con la cabeza, admirada.
—Tenía un montón de planes descabellados —reconoció—. Pero saber que eso es verdad me hace pensar que, de haber vivido, a lo mejor habría llevado a cabo alguno.
Le dio un poco de agua de arroz azucarada con un cucharón, lo colocó boca arriba y lo cubrió de nuevo con la sábana. En la habitación estaba oscureciendo y pronto iban a cortar la luz.
—Oye, me tengo que ir —dijo la mujer—. Si tienes una emergencia, grita y la encargada de la planta vendrá a ver qué pasa. Basta con que alguien se tire un pedo para que aparezca en la puerta.
Se limpió con una esponja junto a la puerta, donde él no podía verla. Jun Do solo oía el leve sonido que hacía el paño sobre su piel y el agua que goteaba en la cacerola sobre la que se había acuclillado. Se preguntó si emplearía el mismo paño que había usado con él.
Antes de marcharse, se le acercó con un vestido arrugado, que había secado a mano y había colgado a secar. Aunque la veía a través de la visión desvaída de aquellos ojos que no había usado en tanto tiempo, no había duda de que era una auténtica belleza, alta y cuadrada de hombros, aunque todavía conservaba las formas redondeadas de la adolescencia. Tenía unos ojos grandes e impredecibles, y una melenita negra que enmarcaba su cara redonda. Llevaba un diccionario inglés en las manos.
—En la fábrica de conservas he visto a gente que se hacía daño de verdad. No te va a pasar nada —le dijo—. Dulces sueños —añadió entonces en inglés.
Por la mañana, Jun Do se despertó con un sobresalto, un sueño que había terminado con un destello de dolor. Las sábanas olían a cigarrillos y a sudor, y Jun Do supo que la mujer había dormido a su lado. Junto al catre había un bote de orín con lo que parecían manchas de yodo, pero por lo menos no estaba turbio. Tocó el bote con la mano: estaba frío. Cuando por fin logró incorporarse, constató que no había rastro de la mujer.
El mar amplificaba la luz exterior, que inundaba la habitación. Apartó la sábana. Tenía el pecho plagado de cardenales y varios cortes en las costillas. Los puntos estaban cubiertos de costras y, después de olerlas, se dijo que iban a tener que quitarle el pus. El altavoz le dio los buenos días: «Ciudadanos, hoy se ha anunciado que una delegación norcoreana va a visitar Estados Unidos para tratar algunos de los problemas que afectan a nuestros dos temibles países». A continuación la emisión prosiguió según la fórmula habitual: muestras de admiración universal hacia Corea del Norte, un ejemplo de la sabiduría divina de Kim Jong-il, un nuevo método para ayudar a los ciudadanos a evitar el hambre y, finalmente, los mensajes de varios ministerios a la población.
Por la ventana entró una ráfaga de viento y los pescados secos se agitaron en la cuerda, los cartílagos de sus aletas del color del papel de los farolillos. Desde la azotea le llegaban aullidos y ladridos, y un chasquido constante de uñas sobre el cemento. Por primera vez en días, Jun Do notó una punzada de hambre.
La puerta se abrió y, tras respirar hondo, la mujer del segundo oficial entró en el piso. Llevaba una maleta y dos garrafas de cinco litros de agua. Sudaba, pero tenía una extraña sonrisa en los labios.
—¿Qué te parece mi maleta nueva? —preguntó—. He tenido que hacer un trueque para conseguirla.
—¿Y qué has ofrecido a cambio?
—No seas capullo —le reprochó—. ¿Te puedes creer que no tenía maleta?
—Supongo que nunca has ido a ninguna parte.
—Supongo que nunca he ido a ninguna parte repitió para sí misma.
Con un cucharón, le llenó un vaso de plástico con agua de arroz. Él bebió un trago y le preguntó:
—¿Hay perros en la azotea?
—Bienvenido a la vida en el ático —dijo ella—. Tenemos un ascensor que no funciona, goteras en el techo y los respiraderos de los baños. Yo ya ni oigo a los perros. Los cría la junta de vivienda. Tendrías que oír cómo se ponen los domingos.
—¿Y para qué los crían? Espera, ¿qué pasa los domingos?
—Los del bar de karaoke dicen que los perros son ilegales en Pyongyang.
—Sí, eso dicen.
—Civilización —comentó la joven.
—¿No van a empezar a echarte de menos en la fábrica?
La mujer no respondió, sino que se arrodilló y empezó a rebuscar en los bolsillos de la maleta para comprobar si su propietario anterior había olvidado algo.
—Te van a someter a una sesión de crítica —insistió Jun Do.
—No voy a volver a la fábrica —dijo ella.
—¿Nunca?
—No. Me voy a Pyongyang.
—Te vas a Pyongyang.
—Pues sí —aseguró. En un doblez del forro de la maleta encontró unos permisos de viaje caducados, con el sello de todos los puntos de control entre Kaesong y Chongjin—. Generalmente tardan unas semanas, pero no sé, yo tengo la sensación de que puede suceder en cualquier momento.
—¿Qué es lo que puede suceder?
—Que me encuentren un marido de reemplazo.
—¿Y crees que será alguien de Pyongyang?
—Soy la mujer de un héroe —dijo ella.
—La viuda de un héroe, querrás decir.
—No digas esa palabra —le pidió—. Odio cómo suena.
Jun Do se acabó el agua de arroz y despacio, muy despacio, se volvió a echar.
Mira —siguió diciendo ella—, lo que le pasó a mi marido es horrible. No puedo ni pensar en ello. En serio, es empezar a imaginármelo y algo se cierra en mi interior. Pero estuvimos casados apenas unos meses y pasó casi todo el tiempo con vosotros, en el barco.
Incorporarse le había costado un gran esfuerzo y cuando volvió a apoyar la cabeza en el catre, el alivio de rendirse al agotamiento superó el malestar de la recuperación. Le dolía casi todo y, no obstante, se apoderó de él una sensación de bienestar, como después de pasar el día trabajando duro junto a sus compañeros. Cerró los ojos y se concentró en el zumbido de esa sensación; cuando los volvió a abrir ya era por la larde. A Jun Do le pareció que lo que lo había despertado había sido el portazo que había dado ella al marcharse. Rodó hacia un lado para comprobar el otro extremo de la habitación y vio la cacerola que utilizaba la chica para lavarse. Le habría gustado poder tocarla para ver si el agua aún estaba caliente.
Al atardecer pasó a verlo el capitán, que encendió un par de velas y se sentó en una silla. Jun Do levantó la mirada y vio que llevaba una bolsa en las manos.
—Tenga, hijo —dijo el capitán, que sacó una rodaja de atún y dos cervezas Ryoksong de dentro de la bolsa—. Ya va siendo hora de que recupere la salud.
El capitán abrió las botellas y cortó el atún crudo con su cuchillo de contramaestre.
—Por los héroes —brindó el capitán, y bebieron sin demasiado entusiasmo. El atún, no obstante, era justo lo que Jun Do necesitaba, lo mejor que daba el mar. Saboreó el pescado en el paladar.
—¿Qué tal ha ido la pesca? —preguntó Jun Do.
—Las aguas estaban moviditas —respondió el capitán—. Pero claro, sin usted ni el segundo oficial no era lo mismo. Tenemos a un par de hombres del Kwan Li que nos echan una mano. Sabe que su capitán terminó perdiendo el brazo, ¿verdad?
Jun Do asintió y el capitán sacudió la cabeza.
—Oiga, siento muchísimo que se ensartaran así con usted. Quise advertirle, pero tampoco habría servido de mucho.
—Bueno, ahora ya está —dijo Jun Do.
—La parte más dura sí, y aguantó bien: nadie más se habría comportado como lo hizo usted. Ahora ha llegado el momento de la recompensa —comenzó el capitán—. Primero le concederán algo de tiempo para que se recupere mientras piensan qué hacer, pero luego querrán exhibirlo. ¿Un héroe que arriesgó la vida a punta de pistola para salvar a otro héroe al que los americanos habían echado a los tiburones? Vamos, va a ser un éxito. Le van a sacar partido. Después de lo del jefe de la fábrica de conservas y lo del capitán del Kwan Li, están necesitados de buenas noticias. Les podrá pedir todo lo que quiera.
—Ya he ido a la escuela de idiomas —dijo Jun do—. ¿Cree que va a regresar? —añadió entonces—. Con las corrientes y todo eso, me refiero.
—Todos queríamos a ese chico —admitió el capitán—. Y se cometieron errores, sí, pero no puede volver. Ya no forma parte de la historia. Ahora la historia es otra, métaselo en la cabeza. A la chica tampoco le va mal así, ¿no?
Pero antes de que Jun Do pudiera contestar, el capitán vio la carta de navegación colgada en la pared. En la habitación reinaba la penumbra y se levantó con la vela en la mano.
—Pero qué coño… —dijo, y empezó a arrancar las chinchetas y a arrojarlas por el suelo—. El chaval hace ya una semana que desapareció y sigue dando por saco. —Finalmente despegó la carta de navegación de la pared—. Oiga —añadió entonces el capitán—, hay algo que debe saber. Aunque llegamos a la conclusión de que el segundo oficial no se había llevado nada, no nos habíamos fijado bien. No se nos había ocurrido mirar en la bodega, donde estaba su equipo.
—¿Qué me está diciendo?
—Una de sus radios ha desaparecido. Se llevó una radio consigo.
—¿La negra? —preguntó Jun Do—. ¿O la de los mandos plateados?
—La de los diales verdes —dijo el capitán—. ¿Será un problema? ¿Se nos puede volver en contra?
De repente Jun Do lo vio claramente: el segundo oficial en la balsa, a oscuras, con nada más aparte de una batería, el fulgor verde de la radio y un paquete de cigarrillos sin cerillas.
—No, era sencillita —dijo Jun Do—. Ya encontraremos otra.
—Así me gusta —respondió el capitán con una sonrisa—. Ay, qué burro soy: coma un poco más de atún, haga el favor. ¿Y la chica? ¿Qué me dice? He hablado con ella y tiene una opinión bastante alta de usted, ¿sabe? ¿Le falta algo, le puedo traer algo?
Jun Do notaba cómo la cerveza le corría por la sangre.
—Ese bote de ahí —le indicó—. ¿Me lo puede acercar?
—Sí, cómo no —contestó el capitán, pero al cogerlo le dirigió una mirada suspicaz. Por un momento pareció que lo iba a oler, pero al final se limitó a pasárselo.
Jun Do se volvió de costado y metió el bote debajo de la sábana. En el cuarto solo se oía el chorrito irregular de orina que lo llenaba a trompicones.
—Bueno, pues va a tener que pensárselo —dijo el capitán, hablando en voz alta para que se oyera por encima de aquel sonido—. Ahora es un héroe y le van a preguntar qué quiere. ¿Qué me dice? ¿Qué les va a pedir?
Cuando hubo terminado, Jun Do abrió los ojos y, con mucho cuidado, le devolvió el bote al capitán.
—Lo único que quiero —repuso Jun Do— es quedarme en el Junma. Me siento muy cómodo allí.
—Sí, cómo no —respondió el capitán—. Su equipo está ahí…
—Y hay electricidad por la noche.
—Y hay electricidad por la noche —repitió el capitán—. Delo por hecho. Ahora vive en el Junma. Es lo menos que puedo hacer. Pero tiene que pensar en algo que quiera de verdad, algo que solo le puedan proporcionar los de arriba.
Jun Do dudó un instante. Bebió otro trago de cerveza e intentó pensar en algo que Corea del Norte le pudiera proporcionar y que fuera a mejorarle la vida. El capitán se percató de sus dudas y empezó a hablarle de otros que habían conseguido grandes logros y de las cosas que habían pedido.
—Como esos tipos de Yongbyron que apagaron el fuego de la central eléctrica: uno de ellos pidió un coche, salió en el periódico y todo. Otro quería un teléfono para él solo: hecho, sin preguntas, le llevaron el cable hasta el apartamento. Así es como funcionan las cosas cuando eres un héroe.
—Me lo tengo que pensar —dijo Jun Do—. Me ha pillado con la guardia un poco baja. No soy lo que se dice un tipo espontáneo.
—No, ya lo sé —comentó el capitán—. Y lo sé porque somos familia. Es el típico que no quiere nada para él, que no necesita gran cosa, pero que, en cambio, cuando se trata de los demás no conoce límites. Lo demostró el otro día, lo dejó clarito, y ahora actúa como si fuera de la familia. Yo fui a la cárcel por mi tripulación, ya lo sabe. No soy ningún héroe, pero renuncié a cuatro años para que mis chicos pudieran volver a sus casas. Así fue como lo demostré yo.
El capitán parecía agitado, preocupado, incluso. Aún tenía el bote de orín en la mano y Jun Do le pidió que lo dejara. El capitán se acercó al borde de la silla, como si fuera a sentarse en el catre.
—A lo mejor es solo porque soy viejo —observó el capitán—. Quiero decir que los demás también tienen problemas. Mucha gente lo pasa peor que yo, desde luego, pero es que no puedo vivir sin ella, no puedo. Termino siempre pensando en lo mismo, y no es que esté ni cabreado ni resentido por lo que pasó, es solo que necesito a mi mujer, la tengo que recuperar. Y usted lo puede lograr, está en situación de hacer que suceda. Pronto, muy pronto, le harán una pregunta, y lo que diga se hará realidad.
Jun Do intentó hablar, pero el capitán lo cortó.
—Es vieja, ya sé lo que está pensando. Y yo también soy viejo, pero la edad no tiene nada que ver. De hecho, tengo la sensación de que cada año va a peor. ¿Quién iba a pensar que podía ir a peor? Pero eso no te lo cuentan, esta parte no la menciona nunca nadie. —El capitán oyó los perros que se movían por la azotea y alzó la mirada hacia el techo. Entonces dejó el bote y se levantó—. Durante un tiempo seríamos dos desconocidos —agregó—. Cuando la recuperara habría cosas de las que ella no podría hablar, ya lo sé. Pero estoy seguro de que al mismo tiempo empezaría una especie de descubrimiento. Y entonces recuperaríamos lo que tuvimos en su día.
El capitán cogió la carta de navegación.
—No responda ahora —le dijo—. No diga nada. Piénselo, es lo único que le pido.
Entonces, a la luz de las velas, el capitán enroscó la carta de navegación con las dos manos. Era un gesto que Jun Do le había visto hacer un millar de veces. Significaba que había elegido un rumbo y que sus hombres sabían ya cuál era su tarea. Tanto si luego regresaban con las redes llenas como si lo hacían de vacío, había tomado una decisión y no había vuelta de hoja.
Se oyó un grito procedente del patio, seguido de un sonido que tanto podía ser una carcajada como un sollozo, y Jun Do supo que en el centro de ese grupo de borrachos estaba la mujer del segundo oficial. En la azotea se oyó el chasquido de las uñas de los perros, que se levantaron y se acercaron al borde del edificio para ver qué pasaba. Los sonidos llegaban incluso hasta la décima planta y se combinaban con los chirridos de las ventanas de celosía de todo el bloque de viviendas, por las que se asomaban los vecinos para ver quién era la ciudadana que estaba tentando la suerte.
Jun Do se levantó y, empleando una silla a modo de andador, se acercó a la ventana. Había apenas una tajada de luna en el cielo, y consiguió ubicar a varias de las personas que había en el patio de abajo por sus carcajadas mordaces, aunque solo logró vislumbrar sus siluetas negras, relucientes. Eso sí, podía imaginar el pelo lustroso de la muchacha, y el brillo de su cuello y sus hombros.
La ciudad de Kinjye estaba a oscuras: el colectivo del pan, la magistratura, la escuela y el centro de racionamiento. Incluso el generador del bar de karaoke estaba en silencio, y su luz de neón azul se había apagado. El viento silbaba a través de la vieja fábrica de conservas, mientras que las cámaras de vapor de la nueva desprendían oleadas de calor. Se distinguía la silueta de la casa del supervisor de la fábrica de conservas y en el puerto había una única luz: la del Junma, donde el capitán se había quedado leyendo hasta tarde. Más allá tan solo se divisaba la negrura del mar. Jun Do oyó a un animal husmeando y, al levantar la mirada, vio dos patitas y la cabeza ladeada de un cachorro que lo observaba.
Encendió una vela y esperó sentado en la silla, cubierto con una sábana, hasta que ella entró tambaleándose por la puerta. Había estado llorando.
—Capullos —dijo, y se encendió un cigarrillo.
—Vuelve —le gritó una voz desde el patio—. Solo estábamos bromeando.
La chica se acercó a la ventana y les lanzó un pescado. Entonces se volvió hacia Jun Do.
—¿Y tú qué miras? —Fue hasta la cómoda y cogió varias prendas de su marido—. Ponte una camiseta, haz el favor —le pidió, y le tiró una.
Era estrecha y desprendía un fuerte olor que le recordaba al segundo oficial. Le costó horrores meter los brazos.
—A lo mejor el karaoke no es lugar para ti.
—Capullos —repitió ella, y se sentó en la otra silla a fumar. Por la cara que ponía, parecía como si intentara comprender algo—. Se han pasado la noche brindando por mi marido, el héroe —dijo, pasándose una mano por el pelo—. Debo de haberme bebido diez licores de ciruela. Luego han empezado a poner canciones tristes en el karaoke. Para cuando he cantado Pochonbo, yo estaba ya hecha un flan. Y entonces han empezado a pelearse para «quitármelo de la cabeza».
—¿Por qué pasas tiempo con estos tipos?
—Los necesito —dijo ella—. Pronto me van a asignar un nuevo marido, tengo que causar buena impresión. Tienen que saber que canto bien, esta es mi oportunidad.
—Pero esos tipos son burócratas locales. No son nadie.
Ella se apretó el estómago, con gesto de malestar.
—Estoy tan harta de pillar parásitos de pescado y tener que tomar píldoras de cloro. Huéleme, apesto a cloro. ¿Te puedes creer que mi padre me hiciera esto? ¿Cómo voy a ir a Pyongyang con este tufo a pescado y a cloro?
—Mira —dijo Jun Do—, sé que ahora te parece una putada, pero posiblemente tu padre supiera de qué iba el asunto. Seguro que eligió lo mejor para ti.
Le pareció repugnante y mezquino soltarle el mismo rollo que les había contado tantas veces a los chicos del orfanato: «No puedes saber por lo que estaban pasando, tus padres no te habrían dejado en el orfanato si no hubiera sido la mejor opción que tenían, o tal vez la única».
—Un par de veces al año venían unos tipos a la ciudad. Ponían a todas las chicas en fila y las más guapas… —se reclinó en la silla y expulsó el humo— desaparecían. Mi padre tenía un contacto que lo avisaba, de modo que aquel día decía que estaba enferma y me quedaba en casa. Y luego va y me manda aquí. ¿Qué sentido tiene? ¿De qué sirve mantenerte a salvo y sobrevivir si luego te vas a pasar cincuenta años destripando pescado?
—¿A qué se dedican hoy esas chicas? —preguntó Jun Do—. ¿A hacer de camareras, a limpiar habitaciones, a cosas peores? ¿Crees que pasarse cincuenta años haciendo eso es mejor?
—Si la cosa funciona así, dímelo. Si eso es lo que les pasa, lo quiero saber.
—No tengo ni idea, no he estado nunca en la capital.
—Pues entonces no las llames putas repuso ella. Esas chicas eran mis amigas —añadió, y le dirigió una mirada furiosa—. Menudo espía estás hecho, por cierto.
—Yo solo me encargo de la radio.
—No sé por qué, pero no te creo. ¿Por qué no tienes un nombre real? Lo único que sé de ti es que mi marido, que tenía la madurez de un niño de trece años, te adoraba. Por eso se dedicaba a manosear tus radios. Por eso estuvo a punto de quemar el barco leyendo diccionarios con una vela en el baño.
—Espera —dijo Jun Do—. El maquinista dijo que había sido la instalación eléctrica.
—Lo que tú digas.
—¿El incendio lo provocó él?
—¿Quieres saber qué otras cosas no te contó?
—Yo le podría haber enseñado un poco de inglés, solo me lo tenía que pedir. ¿Para qué quería aprender?
—Bah, tenía un montón de planes ridículos.
—¿Para largarse?
—Siempre decía que la clave estaba en organizar una operación de distracción a gran escala. Según él, el supervisor de la fábrica de conservas sabía lo que se hacía. La cuestión era montar una escena tan espantosa que nadie se atreviera a acercarse. Y entonces aprovechar para largarse.
—Pero los familiares del supervisor de la fábrica de conservas no se largaron.
—No —dijo ella—. Esos no se largaron.
—Y después de la operación de distracción, ¿cuál era el plan?
Ella se encogió de hombros.
—Yo nunca quise marcharme —reconoció—. Su objetivo era el mundo exterior. Para mí, en cambio, era Pyongyang. Finalmente logré que lo entendiera.
El esfuerzo había agotado a Jun Do, que se ciñó la sábana a la cintura. Aunque lo que quería en realidad era echarse.
—Pareces cansado —dijo ella—. ¿Estás a punto para el bote?
—Sí, creo que sí —contestó Jun Do.
La mujer le tendió el bote, pero cuando él lo quiso coger, ella no lo soltó.
—Aquí la belleza no significa nada —comentó—. Lo único que cuenta es cuántos pescados eres capaz de procesar. Los únicos a los que les importa si sé cantar son los chicos que me lo quieren «quitar de la cabeza». En Pyongyang, en cambio, tienen el teatro, la ópera, la televisión y el cine. Pyongyang es el único lugar donde significaré algo. Aun con sus defectos, por lo menos mi marido quería darme eso.
Jun Do respiró hondo. En cuanto terminara con lo del bote, la velada habría terminado. Y él no quería eso, pues en cuanto ella apagara la vela, el cuarto quedaría tan oscuro como el mar, con el segundo oficial flotando sobre las aguas.
—Ojalá tuviera mi radio —se lamentó.
—¿Tienes una radio? —preguntó ella—. ¿Dónde está?
Jun Do ladeó la cabeza para señalar la ventana y la casa del supervisor de la fábrica.
—En mi cocina —dijo.
Jun Do durmió toda la noche y se despertó por la mañana. Sus horarios se habían trastocado por completo. Todos los pescados que estaban colgados en la habitación habían desaparecido y encima de la silla estaba su radio, con las piezas sueltas dentro de un cuenco. Cuando empezaron las noticias, notó una vibración que atravesaba todo el bloque de viviendas, con sus doscientos altavoces. Con la vista fija en el punto de la pared donde había estado colgada la carta de navegación, se enteró de las inminentes negociaciones con Estados Unidos, de la inspección del Querido Líder en una cementera de Sinpo y de que Corea del Norte había derrotado al equipo de bádminton de Libia sin ceder ni un solo set. Finalmente, la radio advirtió que era ilegal comer gaviotas, pues ayudaban a controlar las poblaciones de insectos que se comían los semilleros de arroz.
Jun Do so levantó con dificultad y cogió un trozo de papel marrón. Entonces se puso los pantalones empapados de sangre que había llevado cuatro días antes, cuando había sucedido todo. Fuera, al final del pasillo, encontró la cola del baño de la décima planta. Todos los adultos estaban en la fábrica de conservas, de modo que en la cola había tan solo ancianas y niños, que esperaban con trozos de papel en la mano. Sin embargo, cuando le llegó el turno, Jun Do vio que la papelera estaba llena de páginas arrugadas del Rodong Sinmun. Rasgar el periódico era ilegal, y más aún utilizarlo para limpiarse el culo.
Pasó mucho tiempo ahí dentro. Cuando terminó echó dos cucharones de agua en el retrete y, cuando ya se iba, una vieja de la fila lo paró.
—Usted es el que vive en la casa del supervisor de la fábrica —dijo.
—Así es —afirmó Jun Do.
—Tendrían que quemarla —le soltó la mujer.
Cuando volvió al apartamento, la puerta estaba abierta. Dentro, Jun Do encontró al viejo que lo había interrogado. Llevaba las Nike en una mano.
—¿Qué coño hay en la azotea? —preguntó.
—Perros —contestó Jun Do.
—Animales inmundos. Sabrá que son ilegales en Pyongyang. Deberían serlo en todas partes. Además, yo prefiero el cerdo. —Levantó las Nike—. ¿Qué es esto?
—Son unos zapatos americanos —dijo Jun Do—. Los encontramos una noche en las redes.
—No me diga. ¿Y para qué sirven?
Le costaba creer que un interrogador de Pyongyang no hubiera visto nunca unas zapatillas deportivas. Aun así, Jun Do dijo:
—Son para hacer ejercicio, creo.
—Sí, lo he oído alguna vez —comentó el viejo—. Los americanos hacen ejercicio inútil, por simple diversión. ¿Y eso? —preguntó, señalando la radio.
—Tiene que ver con el trabajo —dijo Jun Do—. La estoy arreglando.
—Póngala en marcha.
—Todavía no está terminada —aseguró Jun Do, señalando el cuenco con las piezas sueltas—. Y aunque lo estuviera, no tiene antena.
El viejo dejó las zapatillas y se acercó a la ventana. El sol estaba alto. Aún no había llegado al cénit, pero a pesar de la profundidad de las aguas daba al mar un brillo azul claro.
—Fíjese en eso —dijo—. Podría contemplarlo eternamente.
—Es un mar precioso, señor —convino Jun Do.
—Si alguien fuera hasta el puerto y echara un sedal, ¿pescaría algo? —quiso saber el viejo.
El mejor lugar para pescar estaba un poco más al sur, donde las tuberías de la fábrica de conservas echaban los residuos al mar, pero aun así Jun Do asintió.
—Sí, supongo que sí —admitió.
—Y más al norte está Wonsan —comentó el viejo—. Ahí hay playas, ¿verdad?
—No he estado nunca —le dijo Jun Do—. Pero alguna vez hemos visto la arena desde el barco.
—Tenga —dijo el viejo—. Le he traído esto —añadió, y le tendió a Jun Do un estuche de terciopelo carmesí—. Es su medalla al heroísmo. Se la pondría yo mismo, pero sé que no es hombre de medallas. Y eso me gusta.
Jun Do no abrió el estuche. El viejo interrogador volvió a mirar por la ventana.
—Para sobrevivir en este mundo, muchas veces tienes que ser un cobarde, pero por lo menos una vez un héroe —agregó, y se echó a reír—. O eso me dijo una vez un tipo mientras le pegaba una paliza.
