La madre de Jun Do era cantante. Eso era lo único que el padre de Jun Do, el supervisor del orfanato, le había contado sobre ella. El supervisor del orfanato guardaba una fotografía de una mujer en su cuartito de Feliz Porvenir. Su belleza era notable: unos ojos grandes que miraban de soslayo y unos labios fruncidos que esbozaban una palabra no dicha. A las mujeres bellas de provincias se las llevaban a Pyongyang, y eso, sin duda, era lo que le había pasado a su madre. El supervisor del orfanato era una prueba viviente de ello: se pasaba las noches bebiendo y, desde los barracones, los huérfanos lo oían llorar y lamentarse, suplicando a media voz a la mujer de la fotografía. Jun Do era el único que tenía permiso para ir a consolarlo y quitarle la botella de las manos.
Jun Do era el chico de más edad de Feliz Porvenir, y eso entrañaba una serie de responsabilidades: racionar la comida, asignar los camastros y bautizar a todos los chicos a partir de la lista de los 114 Grandes Mártires de la Revolución. Pero el supervisor del orfanato estaba decidido a no tratar con favoritismo a su hijo, el único niño de Feliz Porvenir que no era huérfano. Cuando la conejera estaba sucia, era Jun Do quien pasaba la noche ahí encerrado; cuando algún niño mojaba la cama, Jun Do era el encargado de desprender el pis congelado del suelo. Jun Do no fanfarroneaba delante de los demás por ser el hijo del supervisor del orfanato y no un chico cualquiera al que sus padres habían abandonado de camino a un campo 9/27. La verdad, para quien quería entenderla, era bastante evidente: Jun Do llevaba allí desde antes que todos ellos, y si nunca lo habían adoptado era porque su padre no había permitido que nadie se llevara a su hijo. También tenía sentido que, después de que enviaran a su madre a Pyongyang, su padre hubiera solicitado el único trabajo que le permitía ganarse la vida y, al mismo tiempo, cuidar de su hijo.
Pero la muestra más clara de que la mujer de la foto era la madre de Jun Do era la forma implacable con que el supervisor del orfanato lo convertía en objeto de sus castigos. Eso solo podía significar que, en la cara de Jun Do, el supervisor del orfanato veía a la mujer de la fotografía, un recordatorio diario del eterno dolor que le provocaba su pérdida. Solo un padre que padecía un dolor así podía dejar a su hijo sin zapatos en pleno invierno. Solo un padre de verdad, de carne y hueso, podía quemar a su hijo con el extremo candente de una pala de carbonero.
De vez en cuando una fábrica adoptaba a un grupo de huérfanos y, en primavera, hombres con acento chino se presentaban y se llevaban a los niños que querían. Aparte de eso, cualquiera que pudiera alimentarlos y que tuviera una botella para el supervisor del orfanato se los podía llevar durante un día. En verano llenaban sacos de arena y en invierno rompían el hielo de los muelles con barras metálicas. En las plantas de maquinaria, y a cambio de un cuenco de chap chai frío, recogían con palas las limaduras de metal grasiento que caían de los tornos industriales. Pero donde mejor comían era en el ferrocarril, pues allí les daban un sabroso yukejang. Una vez, mientras vaciaban un furgón a paladas, levantaron un polvillo que parecía sal. Con el sudor, empezaron a volverse colorados: las manos, la cara, los dientes… El tren trasladaba productos químicos de una fábrica de pinturas. Los niños pasaron varias semanas de color rojo.
Y entonces, en el año Juche 85, llegaron las inundaciones. Llovió durante tres semanas, pero los altavoces no dijeron nada sobre las azoteas que se hundían, las presas que cedían y los pueblos que se precipitaban unos sobre otros. El Ejército estaba ocupado intentando salvar la fábrica Sungli 58 de la crecida de las aguas, de modo que a los niños de Feliz Porvenir les dieron cuerdas y arpones de mango largo para que intentaran pescar a las personas que habían caído al río Chong-jin antes de que la corriente las arrastrara hasta el puerto. El agua era un revoltijo de troncos, bidones de petróleo y toneles letrina. La crecida arrastró ruedas de tractor y neveras soviéticas. Oyeron el estruendo de unos vagones de tren que rodaban por el fondo del río, pasó flotando el techo de un transporte militar, con una familia sentada encima, gritando. Más tarde salió a flote una mujer joven, con la boca abierta pero silenciosa, y el huérfano llamado Bo Song la arponeó en el brazo; la corriente se lo llevó al momento. Bo Song había llegado al orfanato como un niño delicado, y tras descubrir que no oía, Jun Do lo había bautizado en honor a Un Bo Song, el 37.° Mártir de la Revolución, que se había llenado las orejas de barro para no oír las balas mientras cargaba contra los japoneses.
Y, no obstante, los demás niños corrieron río abajo, gritando: «¡Bo Song, Bo Song!», siguiendo desde la orilla el punto donde creían que debía de estar el pequeño. Dejaron atrás los desagües de la Siderurgia de la Unificación y los márgenes enfangados de los estanques de lejía de Ryongsong, pero nunca volvieron a ver a Bo Song. Los chicos se detuvieron al llegar al puerto, sus aguas oscuras atestadas de cadáveres, miles de ellos, flotando a merced de las olas, como los cuajos que brotan del mijo cuando se calienta en la sartén.
Aunque todavía no lo sabían, aquello fue el principio de la hambruna; primero se cortó la corriente y luego el servicio ferroviario. Cuando dejaron de sonar las sirenas de llamada al trabajo, Jun Do supo que la situación era grave. Un día la flota pesquera salió y no regresó. Con el invierno llegó la hipotermia, y los viejos se fueron a dormir. Eran solo los primeros meses, mucho antes de que la gente empezara a comer corteza de árbol. Los altavoces se referían a la hambruna como la Fatigosa Marcha, pero esa voz provenía de Pyongyang. Jun Do nunca oyó a nadie en Chongjin que la llamara así. Lo que les pasaba no necesitaba un nombre: lo era todo, cada uña que masticabas y te tragabas, cada esfuerzo por levantar un párpado, cada viaje a las letrinas para intentar cagar tapones de serrín. Cuando ya no quedaba ninguna esperanza, el supervisor del orfanato prendió fuego a los barracones, y la última noche los chicos durmieron alrededor de una cazuela incandescente. Por la mañana, el supervisor mandó detenerse a un Tsir soviético, el furgón militar al que llamaban cuervo por el toldo negro que cubría la parte de atrás. Quedaban solo una docena de chicos, la cantidad perfecta para la trasera del cuervo. A la larga todos los huérfanos terminan en el Ejército, pero así fue como Jun Do, a los catorce años, se convirtió en soldado de túneles y empezó a recibir instrucción en el arte del combate en ausencia total de luz.
Y allí fue donde el oficial So lo encontró ocho años más tarde. El viejo incluso descendió bajo tierra para echarle un vistazo a Jun Do, que había pasado la noche montando guardia con su equipo en un túnel que se adentraba diez kilómetros bajo la zona desmilitarizada, casi hasta las afueras de Seúl. Salían siempre del túnel caminando de espaldas, para que se les acostumbraran los ojos, y a punto estuvo de chocar con el oficial So, cuyos hombros y tórax dejaban claro que había crecido todavía durante los buenos tiempos, antes de las campañas de Chollima.
—¿Es usted Pak Jun Do? —le preguntó.
Este se dio la vuelta y vio un halo de luz que brillaba tras el pelo blanco rapado del hombre.
—Sí, soy yo —dijo.
—Eso es nombre de mártir —observó el oficial So—. ¿Es este un destacamento de huérfanos?
Jun Do asintió con la cabeza.
—Así es —respondió—, pero yo no soy huérfano.
Los ojos del oficial So se posaron entonces sobre la insignia de taekwondo que lucía Jun Do en el pecho.
—Muy bien —dijo el oficial So, que le lanzó una bolsa.
Dentro había unos lejanos, una camiseta amarilla con un caballo de polo bordado en el pecho y unas zapatillas deportivas llamadas Nike que Jun Do reconoció de otra época, cuando los niños del orfanato oficiaban como comité de bienvenida de los ferrys llenos de coreanos a los que convencían para que regresaran de Japón con promesas de cargos dentro del Partido y apartamentos en Pyongyang. Los huérfanos iban al puerto a recibirlos con banderolas y entonando cánticos del Partido, para que los coreanos japoneses descendieran por la pasarela a pesar del lamentable estado de Chongjin y de los cuervos que los esperaban para transportarlos a los numerosos campos kwan li so. De repente se sintió como antaño, cuando veían a esos chicos perfectos, con sus zapatillas nuevas, que regresaban finalmente a casa.
Jun Do cogió la camiseta amarilla.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto? —preguntó.
—Es su nuevo uniforme —contestó el oficial So—. No se mareará en el mar, ¿verdad?
No se mareaba. Cogieron un tren hasta el puerto oriental de Cholhwang, donde el oficial So requisó un barco de pesca. La tripulación tenía tanto miedo de sus huéspedes militares que llevaron puestos los alfileres de Kim Il-sung hasta que atravesaron el mar y llegaron a la costa de Japón. En el agua, Jun Do vio pececillos con alas y la bruma matutina era tan densa que te arrancaba las palabras de la boca. No había altavoces vociferando todo el día, y todos los pescadores llevaban los retratos de sus mujeres tatuados en el pecho. El mar era espontáneo de una forma que no había visto nunca: tu cuerpo no sabía hacia dónde iba a tener que inclinarse al cabo de un momento pero, al mismo tiempo, te terminabas acostumbrando a ello. El viento en los aparejos parecía comunicarse con las olas que levantaban a hombros el casco y por la noche, tendido encima de la timonera, Jun Do tenía la sensación de encontrarse en un lugar donde uno podía cerrar los ojos y respirar.
El oficial So también se había llevado a un hombre llamado Gil como intérprete. Gil leía novelas en japonés en cubierta y llevaba puestos unos auriculares conectados a un pequeño radiocasete. Jun Do intentó hablar con Gil en una única ocasión, para preguntarle qué escuchaba. Pero antes de que Jun Do tuviera tiempo de abrir la boca, Gil paró la cinta y dijo la palabra ópera.
Iban a coger a alguien (alguien que estaba en una playa) e iban a llevarse a ese alguien con ellos. Eso era lo único que el oficial So había accedido a revelar acerca de su viaje.
El segundo día, al anochecer, divisaron las luces distantes de un pueblo, pero el capitán se negó a acercarse más.
—Eso es Japón —declaró—. No tengo cartas de navegación para estas aguas.
—Yo te diré lo cerca que estamos —le espetó el oficial So, y con un pescador sondeando el fondo marino se acercaron a la costa.
Jun Do se vistió y se ciñó el cinturón para que no se le cayeran los rígidos vaqueros.
—¿Esta ropa era de la última persona a la que secuestró? —preguntó Jun Do.
—No he secuestrado a nadie desde hace años —respondió el oficial So.
Jun Do notó cómo se le tensaban los músculos de la cara, y una sensación de terror se apoderó de él.
—Relájese —le dijo el oficial So—. Lo he hecho cientos de veces.
—¿En serio?
—Bueno, veintisiete.
El oficial So se había llevado también un pequeño esquife y, en cuanto estuvieron lo bastante cerca de la costa, dio órdenes a los pescadores para que lo botaran al agua. Al oeste, el sol se ponía sobre Corea del Norte, el viento había cambiado de dirección y estaba refrescando. El esquife era diminuto, pensó Jun Do, allí casi no cabía ni una persona, y menos aún tres, más la víctima de un secuestro que forcejeara sin parar. El oficial So bajó al esquife con unos prismáticos y un termo. Gil lo siguió. Cuando Jun Do ocupó su lugar junto a Gil, el agua negra se coló por encima de los bordes y se le empaparon las zapatillas de inmediato. Vaciló sobre si debía confesar que no sabía nadar.
Gil intentaba todo el rato que Jun Do repitiera frases en japonés. Buenas tardes: «Konban wa». Disculpe, me he perdido: «Chotto sumimasen, michi ni mayoimashita». ¿Puede ayudarme a encontrar mi gato?: «Watashi no neko ga maigo ni narimashita?».
El oficial So dirigió la proa hacia la costa. El viejo maniobraba el motor fueraborda, un agotado Vpresna soviético, con un ímpetu a todas luces excesivo. De pronto viró a la derecha, y la embarcación quedó paralela a la costa. La marejada acercaba la balsa a la playa y la arrastraba de nuevo a aguas abiertas cuando se retiraba.
Gil cogió los prismáticos, pero en lugar de mirar hacia la playa, estudió los edificios altos y se fijó en cómo los neones del centro de la ciudad cobraban vida.
—La verdad —observó Gil—, aquí no han pasado nunca una Fatigosa Marcha.
Jun Do y el oficial So intercambiaron una mirada.
—Dígale otra vez cómo se dice «cómo estás» —le ordenó el oficial So a Gil.
—Ogenki desu ka —dijo Gil.
—Ogenki desu ka —repitió Jun Do—. Ogenki desu ka.
—Dígalo como diría: «¿Cómo estás, camarada?». Ogenki desu ka —le indicó el oficial So—, y no: «¿Cómo estás, te voy a arrancar de esta puta playa?».
—¿Es así como lo llaman? —preguntó Jun Do—. ¿Arrancar a alguien?
—Antaño lo llamábamos así —explicó el oficial, y esbozó una sonrisa falsa—. Dígalo con amabilidad y ya está.
—¿Pero por qué no mandamos a Gil? —preguntó Jun Do—. El que habla japonés es él.
El oficial So se volvió de nuevo hacia el agua.
—Sabe perfectamente por qué lo hemos traído aquí.
—¿Por qué lo hemos traído aquí? —preguntó Gil.
—Porque sabe luchar en la oscuridad —contestó el oficial So.
Gil se volvió hacia Jun Do.
—¿A eso te dedicas? ¿Esa es tu carrera?
—Dirijo un equipo de incursiones —dijo Jun Do—. Por lo general corremos a oscuras, pero sí, a veces también hay enfrentamientos.
—Y yo que creía que mi trabajo era una mierda… —intervino Gil.
—¿A qué te dedicas? —preguntó Jun Do.
—¿Antes de ir a la escuela de idiomas? —dijo Gil—. Minas terrestres.
—¿Y qué hacías con ellas? ¿Desactivarlas?
—Qué más quisiera yo —comentó Gil.
Llegaron a unos doscientos metros de la costa y a continuación costearon las playas de la prefectura de Kagoshima. Cuanto más se desvanecía la luz, más claramente la veía Jun Do reflejada en la arquitectura de cada ola que los mecía.
Gil levantó la mano.
—Allí —dijo—. Hay alguien en la playa. Una mujer.
El oficial So echó hacia atrás el estrangulador y cogió los prismáticos de campaña. Se los llevó a los ojos y enfocó, levantando y bajando las cejas en el proceso.
—No —repuso, y le devolvió los prismáticos a Gil—. Fíjese bien, son dos mujeres. Están paseando juntas.
—Creía que buscaban a un hombre —comentó Jun Do.
—Da igual —respondió el viejo—, siempre y cuando la persona esté a solas.
—Pero, entonces, ¿vamos a coger a alguien cualquiera?
El oficial So no respondió. Durante un rato solo se oyó el sonido del motor Vpresna.
—En mis tiempos —dijo finalmente el oficial So— contábamos con una división entera, disponíamos de recursos. Me refiero a lanchas motoras y pistolas calmantes. Realizábamos tareas de vigilancia, nos infiltrábamos y seleccionábamos cuidadosamente los objetivos. Nunca arrancábamos a personas con familia ni a niños. Me retiré con un historial inmaculado y ahora mírenme. Debo de ser el último que queda. Apuesto a que soy el único que han encontrado que aún se acuerda de qué va esto.
Gil se fijó en algo que había en la playa. Limpió las lentes de los prismáticos, pero en realidad estaba demasiado oscuro como para ver algo. Se los pasó a Jun Do.
—¿Qué ves? —le preguntó.
Jun Do se llevó los prismáticos a los ojos y logró distinguir una silueta masculina que recorría la playa, cerca del agua; era apenas un borrón un poco más claro encima de un borrón oscuro. Entonces un movimiento captó su atención. Un animal se acercó corriendo por la playa hacia el hombre: debía de ser un perro, pero era grande, del tamaño de un lobo. El hombre hizo algo y el perro salió corriendo.
Jun Do se volvió hacia el oficial So.
—Hay un hombre. Lo acompaña un perro.
El oficial So se incorporó y puso una mano encima del motor fueraborda.
—¿Está solo?
Jun Do asintió con la cabeza.
—¿El perro es un akita?
Jun Do no sabía nada de razas. Una vez por semana, los huérfanos iban a limpiar una granja de perros. Los perros eran unos animales sucios que se te abalanzaban en cuanto podían, y los postes de los corrales guardaban las marcas de dónde habían atacado con sus colmillos. Eso era lo único que Jun Do necesitaba saber sobre perros.
—Mientras el animal menee la cola, no tiene de qué preocuparse —aseguró el oficial So.
—Los japoneses entrenan a sus perros para que hagan trucos —dijo Gil—. «Siéntate, perrito», le tienes que decir. Yo-shi yoshi. Osuwari kawaii desu ne.
—¿Quieres callarte ya de una vez con el japonés? dijo Jun Do.
Quería preguntar si había algún plan, pero el oficial So se limitó a dirigirlos hacia la playa. En Panmunjom, Jun Do era el líder de su escuadrón de túneles, de modo que disponía de una ración de licor y de crédito semanal para una de las mujeres. Al cabo de tres días tenía que disputar el combate de cuartos de final del torneo de taekwondo del Ejército Popular de Corea.
El escuadrón de Jun Do barría todos los túneles que se extendían bajo la zona desmilitarizada una vez al mes, y trabajaban sin luz, lo que significaba correr durante kilómetros en la más absoluta oscuridad. Solo usaban las luces rojas cuando llegaban al final de una galería y tenían que inspeccionar los sellos y los cables trampa. Actuaban como si fueran a toparse con los surcoreanos en cualquier momento, y excepto durante la temporada de lluvias, cuando los túneles quedaban demasiado embarrados, se entrenaban a diario en el combate mano a mano en condiciones de oscuridad absoluta. Se decía que los soldados de la República de Corea disponían de infrarrojos y de gafas americanas de visión nocturna. La única arma que tenían los chicos de Jun Do era la oscuridad.
Las olas crecieron, y cuando notó que le entraba el pánico, Jun Do se volvió hacia Gil.
—¿Qué trabajo puede ser peor que desactivar minas terrestres?
—Trazar mapas de minas —respondió Gil.
—¿Cómo? ¿Con un detector?
—Los detectores de metal no sirven —dijo Gil—. Ahora los americanos usan minas de plástico. No, elaborábamos mapas sobre su posible ubicación a partir de la psicología y el análisis del terreno. Cuando un camino te llevaba a pasar por un punto concreto, o las raíces de los árboles dirigían tus pies hacia un lugar determinado, asumíamos que allí había una mina y la marcábamos. Pasábamos toda la noche en un campo minado, jugándonos la vida a cada paso, total ¿para qué? Por la mañana las minas seguían ahí, lo mismo que el enemigo.
Jun Do sabía quiénes se llevaban los peores trabajos (reconocimiento en los túneles, submarinos de doce tripulantes, minas, plantas bioquímicas) y de pronto vio a Gil bajo una luz distinta.
—Entonces eres huérfano —dijo.
Gil le dirigió una mirada de sorpresa.
—No, qué va. ¿Tú?
—No —negó Jun Do—. Yo no.
La unidad de Jun Do estaba formada por huérfanos, pero su caso había sido un error. En su ficha del Ejército Popular de Corea constaba la dirección de Feliz Porvenir, y eso lo había condenado. Era un fallo técnico que nadie en Corea del Norte parecía ser capaz de subsanar y que se había terminado convirtiendo en su destino. Había pasado la vida rodeado de huérfanos, comprendía su triste situación y no los odiaba como la mayoría de la gente. Solo que no era uno de ellos.
—¿Y ahora eres intérprete? —le preguntó Jun Do.
—Si trabajas durante el tiempo suficiente en los campos de minas, te recompensan —dijo Gil—. Te mandan a algún lugar que no está mal, por ejemplo a una escuela de idiomas.
El oficial So soltó una carcajada cortante.
La espuma de las grandes olas se colaba dentro de la barca.
—La putada —añadió Gil— es que ahora, cuando voy por la calle, pienso: «Yo pondría una mina ahí». O me doy cuenta de que no piso en sitios determinados, como el umbral de las puertas o delante de los urinarios. Ya no puedo ir ni a los parques.
—¿Parques? —preguntó Jun Do, que no había visto un parque en su vida.
—Ya basta —dijo el oficial So—. Ha llegado el momento de encontrar un nuevo profesor de japonés para la escuela de idiomas.
Levantó el estrangulador y el fragor de la espuma subió de volumen, al tiempo que el esquife se ladeaba sobre las olas.
Distinguieron la silueta de un hombre en la playa, observándolos, pero se encontraban a unos veinte metros de la costa y no podían hacer nada. Jun Do notó que la barca empezaba a escorar y saltó al agua para sujetarla; las olas le llegaban solo hasta la cintura, pero aun así lo arrastraron con fuerza. La marea lo revolcó por el fondo arenoso, pero finalmente logró salir de nuevo a la superficie, tosiendo.
El hombre de la playa no dijo nada. Cuando Jun Do llegó vadeando a la arena, la oscuridad era casi absoluta.
Jun Do respiró hondo y se apartó el agua del pelo.
—Konban wa —le dijo al desconocido—. Odenki kesu da.
—Ogenki desu ka —gritó Gil desde la barca.
—Desu ka —repitió Jun Do.
El perro llegó corriendo con una pelota amarilla. Durante un instante el hombre no se movió, y entonces dio un paso hacia atrás.
—¡Agárrelo! —vociferó el oficial So.
El hombre dio media vuelta y Jun Do se lanzó tras él, con los vaqueros mojados y los zapatos llenos de arena. El perro era grande y blanco, y brincaba de emoción. El japonés salió disparado playa adentro, casi invisible excepto por el perro, que lo seguía dando vueltas a su alrededor. Jun Do corrió como si le llevara el diablo. Se concentró en los pasos, que sonaban ante él como latidos sobre la arena. Y cerró los ojos. En los túneles, Jun Do había desarrollado un sexto sentido para ubicar a personas a las que no podía ver. Si estaban ahí, las percibía, y si se encontraban dentro de su alcance, daba siempre en el blanco. Su padre, el supervisor del orfanato, siempre le había dado a entender que su madre estaba muerta, pero eso no era verdad: estaba sana y salva, solo que fuera de su alcance. Y aunque nunca había tenido noticias sobre la suerte del supervisor del orfanato, Jun Do sentía que su padre ya no estaba en este mundo. La clave para luchar en la oscuridad no era muy distinta: tenías que sentir a tu oponente, notarlo, y no usar nunca la imaginación. La imaginación llena la oscuridad del interior de tu cabeza con historias que no tienen nada que ver con la oscuridad que te rodea.
Unos metros más adelante, se oyó el ruido sordo de alguien que caía al suelo a oscuras. Jun Do, que había oído aquel sonido un millar de veces, se acercó al lugar donde el hombre intentaba levantarse, su rostro fantasmal cubierto de arena. Los dos jadeaban y resollaban, y sus respectivos alientos blancos se fundieron y se recortaron en la oscuridad.
La verdad era que Jun Do nunca lograba buenos resultados en los campeonatos. Cuando luchabas en la oscuridad, con cada puñetazo le permitías saber a tu oponente dónde te encontrabas. En la oscuridad, tenías que golpear como si te abrieras paso entre la multitud. Lo importante era lograr la máxima extensión: puñetazos de campesino y amplias patadas circulares que cubrieran mucho espacio, capaces de derribar al oponente. En un campeonato, en cambio, los contrincantes anticipaban esos movimientos a la legua. No tenían más que apartarse. ¿Pero un hombre en una playa, de noche, con los pies hundidos en la arena? Jun Do le soltó una patada posterior con giro en la cabeza, y el desconocido se desplomó.
El perro desbordaba energía, excitación, o tal vez frustración. Brincó sobre la arena, junto al hombre inconsciente, y finalmente dejó caer la pelota. Jun Do quería arrojársela, pero no se atrevía a acercarse a aquella dentadura. Se dio cuenta de que no meneaba la cola. Entonces atisbo un destello en la oscuridad: eran las gafas del hombre. Jun Do se las puso y de pronto el borroso resplandor que asomaba por encima de las dunas se convirtió en una multitud de puntitos de luz correspondientes a un sinfín de ventanas. En lugar de inmensos bloques de viviendas, los japoneses vivían en barracones más pequeños, de tamaño individual.
Jun Do se guardó las gafas, cogió al hombre por los tobillos, dio media vuelta y empezó a tirar de él. El perro gruñía y soltaba ladridos cortos y agresivos. Jun Do miró por encima del hombro y vio que el perro gruñía muy cerca de la cara del hombre, y que le arañaba las mejillas y la frente con las patas delanteras. Jun Do agachó la cabeza y siguió tirando. El primer día en el túnel no es ningún problema, pero el segundo día, cuando despiertas de la oscuridad de un sueño y te topas con la oscuridad real, tienes que abrir los ojos. Porque si los mantienes cerrados, tu mente imagina todo tipo de películas sin ton ni son, como por ejemplo que un perro te ataca por la espalda. Si ibas con los ojos abiertos, en cambio, solo te tenías que enfrentar al vacío de lo que estabas haciendo.
Cuando finalmente Jun Do encontró la barca en la oscuridad, dejó caer el peso muerto sobre los travesaños de aluminio. El hombre abrió los ojos una vez y miró a un lado y a otro, pero era una mirada desprovista de toda conciencia.
—¿Qué le has hecho en la cara? —preguntó Gil.
—¿Dónde te habías metido? —le espetó Jun Do—. El tío pesa un montón.
—Yo solo soy el intérprete —dijo Gil.
El oficial So le dio una palmada en la espalda a Jun Do.
—No está nada mal para un huérfano.
Jun Do se revolvió.
—Que yo no soy huérfano, joder —protestó—. ¿Y usted de qué coño va, diciendo que ha hecho esto cientos de veces? ¿Cómo es posible que no tuviera ningún plan, más que mandarme corriendo? ¡Pero si ni siquiera se ha bajado de la barca!
—Quería ver cómo se las arreglaba —dijo el oficial So—. La próxima vez utilizaremos el cerebro.
—No habrá una próxima vez —le espetó Jun Do.
Gil y Jun Do empujaron la barca y la encararon hacia las olas, que los azotaron con fuerza mientras el oficial So intentaba arrancar el motor. Cuando los cuatro estaban ya a bordo y se dirigían hacia mar abierto, el oficial So dijo:
—Con el tiempo esto se vuelve más fácil, ya lo verá. No piense en ello y ya está. He dicho que había secuestrado a veintisiete personas pero era una trola. No las conté nunca. Tal como vayan llegando, olvídelas, una tras otra. Se trata de agarrarlas con las manos y, al mismo tiempo, soltarlas con la mente. Hay que hacer justamente lo contrario a llevar la cuenta.
Incluso desde el esquife, todavía oían al perro en la playa. Por mucho que se alejaran, sus aullidos les llegaban por encima de las olas y Jun Do supo que ya no iba a dejar de oírlo jamás.
Se quedaron en una base Songun, cerca del puerto de Kinjye. Las instalaciones estaban rodeadas por los búnkeres de los misiles tierra-aire, y en cuanto se puso el sol vieron el brillo de los rieles blancos de los lanzamisiles a la luz de la luna. Habían estado en Japón, o sea que no se podían alojar con el resto de los soldados del Ejército Popular de Corea. Los instalaron a los tres en la enfermería, un cuartito diminuto con seis catres plegables. Lo único que indicaba que se trataba de una enfermería era un solitario botiquín lleno de instrumental para extraer sangre y un viejo frigorífico chino con una cruz de color rojo en la puerta.