—Yo solo quiero volver al barco —repuso Jun Do.
El viejo se lo quedó mirando.
—Creo que la sal marina le ha encogido la camiseta —le dijo. Entonces le subió la manga para echarle un vistazo a las cicatrices, que estaban rojas y supuraban por los extremos, pero Jun Do apartó el brazo—. Tranquilo, campeón. Tendrá mucho tiempo para pescar, pero primero hay que darles una lección a los americanos. Se van a llevar su merecido. He oído que ya existe un plan, ahora solo tenemos que lograr que esté presentable. Porque de momento parece como si hubieran ganado los tiburones.
—Todo esto es una especie de prueba, ¿no?
El viejo interrogador sonrió.
—¿A qué se refiere?
—A lo de preguntarme por Wonsan como si fuera idiota, cuando todo el mundo sabe que ahí no hay jubilados, que solo es un lugar de vacaciones para jefes militares. ¿Por qué no me dice de una vez qué quiere de mí?
La sombra de una duda atravesó el rostro del viejo interrogador. Entonces pareció tomarle las medidas y finalmente se resolvió en una sonrisa.
—Oiga, se supone que soy yo quien debe desconcertarlo a usted —objetó con una carcajada—. No, ahora en serio: los dos somos héroes. Estamos en el mismo equipo. Nuestra misión consiste en devolvérsela a los americanos que le hicieron esto. Pero primero necesito saber si ha tenido algún desacuerdo con el capitán. No queremos sorpresas.
—¿De qué habla? —preguntó Jun Do—. No, nunca.
El hombre miró por la ventana. La mitad de la flota había salido, pero las redes del Junma estaban tendidas en el muelle, secándose para repararlas.
—Vale, pues olvide el asunto. Si usted asegura que no ha dicho nada para cabrearlo, le creo.
—El capitán es mi familia —aseguró Jun Do—. Si tiene algo que decir sobre él, será mejor que lo diga.
—No, nada. Es solo que acaba de venir a verme y me ha pedido que lo destine a usted a otro barco.
Jun Do le dirigió una mirada de incredulidad.
—Dice que está harto de héroes, que no le queda demasiado tiempo, que él solo quiere hacer su trabajo y terminar de una vez. Yo no me lo tomaría muy a pecho: el capitán es un hombre capaz, trabajador como pocos, pero a medida que te haces mayor vas perdiendo la flexibilidad. No es el primer caso que veo.
Jun Do se sentó en la silla.
—Es por lo de su mujer —dijo—. Tiene que ser por eso. Le hicieron una buena faena, entregando su mujer a otro hombre.
—Dudo mucho que la cosa fuera así. No conozco el caso, pero era una mujer mayor, ¿verdad? Dudo mucho que haya demasiados maridos de reemplazo que busquen mujeres mayores. El capitán fue a la cárcel y ella lo dejó. Esa me parece la opción más probable. Como dice nuestro Querido Líder, «la respuesta más simple suele ser la correcta».
—¿Y qué pasa con la mujer del segundo oficial? ¿Lleva usted su caso?
—Es una chica guapa, le irá bien. No tiene que preocuparse por ella. No volverá a vivir debajo de una azotea atestada de perros, eso seguro.
—¿Pero qué le pasará?
—Creo que hay un alcaide en Sinpo que está bastante arriba en la lista, y también he oído que en Chongwang hay un funcionario retirado del Partido que está moviendo los hilos para llevársela.
—Yo creía que las chicas guapas terminaban en Pyongyang.
El viejo ladeó la cabeza.
—No es virgen —dijo finalmente—. Además, tiene ya veinte años y es testaruda. La mayoría de las chicas que van a Pyongyang tienen diecisiete y solo saben escuchar. Pero ¿a qué viene tanto interés? No la querrá para usted, ¿verdad?
—No —repuso Jun Do—. Ni mucho menos.
—Porque eso ya no es tan heroico. Si quiere una chica, le conseguiremos una. Pero la mujer de un camarada caído no es una opción muy recomendable.
—Yo no he dicho que quiera eso —insistió Jun Do—. Pero soy un héroe. Tengo derechos.
—Privilegios —puntualizó el viejo—. Tiene algunos privilegios.
Pasó el día trabajando en la radio en el alféizar de la ventana, donde la luz era buena. Utilizaba un cable con el extremo aplastado a modo de destornillador de relojero, y fundía las hebras de soldadura con la llama de una vela. Además, desde allí podía controlar el puerto y al capitán, que iba de aquí para allá por la cubierta.
La mujer regresó al anochecer. Estaba de buen humor, radiante.
—Veo que aún te funcionan algunas piezas —dijo.
—Sin los peces colgando del techo no me podía quedar en la cama; eran como mi móvil.
—Eso sí causaría impresión —comentó ella—. Imagínate que me presento en Pyongyang con una maleta llena de pescado.
Entonces se apartó el pelo y le enseñó unos pendientes nuevos, hechos de finas hebras de oro.
—No están mal, ¿eh? Tendré que recogerme el pelo para que se vean —observó, y se acercó a la radio—. ¿Funciona?
—Sí —contestó él—. Sí, he apañado una antena. Pero tendríamos que montarla en la azotea antes de que se vaya la luz.
Ella cogió las Nike.
—Vale —dijo—, pero antes tengo que hacer una cosa.
Bajaron por las escaleras, muy despacio, hasta la sexta planta. En algunos de los apartamentos se oían riñas familiares, pero en la mayoría reinaba un silencio inquietante. Las paredes estaban pintadas con eslóganes de elogio al Gran Líder y al Querido Líder, acompañados por dibujos de niños cantando con los himnarios de la revolución en las manos, y de campesinos contemplando sus abundantes cosechas, con la hoz en alto, la mirada fija en la luz pura de la sabiduría eterna.
La mujer del segundo oficial llamó a una puerta, esperó un momento y entró. Las ventanas estaban cubiertas con cartillas de racionamiento y en la habitación flotaba el mismo pestazo a entrepierna que en los túneles de la zona desmilitarizada. Encontraron a un hombre sentado en una silla de plástico, con un pie vendado y apoyado encima de un taburete. La silueta del vendaje insinuaba que debajo no había espacio para dedos. Llevaba un mono de la fábrica de conservas, y en el parche de identificación ponía «Líder de Grupo Gun». A Gun se le iluminaron los ojos al ver las zapatillas. Le hizo un gesto a la mujer para que se las diera, las hizo girar entre las manos y las olisqueó.
—¿Me puedes conseguir más? —le preguntó.
—A lo mejor —dijo ella, que se fijó en una caja que había encima de la mesa, más o menos del tamaño de un pastel funerario—. ¿Es eso?
—Sí —asintió el hombre, alucinado aún con las Nike. Entonces señaló la caja—. Que conste que no ha sido nada fácil conseguirlo. Viene directamente del Sur.
La mujer del segundo oficial se colocó la caja bajo el brazo sin ni siquiera comprobar el contenido.
—¿Y tu amigo? ¿Qué quiere? —le preguntó Gun.
Jun Do echó un vistazo a la habitación. Había cajas de un extraño licor chino, cubos de ropa vieja y unos cables que colgaban donde debería haber estado el altavoz. Jun Do se fijó en que había una jaula de pájaros llena de conejos.
—No necesito nada —respondió el propio Jun Do.
—Ya, pero yo he preguntado qué querías —insistió Gun, sonriendo por primera vez—. Vamos, acepta un regalo. Creo que tengo un cinturón de tu talla.
Se estiró y cogió una bolsa de plástico que había en el suelo y que estaba llena de cinturones usados.
—No se moleste —le dijo Jun Do.
La mujer del segundo oficial vio unos zapatos que le gustaban. Eran negros y estaban casi nuevos. Mientras se los probaba, Jun Do echó un vistazo a las cajas de mercancías. Había cigarrillos rusos, bolsas de pastillas con etiquetas escritas a mano y una bandeja llena de gafas de sol. Había también una montaña de sartenes; los mangos apuntaban todos en direcciones opuestas y a Jun Do le pareció casi cómico.
En una pequeña estantería encontró sus diccionarios de inglés y echó un vistazo a sus viejas notas en los márgenes, expresiones que en su día le habían parecido imposibles, como «descubrir el pastel» o «a buenas horas mangas verdes». Tras buscar un poco más, encontró una brocha de afeitar hecha de pelo de tejón que había pertenecido al capitán. Jun Do no culpaba al segundo oficial por haberles birlado todos esos objetos, ni siquiera los personales, pero cuando se volvió y vio a la mujer del segundo oficial admirando cómo le quedaban los zapatos negros en el espejo, se preguntó si habría sido ella o su marido quien había vendido todo aquello.
—Vale —aceptó—. Me los quedo.
—Te quedan bien —aseguró Gun—. Son de piel japonesa, ¿sabes? La mejor. Si me traes otro par de Nike podemos hacer un trueque.
—No —replicó ella—. Las Nike son demasiado valiosas. Cuando consiga otro par ya veremos si tienes algo del mismo valor.
—Pero cuando consigas otro par me las traes. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —dijo ella.
—Bien —asintió el hombre—. Te llevas estos zapatos y me debes una.
—Sí, te debo una —repitió ella.
—No lo hagas —le pidió Jun Do.
—No me da miedo —le respondió ella.
—Así me gusta —le dijo Gun—. Cuando llegue el momento en que me puedas resultar útil, iré a buscarte y entonces estaremos en paz.
Con la caja bajo el brazo, dieron media vuelta para marcharse. Sin embargo, en aquel momento algo que había encima de una mesita llamó la atención de Jun Do, que lo cogió. Era un reloj de jefe de estación unido a una cadenita. El supervisor del orfanato llevaba un reloj como ese, con el que regía sus vidas desde el alba hasta que cortaban la luz, mientras mandaba a los chicos a limpiar fosas sépticas o a que los bajaran a los pozos, atados con simples cuerdas, para limpiar sumideros de aceite. Cada momento del día dependía de aquel reloj, y aunque el supervisor nunca les decía qué hora era, los chicos aprendieron a interpretar por sus expresiones faciales cómo serían las cosas hasta que volviera a echarle un vistazo.
—Llévate el reloj —le propuso Gun—. Me lo dio un anciano que me aseguró que había funcionado a la perfección durante toda una vida.
Jun Do volvió a dejar el reloj donde lo había encontrado. Después de marcharse y de cerrar la puerta a sus espaldas, preguntó:
—¿Qué le ha pasado a ese hombre?
—Se hizo daño en el pie el año pasado, con un conducto de vapor a presión, o algo así.
—¿El año pasado?
—Se ve que la herida no cicatriza, o eso dice el capataz.
—No deberías haber hecho ese trato con él —dijo Jun Do.
—Cuando venga a cobrar, hará ya tiempo que me habré ido —repuso la mujer.
Jun Do se la quedó mirando y de repente le dio mucha pena. Pensó en los hombres que estaban moviendo hilos para conseguirla, el alcaide de Sinpo y el viejo funcionario del Partido en Chongwang, hombres que en aquel preciso instante estaban preparando sus casas para su llegada. ¿Habrían visto una foto suya, les habrían contado algún cuento, o simplemente habían oído por los altavoces la trágica noticia de un héroe que había muerto devorado por los tiburones y que había dejado atrás a una bella esposa?
Tras remontar las tortuosas escaleras que conducían a la azotea, abrieron una puerta metálica y se encontraron ante la oscuridad y las estrellas. Los perros andaban sueltos y parecían asustados, y siguieron sus movimientos con la mirada. En medio de la azotea había un cobertizo con puerta de mosquitera para mantener los insectos alejados de las lonjas de perro, colgadas a secar con el aire del octano, recubiertas de sal gorda y pimienta verde molida.
—Qué vista tan bonita —comentó Jun Do.
—A veces subo aquí para pensar —dijo ella. Los dos miraban mar adentro—. ¿Qué se siente estando ahí? —preguntó.
—Cuando pierdes la costa de vista, podrías ser cualquier persona, de cualquier lugar —comenzó Jun Do—. Es como si no tuvieras pasado. Ahí todo es espontáneo, cada ola que lame el costado del barco, cada pájaro que cae de la nada. La gente que habla por las ondas de radio dice cosas que ni te imaginas. Aquí no hay nada espontáneo.
—Qué ganas tengo de oír la radio —dijo ella—. ¿Puedes sintonizar emisoras de música pop de Seúl?
—No es ese tipo de radio —dijo Jun Do, mientras liaba la antena a la verja de la jaula de los cachorros, que se escabulleron, aterrorizados.
—¿A qué te refieres?
Jun Do tiró el cable por encima del alero. Luego lo recuperarían a través de la ventana del apartamento.
—Esta radio no sirve para recibir emisoras —le explicó—, sino para transmitir.
—¿Y qué interés tiene eso?
—Tenemos que emitir un mensaje.
De vuelta al apartamento, conectó con gesto de experto el cable de la antena y un pequeño micrófono.
—He tenido un sueño —le contó Jun Do—. Ya sé que no tiene ningún sentido, pero soñé que tu marido tenía una radio, que iba en una balsa y que se adentraba en un mar rutilante, que brillaba como un millar de espejos.
—Ajá —dijo ella.
Jun Do conectó la radio y los dos contemplaron el brillo amarillo rojizo de la pantallita. Ajustó la sintonía a 63 megahercios y pulsó la tecla de comunicación.
—Tercer oficial a segundo oficial, tercer oficial a segundo oficial, cambio.
Jun Do repitió varias veces el mensaje, consciente de que, del mismo modo que él no podía oír nada, el segundo oficial no tenía forma de responder.
—Amigo mío —dijo finalmente—, sé que estás ahí. No desesperes.
Jun Do le podría haber explicado que si desconectaba una hebra de cobre de los cables de la batería y la conectaba a los dos polos, esta se calentaría lo suficiente como para encender un cigarrillo. Le podría haber enseñado a fabricar una brújula con el rotor magnético de la radio, o mostrarle que los condensadores estaban envueltos con un papel reflectante que se podía utilizar como espejo para hacer señales.
Pero lo que más necesitaba el segundo oficial eran trucos de supervivencia para soportar la soledad y tolerar lo desconocido, dos cuestiones en las que Jun Do tenía bastante práctica.
—Duerme de día —le aconsejó Jun Do—. Por la noche pensarás con mayor claridad. Hace tiempo contemplamos juntos las estrellas: estudia su posición cada noche. Si están donde tienen que estar es que vas bien. Proyecta tu imaginación solo hacia el futuro, nunca hacia el presente, ni tampoco hacia el pasado. No intentes imaginar la cara de la gente, porque si no logras verlas claramente te vas a desesperar. Si recibes la visita de personas lejanas, no las trates como fantasmas. Recíbelas como si fueran de la familia, hazles preguntas y sé un buen anfitrión.
»Vas a necesitar un objetivo —le dijo al segundo oficial—. El objetivo del capitán era devolvernos a casa, sanos y salvos. Tu objetivo será mantenerte fuerte para rescatar a la chica que rema en la oscuridad. Tiene problemas y necesita ayuda. Tú eres el único que puede salvarla. Otea el horizonte por la noche, busca luces y bengalas. Tienes que salvarla por mí.
»Siento haberte abandonado. Mi trabajo consistía en velar por ti. Tenía que salvarte pero fracasé. El verdadero héroe eras tú. Cuando vinieron los americanos nos salvaste a todos, pero cuando fuiste tú quien nos necesitó a nosotros, no estuvimos a tu lado. Aún no sé cómo, pero algún día te compensaré por todo.
Jun Do dejó de transmitir y la aguja de la pantalla se detuvo. La mujer del segundo oficial se lo quedó mirando.
—Debió de ser un sueño tristísimo, porque ha sido el mensaje más triste que una persona haya enviado jamás a otra. —Jun Do asintió—. ¿Quién es la chica que rema en la oscuridad? —preguntó.
—No lo sé, pero también salía en mi sueño —contestó Jun Do—. Creo que también tú deberías decirle algo —añadió.
Le pasó el micrófono, pero la mujer no lo quiso coger.
—El sueño es tuyo, no mío. Además, ¿qué quieres que diga? —preguntó—. ¿Qué le iba a decir?
—¿Qué le habrías dicho de haber sabido que no volverías a verlo nunca más? —quiso saber—. O, si no quieres, no hace falta que le digas nada. Siempre me contaba lo mucho que le gustaba cómo cantabas.
Jun Do se arrodilló, se dio la vuelta y giró sobre el catre. Tendido boca arriba, se llenó los pulmones varias veces. Intentó quitarse la camiseta, pero se dio cuenta de que no podía.
—No escuches —le dijo ella.
Se tapó las orejas con los dedos, algo que le produjo la misma sensación interior que llevar auriculares, y la vio mover los labios. Habló solo un momento, con los ojos fijos en la ventana, y cuando Jun Do se dio cuenta de que había empezado a cantar, se destapó los oídos y se dejó llevar por la nana:
La muchacha tenía una voz simple y pura. Todo el mundo sabía cuál era su canción de cuna, pero ¿y él? ¿Le habían cantado alguna vez una nana, antes de que pudiera recordarlo?
Terminó y apagó la radio. Pronto cortarían la luz, de modo que encendió una vela. Cuando se tendió a su lado, tenía algo nuevo en la mirada.
—Lo necesitaba —le dijo—. No lo sabía, pero lo necesitaba —agregó, y respiró hondo—. Me he quitado un peso de encima.
—Ha sido precioso —comentó—. Conozco esa nana.
—Claro que la conoces —repuso ella—. La conoce todo el mundo. —Entonces puso una mano encima de la caja—. Oye, llevo un montón de rato trajinando esto y todavía no me has preguntado qué es.
—Pues enséñamelo —dijo él.
—Cierra los ojos.
Jun Do los cerró. Primero oyó la cremallera del mono de la fábrica de envasado y a continuación todo el proceso: cómo abría la caja, el crujir del satén, el frotar de la tela mientras se la subía por las piernas, el susurro con el que se lo ciñó al cuerpo y lo colocó en su sitio y, finalmente, el gesto casi inaudible con el que se puso las mangas.
—Ya puedes abrirlos —le dijo, pero Jun Do no quería: con los ojos cerrados, veía su piel en largos destellos, con la comodidad de quien sabe que nadie lo observa. La muchacha confiaba en él, completamente, y Jun Do no quería que aquel momento terminara nunca.
Ella volvió a arrodillarse junto a él y, al abrir los ojos, Jun Do vio que llevaba un reluciente vestido amarillo.
—Es como los que llevan las mujeres occidentales —observó.
—Eres guapísima —le dijo él.
—Vamos a quitarte esa camiseta, anda.
Le pasó una pierna por encima de la cintura, y el dobladillo del vestido envolvió el tronco de Jun Do. Sentada a horcajadas encima de él, le tiró de los brazos hasta que logró que se incorporase. Entonces lo agarró por la camiseta y dejó que la gravedad hiciera el resto.
—Desde aquí veo los pendientes —dijo Jun Do.
—Pues a lo mejor no me tengo que cortar el pelo.
Él levantó la cabeza para contemplarla, el amarillo del vestido se reflejaba en su pelo negro.
—¿Por qué no te has casado nunca? —le preguntó ella.
—Mal songbun.
—Vaya —exclamó la mujer—. ¿Qué pasó? ¿Denunciaron a tus padres?
—No —respondió él—. La gente cree que soy huérfano.
—Ah, entonces claro —dijo ella, que dudó un instante—. Lo siento, ha sonado un poco mal.
¿Qué podía responder a eso? Jun Do se encogió de hombros.
—Antes has dicho que el objetivo de mi marido era salvar a la chica que remaba en tus sueños.
—Solo se lo he dicho para que se mantuviera fuerte y concentrado —repuso Jun Do—. La misión consiste siempre en seguir vivo.
—Mi marido no está vivo, ¿verdad? Si fuera así me lo dirías, ¿no?
—Sí, te lo diría —contestó Jun Do—. Y no, no está vivo.
Ella lo miró a los ojos.
—¿Y mi nana? ¿La ha podido oír todo el mundo?
—Cualquier persona que estuviera en el mar del Este.
—¿Y en Pyongyang? ¿Me han oído desde allí?
—No —dijo—. Pyongyang está demasiado lejos y hay montañas de por medio. La señal viaja mejor sobre el agua.
—Pero me ha oído cualquiera que estuviera escuchando.
—Barcos, estaciones navales y embarcaciones menores, te han oído todos. Y estoy seguro de que él también te ha oído.
—¿En tu sueño?
—Sí, en mi sueño —afirmó Jun Do—. El sueño en el que se alejaba flotando hacia la luz rutilante, con su radio. Es tan real como el de los tiburones que salen entre las aguas negras y me hincan los dientes en el brazo. Sé que uno es real y el otro es un sueño, pero se me olvida cuál es cuál. Los dos me parecen auténticos. Ya no los distingo, ya no sé con cuál quedarme.
—Quédate con la historia más bonita: la de la luz rutilante, donde él nos puede oír —le dijo ella—. La de verdad es esa y no la horrible; no la de los tiburones.
—Pero ¿no da más miedo estar completamente solo en medio del mar, completamente aislado de todo, sin amigos, sin familia, sin destino, con una radio como único consuelo?
Ella le acarició la mejilla.
—Esa es tu historia —le dijo—. Estás intentando contarme tu historia, ¿verdad?
Jun Do se la quedó mirando.
—Ay, pobrecito —lo compadeció—. Pobrecito mío. No tiene por qué ser así. Las cosas pueden ser distintas si sales del agua. No necesitas una radio, yo estoy aquí. No tienes por qué elegir a los que están solos.
Se inclinó hacia él y lo besó tiernamente en la frente y en las dos mejillas. Entonces se incorporó y lo miró. Le acarició la mano. Cuando se volvió a inclinar y parecía que iba a besarlo, se detuvo, con la vista fija en su pecho.
—¿Qué pasa? —preguntó Jun Do.
—Nada, es una tontería —dijo ella, y se cubrió la boca.
—No, no lo es. Dímelo.
—Es solo que estoy acostumbrada a mirar a mi marido y a ver mi cara grabada sobre su corazón. Es lo único que he conocido.
Por la mañana, cuando las sirenas de llamada al trabajo empezaron a sonar y el bloque de viviendas se convirtió en una colmena de altavoces, subieron a la azotea para retirar la antena. El sol de primera hora brillaba sobre el mar, pero aún no calentaba lo suficiente como para avivar a las moscas ni el mal olor de la mierda de perro. Los perros, que parecían pasarse todo el día ladrando y andando de un sitio para otro en manada, estaban ahora agolpados en el frío matutino, acurrucados en una masa adormecida, con la piel cubierta de rocío.
La mujer del segundo oficial se acercó al borde de la azotea y se sentó con las piernas colgando. Jun Do se sentó con ella, pero al ver el patio, diez plantas más abajo, tuvo que cerrar los ojos.
—No voy a poder utilizar el duelo como excusa durante mucho tiempo más —dijo—. En el trabajo pronto me van a montar una sesión de crítica y restablecerán mi cuota de producción.
Más abajo, una procesión constante de trabajadores con mono de faena atravesaba el patio y los pasillos que formaban los carros de pescado, pasaba junto a la casa del supervisor de la fábrica de conservas y se metía en la planta de procesamiento de pescado.
—Nunca levantan la vista —aseguró ella—. Me siento aquí cada día y los observo, pero ni una sola vez han mirado hacia aquí y me han pillado.
Jun Do hizo acopio de valor y bajó la mirada. No se parecía en nada a contemplar las profundidades del océano. Trescientos metros de aire te mataban lo mismo que trescientos metros de mar, pero el agua te transportaba, lentamente, a otro mundo.
El sol, reflejado en el mar, empezaba ya a molestar a la vista y proyectaba un sinfín de reflejos sobre el agua. Si le hizo pensar en el sueño de Jun Do sobre su marido, la mujer lo disimuló. El Junma se distinguía claramente del resto de las embarcaciones del puerto porque oscilaba de proa a popa con la menor estela que los otros barcos dejaban al pasar. Ya habían cargado de nuevo las redes a bordo y pronto volvería a hacerse a la mar. Jun Do entornó los ojos, se los cubrió con una mano y finalmente logró distinguir una silueta que contemplaba el agua, de pie junto a la barandilla. Solo el capitán podía mirar el agua de aquella manera.
Un Mercedes negro entró en el patio. Avanzó muy despacio por el estrecho camino que formaban los carritos de pescado y se detuvo en la parte del césped. De dentro salieron dos hombres vestidos con traje azul.
—No me lo puedo creer —exclamó la joven—. Está pasando.
Los hombres se protegieron los ojos y levantaron la vista hacia el edificio. Al oír los portazos, los perros se levantaron y se sacudieron el rocío del pelaje.
La mujer se volvió hacia Jun Do.
—Está pasando de verdad —repitió, y se dirigió hacia la puerta metálica que conducía a las escaleras.
Lo primero que hizo fue ponerse el vestido amarillo, aunque en esta ocasión no le pidió a Jun Do que cerrara los ojos. Iba de aquí para allá por la única habitación del piso, metiendo cosas en la maleta apresuradamente.
—No me puedo creer que ya estén aquí —dijo, mirando alrededor de la sala. Por la cara que ponía, parecía como si no encontrara nada de lo que necesitaba—. No estoy preparada, aún no me he podido cortar el pelo. ¡Aún me faltan muchísimas cosas por hacer!
—Me preocupa lo que te pueda pasar —observó Jun Do—. No puedo dejar que te hagan esto.
Ella había empezado a sacar cosas de una cómoda.
—Es muy amable por tu parte —aseguró—. Y tú también eres muy amable, pero es mi destino. Me tengo que ir.
—Lo que tenemos que hacer es sacarte de aquí —le dijo Jun Do—. A lo mejor podemos encontrar a tu padre, él sabrá qué hacer.
—¿Te has vuelto loco? —le preguntó ella—. Mi padre fue quien me metió aquí.
Por lo que fuera, la mujer le pasó un montón de ropa.
—Hay algo que debería haberte contado —dijo Jun Do.
—¿Sobre qué?
—El viejo interrogador me habló de los tipos que habían elegido para ti.
—¿Qué tipos?
—Tus maridos de reemplazo.
Ella dejó de hacer las maletas.
—¿Hay más de uno?