Habían encerrado al japonés en uno de los cubos de calor del patio de instrucción, y en aquel momento Gil estaba con él, practicando japonés a través del hueco de la puerta. Jun Do y el oficial So estaban apoyados en el marco de la ventana de la enfermería, compartiendo un cigarrillo mientras observaban a Gil que, sentado en el suelo, pulía su dominio del idioma con el hombre al que había ayudado a secuestrar. El oficial So negó con la cabeza, como si ahora ya sí lo hubiera visto todo. Había un paciente en la enfermería, un soldadito de unos dieciséis años con los huesos destrozados a causa de la hambruna. Estaba echado en una de las camas y le castañeteaban los dientes. El humo del cigarrillo le daba tos. Arrastraron la cama hasta el extremo más alejado del cuchitril, pero ni así se calló.
No había ningún médico. La enfermería era solo un lugar donde se alojaban los soldados enfermos hasta que quedaba claro que no se iban a recuperar. Si el joven soldado no mejoraba antes del día siguiente, los de la policía militar le colocarían una vía en el brazo y le sacarían cuatro unidades de sangre. Jun Do lo había visto y, en su opinión, era la mejor opción posible. La operación requería apenas unos minutos: primero el paciente se adormilaba, luego se le iba un poco la cabeza, y aunque era cierto que pasaba un último momento de pánico, no importaba porque ya no podía hablar; cuando finalmente la luz de sus ojos se apagaba, tenía en el rostro una mirada de grata confusión, como un grillo al que le hubieran arrancado las antenas.
El generador del campo dejó de funcionar. Las luces se fueron apagando lentamente y la nevera quedó en silencio.
El oficial So y Jun Do se metieron en sus camas.
Había un japonés. Al japonés le gustaba pasear a su perro. Y de pronto dejó de existir. Para quienes lo habían conocido, dejaría de existir para siempre. Eso era lo que Jun Do pensaba de los chicos que se llevaban los hombres con acento chino: un día estaban ahí y al siguiente no estaban en ningún lado. Como Bo Song, se los llevaban a lugares desconocidos. De hecho, eso era lo que Jun Do pensaba de la mayoría de las personas: aparecían en tu vida como niños abandonados ante la puerta de tu casa y un día se los llevaba la riada. Pero no era cierto que Bo Song no hubiera ido a ningún lado: tanto si había terminado con las anguilas lobo que viven en las aguas profundas como si se había hinchado y la corriente se lo había llevado a Vladivostok, seguro que había ido a algún lado. Tampoco era verdad que el hombre japonés hubiera desaparecido: estaba ahí mismo, en el cubo de calor del patio de instrucción. Y de repente Jun Do cayó en la cuenta de que su madre estaba en algún lado en aquel momento, en un apartamento de la capital, quizá, delante del espejo, peinándose antes de acostarse.
Por primera vez en años, Jun Do cerró los ojos y se permitió recordar su cara. Conjurar a alguien de aquella forma era peligroso. Si lo hacías, pronto entrarían en el túnel contigo. Le había pasado muchas veces tras recordar a chicos de Feliz Porvenir: un resbalón, y de repente había un chico siguiéndote en la oscuridad. Y te decía cosas, te preguntaba por qué no habías sido tú quien había sucumbido al frío, quien había caído a la tina de pintura, y tenías la sensación de que en cualquier momento te iban a cruzar la cara de una patada frontal.
Pero ahí estaba ella, su madre. Tendido en el camastro, escuchando cómo el joven soldado se estremecía, oyó su voz. Arirang, cantaba, con voz dolorida, al borde de un suspiro procedente de algún lugar desconocido. Incluso los malditos huérfanos sabían dónde estaban sus padres.
Más tarde, esa misma noche, Gil entró en el cuartito dando tumbos. Abrió el frigorífico, aunque estaba prohibido, y metió algo dentro. A continuación se dejó caer en su cama. Gil dormía con los brazos y las piernas colgando a ambos lados, y Jun Do se dijo que de niño debía de haber tenido una cama propia. Se quedó frito al instante.
A oscuras, Jun Do y el oficial So fueron hasta el frigorífico. El oficial So abrió la puerta y de dentro salió un aliento débil, frío. Al fondo, detrás de varios montones de bolsas cuadradas de sangre, el oficial So encontró una botella medio llena de sho-ju. Cerraron la puerta rápidamente, pues la sangre iba a ir a Pyongyang y como se echara a perder se les caería el pelo.
Se llevaron la botella junto a la ventana. A lo lejos oían a los perros que ladraban en sus corrales. En el horizonte, por encima de los búnkeres de los misiles tierra-aire, un fulgor teñía de luz el cielo y la luna lejana se reflejaba en el océano. A sus espaldas, Gil empezó a tirarse pedos en sueños.
El oficial So tomó un trago.
—Me parece que el bueno de Gil no está acostumbrado a la dieta de pan de mijo y sopa de sorgo.
—¿Quién coño es este tío? —preguntó Jun Do.
—Olvídese de él —le ordenó el oficial So—. No sé por qué Pyongyang ha vuelto a empezar con esto después de tantos años, pero con un poco de suerte antes de una semana nos habremos librado de él. Una misión y, si todo sale bien, no volveremos a verlo jamás.
Jun Do bebió un trago. Su estómago se agarró a la fruta y el alcohol.
—¿En qué consiste la misión? —quiso saber.
—Antes realizaremos otra operación de entrenamiento —dijo el oficial So—. Pero luego iremos a por alguien especial. La Ópera de Tokio pasa los veranos en Niigata. En la ópera hay una soprano. Se llama Rumina.
El siguiente trago de shoju le bajó suave como la seda.
—¿Una cantante de ópera? —preguntó Jun Do.
El oficial So se encogió de hombros.
—Algún pez gordo de Pyongyang la oiría en alguna grabación de contrabando y debe de haber decidido que quería tenerla.
—Gil dice que sobrevivió a lo de las minas terrestres —comentó Jun Do—, y que por eso lo mandaron a la escuela de idiomas. ¿Funciona así? ¿Te recompensan por tu trabajo?
—De momento tenemos que cargar con Gil, es lo que hay. Pero no le haga caso, escúcheme solo a mí.
Jun Do no respondió.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Quiere algo? —preguntó el oficial So—. ¿Ya sabe qué pediría como recompensa?
Jun Do negó con la cabeza.
—Pues no piense más en ello.
El oficial So fue hasta el rincón y se sentó en el cubo de la letrina. Se apoyó en la pared y se quedó así durante un buen rato, pero no sucedió nada.
—En su día obré un par de milagros —le contó—. Y obtuve mi recompensa. Y ahora míreme —agregó, negando con la cabeza—. La única recompensa que debe interesarle es no terminar como yo.
Jun Do echó un vistazo al cubo de calor a través de la ventana.
—¿Y a ese qué le va a pasar?
—¿Al hombre-perro? —preguntó el oficial So—. Seguramente haya ya un par de Pubyok en el tren de Pyongyang que vienen a buscarlo.
—Ya, pero ¿qué le va a pasar?
El oficial So intentó orinar por última vez.
—No haga preguntas estúpidas —repuso con los dientes apretados.
Jun Do pensó en su madre, en un tren rumbo a Pyongyang.
—¿Se puede pedir a una persona como recompensa?
—¿Se refiere a una mujer? —preguntó el oficial So, que se sacudió el umkoyungcon frustración—. Sí, eso puede pedirlo.
Entonces volvió y se bebió el resto de la botella. Dejó apenas el último trago, que vertió gota a gota sobre los labios del soldado moribundo. El oficial So le dio una palmadita de despedida en el pecho y metió la botella vacía bajo el sobaco mojado del chaval.
Requisaron otro barco de pesca y realizaron otra incursión. En la cuenca de Tsushima se oían los fuertes chasquidos, como puñetazos en el pecho, de los cachalotes que luchaban en las profundidades, y de pronto, cerca de la isla de Dogo, vieron unas agujas de roca que sobresalían del agua, blancas por la parte de arriba a causa del guano, y anaranjadas más abajo debido a la acumulación de estrellas de mar. Jun Do observó el promontorio del norte de la isla, de un negro volcánico, cubierto de píceas enanas. Se trataba de un mundo creado para sus propios fines, sin mensaje ni sentido, un paisaje que no pretendía demostrar la superioridad de ningún gran líder por encima de otro.
Había un famoso complejo turístico en la isla, y el oficial So pensó que a lo mejor podían sorprender a un turista solitario en la playa. Pero al llegar a sotavento de la isla encontraron una barca vacía, una Avon hinchable de color negro, con espacio para seis tripulantes y un motor fueraborda Honda de cincuenta caballos. Se acercaron con el esquife para investigar. La Avon estaba abandonada, y en el mar no se veía un alma. Subieron a bordo y el oficial So puso el motor Honda en marcha. Lo apagó. Sacó el bidón de combustible del esquife, y juntos lo hundieron en el agua. Este se llenó enseguida y se hundió por la parte trasera por el peso del motor Vpresna.
—Ahora ya sí somos un equipo de verdad dijo el oficial So mientras admiraban su nueva barca.
Y entonces fue cuando el submarinista asomó a la superficie.
El hombre se quitó la mascarilla y dirigió una mirada de asombro a aquellos tres hombres que habían aparecido en su barca. Aun así, lanzó un saco lleno de orejas marinas dentro de la barca y aceptó la mano que le ofrecía Gil para ayudarlo a subir. El submarinista era más grande que él, y bajo el traje de neopreno se insinuaba un cuerpo musculoso.
—Dígale que se nos ha roto la barca, que se ha hundido —le indicó el oficial So a Gil.
Este habló con el buzo, que gesticuló enérgicamente y soltó una carcajada.
—Ya sé que vuestra barca se ha hundido —tradujo Gil—. Casi me da en la cabeza.
Entonces el submarinista divisó el barco de pesca en la distancia y se lo quedó mirando, ladeando la cabeza.
Gil le dio una palmada en el hombro y le dijo algo. El hombre lo miró fijamente y le entró el pánico. Pronto descubrieron que los pescadores de orejas de mar llevaban un cuchillo especial en el tobillo, y por eso Jun Do tardó un buen rato en dominarlo. Finalmente agarró al hombre por la espalda y empezó a estrujarlo con fuerza. La llave de tijera escurría el agua del traje de neopreno.
El cuchillo salió volando y Gil saltó por la borda.
—¿Qué coño le has dicho? —preguntó Jun Do.
—La verdad —respondió Gil flotando en el agua.
El oficial So, que se había llevado un buen tajo en el antebrazo, cerró los ojos de dolor.
—Seguiremos practicando —fue lo único que pudo decir.
Encerraron al buzo en la bodega del barco de pesca y pusieron rumbo a tierra. Esa noche, ante la costa del pueblo de Fukura, botaron la Avon al agua. Junto al muelle pesquero de Fukura había un parque de atracciones, con farolillos colgando y ancianos que cantaban karaoke en un escenario público. Jun Do, Gil y el oficial So aguardaban más allá de donde rompían las olas, esperando a que se apagaran los neones de la montaña rusa y a que la ridícula música de órgano de la feria cesara. Finalmente, una figura solitaria se acercó al extremo del embarcadero. Vieron el punto rojo de un cigarrillo y supieron que se trataba de un hombre. El oficial So arrancó el motor.
Se acercaron lentamente al embarcadero, que se elevaba imponente mientras se acercaban por la popa. En el lugar donde los pilotes se hundían en la densa espuma el agua estaba agitada, algunas de las olas chocaban frontalmente y otras se desviaban y avanzaban perpendiculares a la costa.
—Háblele en japonés —le ordenó el oficial So a Gil—. Le dice que ha perdido su perrito, o algo así. Se le acerca y entonces, zas, lo arroja por encima de la barandilla. La caída es considerable y el agua está fría. En cuanto vuelva a salir, lo único que querrá será subir a la barca.
Gil bajó del bote nada más llegar a la playa.
—Vale, ya lo tengo —aseguró—. Déjenmelo a mí.
—No, ni hablar —replicó el oficial So—. Irán los dos.
—Lo digo en serio —insistió Gil—, puedo encargarme solo.
—Largo —le dijo el oficial So a Jun Do—. Y póngase esas malditas gafas.
Los dos cruzaron la línea de la marea y llegaron a una plazoleta. Había bancos y un puesto de té con las contraventanas cerradas. No parecía que hubiera ninguna estatua, de modo que no habrían sabido decir a qué estaba dedicada la plaza. Los árboles estaban cargados de ciruelas, tan maduras que la piel se agrietó y les manchó las manos de jugo. Parecía tan increíble que resultaba sospechoso. Había un hombre mugriento durmiendo en un banco, y se asombraron de que una persona pudiera dormir donde le placiera.
Gil estudió las casas que los rodeaban. Parecían tradicionales, con vigas oscuras y tejados de cerámica, pero se notaba que eran nuevecitas.
—Quiero abrir todas esas puertas —dijo—. Sentarme en sus sillas, escuchar su música.
Jun Do se lo quedó mirando.
—Ya me entiendes —añadió Gil—, para ver cómo es.
Los túneles terminaban siempre con una escalera de mano que subía hasta un agujero. Los hombres de Jun Do rivalizaban para ser los elegidos para salir y pasearse por Corea del Sur durante un rato. Al volver contaban historias sobre máquinas que daban dinero y personas que recogían la mierda de perro y la metían en bolsas. Jun Do nunca había querido ir a verlo. Sabía que allí los televisores eran enormes y que había todo el arroz que te pudieras comer. Y, aun así, no quería saber nada de ello. Temía que si lo veía con sus propios ojos, su vida entera perdería todo su significado. ¿Robarle nabos a un viejo que se había quedado ciego de hambre? Lo habría hecho por nada. ¿Enviar a otro chico en su lugar para limpiar las tinas de pintura? También por nada.
Jun Do tiró su ciruela a medio comer.
—Las he probado mejores —reconoció.
En el embarcadero cruzaron tablones manchados por años de pesca con cebo. Más adelante, en el otro extremo, atisbaron una cara iluminada por el brillo azulado de un teléfono móvil.
—Solo tenemos que lanzarlo por encima de la barandilla —dijo Jun Do.
Gil respiró hondo.
—Por encima de la barandilla —repitió.
En el embarcadero había botellas vacías y colillas. Jun Do avanzaba con paso tranquilo y notaba cómo, a su lado, Gil intentaba imitar su forma de caminar. Bajo sus pies se oía el ronco burbujeo de la fueraborda en punto muerto. La figura dejó de hablar por teléfono.
—¿Daré? —les dijo una voz—. ¿Daré nano?
—No respondas —susurró Jun Do.
—Es una voz de mujer —afirmó Gil.
—No respondas —repitió Jun Do.
La figura se quitó la capucha y debajo de esta apareció el rostro de una chica joven.
—Yo no estoy hecho para esto —protestó Gil.
—Cíñete al plan.
Sus pasos resonaban de forma exagerada. De pronto Jun Do comprendió que un día unos hombres habían ido a por su madre, y que ahora él era uno de esos hombres.
Llegaron junto a ella. Era menuda debajo del abrigo. Abrió la boca, como si fuera a gritar, y Jun Do vio que una fina tira metálica le recorría la dentadura. La cogieron por los brazos y la levantaron por encima de la barandilla.
—Zenzen oyogenai’n desu —dijo, y aunque Jun Do no hablaba japonés, supo que se trataba de una confesión descarnada, suplicante, algo así como «soy virgen».
La arrojaron por encima de la barandilla. Cayó en silencio, sin una palabra, sin tan siquiera coger aliento. Pero Jun Do vio un destello en su mirada. No era de miedo, ni por lo absurdo de la situación: sabía que estaba pensando en sus padres, y en cómo nunca iban a saber qué había sido de ella.
Se oyó un chapoteo y el rugir de la fueraborda.
Jun Do no podía quitarse aquella mirada de la cabeza.
En el suelo del embarcadero estaba el teléfono. Jun Do lo cogió y se lo llevó a la oreja. Gil iba ya a decir algo, pero Jun Do se lo impidió.
—¿Mayumi? —preguntó una voz de mujer—. ¿Mayumi?
Jun Do pulsó varios botones para apagarlo. A continuación se inclinó por encima de la barandilla y vio la barca flotando sobre las olas.
—¿Dónde está? —preguntó Jun Do.
El oficial So escrutaba las aguas.
—Se ha hundido —contestó.
—¿Cómo que se ha hundido?
El otro levantó las manos.
—Ha caído al agua y se ha hundido.
Jun Do se volvió hacia Gil.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho: «No sé nadar» —explicó Gil.
—¿«No sé nadar»? —repitió Jun Do—. ¿Ha dicho que no sabía nadar y no has hecho nada para detenerme?
—El plan era arrojarla por encima de la barandilla, ¿no? ¡Pero si me has dicho que me ciñera al plan!
Jun Do examinó las aguas negras y profundas del extremo del embarcadero. Estaba ahí abajo, el voluminoso abrigo como una vela en la corriente, su cuerpo rodando por el fondo arenoso.
Sonó el teléfono. La pantalla cobró un brillo azulado y vibró en la mano de Jun Do. Él y Gil se lo quedaron mirando. Gil cogió el teléfono y escuchó, con los ojos muy abiertos. Incluso desde donde estaba, Jun Do se dio cuenta de que era una voz de mujer, de madre.
—Tíralo —le dijo Jun Do—. Arrójalo bien lejos.
Gil movió los ojos de un lado a otro mientras escuchaba. Le temblaban las manos. Asintió varias veces con la cabeza. Cuando finalmente dijo «Hay», Jun Do se lo arrebató de las manos y empezó a pulsar botones. En la pantallita apareció una foto de un bebé. Tiró el teléfono al mar.
Jun Do se acercó a la barandilla.
—¿Cómo puede ser que no llevara la cuenta? —le gritó al oficial So—. ¿Cómo puede ser que no la llevara?
Así terminaron las prácticas. Había llegado la hora de ir a por la cantante de ópera. El oficial So cruzaría el mar del Japón en un barco de pesca, mientras Jun Do y Gil cogían el ferry nocturno de Chongjin a Niigata. A medianoche, con la cantante ya en sus manos, se reunirían con el oficial So en la playa. La clave del plan yacía en su simplicidad, aseguró el oficial So.
Jun Do y Gil tomaron el tren nocturno a Chongjin. En la estación había familias que dormían bajo las plataformas de carga, esperando a que oscureciera para partir hacia Sinuiju, desde donde bastaba con cruzar a nado el río Tumen para llegar a China.
Llegaron al puerto de Chongjin a pie, tras dejar atrás los hornos de fundición de la Reunificación, con sus grandes grúas oxidadas e inmóviles; hacía ya tiempo que habían birlado los cables de cobre que conectaban con el horno. Los bloques de apartamentos estaban vacíos, y las ventanas de entrega de raciones, cubiertas con papel de parafina. No había ropa tendida a secar, y el olor a cebolla no impregnaba el aire. Habían talado todos los árboles durante la hambruna y en aquel momento, años más tarde, sus retoños presentaban todos un tamaño uniforme, los troncos del grueso de un tobillo, con los tallos que asomaban en los lugares más extraños, en tinas de lluvia y desagües; incluso había un árbol que salía del retrete exterior donde un esqueleto humano había defecado su indigesta semilla.
Cuando finalmente llegaron, Feliz Porvenir no parecía más grande que la enfermería.
Jun Do no debería haber dicho nada, pues Gil insistió en entrar.
Dentro no había más que sombras. Lo habían desvalijado todo para utilizarlo como combustible, incluso habían quemado los marcos de las puertas. Lo único que quedaba era la lista de los 114 Grandes Mártires de la Revolución, pintada en la pared.
Gil no se creía que Jun Do hubiera bautizado a todos los huérfanos.
—¿De verdad te sabes la lista de los mártires de memoria? —preguntó—. ¿Qué me dices del número once?
—Es Ha Shin —respondió Jun Do—. Cuando lo capturaron se cortó su propia lengua para que los japoneses no le pudieran sonsacar ninguna información. Había un chico que nunca decía nada y le puse su nombre.
Gil siguió la lista con un dedo.
—Aquí está —dijo—. Mártir número setenta y seis, Pak Jun Do. ¿Cuál es la historia de este tipo?
Jun Do pasó la mano por la mancha oscura del suelo donde en su día había estado el horno.
—Aunque mató a muchos soldados japoneses —explicó—, los revolucionarios de la unidad de Pak Jun Do no confiaban en él porque descendía de un linaje impuro. Para demostrar su lealtad se ahorcó.
Gil se lo quedó mirando.
—¿Elegiste tú mismo el nombre? ¿Por qué?
—Porque superó la prueba de lealtad definitiva.
La habitación del supervisor del orfanato resultó no ser más grande que un palé. Y en cuanto a la fotografía de aquella mujer que tanto lo había atormentado, Jun Do no encontró más que un agujero.
—¿Aquí es dónde dormías? —preguntó Gil—. ¿En el cuarto del supervisor del orfanato?
Jun Do le mostró el agujero de la pared.
—Aquí estaba colgado el retrato de mi madre.
Gil lo inspeccionó.
—Sí, vale, aquí había un clavo —admitió—. Pero dime, si vivías con tu padre, ¿por qué tienes nombre de huérfano?
—No me podía dar su nombre —respondió Jun Do—, o todo el mundo habría visto la ignominia en la que se veía obligado a criar a su hijo. Pero tampoco soportaba la idea de ponerme el nombre de otro hombre, ni siquiera el de un mártir. Por eso tuve que hacerlo yo.
Gil le dirigió una mirada vacía.
—¿Y tu madre? —preguntó—. ¿Cómo se llamaba?
Oyeron la sirena del ferry Mangyongbong-92 a lo lejos y Jun Do dijo:
—Como si mis problemas fueran a resolverse por ponerles un nombre.
Jun Do pasó aquella noche en la oscura popa del barco, observando la estela turbulenta que dejaban a su paso. «Rumina», pensaba una y otra vez. Hizo un esfuerzo consciente por no escuchar su voz y para no visualizarla. Solo imaginó cómo pasaría el último día si supiera que estaban a punto de ir a por ella.
Era ya entrada la mañana cuando llegaron al puerto de Bandai-jima, en cuyas aduanas ondeaban las banderas internacionales. En los amarraderos estaban cargando de arroz unos grandes barcos de mercancías, pintados de azul humanitario. Jun Do y Gil llevaban documentos falsos y, vestidos con polo, vaqueros y zapatillas deportivas, bajaron por la pasarela y se dirigieron al centro de Niigata. Era domingo.
De camino al auditorio, Jun Do vio un avión de pasajeros que cruzaba el cielo, dejando tras de sí una larga estela. Lo observó boquiabierto, estirando el cuello: era increíble. Tan increíble que decidió fingir que todo le parecía normal: las luces de colores que controlaban el tráfico o aquellos autobuses que se arrodillaban como bueyes para que pudieran subir los ancianos. Los parquímetros hablaban, cómo no, y las puertas de las tiendas se abrían a su paso. Desde luego, en los baños no había ni un cubo para el agua ni un cazo.
La función de tarde era un popurrí de las obras que la compañía operística iba a representar durante la temporada siguiente, de modo que los cantantes se iban turnando para interpretar arias breves. Gil parecía conocerse las canciones, pues tarareaba al compás. Rumina, una mujer menuda y ancha de espaldas, subió al escenario con un vestido color grafito. Tenía los ojos oscuros bajo un flequillo puntiagudo. Jun Do se percató de que era una mujer que había conocido la tristeza, pero aun así ignoraba la gravedad de las tribulaciones que le deparaba el futuro. No sabía que ese mismo día, al anochecer, su vida iba a convertirse en una ópera, con Jun Do en el papel de la lúgubre figura que al final del primer acto raptaba a la heroína y se la llevaba a una tierra de lamentos.
La soprano cantó en italiano, alemán y japonés. Cuando finalmente cantó en coreano, quedó claro por qué la habían elegido desde Pyongyang. Tenía un timbre precioso y cantó con voz delicada acerca de dos amantes en un lago, una canción que no hablaba ni del Querido Líder, ni de derrotar a los imperialistas, ni del orgullo de alguna fábrica norcoreana, sino de una chica y un chico en una barca. La chica llevaba un choson-ot blanco y el chico tenía una mirada conmovedora.
Rumina cantaba en coreano y llevaba un vestido de color grafito; podría haber cantado sobre una araña que atrapaba a quienes la escuchaban en su telaraña. Jun Do y Gil vagaron por las calles de Niigata colgando de esa tela y fingiendo que no estaban a punto de secuestrarla de la cercana villa de los artistas. Jun Do no lograba quitarse de la cabeza el verso que hablaba de cómo, al llegar al centro del lago, los amantes decidían dejar de remar.
Pasearon por la ciudad como en trance, esperando a que anocheciera. Lo que más efecto tuvo sobre Jun Do fueron los anuncios. En Corea del Norte no existían los anuncios y allí, en cambio, los había en buses, carteles y pantallas gigantes. Eran inmediatos, suplicantes (parejas abrazándose, un niño triste), y Jun Do le preguntó a Gil qué decían, pero todas sus respuestas tenían que ver con seguros de coche y tarifas telefónicas. A través de un escaparate vieron a unas mujeres coreanas que les cortaban las uñas a unas mujeres japonesas. Solo para divertirse, echaron unas monedas en una máquina expendedora y esta les devolvió una bolsa de una comida de color naranja que ninguno de los dos quiso probar.
Gil se detuvo ante una tienda que vendía material de submarinismo. En el escaparate había una bolsa grande para guardar los aparejos de buceo. Era negra, de nailon, y el vendedor les mostró que era lo bastante grande como para guardar en ella todo lo necesario para una aventura submarina para dos. La compraron.
Le preguntaron a un hombre que empujaba un carrito si se lo prestaba y el hombre les dijo que podían coger uno en el supermercado. Dentro de la tienda era casi imposible saber qué contenían la mayoría de las cajas y paquetes. No encontraron en ninguna parte las cosas importantes, como las fanegas de nabos y los cubos de castañas. Gil compró un grueso rollo de cinta adhesiva y, en la sección de juguetes para niños, una pequeña caja de acuarelas. Por lo menos Gil tenía alguien a quien comprarle un recuerdo.
Oscureció y en los escaparates se encendieron neones de color azul y rojo; los sauces estaban inquietantemente iluminados por debajo. Los faros de los coches los deslumbraban. Jun Do se sentía vulnerable, desubicado. ¿Y el toque de queda? ¿Por qué no respetaban los japoneses la oscuridad, como la gente normal?
Se detuvieron delante de un bar. Aún tenían algo de tiempo. Dentro había gente riendo y hablando. Gil sacó sus yenes y los contó.
—No tiene ningún sentido llevárselos de vuelta —dijo.
Ya dentro, pidió dos whiskies. Había dos mujeres en la barra y Gil las invitó a beber. Las mujeres les sonrieron y retomaron su conversación.
—¿Tú has visto qué dientes? —preguntó Gil—. Blancos y perfectos, como los de un niño. —Al ver que Jun Do no asentía, Gil añadió—: Relájate, ¿no? Suéltate un poco.
—Para ti es muy fácil —protestó Jun Do—. Tú no tienes que echarle el guante a nadie esta noche y luego transportarlo a través de la ciudad. Y como no encontremos al oficial So en esa playa…
—Sí, eso sería gravísimo, vamos —observó Gil—. Yo no veo a nadie por aquí que conspire para fugarse a Corea del Norte. No veo que vengan a raptar a nadie a nuestras playas.