—Uno es un alcaide de Sinpo y el otro un viejo, un funcionario del Partido en Chongwang. El interrogador dijo que no sabía cuál se quedaría contigo al final.
Ella ladeó la cabeza, confundida.
—Tiene que haber un error.
—Lárgate, rápido —dijo él—. Yo los entretendré un rato.
—No —respondió ella, mirándolo fijamente—. Seguro que tú puedes hacer algo. Eres un héroe, tienes poder. A ti te van a escuchar.
—No creo —dijo Jun Do—. Dudo que la cosa funcione así, la verdad.
—Diles que se larguen, que te vas a casar conmigo.
Llamaron a la puerta. Ella lo agarró del brazo.
—Diles que te vas a casar conmigo —repitió.
Él estudió su expresión, tan vulnerable. Nunca la había visto de aquella manera.
—Tú no te quieres casar conmigo —repuso Jun Do.
—Eres un héroe —respondió ella—. Y yo soy la mujer de un héroe. Solo te tienes que soltar —dijo. Entonces se cogió el dobladillo de la falda y lo extendió como si fuera un delantal—. Eres el niño que trepó a la encina, solo tienes que confiar en mí.
Jun Do se acercó a la puerta, pero se detuvo justo antes de abrir.
—Ayer hablaste del objetivo de mi marido —le dijo ella—. Pero ¿y tú? ¿Y si tu objetivo soy yo?
—Yo no sé si tengo un objetivo —respondió él—. Pero tú conoces el tuyo, y es Pyongyang, no un operador de radio de Kinjye. No te infravalores: sobrevivirás.
—¿Sobreviviré? ¿Cómo tú? —le preguntó ella.
Jun Do no contestó.
—¿Sabes qué eres tú? —insistió la joven—. Un superviviente que no tiene nada por lo que vivir.
—¿Preferirías que muriera por algo que me importa?
—Fue lo que hizo mi marido —replicó.
Abrieron la puerta a la fuerza. Eran los dos hombres de abajo y no parecían estar muy contentos después de subir tan las escaleras.
—¿Pak Jun Do? —preguntó uno de ellos. Jun Do asintió—. Tendrá que acompañarnos.
—¿Tiene usted un traje? —preguntó el otro.
★★★
Los hombres de traje condujeron a Jun Do a través de los caminos de la fábrica de conservas antes de tomar una carretera militar que se encaramaba a las montañas de Kinjye. Jun Do se volvió y, a través de la luneta trasera, vio fugazmente cómo todo se iba haciendo pequeño. Cada vez que la carretera hacía una curva, divisaba las barquitas azules que se bamboleaban sobre las aguas del puerto, y los destellos de los azulejos de cerámica que cubrían el tejado de la casa del supervisor de la fábrica de conservas, y atisbo por un instante la aguja roja que conmemoraba el Quince de Abril. De repente, el pueblo parecía una de esas aldeas felices que pintan en las paredes de los edificios de racionamiento. Al cruzar la colina vio una columna de humo que se elevaba de la fábrica de conservas, una última franja de océano y luego nada más. La vida real volvía a imponerse: lo habían asignado a un nuevo destacamento y Jun Do no se hacía ilusiones acerca del tipo de misiones en las que iba a participar. Se volvió hacia los hombres de traje. Hablaban de un colega que se había puesto enfermo. Especulaban sobre si tendría reservas de comida y sobre quién iba a quedarse con su piso si se moría.
El Mercedes tenía limpiaparabrisas, cosa inaudita, y la radio era de fábrica y podía sintonizar emisoras de Corea del Sur y la Voz de América. Hacerlo era un delito, motivo suficiente para que te mandaran a las minas, a menos que estuvieras por encima de la ley. Mientras los hombres hablaban, Jun Do se fijó en que tenían fundas de oro en los dientes, algo que solo era posible en Pyongyang. Sí, pensó el héroe, aquella podría ser la misión más desagradable que le hubieran encargado.
Los dos hombres llevaron a Jun Do hasta una base aérea desierta situada en el interior. Algunos de los hangares se habían reconvertido en invernaderos y, en los prados que bordeaban la pista de aterrizaje, Jun Do vio varios aviones de carga averiados que simplemente habían apartado del asfalto, estaban tirados de cualquier manera sobre la hierba, y los avestruces habían anidado en el fuselaje: las pequeñas cabezas de las aves lo observaban a través de las ventanas empañadas de la cabina. Llegaron junto a una avioneta de pasajeros con los motores en marcha. Por la escalerilla bajaron dos hombres vestidos con traje azul. Uno era mayor y menudo, como un abuelo ataviado con la ropa de vestir de su nieto. El viejo miró a Jun Do y se volvió hacia el hombre que estaba a su lado.
—¿Dónde está su traje? —preguntó el viejo—. Camarada Buc, le dije que tenía que ir vestido de traje.
Camarada Buc era joven y delgado, con gafas redondas. Llevaba una chapa de Kim Il-sung perfectamente colocada y tenía una profunda cicatriz vertical que le atravesaba el ojo derecho. La herida había cicatrizado mal y las dos mitades no encajaban del todo.
—Ya han oído al doctor Song —les dijo a los dos hombres que lo habían llevado hasta allí—. Necesita un traje.
Camarada Buc hizo que el más pequeño de los dos se acercara a Jun Do y comparó la anchura de sus hombros. A continuación colocó al más alto espalda con espalda junto a Jun Do. Al notar los omoplatos de aquel hombre sobre los suyos, Jun Do empezó a hacerse a la idea de que seguramente no volvería a salir nunca más a mar abierto, que nunca llegaría a saber qué había sido de la mujer del segundo oficial, más allá de la imagen de un viejo alcaide de Sinpo manoseando el dobladillo de su vestido amarillo. Pensó en todas las emisiones que iba a perderse, en todas las vidas que seguirían adelante sin él. Desde siempre, lo habían asignado a un destacamento u otro sin previo aviso ni explicación alguna, y él nunca había considerado necesario hacer preguntas ni especular sobre los motivos, pues sabía que de todos modos iba a tener que hacer lo que le mandaran. Aunque, por otro lado, nunca antes había tenido nada que perder.
—Vamos —dijo el doctor Song, dirigiéndose al más alto de los dos hombres—. Desnúdese, vamos.
El conductor empezó a quitarse la chaqueta.
—Este traje es de Shenyang —protestó, pero Camarada Buc ni se inmutó.
—Lo consiguió en Hamhung y lo sabe.
El conductor se desabotonó la camisa y también los puños. Cuando se la quitó, Jun Do le ofreció la camisa de trabajo del segundo oficial.
—Está mugrienta, no la quiero —dijo el conductor.
Sin embargo, cuando Jun Do iba a ponerse su camisa nueva, el doctor Song lo detuvo.
—No tan deprisa —dijo—. Primero echémosle un vistazo a esa mordedura de tiburón.
El doctor Song se bajó las gafas y se le acercó. Pasó delicadamente un dedo por encima de la herida e hizo girar el brazo de Jun Do para examinar los puntos. A la luz del sol, Jun Do vio las suturas enrojecidas y se fijó en que las costuras supuraban.
—Muy convincente —dijo el doctor Song.
—¿Convincente? —preguntó Jun Do—. Estuve a punto de morir.
—Y la sincronización es perfecta —dijo Camarada Buc—. Habrá que quitarle esos puntos pronto. ¿Hará que uno de sus doctores se encargue de ello, o tendrá más efecto si lo hacemos nosotros mismos?
—¿Qué tipo de doctor es usted? —le preguntó Jun Do.
El doctor Song no respondió: tenía la mirada fija en el tatuaje que Jun Do llevaba en el pecho.
—Veo que nuestro héroe es un mecenas del cine —observó el doctor Song, que le dio unos golpecitos en el brazo a Jun Do con un dedo para indicarle que ya podía vestirse—. ¿Sabía que Sun Moon es la novia de Camarada Buc? —le preguntó entonces.
Camarada Buc sonrió y dejó que el viejo bromeara a costa suya.
—Es mi vecina —lo corrigió.
—¿En Pyongyang? —preguntó Jun Do, que inmediatamente se dio cuenta de que aquella pregunta lo delataba como un palurdo—. ¿Entonces conoce a su marido, el comandante Ga? —añadió para disimular su ignorancia.
El doctor Song y Camarada Buc se quedaron en silencio.
—Ganó el Cinturón Dorado de taekwondo —añadió Jun Do—. Dicen que depuró el Ejército de homosexuales.
La expresión alegre se esfumó de los ojos del doctor Song. Camarada Buc apartó la mirada.
El conductor se sacó un peine y un paquete de cigarrillos del bolsillo, le pasó la chaqueta del traje a Jun Do y empezó a desabrocharse los pantalones.
—Dejemos las proezas del comandante Ga para otro momento —repuso el doctor Song.
—Sí —respondió Camarada Buc—. Veamos cómo le queda ese traje.
Jun Do se puso la chaqueta. No tenía forma de saber si le iba bien o no. El conductor, que iba ya en calzoncillos, le entregó los pantalones y finalmente le pasó la última prenda que faltaba, una corbata de seda. Jun Do la examinó, estudió con la mirada los dos extremos, uno grueso y el otro delgado.
—Fíjense —dijo el conductor, que se encendió un cigarrillo y soltó el humo—. Ni siquiera sabe cómo se ata.
El doctor Song cogió la corbata.
—Venga, le enseñaré los secretos de los accesorios de cuello occidentales —dijo, y se volvió hacia Camarada Buc—. ¿Qué le hacemos, un nudo Windsor o un medio Windsor?
—Un Kent —respondió Buc—. Es el que llevan todos los jóvenes hoy en día.
Juntos, escoltaron a Jun Do escalerilla arriba. Al llegar al peldaño superior, Camarada Buc se volvió hacia el conductor.
—Presente una solicitud ante su oficina regional de sumínistros —le dijo—. Eso lo pondrá en la cola para obtener un traje nuevo.
Jun Do echó un vistazo a su ropa vieja, amontonada en el suelo y que los reactores del avión pronto iban a dispersar entre los nidos de avestruz.
Dentro de la cabina había dos fotos con marco dorado del Querido Líder y del Gran Líder colgadas en los mamparos. El avión olía a cigarrillos y a platos sucios, y Jun Do se dijo que había habido perros a bordo. Examinó las hileras de asientos vacíos pero no vio indicios de ningún animal. En la parte delantera iba un hombre con un traje negro y un sombrero militar de ala ancha. Lo atendía una azafata de tez inmaculada. En la parte posterior del avión había media docena de jóvenes que parecían muy ocupados resolviendo papeleo. Uno de ellos utilizaba un ordenador que se doblaba por la mitad y se cerraba. Varios asientos más allá, Jun Do vio un bote salvavidas amarillo, con un tirador rojo y las instrucciones en ruso. Jun Do puso una mano encima del bote: el mar, el sol, la carne enlatada. Todos los días que había pasado en alta mar.
Camarada Buc se le acercó.
—¿Tiene miedo a volar? —le preguntó.
—No lo sé —respondió Jun Do.
Los reactores se pusieron en marcha y el avión empezó a avanzar hacia el final de la pista de despegue.
—Estoy al cargo del aprovisionamiento —dijo Camarada Buc—. Este avión me ha llevado por todo el mundo: a Minsk, a buscar caviar fresco, y a Francia, a por coñac recién salido de las bodegas. O sea que no se preocupe, que no se va a caer.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó Jun Do.
—Venga —le dijo Camarada Buc—. El doctor Song le quiere presentar al ministro.
Jun Do asintió y se acercaron a la parte delantera del avión, donde el doctor Song hablaba con el ministro.
—Refiérase a él solo como «ministro» —le susurró Camarada Buc—. Y nunca hable directamente con él, hágalo siembre a través del doctor Song.
—Ministro —dijo el doctor Song—. Le presento a Pak Jun Do, un auténtico héroe de la República Popular Democrática de Corea, ¿no?
El ministro hizo un gesto desdeñoso con la cabeza. Tenía la cara cubierta de pelos grises y las pestañas le colgaban y le ocultaban los ojos.
—Desde luego, ministro —siguió diciendo el doctor Song—. Pero estará de acuerdo en que el chico es fuerte y apuesto, ¿sí?
El ministro asintió con una leve inclinación de cabeza.
—¿Tendremos ocasión de pasar más tiempo juntos, tal vez? —dijo el doctor Song.
El ministro se encogió de hombros y le dirigió una mirada que venía a decir que tal vez sí o tal vez no.
Su conversación no dio para más.
—¿De qué es ministro? —preguntó Jun Do mientras se alejaba.
—Petróleo y presión de neumáticos —respondió el doctor Song, que soltó una carcajada—. Es mi chófer. Pero no se preocupe, ese hombre ha visto todo lo que un hombre puede ver en este mundo. Su única tarea consiste en no decir nada durante todo el viaje y actuar en función de que yo termine mis preguntas con un «sí», un «no» o un «tal vez». Se ha dado cuenta de cómo he encauzado su respuesta, ¿verdad? Eso mantendrá a los americanos ocupados mientras nosotros hacemos lo que tenemos que hacer.
—¿Americanos? —preguntó Jun Do.
—¿No le han contado nada los dos hombres que lo han ido a buscar? —quiso saber el doctor Song.
El avión giró al final de la pista y empezó a acelerar. Jun Do, que se encontraba en el pasillo, se agarró a los asientos.
—Creo que nuestro héroe no ha volado nunca antes.
—¿Es verdad? —preguntó el doctor Song—, ¿Es la primera vez que vuela? En ese caso debemos encontrarle un asiento, estamos a punto de despegar.
El doctor Song los acompañó hasta sus asientos con formalidad mandarina.
—Aquí tiene el cinturón de seguridad —le dijo a Jun Do—. Los héroes pueden llevarlo o no, según deseen. Yo soy viejo y ya no necesito seguridad, pero usted, Camarada Buc, debe abrochárselo. Aún es joven, tiene mujer e hijos.
—Lo haré solo para que no se preocupe —respondió Camarada Buc ajustándose el cinturón.
El Ilyushin se elevó con los vientos del oeste y a continuación viró hacia el norte, dejando la costa a estribor. Jun Do vio la sombra del avión que se estremecía sobre el agua y, más allá, la inmensidad azul del mar. No eran las aguas en las que había pasado varias estaciones pescando con el capitán del Junma, sino las corrientes que lo habían arrastrado en sus misiones en Japón, cada una de ellas una odisea. La peor parte era siempre el largo camino de regreso, cuando desde la bodega les llegaban los gritos de los secuestrados, que golpeaban contra el casco mientras intentaban liberarse de las cuerdas que los ataban. Echó un vistazo a la cabina del avión e imaginó a una persona secuestrada, atada a uno de aquellos asientos. Imaginó lo que sería llevarse por la fuerza a un americano y pasar dieciséis horas con él dentro del avión.
—Creo que han elegido al hombre equivocado para su misión —empezó diciendo Jun Do—. Es posible que mi expediente sugiera que soy un secuestrador experto, y es cierto, lideré muchas misiones en el pasado y estando yo de guardia tan solo murieron un par de objetivos. Pero ya no soy ese hombre: estas manos se han acostumbrado a manejar diales de radio, ya no saben hacer lo que ustedes esperan de ellas.
—Un dechado de franqueza y formalidad —dijo el doctor Song—. ¿No le parece, Camarada Buc?
—Ha elegido bien, doctor Song —respondió Camarada Buc—. Los americanos quedarán boquiabiertos ante tanta sinceridad.
El doctor Song se volvió hacia Jun Do.
—Jovencito —le dijo—. Para esta misión deberá utilizar las palabras, no los puños.
—El doctor Song se dirige a Texas —añadió Camarada Buc—, para sentar las bases de una futura negociación.
—Se trata de las conversaciones previas a las conversaciones —explicó el doctor Song—. Nada formal, sin delegaciones, ni fotografías, ni agentes de seguridad. Se trata tan solo de abrir un canal.
—¿Conversaciones sobre qué? —preguntó Jun Do.
—El asunto es lo de menos —aseguró el doctor Song—. Lo único que importa es nuestra postura. Los yanquis quieren una serie de cosas de nosotros y nosotros también tenemos algunas demandas, entre ellas que dejen de abordar nuestros barcos pesqueros. Como bien sabe, utilizamos nuestros barcos de pesca para misiones de calado. Cuando llegue el momento, contará su historia sobre cómo la Marina estadounidense arrojó a su amigo a los tiburones. Los americanos son una gente muy civilizada, una historia como esa les causará un gran impacto, sobre todo a las esposas.
La azafata le llevo un vaso de zumo al doctor Song, pero ignoró a Jun Do y a Camarada Buc.
—Es una preciosidad, ¿no le parece? —preguntó el doctor Song—. Peinan todo el país para encontrarlas. Joven, a usted solo le interesa el placer, lo sé, lo sé. A mí no me engaña. Sé que se muere de ganas por conocer a una agente de la CIA, pero le aseguro que no son tan atractivas y seductoras como las de las películas.
—Nunca he visto una película —dijo Jun Do.
—¿Nunca ha visto una película? —preguntó el doctor Song.
—Entera no —respondió Jun Do.
—No se preocupe, las americanas caerán rendidas a sus pies. Espere a que vean esa herida, Jun Do. ¡Espere a que oigan su historia!
—Pero mi historia… —empezó a decir Jun Do—. ¡Es tan inverosímil! A veces no me la creo ni yo.
El doctor Song se volvió hacia Camarada Buc y le dijo:
—Por favor, amigo mío, ¿sería tan amable de traer el tigre?
Buc se marchó y el doctor se volvió de nuevo hacia Jun Do.
—En nuestro país las historias son objetivas —dijo—. Si el Estado declara que un granjero es un virtuoso de la música más les vale a sus vecinos empezar a llamarlo maestro. Él, por su parte, hará bien en ponerse a ensayar en secreto. Para nosotros, la historia es más importante que la persona. Si un hombre y su historia se contradicen, quien tiene que cambiar es el hombre. —Al llegar a este punto, el doctor Song bebió un trago de zumo y levantó un dedo tembloroso—. En América, en cambio, las historias de la gente cambian constantemente, En América, lo que importa es el hombre. Puede que crean su historia y puede que no, pero en usted, Jun Do, en usted seguro que creen.
El doctor Song llamó a la azafata.
—Este hombre es un héroe de la República Popular Democrática de Corea y necesita un zumo. —La mujer salió corriendo a buscarlo—. ¿Lo ve? —dijo el doctor Song, negando con la cabeza—. Intente explicarle eso a los del búnker central.
Al decir eso señaló hacia abajo y Jun Do supo que se refería al Querido Líder Kim Jong-il en persona. Camarada Buc regresó con una neverita.
—El tigre —dijo.
Dentro había tan solo una tajada de carne envuelta en una bolsa de plástico sucia. Había briznas de hierba pegadas a la carne, que aún estaba caliente al tacto.
—Tal vez habría que añadir un poco de hielo —sugirió Jun Do.
El doctor Song sonrió.
—Ay —dijo—. ¡Ya estoy viendo las caras de los americanos!
—¡Tigre! Imagine su respuesta —dijo Camarada Buc, riéndose—. Me encantaría —dijo en inglés—, pero he comido tigre para el almuerzo.
—Tiene un aspecto delicioso —dijo el doctor Song—. Qué pena que esté siguiendo una dieta tan solo a base de leopardo.
—¡Y espere a que intervenga el ministro! —añadió Camarada Buc.
—El ministro lo quiere cocinar personalmente, ¿sí? —dijo el doctor Song—. El ministro insiste en que todos los americanos deben participar, ¿sí?
Jun Do echó un vistazo a la nevera portátil, que llevaba marcada una cruz roja. Ya había visto una nevera como aquella antes: era como las que utilizaban para llevar la sangre a Pyongyang.
—Dos cosas sobre los americanos —dijo el doctor Song—. En primer lugar, tienen mentes rápidas y le dan vueltas a todo. Es preciso plantearles un enigma para redirigir sus pensamientos. Por eso nos llevamos al ministro. En segundo lugar, necesitan gozar de superioridad moral; sin ella no saben negociar. Sus discursos empiezan siempre con apelaciones a los derechos humanos, a la libertad personal y todo eso. Pero el tigre cambia todo eso. Su horror ante la idea de que podamos comer una especie en peligro de extinción los coloca inmediatamente en un plano de superioridad. Y entonces podemos ponernos manos a la obra.
—Tenga, senador —dijo Camarada Buc en inglés—, permítame que le pase su plato.
—Sí, senador —añadió el doctor Song—. Debe repetir.
Los dos hombres rieron hasta que vieron la cara de Jun Do.
—No hace falta que le diga que lo que hay en esta nevera no es más que falda de ternera —dijo el doctor Song—. Lo del tigre no es más que una historia; eso es lo que les serviremos en realidad, una historia.
—Pero ¿y si se la comen? —preguntó Jun Do—. Y si se creen que es tigre pero se lo comen de todos modos para no ofender y se sienten degradados moralmente, ¿no se lo harán pagar más tarde, durante las conversaciones?
Camarada Buc se volvió hacia el doctor Song, ansioso por oír su respuesta.
—Si los americanos actúan con cordura y no pierden la cabeza —dijo el doctor Song—, no habrá historia de tigres que pueda engañarlos. En ese caso se darán cuenta de que es ternera. En cambio, si los americanos juegan con nosotros, si no tienen intención de conocer los hechos y de negociar de verdad, entonces le encontrarán sabor a tigre.
—O sea que, en su opinión —comentó Jun Do—, si se creen la historia del tigre se creerán también la mía.
El doctor Song se encogió de hombros.
—Desde luego, la carne de su historia es mucho más correosa —dijo.
Uno de los jóvenes del equipo de aprovisionamiento de Camarada Buc se acercó a ellos con tres relojes idénticos. Camarada Buc cogió los tres.
—Uno es para el ministro —explicó, y entregó los otros dos al doctor Song y a Jun Do—. Están los tres sincronizados con la hora de Texas. Servirán para lanzar un mensaje a los americanos sobre la igualdad y la solidaridad entre los coreanos.
—¿Y usted? —preguntó Jun Do—. ¿Dónde está su reloj?
—No —respondió Camarada Buc—, yo no tengo nada que hacer en Texas.
—Desgraciadamente, Camarada Buc no nos acompañará —dijo el doctor Song—. Él tiene otra misión.
Camarada Buc se levantó.
—De hecho, debería ir a preparar a mi equipo.
La azafata pasó con unas toallitas calientes y le entregó una al doctor Song.
—¿Se puede saber qué tengo que hacer? —preguntó Camarada Buc al ver que la muchacha pasaba de largo una vez más.
—No se lo tenga en cuenta —dijo el doctor Song—. Las mujeres responden de manera natural al encanto de los hombres mayores. Es bien sabido que son los únicos que pueden complacer a las mujeres.
Camarada Buc se rio.
—Yo creía que usted siempre decía que solo los hombres menudos pueden complacer a una mujer.
—¡Yo no soy menudo! —se defendió el doctor Song—. Tengo las mismas proporciones que nuestro Querido Líder, incluida la talla de zapatos.
—Es verdad —admitió Camarada Buc—. Me encargo de aprovisionar al Querido Líder y son tal para cual.
Jun Do eligió un asiento junto a una ventanilla, y el avión sobrevoló Sajalín, Kamtchatka y el mar de Ojotsk, donde, en algún lugar de aquel paisaje azul, habían encarcelado al capitán. Dejaron atrás la puesta del sol volando hacia el norte y los días perpetuos de verano. Se detuvieron a repostar en la base de las Fuerzas Aéreas rusas de Anádir, donde varios pilotos viejos se acercaron a admirar asombrados el Ilyushin 11-62, que concluyeron que tenía cuarenta y siete años. Pasaron las manos por la parte inferior del fuselaje y hablaron de los problemas que se habían corregido en las versiones posteriores. Al parecer, todo el mundo tenía alguna historia espeluznante que había vivido a bordo de uno de esos aparatos antes de que mandaran lo que quedaba de la flota a África a finales de los ochenta. El controlador de la torre también fue a echar un vistazo. Era un hombre corpulento y Jun Do se dio cuenta de que había sufrido hipotermia. El controlador explicó que últimamente resultaba difícil incluso encontrar piezas de repuesto para los Ilyushin, lo mismo que para los primeros Antónov y Túpolev.
—Tenía entendido que el último Ilyushin 11-62 se había estrellado en Angola en 1999 —dijo.
El doctor Song empezó a hablar en ruso.
—Es lamentable que la antigua gran nación que fue capaz de crear este avión ya no sea capaz de producirlo —dijo.
—Deben saber —añadió Camarada Buc— que las noticias sobre el hundimiento absoluto de su gran país fueron recibidas con gran tristeza en nuestra nación.
—Sí —concluyó el doctor Song—. En su día, su nación y la nuestra fueron los dos faros gemelos del comunismo en el mundo. Lamentablemente, hoy debemos cargar a solas con ese peso.
Camarada Buc abrió una maleta llena de billetes de cien dólares nuevos para pagar por el combustible, pero el controlador negó con la cabeza.
—Euros —dijo.
El doctor Song reaccionó con indignación.
—¡Soy amigo personal del alcalde de Vladivostok!
—Euros —insistió el controlador.
Resultó que Camarada Buc llevaba otra maleta, ésta llena de moneda europea.
En el momento de partir, el doctor Song les dijo a los pilotos que hicieran una demostración. Estos forzaron los motores durante el despegue y, con un traqueteo formidable del armazón, el aparato realizó un ascenso espectacular.
Las Aleutianas, la línea de cambio de fecha a nueve mil metros de altitud y la nítida silueta de los buques contenedores sobre un mar moteado de verde y blanco. El capitán le había contado a Jun Do que más allá de la costa este del Japón el océano tenía nueve mil metros de profundidad, y ahora comprendió a qué se refería. Ante la inmensidad del Pacífico (¡qué proeza monumental cruzarlo a remo!) comprendió lo excepcionales que habían sido sus contactos por radio.
¿Dónde estaría el brazo del capitán del Kwan Li?, se preguntó de repente Jun Do. ¿En manos de quién habrían quedado sus viejos diccionarios y quién se habría afeitado aquella mañana con la brocha del capitán? ¿Por qué túnel correría su equipo y qué habría sido de la anciana que habían secuestrado, la que había dicho que se marcharía voluntariamente si le dejaba sacarle una foto? ¿Qué cara debía de haber puesto él y qué historia contaría la camarera de Niigata sobre la noche en que había bebido con un par de secuestradores? De pronto imaginó a la mujer del segundo oficial con el mono de trabajo, en la línea de producción de la fábrica de conservas, la piel reluciente por el aceite de pescado, el pelo revuelto por el vapor, y el crujir del vestido amarillo lo envolvió y lo arrastró a un sueño profundo.
En algún punto encima de Canadá, el doctor Song los reunió a todos y les ofreció una sesión informativa protocolaria sobre el tema de los americanos. Habló con el ministro, con Jun Do y con los seis miembros del equipo de Camarada Buc, mientras el copiloto y la azafata escuchaban a escondidas. El doctor Song empezó con un preámbulo acerca de los males del capitalismo y relató los crímenes bélicos de los americanos contra los pueblos subyugados. A continuación reflexionó acerca del concepto de Jesucristo, examinó el caso especial de los negros americanos y enumeró los motivos por los que los mexicanos desertaban a Estados Unidos. Finalmente, explicó por qué los americanos ricos conducían sus propios coches y hablaban con sus criados como si fueran iguales.
Un joven preguntó cómo debía comportarse si se topaba con un homosexual.
—Indique que se trata de una experiencia nueva para usted —dijo el doctor Song—, pues en el lugar de donde viene ese tipo de individuos no existen, y a continuación trátelo como lo haría con cualquier estudiante de Juche que viniera de visita de Birmania, Ucrania o Cuba.
A continuación el doctor Song se centró en cuestiones prácticas. Dijo que en América se consideraba apropiado llevar zapatos dentro de las casas. Que las mujeres podían fumar y que no había que reprenderlas por ello. Que en América no estaba bien visto castigar a los hijos de otras personas. En un papel, dibujó la forma que tenía una pelota de fútbol americano. Con gran turbación, el doctor Song glosó los estándares americanos de higiene personal y acto seguido ofreció una breve lección sobre el tema de la sonrisa. Concluyó con los perros: indicó que los americanos eran gente muy sentimental y que sentían una predilección especial por los caninos. «Nunca hay que hacerle daño a un perro en América —dijo—. Los perros se consideran parte de la familia y tienen nombre, como las personas.» Los perros tenían sus propias camas, juguetes, médicos y casas, a las que no había que referirse como «perreras».
Cuando finalmente iniciaron el descenso, Camarada Buc fue a buscar a Jun Do.
—En cuanto al doctor Song —dijo—, ha gozado de una carrera larga y célebre, pero en Pyongyang lo único que te mantiene a salvo es tu último éxito.
—¿A salvo? —preguntó Jun Do—. ¿A salvo de qué?
Camarada Buc tocó la esfera del reloj de Jun Do.
—Ayúdelo a tener éxito.
—¿Y usted? ¿Por qué no nos acompaña?
—¿Yo? —preguntó Camarada Buc—. Tengo veinticuatro horas para llegar a Los Ángeles, comprar DVD por valor de trescientos mil dólares y volver. ¿De verdad que nunca ha visto una película?
—No soy un palurdo ni nada así. Es solo que nunca he tenido ocasión de ver una.
—Pues ahora la tendrá —respondió Camarada Buc—. El doctor Song me ha pedido una película sobre unos sopranos.
—Yo no sabría ni dónde ver un DVD —confesó Jun Do.
—Ya se le ocurrirá algo —dijo Camarada Buc.
—¿Y qué me dice de Sun Moon? Me encantaría ver una película donde saliera ella.
—En América no venden nuestras películas.
—¿Es cierto que está triste?
—¿Sun Moon? —preguntó Camarada Buc, y asintió con la cabeza—. Su marido, el comandante Ga, y nuestro Querido Líder son rivales. El comandante Ga es demasiado famoso como para castigarlo, de modo que es su mujer quien se queda sin papeles en las películas. La oímos en el piso contiguo. Se pasa el día tocando el gayageum y enseñando a sus hijos a sacarle ese sonido triste y gemebundo.
Jun Do vio cómo sus dedos punteaban las cuerdas: notas que estallaban para luego ir perdiendo el timbre, como una cerilla que se convierte en humo.
—Última oportunidad para elegir una película americana —dijo Camarada Buc—. Dicen que son el único motivo para aprender inglés.
Jun Do intentó calibrar la naturaleza de aquella oferta. En los ojos de Camarada Buc vio una mirada que conocía bien de su infancia: la mirada de un niño que creía que el día siguiente sería mejor. Esos niños nunca duraban demasiado y, sin embargo, a él eran los que mejor le caían.
—Vale —dijo—. ¿Cuál es la mejor?
—Casablanca —respondió Camarada Buc—. O eso dicen.
—Casablanca —repitió Jun Do—. Muy bien, pues me pido esa.
Era de mañana cuando aterrizaron en la base de las Fuerzas Aéreas Dyess, situada al sur de Abilene, en Texas.
Los hábitos nocturnos de Jun Do le resultaron útiles ahora que se encontraba en el otro extremo del mundo. Estaba despierto y alerta: a través de la ventanilla amarillenta del Ilyushin vio dos coches viejos que se aproximaban por la pista para recibirlos. Dentro iban tres americanos con gorra, dos hombres y una mujer. En cuanto los motores del Ilyushin se detuvieron, acercaron una escalerilla metálica a la puerta del avión.
—Hasta dentro de veinticuatro horas —le dijo el doctor Song a Camarada Buc a modo de despedida.
Camarada Buc le dirigió una pequeña reverencia y abrió la puerta.
El ambiente era seco. Olía a metal caliente y a mazorcas marchitas. Había una fila de relucientes cazas de combate aparcados a una cierta distancia, algo que Jun Do solo había visto en los murales inspiradores.
Al final de las escaleras, sus tres anfitriones los estaban esperando. En el centro estaba el senador, un hombre tal vez algo mayor que el doctor Song, pero alto y bronceado, vestido con pantalón azul y una camisa bordada. Jun Do se dio cuenta de que este llevaba un aparato médico metido en el oído. Si el doctor Song tenía sesenta años, el senador debía de sacarle una década.
Tommy era el amigo del senador, un hombre negro, más o menos de la misma edad pero más enjuto, con el pelo canoso y la cara más cubierta de arrugas. Y luego estaba Wanda. Era una mujer joven, corpulenta, y llevaba una coleta rubia que salía por detrás de una gorra de béisbol en la que ponía BLACKWATER.
—Ministro —dijo el senador.
—Senador —respondió el ministro, y se saludaron todos.
—Venga —dijo el senador—. Les tenemos preparada una pequeña excursión.
El senador le indicó al ministro el camino hacia un coche americano antiguo. El ministro fue a abrir la puerta del conductor, pero el senador lo acompañó delicadamente hacia el otro lado.
Tommy señaló un descapotable blanco en el que podía leerse MUSTANG en letras cromadas.
—Debo ir con ellos —dijo el doctor Song.
—Ellos van en el Thunderbird —respondió Wanda—. Solo tiene dos asientos.
—Pero no hablan el mismo idioma —protestó el doctor Song.
—En Texas la mitad de la gente no habla el mismo idioma —dijo Tommy.
El Mustang, con la capota bajada, siguió al Thunderbird por una carretera rural. Jun Do ocupaba el asiento trasero, junto al doctor Song. Tommy iba al volante.
Wanda levantó la cabeza y la sacudió al viento, hacia delante y hacia atrás, disfrutando de la sensación. A una gran distancia por delante y por detrás, Jun Do lograba distinguir la sombra negra de los vehículos de seguridad. El arcén estaba lleno de cristales rotos que reflejaban la luz del sol. ¿Por qué motivo habría en un país tantos cristales afilados esparcidos por el suelo? Jun Do tenía la sensación de que había habido una tragedia a cada paso. ¿Y dónde estaba la gente? Avanzaban junto a una alambrada, y eso les proporcionaba la sensación de encontrarse en una zona controlada normal y corriente. Y, sin embargo, en lugar de vigas de hormigón con aislante para la electricidad, los postes estaban hechos de ramas nudosas y descoloridas que parecían extremidades rotas o huesos viejos, como si algo hubiera tenido que morir para construir cada cinco metros de alambrada.
—Este es un coche especial —dijo el doctor Song.
—Es del senador —contestó Tommy—. Somos amigos desde el ejército. —El hombre sacó la mano por el costado del coche y golpeó dos veces la carrocería—. Conocí la guerra en Vietnam —dijo—, también conozco a Jesús, pero hasta que el senador me prestó este Mustang, con los asientos traseros acanalados, no conocí a Mary McParsons y respiré por primera vez como un hombre.
Wanda se rio.
El doctor Song se removió incómodo sobre el cuero del asiento. En su cara, Jun Do se percató de la grave injuria que suponía para él que lo hubieran informado de que estaba sentado en el mismo lugar donde en su día Tommy había mantenido relaciones sexuales.
—Ah —siguió diciendo Tommy—, me estremezco solo de pensar en el hombre que era entonces. Gracias a Dios que ya no soy el mismo. Me casé con esa mujer, por cierto. Eso por lo menos lo hice bien, que Dios la tenga en su seno.
El doctor Song se fijó en un cartel con la imagen del senador y la bandera americana.
—Se acercan elecciones, ¿verdad? —preguntó.
—Efectivamente —dijo Tommy—. El senador tiene unas primarias en agosto.
—Somos afortunados, Jun Do —dijo el doctor Song—. Podremos ver la democracia americana en acción.
Jun Do intentó imaginar cómo habría respondido Camarada Buc.
—Qué emoción —dijo finalmente.
—¿Logrará el senador revalidar el cargo? —preguntó el doctor Song.
—Lo tiene casi hecho —dijo Tommy.
—¿Casi hecho? —preguntó el doctor Song—. Eso no suena demasiado democrático.
—No es así como nos enseñan que funciona la democracia —dijo Jun Do.
—Y dígame —añadió el doctor Song, dirigiéndose a Tommy—, ¿cuál será el índice de participación?
Tommy los miró en el retrovisor.
—¿Sobre los votantes registrados? En unas primarias suele ser aproximadamente del cuarenta por ciento.
—¿El cuarenta por ciento? —exclamó el doctor Song—. ¡El índice de participación en la República Popular Democrática de Corea es del noventa y nueve por ciento! ¡Somos la nación más democrática del mundo! Pero Estados Unidos no tiene por qué avergonzarse. Su país aún puede ser un faro para países con índices de participación más bajos, como Burundi, Paraguay o Chechenia.
—¿Una participación del noventa y nueve por ciento? —se asombró Tommy—. Con una democracia así, estoy seguro de que pronto superarán los cien puntos.
Wanda se rio, pero cuando se volvió, su mirada se cruzó con la de Jun Do y le ofreció una sonrisa cómplice, como si quisiera incluirlo también a él en la broma. Tommy volvió a mirarlos en el retrovisor.
—En el fondo no se creen todo este rollo sobre «la nación más democrática del mundo», ¿verdad? Están al corriente de la verdad del país de donde proceden, ¿no?
—No les hagas este tipo de preguntas —dijo Wanda—. Una respuesta equivocada podría ocasionarles problemas cuando regresen a su país.
—Pero por lo menos díganme que saben que el Sur ganó la guerra —insistió Tommy—. Eso, por lo menos, lo tienen que saber.
—Me temo que se equivoca, querido Thomas —dijo el doctor Song—. Creo que fueron los confederados quienes perdieron la guerra y el Norte quien se impuso.
Wanda le dirigió una sonrisa a Tommy.
—Ahí te ha pillado —le dijo.
Tommy se rio.
—Ya te digo.
Dejaron la carretera y entraron en un almacén de ropa vaquera. El aparcamiento estaba vacío a excepción del Thunderbird y de un coche negro aparcado en un extremo. Dentro, había un grupo de dependientes que esperaban para vestir a los visitantes con ropa occidental. El doctor Song le tradujo al ministro que las botas de cowboy eran un regalo del senador, y que podía quedarse el par que más le gustara. El ministro se mostró fascinado por aquel calzado tan exótico, y se probó varios pares de piel de lagarto, avestruz y tiburón. Finalmente optó por las de serpiente y el personal empezó a buscar un par de su número.
El doctor Song conversó brevemente con el ministro y a continuación anunció:
—El ministro tiene que hacer una defecación.
Era evidente que a los americanos les entraron ganas de reírse, pero no se atrevieron a hacerlo.
El ministro se ausentó durante mucho rato. Jun Do encontró unas botas negras que le gustaban, pero al final las descartó y se puso a examinar las botas de mujer, hasta que dio con unas que le parecieron apropiadas para la mujer del segundo oficial. Eran amarillas y rígidas, con un bordado de fantasía en la punta.
Al doctor Song le fueron ofreciendo tallas cada vez más pequeñas, hasta que al final encontró unas sencillas botas negras de niño que le iban bien. Para intentar guardar las apariencias, Jun Do se volvió hacia el doctor Song y, hablando con voz sonora, dijo:
—¿Es cierto que tiene exactamente el mismo número de pie que nuestro Querido Líder Kim Jong-il?
Todos los presentes observaron cómo el doctor Song daba un agradable paseíllo con sus botas, con los zapatos de vestir en la mano. Se detuvo ante un maniquí ataviado con ropa vaquera.
—Fíjese, Jun Do —dijo—. En lugar de sus mujeres más hermosas, los americanos utilizan personas artificiales para exponer su ropa.
—Qué ingenioso —comentó Jun Do.
—A lo mejor —intervino Wanda—, nuestras mujeres más hermosas están ocupadas haciendo otra cosa.
El doctor Song hizo una reverencia ante la verdad que encerraban sus palabras.
—Naturalmente —dijo—. Qué cortedad de visión la mía.
En la pared, dentro de una vitrina, había expuesta un hacha.
—Fíjese —dijo el doctor Song—. Los americanos están siempre preparados por si les entra un arranque violento.
El senador echó un vistazo al reloj y Jun Do se dio cuenta de que se había hartado de aquella comedia. El ministro regresó y le entregaron un par de botas. La luz parecía reflejarse en cada una de las escamas de la piel de serpiente. El ministro dio unos pasos con aire de pistolero, encantado.
—¿Han visto la película Solo ante el peligro? —les preguntó el doctor Song—. Es la preferida del ministro.
De pronto el senador volvió a reír. El doctor Song se volvió hacia el ministro y le preguntó:
—Le encajan a la perfección, ¿no?
El ministro se miró los pies con expresión triste y negó con la cabeza. El senador chasqueó los dedos.
—Traigan más botas —les dijo a los dependientes.
—Lo siento —dijo el doctor Song, que se sentó a quitarse sus propias botas—, pero el ministro considera que sería un insulto hacia nuestro Querido Líder aceptar unas botas de regalo cuando nuestro Querido Líder no recibe ningunas.
Jun Do devolvió las botas que había elegido para la mujer del segundo oficial. De todos modos, desde el principio sabía que todo había sido una fantasía. El ministro empezó también a quitarse las suyas.
—Esto tiene fácil arreglo —dijo el senador—. Naturalmente, podemos enviarle un par de botas al señor Kim. Sabemos que usa la misma talla que el doctor Song, solo tenemos que encargar otro par.
El doctor Song volvió a ponerse sus zapatos de vestir.
—El único insulto —dijo el doctor Song— sería que un humilde diplomático como yo mismo llevara unos zapatos dignos del líder más venerado de la mejor nación del mundo.
Wanda miró de un lado a otro, evaluando la situación. Finalmente sus ojos se posaron sobre Jun Do y este se dio cuenta de que era su presencia la que no entendía.
Se marcharon de allí sin botas.
En el rancho, todo estaba preparado para ofrecer a los coreanos una muestra de la vida texana. Entraron en la propiedad a través de una de las verjas para el ganado y montaron en furgonetas. Una vez más, el senador viajó con el ministro, mientras el resto del grupo los seguía en una camioneta de cuatro puertas. Cogieron un camino de tierra y esquisto que discurría a través de arbustos inclinados por el viento y árboles retorcidos que parecían quemados y partidos, y cuyas largas ramas se arrastraban por el suelo. Había un campo cubierto de plantas cuyas espinas brillaban como dientes de tiburón. Las plantas crecían apartadas unas de otras y en su forma de extenderse sobre la tierra rocosa, Jun Do creyó ver los gestos de quienes había enterrados debajo.
Durante el trayecto hasta el rancho, los americanos parecieron ignorar a los coreanos. En un primer momento hicieron algunos comentarios sobre un ganado del que Jun Do no veía ni rastro, y posteriormente se enzarzaron en comentarios privados que Jun Do no logró descifrar.
—¿Y eso de Blackwater? —le preguntó Tommy a Wanda—. ¿Es tu nueva unidad?
Se dirigían hacia una hilera de árboles de los que colgaban unos filamentos blancos como de vinalón.
—¿Blackwater?
—Es lo que pone en tu gorra.
—Ah, no, es una gorra de publicidad —repuso la mujer—. No, ahora mismo creo que trabajo para una filial civil de un subcontratista del Pentágono. Es inútil intentar mantenerse al día. Tengo tres pases distintos del Departamento de Seguridad Nacional y nunca he puesto los pies allí.
—¿Te vuelves a Bagdad? —le preguntó él.
La mirada de la mujer se perdió en la inmensidad rojiza de Texas.
—El viernes —dijo.
Cuando bajaron de la camioneta el sol caía a plomo. A Jun Do se le llenaron los zapatos de arena. Habían preparado una mesa con un barril frigorífico lleno de gaseosa y tres cestas de regalo envueltas con papel de celofán. En las cestas había un sombrero de cowboy, una botella de bourbon, un cartón de cigarrillos American Spirit, beef jerky, una botella de agua, bronceador, un pañuelo rojo y unos guantes de piel de becerro.
—Cosas de mi mujer —dijo el senador, que los invitó a sacar los sombreros y los guantes de los cestos de regalo. Les habían preparado una sierra mecánica y una podadora, y los coreanos se pusieron unas gafas de seguridad para cortar maleza. A través del plástico, los ojos del doctor Song brillaban de indignación.
Tommy puso en marcha la podadora y se la entregó al ministro, que parecía disfrutar muchísimo moviendo la hoja hacia delante y hacía atrás por entre las zarzas secas. A continuación le tocó el turno al doctor Song.
—Vaya, parece que también yo tendré el placer —dijo.
Se colocó bien las gafas y pasó el aparato por los arbustos y los rastrojos antes de hundir la hoja en la arena y calar la herramienta.
—Me temo que no tengo dotes de jardinero —dijo el doctor Song volviéndose hacia el senador—. Pero, como decía el Gran Líder Kim Il-sung: «No preguntes qué puede hacer la República Popular Democrática de Corea por ti, pregunta qué puedes hacer tú por la República Popular Democrática de Corea».
El senador soltó un suspiro.
—¿Estamos hablando del mismo gran líder que lamentó que sus ciudadanos solo tuvieran una vida que entregar a su país? —preguntó Tommy.
—Bueno —intervino el senador—. Veamos qué tal se nos da la pesca.
Les habían dejado preparadas unas cañas junto a una charca que recibía agua de un pozo mediante unas bombas. El sol no daba tregua y, con su traje oscuro, el doctor Song tenía un aspecto vacilante. El senador sacó dos sillas plegables de la parte trasera de su furgoneta, y él y el doctor Song se sentaron a la sombra de un árbol. Aunque se abanicaba con el sombrero, como el senador, el doctor Song no se aflojó la corbata.
Tommy hablaba en voz baja y respetuosa con el ministro, mientras Jun Do iba traduciendo sus palabras.
—Eche el anzuelo más allá del tronco de aquel árbol caído —le sugirió Tommy—. Y no pare de mover la caña a medida que recoja el sedal, para que el cebo baile.
Wanda se acercó a Jun Do con dos vasos de gaseosa.
—Un día estuve pescando con cables eléctricos —dijo el ministro—. Muy efectivo.
Era la primera vez que el ministro hablaba en todo el día. A Jun Do no se le ocurrió ninguna forma de suavizar la frase, de modo que finalmente se la tradujo a Tommy de la siguiente forma:
—El ministro cree que la victoria está próxima.
Jun Do cogió la gaseosa que le ofrecía Wanda. Esta enarcó una ceja, con una expresión recelosa que le daba a entender que no era una azafata de piel tersa que se dedicaba a ofrecer bebidas a los hombres poderosos.
El ministro necesitó varios intentos para cogerle el tranquillo, mientras Tommy gesticulaba para darle consejos.
—Tenga —le dijo Wanda a Jun Do—. Aquí tiene mi contribución a la cesta de regalo. —Le entregó una pequeña linterna de led—. Las regalan en todas las ferias de muestras —explicó—. Yo la utilizo muchísimo.
—¿Trabaja usted a oscuras? —preguntó él.
—En búnkeres —respondió la mujer—. Es mi especialidad. Me dedico a analizar búnkeres fortificados. Me llamo Wanda, por cierto. Creo que no nos habíamos presentado.
—Pak Jun Do —dijo él, y le apretó la mano—. ¿De qué conoce al senador?
—Nos visitó en Bagdad y le ofrecí una visita guiada al Complejo Saladino de Sadam. Una construcción impresionante por cierto: túneles para trenes de alta velocidad, filtros de aire triples a prueba de bombas atómicas… En cuanto ves el búnker de alguien, lo sabes todo de él. ¿Reciben noticias sobre la guerra?
—Constantemente —le dijo Jun Do, que encendió la luz de la linterna y puso la mano delante para medir su brillo—. ¿Los americanos usan luces para el combate en túneles?
—¿Cómo iban a hacerlo sin luces? —preguntó ella.
—¿Su ejército no tiene gafas que permiten ver en la oscuridad?
—Sinceramente —dijo Wanda—, no creo que el ejército americano se haya enzarzado en ese tipo de combate desde Vietnam. Mi tío estuvo allí, fue una rata de túnel. Hoy en día, si hay alguna misión subterránea, mandan un robot.
—¿Cómo un robot?
—Uno de esos con control remoto —dijo ella—. Tienen algunos que no están nada mal.
Al ministro se le dobló la caña, pues un pez había mordido el anzuelo. El ministro se quitó los zapatos y se metió en la charca hasta que el agua le llegó a los tobillos. La batalla fue feroz, la caña iba de un lado a otro, y Jun Do se dijo que desde luego debía de haber alguna variedad menos agresiva de pez que se podía criar en una charca como aquella. Cuando finalmente logró recoger el sedal, el ministro tenía la camisa empapada de sudor. Tommy sacó el pez del agua, un espécimen blanco, grueso. Tommy le quitó el anzuelo, lo levantó para que todos lo vieran e incluso le metió un dedo en la boca para mostrarles las fauces. Finalmente, Tommy devolvió el animal a la charca.
—¡Mi pez! —exclamó el ministro, y dio un paso hacia delante, furioso.
—Ministro —lo llamó el doctor Song, y se le acercó precipitadamente. Entonces le puso las manos encima de los hombros, que subían y bajaban, agitados—. Ministro —repitió el doctor Song, en voz más baja.
—¿Por qué no vamos directamente a hacer prácticas de tiro? —propuso el senador.
Caminaron lentamente a través el desierto. Al doctor Song le costaba avanzar por aquel terreno irregular con sus zapatos de vestir, pero no quiso aceptar la ayuda de nadie. El ministro habló y Jun Do tradujo sus palabras:
—El ministro ha oído que en Texas vive una especie de serpiente sumamente venenosa. Desea dispararle a una para comprobar si es más poderosa que la temible mamushi de las rocas de nuestro país.
—A estas horas del día —dijo el senador—, la serpiente de cascabel está oculta en su nido, al cobijo del calor. Salen a pasear por la mañana.
Jun Do transmitió el mensaje al ministro, que respondió:
—Dígale al senador americano que le indique a su ayudante negro que eche agua en el nido de la serpiente, y que yo dispararé contra el espécimen en cuanto se asome.
Al oír la respuesta, el senador sonrió y sacudió la cabeza.
—El problema es que la serpiente de cascabel es una especie protegida.
Jun Do tradujo sus palabras, pero el ministro se mostró confuso.
—¿Protegida de qué? —preguntó.
—¿De qué está protegida la serpiente de cascabel? —le preguntó Jun Do al senador.
—De la gente —dijo el senador—. Está protegida por la ley.
Al ministro le pareció sumamente gracioso que un animal atroz que mataba a seres humanos estuviera protegido por las leyes de sus víctimas.
Llegaron a un banco de tiro en el que habla alineados varios revólveres al estilo Salvaje Oeste. Había también varias latas dispuestas a una cierta distancia, a modo de blanco. Los revólveres del calibre 45 eran pesados y parecían muy usados. El senador les aseguró que cada una de aquellas armas había servido para quitarle la vida a alguna persona: su tatarabuelo había sido sheriff de aquel condado, y todas aquellas pistolas habían servido como prueba en algún caso de asesinato.
El doctor Song declinó disparar.
—No me fío de mis manos —dijo, y se sentó en la sombra.
El senador dijo que su época de tirador también había pasado a la historia. Tommy empezó a cargar las armas.
—Tenemos pistolas de sobra —le dijo a Wanda—. ¿Nos quieres ofrecer una demostración?
Wanda se estaba rehaciendo la coleta.
—¿Quién, yo? —preguntó—. Es mejor que no. Al senador no le haría ninguna gracia que dejara a nuestros invitados en ridículo.
El ministro, en cambio, parecía estar en su salsa. Empezó a blandir las pistolas como si se hubiera pasado la vida fumando, conversando y disparando contra las cosas que sus criados le lanzaban desde la distancia, en lugar de aparcado junto a la acera, leyendo el Rodong Sinmun mientras esperaba a que su jefe, el doctor Song, saliera de alguna de sus reuniones.
—Corea es un país montañoso —explicó el doctor Song—. Allí los disparos resuenan enseguida en las paredes de los cañones. Aquí, en cambio, los estallidos se pierden en la distancia para no volver nunca más.
Jun Do estaba de acuerdo: que los disparos no tuvieran eco y que el paisaje se tragara aquel estrépito como si nada daba una verdadera sensación de soledad.
El ministro demostró una precisión sorprendente y pronto empezó a disparar nada más desenfundar y a intentar disparos imposibles, mientras Tommy le iba recargando el arma.