—Hablar de estas cosas no es precisamente útil.
—Bebe, anda —dijo Gil—. Si quieres ya meto yo a la cantante en la bolsa. No eres el único que puede con una mujer, ¿sabes? No creo que sea muy difícil.
—No, de la cantante me encargo yo —replicó Jun Do—. Y tú céntrate un poco.
—Soy perfectamente capaz de meter a una cantante en una bolsa, ¿vale? —dijo Gil—. Y de empujar un carro de la compra. Bebe, anda. Es probable que sea la última vez que veas Japón.
Gil intentó hablarles en japonés a las mujeres, pero estas sonrieron y lo ignoraron. Entonces invitó a la camarera, que se acercó y habló con él mientras le servía. Era una mujer estrecha de hombros, llevaba la camisa ceñida y tenía el pelo totalmente negro. Bebieron juntos y él dijo algo que la hizo reír. Cuando fue a servir a otro cliente, Gil se volvió hacia Jun Do.
—Si te acostaras con una de estas mujeres —le aseguró—, sabrías que es porque quiere, no porque es una mujer de solaz del Ejército, que tiene que conseguir nueve sellos al día en su libreta de cupones, o una chica de una fábrica a la que su junta de vivienda ha decidido casar. En nuestro país, las chicas guapas ni te miran. No puedes ni tomarte un té con una sin que su padre empiece ya a preparar la boda.
«¿Chicas guapas?», pensó Jun Do.
—El mundo cree que soy huérfano, esa es mi maldición —le dijo Jun Do—. Pero ¿cómo se lo monta un chico de Pyongyang como tú para terminar en un trabajo de mierda como este?
Gil pidió otra ronda, aunque Jun Do apenas había tocado su bebida.
—Realmente, vivir en el orfanato te ha fundido los sesos —respondió Gil—. Que no me suene con la mano no significa que no sea un chico de campo, de Myohsun. Tú también tendrías que evolucionar un poco. En Japón puedes ser quien quieras.
Oyeron una motocicleta que frenaba y, al otro lado del ventanal, vieron a un hombre que la aparcaba en fila, entre varias más. Entonces sacó la llave del contacto y la escondió debajo del borde del depósito de la gasolina. Gil y Jun Do se miraron.
Gil dio un trago de whisky, se lo pasó por toda la boca y echó la cabeza hacia atrás para hacer gárgaras delicadamente.
—No bebes como un chico de pueblo.
—Y tú no bebes como un huérfano.
—Porque no soy huérfano.
Mejor —dijo Gil—. Porque los huérfanos de mi unidad de localizadores de minas terrestres solo sabían robarte cosas: cigarrillos, calcetines, shoju… ¿No te cabrea que alguien se beba tu shoju? Los de mi unidad engullían todo lo que pillaban, como un perro que se come a sus cachorros, y para darte las gracias te dejaban sus endebles cagarrutas.
Jun Do le dedicó una de esas sonrisas que sirven para tranquilizar a alguien justo antes de asestarle el golpe de gracia, pero Gil siguió a lo suyo:
—Pero se nota que tú eres un tipo decente. Eres fiel como el mártir de la historia. No tienes por qué contarte cuentos sobre si tu padre era esto o tu madre era lo otro: puedes ser quien quieras ser. Reinventarte cada noche. Olvidarte de aquel borracho y su agujero en la pared.
Jun Do se levantó. Retrocedió un paso y se colocó a la distancia justa para soltarle una patada giratoria. Cerró los ojos y percibió el espacio, visualizó cómo pivotaba sobre la cadera, levantaba la pierna y descargaba el empeine mientras giraba sobre sí mismo. Jun Do llevaba toda su vida tragando con aquello, estaba harto de que a la gente que venía de una familia normal le resultara inconcebible que un hombre pudiera estar tan herido que ni siquiera fuera capaz de reconocer a su propio hijo, que pensaran que no había nada peor que una madre que abandonaba a su hijo, aunque fuera algo que pasaba constantemente, y que acusaran de «robar» a personas que tenían tan poco que ofrecer que prácticamente no tenían nada.
Jun Do abrió los ojos y de repente Gil se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder. Le faltó poco para que se le cayera la bebida.
—Oye, oye —dijo—. Me he equivocado, ¿vale? Vengo de una familia numerosa y no sé nada sobre huérfanos. Es hora de marcharnos, tenemos cosas que hacer.
—De acuerdo —respondió Jun Do—. Me gustará ver cómo te manejas con las chicas guapas de Pyongyang.
Detrás del auditorio estaba la villa de los artistas, una serie de casitas construidas alrededor de unas fuentes termales. Vieron el arroyo de agua, aún caliente, que salía de la casa de baño: de color blanco mineral, descendía por encima de las rocas desgastadas y descoloridas, hacia el mar.
Escondieron el carrito de la compra y Jun Do ayudó a Gil a pasar por encima de la verja. Gil fue a abrir la puerta metálica para Jun Do, pero entonces se detuvo un instante y los dos se quedaron mirándose a través de los barrotes, hasta que Gil levantó el pestillo y dejó pasar a Jun Do.
Unos diminutos conos de luz iluminaban el camino de losas que conducía al búngalo de Rumina. Encima de sus cabezas, el verde oscuro y el blanco de los magnolios ocultaban las estrellas. En el ambiente flotaba un aroma a coníferas y cedro, con un toque a océano. Jun Do cortó dos tiras de cinta adhesiva y se las pegó a Gil en las mangas.
—Así las tendrás a punto —susurró Jun Do.
Gil le dirigió una mirada de asombro y de incredulidad.
—Pero ¿vamos a entrar ahí por la fuerza?
—Yo abriré la puerta —respondió Jun Do—. Y tú le tapas la boca con la cinta.
Jun Do cogió una pesada losa del camino y la llevó hasta la puerta. La apoyó en el pomo, la golpeó con la cadera y la puerta cedió. Gil corrió hacia la mujer, que estaba sentada en la cama, iluminada solo por un televisor. Jun Do vio desde la puerta cómo Gil le colocaba la cinta adhesiva sobre la boca, pero entonces, entre las sábanas y la cama mullida, pareció que empezaban a cambiar las tornas. Gil perdió un puñado de pelo. La mujer lo agarró por el cuello de la camisa y le hizo perder el equilibrio, pero entonces él se le colgó del cuello y los dos cayeron rodando por el suelo. Gil la aplastó con su peso y a la mujer se le crisparon los pies del dolor. Jun Do estuvo un buen rato fijándose en aquellos dedos: tenían las uñas pintadas de un rojo chillón.
En un primer momento, Jun Do pensaba «agárrala por aquí, presiónala ahí», pero de pronto se apoderó de él una sensación desagradable. Mientras rodaban por el suelo, Jun Do se dio cuenta de que la mujer se había meado encima, y la crudeza, la brutalidad de lo que estaba sucediendo se le hizo evidente de nuevo. Gil terminó de dominarla y le ató las muñecas y los tobillos; la mujer estaba arrodillada y Gil sacó la bolsa y abrió la cremallera. Al verla, a la mujer se le pusieron los ojos en blanco (desbocados y anegados de lágrimas), y se quedó lacia. Jun Do se quitó las gafas: era mucho mejor verlo todo borroso.
Salió al exterior y respiró hondo. Oyó los resoplidos de Gil, que intentaba doblarla para que cupiera en la bolsa. Las estrellas sobre el océano, ahora desenfocadas, le recordaron la libertad que había experimentado la noche que cruzó por primera vez el mar del Japón, lo cómodo que se había sentido en aquel barco de pesca. Volvió a entrar y vio que Gil había cerrado la bolsa de modo que a Rumina ya solo se le veía la cara, con las aletas de la nariz ensanchándose para coger más oxígeno. Gil se le colocó encima, exhausto pero sonriente, y tensó la tela de los pantalones encima de la ingle, para que la mujer viera la silueta de su erección. Esta puso unos ojos como platos y Gil terminó de cerrar la cremallera.
Rebuscaron rápidamente entre sus cosas. Gil se embolsó un puñado de yenes y un collar de piedras rojas y blancas. Jun Do no sabía qué coger. Encima de una mesa había botes de medicamentos, cosméticos y un montón de fotografías de familia. Entonces sus ojos se toparon con el vestido color grafito y lo sacó de la percha.
—¿Qué coño haces? —preguntó Gil.
—No lo sé —dijo Jun Do.
El carro de la compra iba sobrecargado y traqueteaba con cada grieta de la acera. No dijeron nada. Gil tenía varios arañazos y llevaba la camisa desgarrada. Parecía como si se le hubiera corrido el maquillaje. La parte de la cabeza donde le habían arrancado el pelo estaba ya cubierta por un líquido amarillento. Cerca del bordillo, el cemento formaba pendiente y las ruedas tenían tendencia a girar de forma extraña, de modo que el carrito se volcaba y la carga caía al suelo.
Las calles estaban llenas de fardos de cartón. En los desagües, los lavaplatos limpiaban esterillas de cocina con mangueras. Pasó zumbando un autobús, reluciente y vacío. Cerca del parque había un hombre paseando un gran perro blanco, que se detuvo y se los quedó mirando. La bolsa se estremecía ocasionalmente, pero pronto quedaba inmóvil. En una esquina, Gil le dijo a Jun Do que girara a la izquierda. Allí, después de una empinada pendiente y un parking, estaba la playa.
—Yo me encargo de vigilar la retaguardia —dijo Gil.
El carro estuvo a punto de salir disparado cuesta abajo, pero Jun Do agarró el asa con más fuerza.
—De acuerdo —respondió.
—Lo que he dicho antes sobre los huérfanos estaba completamente fuera de lugar —comentó Gil a sus espaldas—. No tengo ni idea de qué significa que tus padres hayan muerto o te hayan abandonado. Me he equivocado, ahora me doy cuenta.
—No pasa nada —replicó Jun Do—. Yo no soy huérfano.
—Bueno, pues háblame de la última vez que viste a tu padre —le pidió Gil desde detrás.
El carrito seguía acelerándose, como si quisiera ir por libre. Jun Do tenía que hacer contrapeso con todo el cuerpo y derrapar con los dos pies sobre el suelo.
—No hubo ninguna fiesta de despedida, ni nada así. —El carro se precipitó y arrastró a Jun Do un par de metros, hasta que logró recuperar la tracción—. Yo llevaba allí más tiempo que nadie: nunca me adoptaron, mi padre no habría permitido que se llevaran a su único hijo. Esa noche vino a verme. Habíamos quemado las camas, de modo que yo estaba en el suelo… Gil, échame una mano.
De pronto el carrito iba muy rápido. Jun Do tropezó, se le escapó de las manos y salió despedido cuesta abajo, dando tumbos.
—¡Gil! —gritó al ver que se alejaba. El carrito empezó a traquetear por la velocidad, atravesó el parking entero, chocó contra el bordillo del otro extremo y salió volando por los aires. La bolsa negra cayó sobre la arena oscura.
Jun Do se volvió, pero no vio a Gil por ninguna parte.
Echó a correr hacia la playa. Dejó atrás la bolsa negra, que había caído en una posición peculiar, y al llegar junto al agua escrutó las olas en busca del oficial So, pero allí no había nada. Se llevó las manos a los bolsillos: no llevaba ni un mapa, ni un reloj, ni una linterna. Apoyó las manos en las rodillas, incapaz de recuperar el aliento. Unos metros más lejos, revoloteando por la playa, pasó el vestido color grafito, que el viento iba hinchando y deshinchando; se alejó dando tumbos por la arena hasta que lo engulló la noche.
Encontró la bolsa y le dio la vuelta. Abrió parcialmente la cremallera y de dentro salió una bocanada de calor. Le quitó la cinta de la cara, que tenía rozada a causa del nailon. La mujer le dijo algo en japonés.
—No entiendo —dijo Jun Do.
—Gracias por rescatarme —dijo entonces la mujer en coreano.
Él se fijó en su cara, maltrecha e hinchada.
—Unos psicópatas me han metido aquí dentro —le contó—. Gracias a Dios que ha venido. Creía que estaba muerta, pero me ha liberado.
Jun Do miró de nuevo alrededor por si veía a Gil, aunque ya sabía que no iba a encontrarlo.
—Gracias por sacarme de aquí —insistió la mujer—. De verdad, muchas gracias por salvarme.
Jun Do comprobó el estado de la cinta con los dedos, pero ya casi no pegaba. Había un mechón de pelo de la mujer pegado en la cinta. Jun Do la soltó y se la llevó el viento.
—Dios mío —dijo entonces la mujer—. Eres uno de ellos.
La brisa levantó una nube de arena, que entró en la bolsa y se le metió en los ojos.
—Créame —le aseguró Jun Do—. Sé por lo que está pasando.
—No tiene por qué ser una mala persona —le dijo la mujer—. Hay bondad en su interior, lo veo. Suélteme y cantaré para usted. Ni se imagina lo bien que puedo cantar.
—Llevo todo el día inquieto, pensando en su canción —dijo Jun Do—. La del chico que decide dejar de remar al llegar a la mitad del lago.
—Es solo un aria —explicó la mujer—. Forma parte de una ópera llena de tramas menores, giros arguméntales y traiciones.
Jun Do se acercó más a ella.
—Pero el chico, ¿se detiene porque ha rescatado a la chica y sabe que al llegar a la otra orilla deberá entregarla a sus superiores? ¿O la ha raptado y sabe que le espera un castigo?
—Es una historia de amor —respondió ella.
—Eso ya lo sé —dijo Jun Do—, pero ¿cuál es la respuesta? ¿Es posible que el chico sepa que haga lo que haga lo espera un campo de prisioneros?
La mujer escrutó su rostro, como si él supiera la respuesta.
—¿Cómo termina? —insistió Jun Do—. ¿Qué les pasa al final?
—Si me deja salir de aquí se lo cuento —respondió ella—. Abra la bolsa y le canto el final.
Jun Do cogió la cremallera y la cerró. Entonces se acercó a la parte de la bolsa de nailon negra donde quedaba la cara de la mujer.
—Mantenga los ojos abiertos —le dijo—. Ya sé que no ve nada, pero pase lo que pase, no los cierre. La oscuridad y la estrechez no son sus enemigos.
Arrastró la bolsa hasta la orilla del agua. El océano, frío y cubierto de espuma, le lamió las zapatillas mientras él escrutaba las olas en busca del oficial So. De pronto una ola más alta que el resto subió por la arena y llegó hasta donde estaba la bolsa, y la mujer soltó un grito como Jun Do no había oído nunca. Desde el agua lo iluminó una linterna: el oficial So la había oído e hizo girar la lancha hinchable, mientras Jun Do arrastraba la bolsa hasta las olas. Entre los dos la cargaron en la lancha, tirando de las correas.
—¿Dónde está Gil? —quiso saber el oficial So.
—Gil se ha ido —dijo Jun Do—. Estaba a mi lado y de repente ha desaparecido.
El agua les llegaba hasta las rodillas, mientras intentaban estabilizar la balsa. Las luces de la ciudad se reflejaban en los ojos del oficial So.
—¿Sabe qué les pasó a los otros oficiales de la misión? —preguntó—. Éramos cuatro. Ahora solo quedo yo. Los otros están en la Prisión 9, ¿ha oído hablar de ese lugar, tunelero? toda la prisión se encuentra bajo tierra. Es una mina y en cuanto entras ya no vuelves a ver el sol.
—Oiga, asustándome no va a conseguir nada. No sé dónde está.
Pero el oficial So siguió:
—Hay una puerta de hierro en la boca de la mina y en cuanto la atraviesas, se terminó todo. Dentro no hay ni guardas, ni médicos, ni cafetería, ni baños. Tienes que cavar en la oscuridad, y si encuentras algún mineral, lo arrastras hasta la superficie y lo intercambias por comida, velas y picos a través de los barrotes. No salen ni los cadáveres.
—Puede estar en cualquier parte —admitió Jun Do—. Habla japonés.
Desde dentro de la bolsa se oyó la voz de Rumina.
—Yo los puedo ayudar —dijo—. Me conozco Niigata como la palma de la mano. Déjenme salir y les juro que lo encuentro.
Pero ellos la ignoraron.
—¿Quién es ese tío, vamos a ver? —preguntó Jun Do.
—El hijo consentido de no sé qué ministro —dijo el oficial So—. O eso es lo que me dijeron. Su padre lo mandó aquí para que se le endureciera el carácter. Ya se sabe que el hijo del héroe es siempre el más timorato.
Jun Do se volvió y estudió las luces de Niigata. El oficial So le puso una mano encima del hombro.
—Es usted un hombre muy marcial —le dijo—. Cuando hay que hacer algo, usted lo hace. —Apartó el asa de la bolsa de nailon e hizo un nudo corredizo con ella—. Gil nos ha puesto la soga al cuello. Ahora le toca a usted.
Jun Do cruzó el distrito imbuido de una extraña calma. La luna se reflejaba en cada charco y cuando un autobús se detuvo en la parada, el conductor le digirió una mirada y no le pidió el billete. El bus iba vacío a excepción de dos hombres coreanos que iban sentados al fondo. Aún llevaban puestos los gorritos blancos de un puesto de comida rápida. Jun Do habló con ellos, pero los hombres negaron con la cabeza.
Si quería tener alguna opción de encontrar a Gil en aquella ciudad, Jun Do necesitaba la moto. Pero si Gil tenía dos dedos de frente, esta ya hacía rato que habría desaparecido. Cuando finalmente dobló la esquina de la whiskería, la motocicleta negra relucía junto al bordillo. Se sentó a horcajadas y cogió el manillar, pero cuando fue a sacar la llave de debajo de la tapa del depósito de gasolina, se dio cuenta de que no estaba. Se volvió hacia la ventana del bar y a través de los cristales vio a Gil, riendo con la camarera.
Jun Do se sentó junto a Gil, que estaba enfrascado pintando una acuarela. Tenía el estuche de pinturas abierto y mojaba el pincel en un vasito de agua, que había adquirido un tono entre morado y verde. Estaba dibujando un paisaje, con campos de bambú y caminitos que serpenteaban por una llanura pedregosa. Gil levantó la vista y vio a Jun Do. Entonces mojó el pincel y lo tiñó de amarillo para resaltar los tallos de bambú.
—Joder, mira que eres idiota —le recriminó Jun Do.
—No, el idiota eres tú —respondió Gil—. Ya tenías a la cantante, ¿a quién se le ocurre volver a buscarme?
—A mí —le dijo Jun Do—. Dame la llave.
Esta estaba encima de la barra y Gil se la pasó.
Gil hizo un gesto con los dedos para pedir otra ronda. La camarera se acercó; llevaba el collar de Rumina. Gil habló con ella, cogió la mitad de los yenes y se los dio a Jun Do.
—Le he dicho que la próxima ronda la pagas tú —comentó Gil.
La camarera sirvió tres vasos de whisky y a continuación dijo algo que hizo reír a Gil.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Jun Do.
—Dice que se te ve muy fuerte, y que es una pena que seas un mariquita.
Jun Do se lo quedó mirando y Gil se encogió de hombros.
—Es posible que le haya contado que nos hemos peleado, por una chica, y que iba ganando hasta que me has tirado del pelo.
—Aún puedes salir de esta —insistió Jun Do—. No diremos nada, te lo juro. Si volvemos ahora será como si nunca hubieras echado a correr.
—¿Tú me ves corriendo? —preguntó Gil—. Además, no puedo dejar a mi novia.
Gil le tendió la acuarela a la camarera, y esta la colgó de la pared para que se secara, junto a un retrato de sí misma, radiante con su collar blanco y rojo. Observando la acuarela con los ojos entornados, de pronto Jun Do comprendió que Gil no había pintado un paisaje, sino un campo de minas exuberante, bucólico.
—Así que estuviste trabajando con minas terrestres —dijo.
—Mi madre me mandó a Mansuade, a estudiar pintura —contó Gil—. Pero entonces mi padre decidió que los campos de minas harían de mí un hombre e hizo valer sus contactos. —A Gil se le escapó la risa ante la idea de tener que recurrir a contactos para mandarlo a un batallón suicida—. Logré que me pusieran a dibujar los mapas en lugar de cartografiarlos.
Mientras hablaba, empezó a trabajar en otra acuarela, el retrato de una mujer con la boca abierta e iluminada desde debajo, de modo que las cuencas de los ojos le quedaban a oscuras. El retrato adoptó inmediatamente las facciones de Rumina, aunque no se sabía si cantaba con gran intensidad o gritaba desesperadamente.
—Dile que te vas a tomar la última —dijo Jun Do, y le entregó todos los yenes que le quedaban a la camarera.
—Siento mucho todo esto —se disculpó Gil—, lo siento de veras. Pero no pienso moverme de aquí. Considera la cantante de ópera como un regalo y dales recuerdos a todos de mi parte.
—¿Fue tu padre quién pidió a la cantante? ¿Por eso estás aquí?
Gil lo ignoró y empezó a pintar un retrato de él y de Jun Do juntos, los dos con los pulgares levantados. Sonreían de forma extraña, forzada. Jun Do no quería que lo terminara.
—Vámonos —le ordenó Jun Do—. O llegarás tarde al karaoke de Yanggkdo, o donde sea que vayáis las élites a divertiros.
Gil no se movió de donde estaba. Estaba repasando los músculos de Jun Do y haciéndolos muy grandes, como si fuera un simio.
—Es verdad —admitió Gil—. He probado la ternera y el avestruz. He visto Titanic y he navegado diez veces por internet. Y sí, hay karaoke. Cada semana una de las mesas queda vacía; antes la ocupaba siempre la misma familia, pero han desaparecido. Nadie habla de ellos y las canciones que cantaban han desaparecido de la máquina.
—Te lo prometo —insistió Jun Do—. Vuelve y nadie sabrá nunca nada.
—La pregunta no es si yo voy a ir contigo —dijo Gil—, sino si vas a venir tú conmigo.
Si Jun Do hubiera querido desertar, habría tenido ya una docena de ocasiones para hacerlo. Al final de cada túnel no costaba nada trepar por la escalera y abrir la tapa con resorte.
—Lo único que he visto que tuviera sentido en este absurdo país han sido esas mujeres coreanas que lavaban los pies a las japonesas —afirmó Jun Do.
—Podría llevarte a la embajada de Corea del Sur mañana mismo. En metro tardaríamos un momento. En seis semanas estarías en Seúl. Les resultarías muy útil, un verdadero filón.
—¿Y tu madre? ¿Y tu padre? —preguntó Jun Do—. Los mandarán a los campos.
—Cuando estás en el karaoke no importa lo bien o lo mal que cantes: siempre termina saliendo tu número. Es solo una cuestión de tiempo.
—¿Y qué me dices del oficial So? ¿Cuántos whiskies caros necesitarás para olvidar que está cavando en la oscuridad de la Prisión 9?
—El oficial So es precisamente el motivo por el que debes marcharte —dijo Gil—. Para no terminar como él.
—Pues te manda recuerdos —dijo Jun Do, que le colocó el lazo de nailon encima de la cabeza y tiró para que le quedara bien sujeto al cuello.
Gil se terminó el whisky de un trago.
—Yo no soy más que una persona —repuso—. Un don nadie que se quiere largar.
La camarera vio la correa y, cubriéndose la boca, soltó:
—Homo janai.
—Supongo que eso no hace falta que te lo traduzca —dijo Gil.
Jun Do tiró de la correa y se levantaron los dos. Gil cerró la caja de acuarelas y le dedicó una inclinación de cabeza a la camarera.
—Chousenjin ni turesareruyo —le dijo.
La mujer les sacó una fotografía con el teléfono móvil y se sirvió una bebida. Lo levantó y brindó por Gil antes de bebérselo.
—Jodidos japoneses —maldijo Gil—. Son la leche. Le acabo de decir que me están secuestrando para llevarme a Corea del Norte y mírala.
—Fíjate bien, muy bien, en todo esto —dijo Jun Do, y cogió las llaves de la moto de la barra.
Dejaron atrás el rompeolas y pusieron rumbo mar adentro, entre la marejada; la lancha hinchable se levantó y cayó plana sobre el agua, todos iban agarrados a la cuerda de salvamento. Rumina iba en la proa, las manos atadas con un fragmento nuevo de cinta adhesiva. El oficial So la cubrió con su chaqueta, pero aparte de eso iba desnuda y estaba morada a causa del frío.
Jun Do y Gil estaban sentados en lados opuestos de la lancha, pero Gil se negaba a mirarlo. Al llegar a mar abierto, el oficial So redujo la marcha para poder oír a Jun Do.
—Le he dado mi palabra a Gil —le dijo al oficial So—. Le he prometido que nos olvidaríamos de que ha intentado huir.
Rumina estaba sentada de espaldas al viento, y el pelo se le arremolinaba ante la cara.
—Yo lo metía en la bolsa —opinó.
El oficial So se pegó un hartón de reír.
—La cantante de ópera tiene razón —dijo—. Ha pescado a un desertor, hijo mío. Nos había puesto una pistola en la sien, pero hemos sido más listos que él. Vaya pensando en su recompensa —agregó—. Empiece a saborearla.
De repente, la idea de pedir una recompensa, de encontrar a su madre y liberarla de su destino en Pyongyang, lo sublevaba. En los túneles, a veces te topabas con una cortina de gas. Tú no te dabas cuenta, pero pronto te empezaba a doler la cabeza y la oscuridad se volvía de un rojo palpitante. Eso fue lo que sintió en aquel momento ante la mirada fulgurante de Rumina: de repente se preguntó si no se estaría refiriendo a él, si no habría querido decir que a quien debían meter en la bolsa era a Jun Do. Pero no había sido él quien le había pegado una paliza y la había atado. No había sido su padre quien había ordenado su secuestro. Y, además, ¿qué alternativa tenía, en general? No tenía la culpa de haber crecido en una ciudad donde no había ni electricidad, ni calefacción, ni combustible, donde las fábricas se habían oxidado y donde los hombres sanos estaban o en campos de trabajo o paralizados por el hambre. No tenía la culpa de que todos los chicos que había tenido a su cargo vivieran atenazados por el abandono, desesperados ante la posibilidad de que los reclutaran como carceleros o miembros de algún escuadrón suicida.
Gil llevaba aún la cuerda atada al cuello. Por pura diversión, el oficial So tiró de ella con fuerza, solo para notar como se tensaba.
—Lo echaría por la borda ahora mismo —le dijo—, pero entonces me perdería lo que le van a hacer.
Gil dio un respingo de dolor y replicó:
—Jun Do ya está enseñado. Ahora ocupará su lugar y a usted lo mandarán a un campo, para que nunca pueda hablar de nada de esto.
—Usted no sabe nada —repuso el oficial So—. Es un pusilánime y un débil. Este juego lo inventé yo: yo secuestré al chef de sushi de Kim Jong-il. Yo arranqué al médico de nuestro Querido Líder de un hospital de Osaka, a plena luz del día, con estas manos.
—No tiene ni idea de cómo funciona Pyongyang —aseguró Gil—. En cuanto los demás ministros la vean, todos querrán a su propia cantante de ópera.
Les cayó encima una lluvia de espuma fría y blanca. Rumina respiró hondo, como si cada pequeño detalle pudiera costarle la vida. Entonces se volvió hacia Jun Do y lo fulminó otra vez con la mirada. Este se dio cuenta de que aquella mujer estaba a punto de decirle algo, que una palabra estaba tomando cuerpo en sus labios.