Todos observaron al ministro mientras este se pulía cajas y cajas de munición, disparaba a dos manos, con un cigarrillo colgando de los labios, y hacía que las latas estallaran y saltaran por los aires. Aquel día él era realmente el ministro: la gente lo llevaba de aquí para allá y quien apretaba el gatillo era él.
El ministro se volvió hacia ellos.
—El bueno —dijo en inglés, soplando el humo que salía del cañón de la pistola—, el feo y el malo.
El rancho era una construcción de una sola planta, medio oculta entre los árboles, que transmitía una apariencia engañosamente caótica. En un corral cercano había varias mesas de picnic y una barbacoa montada en una diligencia, donde varias personas hacían cola para comer. Las cigarras estaban activas y Jun Do percibió el olor a brasas. Soplaba una brisa de mediodía que empujaba unas nubes con forma de yunque, demasiado lejanas como para que amenazaran tormenta. Había varios perros sueltos que entraban y salían a través de la verja del corral. En un momento dado, los perros vieron algo que se movía entre unos matorrales lejanos y se pusieron firmes, con el pelaje erizado. El senador, que pasaba por ahí, les dijo «¡Atacad!», y al oír la orden los animales se abalanzaron sobre un grupo de pajarillos que se dispersaron rápidamente por entre los arbustos.
Cuando los perros regresaron, el senador les dio unas chucherías que llevaba en el bolsillo, y Jun Do comprendió que en el comunismo se amenaza a los perros para que obedezcan, mientras que en el capitalismo la sumisión se consigue mediante sobornos.
En la cola de la comida no valían rangos ni privilegios: allí, juntos, estaban el senador, los trabajadores del rancho, los empleados de la casa, los agentes de seguridad con sus trajes negros y las esposas de varios funcionarios texanos. El ministro se sentó en una mesa de picnic y la mujer del senador le llevó la comida, mientras el doctor Song y Jun Do se unían a la cola con platos de cartón. Un joven que había junto a ellos se presentó como un candidato a doctor universitario y les explicó que estaba escribiendo una tesis sobre el programa nuclear de Corea del Norte.
—Ustedes saben que el Sur ganó la guerra, ¿verdad?
Les sirvieron costillas de ternera, mazorcas de maíz a la parrilla, tomates marinados y una cucharada de macarrones. El doctor Song y Jun Do se dirigieron hacia donde se encontraban el ministro con el senador y su mujer. Los perros los siguieron. El doctor Song se sentó con ellos.
—Acompáñenos, por favor —le dijo a Jun Do—. Hay sitio de sobra, ¿verdad?
—Me tendrán que disculpar —respondió Jun Do—. Seguro que tienen asuntos importantes que discutir.
Se sentó a solas en una mesa de picnic de madera en la que había grabadas un montón de iniciales de nombres. La carne era al mismo tiempo dulce y picante, y los tomates tenían un sabor intenso, pero el maíz y la pasta estaban asquerosos por culpa de la mantequilla y el queso, dos sustancias que solo conocía de los diálogos que había oído recitados en las cintas de la escuela de idiomas. «Quisiera comprar un poco de queso.» «Pásame la mantequilla, por favor.»
Un pájaro enorme volaba en círculos encima de sus cabezas. Jun Do no reconoció a qué especie pertenecía. Wanda se sentó a su lado, lamiendo una cucharita de plástico blanco.
—Dios mío —dijo—, no deje de probar el pastel de nueces de pacana.
Jun Do acababa de comerse una costilla y tenía las manos cubiertas de salsa. Wanda hizo un gesto con la cabeza hacia el extremo de la mesa, donde un perro lo miraba con gran atención, pacientemente sentado. Sus ojos eran de un azul turbio, pero tenía el pelaje gris y moteado. ¿Cómo era posible que un perro tan claramente bien alimentado como aquel fuera capaz de imitar la mirada de un niño huérfano que se ve relegado al final de la cola?
—Adelante —dijo Wanda—. ¿Por qué no?
Él, le lanzó el hueso y el perro lo cazó al vuelo.
—Es un perro catahoula —explicó la mujer—. Un regalo del gobernador de Luisiana por la ayuda prestada después del huracán.
Jun Do cogió otra costilla. No podía dejar de comer, aunque notaba que la carne le subía por la garganta.
—¿Quién es toda esta gente? —preguntó Jun Do.
Wanda miró alrededor.
—Expertos en asuntos coreanos, miembros de ONG y curiosos. No recibimos visitantes de Corea del Norte cada día, ¿sabe?
—¿Y usted qué es? —preguntó él—. ¿Una experta o una curiosa?
—Yo soy la misteriosa agente del servicio de inteligencia —respondió.
Jun Do se la quedó mirando y ella sonrió.
—Oh, vamos, ¿a usted le parezco misteriosa? —le preguntó—. Soy una chica de lo más open source, estoy abierta a compartir lo que sea. Pregúnteme lo que quiera.
Tommy cruzó el corral con un vaso de té helado, después de guardar las cañas de pescar y las pistolas. Jun Do se fijó en cómo se colocaba en la cola de la comida y cómo saludaba con una inclinación de cabeza cuando le entregaban el plato.
—Me está usted mirando como si pensara que nunca antes he visto a una persona negra —le dijo Jun Do a Wanda.
Esta se encogió de hombros.
—Puede ser —dijo.
—Me he topado un par de veces con la Marina americana —dijo Jun Do—. Allí hay muchos negros. Además, mi profesor de inglés era de Angola. El único negro de toda la República Popular Democrática de Corea. Siempre decía que si podía enseñarnos a hablar con acento africano se sentía menos solo.
—Una vez me contaron que en los años setenta un soldado americano cruzó la zona desmilitarizada —dijo Wanda—, un chico de Carolina del Norte que iba borracho, o algo así. Los coreanos del Norte lo obligaron a trabajar como profesor de inglés, pero lo despidieron cuando se enteraron de que había enseñado a todos los agentes a hablar como paletos.
Jun Do no sabía qué significaba paletos.
—No había oído nunca esa historia —dijo—. Y no soy un agente, si es lo que se está preguntando.
Wanda vio cómo atacaba otra costilla.
—Me sorprende que no haya aceptado mi oferta de responderle a cualquier pregunta —dijo finalmente—. Habría jurado que querría saber si hablo coreano.
—¿Habla coreano? —preguntó Jun Do.
—No —respondió ella—, pero me doy cuenta perfectamente de cuándo un intérprete añade frases de cosecha propia. Por eso sospecho que está aquí como algo más que un humilde intérprete.
El doctor Song y el ministro seguían sentados en su mesa de picnic.
—El ministro desea hacer entrega de los regalos que ha traído para el senador y su esposa —anunció entonces el doctor Song—. Para el senador, las Obras completas de Kim Jong-il.
El doctor Song sacó los once tomos de la obra, encuadernados en tapa dura. Una mujer mexicana pasó junto a ellos con una bandeja llena de comida.
—EBay —le dijo a Wanda.
—Ay, Pilar —le respondió Wanda—. ¡Qué mala eres!
El senador aceptó el regalo con una sonrisa.
—¿Están autografiados? —preguntó.
La expresión del doctor Song registró un destello de incertidumbre y este decidió consultar el asunto con el ministro. Jun Do no los oía, pero los dos hombres se enzarzaron en un rápido intercambio de palabras. Finalmente el doctor Song sonrió.
—Nuestro Querido Líder Kim Jong-il estará encantado de firmar su obra en persona si el senador decide visitarnos en Pyongyang.
A cambio, el senador le regaló al ministro un iPod cargado de música country.
Entonces el doctor Song empezó a alabar públicamente la belleza y la hospitalidad de la mujer del senador, mientras el ministro se preparaba para ofrecerle la nevera portátil. De pronto, Jun Do volvió a notar el olor de aquella carne en la nariz. Apartó la costilla y miró a lo lejos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Wanda—. ¿Qué hay dentro de esa nevera?
Aquel momento se convirtió en algo así como un punto de inflexión. Hasta entonces los ardides del doctor Song habían sido simples bromas, pero la estratagema del tigre era harina de otro costal: en cuanto la olieran, los americanos sabrían que aquella carne no era comestible y que allí había gato encerrado, y eso lo cambiaría todo.
—¿Hablaba en serio? —le preguntó Jun Do—. Necesito saber una cosa.
—Cómo no —dijo ella—. ¿A qué se refiere con lo de si hablaba en serio?
Él le cogió la mano y, con un bolígrafo, le escribió el nombre del segundo oficial en la palma.
—Necesito saber si lo logró —dijo Jun Do—. ¿Consiguió salir?
Wanda se tomó una fotografía de la mano con el móvil. A continuación escribió un mensaje utilizando los dos pulgares y pulsó la tecla de «Enviar».
—Vamos a averiguarlo —dijo.
El doctor Song terminó su discurso de homenaje a la esposa del senador y el ministro le entregó la nevera portátil.
—De parte de los ciudadanos de la República Popular Democrática de Corea —anunció—. Carne de tigre fresca, obtenida recientemente de un majestuoso ejemplar cazado en las cumbres del monte Paektu. No pueden ni imaginarse lo blanco que era su pelaje. El ministro desea que lo saboreemos todos juntos esta noche, ¿verdad?
El ministro asintió, orgulloso. El doctor Song esbozó una sonrisita ladina.
—Y recuerde —le dijo a la esposa del senador—, cuando uno come tigre, se convierte en un tigre.
Los invitados dejaron de comer para fijarse en la reacción de la mujer del senador, pero esta no dijo nada. Ahora las nubes estaban más cargadas y en el ambiente flotaba un olor a lluvia que seguramente no llegaría. El senador cogió la nevera de encima de la mesa.
—Veré si puedo hacer algo al respecto —dijo con una sonrisa circunspecta—. Un tigre parece cosa de hombres.
La mujer del senador se volvió hacia el perro que tenía junto a ella: le acarició las orejas con las dos manos y le dijo unas palabras cariñosas al oído.
La ceremonia de entrega de obsequios se había escapado de las manos del doctor Song, que no lograba entender qué había fallado. Entonces se acercó a Jun Do.
—¿Cómo se encuentra, hijo? —le preguntó—. Es el brazo, le duele mucho, ¿verdad?
Jun Do movió el hombro un par de veces.
—Sí, pero no pasa nada, doctor Song. Puedo aguantar.
El doctor Song parecía desesperado.
—No, no hace falta que aguante. Sabía que llegaría este momento. Buscar atención médica no le restará valentía —aseguró, y se volvió hacia Wanda—. ¿No podría prestarnos un cuchillo, o tal vez unas tijeras?
Wanda miró a Jun Do.
—¿Le duele el brazo? —le preguntó. Cuando este asintió, llamó a la mujer del senador y, por primera vez, Jun Do se fijó realmente en ella: era delgada, con una melena blanca que le llegaba hasta los hombros, y ojos claros y moteados—. Creo que nuestro amigo está herido —le dijo Wanda.
El doctor Song se volvió hacia la mujer del senador.
—¿Podría traernos alcohol y un cuchillo? No se trata de ninguna emergencia, tan solo tenemos que quitarle los puntos.
—¿Es usted un doctor de verdad? —preguntó la mujer del senador.
—No —respondió el doctor Song.
La mujer se volvió hacia Jun Do.
—¿Dónde le duele? —le preguntó—. En el pasado ejercí como médico.
—No es nada —respondió el doctor Song—. Seguramente se los deberíamos haber quitado antes de salir.
La mujer se volvió hacia él y lo fulminó con la mirada: era tan evidente que se le había terminado la paciencia que el doctor Song se vio obligado a apartar la vista. Entonces se sacó unas gafas del bolsillo y se las colocó en la punta de la nariz.
—A ver —dijo, y Jun Do se quitó la chaqueta y la camisa. Le ofreció el brazo a la mujer del senador, que echó la cabeza hacia atrás para inspeccionar la herida a través de las lentes. Los agujeros de las suturas estaban rojos e inflamados. Cuando los presionó con el pulgar, supuraron—. Sí —dijo—. Hay que quitárselos. Venga, en la cocina hay más luz.
Al cabo de un momento, la mujer del senador y Wanda lo tenían ya sin camisa, sentado en la encimera de la cocina. Esta era amarilla, con las paredes cubiertas de papel azul de cuadros y girasoles. En la nevera, sujetadas con imanes, había varias fotos de niños y de grupos de jóvenes que se cogían por los hombros. En otra de las fotografías aparecía el senador vestido con un traje naranja de astronauta, con un casco debajo del brazo.
La mujer del senador se frotó las manos debajo del agua humeante que salía del grifo. Wanda la imitó, por si la necesitaban. La mujer a la que Wanda había llamado Pilar entró en la cocina con la neverita con la carne de tigre. Al ver a Jun Do sin camiseta dijo algo en español, y al ver su herida añadió algo más, también en español.
La mujer del senador se frotó hasta más arriba de los codos. Sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo, dijo:
—Jun Do, le presento a Pilar, la asistenta especial de la familia.
—Soy la criada —dijo Pilar—. ¿John Doe? ¿No es el nombre que les ponen a las personas que desaparecen?
—Mi nombre es Pak Jun Do —dijo Jun Do, y a continuación lo pronunció más despacio—. Jun. Do.
Pilar echó un vistazo a la neverita y se fijó en que alguien había intentado arrancar la insignia de la Cruz Roja.
—Mi primo Manny conduce una furgoneta que traslada órganos, ojos y cosas así entre hospitales —dijo—. Y utiliza una nevera como esta.
La mujer del senador se puso unos guantes de látex.
—En realidad —dijo—, no creo que John Doe sea el nombre que se da a los desaparecidos. Se utiliza cuando tienes a una persona pero no su identidad.
Wanda hinchó los guantes de látex con un soplido.
—No, un John Doe tiene una identidad concreta —dijo, estudiando al paciente—, solo hay que descubrirla.
La mujer del senador le echó agua oxigenada por todo el brazo y le masajeó delicadamente las heridas.
—Esto hará que se aflojen las suturas —le explicó.
Durante un instante solo se oyó el siseo de la espuma blanca que se formaba sobre su brazo. No le dolía exactamente, era más bien como si un montón de hormigas le entraran y le salieran de dentro del cuerpo.
—¿Le parece bien que lo trate una mujer? —le preguntó Wanda.
Jun Do asintió con la cabeza.
—La mayoría de los médicos en Corea son mujeres —dijo—. Aunque nunca he visto ninguno.
—¿Ningún médico mujer? —preguntó Wanda.
—¿O ningún médico? —añadió la mujer del senador.
—Ningún médico —dijo él.
—¿Ni siquiera en el Ejército? ¿No le han hecho ningún examen físico? —preguntó la mujer del senador.
—Supongo que nunca he estado enfermo —dijo.
—¿Quién lo cosió?
—Un amigo —dijo Jun Do.
—¿Un amigo?
—Un tipo con el que trabajo.
Mientras la herida echaba espumarajos, la mujer del senador levantó los brazos, los abrió y los echó hacia delante, mientras sus ojos seguían líneas invisibles sobre su cuerpo. Jun Do se dio cuenta de que la mujer se fijaba en las quemaduras que tenía en la parte inferior de sus brazos, las marcas que había dejado la llama de la vela que habían utilizado en su entrenamiento contra el dolor. Tocó los bordes de las quemaduras con la yema de los dedos.
—Un mal sitio para quemarse —dijo—. La piel es especialmente sensible en esta zona. —A continuación le pasó la mano por el pecho hasta la clavícula—. Y esta soldadura —dijo—, es de una rotura de clavícula reciente. —Le levantó una mano, como si fuera a besarlo en un anillo, pero lo que hizo fue estudiar la forma de sus falanges—. ¿Quiere que le haga un chequeo? ¿Tiene alguna dolencia?
No estaba tan musculoso como cuando aún era miembro del Ejército, pero seguía estando fuerte y se dio cuenta de cómo las mujeres lo observaban.
—No —dijo—. Solo los puntos. Me escuecen muchísimo.
—Se los quitaremos en un abrir y cerrar de ojos —dijo ella—. ¿Puedo preguntarle qué le sucedió?
—Es una historia que preferiría no contar —dijo él—. Pero me lo hizo un tiburón.
—Madre de Dios —dijo Pilar en español.
Wanda estaba junto a la mujer del senador y abrió un botiquín del tamaño de una maleta.
—¿De los que tienen aletas y viven en el océano? —le preguntó.
—Perdí mucha sangre —dijo Jun Do.
Las tres mujeres se lo quedaron mirando.
—Mi amigo no tuvo tanta suerte como yo —añadió.
—Ya veo —dijo la mujer del senador—. Respire hondo.
Jun Do se llenó los pulmones.
—Más —insistió ella—. Levante los hombros.
Jun Do cogió tanto aire como pudo y esbozó una mueca de dolor. La mujer del senador asintió con la cabeza.
—La undécima costilla —dijo—. Aún está cicatrizando. En serio, si quiere hacerse un chequeo, esta es su oportunidad.
¿Le acababa de oler el aliento? Jun Do tenía la sensación de que la mujer detectaba muchas más cosas de las que dejaba entrever.
—No, señora —le dijo.
Wanda encontró unas pinzas y unas tijeritas afiladas. Tenía nueve laceraciones en total, todas ellas cosidas. La mujer del senador empezó por la más larga, la que le recorría el bíceps.
Pilar le señaló el pecho.
—¿Quién es?
Jun Do bajó la mirada. No sabía qué contestar.
—Es mi mujer —dijo.
—Muy guapa —comentó Pilar.
—Sí, es muy guapa —dijo Wanda—. Y el tatuaje también está muy bien. ¿Le importa que le saque una foto?
A Jun Do solo lo habían fotografiado una vez, la vieja japonesa de la cámara sobre el trípode de madera, y él nunca había llegado a ver la foto. Todavía lo angustiaba pensar qué debía de haber visto aquella mujer, pero aun así no supo decir que no.
—Genial —dijo Wanda, y con una pequeña cámara le sacó una fotografía del pecho y otra del brazo herido. Entonces puso el objetivo a la altura de la cara y le soltó un flash en los ojos.
—¿También es traductora? —le preguntó Pilar.
—Mi mujer es actriz —dijo él.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Pilar.
—¿Mi mujer? —preguntó Jun Do—. Se llama Sun Moon.
Jun Do se dio cuenta de que tenía un nombre precioso, que sonaba bien, y también que le había gustado pronunciar en voz alta el nombre de su mujer delante de aquellas tres mujeres: Sun Moon.
—¿Qué es esto? —preguntó la mujer del senador, mostrándole el hilo de la sutura que acababa de sacarle: tenía un tono irregular, entre amarillento y oxidado.
—Sedal de pesca —dijo él.
—Supongo que si hubiera cogido el tétanos, a estas alturas ya lo sabríamos —respondió ella—. Durante la carrera nos enseñaron que nunca debíamos utilizar monofilamentos, pero no consigo recordar por qué.
—¿Y qué le va a llevar? —le preguntó Wanda a Jun Do—. Como recuerdo de su viaje a Texas, digo.
Jun Do negó con la cabeza.
—¿Qué me recomiendan?
—¿Cómo es? —preguntó distraídamente la mujer del senador.
—Le gustan los vestidos tradicionales. Tiene uno amarillo que es mi preferido. Lleva el pelo recogido para lucir los pendientes de oro. Le gustan el karaoke y las películas.
—No —lo cortó Wanda—, cómo es de personalidad.
Jun Do pensó un momento.
—Necesita mucha atención —dijo, y entonces se detuvo, inseguro de cómo debía continuar—. No entrega su amor alegremente. Su padre temía que los hombres quisieran aprovecharse de su belleza, que se sintieran atraídos hacia ella por las razones equivocadas, y por eso cuando cumplió dieciséis años le consiguió un trabajo en una fábrica de conservas, donde ningún hombre de Pyongyang daría con ella. Esa experiencia la marcó y la empujó a perseguir lo que quería. Pero aun así se casó con un hombre dominante; dicen que a veces puede ser un verdadero cabrón. Además está atrapada por el Estado, que no le permite elegir los papeles de sus películas. Excepto cuando va al karaoke, solo puede cantar las canciones que ellos le mandan cantar. La cuestión es que a pesar de su éxito y de que es una estrella, a pesar de su belleza y de los hijos que ha tenido, Sun Moon es una mujer triste. Y que está extrañamente sola. Se pasa el día tocando gayageum, al que arranca notas tristes y solitarias.
Jun Do se calló y se dio cuenta de que las tres mujeres lo estaban mirando.
—Usted no es un marido cabrón —dijo Wanda—. Sé el aspecto que tienen, créame.
La mujer del senador dejó de tirar de los puntos de sutura y lo miró fijamente, sin asomo de malicia. A continuación miró el tatuaje del pecho de Jun Do.
—¿Puedo hablar de alguna forma con ella? —preguntó—. Tengo la sensación de que si hablara con ella podría ayudarla. —En la encimera había un teléfono con un cable en espiral que conectaba el auricular con la base—. ¿La puede llamar? —preguntó la mujer.
—No hay demasiados teléfonos —dijo Jun Do.
Pilar abrió su móvil.
—A mí me quedan minutos de llamadas internacionales —dijo.
—Creo que Corea del Norte no funciona así —comentó Wanda.
La mujer del senador asintió con la cabeza y terminó de quitarle los puntos en silencio. Cuando hubo terminado, volvió a desinfectarle las heridas y se quitó los guantes.
Jun Do se puso la camisa del conductor que llevaba desde hacía un día. Notaba el brazo tan hinchado y dolorido como el día del mordisco. En cuanto a la corbata, se la quedó en la mano mientras la mujer del senador le abrochaba la camisa, sus dedos fuertes y precisos introduciendo cada botón en el ojal correspondiente.
—¿El senador fue astronauta? —le preguntó Jun Do.
—Se entrenó para serlo —contestó la mujer del senador—, pero nunca lo llamaron.
—¿Saben el satélite? —preguntó él—. ¿El que órbita la Tierra con personas de varios países a bordo?
—¿La Estación Espacial? —preguntó Wanda.
—Sí —dijo Jun Do—. Eso debe de ser. ¿Saben si lo construyeron en nombre de la paz y la fraternidad?
Las mujeres se miraron.
—Sí —dijo finalmente la mujer del senador—. Supongo que sí.
A continuación rebuscó en los cajones de la cocina, hasta que encontró un puñado de muestras de antibiótico. Le metió dos blísteres de medicamentos en el bolsillo de la camisa.
—Para más tarde, por si se pone enfermo —le dijo—. Tómeselos si tiene fiebre. ¿Sabe distinguir una infección bacteriana de una infección viral?
Jun Do asintió con la cabeza.
—No —le dijo Wanda a la mujer del senador—, no creo que sepa.
—Si le da fiebre y tiene mucosidades verdes o marrones —explicó la mujer del senador—, tómese tres de estas al día hasta que desaparezcan. —Sacó la primera cápsula del blíster y se la dio—. Empezaremos un ciclo ahora mismo, por si acaso.
Wanda le sirvió un vaso de agua.
—Gracias, pero no tengo sed —dijo Jun Do después de meterse la pastilla en la boca y masticarla.
—Virgen santa —dijo la mujer del senador.
Pilar abrió la nevera portátil.
—¡Ay! —exclamó, y la cerró de inmediato—. ¿Qué se supone que tengo que hacer yo con esto? Esta noche toca tex-mex.
—Madre mía —dijo la mujer del senador—. Tigre.
—Pues no sé —comentó Wanda—. A mí me apetece probarla.
—¿Usted la ha olido?
—Wanda —dijo la mujer del senador—. Podríamos terminar todos en el infierno por culpa de lo que hay dentro de esa nevera.
Jun Do bajó de la encimera de un salto y empezó a remeterse la camisa con una mano.
—Si mi mujer estuviera aquí —dijo—, me diría que me deshiciera de esa carne y que la reemplazara por un bistec de ternera. Diría que de todos modos no se nota la diferencia, y que así todo el mundo puede comer sin quedar mal. Durante la cena, yo comentaría lo buena que está, diría que es la mejor carne que he probado jamás, y eso la haría sonreír.
Pilar miró a la mujer del senador.
—¿Tacos de tigre?
La mujer del senador también quiso probar cómo sabían aquellas palabras:
—Tacos de tigre.
—Pak Jun Do, ahora toca descansar —dijo la mujer del senador—. Lo acompañaré a su habitación —añadió con sobria intensidad, como si por el hecho de estar a solas con él estuviera cometiendo una transgresión.
La casa tenía muchos pasillos cubiertos con más fotos familiares, estas con marcos metálicos y de madera. La puerta de la habitación donde iba a dormir estaba entreabierta y cuando la abrieron del todo, un perro bajó de la cama de un brinco. A la mujer del senador no pareció importarle. Encima de la cama había un edredón, de modo que al retirarlo eliminó cualquier rastro del perro.
—Mi abuela era muy aficionada a confeccionar edredones —dijo, mirando fijamente a Jun Do—. Un edredón es una manta hecha con retales de tu vida. No sirve para ganar dinero, sino que cada manta cuenta una historia. —A continuación enseñó a Jun Do a leer aquel edredón—. Había un molino en Odessa que imprimía imágenes de historias bíblicas en sus sacos de harina. Las imágenes eran como los ventanales de las iglesias: contaban las historias de forma visual. Este trozo de encaje es de la ventana de la casa que mi abuela abandonó al casarse, cuando tenía quince años. Esta imagen corresponde al Éxodo y aquí está el Cristo Errante, ambas procedentes de sacos de harina. El terciopelo negro es del dobladillo del vestido fúnebre de su madre: murió poco después de que mi abuela llegara a Texas y la familia le mandó esta muestra negra. Con esto empieza la parte triste de su vida: el retal de una manta de bebé de un hijo que perdió, un fragmento de una toga de graduación que se compró pero que nunca tuvo ocasión de ponerse, y el algodón descolorido del uniforme de su marido. Pero fíjese en esto, ¿ve los colores y los tejidos de una nueva boda, de hijos y prosperidad? Naturalmente, la última imagen es del Jardín. Antes de poder coser ese final a su propia historia mi abuela tuvo que soportar numerosas pérdidas e incertidumbres. Esto es lo que le habría contado a su esposa Sun Moon si hubiera podido hablar con ella.
En la mesita de noche había una Biblia. La mujer la cogió y se acercó a él.
—Wanda tiene razón, usted no es un mal marido —le dijo—. Se nota que se preocupa por su esposa. Yo no soy más que una mujer del otro lado del mundo a la que no conoce, pero ¿podría darle esto de mi parte? Estas palabras siempre me traen consuelo: las Escrituras estarán siempre ahí, por muchas puertas que se le cierren.
Jun Do cogió el libro y pasó una mano por encima de su tapa blanda.
—Si lo desea podemos leer algún pasaje juntos —propuso entonces la mujer—. ¿Conoce usted a Jesucristo?
Jun Do asintió con la cabeza.
—Me han hablado de él.
A la mujer se le ensombreció la mirada de lástima y asintió con gesto resignado. Jun Do le devolvió el libro.
—Lo siento —se disculpó—. Este libro está prohibido en mi país; poseerlo acarrea un severo castigo.
—No se imagina la pena que me causa oír eso —respondió ella. Entonces fue hasta la puerta, donde había colgada una guayabera blanca—. Límpiese ese brazo con agua caliente, ¿de acuerdo? Y esta noche póngase esta camisa.
En cuanto se marchó, el perro volvió a subirse a la cama de un brinco.
Jun Do se quitó la camisa y echó un vistazo al cuarto de invitados. Estaba lleno de recuerdos de la vida del senador: fotos de él posando junto a personas orgullosas, placas doradas y de bronce. Había un pequeño escritorio, con un teléfono encima de un libro blanco. Jun Do descolgó el auricular y escuchó la señal continua. Entonces cogió el libro que había debajo y lo hojeó. Dentro había millares de nombres. Tardó un rato en comprender que el tomo incluía a todos los habitantes de la zona central de Texas, con nombre completo y dirección. Le costaba creer que buscar a una persona cualquiera y encontrarla pudiera ser tan sencillo, que bastara con abrir un libro y dar con el nombre de tus padres para confirmar que no eras huérfano. Le resultaba insondable que pudiera existir un vínculo permanente con padres, madres y amigos perdidos, cuyos nombres quedaban para siempre impresos sobre papel. Pasó las páginas. Donaldson, Jiménez, Smith… Un libro, un simple libro, te podía ahorrar una vida entera de conjeturas e incertidumbres. De repente detestó su país, tan pequeño y atrasado, una tierra de misterios, fantasmas y falsas identidades. Arrancó una página del final del libro y escribió en la parte superior: «Sanos y salvos en Corea del Norte». Debajo anotó los nombres de todas las personas a las que había ayudado a secuestrar. Marcó el nombre de Mayumi Nota, la chica del muelle, con un asterisco.
En el baño había una cestita llena de cuchillas de afeitar nuevas, tubos de pasta de dientes de tamaño viaje y pastillas de jabón con envoltorio individual. Pero no las tocó. Lo que hizo fue estudiar su reflejo en el espejo y fijarse en lo que había visto la mujer del senador. Se tocó las laceraciones, la clavícula rota, las marcas de quemaduras, la undécima costilla. Acarició la cara de Sun Moon, la hermosa mujer que asomaba entre aquel halo de heridas.
Fue hasta el retrete y se miró dentro de la boca. Le salió todo de golpe, toda la carne, tres grandes arcadas que lo dejaron vacío. Se le tensó la piel y se sintió débil.
Ya en la ducha, dejó correr el agua caliente. Puso la herida en remojo y fue como si le ardiera el brazo. Al cerrar los ojos, sintió como si volviera a recibir los cuidados de la esposa del segundo oficial, cuando aún tenía los ojos hinchados y ella no era más que un olor a mujer, sonidos de mujer, y él tenía fiebre y no sabía dónde estaba y solo podía imaginar la cara de la mujer que lo iba a salvar.
Al anochecer, Jun Do se puso la guayabera blanca, con su cuello rígido y sus bordados de fantasía. A través de la ventana vio al doctor Song y al ministro, que salían de una caravana negra donde habían pasado toda la tarde conversando con el senador. El perro se levantó y se acercó al borde de la cama. Llevaba una correa alrededor del cuello. Era un poco triste, un perro sin perrera. En algún lugar empezó a tocar una banda, y le pareció oír voces que cantaban, tal vez en español. Cuando Jun Do salió de la habitación para adentrarse en la noche, el perro lo siguió.
El pasillo estaba lleno de fotografías de la familia del senador, siempre sonriente. Acercarse a la cocina era como viajar atrás en el tiempo, las fotografías de la graduación daban paso a fotografías deportivas y de clubes de boy scouts, coletas, fiestas de cumpleaños y finalmente fotografías de bebés. ¿Eran así, las familias? ¿Era así como crecían, rectas como los dientes de un niño? Desde luego, había una foto de alguien con un brazo en cabestrillo y a la larga los padres desaparecían del panorama. Las celebraciones cambiaban, lo mismo que los perros. Pero aquello era una familia, de principio a fin, sin guerras, ni hambrunas, ni condenas políticas, ni desconocidos que venían a tu pueblo para ahogar a tu hermana.
En el exterior, el aire era seco y fresco, y olía a cactus y a abrevaderos de ganado de aluminio. Las estrellas titilaban mientras Texas emitía el último resto de calor. Siguiendo el sonido de los cantantes mexicanos y el zumbido de una licuadora, Jun Do volvió al corral, donde los hombres llevaban camisas blancas y las mujeres iban envueltas en chales de colores. Había un fuego sobre un trípode de ramas que iluminaba las caras de la gente. Era una idea muy emocionante: quemar madera solo para que las personas pudieran socializar y disfrutar de la compañía mutua en la oscuridad. Bajo la luz parpadeante, el senador tocó el violín y cantó una canción titulada La rosa amarilla de Texas.
Wanda pasó junto a él cargada con tantas limas que tenía que llevarlas pegadas al pecho. Jun Do se paró y el perro hizo lo mismo, su pelaje brillaba, negro y anaranjado, a la luz de las llamas.
—Muy bien, perro —dijo Jun Do, y le acarició fríamente la cabeza como lo habría hecho cualquier americano.
Wanda empezó a exprimir limas con una mano de mortero de madera, mientras Pilar vaciaba una botella de alcohol tras otra en la licuadora. Wanda pulsó varias veces el botón, siguiendo el ritmo de la música, y a continuación Pilar llenó con gran estilo una hilera de vasos de plástico amarillos. Entonces Wanda lo vio y le llevó una bebida.
Él se quedó mirando la sal del borde.
—¿Qué es esto?
—Beba, anda —le dijo—. Sea bueno. ¿Sabe qué tenía Sadam en la habitación más recóndita de su búnker, debajo de las salas de guerra y los centros de mando? Una videoconsola Xbox con un solo mando.
Él lo miró con cara de no entenderla.
—Todo el mundo necesita pasarlo bien —añadió Wanda.
Jun Do bebió un trago: ácida y seca, aquella bebida sabía como la sed misma.
—He estado investigando lo de su amigo —siguió diciendo—. Ni los japoneses ni los surcoreanos tienen a nadie que encaje con los datos. Si cruzó el Yalu y entró en China, quién sabe. A lo mejor no ha utilizado su nombre real. No se preocupe, a lo mejor aún aparece. Algunas veces llegan hasta Tailandia.
Jun Do desdobló su papel y se lo entregó a Wanda.
—¿Podría pasar este mensaje de mi parte?
—«Sanos y salvos en Corea del Norte» —leyó ella—. ¿Qué es esto?
—Una lista de víctimas japonesas de secuestros.
—Iodos estos secuestros aparecieron en las noticias —dijo Wanda—. Esta lista la podría haber hecho cualquiera, no demuestra nada.
—¿Demostrar? —preguntó Jun Do—. Yo no pretendo demostrar nada. Solo intento decirle algo que nadie más le puede decir: que ninguna de estas personas se perdió, que todas sobrevivieron a sus secuestros y que están sanas y salvas. La incertidumbre es lo peor. Esta lista no es para usted, es un mensaje de mi parte para todas esas familias, para que estén tranquilas. Es lo único que les puedo ofrecer.
—Están todos sanos y salvos —dijo ella—. ¿Excepto la del asterisco?
Jun Do se obligó a pronunciar su nombre:
—Mayumi —dijo.
Ella bebió un trago y lo miró de reojo.
—¿Habla usted japonés?
—Lo suficiente —respondió él—. Watashi no neko ga maigo ni narimashita?
—¿Qué significa?
—¿Puede ayudarme a encontrar mi gato?
Wanda le dirigió otra mirada y finalmente se guardó el papel en el bolsillo trasero.
Jun Do no tuvo ocasión de fijarse en el doctor Song hasta la hora de la cena. Sentado a la mesa, intentó adivinar cómo habían ido las conversaciones por la forma en que el doctor Song servía margaritas a las mujeres y asentía con la cabeza, encantado con lo picante que estaba la salsa. La mesa era redonda y a su alrededor había ocho personas. Pilar iba y venía con bandejas en las manos. Enumeró todos los platos que había en la bandeja giratoria del centro de la mesa, flautas, mole, rellenos y todo lo necesario para que cada uno se preparara los tacos a su gusto: había un calentador de tortillas y platos con cilantro, cebolla, tomates cortados a dados, col en juliana, nata mexicana, frijoles y tigre.
Cuando el doctor Song probó la carne de tigre, su mirada registró un destello de puro deleite.
—¡Díganme que no es el mejor tigre que han probado jamás! —exclamó—. Díganme que el tigre americano se puede comparar con esto. ¿No es cierto que el tigre coreano es más fresco y vital?
Pilar les llevó otra bandeja de carne.
—Sí, bueno —dijo—, es una pena que no haya tigres mexicanos.
—Hoy te has superado a ti misma, Pilar —dijo la mujer del senador—. Es el mejor tex-mex que has preparado jamás.
El doctor Song les dirigió una mirada suspicaz.
El ministro levantó su taco y, hablando en inglés, dijo: —Sí.
Tommy se comió su taco y asintió con la cabeza.
—Aunque la mejor carne que he comido jamás la probé con unos colegas, estando de permiso —dijo—. Nos pasamos la cena alabando la comida, y comimos y comimos hasta hartarnos. Tantos fueron nuestros elogios que al final trajeron al chef. El hombre nos dijo que nos prepararía algo más de carne para llevar y que no era ningún problema, pues tenía otro perro en el patio trasero.
—Ay, Tommy —dijo la mujer del senador.
—Una vez yo estuve con una milicia tribal —dijo Wanda—. Nos prepararon un festín a base de fetos de cerdo hervidos en leche de cabra. Es la carne más tierna que he probado jamás.
—Ya basta —dijo la mujer del senador—. Cambiemos de tema, por favor.
—Hablemos de lo que sea menos de política —propuso el senador.
—Necesito saber algo —dijo Jun Do—. Cuando estuve en alta mar, en el mar del Japón, seguimos las emisiones de radio de dos chicas americanas. Nunca llegué a saber qué había sido de ellas.
—Las remeras —dijo Wanda.
—Una historia terrible —añadió la mujer del senador—. Qué pena.
El senador se volvió hacia Tommy y dijo:
—Encontraron la barca, ¿verdad?
—Sí, la barca sí, pero a las chicas no —respondió Tommy—. Wanda, ¿tienes alguna información privilegiada sobre lo que sucedió realmente?
Wanda estaba inclinada encima de su plato, preparada para comer, con un chorrito de salsa del taco corriéndole por la mano.
—Oí que la barca estaba medio quemada —dijo con la boca llena—. Había sangre de una de las chicas, pero de la otra no encontraron ni rastro. Un asesinato con suicidio, tal vez.
—Era la chica que remaba en la oscuridad —dijo Jun Do—. Utilizó una bengala de emergencia.
La mesa se quedó en silencio.
—Remaba con los ojos cerrados —dijo Jun Do—. Ese era el problema, por eso se desviaron de su rumbo.
—No entiendo por qué pregunta qué les pasó a las chicas si ya lo sabía —comentó Tommy.
—No sabía qué les había pasado —dijo Jun Do—. Solo sabía cómo.
—Cuéntenos qué le pasó a usted —le pidió la mujer del senador a Jun Do—. Dice que pasó un tiempo en alta mar. ¿Cómo se hizo esa herida?
—Es demasiado pronto —los advirtió el doctor Song—. La herida aún está demasiado tierna. Es una historia muy dura, tanto para quien la escucha como para mi amigo si tiene que contarla —añadió, y se volvió hacia Jun Do—. En otro momento, ¿de acuerdo?
—No pasa nada —dijo Jun Do—. La puedo contar —aseguró, y pasó a narrar con gran detalle su encuentro con los americanos: cómo habían abordado el Junma, la forma en que los soldados avanzaban por el barco, con los rifles en alto, y cómo terminaron negros de hollín. Habló de las zapatillas que habían encontrado y que estaban esparcidas por toda la cubierta, y describió cómo, después de comprobar que el barco no suponía ningún peligro, los soldados se dedicaron a turnar y a rebuscar entre los zapatos, cómo empezaron a robar objetos de recuerdo, incluidos los sagrados retratos del Querido Líder y el Gran Líder, y cómo en un momento dado alguien desenvainó un cuchillo y los americanos se vieron obligados a batirse en retirada. Mencionó el extintor y contó cómo, mientras tanto, los oficiales del buque americano bebían café y contemplaban la escena. Contó que uno de los soldados llevaba un mechero con un misil de crucero que flexionaba el bíceps.
—Pero ¿y cómo se hizo daño, hijo? —preguntó el senador.
—Otro día volvieron —dijo Jun Do.
—¿Por qué iban a volver? —preguntó Tommy—. Ya habían comprobado que el barco no suponía ningún peligro.
—¿Y qué hacía usted en un barco de pesca? —preguntó el senador.
—Evidentemente —intervino impetuosamente el doctor Song—, los americanos estaban avergonzados porque un simple norcoreano con un cuchillo había logrado desenmascarar la cobardía de toda una unidad de marines armados.
Jun Do bebió un sorbo de agua.
—Yo lo único que sé —dijo— es que era al rayar el día. Teníamos el sol a estribor. El buque americano salió de pronto de entre la niebla y nos abordaron. El segundo oficial estaba en la cubierta, con el práctico y el capitán. Era día de colada, o sea, que estaban hirviendo agua del mar. Se oyeron gritos. Subí a cubierta con el maquinista y el primer oficial. El mismo hombre de la vez anterior, el teniente Jervis, tenía al segundo oficial sujeto contra la barandilla y le gritaba por lo del cuchillo.
—Un momento —lo interrumpió el senador—. ¿Cómo sabe el nombre del soldado?
—Porque me dio su tarjeta —dijo Jun Do—. Quería que supiéramos quién había saldado las cuentas pendientes.
Jun Do le pasó la tarjeta a Wanda, que leyó el nombre en voz alta.
—Teniente Harían Jervis.
Tommy se echó hacia delante y cogió la tarjeta.
—El Fortitude, de la Quinta Flota —le dijo al senador—. Debe de ser uno de los barcos de Woody McParkland.
—Woody no toleraría a una manzana podrida en su unidad —aseguró el senador.
La mujer del senador levantó la mano.
—¿Y qué pasó a continuación? —preguntó.
—Lo arrojaron a los tiburones —dijo Jun Do—, y yo me tiré para salvarlo.
—¿Pero de dónde salieron los tiburones? —preguntó Tommy.
—El Junma era un barco de pesca —explicó Jun Do—. Los tiburones nos seguían siempre.
—¿Y había un torbellinos de tiburones, allí mismo? —insistió Tommy.
—¿El chico supo lo que le estaba pasando? —preguntó el senador.
—¿Dijo algo el teniente Jervis? —añadió Tommy
—¿El tal Jervis arrojó al chico personalmente, con sus propias manos? —preguntó el senador.
—¿U ordenó a uno de sus hombres que lo hiciera? —añadió Tommy.
El ministro apoyó las dos manos encima de la mesa.
—Historia —declaró en inglés—, verdad.
—No —dijo la mujer del senador.
Jun Do se volvió hacia ella y sus ojos cansados, claros y moteados.
—No —repitió—. Entiendo que en tiempos de guerra ningún bando tiene el monopolio de las atrocidades, y no soy tan ingenua como para pensar que los motores de la rectitud moral no se alimentan del combustible de la injusticia. Pero estamos hablando de nuestros mejores chicos, soldados que operan bajo el mando de los mejores y que representan la bandera de su país. No, señor, se equivoca. Ninguno de nuestros soldados ha hecho algo así. Lo sé. Lo sé a ciencia cierta.
La mujer se levantó de la mesa. Jun Do hizo lo propio.
—Le pido disculpas si la he molestado —dijo—. No debería haber contado la historia. Pero tiene que creerme: yo he mirado a los tiburones a los ojos, los he visto, cegados por la muerte. Cuando estás cerca de ellos, a un brazo de distancia, se les ponen los ojos en blanco. Si quieren mirarte antes de morderte, se giran de lado y levantan la cabeza. No noté sus dientes en la carne, pero cuando me alcanzaron el hueso noté una sensación gélida, electrizante. Olía la sangre en el agua. Sé lo que se siente al ver que el niño que tienes ante ti está a punto de desaparecer, cuando de pronto comprendes que ya no lo verás nunca más. He oído el galimatías de sus últimas palabras. Cuando una persona se hunde en el agua, ante tus ojos, la incredulidad no te abandona jamás. Y los objetos que dejan al marcharse: un cepillo de afeitar, unos zapatos… ¡qué absurdos son! Puedes cogerlos y contemplarlos tanto como quieras, que sin la persona no significan nada. —Jun Do estaba temblando—. Yo he abrazado a la viuda, a su viuda, mientras ella cantaba una nana para él, dondequiera que estuviera.
Más tarde, Jun Do estaba en su cuarto, buscando nombres coreanos en Texas. Había cientos de Kims y Lees, y ya casi había llegado a los Paks y los Parks cuando de repente el perro se levantó.
Wanda estaba en la puerta. Llamó discretamente dos veces y abrió.
—Mi coche es un Volvo —dijo desde el umbral—. Lo heredé de mi padre. Cuando yo era una niña, él trabajaba en el departamento de seguridad del puerto. Tenía siempre un escáner marítimo en marcha, por si algún capitán se encontraba en apuros. Yo también tengo uno y lo conecto siempre que no puedo dormir.
Jun Do se la quedó mirando. El perro volvió a echarse.
—He averiguado unas cuantas cosas sobre usted —dijo Wanda—. Como por ejemplo quién es realmente —añadió, y se encogió de hombros—. Por eso me ha parecido justo contarle algunas cosas sobre mí.
—Diga lo que diga mi informe, está equivocado —le dijo Jun Do—. Ya no le hago daño a nadie. Es lo último que deseo.
¿Cómo era posible que tuviera un expediente sobre él, se preguntó, si ni siquiera Pyongyang lograba aclararse con su historia?
—He introducido el nombre de su esposa, Sun Moon, en el ordenador, y su ficha ha aparecido al instante, comandante Ga. —Wanda escrutó su rostro en busca de una reacción, y al ver que no había ninguna, añadió—: Ministro de las Minas Prisión, poseedor del Cinturón Dorado de taekwondo tras derrotar a Kimura en Japón, padre de dos hijos, condecorado con la Estrella Carmesí por actos de heroísmo indeterminados, etcétera. No había ninguna foto actualizada, espero que no le importe que suba las que le he tomado antes.
Jun Do cerró el listín.
—Ha cometido un error —le dijo—. Y nunca debe llamarme así delante de los demás.
—Comandante Ga —dijo Wanda, como si saboreara el nombre. A continuación se sacó el móvil del bolsillo—. Hay una aplicación que predice la órbita de la Estación Espacial Internacional —explicó entonces—. Pasará por encima de Texas dentro de ocho minutos.
Él la siguió al exterior, hasta donde empezaba el desierto. La Vía Láctea se extendía encima de sus cabezas, y desde las montañas les llegaba un olor a creosota y a granito árido. Se oyó el aullido de un coyote y el perro se agitó entre ellos, la cola erguida de excitación, mientras los tres esperaban a que otro coyote le respondiera.
—Tommy —dijo Jun Do—. El que habla coreano es él, ¿verdad?
—Sí —admitió Wanda—. La Marina lo destinó allí durante diez años.
Ahuecaron las manos y miraron hacia el cielo, buscando el arco del satélite.
—No entiendo nada —reconoció Wanda—. ¿Qué pinta el ministro de las Minas Prisión en Texas? ¿Y quién es el otro hombre que afirma ser un ministro?
—Nada de esto es culpa suya. Él solo hace lo que le ordenan. Tiene que comprender que en el país de donde venimos, si te dicen que eres huérfano, eres huérfano. Si te dicen que te metas en un agujero, pues, en fin, de repente te conviertes en el tipo que se mete en agujeros. Y si te dicen que le hagas daño a otra gente, entonces empieza todo.
—¿Que le hagas daño a otra gente?
—Quiero decir que si le ordenan que vaya a Texas y cuente una historia, eso es lo único que existe para él.
—Le creo —dijo ella—. Solo estoy intentando entenderlo.
Wanda fue la primera en avistar la Estación Espacial Internacional, un diamante reluciente que avanzaba a través del cielo. Jun Do lo siguió con la mirada, tan asombrado como la primera vez que el capitán se la había mostrado encima del mar.
—No quiere desertar, ¿verdad? —le preguntó entonces Wanda—. Si quisiera desertar tendríamos muchos problemas, créame. Se podría hacer, que conste. No estoy diciendo que fuera imposible.
—Ya sabe lo que les pasaría al doctor Song y al ministro —dijo Jun Do—. Nunca les podría hacer algo así.
—Por supuesto —dijo ella.
A lo lejos, a demasiados kilómetros como para poder calcularlos, una tormenta eléctrica iluminaba el horizonte. No obstante, los relámpagos recortaban la silueta de las cordilleras más cercanas e insinuaba otras más lejanas. Un súbito destello de luz iluminó un búho, cazado en pleno vuelo mientras se dirigía hacia unos árboles altos, de aguja. Wanda se volvió hacia él.
—¿Usted se siente libre? —le preguntó, y ladeó la cabeza—. ¿Conoce la sensación que produce la libertad?
¿Cómo podía explicarle su país?, se preguntó Jun Do. ¿Cómo podía explicarle que abandonar sus confines y navegar por el mar del Japón era ser libre? ¿O que escaparse de niño del horno de fundición durante una hora y correr con los otros chicos entre los montones de escoria, aunque hubiera guardas por todas partes, o precisamente porque había guardas por todas partes, era la forma más pura de libertad? ¿Cómo podía hacerle entender que el agua chamuscada que hacían con el arroz que quedaba pegado en el fondo del bote sabía mejor que todos los refrescos de Texas juntos?
—¿Aquí hay campos de trabajo? —preguntó Jun Do.
—No —dijo ella.
—¿Y matrimonios forzosos, sesiones de autocrítica y altavoces gubernamentales?
Ella negó con la cabeza.
—En ese caso, no sé si podría sentirme libre aquí —dijo él.
—¿Y yo qué se supone que debo responder? —preguntó Wanda, que casi parecía enfadada con él—. Eso no me ayuda a comprender nada.
—En mi país, todo tiene un sentido sencillo, claro —explicó él—. Es el lugar más franco de la Tierra.
Ella miró hacia el desierto.
—Su padre era una rata de túnel, ¿no? —preguntó Jun Do.
—Mi tío —dijo ella.
—Eso, su tío. La mayoría de la gente que va por el mundo ni siquiera se plantea que está viva. Pero cuando su tío estaba a punto de entrar en un túnel enemigo, apuesto a que no pensaba en nada más. Y seguro que cuando volvía a salir sentía que estaba más vivo que nunca, que era el hombre más vivo del mundo y que, hasta el siguiente túnel, nada podía tocarlo. Que era invencible. Pregúntele un día si se sentía más vivo allí o aquí.
—Entiendo a qué se refiere y todo eso —dijo Wanda—. Cuando yo era una niña, mi tío estaba siempre contando historias espeluznantes sobre los túneles, como si fueran lo más normal del mundo. Pero ahora, cuando va a visitar a papá, te levantas a medianoche a buscar un vaso de agua y te lo encuentras despierto en la cocina, de pie, mirando fijamente el fregadero. Para mí eso no tiene demasiado que ver con sentirse invencible, ni con tener ganas de volver a Vietnam, donde te sentías vivo, y sí mucho con desear no haber ido nunca. Ya me contará dónde queda su metáfora sobre la libertad.
Jun Do le dirigió una mirada de comprensión.
—Sé qué sueña su tío —dijo—. Sé por qué se despierta y va a la cocina.
—Créame —dijo ella—, no conoce a mi tío.
—Vale —respondió Jun Do, que asintió con la cabeza.
Ella se lo quedó mirando, confusa de nuevo.
—Adelante —le dijo—. Cuéntemelo.
—Solo intento comprenderlo —respondió Jun Do.
—Que me lo cuente —insistió ella.
—Cuando una galería se hunde… —empezó a decir Jun Do.
—¿En las minas prisión?
—Eso es —dijo Jun Do—. Cuando una galería se hunde, en una mina, teníamos que excavar para sacar a los hombres. Cuando salían tenían los ojos inexpresivos y llenos de tierra. Y la boca… Todos tenían siempre la boca abierta y llena de tierra. Eso era lo más insoportable, ver aquellas gargantas llenas, y las lenguas mordidas y de color marrón. Ese era nuestro peor temor: terminar rodeados de personas que presenciaban el pánico de tus últimos momentos. O sea, que cuando se encuentre a su tío de pie ante el fregadero a altas horas de la noche, significa que ha tenido el sueño en el que respiras tierra. Entonces es cuando te despiertas, jadeando. Después de ese sueño yo siempre me tengo que lavar la cara, y durante un momento no hago más que respirar, pero tengo la sensación de que nunca voy a recuperar el aliento.
Wanda lo escrutó un instante.
—Le voy a dar algo, ¿de acuerdo? —le dijo finalmente.
Le entregó una pequeña cámara que cabía en la palma de su mano. Jun Do había visto una igual en Japón.
—Sáqueme una foto —le dijo ella—. Solo tiene que apretar este botón.
La apuntó con la cámara en la oscuridad. Había una pantallita en la que apenas podía distinguir su silueta. Se disparó un flash.
Wanda se metió la mano en el bolsillo y sacó un móvil rojo, brillante. Cuando lo encendió, la foto que él acababa de tomar apareció en la pantalla.