Jun Do desplegó las gafas y se las puso; entonces vio los cardenales en la garganta de la mujer, sus manos regordetas y amoratadas bajo la cinta adhesiva que le inmovilizaba las muñecas. La mujer no apartaba la mirada. Era como si sus ojos vieran claramente las decisiones que Jun Do había tomado en la vida, como si supieran que él había sido el encargado de decidir qué huérfanos comían primero y cuáles se quedaban con las cucharadas líquidas y sin sustancia; el encargado de asignar las camas que había junto a la estufa y las del pasillo, donde acechaba la hipotermia; el responsable de elegir qué chicos se quedarían ciegos trabajando en el horno de arco y cuáles irían a la planta química, que volvía el cielo amarillo. Era como si aquella mujer supiera que había enviado a Ha Shin, el chico que no podía hablar y el único que no diría que no, a limpiar las cubas de la fábrica de pintura; que había sido Jun Do quien había puesto el arpón en las manos de Bo Song.
—¿Qué alternativa tenía? —le preguntó Jun Do.
No se trataba de una pregunta retórica: necesitaba saberlo, del mismo modo que necesitaba saber qué les pasaba al chico y a la chica al final del aria.
La mujer levantó el pie y le mostró a Jun Do los dedos, el esmalte rojo sobre el negro platino. Dijo una palabra y le hundió el pie en la cara.
Su sangre era oscura y le manchó la camisa que había llevado el hombre al que habían secuestrado en la playa. La uña del dedo gordo del pie le hizo un corte en la encía, pero no pasaba nada, se sentía mejor, ahora sabía la palabra que la mujer había tenido en los labios. No necesitaba hablar japonés para saber que le había dicho «muérete». Aquel era también el final de la ópera, estaba seguro. Eso era lo que les pasaba al chico y a la chica de la barca. Pero no se trataba de una historia triste, sino de una historia de amor: el chico y la chica por lo menos sabían cuáles eran sus destinos y no iban a estar solos nunca más.
★★★
Hubo muchos más secuestros. De hecho, estos se prolongaron durante años y años. Hubo el de la mujer a la que sorprendieron en una piscina natural en la isla de Nishino: llevaba los pantalones remangados y tenía la vista fija en una cámara montada sobre un trípode de madera. Tenía el pelo canoso y revuelto, y accedió a marcharse sin rechistar a cambio de sacarle una foto a Jun Do. El del climatólogo japonés al que descubrieron en un iceberg del estrecho de Tsugaru; se llevaron también su material científico y su kayak rojo. Y también los del campesino que encontraron en un campo de arroz, el ingeniero de muelles y la mujer que dijo que había ido a la playa para ahogarse.
Y entonces, un día, los secuestros terminaron de golpe, tal como habían empezado. Enviaron a Jun Do a una escuela de idiomas y pasó allí un año estudiando inglés. Le preguntó al oficial de control de Kyongson si su nuevo emplazamiento era una recompensa por haber impedido la deserción del hijo del ministro. El oficial se quedó el antiguo uniforme militar de Jun Do, su tarjeta de racionamiento de licor y una libreta de cupones para prostitutas. Al ver que la libreta estaba casi llena, sonrió.
—Sí, cómo no —dijo.
En Majon-ni, en las montañas Onjin, hacía más frío del que había hecho nunca en Chongjin. Jun Do dio las gracias por los auriculares azules que llevaba puestos todo el día y que ahogaban el estruendo de los interminables ejercicios de los tanques de la Novena Mecanizada, que estaba estacionada allí. Los oficiales de la escuela no tenían ningún interés en que Jun Do aprendiera a hablar inglés. Lo único que tenía que hacer era transcribirlo, aprender el vocabulario y la gramática que oía a través de los auriculares, y reproducirlo tecleando con dos dedos en su máquina de escribir. «Querría comprar un cachorro», decía la voz de mujer a través de los auriculares, y Jun Do lo escribía. Casi al final, llegó a la escuela un maestro humano, un hombre triste y propenso a la decepción que Pyongyang había sacado de África. El tipo no hablaba coreano y se pasaba las clases haciéndoles a los estudiantes preguntas profundas e imposibles de responder, que incrementaron en gran medida su dominio del modo interrogativo.
Durante cuatro estaciones, Jun Do logró evitar las serpientes venenosas, las sesiones de autocrítica y el tétanos, que afectaba a algún soldado casi cada semana. Empezaba siempre como si nada (un pinchazo con un alambre, un corte con la tapa de una lata de víveres), pero pronto empezaban la fiebre, los temblores y finalmente un agarrotamiento de la musculatura que dejaba el cuerpo tan rígido y retorcido que era imposible meterlo en un ataúd. La recompensa que Jun Do obtuvo por estos logros fue un puesto de escucha en el mar del Este, a bordo del pesquero Junma. Sus dependencias se encontraban en la bodega de popa del Junma, una cámara de acero donde cabían una mesa, una silla, una máquina de escribir y un montón de receptores sacados de los aviones americanos derribados durante la guerra. La bodega estaba iluminada tan solo por el piloto verde del aparato de escucha, cuya luz se reflejaba sobre el agua con olor a pescado que se filtraba bajo los mamparos y se deslizaba por el suelo. Incluso cuando llevaba ya tres meses a bordo del barco, Jun Do no podía dejar de imaginar lo que había al otro lado de aquellas paredes metálicas: cámaras llenas de peces que exhalaban el último aliento rodeados de frío y oscuridad.
Llevaban ya varios días en aguas internacionales, con la bandera norcoreana arriada para evitarse problemas. Primero se habían dedicado a perseguir los bancos de caballa que surcaban las profundidades, y luego los inquietos bonitos que asomaban a la superficie en las contadas ocasiones en que asomaba el sol. Ahora andaban buscando tiburones. Durante la noche, el Junma los había estado pescando con palangre al borde de la fosa oceánica, y al amanecer Jun Do oyó los chirridos del cabrestante y los coletazos de los tiburones cuando los sacaban del agua y batían contra el casco.
De la puesta a la salida del sol, Jun Do monitorizaba las transmisiones habituales: por lo general capitanes de pesqueros, el ferry de Uichi a Vladivostok, e incluso el parte nocturno de dos americanas que estaban dando la vuelta al mundo a remo: una remaba por la noche y la otra durante el día, algo que echó por tierra la teoría de la tripulación de que habían ido hasta el mar del Este para tener relaciones entre chicas.
Oculta entre el aparejo y las botavaras del Junma había una potente antena abierta, y encima del timón había también una antena direccional que giraba 360 grados. Estados Unidos, Japón y Corea del Sur encriptaban todas sus transmisiones militares, que sonaban como una serie de chirridos y balidos, pero al parecer a Pyongyang le interesaba mucho estar al corriente de la cantidad de balidos, y de dónde y cuándo se producían. Mientras documentara eso, podía curiosear por las ondas todo lo que quisiera.
Era evidente que a la tripulación no le gustaba tenerlo a bordo. Tenía nombre de huérfano y se pasaba la noche escribiendo a máquina ahí abajo, a oscuras. Era como si el hecho de tener a bordo a una persona que se dedicaba a escuchar y dejar constancia de las amenazas hiciera que la tripulación, formada por jóvenes marineros del puerto de Kinjye, viviera también husmeando el aire, atenta al peligro. Y luego estaba el capitán. Este tenía motivos para estar receloso, y cada vez que Jun Do le ordenaba cambiar el rumbo para seguir una señal extraña tenía que hacer un esfuerzo por disimular el cabreo que le producía que hubieran destinado a un oficial de escucha a su barco. Jun Do solo consiguió que la tripulación empezara a congraciarse con él cuando adquirió el hábito de compartir con ellos las noticias sobre las dos chicas americanas que remaban alrededor del mundo.
Después de cumplir con su cuota diaria de sondeos militares, Jun Do se dedicaba a explorar todo el espectro de radio. Había emisoras reservadas a los leprosos, lo mismo que a los ciegos, y las familias de los presos de Manila transmitían las últimas novedades a las prisiones. Las familias pasaban el día haciendo cola para poder hablar sobre cartillas de notas, dientes de bebés y nuevas perspectivas laborales. Luego estaba el doctor Rendezvous, un británico que cada día narraba sus «sueños» eróticos y proporcionaba las coordenadas donde pensaba anclar su velero. Había una emisora de Okinawa que emitía retratos de familias japonesas que los militares estadounidenses se negaban a reclamar. Una vez al día, los chinos transmitían confesiones de prisioneros, y no importaba que estas fueran forzosas, falsas y en un lenguaje que no entendía: a Jun Do le resultaban casi insoportables. Pero al final siempre le tocaba el turno a la chica que remaba en la oscuridad. Cada noche hacía una pausa para comunicar sus coordenadas, su estado físico y las condiciones atmosféricas. A menudo hablaba también sobre otras cosas: la silueta de los pájaros que migraban por la noche, o un tiburón ballena que cazaba camarones antárticos delante de la proa de su canoa. La chica aseguraba que cada vez le costaba menos soñar mientras remaba.
¿Qué tenían los angloparlantes que les permitía hablar por sus emisoras como si el cielo fuera un diario? Tal vez si los coreanos hubieran hablado de aquella forma, Jun Do les habría encontrado más sentido. A lo mejor habría entendido por qué había personas que aceptaban su destino y personas que no; a lo mejor habría comprendido por qué había hombres que registraban todos los orfanatos buscando a un niño en concreto, cuando cualquier niño les habría ido bien, cuando había niños perfectamente válidos en todas partes. Habría sabido por qué todos los pescadores del Junma llevaban el retrato de sus mujeres tatuado en el pecho, y por qué él se había convertido en el hombre que llevaba auriculares en la oscuridad de la bodega de un barco de pesca que pasaba veintisiete días al mes en alta mar.
Aunque la verdad era que no envidiaba a quienes remaban durante el día. De día, uno miraba a través de la luz el cielo y el agua. De noche, en cambio, mirabas dentro de todas esas cosas. Mirabas dentro de las estrellas, dentro de las olas oscuras y el sorprendente destello plateado de la espuma. Nadie observaba nunca la punta de un cigarrillo durante el día, y ¿quién montaba guardia a la luz del sol? Por la noche, en el Junma, reinaba la acuidad, el silencio, la calma. Los miembros de la tripulación tenían una mirada que era al mismo tiempo introspectiva y lejana. Seguramente habría otro hombre como él que hablaba inglés y al que habían destinado a un barco de pesca como aquel, donde escuchaba inútilmente todas las emisiones desde que el sol salía hasta que se ponía. Desde luego se trataba de otro humilde escribano como él. Había oído que la escuela de idiomas de Pyongyang donde te enseñaban a «hablar» inglés estaba llena de yangbans, hijos de la élite que pasaban por el Ejército como condición previa para ingresar en el Partido, y que luego se dedicaban a la vida diplomática. A Jun Do no le costaba nada imaginar sus nombres patrióticos y su ropa china de fantasía, los veía pasando los días en la capital, practicando diálogos sobre cómo pedir café y comprar medicina en el extranjero.
Arriba, otro tiburón cayó sobre la cubierta y Jun Do decidió que por aquella noche ya bastaba. Estaba a punto de desconectar el instrumental cuando oyó la transmisión fantasma. Una vez por semana, aproximadamente, sintonizaba una emisión en inglés, potente y breve, que duraba unos pocos minutos antes de desaparecer. Aquel día las voces hablaban con acento americano y ruso, como de costumbre, y la emisión había empezado a media conversación. Los hombres hablaban sobre una trayectoria y una maniobra de atraque y repostaje. La semana anterior los había acompañado alguien que hablaba en japonés. Jun Do accionó la manivela que lentamente hacía girar la antena direccional, pero la señal de la transmisión era igual de potente con independencia de hacia dónde apuntara. Eso era imposible. ¿Cómo iba la señal a venir de todas partes?
De pronto, sin más, la transmisión pareció cortarse, pero Jun Do cogió el receptor de UHF y una parabólica portátil y subió a cubierta. El barco era una vieja embarcación soviética con el casco de acero, diseñado para las aguas frías, y su proa, alta y puntiaguda, hacía que con cada ola se hundiera y surcara las profundidades.
Jun Do se sujetó a la barandilla, apuntó con el plato hacia la bruma matutina y barrió el horizonte. Captó algunas conversaciones de pilotos de buques contenedores, y cuando apuntó hacia Japón, las comunicaciones navales se cruzaron con una emisión cristiana por el canal VHF. Había sangre en la cubierta y las botas militares de Jun Do dejaron un rastro zigzagueante que llegaba hasta la popa, donde las únicas transmisiones audibles eran los graznidos y ladridos de la encriptación naval estadounidense. Barrió rápidamente el cielo y localizó a un piloto de Taiwan Air que lamentaba la proximidad del espacio aéreo de la República Popular Democrática de Corea. Pero aparte de eso no había nada más, la señal había desaparecido.
—¿Hay algo que debería saber? —preguntó el capitán.
—Mantenga el rumbo —le respondió Jun Do.
El capitán señaló con la cabeza la antena direccional que había en lo alto del timón, y que estaba diseñada para que pareciera un altavoz.
—Esa es un poco más sutil —dijo.
Habían acordado que Jun Do no cometería ninguna imprudencia, como por ejemplo subir a cubierta con el instrumental de espionaje. El capitán era un hombre mayor. En su día había sido corpulento, pero tras pasar varios años a bordo de una embarcación penitenciaria rusa, había adelgazado tanto que ahora la piel le colgaba por todas partes. Se notaba que en su día había sido un capitán enérgico y que daba órdenes claras, aunque estas implicaran pescar en aguas que Rusia exigía para sí. Se notaba asimismo que había sido también un prisionero enérgico, que había trabajado con cautela y sin quejarse, custodiado también de forma enérgica. Y ahora era las dos cosas a la vez.
El capitán se encendió un cigarrillo, le ofreció uno a Jun Do y se volvió para ver cómo iba la pesca del tiburón: cada vez que el maquinista levantaba uno con el cabrestante, el capitán pulsaba el botón de un contador manual. Los tiburones habían estado colgando de la plomada en aguas abiertas, de modo que los sacaban del agua en un estado de estupor debido a la falta de oxígeno, y los estampaban contra el casco del barco antes de levantarlos con la botavara. Una vez en la cubierta, sus movimientos eran lentos y movían la nariz como cachorros ciegos, abriendo y cerrando la boca como si intentaran decir algo. El trabajo del segundo oficial, un tipo joven y nuevo en el barco, consistía en retirar los anzuelos, al tiempo que con siete incisiones rápidas, de la zona dorsal a la zona anal, el primer oficial cortaba las aletas y devolvía el tiburón al agua, donde el animal, incapaz de maniobrar, no podía más que nadar hacia las profundidades y desaparecer en la negrura, dejando un tenue rastro de sangre tras de sí.
Jun Do se asomó por el costado y lo vio hundirse mientras lo seguía con la parabólica. El agua que se filtraba a través de las agallas del tiburón despertaría de nuevo su mente y sus sentidos. En aquellos momentos navegaban por encima de la losa, de casi cuatro kilómetros de profundidad, por lo que el animal tenía ante sí tal vez media hora de caída libre. A través de los auriculares, el silbido de fondo del abismo sugería el espeluznante crujido de una muerte por presión. Ahí abajo no había nada que oír: todos los submarinos se comunicaban con ráfagas de frecuencia ultrabaja. No obstante, Jun Do apuntó con la parabólica hacia las olas y describió una lenta parábola de proa a popa: la transmisión fantasma tenía que provenir de alguna parte. ¿Cómo era posible que pareciera salir de todas partes si no venía de abajo? Jun Do notó cómo los miembros de la tripulación lo observaban.
—¿Ha encontrado algo ahí abajo? —le preguntó el maquinista.
—En realidad he perdido algo —respondió Jun Do.
Con la primera luz del día Jun Do se acostó, mientras la tripulación (el práctico, el maquinista, el primer oficial, el segundo oficial y el capitán) se pasó el día guardando las aletas de tiburón en cajas, cubiertas de capas de sal y hielo. Los chinos pagaban sus aletas con divisa fuerte y eran muy exigentes con el producto.
Jun Do se levantó antes de la cena, que para él era el desayuno. Aún tenía que redactar varios informes antes de que oscureciera. Había habido un incendio en el Junma que había afectado la cocina, la proa y la mitad de los camarotes, y que había dejado tan solo planchas de hojalata, un espejo renegrido y un lavabo partido por la mitad a causa del calor. Sin embargo, el horno seguía funcionando, y además era verano, de modo que la tripulación comía en la cubierta, desde donde de vez en cuando tenía ocasión de contemplar la puesta de sol. En el horizonte había un grupo de barcos de transporte de tropas de la flota estadounidense: unos barcos tan enormes que parecía imposible que pudieran moverse, y menos aún flotar. Parecían una cadena de islas, tan antiguas que podrían haber tenido su propio idioma y sus dioses.
Habían pescado un mero con la plomada y se comieron las carrilleras en el acto, crudas. También habían capturado una tortuga, una presa nada corriente. La tortuga tardaría un día en estar bien estofada, pero el pescado lo cocinaron entero y le quitaron las espinas con los dedos. También había quedado un calamar enredado en el cable, pero el capitán no lo quiso subir a bordo. Había aleccionado muchas veces a sus hombres acerca del calamar: el viejo capitán consideraba que el pulpo era el animal más inteligente del océano, mientras que el calamar era el más salvaje.
Se quitaron las camisetas y fumaron mientras el sol se ponía. El Junma estaba al pairo y se mecía con las olas, las boyas sueltas sobre la cubierta. Incluso las maromas y las botavaras tenían un brillo anaranjado bajo aquella luz, cálida como la de un horno. Los marineros vivían bien: no tenían unas cuotas tan exigentes como las de las fábricas y en el barco no había ningún altavoz que se pasara el día vociferando los boletines gubernamentales. Había comida y aunque la tripulación veía con recelo lo de tener a un oficial espía a bordo, eso significaba también que el Junma disponía de todos los cupones de combustible que necesitaba. Además, si Jun Do conducía la embarcación hacia un lugar donde se pescaba menos, todos recibían cartillas de racionamiento extra.
—¿Y bien, tercer oficial? —le preguntó el práctico—. ¿Cómo les va a nuestras chicas?
A Jun Do lo llamaban a veces tercer oficial, en broma.
—Están cerca de Hokkaido —les contó Jun Do—. Por lo menos ayer por la noche. Reman treinta kilómetros cada día.
—¿Y aún van desnudas? —preguntó el práctico.
—Solo la chica que rema en la oscuridad —dijo Jun Do.
—Dar la vuelta al mundo a remo… —comentó el segundo oficial—. Eso solo lo puede hacer una mujer sexy. ¡Es tan absurdo y arrogante! Solo unas americanas sexys podrían ver el mundo como algo que hay que derrotar.
El segundo oficial no debía de tener más de veinte años. El tatuaje de su mujer que llevaba en el pecho era nuevo y se notaba que era una belleza.
—¿Quién ha dicho que sean sexys? —preguntó Jun Do, aunque él también se las imaginaba de aquella manera.
—Lo sé —admitió el segundo oficial—. Las chicas sexys creen que pueden hacer cualquier cosa. Créeme, es algo que veo a diario.
—Si tu mujer está tan buena —quiso saber el maquinista—, ¿por qué no se la llevaron a trabajar de azafata en la capital?
—Muy fácil —contestó el segundo oficial—. Su padre no quería que terminara haciendo de camarera o de puta en Pyongyang, de modo que echó mano de sus contactos y le consiguió un puesto en la fábrica de pescado, era una chica guapísima y de pronto llegué yo.
—Pues yo me lo creeré cuando lo vea —intervino el primer oficial—. Si no viene nunca a despedirte, por algo será.
—Dale tiempo —replicó el segundo oficial—. Aún se está acostumbrando. Yo le enseñaré la luz.
—Hokkaido —dijo el práctico—. Allí el hielo es peor en verano: las placas se parten y las corrientes se las tragan. El hielo que no ves es el que te destroza.
Entonces habló el capitán. Iba descamisado y con todos los tatuajes rusos a la vista: aquella luz sesgada les daba un aspecto pesado, como si fueran la causa por la que le colgaba la piel.
—Allí en invierno se hiela todo —contó—. Se te congelan los meados dentro de la polla y los restos de pescado en la barba. Intentas dejar el cuchillo y no lo puedes soltar. Una vez estábamos en la cámara de cortar cuando chocamos contra un iceberg sumergido. Se zarandeó el barco entero y nos caímos dentro de la montaña de tripas. Desde el suelo vimos cómo el hielo rozaba el costado de la nave y abollaba el casco.
Jun Do se fijó en el pecho del capitán. El tatuaje de su mujer estaba borroso, como una acuarela. Un día, el barco del capitán no había regresado. A su mujer le habían adjudicado un marido de reemplazo y ahora el capitán estaba solo. Además, habían sumado los años que había pasado en la cárcel al tiempo de servicio que le debía al Estado, de modo que se había quedado sin jubilación.
—El frío puede aplastar un barco —soltó de pronto el capitán—, puede contraerlo todo, los marcos metálicos de las puertas y también los cerrojos, y dejarte encerrado en el depósito de residuos. Y nadie, absolutamente nadie, vendrá con cubos de agua caliente para rescatarte.
El capitán no le dirigió ninguna mirada extraña, ni mucho menos, pero Jun Do se preguntó si aquellas palabras sobre la prisión irían dirigidas a él por haber subido su instrumental de escucha a cubierta y haber despertado de nuevo al fantasma, haberle recordado que todo aquello se podía volver a repetir.
Cuando finalmente oscureció y los demás se metieron bajo cubierta, Jun Do le ofreció al segundo oficial tres paquetes de cigarrillos a cambio de que se subiera al timón y trepara al mástil al que estaba montado el altavoz.
—Lo haré —dijo el segundo oficial—, pero en lugar de cigarrillos quiero escuchar a las remeras.
El chico estaba preguntándole siempre a Jun Do qué aspecto tenían ciudades como Seúl y Tokio, y no se creía que Jun Do no hubiera estado nunca en Pyongyang. No era un gran escalador, pero sentía curiosidad por saber cómo funcionaban las radios y en parte eso compensaba sus deficiencias. Jun Do le enseñó cómo tenía que tirar del pasador para levantar la antena direccional y apuntarla hacia el agua.
Más tarde se sentaron en el puente de mando, aún caliente por el sol, a fumar. El viento les resonaba en los oídos y encendía el ascua de sus cigarrillos. No había ninguna otra luz en el mar y el horizonte separaba la negrura absoluta del agua de la oscuridad lechosa del cielo, plagado de estrellas. Un par de satélites cruzaron el firmamento y, al norte, divisaron el rastro de varias estrellas fugaces.
—Las chicas de la barca —dijo el segundo oficial—, ¿tú crees que están casadas?
—No lo sé —respondió Jun Do—. Pero ¿qué importa?
—¿Cuánto se tarda en dar la vuelta al mundo a remo? ¿Un par de años? Aunque no tengan maridos, ¿qué pasa con el resto de las personas que han dejado atrás? ¿No les importa un huevo nadie, o qué?
Jun Do se sacó unas briznas de tabaco de la lengua y miró al chico, que contemplaba las estrellas con la cabeza apoyada en las manos. Era una buena pregunta: ¿qué pasaba con la gente que habían dejado atrás? Sin embargo, resultaba extraña en boca del segundo oficial.
—Hace un rato no hacías más que hablar de lo sexys que eran —repuso Jun Do—, ¿Han hecho algo que te haya cabreado?
—Solo intento entender qué mosca debió de picarles el día que decidieron remar alrededor del mundo.
—¿Tú no lo harías si pudieras?
—A eso me refiero, que no se puede. ¿Cómo van a lograrlo, con las olas y el hielo, en esa barquita diminuta? Alguien se lo tendría que haber impedido. Tendrían que haberles quitado esa estúpida idea de la cabeza.
Por cómo hablaba, Jun Do habría dicho que el chaval no estaba acostumbrado al tipo de pensamientos profundos que le pasaban por la cabeza. Decidió hablar con él para calmarlo un poco:
—Ya han llegado a mitad de camino —señaló—. Además, estoy seguro de que son muy buenas atletas. Están entrenadas para hacer esto, seguramente sea su pasión. Y cuando dices barquita no pienses en una cáscara de nuez como este barco. Estamos hablando de chicas americanas, tendrán una embarcación de alta tecnología, con todo tipo de comodidades y aparatos electrónicos. No te las imagines como si fueran esposas de funcionarios del Partido remando en una lata de sardinas.
Pero el segundo oficial apenas lo escuchaba.
—Pero y después de dar la vuelta al mundo, ¿qué? ¿Cómo vuelves a esperar a que te llegue el turno en el baño de tu bloque de apartamentos, sabiendo que has estado en América? A lo mejor el mijo sabía mejor en otro país y los altavoces no tenían un sonido tan metálico. De pronto el grifo que apesta es el tuyo. ¿Qué haces entonces?
Jun Do no respondió.
La luna había empezado a salir. En lo alto, vieron un avión a reacción que acababa de despegar de Japón; lentamente, empezó a girar para evitar el espacio aéreo de Corea del Norte.
—Seguramente se las terminen comiendo los tiburones —observó el segundo oficial al cabo de un rato, y apartó el cigarrillo—, bueno, ¿y de qué va todo eso de apuntar con la antena? ¿Qué hay ahí abajo?
Jun Do no estaba muy seguro de cómo responder a esa pregunta.
—Una voz.
—¿En el océano? ¿Y de quién es? ¿Qué dice?
—Hay varias voces americanas y de rusos que hablan en inglés. Una vez oí también a un japonés. Hablan sobre maniobras de atraque y cosas así.
—Sin ánimo de ofender, pero todo eso me suena a las teorías de conspiración que les oigo repetir una y otra vez a las viejas viudas de mi edificio.
Ciertamente, ahora que el segundo oficial lo expresaba en voz alta, sonaba un poco paranoide. Pero a Jun Do le gustaba la idea de una conspiración, pensar que había gente que se comunicaba, que las cosas obedecían a un plan, que lo que la gente hacía tenía intención, un sentido, un objetivo: necesitaba creer que era así, aunque comprendía que la gente normal no tenía necesidad de pensar en estos términos. La chica que remaba durante el día tenía el horizonte de donde venía y, si se volvía, el horizonte hacia el que se dirigía. Pero la chica que remaba en la oscuridad solo tenía el chapoteo y la resistencia de cada remada, y el convencimiento de que al final todo eso la llevaría a su casa.
Jun Do miró el reloj.
—La remera nocturna estará a punto de dar el parte —dijo—. ¿O prefieres a la que rema durante el día?
El segundo oficial se enfureció de repente.
—¿Qué tipo de pregunta es esa? ¿Qué importa? No quiero a ninguna de las dos. Mi esposa es la mujer más guapa de todo el bloque. Cuando la miro a los ojos, sé exactamente lo que está pensando, sé qué dirá antes de que lo diga. Y eso es la definición del amor, pregúntaselo a cualquier veterano.
El segundo oficial se fumó otro cigarrillo y cuando lo terminó lo tiró al mar.
—Pongamos que es verdad y que los rusos y los americanos están ahí abajo, en el fondo del océano. ¿Qué te hace pensar que traman algo?
Jun Do estaba pensando en las definiciones populares del amor: que era como dos manos que protegen un ascua para que no se apague, como una perla que brilla para siempre, incluso en la tripa de la anguila que se come la ostra, o como un oso que te da de comer miel de sus zarpas. Jun Do visualizó a aquellas chicas que compartían sus esfuerzos y su soledad e imaginó el momento en que los remos cambiaban de manos.
—Los americanos y los rusos están ahí abajo —afirmó Jun Do señalando el agua— y traman algo, lo sé. ¿Alguna vez has oído que alguien botara un submarino en nombre de la paz y de la jodida fraternidad?
El segundo oficial se reclinó en el puente de mando, el cielo inmenso sobre sus cabezas.
—No —repuso—, supongo que no.