—Las fabricaron para Irak —le dijo—. Se las doy a las personas que viven allí y que me caen bien. Cuando creen que tengo que ver algo, sacan una foto. La imagen viaja por satélite y solo la recibo yo. La cámara no tiene memoria, o sea que no almacena las imágenes. Nadie podrá saber nunca qué foto ha tomado, ni adonde ha ido.
—¿De qué quiere que tome fotos?
—De nada —dijo ella—. De lo que quiera. Usted mismo. Si hay algo que me quiere enseñar, algo que crea que podría ayudarme a comprender su país, pulse este botón.
Jun Do miró a su alrededor, como si intentara decidir qué querría fotografiar en aquel mundo oscuro.
—No le tenga miedo —dijo Wanda, que se le acercó—. Alargue el brazo y sáquenos una foto —le pidió.
Jun Do notó cómo acercaba el hombro al suyo y cómo le pasaba el brazo por la espalda. Sacó la fotografía y le echó un vistazo en la pantalla.
—¿Se supone que tenía que sonreír? —le preguntó, y se la pasó.
Ella estudió la fotografía.
—Qué íntimo —dijo entonces, y se rio—. Sí, podría relajarse un poco. Y tampoco le vendría nada mal sonreír un poco.
—«Intimo» —dijo él—. No conozco esa palabra.
—Intimo, cercano, ya sabe —dijo ella—. Cuando dos personas lo comparten todo y no tienen secretos.
Jun Do miró la fotografía.
—Intimo —repitió.
Esa noche, mientras dormía, Jun Do oyó al huérfano Bo Song. Como era sordo, Bo Song era uno de los chicos que más gritaba cuando intentaba hablar, pero cuando dormía aún era peor, pues se pasaba toda la noche vociferando con su voz arrastrada de sordo. Jun Do le había asignado una cama en el pasillo, donde el frío atontaba a la mayoría de los chicos: durante un rato les castañeteaban los dientes, pero pronto se hacía el silencio. Bo Song, en cambio, hablaba todavía más fuerte. Aquella noche Jun Do lo oyó gemir y llorar, y, en su sueño, empezó de algún modo a entender a aquel chico sordo. Sus sonidos extraviados empezaron a formar palabras, y aunque Jun Do no lograba combinarlas de manera que formaran frases, sabía que Bo Song intentaba decirle la verdad sobre algo. Se trataba de una verdad grandiosa, terrible, pero justo en el momento en que las palabras del huérfano empezaban a cobrar sentido, cuando el chico empezaba ya a hablar de forma comprensible, Jun Do se despertó.
Abrió los ojos y se encontró ante él con el hocico del perro, que había decidido compartir la almohada con él. Jun Do se dio cuenta de que, detrás de los párpados, al perro se le movían los ojos con cada gemido que le arrancaba su propia pesadilla. Jun Do le puso la mano sobre el pelaje y lo acarició para calmarlo, y los gemidos cesaron.
Entonces, Jun Do se puso los pantalones y su camisa blanca nueva. Descalzo, fue hasta la habitación del doctor Song, pero la encontró vacía a excepción de una maleta de viaje preparada que aguardaba a los pies de la cama.
Tampoco estaba en la cocina, ni en el comedor.
Jun Do lo encontró en el corral, sentado a una mesa de picnic de madera. Soplaba una brisa de medianoche y las nubes pasaban veloces ante la luna, que acababa de asomar. El doctor Song llevaba traje y corbata negros.
—La mujer de la CIA me ha venido a ver —dijo Jun Do.
El doctor Song no contestó. Tenía la vista clavada en la hoguera; las brasas aún desprendían algo de calor y cuando el viento arremolinaba las cenizas, producía un fulgor rosado.
—¿Sabe qué me ha preguntado? —le dijo Jun Do—. Me ha preguntado si me sentía libre.
Encima de la mesa estaba el sombrero de cowboy del doctor Song, que lo cubría con la mano para que no se lo llevara el viento.
—¿Y qué le ha contestado a nuestra valiente americanita? —le preguntó.
—La verdad —dijo Jun Do.
El doctor Song asintió en silencio. Tenía la cara como hinchada, los párpados casi le colgaban por la edad.
—¿Ha sido un éxito? —preguntó Jun Do—. ¿Ha conseguido lo que había venido a buscar, fuera lo que fuera?
—¿He conseguido lo que necesitaba? —se preguntó el doctor Song—. Tengo un coche, un chófer y un piso en Morangbong. Mi mujer, cuando aún la tenía, era la bondad en persona. He visto las noches blancas en Moscú y he visitado la Ciudad Prohibida. He dado clases en la Universidad Kim Il-sung. He ido en moto acuática con el Querido Líder en un gélido lago de montaña y he visto a diez mil mujeres girando al unísono en el Festival Arirang. Y ahora he probado la barbacoa texana.
A Jun Do, ese tipo de discursos le ponían los pelos de punta.
—¿Tiene que decirme algo, doctor Song? —le preguntó.
El doctor Song pasó los dedos por la parte superior del sombrero.
—He sobrevivido a todos —dijo—. He visto cómo mandaban a mis colegas y amigos a granjas comunitarias y campamentos mineros, y cómo otros desaparecían. Hemos pasado tantos apuros. Nos hemos visto en innumerables aprietos y líos. Y, sin embargo, aquí estoy, el viejo doctor Song —dijo, y le dio a Jun Do una paternal palmadita en el muslo—. No está nada mal para un huérfano de guerra.
Jun Do seguía teniendo la vaga sensación de encontrarse dentro del sueño, como si le estuvieran diciendo algo importante en un idioma que casi era capaz de comprender. Levantó la mirada y vio que su perro lo había seguido y lo observaba desde la distancia. El viento le arremolinaba el pelaje y le daba un aspecto distinto a cada momento.
—Ahora mismo el sol está en lo alto del cielo en Pyongyang —dijo el doctor Song—. Pero aun así debemos intentar dormir un poco. —Se levantó y se puso el sombrero. Mientras se alejaba, caminando muy tieso, añadió—: En las películas sobre Texas lo llaman echar una cabezadita.
Por la mañana no hubo grandes despedidas. Pilar llenó una cestita con magdalenas y fruta para el viaje en avión, y todos se reunieron delante de la casa, donde el senador y Tommy habían aparcado el Thunderbird y el Mustang. El doctor Song tradujo las palabras de despedida del ministro, que en realidad eran invitaciones para que fueran a visitarlo pronto en Pyongyang, especialmente Pilar, a quien le aseguró que le costaría mucho marcharse del paraíso de los trabajadores.
El doctor Song les ofreció apenas una reverencia.
Jun Do se acercó a Wanda. La mujer llevaba una chaqueta de chándal, de modo que Jun Do pudo apreciar la potencia de sus hombros y pectorales. Por primera vez llevaba la cabellera suelta y esta le enmarcaba la cara.
—Happy trails to you —le dijo—. Así es como se despide la gente en Texas, ¿no?
—Sí —respondió ella, sonriendo—. ¿Y conoce la respuesta? Until we meet again.
La esposa del senador llevaba un cachorro en brazos, y le acariciaba los pliegues de la piel con la punta de los dedos. La mujer estudió a Jun Do durante un buen rato.
—Gracias por encargarse de mi herida —le dijo él.
—Hice un juramento —respondió ella—. Debo asistir a cualquier persona que requiera atención médica.
—Sé que no cree mi historia —dijo Jun Do.
—Creo que viene de un país de sufrimiento —dijo ella, con la misma voz, serena y resonante, con que había hablado de la Biblia—. También creo que su esposa es una buena mujer, y que solo necesita un amigo. Todo el mundo me ha dicho que yo no puedo ser amiga suya —añadió. Entonces le dio un beso al cachorro y se lo ofreció a Jun Do—. De modo que esto es lo único que puedo hacer.
—Un gesto sincero —dijo el doctor Song, con una sonrisa—. Por desgracia, los cánidos no son legales en Pyongyang.
Pero la mujer insistió y acercó el perro a Jun Do.
—No lo escuche, no haga caso de sus reglas —dijo—. Piense en su mujer. Encuentre la forma de entregárselo.
Jun Do aceptó el animal.
—El catahoula está criado para reunir al rebaño —explicó ella—. Así pues, cuando esté enfadado, le morderá los talones. Y cuando le quiera demostrar su amor, le morderá los talones.
—Tenemos que coger el avión —dijo el doctor Song.
—Nosotros lo llamamos Brando —dijo la mujer del senador—. Pero le puede poner el nombre que quiera.
—¿Brando?
—Sí —dijo ella—. ¿Ve esta mancha en el anca? Es donde al ganado se le pone lo que aquí llamamos brand, una marca.
—¿Una marca?
—Un símbolo permanente para indicar que algo te pertenece.
—¿Una especie de tatuaje?
Ella asintió.
—Como su tatuaje, sí.
—Pues Brando se queda.
El ministro empezó a caminar hacia el Thunderbird, pero el senador lo detuvo.
—No —dijo este, y señaló a Jun Do—. Él.
Jun Do miró a Wanda, que asintió al tiempo que se encogía de hombros. Tommy observaba la situación con los brazos cruzados y una sonrisa satisfecha en los labios. Jun Do se sentó en el cupé. El senador ocupó su sitio detrás del volante, los hombros de ambos casi tocándose. Poco a poco el coche empezó a avanzar por el caminito de gravilla.
—Creíamos que el hablador manipulaba al silencioso —dijo el senador, y sacudió la cabeza—, pero resulta que, desde el principio, el que estaba al cargo era usted, ¿Es que no se van a cansar nunca? Y eso de controlarlo con síes y noes al final de las frases, ¿en serio creen que somos tan idiotas? Entiendo que tengan que jugar la carta del país atrasado y recurrir a la excusa de «me van a mandar al gulag», pero ¿tenía que venir hasta aquí y fingir que era un don nadie? ¿Qué necesidad tenía de contar esa historia sin pies ni cabeza? Además, ¿a qué se dedica un ministro de Minas Prisión?
El senador hablaba cada vez con más acento, pero aunque no comprendía todas las palabras, Jun Do entendía perfectamente lo que le decía.
—Lo puedo explicar todo —dijo Jun Do.
—Vaya, soy todo oídos —contestó el senador.
—Es verdad —admitió Jun Do—. El ministro no es un ministro de verdad.
—¿Y entonces quién es?
—El chófer del doctor Song.
El senador soltó una carcajada de incredulidad.
—Por el amor de Dios —dijo—. ¿En algún momento se han planteado jugar limpio? No quieren que abordemos sus barcos de pesca y eso es algo de lo que podemos hablar. Nos podríamos haber sentado juntos en una sala, les habríamos propuesto que no utilicen sus barcos de pesca para hacer contrabando con piezas de misiles, moneda falsa, heroína, etcétera. Y al final habríamos llegado a un acuerdo. Y, en cambio, he estado perdiendo el tiempo, hablando con estos mentecatos, mientras usted hacía… ¿qué, exactamente? ¿Echar un vistazo por ahí?
—Pongamos que hubiera negociado conmigo —dijo Jun Do, aunque no tenía ni idea de qué hablaba—. ¿Qué nos habría pedido?
—¿Que qué les habría pedido? —preguntó el senador—. ¡Pero si ni siquiera sé qué nos pueden ofrecer! En cualquier caso tendría que ser algo sólido, algo que pudiéramos exhibir en la repisa de la chimenea. Sólido y valioso, que todo el mundo se diera cuenta de que le ha costado un riñón a su líder.
—Y si les ofreciéramos algo así, ¿nos darían lo que queremos?
—¿Los barcos? Podríamos dejarlos en paz, claro que sí, pero ¿para qué? Cada uno de sus malditos barcos está cargado de problemas y se encamina al desastre. Ahora bien, ¿el juguete del Querido Líder? —añadió el senador, y soltó un silbido entre los dientes—. Eso es harina de otro costal. Devolverles eso equivaldría a mearnos en el melocotonero del primer ministro de Japón.
—¿Pero admiten que es propiedad del Querido Líder? —preguntó Jun Do—. ¿Qué están reteniendo algo que le pertenece?
—Las conversaciones se han terminado —dijo el senador—. Tuvieron lugar ayer y no llevaron a ninguna parte.
El senador levantó el pie del acelerador.
—Y, sin embargo, hay otra cuestión, comandante —añadió el senador, mientras el coche se desplazaba hacia el arcén—. Esto no tiene nada que ver con las negociaciones, ni con sus jueguecitos.
El Mustang se detuvo junto a ellos. Wanda habló con el senador desde el asiento del acompañante, sacando el brazo por la ventanilla.
—¿Todo bien, chicos? —preguntó.
—Sí, estamos terminando de discutir cuatro cosas —dijo el senador—. No nos esperéis, ya os cogeremos.
Wanda dio una palmada en el costado del Mustang y Tommy siguió adelante. Jun Do atisbo al doctor Song en el asiento trasero, pero no habría sabido decir si tenía los ojos arrugados de miedo o entornados ante su traición.
—Escúcheme bien —dijo el senador, que miró fijamente a Jun Do—. Wanda me ha contado que ha cometido usted algunos crímenes y que su expediente está manchado de sangre. Y lo he invitado a mi casa. Es usted un asesino que ha dormido en mi cama y se ha paseado entre mi gente. Dicen que la vida no vale casi nada en su país, pero la gente a la que ha conocido aquí significa muchísimo para mí. Me he encargado de asesinos en el pasado y me encargaré de usted la próxima vez. Pero estas maniobras no quedan nunca sin respuesta, uno no deja que una persona así se siente a comer con su mujer, sin más. Así pues, comandante Ga, quiero que transmita un mensaje directo a su Querido Líder, y déjele claro que se trata de una respuesta oficial. Dígale que estas estratagemas no son bienvenidas. Dígale que ninguno de sus barcos estará a salvo en lo venidero. Y dígale que ya se puede ir despidiendo de su precioso juguete, porque no lo volverá a ver nunca más.
La cabina del Ilyushin estaba llena de envoltorios de comida rápida y de latas de cerveza Tecate. Había dos motocicletas negras que bloqueaban los pasillos de primera clase, y la mayoría de los asientos estaban ocupados por los nueve mil DVD que el equipo de Camarada Buc había comprado en Los Ángeles. Camarada Buc tenía aspecto de no haber dormido: se había instalado con sus chicos en la parte trasera del avión, donde veían películas en ordenadores plegables.
El doctor Song pasó mucho rato meditando a solas en su asiento, y no reaccionó hasta que se encontraron ya lejos de Texas. Entonces se acercó a Jun Do.
—¿Usted tiene mujer? —le preguntó el doctor Song.
—¿Mujer?
—La esposa del senador ha dicho que el perro era para su mujer. ¿Es cierto? ¿Está casado?
—No —dijo Jun Do—. Mentí para explicar el tatuaje que llevo en el pecho.
El doctor Song asintió con la cabeza.
—Y el senador se olió nuestro ardid con el ministro y decidió que solo podía confiar en usted. ¿Por eso ha querido que lo acompañara en su coche?
—Sí —dijo Jun Do—. Aunque según el senador fue Wanda quien lo descubrió.
—Cómo no —respondió el doctor Song—. Y hablando del senador, ¿sobre qué ha tratado su conversación?
—Ha dicho que no aprobaba nuestras tácticas, que los abordajes de barcos de pesca continuarían y que nunca volveríamos a ver nuestro precioso juguete. Ese es el mensaje que quiere que transmita.
—¿A quién?
—Al Querido Líder.
—¿Al Querido Líder? ¿Usted? —preguntó el doctor Song—. ¿Y qué le habrá hecho pensar que tiene acceso a él?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —dijo Jun Do—. A lo mejor me ha confundido con alguien que no soy.
—Sí, sí, es una táctica muy útil —admitió el doctor Song—. La hemos cultivado en el pasado.
—Yo no he hecho nada malo —dijo Jun Do—. Ni siquiera sabía de qué juguete me hablaba.
—Bueno —respondió el doctor Song, que le puso una mano sobre el hombro y se lo estrujó amablemente—. Supongo que ya no importa. ¿Sabe qué es la radiación?
Jun Do asintió con la cabeza.
—Los japoneses inventaron un instrumento llamado detector de radioactividad natural. Lo apuntaban al cielo para estudiar algo relacionado con el espacio. Cuando el Querido Líder oyó hablar de este aparato, les preguntó a sus científicos sí podría utilizarse ensamblado a un avión. Su intención era sobrevolar con él nuestras montañas para encontrar uranio en las profundidades. La respuesta de los científicos fue unánime, y el Querido Líder mandó un equipo al observatorio Kitami de Hokkaido.
—¿Y lo robaron?
El doctor Song le dirigió una mirada de sorpresa.
—El chisme tiene el tamaño de un Mercedes —dijo—. Mandamos un barco de pesca para que lo recogiera, pero los yanquis se entrometieron —explicó el doctor Song, y soltó una carcajada—. A lo mejor era la misma tripulación que lo arrojó a usted a los tiburones.
El doctor Song despertó al ministro y los tres juntos, inventaron una historia que mitigara su fracaso. El doctor Song creía que lo mejor era explicar que las conversaciones habían sido un éxito, pero que cuando ya estaban a punto de llegar a un acuerdo se había producido una llamada telefónica por parte de una autoridad superior.
—Todos asumirán que se trata del presidente de Estados Unidos y, en lugar de verter todas sus iras sobre nosotros, Pyongyang culpará a esta figura entrometida y molesta.
Juntos acordaron la cronología, ensayaron los momentos clave y repitieron las frases más significativas que habían pronunciado los americanos. El teléfono era marrón. Estaba colocado encima de un taburete alto. Había sonado tres veces y el senador había respondido con tan solo cuatro palabras: «Sí… claro… desde luego».
El viaje de vuelta pareció durar el doble que el de ida. Jun Do le dio al perro un burrito de desayuno empezado. A continuación el animal desapareció bajo los asientos y ya no hubo forma de encontrarlo. Al caer la noche, logró distinguir las luces rojas y verdes de otros aviones lejanos. Cuando todo el mundo estuvo dormido y ya no quedaba movimiento a bordo, aparte de los pilotos que fumaban a la luz del tablero de mandos, Camarada Buc fue hasta donde estaba él.
—Aquí tiene su DVD —le dijo—. La mejor película de la historia.
Jun Do echó un vistazo a la carátula bajo la débil luz.
—Gracias —dijo—. ¿Es una historia de éxito o de fracaso? —preguntó entonces.
Camarada Buc se encogió de hombros.
—Dicen que es una película de amor —dijo—. Pero yo no veo películas en blanco y negro. —Entonces se acercó más a Jun Do—. Oiga, su viaje no ha sido un fracaso, si es eso lo que está pensando.
Señaló hacia el otro extremo de la cabina oscura, donde el doctor Song dormía con el cachorro en el regazo.
—Y no se preocupe por el doctor Song —dijo Camarada Buc—. Ese hombre es un superviviente. Durante la guerra consiguió que lo adoptara la dotación de un tanque americano. Ayudaba a los soldados a leer las señales de carretera y a negociar con los civiles, y a cambio ellos le daban latas de comida. Pasó la guerra en la seguridad de una torreta. Eso fue cuando tenía solo siete años.
—¿Esto me lo cuenta para tranquilizarme a mí o para tranquilizarse usted mismo? —preguntó Jun Do.
Camarada Buc pareció no oírlo. Se rascó la cabeza y sonrió.
—¿Cómo coño voy a sacar las motos del avión?
En la oscuridad, aterrizaron para repostar en la isla desierta de Kraznatov. No había luces de aterrizaje, de modo que los pilotos realizaron las maniobras de aproximación a ciegas y encararon el aparato guiándose por el brillo púrpura de la pista iluminada por la luz de la luna. Situada a dos mil kilómetros de la costa, la estación se había construido para proveer los aviones caza-submarinos soviéticos. En el cobertizo donde estaban las baterías de los surtidores de carburante había una lata de café en la que Camarada Buc dejó un fajo de billetes de cien dólares. A continuación ayudó a los pilotos con las pesadas mangueras Jet A-l.
Mientras el doctor Song dormía en el avión, Jun Do y Camarada Buc se dedicaron a fumar en el viento frío. La isla la conformaban apenas tres grandes depósitos de carburante y una pista de aterrizaje rodeada por rocas cubiertas de guano y llenas de redes de pescar y plásticos de colores. La cicatriz de Camarada Buc brillaba a la luz de la luna.
—Nadie está nunca a salvo —dijo Camarada Buc, abandonando su tono jovial. A sus espaldas, las alas del viejo Ilyushin se inclinaban y crujían bajo el peso del combustible—. Pero si creyera que alguien de este avión va a ir a parar a los campos —añadió, volviéndose hacia Jun Do para asegurarse de que lo oía bien—, le aplastaría yo mismo la cabeza contra esas rocas.
Los pilotos retiraron los calzadores de las ruedas e hicieron girar el avión, que quedó con el morro apuntando hacia el viento. Pusieron los motores en marcha, pero antes de despegar sobre las agitadas y oscuras aguas, abrieron la sentina y vaciaron las aguas residuales del avión sobre la pista.
Atravesaron China en la oscuridad, y al alba cruzaron las líneas de tren que partían de Shenyang hacia el sur y que los condujeron hasta Pyongyang. El aeropuerto estaba situado al norte de la ciudad, de modo que Jun Do no pudo vislumbrar la legendaria capital, con su estadio Primero de Mayo, el mausoleo de Mansudae y la Torre Juche, roja como el fuego. Las corbatas volvieron a su sitio, recogieron la basura y, después de que sus hombres se arrastraran por todo el avión para capturarlo, Camarada Buc le llevó el cachorro a Jun Do.
Pero este no lo quiso aceptar.
—Es un regalo para Sun Moon —dijo—. Lléveselo de mi parte.
Jun Do vio todas las preguntas que asomaban a los ojos de Camarada Buc, quien, sin embargo, no formuló ninguna en voz alta. Finalmente, Camarada Buc le dedicó una simple inclinación de cabeza.
El avión ya había sacado el tren de aterrizaje y, de algún modo, al ver que se acercaba el aparato, las cabras que pastaban por la pista de aterrizaje supieron que había llegado el momento de huir. Sin embargo, en el momento de tomar tierra, el doctor Song vio los vehículos que esperaban para recibir el avión y se volvió con una expresión de pánico en la mirada.
—Olvídenlo todo —dijo, dirigiéndose hacia el ministro y Jun Do—. Debemos cambiar totalmente el plan.
—¿Por qué? —preguntó Jun Do, que se volvió hacia el ministro y vio que también tenía el miedo en sus ojos.
—No hay tiempo —respondió el doctor Song—. Los americanos nunca tuvieron intención de devolvernos lo que nos robaron. ¿Entendido? Esa es la nueva historia.
Formaron un corro en el pasillo y se agarraron a los asientos mientras los pilotos pisaban los frenos.
—La nueva historia es la siguiente —dijo el doctor Song—. Los americanos tenían un elaborado plan para humillarnos.
Nos obligaron a realizar trabajos de mantenimiento y a cortar los hierbajos de la casa del senador, ¿sí?
—Es verdad —dijo Jun Do—. Tuvimos que comer al aire libre, con las manos, rodeados de perros.
—Cuando nos recibieron no hubo ni moqueta roja ni banda de música —añadió el ministro—. Y nos llevaron de un lado a otro con coches obsoletos.
—Nos enseñaron un puñado de zapatos elegantes en una tienda, pero luego se los llevaron —dijo Jun Do—. Y nos obligaron a vestirnos con camisas de campesino durante la cena.
—¡Tuve que compartir mi cama con un perro! —exclamó el ministro.
—Bien, bien —dijo el doctor Song. Tenía una sonrisa de desesperación en los labios, pero, al mismo tiempo, el desafío le hacía brillar la mirada—. Esto es algo que el Querido Líder puede comprender. Sí, es posible que esto nos permita salvar el pellejo.
Los vehículos de la pista de aterrizaje eran Tsirs soviéticos y había tres. Los cuervos se fabricaban todos en Chongjin, en la planta Sungli 58, motivo por el que Jun Do había visto miles de ellos; se utilizaban para transportar tropas y suministros, pero también habían servido para trasladar a un sinfín de huérfanos. En la estación lluviosa, el Tsir era el único vehículo que permitía moverse a través del país.
El doctor Song se negó a dirigir siquiera una mirada a los cuervos y sus conductores, que fumaban juntos, apoyados en los estribos. Esbozó una amplia sonrisa y saludó a los dos hombres que habían ido hasta allí a oír el parte. El ministro, en cambio, no podía dejar de observar con expresión sombría los neumáticos de los camiones y sus depósitos de combustible de tambor. Jun Do comprendió de pronto que si había que trasladar a alguien de Pyongyang a un campo de prisioneros, solo un cuervo era capaz de circular por las horribles carreteras de montaña.
Jun Do se fijó en el retrato gigantesco del Gran Líder Kim Il-sung que presidía la terminal del aeropuerto, pero los dos hombres que los habían ido a recibir se los llevaron en otra dirección. Dejaron tras de sí un grupo de mujeres vestidas con mono, que realizaban los ejercicios gimnásticos matutinos ante un montón de palas, y pasaron junto a un avión cuyo fuselaje, partido en cuatro con soplete, yacía esparcido por el suelo. Había un grupo de ancianos sentados sobre cubos que se dedicaban a extraer el hilo de cobre.
Llegaron a un hangar vacío y espacioso. El suelo de cemento estaba plagado de agujeros llenos de agua fangosa. Había varias estaciones mecánicas con sus herramientas correspondientes, montacargas y bancos de trabajo. Llevaron al doctor Song, al ministro y a Jun Do a una estación distinta cada uno, donde no se veían mutuamente.
Jun Do se sentó a una mesa con los dos hombres, que empezaron a revisar sus cosas.
—Cuéntenos cómo ha ido el viaje —dijo uno—. Y no se deje nada.
Encima de la mesa había una máquina de escribir tapada, pero ninguno de ellos hizo ademán de usarla.
Al principio, Jun Do mencionó tan solo las cosas de las que habían acordado hablar: la indignidad de los perros, los platos de cartón y las comidas bajo un sol de justicia. Mientras él hablaba, los dos hombres abrieron la botella de bourbon que habían llevado consigo y asintieron entre trago y trago. Se repartieron los cigarrillos de Jun Do delante de sus ojos. Se mostraron especialmente encantados con la linterna, y lo interrumpieron para asegurarse de que no llevaba otra escondida. Le pegaron un bocado al beef jerky y se probaron sus guantes de piel de becerro.