El capitán salió de la timonera y le dijo al segundo oficial que tenía cubos de mierda que limpiar. Jun Do le ofreció un cigarrillo al capitán, pero cuando el chico se metió bajo cubierta, lo rechazó.
—No le meta ideas en la cabeza —dijo, y se alejó con calma por la pasarela que conducía a la proa superior del Junma.
Un carguero inmenso avanzaba lentamente ante ellos, la cubierta alfombrada de coches nuevos. Seguramente se dirigía de Corea del Sur a California y, al pasar, la luz de la luna se reflejó en rápida sucesión sobre un millar de parabrisas nuevos.
Un par de noches más tarde, el Junma tenía las bodegas llenas y se dirigía hacia el oeste, rumbo a casa. Jun Do fumaba con el capitán y el práctico cuando de pronto vieron cómo se encendía la luz roja intermitente de la timonera. Soplaba un norte que los empujaba y la cubierta estaba tranquila, como si no se movieran de sitio. La luz soltó otro destello.
—¿Va a contestar? —le preguntó el práctico al capitán.
Este se sacó el cigarrillo de la boca y se lo quedó mirando.
—¿Para qué?
—¿Cómo que para qué? —repitió el práctico.
—Pues eso, ¿para qué? Sea lo que sea, seguro que para nosotros es una mierda.
Finalmente, el capitán se levantó y se alisó la chaqueta. El tiempo que había pasado en Rusia le había quitado el vicio del alcohol, pero se dirigió hacia la timonera más como si lo esperara un trago que como si fuera a responder a una llamada del ministro de Marina de Chongjin.
—A ese tío le falta un hervor —dijo el práctico, y en cuanto la luz roja se apagó supieron que el capitán había respondido a la llamada. Tampoco es que tuviera opción. El Junma no estaba nunca incomunicado. Los rusos, antiguos propietarios del barco, habían instalado una radio de submarino: su larga antena estaba diseñada para transmitir desde debajo del agua y el aparato contaba con una batería de celda húmeda de veinte voltios.
Jun Do observó la silueta del capitán, que se recortaba dentro de la timonera, e intentó imaginar qué podía estar diciendo por la radio por cómo se echaba el gorro hacia atrás y se frotaba los ojos. Jun Do, en su bodega, solo recibía transmisiones; no había emitido en su vida. Estaba construyendo un radiotransmisor en secreto, en tierra, pero cuanto menos le quedaba para terminarlo, más nervioso se ponía al pensar qué iba a decir.
El capitán regresó y se sentó en el hueco de la barandilla, sobre el que oscilaba el cabrestante, con las piernas colgando sobre el costado del barco. Se quitó el gorro, una prenda mugrienta que solo se ponía de vez en cuando, y lo dejó a un lado. Jun Do estudió el blasón de latón con la hoz y el martillo repujado en relieve sobre la esfera de una brújula y un arpón. Ya ni siquiera hacían gorros como ese.
—Bueno, ¿qué? —dijo el práctico—. ¿Qué quieren?
—Camarones —contestó el capitán—. Camarones frescos.
—¿En estas aguas? —preguntó el práctico—. ¿Y en esta época del año? —añadió, negando con la cabeza—. Imposible.
—¿Por qué no los compran? —quiso saber Jun Do.
—Eso mismo les he preguntado yo —dijo el capitán—. Se ve que los camarones tienen que ser norcoreanos.
Una petición como esa solo podía venir de las altas esferas, tal vez de las más altas. Habían oído que los camarones de agua fría tenían mucha demanda en Pyongyang. La nueva moda era comérselos mientras aún estaban vivos.
—¿Y qué vamos a hacer? —dijo el práctico.
—¿Qué haremos? —se preguntó el capitán—. ¿Qué haremos?
—En realidad no hay nada que decidir —declaró Jun Do—. Nos han ordenado que pesquemos camarón y tenemos que pescar camarón, ¿no?
El capitán no respondió, se echó hacia atrás sobre la cubierta con los pies aún colgando y cerró los ojos.
—Ella era una convencida, ¿saben? —comenzó el capitán—. Mi mujer, digo. Pensaba que el socialismo era lo único que volvería a hacernos fuertes. Siempre decía que pasaríamos por un período difícil, que requeriría sacrificios, pero que luego las cosas mejorarían. Nunca creí que fuera a echar eso de menos, la verdad. No era consciente de hasta qué punto necesitaba a alguien que me repitiera una y otra vez por qué hago lo que hago.
—¿Que por qué? —preguntó el práctico—. Porque otras personas dependen de usted. Todo el mundo aquí le necesita. Imagine qué sería del segundo oficial si no pudiera martirizarlo constantemente con sus preguntas estúpidas.
Pero el capitán lo mandó callar con un gesto.
—Los rusos me condenaron a cuatro años —dijo—. Cuatro años en un barco de destripe de pescado, no tomamos puerto ni una sola vez. Conseguí que los rusos soltaran a mi tripulación; eran jóvenes, chicos de pueblo en su mayoría. Pero ¿harán lo mismo la próxima vez? Lo dudo.
—Iremos a por camarones —propuso el práctico—, y si no encontramos, pues no encontramos.
El capitán no dijo nada sobre ese plan.
—Las traineras iban y venían sin parar —continuó—. Pasaban semanas en el mar y entonces venían donde nosotros y transferían la carga a nuestro barco-prisión. Nunca sabías qué le echarían. Estabas en la bodega de destripado y oías los motores de una trainera que se acercaba por la popa, y entonces se abrían las compuertas hidráulicas; a veces nos subíamos a las mesas de las sierras, porque por el tobogán bajaban miles de peces en oleada, seriola, bacalao, pargo e incluso sardinitas. De repente estabas de pescado hasta la cintura y ponías en marcha la sierra neumática, pues sabías que nadie saldría de allí hasta que no quedara ni un pescado por destripar. Unas veces el pescado llevaba seis semanas en una bodega y estaba congelado, y otras lo habían pescado esa misma mañana y aún olía a vida.
»Por la tarde abrían el desagüe y arrojaban miles de litros de tripas al mar. Siempre subíamos a la cubierta para ver el espectáculo: de la nada aparecían nubes de aves marinas, seguidas de los peces grandes y los tiburones. Era un verdadero frenesí. Y entonces, de las profundidades, emergían los gigantescos calamares árticos, criaturas albinas que parecían leche en el agua. Cuando se ponían furiosos cambiaban de color, rojo y blanco, rojo y blanco, y cuando atacaban, para desconcertar a sus víctimas, se encendían y brillaban con una intensidad increíble. Era como ver una tormenta eléctrica submarina.
»Un día, dos traineras decidieron atrapar esos calamares. Una lanzó una traína que llegaba hasta las aguas profundas. La parte inferior de la red estaba conectada a la otra trainera, que actuaba como remolcadora. Los calamares salieron a la superficie lentamente, algunos pesaban hasta cien kilos, y cuando empezaron a emitir destellos, la remolcadora tiró de la red y los atrapó.
»Lo presenciamos desde cubierta. Incluso aplaudimos, por increíble que parezca. Acto seguido nos fuimos a trabajar, como si por el tobogán no estuvieran a punto de caernos cientos de calamares, electrificados de ira, encima de la cabeza.
Habría preferido mil tiburones, la verdad: por lo menos no tienen diez patas, ni un pico negro. Los tiburones no se enfadan, ni tienen ojos gigantes, ni ventosas con garfios. Dios, aún recuerdo el sonido de los calamares cayendo por el tobogán, los chorros de tinta, el chirrido de sus picos sobre el acero inoxidable, y sus colores centelleantes. A bordo había un tipo menudo, vietnamita, jamás lo olvidaré. Era un buen tipo, desde luego. Estaba todavía un poco verde, como nuestro segundo oficial, y lo tomé bajo mi protección. Era un chaval y aún no sabía nada de la vida. ¡Si hubieran visto las muñecas que tenía! No eran más anchas que esto.
Jun Do escuchaba la historia como si fuera una emisión procedente de algún lugar remoto, desconocido. Las historias reales, humanas, como aquella, podían costarte la cárcel. El tema era lo de menos. Que la historia hablara de una anciana o de un ataque de calamares era lo de menos: si le robaba atención al Querido Líder, era peligrosa. Jun Do necesitaba la máquina de escribir, tenía que tomar nota, ese era el único motivo por el que escuchaba en la oscuridad.
—¿Cómo se llamaba? —le preguntó al capitán.
—La cuestión —señaló el capitán— es que quienes me arrebataron a mi mujer no fueron los rusos. Los rusos solo querían cuatro años; pasados esos cuatro años me soltaron. Pero aquí no hay final. Aquí nada tiene límite.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó el práctico.
—Quiere decir que vire el timón —le dijo el capitán—. Volvemos hacia el norte.
—No va a cometer ninguna estupidez, ¿verdad? —se inquietó el práctico.
—Lo que voy a hacer es ir a por camarones.
—¿Estaba pescando camarones cuando lo apresaron los rusos?
Pero el capitán había cerrado los ojos.
—Vu —dijo—. El chico se llamaba Vu.
El día siguiente por la noche brillaba una luna clara y se encontraban ya mucho más al norte, en los bancos de Juljuksan, una cadena de islas con arrecifes volcánicos en litigio. El capitán le había pedido a Jun Do que pasara todo el día escuchando («quiero saber si hay algo o alguien cerca»), pero cuando se acercaron al atolón más meridional, ordenó que apagaran todo el instrumental para que las baterías pudieran alimentar los focos.
Pronto empezaron a oír las olas que rompían aquí y allá; ver la espuma blanca recortarse sobre la invisible negrura resultaba desconcertante. Ni siquiera la luna servía de nada si no podías distinguir las rocas. El capitán estaba al timón, con el práctico, y el primer oficial se encontraba en la proa con el foco grande. Con la ayuda de linternas, el segundo oficial y Jun Do iluminaban estribor y babor respectivamente en un intento por calibrar la profundidad. Con las bodegas llenas, el Junma iba hundido en el agua y tardaba en maniobrar, de modo que el maquinista estaba junto al motor, por si tenía que dar gas de forma urgente.
Había un único canal que avanzaba serpenteando por entre los yacimientos de lava sólida, pero incluso la marea tenía problemas para abrirse paso por él y la corriente empezó pronto a arrastrarlos casi de costado, a través de la depresión. El fulgor oscuro del fondo marino pasaba a toda velocidad bajo el haz de la linterna de Jun Do.
El capitán parecía haber revivido y mostraba la sonrisa desenfrenada de quien no tiene nada que perder.
—Los rusos bautizaron este canal como el fox-trot —comentó.
A lo lejos, en la marea, Jun Do divisó una nave. Llamó al primer oficial y la iluminaron entre los dos: era una patrullera desvencijada, y yacía de lado sobre un ostrero. No conservaba ninguna marca y era evidente que llevaba tiempo en las rocas. La antena era pequeña y en forma de espiral, por lo que Jun Do se dijo que no habría ninguna radio a bordo digna de ser rescatada.
—Apuesto que zozobró en otro lugar y la marea la arrastró hasta aquí —dijo el capitán.
Jun Do no estaba tan seguro. El práctico no dijo nada.
—Comprobad si lleva un bote salvavidas —ordenó el capitán.
Al segundo oficial le reventaba encontrarse en el lado equivocado del barco.
—¿Para saber si hubo supervivientes? —preguntó.
—Tú preocúpate de tu linterna —le dijo el práctico.
—¿Veis algo? —preguntó el capitán.
El primer oficial negó con la cabeza.
Jun Do vio el destello rojo de un extintor unido con una correa a la popa de la embarcación, pero aunque le hubiera encantado que el Junma contara con un extintor, optó por no abrir la boca. Pasaron a toda velocidad junto al barco naufragado, que desapareció tras ellos.
—Supongo que no hay bote salvavidas por el que valga la pena irse a pique —se lamentó el capitán.
Habían apagado el incendio del Junma con cubos, de modo que el momento de abandonar el barco, el momento en que el segundo oficial se habría percatado de que no disponían de bote salvavidas, nunca llegó a producirse.
—¿Qué pasa con el bote salvavidas? —preguntó el segundo oficial.
—Que te concentres en la linterna —le repitió el práctico.
Dejaron atrás el traicionero rompeolas en alta mar y, como si alguien hubiera cortado una soga, el Junma se adentró en aguas más tranquilas. Tenían el escarpado saliente de la isla sobre ellos, y a sotavento había una ancha laguna que las corrientes exteriores mantenían en movimiento continuo. Ese era el lugar donde se solían congregar los camarones. Apagaron primero las luces y luego el motor, y entraron en la laguna por inercia. Pronto estuvieron a merced de la corriente circular. La corriente era constante y tranquila, y nadie pareció preocuparse ni siquiera cuando el casco tocó la arena.
Bajo los peñascos de obsidiana había una playa empinada, negra y brillante, de un fulgor tan acerado que seguramente podía lacerarte los pies. En la arena crecían árboles retorcidos, de aspecto diminuto, y bajo la luz azulada se podía ver que el viento les había rizado incluso las hojas. En el agua, la luna iluminaba conglomerados de detritus que la marea había arrastrado desde los estrechos.
El maquinista extendió las batangas, echó las redes y dejó que se empaparan para que permanecieran hundidas aunque el barco avanzara lentamente. Los dos oficiales aseguraron las maromas y las poleas, y a continuación levantaron las redes para ver si había algún camarón. Varios brincaron sobre la red de nailon verde, pero también había otra cosa.
Vaciaron las redes, y sobre la cubierta, entre la fosforescencia y la agitación de varias docenas de camarones, aparecieron un par de zapatillas deportivas desparejadas.
—Eso son zapatillas americanas —dijo el maquinista.
Jun Do leyó lo que ponía en las zapatillas.
—«Nike.»
El segundo oficial cogió una y Jun Do se percató de su mirada.
—No te preocupes —lo tranquilizó—. Las remeras están lejos de aquí.
—Lee la etiqueta —le pidió el segundo oficial—. ¿Es una zapatilla de mujer?
El capitán se acercó y examinó una de las zapatillas: la olisqueó y dobló la suela para ver cuánta agua sacaba.
—No se molesten —dijo finalmente—. No las ha llevado nunca nadie.
Le indicó al práctico que encendiera los focos, lo que reveló cientos, tal vez miles de zapatillas flotando en el agua verde gris. El práctico examinó las aguas.
—Espero que no haya ningún contenedor de carga girando dentro de esta bañera —declaró—, esperando para arrancarnos el fondo del casco.
El capitán se volvió hacia Jun Do.
—¿Ha interceptado alguna llamada de socorro?
—Ya sabe cuál es la política al respecto respondió Jun Do.
—¿Cuál es la política respecto a las llamadas de socorro? —preguntó el segundo oficial.
—Sí, ya sé cuál es la política —aseguró el capitán—. Solo quiero saber si hay un montón de barcos dirigiéndose hacia nosotros en respuesta a una llamada.
—No he oído nada —repuso Jun Do—. Pero la gente ya no pide socorro por radio. Ahora tienen balizas de emergencia y artilugios que transmiten automáticamente las coordenadas de GPS a través de los satélites. Y yo no intercepto nada de eso. El práctico tiene razón, seguramente un contenedor cayó por la borda de un carguero y terminó viniendo a parar aquí.
—¿Y nosotros no respondemos a las llamadas de socorro? —preguntó el segundo oficial.
—Con él a bordo, no —dijo el capitán, y le dio un zapato a Jun Do—. Bien, caballeros, volvamos a meter esas redes en el agua. Nos espera una noche larga.
Jun Do encontró una emisora de música, cuya señal llegaba alta y clara desde Vladivostok, y la hizo sonar a través de un altavoz de cubierta. Era Strauss. Empezaron a escrutar las aguas negras y apenas tuvieron tiempo para maravillarse del calzado deportivo que se iba amontonando en las escotillas.
Mientras la tripulación pescaba zapatillas, Jun Do se puso los auriculares. Se oía un sinfín de graznidos y ladridos ahí fuera: alguien, en alguna parte, se iba a llevar una alegría. Se había perdido las confesiones en chino de cada día justo después de la puesta de sol, aunque tampoco le importaba demasiado, pues las voces le parecían siempre desesperadamente tristes, y por lo tanto también culpables. Sí oyó a las familias de Okinawa que llamaban a los padres que los escuchaban desde los barcos, pero era difícil sentir lástima por unos hijos que tenían madres y hermanos. Además, el buen humor de sus «¡Adóptanos!» resultaba repugnante. Cuando las familias rusas se dirigían en tono jovial a los padres que se encontraban en la cárcel era para infundirles ánimos. ¿Pero suplicarle a un padre que volviera? ¿Quién iba a tragarse eso? ¿Quién iba a querer ocuparse de un hijo tan desesperado y patético?
Jun Do se quedó dormido en su puesto de escucha, cosa nada habitual. Lo despertó la voz de la chica que remaba en la oscuridad. Había estado remando desnuda, dijo, y bajo un cielo que era «negro y ondulado como un clavel empapado de linfa». Había tenido una visión según la cual un día los humanos iban a regresar a los océanos y desarrollarían aletas y espiráculos. La humanidad volvería a ser una en el océano, y no habría ni intolerancia ni guerras. «La pobre está fatal», pensó Jun Do, que decidió no poner al segundo oficial al día.
Por la mañana, el Junma puso de nuevo rumbo al sur. Las redes iban llenas y oscilaban violentamente con su ligero botín de zapatillas. Había cientos de zapatillas más sobre la cubierta, y el primer y segundo oficiales habían empezado a atarlas juntas, según su diseño. Colgaban como guirnaldas de todas las abrazaderas, secándose al sol. Era evidente que habían logrado aparejar muy pocas zapatillas, pero aun así, y a pesar de la falta de sueño, se les veía de muy buen humor.
El primer oficial encontró una pareja, azul y blanca, y la ocultó bajo su litera. El práctico estudió con asombro un zapato de la talla cincuenta, preguntándose qué tipo de hombre necesitaba un calzado así. El maquinista, por su parte, había formado una alta montaña de zapatillas que pretendía que se probara su mujer. Los tonos plateados y rojos, los detalles llamativos y las franjas reflectantes, los blancos blanquísimos… Aquellos zapatos eran oro puro, y equivalían a comida, regalos, sobornos y favores. Cuando te los ponías era como si no llevaras nada en los pies. Aquellos zapatos daban a los calcetines de la tripulación un aspecto francamente inmundo, y al lado de aquel color tan puro, sus piernas parecían manchadas y quemadas por el sol. El segundo oficial buscó y rebuscó, hasta encontrar un par que bautizó como sus «zapatos americanos». Eran dos zapatillas de mujer, una roja y blanca, y la otra azul. Arrojó sus zapatos por la borda y se paseó por cubierta con una Nike distinta en cada pie.
Ante ellos, al este, se había formado un frente nuboso, con un remolino de aves marinas que avanzaban junto al vértice más próximo. Era una surgencia: el agua fría del fondo de la fosa subía a la superficie y se condensaba. Se trataba de las aguas profundas que buscaban los cachalotes y donde los tiburones de seis branquias se sentían como en casa. Junto con aquella agua subían del fondo medusas negras, calamares y camarones de las profundidades, blancos y ciegos. Según decían, el mismísimo Querido Líder se comía esos camarones, cuyos enormes ojos estaban cerrados y aún se retorcían, sazonados con caviar.
El capitán cogió los prismáticos y evaluó la situación. Entonces hizo sonar una campana y los oficiales se levantaron de un brinco, con sus zapatillas nuevas.
—Vamos, chicos —dijo el capitán—. Seremos héroes de la revolución.
El capitán cogió las redes él mismo, mientras Jun Do ayudaba al maquinista a construir un vivero con dos tinas de agua de lluvia y una bomba de lastre. Sin embargo, adentrarse en aquellas aguas agitadas resultó ser más complejo de lo que habían imaginado. Lo que al principio parecía niebla resultó ser un banco de nubes de varios kilómetros de diámetro. Las olas los embestían desde ángulos inesperados, de modo que resultaba difícil mantener el equilibrio. Veloces islotes de niebla recorrían las olas y generaban inesperados bosques y prados de visibilidad.
Obtuvieron frutos ya la primera vez que echaron las redes. Los camarones eran casi transparentes bajo el agua, blancos cuando sacaron la red, y otra vez transparentes mientras chapoteaban en el vivero, estirando y replegando sus largas antenas. Cuando el capitán ordenó volver a echar las redes, las aves habían desaparecido, y el práctico empezó a guiar la nave a través de la niebla para encontrarlas.
Era imposible adivinar la dirección que habían tomado desde el agua, pero los oficiales manejaban las redes y se inclinaban hacia un lado u otro según de dónde vinieran las olas. De repente hubo una conmoción en la superficie del agua.
—¡Los atunes los han encontrado! —exclamó el capitán, y el primer oficial volvió a echar las redes.
El práctico giró el timón y empezó a estrechar el cerco, aunque la resistencia de las redes amenazaba con volcar la embarcación. Dos olas convergieron y embistieron simultáneamente el Junma, y varias zapatillas sueltas cayeron al agua, pero la captura permaneció dentro de las redes, y cuando el maquinista levantó el botín y lo sacó del agua, este brilló con fuerza, como si hubieran estado pescando candelabros. En aquel momento, como si existiera una comunicación secreta entre ellos, los camarones del tanque empezaron también a brillar.
Se acercaron todos al vivero para ayudar a desembarcar el botín, pues en cuanto se encontrara sobre la cubierta podía oscilar en cualquier dirección. El maquinista manejaba el cabrestante, y cuando el capitán le gritó que lo detuviera, la red se bamboleó violentamente. El capitán escrutó la niebla desde la borda. Los demás se quedaron también inmóviles, observando no sabían muy bien qué, desconcertados por aquella súbita quietud en medio del vaivén del barco y los giros de la red. El capitán le indicó al práctico que hiciera sonar la bocina y todos aguzaron el oído por si recibían una respuesta de entre la niebla.
—Ocupe su puesto bajo cubierta —le indicó el capitán a Jun Do— y dígame qué oye.
Pero ya era demasiado tarde: al cabo de un instante, la nube se aclaró y todos vieron la proa inmóvil de una fragata estadounidense. El Junma dio una cabezada, como si lo llevara el diablo, pero la maniobra no sirvió de nada ante el buque americano, en cuya barandilla había reunidos varios hombres con prismáticos. Al momento se les echó encima una embarcación de abordaje hinchable y los americanos empezaron a lanzar cabos a su barco: ahí estaban los hombres que calzaban un cincuenta.
Los americanos se pusieron manos a la obra sin perder un instante, y ejecutaron una coreografía consistente en apuntar aquí y allá con sus rifles negros, y levantarlos cuando estaban seguros de que no había peligro. Comprobaron la timonera, la galera y los camarotes inferiores. Desde la cubierta se los oía avanzar por todo el barco, gritando «vía libre, vía libre».
Con ellos iba un oficial de la Marina surcoreana, que se quedó en la cubierta mientras los americanos examinaban el barco. El oficial surcoreano iba impecable, vestido con su uniforme blanco, y se llamaba Pak. Llevaba un casco blanco con franjas azul claro y reborde plateado. Pidió un manifiesto, el documento de abanderamiento del barco y la licencia del capitán, pero el Junma no disponía de ninguna de esas tres cosas. Pak quiso saber dónde estaba la bandera y por qué no habían respondido cuando les habían hecho señas.
Los camarones oscilaban en la red. El capitán le dijo al primer oficial que los echara dentro del vivero.
—No, que lo haga ese —dijo Pak, y señaló a Jun Do.
Jun Do miró al capitán, que asintió con la cabeza. Jun Do se acercó a la red e intentó sujetarla a pesar del vaivén del barco. Aunque había visto a los pescadores hacerlo muchas veces, lo cierto era que nunca se había encargado de descargar una captura. Encontró la abertura e intentó calcular el momento en el que la red pasaría justo por encima del vivero, pues creía que el botín saldría disparado todo de golpe, pero en cuanto tiró de la maroma, los camarones cayeron en un chorro uniforme. En un primer momento fueron a dar dentro del barril, pero entonces la embarcación pegó un bandazo y se desparramaron por toda la borda, los canalones de desagüe y, finalmente, sobre sus botas.
—Ya decía yo que no parecías pescador —señaló Pak—. Mira la piel que tienes, mira esas manos. Quítate la camisa —le ordenó.
—Aquí las órdenes las doy yo —intervino el capitán.
—Quítate la camisa, maldito espía, si no quieres que te la quiten los americanos.
Bastó con que se desabrochara un par de botones para que Pak constatara que Jun Do no llevaba ningún tatuaje en el pecho.
—No estoy casado —dijo Jun Do.
—No estás casado —repitió Pak.
—Eso es lo que ha dicho, no está casado —corroboró el capitán.
—Los norcoreanos nunca te habrían dejado salir a navegar si no estuvieras casado. ¿A quién iban a meter en la cárcel si desertaras?
—Mire —terció el práctico—, somos pescadores y volvíamos ya a puerto. Eso es todo.
Pak se volvió hacia el segundo oficial.
—¿Cómo se llama? —le preguntó señalando a Jun Do.
El segundo oficial no contestó y miró al capitán.
—No lo mires a él —ordenó Pak, que se le acercó un poco más—. ¿Cuál es su posición?
—¿Cómo su posición?
—En el barco —dijo Pak—. A ver, ¿cuál es tu posición?
—Segundo oficial.
—De acuerdo, segundo oficial —dijo Pak, y señaló a Jun Do—. ¿Y este tío sin nombre? Responde, ¿cuál es su posición?
—Tercer oficial —contestó el segundo oficial.
Pak se echó a reír.
—Sí, claro, tercer oficial. Muy bien, cojonudo. Voy a escribir una novela de espías y la titularé El tercer oficial. Espías de mierda, qué asco me dais. Estáis espiando a naciones libres. ¡Lo que intentáis desestabilizar son democracias!
Algunos de los americanos subieron a cubierta. Llevaban la cara y los hombros tiznados de haber pasado por lugares estrechos y chamuscados. Habían terminado ya de peinar el barco y llevaban los rifles colgados a la espalda. Su actitud era relajada y jocosa; eran sorprendentemente jóvenes. Resultaba increíble pensar que pudieran dejar aquel acorazado en manos de unos niños. De repente parecieron repartir por primera vez en las zapatillas deportivas. Uno de los marines cogió una del suelo.
—La leche —dijo—. Son las nuevas Air Jordán. No se encuentran ni en Okinawa.
—He aquí la prueba —declaró Pak—. Estos tíos son un puñado de espías, piratas y bandidos, y vamos a arrestarlos a todos.
El marine que había cogido la zapatilla miró a los pescadores con admiración.
—¿Un piti? ¿Un piti? —preguntó, y les ofreció un cigarrillo. Solo Jun Do aceptó la oferta, un Marlboro de sabor muy intenso. El marine llevaba un mechero con un misil de crucero sonriente, con un bíceps flexionado a modo de alero—. Así me gusta —dijo—. Menudos bandoleros están hechos estos norcoreanos.
Dos de los otros marines negaron con la cabeza ante el estado del barco, en especial los pernos oxidados que sujetaban las cuerdas de salvamento.
—¿Espías? —preguntó uno de ellos—. Pero si no tienen ni radar. Joder, si navegan con brújula. No hay ni un solo mapa en la sala de mapas. Guían esta cafetera a ciegas.
—No comprenden lo arteros que son estos norcoreanos —le replicó Pak—. Toda su sociedad se basa en el engaño. Pero esperen, desvalijaremos este barco y ya verán como tengo razón.
Se agachó y abrió la escotilla de la bodega delantera. Dentro había miles de caballas con la boca abierta, pues las habían congelado vivas.