—Vuelva a empezar —le dijo el otro—. Y no se deje ni un detalle.
Volvió a enumerar las humillaciones recibidas: en el aeropuerto no había ni banda de música ni alfombra roja, Tommy había dejado su rastro en el asiento trasero del coche… Los habían obligado a comer con las manos, como animales. Intentó recordar cuántas balas habían disparado con aquellas pistolas viejas. Describió los coches antiguos. ¿Había mencionado que había un perro en su cama? ¿Podían darle un vaso de agua? No había tiempo, le dijeron, pronto terminarían.
Uno de los entrevistadores le dio vueltas al DVD entre las manos.
—¿Es de alta definición? —preguntó, pero el otro hizo un gesto despectivo.
—Olvídalo —dijo—. Es una película en blanco y negro.
Sacaron varias fotos con la cámara, pero no encontraron la forma de verlas.
—Está rota —dijo Jun Do.
—¿Y esto? —le preguntaron, mostrándole los antibióticos.
—Píldoras femeninas —respondió Jun Do.
—Nos tendrá que proporcionar su historia completa —dijo uno de ellos—. Tenemos que ponerlo todo por escrito. Volveremos enseguida, pero mientras tanto puede empezar a practicar. Estaremos escuchando, oiremos todo lo que diga.
—De principio a fin —añadió el otro.
—¿Por dónde empiezo? —le preguntó Jun Do. ¿Dónde empezaba la historia de su viaje a Texas? ¿Con el coche que lo había ido a buscar, cuando lo habían declarado un héroe, o cuando el segundo oficial se había hundido bajo las olas? ¿Y dónde terminaba? Tenía una sensación horrible de que aquella historia no había terminado, ni mucho menos.
—Practique —dijo el soldado.
Los dos hombres se marcharon de la nave-garaje y al rato Jun Do oyó el eco de la voz apagada del ministro, que contaba su historia.
—Vino un coche a buscarme —dijo Jun Do en voz alta—. Era por la mañana. Los barcos del puerto habían sacado las redes a secar. El coche era un Mercedes de dos puertas y dentro había dos hombres. Tenía limpiaparabrisas y radio de serie…
Les hablaba a las vigas del techo. Ahí arriba vio varios pájaros que inclinaban la cabeza y lo observaban. Cuantos más detalles añadía a la historia, más extraña e increíble le parecía. ¿De verdad Wanda le había servido gaseosa con hielo? ¿Y era cierto que, al salir de la ducha, el perro le había llevado un hueso de costilla?
Cuando los soldados volvieron, Jun Do apenas había llegado hasta la parte en la que habían abierto la neverita con la carne de tigre en el avión. Uno de los hombres estaba escuchando el iPod del ministro y el otro tenía mala cara. Por algún motivo, la boca de Jun Do regresó al guion escrito.
—Me encontré un perro encima de la cama —dijo—. Nos obligaron a cortar malas hierbas y había una marca de algo en el asiento.
—¿Está seguro de que no tiene uno de estos? —le preguntó uno de los hombres, mostrándole el iPod.
—A lo mejor lo ha escondido.
—¿Es verdad? ¿Lo ha escondido?
—Los coches eran antiquísimos —dijo Jun Do—. Y las pistolas eran peligrosamente viejas.
No lograba quitarse la primera historia de la cabeza, y de pronto le entró la obsesión de que se le iba a escapar que el teléfono había sonado cuatro veces y que el senador había dicho tres palabras. Entonces recordó que no, que el teléfono había sonado tres veces y el senador había dicho cuatro palabras, pero inmediatamente Jun Do intentó aclararse la mente, pues en realidad no era así, el teléfono no había sonado y el presidente de Estados Unidos no había llamado.
—Eh, baje de la nube —le espetó uno de los soldados—. Le hemos preguntado al viejo dónde estaba su cámara y nos ha dicho que no sabía de qué le hablábamos. Llevan todos los mismos guantes, los mismos cigarrillos y todo lo demás.
—No hay nada más —dijo Jun Do—. Les he dado todo lo que tengo.
—Veremos qué cuenta el tercero.
Le entregaron un papel y un bolígrafo.
—Ha llegado la hora de ponerlo todo por escrito —le dijeron, y se marcharon otra vez de la nave.
Jun Do cogió el bolígrafo. «Vino un coche a buscarme», escribió, pero el boli casi no tenía tinta. Decidió pasar a la parte en que ya habían llegado a Texas. Agitó el bolígrafo y añadió: «Me llevaron a una tienda de botas». Sabía que al bolígrafo solo le quedaba una frase. Presionando con fuerza, logró escribir: «Y ahí empezaron mis humillaciones».
Jun Do cogió el papel y leyó su historia de dos frases. El doctor Song le había dicho que lo que importaba en Corea del Norte no era el hombre sino su historia. ¿Qué significaba, entonces, que su historia no fuera más que la insinuación de una vida?
Uno de los conductores de los cuervos entró en el hangar. Fue hasta donde estaba Jun Do y le preguntó:
—¿Es usted el tipo al que me tengo que llevar?
—¿Llevar? ¿Adónde? —preguntó Jun Do.
Uno de los soldados se acercó.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Tengo los faros fundidos —dijo el conductor—. Si no salgo ahora mismo no llegaré.
—Mire —le dijo el soldado a Jun Do—, su historia cuadra. Ya se puede ir.
Jun Do levantó el papel.
—Solo tengo esto —dijo—. Me he quedado sin tinta.
—Lo importante es que tiene algo —respondió el soldado—. Ya hemos enviado todo el papeleo. Esto es solo una declaración personal. No sé para qué las quieren, la verdad.
—¿La tengo que firmar?
—Sí, por qué no —dijo el soldado—. Hagámoslo oficial. Tenga, utilice mi pluma.
Le entregó a Jun Do la pluma que el alcalde de Vladivostok le había regalado al doctor Song. La pluma escribía de maravilla. Jun Do no había escrito su nombre desde que iba al colegio.
—Será mejor que se lo lleve ahora —le dijo el soldado al conductor—, o nos pasaremos todo el día aquí. El viejo ha pedido más papel.
Le dio al conductor un paquete de cigarrillos American Spirit y le preguntó si tenía a los enfermeros con él.
—Sí, están en la furgoneta —dijo el conductor.
El soldado le entregó a Jun Do el DVD de Casablanca, la cámara y las pastillas, y lo acompañó hasta la puerta del hangar.
—Estos hombres van hacia el este —le dijo— y usted los acompañará. Los enfermeros se encuentran en misión de caridad, son verdaderos héroes del pueblo, y los hospitales de la capital los necesitan que ni se imagina. O sea que si le piden ayuda, los ayuda. Que no me entere luego de que ha sido perezoso o egoísta, ¿estamos?
Jun Do asintió. Al llegar a la puerta, sin embargo, volvió la cabeza. No vio al doctor Song ni al ministro, que estaban en algún lugar de la parte trasera de la nave, pero oyó claramente la voz del doctor Song.
—Ha sido un viaje fascinante —decía—. Absolutamente irrepetible.
Nueve horas en la trasera de un cuervo. Tenía el estómago revuelto a causa de los baches de la carretera y el motor vibraba tanto que Jun Do no era capaz de decir dónde terminaba su cuerpo y dónde empezaba el banco de madera. Cuando intentó moverse para mear sobre el camino de tierra a través de los listones, los músculos no le respondieron. Se le había entumecido el hueso sacro, que de pronto había empezado a arderle y finalmente se le había vuelto a quedar entumecido. El toldo estaba cubierto de polvo y los ejes transversales levantaban gravilla constantemente. Su vida se había vuelto a convertir en una cuestión de resistencia.
En la trasera iban dos hombres más. Estaban sentados a ambos lados de una nevera blanca de grandes dimensiones, y no llevaban ninguna insignia ni uniforme. Tenían una mirada particularmente apagada y de todos los trabajos de mierda del mundo, pensó Jun Do, a aquellos dos les había tocado el peor. Pero aun así intentó darles un poco de conversación.
—Entonces, ¿sois enfermeros? —les preguntó.
El camión embistió una roca. La tapa de la nevera se levantó y del interior salió una ola de hielo rosado. Jun Do volvió a intentarlo:
—El tipo del aeropuerto me ha dicho que sois verdaderos héroes del pueblo.
Ni siquiera lo miraban. Pobres desgraciados, pensó Jun Do. Preferiría incorporarse a una unidad de minas terrestres a que lo asignaran a un destacamento de chupasangres. Esperaba que por lo menos no se pararan a ejercer su oficio hasta encontrarse al este de Kinjye. Decidió distraerse un poco con recuerdos del leve vaivén del Junma, de los cigarrillos y las conversaciones con el capitán, o del momento en el que hacía girar los diales y sus radios se ponían en marcha.
Cruzaron a toda velocidad todos los puntos de control. Jun Do no entendía cómo se lo montaban los soldados que los vigilaban para saber que en la furgoneta iba una unidad de chupasangres, pero lo cierto es que él tampoco habría querido detener un vehículo como aquel. Jun Do se dio cuenta por primera vez de que lo que giraba encima de las tablas del suelo y se arremolinaba con cada racha de viento eran cáscaras de huevo duro, una docena, tal vez. Eran demasiados huevos como para que se los hubiera comido una sola persona, y nadie compartía sus huevos con extraños, o sea que debía de haberse tratado de una familia. A través de la parte trasera de la furgoneta, Jun Do veía pasar las torres de vigilancia de los campos de cultivo: en cada una había una cuadrilla local armada con un rifle viejo, que protegía las terrazas de maíz de los agricultores que se ocupaban de ellas. Vio camiones de basura llenos de campesinos, a los que llevaban a trabajar en proyectos de construcción. Las carreteras estaban llenas de reclutas con rocas sobre los hombros, que debían servir para reforzar secciones inundadas. Y, no obstante, se trataba de trabajos agradables en comparación con los campos. Pensó en las familias a las que trasladaban enteras a esos destinos. Si había habido niños sentados en el lugar donde él estaba sentado, si había habido ancianos en aquel banco, significaba que nadie estaba a salvo: un día una furgoneta como aquella podía ir a buscarlo también a él. Las cáscaras de huevo giraban como peonzas al viento, su movimiento tenía un no sé qué alegre y caprichoso. Las cáscaras se acercaron a los pies de Jun Do y este las aplastó.
A última hora de la tarde la furgoneta empezó a descender por un valle fluvial. En la orilla más próxima había un enorme campamento, miles de personas que vivían en el fango y la miseria para poder estar cerca de sus seres amados, que se encontraban en la otra orilla. Al otro lado del puente, todo cambiaba. Tras el alerón de lona negra, Jun Do vio cientos de barracones con forma de armónica que albergaban a miles de personas, y pronto el ambiente quedó impregnado del apestoso olor a soja destilada. La furgoneta pasó junto a un grupo de niños que arrancaban la corteza de un montón de ramas de tejo: daban el corte inicial con los dientes, despegaban la corteza con las uñas e iban desgarrando las ramas con la fuerza de sus pequeños bíceps. Normalmente una escena como aquella le habría parecido tranquilizadora, lo habría hecho sentirse más cómodo. Sin embargo, aquellos eran los niños más delgados que Jun Do hubiera visto en su vida y se movían más rápido que los huérfanos de Feliz Porvenir.
La verja era de lo más sencilla: había un hombre que se encargaba de un voluminoso conmutador eléctrico y otro que empujaba una verja electrificada. Los enfermeros se sacaron del bolsillo unos viejos guantes de cirujano que innegablemente habían utilizado en innumerables ocasiones y se los pusieron. La furgoneta aparcó junto a un oscuro edificio de madera. Los enfermeros bajaron y le pidieron a Jun Do que los ayudara a transportar la nevera, pero este no se movió. Tenía las piernas cargadas de electricidad estática y se quedó ahí sentado, observando a una mujer que pasó por detrás de la camioneta empujando un neumático. Las piernas le terminaban en las rodillas y llevaba unas botas de trabajo colocadas al revés, de modo que los cortos muñones iban metidos en la parte de los dedos y las rodillas se apoyaban donde deberían haber estado los talones. La mujer llevaba los cordones de las botas muy apretados y caminaba con una agilidad sorprendente, describiendo semicírculos con sus cortas piernas mientras perseguía el neumático.
Uno de los enfermeros cogió un puñado de tierra y se lo arrojó a la cara a Jun Do. Los ojos se le llenaron de arenilla y se le saltaron las lágrimas. Le entraron ganas de arrancarle la cabeza de una patada a aquel imbécil, pero aquel no era el mejor lugar para cometer errores o estupideces. Además, bastante trabajo le costó ya sacar las piernas por la trasera de la furgoneta y mantener el equilibrio mientras cargaba con la nevera. No, era mejor terminar con aquello y largarse de ahí.
Siguió a los enfermeros hasta un centro de procesamiento en el que había una decena de catres de hospital llenos de personas que parecían hallarse a ambos lados del filo de la muerte. Lánguidos y murmurantes, le recordaron los peces del fondo de la bodega de carga, que reaccionaban apenas con un postrero temblor de agallas cuando los atravesaban con el cuchillo. Jun Do vio la mirada retraída de un acceso de fiebre, la piel amarillenta a causa de un órgano débil y heridas a las que solo les faltaba sangre para seguir sangrando. Pero lo más inquietante era que no lograba distinguir a los hombres de las mujeres.
Jun Do dejó la nevera encima de una mesa. Le escocían mucho los ojos, pero cuando intentaba limpiárselos con la manga de la camisa aún le ardían más. No le quedaba otra: abrió la nevera y se limpió la tierra de los ojos con aquella agua mezclada con sangre. Había un guarda en la sala, sentado encima de un cajón y con la espalda apoyada en la pared. Tiró su cigarrillo y aceptó el American Spirit que le ofrecieron los enfermeros. Jun Do se acercó a buscar también uno.
Uno de los enfermeros se volvió hacia el guarda.
—¿Quién es este? —le preguntó, señalando a Jun Do.
El guarda inhaló profundamente el humo de su elegante cigarrillo.
—Si lo traéis en domingo, será alguien importante —dijo.
—Los cigarrillos son míos —dijo Jun Do, y el enfermero le dio uno de mala gana.
El humo era intenso pero suave, y aunque le escocieron un poco los ojos, valió la pena. Una anciana entró en la sala. Era delgada, tenía la espalda curvada y llevaba las manos envueltas con retales de tela. Llevaba una cámara enorme con un trípode de madera, idéntica a la que utilizaba la fotógrafa japonesa cuando la habían secuestrado.
—Ahí está —dijo el guarda—. Manos a la obra.
Los enfermeros empezaron a cortar trozos de esparadrapo.
Jun Do estaba a punto de ser testigo del oficio más oscuro que existía, pero el cigarrillo lo relajaba.
De pronto algo le llamó la atención. Echó un vistazo a la pared blanca, justo encima de la puerta. Allí no había nada. Nada de nada. Se sacó la cámara del bolsillo y mientras el guarda y los enfermeros hablaban acerca de las virtudes de varias marcas de tabaco, Jun Do tomó una fotografía de la pared blanca, vacía. «A ver si entiendes lo que te estoy intentando decir, Wanda», pensó. Nunca, en toda su vida, había estado en una habitación en la que no hubiera los retratos de Kim Il-sung y Kim Jong-il encima de la puerta. Ni en el orfanato más mísero, ni en el vagón de tren más viejo, ni siquiera en el retrete inmundo del Junma. Jamás había estado en un lugar que no fuera digno de la constante mirada de preocupación del Gran Líder y el Querido Líder. En realidad, se dijo de pronto, no era que aquel lugar fuera indigno, sino que ni siquiera existía.
Se guardó la cámara y se dio cuenta de que la vieja lo estaba observando. Su mirada le recordó la de la mujer del senador: Jun Do tuvo la sensación de que la anciana acababa de descubrir algo de él que ni siquiera él sabía.
Uno de los enfermeros le gritó a Jun Do que cogiera uno de los cajones que había amontonados en un rincón. Jun Do lo hizo y se reunió con el enfermero junto a la cama de una mujer que tenía la mandíbula cerrada con unas tiras de tela que le envolvían toda la cabeza. Uno de los enfermeros empezó a quitarle los zapatos, que no eran más que fragmentos de neumático sujetos con alambres. El otro empezó a preparar tubos y vías intravenosas, material médico valiosísimo. Jun Do tocó la piel de la mujer: estaba fría.
—Creo que hemos llegado tarde —les dijo.
Los enfermeros lo ignoraron. Cada uno introdujo una vía en una vena de los empeines de los pies y la conectó a una bolsa de sangre vacía. La vieja fotógrafa apareció con su cámara. Le pidió al guarda el nombre de la mujer y cuando este se lo dijo, lo escribió en una pizarrita gris y se lo puso encima del pecho. Entonces la fotógrafa retiró las vendas que cubrían la cabeza de la mujer. Cuando le quitó el gorro, se llevó también la mayor parte del pelo, que lo llenó de remolinos negros.
—Toma —le dijo la fotógrafa a Jun Do al tiempo que le entregaba el gorro—. Cógelo.
El gorro parecía pesar a causa de la suciedad incrustada y Jun Do dudó un instante.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó la vieja fotógrafa—. Me llamo Mongnan. Tomo fotografías de todo aquel que llega y se marcha de este lugar —explicó la vieja, y agitó el gorro con insistencia—. Es de lana. Lo vas a necesitar.
Jun Do se metió el gorro en el bolsillo solo para hacer que se callara, que cerrara la boca y dejara de contarle sus chifladuras.
Cuando Mongnan tomó la fotografía de la mujer, el flash la despertó por un instante. La mujer alargó el brazo y agarró a Jun Do por la muñeca. En sus ojos había un claro deseo de llevárselo con ella. Los enfermeros le gritaron a Jun Do que levantara el cabecero del catre. Cuando lo hizo, colocaron el cajón debajo de un puntapié y las cuatro bolsas quedaron llenas en un santiamén.
—Será mejor que se den prisa —les dijo Jun Do a los enfermeros—. Está oscureciendo y el conductor de la furgoneta ha dicho que no tiene faros.
Los enfermeros lo ignoraron.
El siguiente era un adolescente, con el pecho frío y azulado. Sus ojos demacrados se movían muy despacio, como por fases. Le colgaba un brazo, que apuntaba al suelo toscamente labrado.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Mongnan.
El chico movía la boca, como si intentara humedecerse los labios antes de hablar, pero no llegó a emitir ninguna palabra.
—Cierra los ojos —le susurró la mujer al adolescente moribundo, con voz tierna y maternal, y cuando este lo hizo le tomó la fotografía.
Los enfermeros utilizaron tiras de esparadrapo para asegurar las vías y repitieron la operación. Jun Do levantó la parte de arriba del catre y colocó el siguiente cajón debajo, la cabeza del chico se bamboleó levemente y Jun Do tuvo que llevar las bolsas calientes hasta la nevera. La vida de aquel chico, toda su vitalidad, había pasado a aquellas bolsas que Jun Do sostenía en las manos, y pareció mantenerse con vida hasta que Jun Do lo remató personalmente hundiéndolas en el agua helada. Por lo que fuera, había creído que las bolsas de sangre caliente flotarían, pero se hundieron hasta el fondo.
—Busca unas botas —le susurró Mongnan a Jun Do.
Jun Do le dirigió una mirada recelosa pero hizo lo que le indicaba.
Solo había un hombre con unas botas que le podían ir bien. La parte de arriba había sido remendada en numerosas ocasiones, pero las suelas pertenecían a unas botas militares. El hombre no se despertó, pero soltó un graznido, como si tuviera la garganta llena de burbujas que le estallaban en la boca.
—Cógelas —dijo Mongnan.
Jun Do empezó a aflojar los cordones. No le harían ponerse unas botas de trabajo a menos que le tuvieran reservada otra misión desagradable. Solo esperaba que no se tratara de enterrar todos esos fiambres.
Mientras Jun Do le quitaba las botas, el hombre despertó.
—Agua —dijo antes de ser capaz siquiera de abrir los ojos. Jun Do se quedó paralizado, con la esperanza de que el hombre no terminara de volver en sí, pero el tipo lo enfocó con la mirada—. ¿Es usted médico? —le preguntó—. Una vagoneta de la mina se volcó… No siento las piernas.
—Solo estoy echando una mano —dijo Jun Do.
Y era cierto. Cuando finalmente logró quitarle las botas, el hombre no pareció darse cuenta. El tipo no llevaba calcetines. Tenía varios dedos de los pies negros y rotos, y le faltaban otros. De los muñones salía un líquido de un color parecido al té.
—¿Les pasa algo a mis piernas? —preguntó el hombre—. No las siento.
Jun Do cogió las botas y retrocedió hasta donde Mongnan había montado la cámara. Agitó la botas y las golpeó una contra la otra, pero no cayó ningún dedo de dentro. Entonces Jun Do las levantó, apartó la lengüeta e intentó echar un vistazo dentro, pero no vio nada. Esperaba que los dedos que faltaban hubieran caído en otra parte.
Mongnan levantó el trípode hasta la altura de Jun Do. Le ofreció una pizarrita gris y una tiza.
—Escribe tu nombre y tu fecha de nacimiento.
«Pak Jun Do», escribió por segunda vez ese mismo día.
—No sé cuándo nací.
Se acercó la pizarra a la barbilla y se sintió como un niño, como un niño pequeño. «¿Por qué me sacará una fotografía?», se preguntó, pero no lo dijo.
Mongnan pulsó un botón y cuando el flash se disparó, pareció como si todo cambiara. Porque de pronto Jun Do se encontraba al otro lado del resplandor, junto con todas aquellas personas exangües de los catres: al otro lado del flash de la mujer.
Los enfermeros le gritaron que levantara otro catre.
—No les hagas caso —dijo ella—. Cuando terminen van a dormir en la furgoneta y mañana por la mañana se marcharán a casa. De ti, en cambio, nos tenemos que encargar antes de que anochezca demasiado.
Mongnan le pidió al guarda el número del barracón de Pak Jun Do. Cuando este se lo dijo, ella agarró la mano de Jun Do y se lo escribió en el reverso.
—Normalmente no recibimos gente los domingos —dijo—. O sea que estás solo. Lo primero que tienes que hacer es encontrar tu barracón, y luego dormir un poco. Mañana es lunes; los guardas están insoportables los lunes.
—Me tengo que ir —dijo él—. No tengo tiempo para enterrar a nadie.
Pero ella le cogió la mano y le enseñó el número del barracón que tenía escrito encima de los nudillos.
—Mira —le dijo—. Esto es lo que eres ahora. Te tengo en mi cámara. Ahora esas son tus botas.
Empezó a acompañarlo hacia la puerta. Por encima del hombro, buscó con la mirada las fotografías de Kim Jong-il y de Kim Il-sung, y experimentó un fogonazo de pánico: ¿dónde estaban cuando uno los necesitaba?
—Eh —dijo uno de los enfermeros—. Aún no hemos terminado con él.
—Vete —le dijo Mongnan a Jun Do—. Yo me encargo de esto. Tú encuentra tu barracón —añadió—, antes de que sea demasiado oscuro.
—Pero ¿y luego? ¿Qué hago?
—Lo que hace todo mundo —dijo ella; entonces se metió una mano en el bolsillo, sacó un puñado de granos de maíz blancos como la leche y se los dio—. Si la gente come deprisa, come deprisa. Si bajan la mirada cuando alguien se acerca, baja la mirada. Si denuncian a un prisionero, sígueles la corriente.
Jun Do abrió la puerta, con las botas aún en la mano, y observó el campo oscuro, que se extendía en todas direcciones por los desfiladeros cubiertos de hielo de una inmensa cordillera, cuyas cumbres resultaban aún visibles bajo los últimos rayos del sol poniente. Vio las entradas iluminadas de las minas y el destello de antorchas de los trabajadores que se movían en el interior. Vio vagonetas que salían de las minas, empujadas por personas, y luces estroboscópicas de emergencia que se reflejaban sobre los estanques de escoria. Las omnipresentes hogueras de cocinar proyectaban una luz anaranjada sobre los barracones; la madera verde producía un humo de olor acerbo que lo hizo toser. No sabía dónde se encontraba aquella prisión, ni siquiera sabía cómo se llamaba.
—Que nadie te vea usando esa cámara —le dijo Mongnan—. Iré a buscarte dentro de unos días.
Jun Do cerró los ojos. Le pareció oír los crujidos lastimeros de los tejados metálicos que el viento de la noche agitaba, los clavos que chirriaban a causa de la contracción de la madera y los huesos humanos que se agarrotaban y secaban en treinta mil catres. Oía el lento oscilar de los trípodes de los reflectores de vigilancia, y distinguió el zumbido del perímetro de alambre electrificado y el chisporroteo glacial de la cerámica aislante de lo alto de los postes. Pronto estaría en el corazón de todo eso, una vez más en las entrañas del barco, solo que esta vez no habría superficie ni escotilla, solo la lenta, interminable cuesta abajo de todo lo que estaba por venir.
—Te las intentarán robar —dijo Mongnan, señalando las botas que llevaba en la mano—. ¿Sabes pelear?
—Sí —dijo él.
—Pues póntelas —le aconsejó.
Meter la mano dentro de una bota para sacar unos dedos de los pies viejos y pegajosos es como hacer saltar una trampilla en uno de los túneles de la zona desmilitarizada, o llevarte a un desconocido de una playa de Japón: si lo tienes que hacer, respiras hondo y lo haces. Jun Do cerró los ojos, contuvo el aliento y metió la mano dentro de las botas malolientes. Movió los dedos de aquí para allá, hasta el fondo de todo. Finalmente giró la muñeca para arañar las profundidades y sacó lo que tenía que sacar. Su cara adoptó una expresión ceñuda.
Entonces se volvió hacia los enfermeros, el guarda y los enfermos moribundos, condenados.
—Yo era un ciudadano modelo —les dijo—. Era un héroe del Estado —añadió.
Entonces cruzó el umbral de la puerta con sus botas nuevas y se adentró en un lugar irrelevante, y a partir de ese momento no se sabe nada más del ciudadano Pak Jun Do.