Entonces Jun Do se dio cuenta de que si descubrían su instrumental se burlarían de él: lo arrancarían, lo sacarían a la superficie y se reirían de su tinglado. Y entonces nunca más volvería a oír una historia erótica del doctor Rendezvous, no sabría si los presos rusos habían obtenido la provisional, y la pregunta de si sus remeras lograban volver a casa se convertiría en un misterio eterno. Y él estaba ya harto de misterios eternos.
Uno de los marines salió de la timonera con una bandera de la República Popular Democrática de Corea a modo de capa.
—¡Qué cabrón! —le espetó otro de los marines—. ¿De dónde coño has sacado eso? Si sabes lo que te conviene, ya estás trayendo eso para acá.
Otro marine salió de debajo de la cubierta. Llevaba una placa de identificación en la que podía leerse «Teniente Jervis» y un portafolios en la mano.
—¿Tienen chalecos salvavidas? —preguntó a la tripulación.
Jervis hizo el gesto como de ponerse un chaleco, pero la tripulación del Junma negó con la cabeza. Jervis marcó una casilla del portafolios.
—¿Y pistola lanzabengalas? —agregó, y fingió disparar al aire.
—Ni hablar —dijo el capitán—. A mi barco no sube ninguna pistola.
Jervis se volvió hacia Pak.
—¿Usted es el intérprete o no? —le espetó.
—Soy un oficial de inteligencia —respondió este.
—¿Quiere hacer el jodido favor de traducir por una vez?
—Pero ¿no me han oído? ¡Son espías!
—¿Espías? —preguntó Jervis—. El barco está medio incendiado. Ni siquiera tienen un cagadero. Pregúntele si tienen extintor.
A Jun Do se le iluminaron los ojos.
—¡Ah! —exclamó Pak—. Ese lo ha entendido. Seguramente hablan todos inglés.
Jervis imitó un extintor, con sonido y todo. El maquinista juntó las manos, como si rezara. Aunque llevaba una radio, Jervis se volvió hacia el acorazado y gritó:
—¡Necesitamos un extintor!
Hubo un breve debate en la cubierta del buque americano.
—¿Hay un incendio? —fue la respuesta.
—¡Joder! —exclamó Jervis—. Mandadme uno y punto.
—Lo venderán en el mercado negro —intervino Pak—. Son unos bandidos, viven en un país de bandidos.
Cuando Jun Do vio que desde el acorazado arriaban un extintor rojo atado a una cuerda, comprendió súbitamente que los americanos los iban a dejar marchar. Apenas había pronunciado una palabra en inglés en su vida, pues eso no formaba parte de su instrucción, pero aun así dijo:
—Bote salvavidas.
Jervis se lo quedó mirando.
—¿No tienen bote salvavidas?
Jun Do negó con la cabeza.
—¡Mandad también una lancha hinchable! —les gritó a los del acorazado.
Pak estaba al borde de un ataque. Se quitó el casco y se pasó los dedos por el pelo de punta.
—¿No es evidente por qué no les permiten llevar bote salvavidas?
—Debo reconocer que tenía razón en lo de que ese entiende inglés —le dijo Jervis a Pak.
En la timonera, varios marines manosearon la radio. Se les oía ahí dentro, transmitiendo mensajes. Uno cogió el auricular y dijo:
—Esto es una llamada personal para Kim Jong-il de Tom Johnson. Hemos interceptado su salón de belleza flotante pero no encontramos ni la laca de pelo, ni el pelele, ni los zapatos de plataforma, cambio.
El capitán creía que les iban a dar un bote salvavidas, de modo que cuando vio que atado a la cuerda había un fardo amarillo del tamaño de un saco de veinte kilos de arroz se quedó desconcertado. Jervis le mostró dónde estaba el tirador para desplegarlo e hizo un gesto con los brazos para indicar las dimensiones que iba a adquirir.
Todos los americanos llevaban unas pequeñas cámaras y cuando uno empezó a tomar fotografías, los demás lo imitaron. Fotografiaron los montones de zapatillas Nike, el lavabo marrón donde se afeitaba la tripulación, el caparazón de tortuga que se secaba al sol, y el trozo de barandilla que el maquinista había cortado para que pudieran cagar directamente en el mar. Uno de los marines encontró el calendario del capitán, con fotos de la actriz Sun Moon y fotogramas de sus últimas películas. Los soldados empezaron a reírse de que las modelos coreanas llevaran vestidos de cuerpo entero, pero el capitán no pensaba tolerar esa afrenta, de modo que fue y les arrancó el calendario de las manos. En ese momento, uno de los marines salió de la timonera con el retrato enmarcado de Kim Jong-il que llevaba el barco. Había logrado arrancarlo de la pared y lo sostenía en alto.
—¿Qué os parece esto? —preguntó—. Es el menda en persona.
La tripulación del Junma se quedó de una pieza y Pak reaccionó inmediatamente.
—No, no, no —dijo—. Esto es muy serio. Tienen que dejarlo donde estaba.
Pero el marine no pensaba devolver el retrato.
—Hace un momento ha dicho que eran un hatajo de espías, ¿no? Pues esto lo he encontrado yo y me lo quedo, ¿verdad, teniente?
El teniente Jervis intentó quitarle hierro al asunto:
—Los chicos bien se merecen un recuerdo…
—Pero con esto no se pueden hacer bromas —dijo Pak—. La gente va a prisión por esto. En Corea del Norte esto puede significar la muerte.
Otro marine salió de la timonera: había arrancado el retrato de Kim Il-sung.
—Mira, su hermano —dijo.
Pak levantó las dos manos.
—Un momento —protestó—. No lo entienden. Están mandando a estos hombres a la tumba. Lo que tenemos que hacer es detenerlos e interrogarlos, no condenarlos.
—¡Mirad qué he encontrado! —exclamó otro marine, que salió de la timonera con el gorro del capitán.
Con dos pasos cortos, el segundo oficial se había sacado el cuchillo de destripar tiburones y se lo habla puesto en la garganta al marine. Media docena de rifles se levantaron al unísono y soltaron un chasquido casi instantáneo. En la cubierta de la fragata, los marines con sus tazas de café se quedaron helados. En el silencio se oyó el tintineo habitual del aparejo y el chapoteo del agua que salía del vivero. Jun Do notó cómo las olas que rebotaban en la proa de la fragata sacudían el Junma.
El capitán se dirigió al segundo oficial con voz serena:
—Es solo un gorro, hijo.
El segundo oficial le respondió al capitán sin separar los ojos de los del marine.
—No puedes ir por el mundo haciendo lo que te dé la gana. Hay reglas y las reglas están para cumplirlas. No puedes ir por ahí robándole el gorro a la gente.
—Dejemos que el marine se vaya —sugirió Jun Do.
—Yo sé dónde está el límite —repuso el segundo oficial—. Y no soy yo quien lo está cruzando, sino ellos. Alguien los tiene que detener, alguien les tiene que quitar estas ideas de la cabeza.
Jervis también había levantado el arma.
—Pak —dijo—. Comuníqueles que este hombre está a punto de recibir un tiro, por favor.
Jun Do dio un paso al frente. El segundo oficial tenía la mirada fría y centelleante de incertidumbre. El marine le dirigió una mirada suplicante a Jun Do, quien, con gesto delicado, le quitó el gorro de la cabeza y puso una mano encima del hombro del segundo oficial.
—Hay que detener a un hombre antes de que cometa una estupidez —dijo el segundo oficial, que acto seguido dio un paso hacia atrás y arrojó el cuchillo al mar.
Sin bajar los rifles, los marines se volvieron hacia Jervis, que se acercó a Jun Do.
—Gracias por hacer entrar en razón a su hombre —dijo, y al estrecharle la mano le entregó su tarjeta de visita—. Por si alguna vez se encuentra en el mundo libre —añadió, y echó un largo último vistazo al Junma—. Aquí no hay nada —dijo finalmente—. Retirada de forma controlada, caballeros.
Lo que vino a continuación fue casi una coreografía de ballet: uno a uno, los marines bajaron el rifle, retrocedieron, dieron media vuelta y volvieron a levantarlo. Los ocho americanos abandonaron el Junma de tal forma que en todo momento hubo siete rifles apuntando a la tripulación y, no obstante, tras una serie de movimientos silenciosos, la cubierta quedó despejada y la embarcación de abordaje empezó a alelarse.
Al instante, el práctico ocupó el timón e hizo virar el Junma. La niebla había empezado ya a tragarse las aristas del casco gris de la fragata. Jun Do entornó los ojos para intentar ver a través de la niebla, e imaginó el puente de comunicaciones y el instrumental con los que debía de contar, capaz de oírlo todo, de captar cualquier cosa que se dijera en cualquier lugar del mundo. Miró la tarjeta que tenía en la mano. No se trataba de una fragata, sino de un buque interceptor, el USS Fortitude; en ese mismo momento se dio cuenta de que tenía las botas hundidas en un palmo de camarones.
Aunque no les quedaba demasiado combustible, el capitán dio orden de poner rumbo al oeste y la tripulación esperó que su objetivo no fuera encontrar una cala poco profunda donde hundir el profanado Junma, sino regresar a la seguridad de las aguas norcoreanas. Avanzaban con las olas, a buena velocidad, y al tener la tierra a la vista se les hacía extraño no oír la bandera agitarse en lo alto. El práctico, al timón, no podía quitarle el ojo de encima a los dos recuadros blancos donde habían colgado los retratos de los dos líderes.
Jun Do, agotado en pleno día, barría los camarones que habían derramado y los echaba a los canalones de desagüe y, de ahí, al mar, para devolverlos al mundo que los había creado. Pero barría con denuedo fingido, del mismo modo que los oficiales fingían afanarse alrededor del vivero y que el cabrestante que sujetaba el maquinista no era más que una pieza de atrezo. El capitán iba de aquí para allá por la cubierta, con un enfado creciente a juzgar por cómo murmuraba para sí, y si bien nadie quería acercársele cuando estaba de aquella manera, tampoco le quitaban el ojo de encima.
El capitán volvió a pasar junto a Jun Do. El viejo tenía la piel enrojecida y el negro de sus tatuajes resaltaba con fuerza.
—Tres meses —dijo—. Tres meses en este barco y ni siquiera puede fingir ser un marinero. Nos ha visto vaciar las redes en esta cubierta por lo menos un centenar de veces. ¿Acaso no come de los mismos platos y caga en el mismo cubo que nosotros?
Todos siguieron al capitán con la mirada mientras se dirigía hacia la proa, y cuando regresó los oficiales dejaron de fingir que trabajaban y el práctico salió de la timonera.
—Se instala ahí abajo con sus auriculares y se pasa la noche girando los diales y tecleando en la máquina de escribir. Cuando subió a bordo dijeron que sabía taekwondo, dijeron que sabía matar. Yo pensaba que cuando llegara el momento demostraría de qué era capaz. ¿Qué especie de oficial de inteligencia es usted, si no sabe ni hacerse pasar por un campesino ignorante como los demás?
—No estoy en inteligencia —dijo Jun Do—. Yo solo soy un tipo al que mandaron a la escuela de idiomas.
Pero el capitán ni siquiera lo escuchaba.
—Lo que ha hecho el segundo oficial ha sido una estupidez, pero él por lo menos nos ha intentado defender, no ponernos en peligro. Usted, en cambio, se ha quedado bloqueado y ahora es posible que todo haya terminado para nosotros.
El primer oficial intentó decir algo, pero el capitán lo fulminó con la mirada.
—Podría haber dicho que era periodista y que estaba trabajando en un artículo sobre un grupo de humildes pescadores. Podría haber dicho que era de la Universidad Kim Il-sung y que estaba estudiando los camarones. Ese oficial no quería hacerse amigo suyo, usted no le importa lo más mínimo.
—Y esos —añadió el capitán señalando la costa—, esos son aún peores. Para ellos las personas no significan nada, nada de nada.
Jun Do le dirigió al capitán una mirada fría.
—¿Me ha entendido?
Jun Do asintió en silencio.
—Pues repítalo.
—Para ellos las personas no significan nada —dijo Jun Do.
—Eso es —respondió el capitán—. Lo único que les importa es la historia que les contemos y si les resulta útil o no. Cuando le pregunten qué ha pasado con la bandera y los retratos, ¿qué historia les contará?
—No lo sé —reconoció Jun Do.
El capitán se volvió hacia el maquinista.
—Ha habido otro incendio —dijo este—, esta vez en la limonera, y lamentablemente los retratos se han quemado. Podríamos provocar un incendio y, cuando nos parezca que el barco está lo bastante chamuscado, apagarlo con el extintor. Lo suyo sería entrar en el puerto con el barco aún humeando.
—Bien, bien —aprobó el capitán, que le preguntó al maquinista cuál había sido su papel.
—Me he quemado las manos intentando salvar los retratos.
—¿Cómo se ha originado el fuego? —preguntó el capitán.
—A causa del combustible chino barato —respondió el segundo oficial.
—Bien —dijo el capitán.
—O de combustible surcoreano contaminado —intervino el primer oficial.
—Mejor aún —observó el capitán.
—Y yo me he quemado el pelo intentando salvar la bandera —sugirió el práctico.
—¿Y usted, tercer oficial? —preguntó el capitán—. ¿Cuál ha sido su participación en el incendio?
Jun Do lo pensó un momento.
—Pues… —dijo—. ¿Echar cubos de agua?
El capitán le dirigió una mirada de desprecio. Entonces cogió una zapatilla y estudió sus colores: verde y amarillo, con el diamante de la bandera de Brasil.
—No tendremos forma de explicar esto —admitió, y las tiró por la borda. Cogió otra, blanca con una franja plateada, y la tiró también al mar—. Unos humildes pescadores estaban pescando en las abundantes aguas de Corea del Norte, acrecentando con sus esfuerzos las riquezas del país más democrático del mundo. Aunque estaban cansados y habían superado ya con creces sus cuotas revolucionarias, sabían que se acercaba el cumpleaños del Gran Líder Kim Il-sung y que los dignatarios de todo el mundo acudirían a presentarle sus respetos.
El primer oficial cogió las zapatillas que había elegido y las arrojó al agua con un suspiro de dolor.
—¿Qué podían hacer esos humildes pescadores para ofrecer sus respetos al Gran Líder? —preguntó este—. Decidieron pescar unos deliciosos camarones norcoreanos, la envidia del mundo.
El práctico tiró una zapatilla al mar.
—Para alabar al Gran Líder, los camarones saltaron voluntariamente del océano a las redes de los pescadores.
El maquinista empezó a echar montañas de zapatillas por la borda.
—Pero ocultos en la niebla, como unos cobardes, estaban los americanos —dijo—, apostados en un barco gigantesco comprado con el dinero manchado de sangre del capitalismo.
El segundo oficial cerró los ojos un instante. Se quitó las zapatillas: ahora no tenía ningunas. Su mirada daba a entender que aquella era la peor injusticia que se hubiera producido jamás. Y entonces las zapatillas se le escurrieron de entre los dedos y cayeron al agua. Hizo como que contemplaba el horizonte para que nadie tuviera que verle la cara.
El capitán se volvió hacia Jun Do.
—¿Y cuál fue su papel durante esta agresión imperialista manifiesta, ciudadano?
—Yo lo vi todo —aseguró Jun Do—. El joven segundo oficial es demasiado humilde como para glosar su propio valor, pero yo lo vi todo. Vi cómo los americanos abordaban nuestro barco en un ataque sorpresa, mientras un oficial de la República de Corea los guiaba como perros atados con correa. Vi cómo insultaban nuestro país y se burlaban de nuestra bandera, pero en cuanto tocaron los retratos de nuestros líderes, el segundo oficial, raudo y veloz, en un acto de verdadera abnegación, desenvainó el cuchillo y se abalanzó contra todo el pelotón americano. Al cabo de un momento los americanos huían despavoridos, tal era el furor y el celo revolucionario del oficial.
El capitán se acercó a Jun Do y le dio unas palmaditas en la espalda. Con eso, el resto de las Nike fueron a dar en el agua y el barco se alejó dejando un rastro de zapatillas tras de sí. En apenas unos minutos se habían deshecho de lo que habían tardado toda una noche en reunir. Entonces el capitán pidió que le llevaran el extintor.
El maquinista lo echó por la borda y todos vieron cómo caía al agua: se hundió primero por la parte del pulverizador y a continuación, con un destello rojo, se perdió en las profundidades marinas. Entonces le llegó el turno al bote salvavidas. Lo colocaron encima de la barandilla y lo contemplaron por última vez: brillaba, amarillísimo, con la luz del atardecer, y cuando el primer oficial ya iba a pegarle el empujón definitivo, el capitán lo detuvo.
—Un momento —dijo, y se tomó un momento para hacer acopio de valor—. Por lo menos veamos cómo funciona.
Accionó el tirador y, tal como habían prometido los americanos, se desplegó explosivamente antes incluso de llegar al agua. Era nuevecito, impecable, con dos anillos de flotación e incluso una cubierta para el mal tiempo, lo bastante grande como para que cupieran todos. Llevaba una luz roja intermitente en la parte superior. Se quedaron todos mirando cómo su bote salvavidas zarpaba sin ellos.
Jun Do durmió hasta que llegaron al puerto de Kinjye, esa misma tarde. Todos los miembros de la tripulación se pusieron sus insignias del Partido. En el puerto los esperaba un cuantioso grupo de personas: varios soldados, el ministro de Marina de Chongjin, varios oficiales locales del Partido y un periodista de la oficina regional del Rodong Sinmun. Todos habían oído las injuriosas transmisiones de radio de los americanos, aunque lo último que se les habría pasado por la cabeza habría sido desafiar a la flota estadounidense para rescatar el Junma.
Jun Do contó su historia y cuando el periodista le preguntó cómo se llamaba, Jun Do dijo que eso no importaba, que él no era más que un humilde ciudadano del mejor país del mundo. Al periodista le gustó la respuesta. En el puerto había un hombre mayor en el que Jun Do no había reparado hasta entonces. Llevaba un traje gris y tenía el pelo cano corto y de punta, pero lo verdaderamente inolvidable eran sus manos: se las habían roto y los huesos habían soldado mal. Parecía como si se las hubieran aplastado en el cabrestante del Junma. Cuando todo terminó, el anciano y el periodista se llevaron al segundo oficial para confirmar la historia y recoger más citas.
Al caer la noche, Jun Do se abrió paso por entre los carros de pescado que conducían hasta la nueva fábrica de conservas. La vieja había producido una remesa de latas defectuosa y muchos ciudadanos habían muerto de botulismo. No habían logrado localizar el foco del problema, de modo que habían construido una fábrica nueva junto a la vieja. Dejó atrás los barcos de pesca. El Junma estaba amarrado al muelle y había varios hombres vestidos con camisa, descargándolo. Si los burócratas de Chongjin no mostraban una obediencia suprema, los mandaban de peregrinaje a Wonsan o Kinjye, donde pasaban unas semanas realizando trabajos revolucionarios, como por ejemplo descargar barcos de pesca día y noche.
Jun Do vivía en la casa del supervisor de la fábrica de conservas, una vivienda amplia y hermosa donde, después de lo que les había pasado al supervisor y a su familia, no quería vivir nadie. Jun Do ocupaba tan solo una habitación, la cocina, donde disponía de todo lo que necesitaba: una lámpara, una ventana, una mesa, el horno y una cama plegable. Pasaba en tierra apenas un par de días al mes, y si realmente había fantasmas, no parecía que lo molestaran.
Encima de la mesa tenía el transmisor que había estado construyendo. Si transmitía mensajes cortos, como hacían los americanos desde el fondo del mar, a lo mejor podría utilizarlo sin que lo detectaran. Pero cuanto más cerca estaba de terminarlo, más lentamente avanzaba, porque ¿qué demonios Iba a decir? ¿Hablaría con el marine que le había dicho «¿Un piti? ¿Un piti?»? A lo mejor le contaría la cara que había puesto el capitán cuando se habían dirigido al sur y habían navegado por delante de las anchas playas desiertas de Wonsan, donde les dicen a los burócratas de Pyongyang que irán en cuanto accedan al paraíso de la jubilación.
Jun Do se preparó una taza de té en la cocina y se afeitó por primera vez en tres semanas. Por la ventana veía a los hombres que descargaban el Junma en la oscuridad, rezando sin duda porque se cortara la electricidad y pudieran regresar a sus catres. Primero se afeitó alrededor de la boca y luego, en lugar de terminarse el té, tomó unos tragos de whisky chino mientras se pasaba la navaja, que sonaba como si raspara la piel de un tiburón. Había sido ciertamente excitante contarle la historia al periodista y, por increíble que pareciera, el capitán tenía razón: este ni siquiera había insistido para que repitiera su nombre.
Más tarde, cuando ya habían cortado la electricidad y la luna se había puesto, Jun Do subió al tejado oscuro y llegó a tientas hasta la chimenea del horno. Su idea era instalar una antena que asomara por la chimenea al tirar de un cordón. De momento, esa noche solo tenía intención de pasar el cable, pero incluso eso tenía que hacerlo al amparo de la oscuridad más absoluta. Oía el océano y notaba la brisa de la costa en la cara, pero aun así, sentado en el tejado inclinado, no lograba distinguir nada. Había visto el océano a la luz del día y lo había surcado en incontables ocasiones, pero ¿qué sucedería si no lo hubiera hecho? ¿Cómo imaginaría la oscuridad insondable que tenía ante sí? Por lo menos los tiburones a los que cortaban las aletas habían visto lo que había en el fondo del océano y su consuelo era que sabían hacia dónde descendían.
Al amanecer sonaron las sirenas de llamada al trabajo, que normalmente anunciaban la hora en que Jun Do se acostaba. Por el altavoz empezaron a resonar los anuncios matutinos.
—¡Buenos días, ciudadanos! —exclamó la voz.
Llamaron a la puerta y, al abrir, Jun Do se encontró ante el segundo oficial. El joven estaba bastante borracho y parecía haberse visto involucrado en una pelea.
—¿Te has enterado? —preguntó el segundo oficial—. Me han nombrado Héroe de la Revolución Eterna, con todas las medallas correspondientes y una pensión de héroe cuando me retire.
El segundo oficial tenía una oreja desgarrada y más tarde le iban a tener que pedir al capitán que le diera unos puntos en la boca. También tenía toda la cara hinchada y varios chichones. En el pecho llevaba una medalla, la Estrella Carmesí.
—¿Tienes licor de serpiente? —preguntó.
—¿Te conformas con una cerveza? —respondió Jun Do antes de abrir dos botellas de Ryoksong.
—Una de las cosas que me gusta de ti es que estés siempre dispuesto a beber por la mañana. ¿Cómo es el brindis? Ah, sí: «¡Cuando más larga la noche, más corta es la mañana!».
El segundo oficial bebió de la botella y Jun Do se dio cuenta de que no tenía ninguna herida en los nudillos.
—Parece que anoche hiciste unos cuantos amigos —comentó.
—Si te digo la verdad —respondió el segundo oficial—, los actos de heroísmo están chupados. Lo jodido es convertirse en un héroe.
—Bebamos por el heroísmo, pues.
—Y sus incentivos —añadió el segundo oficial—. A propósito, tengo que presentarte a mi mujer. Ya verás lo guapa que es.
—Sí, me muero de ganas —le dijo Jun Do.
—No, no, no —repuso el segundo oficial, que fue hasta la ventana y señaló a una mujer que había junto a la fila de carros de pescado—. Mírala —dijo—, ¿No es una belleza? Dime que no lo es.
Jun Do miró por la ventana. La chica tenía los ojos húmedos y separados. Jun Do conocía aquella mirada: era la de alguien que se moría de ganas de que la adoptaran, pero sabía que aquel día no había visitas de padres.
—Dime que no es increíble —insistió el segundo oficial—. Enséñame una mujer que sea más guapa.
—No, tengo que darte la razón —admitió Jun Do—. Ya sabes que puede entrar si quiere…
—Lo siento —se disculpó el segundo oficial, y se dejó caer en la butaca—. No quiere poner los pies en este sitio. Le dan miedo los fantasmas. El año que viene seguramente le haré un bebé y sus pechos rezumarán leche. Si quieres verla mejor, le puedo decir que se acerque. A lo mejor incluso consigo que cante. En cuanto la oigas te vas a caer por la ventana.
Jun Do dio un sorbo a la cerveza.
—Que cante esa sobre cómo los verdaderos héroes rechazan todas las recompensas.
—Tienes un sentido del humor que es para cagarse —dijo el segundo oficial, que sostenía la botella de cerveza fría pegada a las costillas—. ¿Sabes que los hijos de los héroes van a colegios de élite? A lo mejor tendré una numerosa prole y viviré en una casa como esta. A lo mejor viviré exactamente en esta.
—Es toda tuya —respondió Jun Do—. Pero no parece que tu mujer vaya a acompañarte.
—Bah, es una niña —replicó el oficial—. Hará lo que yo le diga. En serio, la voy a llamar. La llevo por donde quiero, ya lo verás.
—¿Y a ti? ¿No te dan miedo los fantasmas? —preguntó Jun Do.
El segundo oficial miró a su alrededor, como si de pronto examinara la casa con otros ojos.
—No quiero pensar demasiado en cómo terminaron los hijos del supervisor de la fábrica de conservas —dijo—. ¿Dónde sucedió?
—Arriba.
—¿En el baño?
—Hay una habitación de bebé.
El segundo oficial echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo. Y entonces cerró los ojos. Por un momento, Jun Do creyó que se había dormido, pero entonces el segundo oficial volvió a hablar.
—Hay que tener niños —dijo—. De eso se trata, ¿no? O eso dicen.
—Sí, eso dicen —repitió Jun Do—. Pero hay gente que hace cosas para sobrevivir, y después de sobrevivir no puede vivir con lo que ha hecho.
El segundo oficial había sido un crío durante la década de los noventa, de modo que para él los años posteriores a la hambruna debían de haber sido una época de plenitud gloriosa. Dio un largo trago a la cerveza.
—Si todos los que las han pasado canutas y han mordido el polvo se convirtieran en un pedo —observó—, el mundo apestaría hasta las copas de los árboles, ¿sabes qué te quiero decir?
—Sí, supongo.
—O sea que yo no creo en los espíritus, ¿vale? A alguien se le muere el canario y en cuanto oye un trino en la oscuridad piensa: «Oh, es el espíritu de mi pájaro». No, en mi opinión un espíritu es justo lo contrario: algo que percibes, que sabes que está ahí pero no logras ubicar. Como el capitán del Kwan Li. Al final los médicos tuvieron que amputar. No sé si conoces la historia.
—No, no la conozco —le dijo Jun Do.
—Cuando despertó en el hospital, preguntó: «¿Dónde está mi brazo?», y los médicos le dijeron: «Lo sentimos, pero se lo hemos tenido que amputar». «Ya sé que me he quedado sin brazo», contestó el capitán, «pero ¿dónde está?». No se lo quisieron decir y ahora dice que lo siente, que nota cómo cierra el puño sin él. En la bañera, nota el agua caliente sobre el brazo que le falta. Pero ¿dónde está? ¿En la basura? ¿Incinerado? El capitán sabe que está en alguna parte, lo siente, literalmente, pero no lo puede controlar.
—Para mí —dijo Jun Do—, en lo que se equivoca todo el mundo respecto a los fantasmas es en pensar que están muertos. En mi experiencia, los fantasmas son personas vivas, gente a la que conoces, solo que están para siempre fuera de tu alcance.
—¿Cómo la mujer del capitán?
—Como la mujer del capitán.
—Yo no la conocí —reconoció el segundo oficial—, pero veo su cara en el pecho del capitán y se me hace muy difícil no preguntarme dónde estará, con quién y si pensará aún en el capitán.
Jun Do levantó la cerveza y brindó por aquella idea.
—Y eso también se puede aplicar a tus americanos del fondo del mar —agregó el segundo oficial—. Los oyes ahí abajo y sabes que son importantes, pero están fuera de tu alcance. En realidad, tiene lógica. Encaja con tu perfil.
—¿Mi perfil? ¿Y cuál es mi perfil?
—No, nada —dijo el segundo oficial—. Es algo que el capitán mencionó una vez.
—¿Ah, sí?
—Nos contó que eres huérfano y que los huérfanos siempre quieren cosas que no pueden tener.
—¿En serio? ¿Y estás seguro de que no dijo que los huérfanos intentan robarle la vida a la otra gente?
—No te cabrees. El capitán lo dijo solo para que no me hiciera demasiado amigo tuyo.
—¿O que al morir a los huérfanos les gusta llevarse a otras personas con ellos? ¿O que si uno termina huérfano es siempre por algo? La gente dice muchas cosas sobre los huérfanos, ya lo sabes.
El segundo oficial levantó la mano.
—Oye —se defendió—, el capitán solo dijo que nadie te había enseñado qué significa la lealtad.
—Claro, porque tú sabes mucho del asunto. Además, por si te interesa saberlo yo no soy huérfano.
—Ya nos avisó de que dirías eso. No lo dijo con mala intención —aseguró el segundo oficial—. Solo dijo que los militares cogen a los huérfanos y les dan un entrenamiento especial para que no sientan nada cuando les pasan cosas malas a los demás.
Al otro lado de la ventana, el sol había empezado ya a reflejare en los aparejos de la flota pesquera. La mujer que esperaba en la calle se hacía a un lado cada vez que uno de esos carros de pescado de dos ruedas pasaba junto a ella.
—¿Por qué no me cuentas a qué has venido? —dijo Jun Do.
—Ya te lo he dicho —respondió el oficial—. Quería enseñarte a mi mujer. Es muy guapa, ¿no crees?
Jun Do se lo quedó mirando.
—Pues claro que lo es —siguió diciendo el segundo oficial—. Es como un imán, ¿sabes? Es imposible resistirse a su belleza. Mi tatuaje no le hace justicia. Y ya casi tenemos familia. Además, ahora soy un héroe y es casi seguro que un día me convertiré en capitán. Quiero decir que tengo mucho que perder —recalcó el segundo oficial, eligiendo bien las palabras—. Tú en cambio no tienes a nadie. Vives en una cama plegable, en la cocina de un monstruo.
La mujer de la calle lo llamó por señas, pero el segundo oficial le hizo un gesto de que esperara.
—Si le hubieras pegado un puñetazo en la cara a aquel americano —observó—, en estos momentos estarías en Seúl y serías libre. Eso es lo que no entiendo. Si no te ata nada, ¿qué te detiene?
¿Cómo iba a contarle al segundo oficial que la única forma de librarte de tus fantasmas es yendo a buscarlos y que aquel era el único lugar dónde Jun Do podía hacer eso? ¿Cómo podía explicarle el sueño recurrente en el que escuchaba la radio y oía retazos de mensajes importantes, de su madre, o de otros chicos del orfanato? Sintonizar con los mensajes no es nada fácil, y en varias ocasiones se despertó aterrado al poste de la cama, como si este fuera el dial de UHF. A veces los mensajes son de personas que transmiten mensajes de otras personas que han hablado con alguien que ha visto a su madre. Su madre quiere comunicarle algo urgente, decirle dónde está, explicarle por qué, y no para de repetir su nombre, una y otra vez, pero él apenas logra comprender lo que dice. ¿Cómo iba a contarle que sabe con certeza que en Seúl esos mensajes se terminarían?
—Ven —dijo Jun Do—. Iremos a que el capitán te dé unos puntos.
—¿Bromeas? Soy un héroe. Ahora puedo ir al hospital.
Cuando el Junma volvió a zarpar, lo hizo equipado con nuevos retratos del Gran Líder Kim Il-sung y el Querido Líder Kim Jong-il. Tenían una mesa de cocina nueva y también un retrete, pues no era de recibo que un héroe tuviera que cagar en un cubo, aunque los héroes de Corea del Norte hubieran soportado situaciones mucho peores sin quejarse. También llevaban una bandera de la República Popular Democrática de Corea nueva, que arriaron en cuanto estuvieron a once kilómetros de la costa.
El capitán estaba de muy buen humor. En la cubierta había un armario nuevo y, con un pie encima de este, convocó a su tripulación. De dentro del armario sacó en primer lugar una granada de mano.
—Esto me lo han dado por si vuelven los americanos —dijo—, en cuyo caso tengo que lanzarla dentro de la bodega de popa y hundir nuestro querido Junma.
Jun Do puso unos ojos como platos.
—¿Y por qué no la lanza dentro de la sala de máquinas?
El maquinista lo mandó a la mierda con la mirada.
El capitán tiró la granada por la borda y esta se hundió en el agua casi sin hacer ruido. Entonces se volvió hacia Jun Do y dijo:
—No se preocupe, antes habría llamado a la puerta.
El capitán abrió otra puerta del armario de una patada. Dentro había un bote salvavidas, sacado sin duda de algún viejo avión de pasajeros soviético. En su día había sido naranja, pero actualmente tenía un tono melocotón desteñido, y junto al tirador rojo había un siniestro cartelito que prohibía fumar durante su uso.
—Después de lanzar la granada y de que nuestro querido barco se haya hundido bajo las olas, me han dado órdenes de desplegar esto para que la vida de nuestro héroe no corra peligro. No hace falta que les diga la confianza que han depositado en nosotros regalándonos esto.
El segundo oficial dio un paso al frente, como si el bote le diera miedo, e inspeccionó el mensaje en cirílico.
—Es más grande que el otro —observó.
—En este bote cabrían los pasajeros de un avión entero —dijo el maquinista—. O toda la grandeza de un héroe.
—Sí —añadió el primer oficial—. Yo, sin ir más lejos, consideraría un honor poder remar dentro de un bote en el que va un verdadero Héroe de la Revolución Eterna.
Pero el capitán aún no había terminado.
—Creo también que ha llegado ya la hora de que el tercer oficial se convierta en miembro de pleno derecho de la tripulación —declaró, y se sacó una hoja de papel encerado que llevaba doblada en el bolsillo. Dentro había nueve finas agujas de coser, todas unidas. Las agujas tenían las puntas renegridas de los muchos tatuajes que habían hecho—. No soy ruso —le dijo a Jun Do—, pero ya verá que le he cogido bastante el tranquillo. Además, aquí ni siquiera tenemos que preocuparnos por si la tinta se congela.
En la cocina, le mandó a Jun Do que se quitara la camisa y se reclinara en la mesa.
—Vaya, es virgen —comentó el práctico al ver el pecho desnudo de Jun Do, y los demás se rieron.
Si les digo la verdad, no lo veo demasiado claro —intervino Jun Do—. Ni siquiera estoy casado.
No se preocupe —lo tranquilizó el capitán—. Le voy a dar la mujer más hermosa del mundo.
Mientras el práctico y el primer oficial hojeaban el calendario de la actriz Sun Moon, el capitán echó algo de tinta en polvo en una cuchara y la mezcló con unas gotas de agua, hasta que la mezcla quedó un poco más húmeda que el engrudo. El calendario llevaba ya un tiempo colgado en la timonera, pero Jun Do ni siquiera le había prestado atención, pues apestaba a los mensajes patrioteros que emitían a través de los altavoces. Solo había visto un puñado de películas en su vida, siempre las mismas cintas bélicas chinas que ponían en la unidad del Ejército cuando hacía mal tiempo. Desde luego que por las calles había carteles de las películas de Sun Moon, pero a él no le decían nada. En aquel momento, viendo al primer oficial y al práctico hojear los pósteres de películas mientras discutían cuál era la mejor imagen para un tatuaje, sintió celos de aquellos hombres que recordaban escenas y citas famosas de la actriz nacional de Corea del Norte. Se percató de la profundidad y la tristeza que se reflejaba en los ojos de Sun Moon, surcados por unas leves arrugas que indicaban una gran determinación ante la pérdida, y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el recuerdo de Rumina. De repente la idea de llevar un retrato, de quien fuera, encima del corazón, para siempre, le pareció irresistible. ¿Cómo era posible que la gente no fuera siempre por ahí con las personas que les importaban tatuadas en la piel? Y entonces se acordó de que él no tenía nadie que le importara, y que por eso le iban a tatuar una actriz a la que no había visto nunca, sacada de un calendario que colgaba junto al timón de un barco de pesca.
—Si es una actriz tan famosa —dijo Jun Do—, todo el mundo en Corea del Norte la reconocerá y sabrá que no es mi esposa.
—El tatuaje es para los americanos y los surcoreanos —explicó el capitán—. Para ellos será solo una cara de mujer.
—Sinceramente —reconoció Jun Do, no entiendo qué sentido tiene todo esto. ¿Por qué os tatuáis a vuestras mujeres en el pecho?
—Pues porque somos pescadores —respondió el segundo oficial.
—Para que puedan identificar el cuerpo —terció el práctico.
—Porque así —dijo el taciturno maquinista—, cuando piensas en ella, está ahí.
—Todo eso suena muy noble —convino el primer oficial—. Pero en realidad es para que las mujeres estén tranquilas. Creen que ninguna mujer querrá dormir con un hombre que lleve un tatuaje así; aunque luego, naturalmente, siempre hay chicas dispuestas.
—Solo hay un motivo —repuso el capitán—. Es porque así la llevas en el corazón para siempre.
Jun Do pensó un momento sobre esa respuesta. De pronto se le ocurrió una idea pueril, que denotaba que nunca había conocido el amor de ningún tipo.
—¿Eso significa que voy a llevar a Sun Moon para siempre en el corazón? —preguntó.
—Ay, nuestro pequeño tercer oficial —dijo el capitán, mirando a los demás y sonriendo—. Esa mujer es una actriz. En realidad, la que sale en sus películas no es ella, sino el personaje que interpreta.
—No he visto ninguna de sus películas —confesó Jun Do.
—Pues ya está —decidió el capitán—. En ese caso no tiene de qué preocuparse.
—¿Y qué tipo de nombre es Sun Moon? —preguntó Jun Do.
—Supongo que se llama así porque es famosa —dijo el capitán—. O a lo mejor todos los yangbans de Pyongyang tienen nombres raros.
Eligieron una imagen de Que se mueran los tiranos. Se trataba de un primer plano y en lugar de dirigir una mirada inflamada de deber patriótico hacia el lejano ejército imperialista, o de volver los ojos hacia el monte Paektu en busca de consejo, Sun Moon miraba al espectador con verdadera veneración por todo lo que habrían perdido juntos en cuanto salieran los créditos finales de la película.
El práctico sujetó el retrato y el capitán empezó a copiarlo por los ojos. Tenía buena técnica: hacía retroceder las agujas, y las iba clavando y sacando de debajo de la piel con un gesto parecido al que empleaba para hacer un nudo de calabrote doble. Eso disminuía el dolor y además, al clavar las agujas en ángulo, la tinta se fijaba mejor. Con un trapo húmedo, el capitán iba secando los rastros de tinta y sangre extraviados.
Sin dejar de trabajar, el capitán se preguntó en voz alta:
—¿Qué cosas debería saber el tercer oficial de su mujer? Su belleza es evidente. Es de Pyongyang, un lugar que ninguno de nosotros verá jamás. La descubrió nuestro Querido Líder en persona y la incluyó en el reparto de Una verdadera hija del país, la primera película norcoreana de la historia. ¿Qué edad tendría entonces?
—Dieciséis —contestó el primer oficial.
—Sí, es posible —admitió el práctico—. ¿Qué edad tienes tú? —le preguntó al segundo oficial.
—Veinte.
—Veinte —repitió el práctico—. La película se rodó el año en que naciste.
El vaivén del barco no parecía molestar al capitán.
—Era el ojito derecho de nuestro Querido Líder y su única actriz. Nadie más podía aparecer en una película, y eso fue así durante años. Además, a pesar de su belleza, o precisamente por ello, el Querido Líder no permitía que se casara, de modo que todos sus papeles eran eso, papeles, pues la muchacha no conocía el amor.
—Pero entonces llegó el comandante Ga —dijo el maquinista.
—Sí, entonces llegó el comandante Ga —repitió el capitán con el tono ausente de quien se pierde en los detalles—. Y él es el motivo por el que no hace falta que te preocupes demasiado porque Sun Moon eche raíces en tu corazón.
Jun Do había oído hablar del comandante Ga. Los militares lo idolatraban porque había dirigido seis misiones asesinas en Corea del Sur, había ganado el Cinturón Dorado de taekwondo y había depurado el Ejército de homosexuales.
—El comandante Ga incluso luchó contra un oso —afirmó el segundo oficial.
—Yo no las tengo todas sobre esa parte —repuso el capitán, trazando los sutiles contornos del cuello de Sun Moon—. Cuando el comandante Ga viajó a Japón y derrotó a Kimura, todo el mundo sabía que en cuanto regresara a Pyongyang elegiría su recompensa. El Querido Líder lo nombró ministro de las Minas Prisión, una posición muy codiciada, pues no exige ningún trabajo. Pero el comandante Ga pidió que le entregaran a la actriz Sun Moon. El tiempo pasó y hubo lío en la capital, pero al final el Querido Líder accedió amargamente a ello. La pareja se casó y tuvo dos hijos, y hoy Sun Moon está en algún lugar lejano, triste y sola.
Cuando el capitán dijo eso todos se quedaron callados y de pronto Jun Do la compadeció. El segundo oficial le lanzó una mirada afligida al capitán.
—¿Eso es verdad? —preguntó—. ¿Cómo sabe que ha terminado así?
—Todas las esposas terminan así —dijo el capitán.
Aquella noche, Jun Do notó un dolor en el pecho. Se moría de ganas de tener noticias de la chica que remaba en la oscuridad. El capitán le dijo que el agua de mar impediría que se le infectara el tatuaje, pero Jun Do no quería arriesgarse a ir a por un cubo y perdérsela. Cada vez más, tenía la sensación de que él era la única persona en el mundo que la comprendía. La maldición de Jun Do consistía en vivir como una criatura nocturna en un país que no tenía electricidad por la noche, pero aquello formaba parte de su deber, como coger los remos al anochecer o dormir mientras los altavoces te llenaban la cabeza. Incluso la tripulación creía que la chica remaba hacia el alba, como si el alba fuera una metáfora de algo trascendente o utópico. Jun Do, en cambio, sabía que la chica remaba, no hacia, sino hasta el alba, momento en que, exhausta y leal y realizada, podía acostarse. Era ya noche cerrada cuando finalmente encontró la señal, mucho más débil, pues habían estado viajando hacia el norte.
—El sistema de navegación está estropeado —informó—. No para de darnos indicaciones erróneas. No estamos donde dice que estamos, es imposible. Hay algo en el agua, pero no logramos verlo.
La frecuencia quedó en silencio y Jun Do ajustó el dial para recuperar la señal. La chica reapareció al momento.
—¿Esto funciona? —preguntó—. ¿Funciona? Hay un barco ahí fuera, un barco sin luces. Hemos lanzado una bengala y la luz roja ha rebotado contra el casco. ¿Hay alguien ahí que pueda rescatarnos?
¿La estaban atacando?, se preguntó Jun Do. ¿Qué pirata atacaría a una mujer que solo quería abrirse paso a través de la oscuridad? Jun Do oyó un estallido por encima de la señal de radio (¿habría sido un disparo?) y le empezaron a desfilar por la mente todos los motivos por los que no podían ir a rescatarla: porque estaba demasiado al norte, porque los americanos la encontrarían antes, porque ni siquiera disponían de cartas de navegación de aquellas aguas… Eran todos motivos válidos, pero naturalmente la verdadera razón era él. Jun Do era el motivo por el que no podían trazar el rumbo necesario para rescatarla. Se inclinó hacia delante y apagó el receptor. El brillo de los diales le dejó una impronta verde en la retina. Cuando se quitó los auriculares, notó una súbita oleada de interferencias y aire frío. En la cubierta, oteó el horizonte en busca del solitario arco rojo de una bengala de emergencia.
—¿Ha perdido algo? —preguntó el capitán.
Era apenas una voz procedente del timón. Jun Do se volvió y vio la punta de su cigarrillo.
—Sí —respondió Jun Do—. Creo que sí.
—Bastante desorientado está ya el chaval —comentó el capitán sin salir de la timonera—. Lo último que necesita en estos momentos son sus locuras.
Con la ayuda de un acollador, Jun Do subió un cubo de agua de mar y se lo echó sobre el pecho. Experimentó el escozor como un recuerdo, como algo del pasado. Pasó un rato más contemplando el mar. Las olas negras se elevaban y estallaban, y no costaba nada imaginar que en las hondonadas que se formaban entre ellas había cualquier cosa. «Alguien te salvará —pensó—. Si aguantas lo suficiente, seguro que acude alguien.»
La tripulación se pasó el día pescando con palangre y cuando Jun Do despertó, al atardecer, habían empezado ya a izar los primeros tiburones a bordo. Ahora que los americanos los habían abordado, al capitán ya no le daba miedo que los abordaran los americanos; le había pedido a Jun Do que transmitiera las emisiones de radio a través de uno de los altavoces de cubierta. Jun Do los advirtió de que la remera desnuda no saldría hasta tarde, si era eso lo que esperaban oír.
La noche era clara, había olas regulares, procedentes del noroeste, y las luces de cubierta se adentraban en el agua e iluminaban los ojos rojos de unas criaturas que vivían a una profundidad excesiva como para llegar a distinguirlas. Jun Do utilizó la antena abierta y repasó todo el espectro para deleite de los miembros de la tripulación, desde los ultrabajos de las comunicaciones entre submarinos hasta el ladrido de los transpondedores que guiaban a los pilotos automáticos de los aviones a reacción a través de la noche. Les enseñó las interferencias que provocaban los radares de barcos lejanos cuando peinaban su zona. En la parte alta del dial se oía el estridente tamborileo de una emisora de libros en braille, y en lo más alto del todo, el hipnótico silbido de la radiación solar de los cinturones de Van Allen. Al capitán le interesaron mucho más los rusos borrachos que cantaban mientras trabajaban en una plataforma de perforación en alta mar. Tarareó con ellos uno de cada cuatro o cinco versos. Si le daban un momento, dijo, les diría el título de la canción.
Los primeros tres tiburones que izaron a cubierta habían sido devorados por otro tiburón más grande, y no quedaba nada de ellos por debajo de las agallas. Jun Do encontró una mujer en Yakarta que leía sonetos en inglés por la onda corta, y aventuró una traducción aproximada mientras el capitán y los oficiales comprobaban el radio de los mordiscos y echaban un vistazo a través de la cabeza vacía de los tiburones. Luego les puso a dos hombres que, desde países desconocidos, intentaban resolver un problema matemático con aparatos de radioaficionado, pero aquella transmisión resultó ser muy difícil de traducir. De vez en cuando, Jun Do se daba cuenta de que llevaba un rato oteando el horizonte y se obligaba a dejar de hacerlo. Escuchaba los aviones, los barcos y los extraños ecos procedentes de donde la Tierra se curvaba. Jun Do intentó explicarles a los marineros qué era FedEx, y estos debatieron sobre si realmente sería posible mandar un paquete entre dos personas cualesquiera de la Tierra en veinticuatro horas.
El segundo oficial no paraba de hacer comentarios sobre la remera desnuda.
—Seguro que tiene los pezones como carámbanos —dijo—. Y los muslos blancos y con la carne de gallina.
—No la vamos a oír hasta el amanecer —repuso Jun Do—, o sea que es inútil hablar de ella hasta entonces.
—Ten cuidado con esas largas piernas americanas —lo advirtió el maquinista.
—Los remeros tienen las espaldas muy fuertes —apuntó el primer oficial—. Estoy seguro de que podría partir una caballa en dos.
—Que me parta en dos a mí, por favor —se ofreció el segundo oficial—. Ya verán cuando se entere de que soy un héroe. Si me nombraran embajador, entre los dos firmaríamos la paz.
—Sí —intervino el capitán—, y ya verás cuando se entere de que te gustan los zapatos de mujer.
—Seguro que ella lleva zapatos de hombre dijo el práctico.
—Fría por fuera y caliente por dentro —añadió el segundo oficial—. Seguro que es así.
Jun Do se volvió hacia él.
—¿Por qué no te callas de una vez?
Los mensajes radiofónicos habían perdido la novedad. La radio seguía oyéndose de fondo, pero la tripulación faenaba en silencio. Solo se oían los cabrestantes, el sonido de aletas ventrales al agitarse y el tintineo de los cuchillos. El primer oficial le dio la vuelta a un tiburón para cortarle la aleta anal, cuando de pronto se abrió un colgajo de piel y de dentro salió una bolsa cubierta de una película viscosa y amarillenta, llena de crías de tiburón; la mayoría estaban aún dentro de los sacos amnióticos. El capitán los arrojó al mar y decretó un descanso. Las crías no se hundieron, sino que se quedaron flotando en la superficie del agua, junto al barco, mientras miraban de un lado a otro con sus ojos a medio formar.
Los hombres fumaban cigarrillos Konsol y, en las escotillas, notaban el viento en la cara. En momentos como aquel nunca miraban hacia Corea del Norte, sino siempre hacia el este, hacia Japón, o más lejos aún, hacia el interminable Pacífico.
A pesar de la tensión, a Jun Do lo embargó una sensación que a veces había experimentado de niño, después de trabajar en los campos del orfanato o en la fábrica a la que los hubieran llevado aquel día. Era la sensación que lo invadía cuando él y su grupo de jóvenes llevaban horas trabajando duro y, aunque todavía debían emplearse a fondo durante un rato, sabía que se acercaba el final y que pronto habría una cena colectiva a base de mijo y repollo, y tal vez sopa de cáscara de melón. Más tarde llegaría la hora de dormir y cien chicos ocuparían las literas de cuatro pisos de un cuarto comunitario, donde su agotamiento común se articularía como algo singular. Se trataba de una sensación de pertenencia, ni más ni menos, y aunque no era particularmente profunda ni intensa, era lo mejor que había sentido jamás. Había pasado la mayor parte de su vida intentando estar a solas, pero había momentos en el Junma en que sentía que formaba parte de algo, y eso le causaba una satisfacción que no se manifestaba en su fuero interno, sino en compañía.
Los escáneres iban rastreando todas las frecuencias, ofreciendo breves selecciones de cada emisora. El segundo oficial fue el primero que ladeó la cabeza al oír algo que le sonaba.
—Son ellos —aseguró—. Son los americanos fantasma. —Se había quitado las botas y empezó a pasearse descalzo por la timonera—. Vuelven a estar ahí abajo —añadió—, pero esta vez los tenemos.
El capitán apagó el motor del cabrestante para que pudieran oírlo mejor.
—¿Qué dicen? —preguntó.
Jun Do fue corriendo hasta el receptor y ajustó el dial para aislar la emisión, aunque en realidad la señal era alta y clara.
—«Reina a alfil cuatro» —dijo Jun Do—. Son los americanos. También hay uno con acento ruso y otro que parece japonés. —Oyeron las carcajadas de los americanos, claras como cristales, a través del altavoz. Jun Do tradujo sus palabras—. «Cuidado, comandante» —dijo—. «Dimitri siempre va a por la torre.»
El capitán se acercó a la barandilla y miró hacia el agua con los ojos entornados. Finalmente negó con la cabeza.
—Pero estamos encima de la fosa —repuso—. Es imposible que estén tan abajo.
El primer oficial se colocó a su lado.
—Pues ya lo ha oído. Están ahí abajo, jugando al ajedrez.
Jun Do estiró el cuello para ver lo que hacía el segundo oficial: se había encaramado al mástil para descolgar la antena direccional.
—Cuidado con el cable —le gritó, y echó un vistazo al reloj: llevaban ya casi dos minutos de transmisión.
Entonces le pareció oír una interferencia coreana, una voz que hablaba sobre algún tipo de experimento. Jun Do se apresuró a ajustar la recepción y silenciar la otra emisión, pero no lo logró. Si no era una interferencia… Intentó no pensar en la posibilidad de que pudiera haber también un coreano ahí abajo.
—¿Qué dicen los americanos? —preguntó el capitán.
Jun Do se paró un momento a traducir.
—«Maldita sea, esos peones no paran de alejarse flotando.»
El capitán volvió a fijarse en el agua.
—¿Se puede saber qué están haciendo ahí abajo?
En aquel momento, el segundo oficial logró descolgar la antena direccional del mástil y la tripulación contuvo el aliento mientras apuntaba hacia las profundidades. Esperaron en silencio mientras barría lentamente el agua con la antena, tratando de localizar la procedencia de la transmisión, pero no se oía nada.
—Qué raro —se extrañó Jun Do—. Deben de haber cortado la comunicación.
Pero entonces Jun Do vio una mano que apuntaba hacia el cielo: era la del capitán y señalaba un punto de luz que avanzaba a través de las estrellas.
—Ahí arriba, hijo —dijo el capitán.
En cuanto el segundo oficial levantó la antena y la alineó con el arco luminoso, se oyó un pitido de retroalimentación y de pronto fue como si las voces americanas, rusas y japonesas estuvieran en el barco con ellos.
—«Jaque mate», acaba de decir el ruso —tradujo Jun Do—. Y el americano está diciendo: «Y una mierda, las piezas se han marchado flotando. Eso es motivo suficiente para repetir la partida». Y el ruso le contesta: «Vamos, dame el tablero. A lo mejor tenemos tiempo de jugar la revancha de Moscú contra Seúl antes de la siguiente órbita».
Todos se quedaron mirando al segundo oficial, que seguía el punto de luz hasta el horizonte. En cuanto la luz se perdió tras la curvatura de la Tierra, la emisión se esfumó. La tripulación tenía los ojos fijos en el segundo oficial, que seguía mirando el cielo. Finalmente se volvió hacia los demás.
—Están en el espacio, juntos —declaró—. Se supone que son nuestros enemigos, pero están ahí arriba, riendo y vacilando. —Entonces bajó la antena direccional y miró a Jun Do—. Estabas equivocado —le dijo—. Estabas equivocado: sí lo están haciendo en nombre de la paz y de la jodida fraternidad.
Jun Do despertó en la oscuridad. Se incorporó sobre un brazo y se sentó en el camastro, en silencio, escuchando… ¿qué? Su aliento condensado ocupaba el espacio que tenía ante él, lo notaba. Apenas había luz, pero aun así daba para ver el reflejo del agua acumulada en el suelo, que oscilaba con el vaivén de las olas. Por lo general, el aceite de pescado que se filtraba a través de las juntas de los mamparos formaba unos relucientes manchurrones negros que se acumulaban en los remaches, pero ahora estaba compacto y el frío le confería un color lechoso. De las sombras que distinguía en su estrecho camarote, Jun Do tuvo la sensación de que una correspondía a una persona totalmente inmóvil, que apenas osaba respirar. Durante un instante, también él contuvo el aliento.
Jun Do volvió a despertar cuando ya faltaba poco para el alba. Oyó un leve silbido. Se giró medio dormido hacia el casco del barco e intentó imaginar que aquella pared de acero era lo único que lo separaba de las aguas del océano en el momento en que estaban más oscuras. Apoyó la frente en el metal y, a través de la piel, notó la vibración de algo que golpeaba contra el costado del barco.
Arriba, un viento frío barría la cubierta y obligó a Jun Do a entornar los ojos. La timonera estaba vacía, pero Jun Do vio una silueta oscura en la popa, algo grande, de color amarillo grisáceo, que flotaba sobre las olas. Lo observó un instante antes de lograr distinguir lo que estaba viendo, antes de percatarse de que se trataba del bote salvavidas del avión a reacción ruso. Junto al lugar donde estaba amarrado al barco había varias latas de comida amontonadas. Jun Do se arrodilló y cogió la maroma con incredulidad. La cabeza del segundo oficial asomó de dentro del bote para coger las últimas provisiones.
—¡Joder! —exclamó al ver a Jun Do. Entonces respiró hondo y recuperó la compostura—. Pásame esas latas —dijo.
Jun Do se las pasó.
—Una vez vi a un hombre que desertaba —le contó al segundo oficial—. Y también vi lo que le pasó cuando lo trajeron de vuelta.
—Si quieres acompañarme, adelante —dijo el segundo oficial—. No nos va a encontrar nadie. Aquí las corrientes te empujan hacia el sur. Nadie nos llevará de vuelta a ningún sitio.
—¿Y tu mujer?
—Ha tomado una decisión y nada la hará cambiar de opinión —contestó—. Y ahora pásame la maroma.
—¿Y qué me dices del capitán y del resto de nosotros?
El segundo oficial se estiró y desamarró la cuerda él mismo. Entonces se dio un empujón y, mientras se alejaba flotando, dijo:
—Los que estamos en el fondo del océano somos nosotros. Me he dado cuenta gracias a ti.
Por la mañana, bajo una luz plana y viva, la tripulación subió a cubierta para hacer la colada y descubrió que el segundo oficial había desaparecido. Se agolparon junto al armario de suministros vacío y otearon el horizonte, pero con la luz que se reflejaba en la espuma de las olas era como estar mirando un millar de espejos. El capitán y el maquinista hicieron inventario de existencias, pero al final resultó que, aparte del bote, faltaba bien poca cosa. En cuanto a la dirección que debía de haber tomado el segundo oficial, el práctico se encogió de hombros y señaló al este, hacia el sol. Se quedaron ahí, pensando y al mismo tiempo no pensando en lo que acababa de suceder.
—Su pobre esposa —dijo el maquinista.
—Seguro que la mandan a un campo —aseguró el primer oficial.
—Nos podrían mandar a todos —añadió el maquinista—. Y a nuestras mujeres y a nuestros hijos.
—Escuchen —intervino Jun Do—. Diremos que se cayó por la borda. Que una ola traicionera se lo llevó por delante.
—¿Durante nuestro primera salida con el bote? —preguntó el capitán, que había guardado silencio hasta aquel momento.
—Diremos que la ola se llevó también la balsa por la borda y nos desharemos también de todo eso —agregó Jun Do señalando las redes y las boyas.
El capitán se quitó el gorro y la camiseta, y los arrojó a un lado sin fijarse en dónde caían. Se sentó en la cubierta y se agarró la cabeza con las dos manos. En aquel momento, por primera vez, el miedo pareció apoderarse de los hombres.
—No puedo vivir así otra vez —se derrumbó—. No puedo renunciar a cuatro años más.
—No fue una ola traicionera —dijo el práctico—, sino la estela de un buque contenedor surcoreano. Estuvo a punto de hundirnos.
—Estrellemos el barco cerca de Wonsan y lleguemos a la costa nadando —propuso el primer oficial—. Una vez allí, en fin, diremos que el segundo oficial no lo ha conseguido. Buscaremos una playa llena de jubilados y así tendremos un montón de testigos.
—No hay jubilados —negó el capitán—. Es una historia que te cuentan para que sigas tirando.
—Podríamos ir a buscarlo —sugirió Jun Do.
—Adelante, todo suyo —respondió el capitán.
Jun Do se protegió los ojos y volvió a otear las olas.
—¿Creen que va a sobrevivir ahí fuera? ¿Creen que lo va a lograr?
—Joder, su pobre mujer… —repitió el primer oficial.
—Sin el hombre ni el bote, estamos jodidos —dijo el capitán—. Si no recuperamos una de las dos cosas, no nos creerán nunca. —En la cubierta había escamas de pescado secas, que brillaban al sol. El capitán apartó un par con un dedo—. Si el Junma se hunde y nosotros nos hundimos con él —siguió—, las mujeres de los oficiales tendrán pensiones, la mujer del maquinista tendrá una pensión, y la mujer del práctico tendrá una pensión. Todas vivirán.
—Sí, con maridos de reemplazo —replicó el primer oficial—. ¿Tengo que dejar que un desconocido críe a mis hijos?
—Vivirán todos —insistió el capitán—. No terminarán en un campo.
—Los americanos están locos —dijo Jun Do—. Volvieron y se lo llevaron.
—¿Cómo dice? —preguntó el capitán, que se cubrió los ojos y miró a Jun Do.
—Querían venganza —continuó—. Y volvieron a por el chaval que los había derrotado. Nos abordaron de nuevo y secuestraron al segundo oficial.
El capitán se reclinó sobre la cubierta, en una postura extraña. Parecía como si acabara de caerse de la jarcia y estuviera en ese momento en que, antes de moverte, compruebas que no te hayas roto nada.
—Si los de Pyongyang creen realmente que los americanos han secuestrado a un ciudadano norcoreano, no se van a rendir jamás —dijo—. Insistirán eternamente y antes o después la verdad saldrá a la luz. Además, no tenemos ninguna prueba de que los americanos hayan vuelto; lo único que nos salvó la última vez fue que esos idiotas se dedicaron a hacer el burro con la radio.
Jun Do se sacó del bolsillo la tarjeta que le había dejado el teniente Jervis, con el logo de la Marina de Estados Unidos.
—A lo mejor los americanos querían que Pyongyang supiera exactamente quién les había dado por saco. De hecho, eran los mismos tipos de la última vez, los vimos perfectamente. Podríamos contar casi la misma historia.
—Estábamos pescando cuando de pronto los americanos nos abordaron —dijo el maquinista—. Nos pillaron por sorpresa. Agarraron al segundo oficial, estuvieron un rato burlándose de él y al final lo arrojaron a los tiburones.
—Sí —intervino el primer oficial—. Le lanzamos el bote salvavidas, pero los tiburones lo destrozaron a dentelladas.
El capitán estudió la tarjeta. Entonces le tendió la mano y los demás lo ayudaron a levantarse. Tenía una vez más aquel destello furioso en la mirada.
—Y entonces uno de nosotros —dijo el capitán—, sin reparar en su propia seguridad, saltó al agua infestada de tiburones para salvar al segundo oficial. Ese tripulante sufrió terribles mordeduras y, sin embargo, no le importaba, pues solo pensaba en salvar al segundo oficial, un héroe de la República Popular Democrática de Corea. Pero era demasiado tarde: medio devorado, el segundo oficial sucumbió bajo las olas. Sus últimas palabras fueron de elogio hacia el Querido Líder y solo en el último instante logramos rescatar al otro miembro de la tripulación, desangrado y medio muerto, y subirlo de nuevo a bordo del Junma.
De pronto se había hecho el silencio.
El capitán le dijo al maquinista que pusiera en marcha el cabrestante.
—Necesitaremos un tiburón vivo —declaró.
Entonces el capitán se acercó a Jun Do, lo agarró por el cogote y lo acercó hacia sí con un gesto casi tierno, hasta que estuvieron casi frente con frente. Era la primera vez que alguien le hacía eso a Jun Do, quien tuvo la sensación de que no había nadie más en el mundo.
—No es porque le llenara la cabeza de ideas estúpidas —comenzó el capitán—. Ni porque lleve una actriz tatuada en el pecho en lugar de una mujer real que le espere en casa y que dependa de usted. Tampoco es porque sea el único al que en el Ejército lo han preparado para soportar el dolor. No, es porque nadie le ha enseñado nunca qué es la familia, ni el sacrificio. Es porque no le han enseñado nunca qué significa hacer todo lo necesario para proteger a los tuyos.
El capitán observaba a Jun Do con los ojos abiertos y mirada serena, desde tan cerca que era como si se comunicaran mediante un lenguaje puro, sin palabras. Lo agarraba por la nuca con firmeza y Jun Do se dio cuenta de que estaba asintiendo con la cabeza.
—Nunca ha tenido a nadie que lo guiara, pero yo estoy aquí —dijo el capitán—, y le digo que esto es lo que tiene que hacer. Esta gente es su familia y sé que haría cualquier cosa por ellos. Ahora solo hace falta que lo demuestre.
El tiburón llevaba toda la noche atrapado en la plomada y estaba aturdido y medio muerto. Cuando lo sacaron del agua tenía los ojos blancos y, ya en la cubierta, empezó a abrir y cerrar la mandíbula, no tanto para coger oxígeno como para intentar expulsar lo que lo estaba matando lentamente.
El capitán le indicó al práctico que agarrara con fuerza el brazo de Jun Do, pero este dijo que no, que lo haría él solo. El oficial y el maquinista levantaron el tiburón, que medía algo menos de dos metros del hocico a la cola.
Jun Do respiró hondo y se volvió hacia el capitán.
—Tiburones, pistolas y venganza —dijo—. Ya sé que se me ha ocurrido a mí, pero esta historia no se la traga nadie.
—Tiene razón —convino el capitán—. Pero es una historia a la que pueden sacar provecho.
Después de pedir ayuda por radio, una patrullera los escoltó a Kinjye, donde había una multitud reunida en la rampa de recogida de pescado. Había varios representantes del Ministerio de Información, un par de periodistas del Rodong Sinmun y varios guardias de seguridad de la ciudad con los que no te topabas nunca a menos que te emborracharas. De la nueva fábrica de conservas salía humo: se encontraba en pleno ciclo de esterilización y todos los trabajadores estaban sentados en cubos colocados bocabajo, esperando poder ver al hombre que se había enfrentado a los tiburones. Incluso los pilluelos y los niños tullidos de la ciudad habían acudido a presenciar el espectáculo desde detrás de las peceras, que les ensanchaban y distorsionaban los rostros mientras los bancos de aji pasaban nadando ante ellos.
Un médico se acercó a Jun Do con una unidad de sangre y empezó a buscarle una vena en el brazo herido, pero Jun Do lo detuvo.
—Si me la inyecta en este brazo, ¿no se saldrá toda?
—Yo solo trato a héroes, o sea que sé lo que hago —respondió el médico—. Y hay que inyectarla justamente en el lugar de donde sale.
Entonces le introdujo la vía en una vena de detrás del nudillo, se la sujetó con un esparadrapo y le dio la bolsa a Jun Do para que la aguantara con el brazo sano. El médico le quitó la camiseta ensangrentada. La herida era inconfundible: los dientes del tiburón, como esquirlas de cristal esmerilado, le habían atravesado el brazo de parte a parte, y cuando el médico irrigó los tajos en carne viva, al fondo de cada incisión se veía el blanco liso del hueso.
En conversación con un reportero y un ministro, Jun Do ofreció un breve resumen de su encontronazo con los agresores americanos. No le hicieron demasiadas preguntas; solo parecían estar interesados en corroborar la historia. De pronto apareció ante él el viejo del pelo corto y las manos deformes que en su día se había llevado al segundo oficial. Llevaba el mismo traje gris de la última vez y, al verlo de cerca, Jun Do se percató de que tenía los párpados medio caídos, de modo que parecía como si dormitara mientras hablaba.
—Voy a tener que confirmar los detalles de su historia —le dijo, y le enseñó una insignia plateada que no llevaba el nombre de ningún organismo; solo contenía la imagen de un muro de ladrillos que flotaba sobre el suelo.
Se llevó a Jun Do por un sendero. Este sujetaba la bolsa de sangre con su brazo bueno y llevaba el otro en cabestrillo. Más adelante encontraron al capitán, que hablaba con la mujer del segundo oficial. Estaban junto a una montaña de ladrillos y la chica no lloraba: miró al viejo, luego miró a Jun Do, y finalmente se volvió de nuevo hacia el capitán, que le pasó un brazo por los hombros para consolarla. Jun Do se volvió para ver el tumulto que se había formado en el puerto, donde sus compañeros contaban la historia gesticulando con grandilocuencia, pero de pronto tuvo la sensación de que todos estaban ya muy lejos.
El anciano se lo llevó a la vieja fábrica de conservas. Lo único que quedaba bajo los techos altísimos de la fábrica eran las enormes cámaras de vapor, los solitarios colectores de gas y las vías oxidadas, hundidas en el suelo de cemento. Por entre los agujeros del techo se filtraba la luz, y había una mesa plegable y dos sillas.
Encima de la mesa había un termo. El viejo se sentó y desenroscó lentamente la tapa oxidada con aquellas manos deformes que parecían mitones. Una vez más Jun Do tuvo la sensación de que había cerrado los ojos para descansar, pero era simplemente que era viejo.
—Entonces, ¿es usted un inspector o algo así? —le preguntó Jun Do.
—¿Cómo se responde a esa pregunta? —respondió el viejo, pensativo—. Fui muy imprudente durante la guerra y después de la victoria seguía estando dispuesto a hacer cualquier cosa. —Se inclinó hacia delante y se colocó bajo la luz. Jun Do vio un montón de cicatrices bajo el pelo gris—. Seguramente en esa época me habría hecho llamar inspector.
Jun Do decidió ir sobre seguro.
—Fueron grandes hombres como usted quienes ganaron la guerra y expulsaron al agresor imperialista.
El viejo se sirvió té en la tapa del termo, pero no se lo bebió: cogió la taza humeante con las dos manos y la hizo girar lentamente.
—Es una historia triste, la de este joven pescador amigo suyo. Y lo más curioso es que era realmente un héroe. He confirmado personalmente la historia y es cierto, se enfrentó a los americanos solo con un cuchillo de pescador. Locuras como esa hacen que te ganes el respeto de los demás, pero también que pierdas amigos, sé de qué hablo. A lo mejor es lo que pasó entre la tripulación y el joven oficial.
—El segundo oficial no pidió que los americanos volvieran —repuso Jun Do—. No estaba buscando problemas, y menos aún la muerte. Ya ha oído cómo los tiburones se lo comieron vivo, ¿no?
El viejo no respondió.
—¿No debería tener un lápiz, o un papel, o algo?
—Hemos encontrado a su amigo en el bote esta misma mañana, antes incluso de que llamaran por radio para avisar del supuesto ataque. Llevaba muchos cigarrillos, pero se le habían caído las cerillas al agua y estaban mojadas. Se ve que su amigo lloraba por lo que había hecho, que no podía parar.
Jun Do le dio vueltas a lo que acababa de oír. «Pobre idiota», se dijo. Hasta ese momento había pensado que estaban metidos en eso los dos juntos, pero de pronto se dio cuenta de que estaba solo, y que su historia era lo único que tenía.
—Ojalá esa mentira que acaba de contarme fuera cierta —dijo Jun Do—, porque entonces el segundo oficial seguiría vivo. Eso significaría que no habría muerto ante nuestros ojos y que el capitán no tendría que contarle a su mujer que ya no volverá a verlo.
—Nadie volverá a verlo jamás, puede contar con ello —le aseguró el viejo, que parecía dormitar de nuevo—. ¿No quiere conocer los motivos por los que ha desertado? Creo que ha mencionado su nombre.
—El segundo oficial era un amigo y un héroe —dijo Jun Do—. A lo mejor podría mostrar un poco más de respeto por los muertos.
El viejo se levantó.
—A lo mejor lo que debería hacer es confirmar su historia —le sugirió, y lo que siguió fue un primer ataque breve y frontal, con varios golpes secos en la cara.
Con un brazo herido y el otro ocupado sujetando la bolsa de sangre, Jun Do no podía hacer nada para defenderse.
—Dígame de quién ha sido la idea —le ordenó el viejo, que golpeó a Jun Do dos veces en la clavícula—. ¿Por qué no lo han soltado desde más al sur, más cerca de la zona desmilitarizada?
Jun Do estaba como atrapado en la silla y dos puñetazos brutales en las costillas flotantes terminaron de inmovilizarlo.
—¿Por qué no han desertado todos? ¿O solo querían deshacerse de él?
En rápida sucesión, Jun Do notó una punzada de dolor en el cuello, en la nariz y en la oreja, y de pronto tuvo la sensación de que los ojos no le respondían.
—Los americanos han vuelto —dijo Jun Do—. En su barco sonaba música. Llevaban ropa de calle y zapatillas con franjas plateadas. Uno de ellos ha amenazado con quemarnos el barco. Llevaba un mechero con un misil de crucero. La última vez se burlaron de nosotros porque no teníamos un váter y esta vez se han burlado porque sí teníamos.
El viejo lo golpeó directamente en el pecho y con el fogonazo que le provocó su tatuaje nuevo, Jun Do sintió que la cara de Sun Moon se le marcaba a fuego en el corazón. El viejo se detuvo y se sirvió más té, pero no se lo bebió, solo se calentó las manos con la taza. Jun Do tomó conciencia de cómo iba a ir la cosa. En el Ejército, su maestro de dolor había sido Kimsan. La primera semana la habían pasado sentados a una mesa parecida a aquella, contemplando una vela que ardía entre los dos. Estaba la llama, pequeña y caliente en la punta. Luego estaba el brillo, que les calentaba la cara. Y luego estaba la oscuridad que nacía donde terminaba la luz. «Nunca dejes que el dolor te empuje hasta la oscuridad —le dijo Kimsan—. Porque allí no eres nadie, allí estás solo. Si le das la espalda a la llama, estás acabado.»
El viejo volvió a empezar, pero esta vez no le preguntó por el segundo oficial y el bote, sino qué hacía el segundo oficial en el Junma, cuántos tiburones había, cómo eran de altas las olas y si los americanos tenían el fiador de los rifles echado. El viejo medía las fuerzas y le soltaba largas sartas de golpes lentos, acompasados, en las mejillas, en la boca y en las orejas, y en cuanto le empezaron a doler las manos, pasó a otras partes más blandas del cuerpo. «En la llama de la vela, la yema del dedo duele, aunque el resto del cuerpo goza del calor de la lumbre. Mantén el dolor concentrado en la yema del dedo y el cuerpo bajo la lumbre.» Jun Do levantó los tabiques de partición: un golpe en el hombro debe doler solo en el hombro, de modo que aisló mentalmente esa parte del resto del cuerpo. Si el puño iba dirigido a la cara, justo antes de recibir el golpe Jun Do movía la cabeza lo justo para no recibir dos impactos en el mismo sitio. «Mantén la llama en los dedos y los dedos en movimiento, mientras el resto de tu cuerpo se relaja bajo la lumbre.»
El viejo hizo una mueca de dolor y se detuvo un instante para estirar la espalda.
—Todo el mundo se llena la boca hablando de la guerra —dijo mientras se encorvaba hacia un lado y hacia el otro—. Nombraron héroe a casi todo el mundo. Incluso hay árboles que son héroes. De verdad. En mi división todos son héroes de guerra, excepto los nuevos, claro. A lo mejor su amigo se convirtió en héroe y a usted no le gustó. A lo mejor quería serlo usted también.
Jun Do intentaba mantenerse en la lumbre, pero le costaba concentrarse. No podía dejar de preguntarse en qué momento iba a caer el siguiente golpe.
—Si quiere saber mi opinión —siguió diciendo el viejo—, los héroes son gente inestable e impredecible. Hacen lo que tienen que hacer, vaya que sí, pero trabajar con ellos es un coñazo. Sé de qué hablo, créame —añadió, y señaló una larga cicatriz que le bajaba por el brazo—. Ahora, en mi división, todos los nuevos parecen universitarios.
El hombre recuperó el brillo en la mirada y agarró a Jun Do por la nuca para mantener el equilibrio. A continuación le asestó varios golpes secos en el estómago.
—¿Quién lo lanzó al agua? —preguntó, y volvió a atizarle en el esternón—. ¿Cuáles fueron sus últimas palabras?
Uno, dos, tres puñetazos.
—¿Cómo es posible que no sepa qué hacía el capitán?
Los puños le golpearon los pulmones y lo dejaron sin aliento.
—¿Por qué no pidieron ayuda por radio?
Y a continuación el viejo respondió a todas sus preguntas:
—Porque lo de los americanos es mentira. Usted y los marineros se habían hartado del rufián, por eso lo mataron y lo echaron por la borda. Los van a mandar a todos a los campos, lo sabe, ¿verdad? Ya está decidido, o sea que puede hablar tranquilamente.
El hombre se levantó y pasó un momento yendo de aquí para allá, con una mano dentro de la otra y los ojos cerrados con lo que parecía una expresión de alivio. Entonces Jun Do oyó la voz de Kimsan como si estuviera muy cerca, con él. «Tú eres la llama —dijo Kimsan—. Y el viejo insiste en tocar la llama ardiente solo con las manos.» Kimsan le habría dicho que utilizara también los codos, los brazos, los pies y las rodillas, «pero solo toca la llama con las manos, y mira cómo le arden».
—No sé qué pensaba —reconoció Jun Do—, pero cuando me lancé al agua y noté la sal en el tatuaje nuevo, me entró el pánico. Los tiburones me mordisqueaban, me tanteaban con el hocico antes de hincarme el diente, y los americanos se reían con sus dentaduras blanquísimas, y esas dos cosas se convirtieron en una sola en mi mente.
El viejo volvió a acercarse, con gesto de frustración.
—Mentira —repuso—. Todo eso son mentiras.
Y a continuación se puso de nuevo manos a la obra. A medida que iban cayendo los golpes, le fue diciendo a Jun Do todo lo que no encajaba en su historia: que estaban todos celosos del nuevo estatus de héroe del oficial, que Jun Do no recordaba qué ropa llevaba cada uno, que… «La llama es diminuta, necesitaría todo el día para quemarte todo el cuerpo. Debes mantenerte en la lumbre. No vayas nunca a la oscuridad, pues allí estarás solo. De allí no regresa nadie.» Kimsan le había dicho que aquella era la lección más difícil para él, pues eso era lo que Jun Do había hecho de pequeño, ir a la oscuridad. Esa era la lección que le habían enseñado sus padres, fueran quienes fueran: que si ibas a la oscuridad, si te apagabas, podías hacer lo que fuera. Por ejemplo limpiar cisternas en la fábrica de pintura de Pangu, hasta que te dolía la cabeza, empezabas a toser polvillo rosado y el cielo se volvía amarillo; podías sonreír cordialmente cada vez que un horno de fundición o una fábrica de carne adoptaban a alguno de los otros niños y, agazapado en la oscuridad, podías decir «Qué suerte la tuya» y «Hasta otra» cuando venían los hombres con acento chino.
Era difícil saber cuánto tiempo llevaba el viejo empleándose con él. Todas sus frases se combinaban y formaban una misma frase sin sentido. Jun Do estaba allí, en el agua, y veía al segundo oficial.
—Intenté agarrarlo —dijo—, pero su cuerpo saltaba, se hundía y estallaba, y yo sabía lo que estaban haciendo con él, sabía lo que estaba sucediendo bajo la superficie. No pesaba nada en mis manos, era como intentar rescatar una almohada, eso era todo lo que quedaba de él, pero ni siquiera así lo pude arrastrar.
Tras aislar los pinchazos que notaba en los ojos y la sangre caliente que le corría por la nariz, cuando logró impedir que el corte que tenía en los labios y el dolor que notaba en los oídos penetraran en su interior, después de dejar sin sensibilidad brazos, torso y hombros, a Jun Do ya solo le quedaba su fuero interno, y lo que descubrió ahí dentro fue un niño que sonreía como un idiota, pues no tenía ni idea de lo que le estaba pasando al hombre de fuera. Y de pronto su historia pasó a ser cierta: se la habían grabado a golpes en su interior y empezó a llorar porque el segundo oficial había muerto y él no había podido hacer nada por evitarlo. De pronto lo veía en el agua negra, la escena iluminada por la luz roja de una bengala.
—Era mi amigo —dijo Jun Do, y las lágrimas le resbalaron por las mejillas— y no lo pude salvar, estaba solo en el agua negra, no pude salvar ni un pedazo. Lo miré a los ojos y no sabía ni dónde estaba. Pedía ayuda, decía: «Creo que necesito que me rescaten», con voz tranquila, estremecedora, y de pronto yo había pasado ya una pierna por encima del costado y estaba en el agua.
El viejo se detuvo con las manos en alto, como un cirujano. Estaban cubiertas de saliva, mocos y sangre. Jun Do prosiguió:
—«Está oscuro, no sé dónde estoy», me dijo. «Estoy aquí —le dije yo—, escucha el sonido de mi voz.» «¿Por qué estás aquí»?, preguntó él, y yo le acerqué una mano a la cara. Estaba fría y blanca. «No puede ser que esté donde creo que estoy —se sorprendió él—. Ahí hay un barco, pero no veo las luces.» Eso es lo último que dijo.
—¿«No veo las luces»? ¿Por qué diría algo así? —preguntó el viejo—. Pero usted intentó rescatarlo, ¿verdad? —añadió al ver que Jun Do no respondía—. Y entonces lo mordieron, ¿no? Y ha dicho que los americanos los apuntaban todo el rato, ¿verdad?
La bolsa de sangre que Jun Do llevaba en la mano pesaba mil kilos y apenas podía mantenerla levantada. Cuando logró enfocar la vista, se dio cuenta de que estaba vacía. Se volvió hacia el viejo.
—¿Qué?
—Antes ha dicho que sus últimas palabras habían sido: «Alabado sea Kim Jong-il, el Querido Líder de la República Popular Democrática de Corea». Admite que eso era mentira, ¿verdad?
La vela se había apagado. La llama, la luz, la oscuridad… Todo había desaparecido de repente y en su lugar no había nada. Kimsan nunca le había dicho qué debía hacer después del dolor.
—¿Pero no lo ve? Todo es mentira —dijo Jun Do—. ¿Por qué no pedí ayuda por radio? ¿Por qué no ordené a la tripulación que montara una operación de rescate? Si hubiéramos trabajado todos juntos, a lo mejor lo habríamos salvado. Debería haber rogado a los demás, me tendría que haber puesto de rodillas. Pero no hice nada. Solo me mojé, solo noté el escozor del tatuaje.
El viejo se sentó en la otra silla. Se sirvió otro té y esta vez se lo bebió.
—Pero no se mojó nadie más —dijo—. No he visto a nadie más con un mordisco de tiburón. —El hombre miró a su alrededor como si se preguntara por primera vez qué tipo de edificio era aquel—. Me voy a retirar pronto —agregó—. Pronto todos los de la vieja guardia nos habremos marchado y entonces no sé qué va a ser de este país.
—¿Qué pasará con ella? —preguntó Jun Do.
—¿Con la mujer del segundo oficial? No se preocupe, le encontraremos a alguien que valga la pena, alguien digno del recuerdo del oficial.
El hombre se sacó un cigarrillo del paquete y se lo encendió no sin problemas. Era un Chollima, la marca que fumaban en Pyongyang.
—Parece que su barco es una fábrica de héroes —señaló.
Jun Do intentó deshacerse de la bolsa de sangre, pero su mano se negaba a soltarla. Podías desconectar un brazo para no tener que sentir nada de lo que te pasaba, pero ¿cómo volvías luego a conectarlo?
—Le voy a dar el visto bueno —dijo el viejo—. Su historia encaja.
Jun Do se volvió hacia él.
—¿Qué historia?
—¿Cómo que qué historia? —preguntó el viejo—. Ahora es un héroe.
El viejo le ofreció un cigarrillo, pero Jun Do no podía cogerlo.
—Pero ¿y los hechos? —quiso saber Jun Do—. No encajan. ¿Dónde están las respuestas?
—Los hechos no existen. En mi mundo, todas las respuestas que necesitas saber se encuentran aquí —dijo el hombre, señalándose a sí mismo, aunque Jun Do no habría sabido decir si apuntaba al corazón, a las entrañas o a los huevos.
—Pero ¿dónde están? —preguntó Jun Do, que vio a la joven remera lanzando bengalas hacia él y sintió la fría mejilla del oficial, mientras los tiburones lo arrastraban hacia el fondo del agua—. ¿Las encontraremos alguna vez?