Al bajar la escalera, imaginaba que me caía y me rompía los dientes. Veía con toda claridad que rodaba por la escalera y me sangraba la boca. En el andén del metro temía sentir que me empujaban por la espalda y veía mi cuerpo sobre las vías. Si Samson se retrasaba cinco minutos, me ponía a recitar desgracias, como quien reza el rosario. Cada vez que él subía a un avión, yo veía la catástrofe, los hombres de la brigada de rescate que hacían un alto para descansar apoyándose unos en otros, entre los restos carbonizados. Nunca se me ocurrió hablar a nadie de estos pensamientos. Eran un acto reflejo, una medida de protección tan banal como la de tocar madera. Cuando Samson no volvió a casa aquella primera noche, me sentí extrañamente serena; había estado toda la vida ensayando para eso. No obstante, cuando todo hubo terminado —una vez que lo encontraron en el desierto y lo operaron, y una vez que lo traje a casa y se vio que la persona que yo conocía no iba a regresar—, me apenó profundamente comprobar que yo había sobrevivido. El desastre que siempre había temido había sucedido, y aun así era capaz de mantenerme en pie, ¿cómo iba ahora a seguir como antes?
Siempre hay una imagen que perdura más que cualquier otra. Nunca se sabe cuál será. Fue seis o siete meses antes de que él desapareciera, uno de esos días de finales de otoño, perfectos, de concurso de luces. Casi todas las hojas habían caído, y en los árboles y en el suelo sólo quedaban unas cuantas pinceladas de color. Un compañero de Samson nos había prestado una casa para el fin de semana. Era una casa de madera blanca y estaba en el norte del estado, cerca de un lago. Desde la cocina se veía un reflejo trémulo de cielo. Samson se sirvió un vaso de zumo de naranja y lo bebió despacio, mirando por la ventana. Me acerqué y me quedé detrás de él. Siempre —ya entonces— surgía la pregunta de si debía tocarlo. Para llegar a él te parecía que tenías que atravesar algo. Vimos posarse en el jardín un gran mirlo, y luego otro. Nada más turbaba la calma.
Salimos en el coche y paramos junto a un sendero que partía de la carretera. Había un letrero de «Prohibido el paso», pero no hicimos caso. Oímos los lejanos disparos de un cazador. Nos metimos en un silo. En el tejado de plancha había huecos por los que se veía el cielo, y pájaros en lo alto. Todo en mí, incluidas partes del cuerpo que nunca creí afectadas, ansiaba una muestra física de su amor. Su boca estaba fría y tenía un sabor metálico, como la estación del año, si eso fuera posible. Yo siempre lo había visto así, otoñal. Serio, como dolorido, con una curiosa urgencia en sus movimientos, una lejanía física, como si ya estuviera apartándose. No recuerdo quién besó a quién. Era uno de esos días lúcidos en los que puedes ver ante ti toda tu vida, como una promesa.
Después, por la tarde, estábamos en la cama. Habíamos hecho el amor, él me tocaba como si de pronto se hubiera dado cuenta de que yo existía y no consiguiera saciarse de mí. Qué manera de mirarme, con unos ojos que nunca me habían parecido tan azules. Recuerdo haber pensado que podría perdonárselo todo. Después, envueltos en las sábanas, me tenía abrazada y miraba hacia la ventana. Y no hacía falta que ninguno de los dos dijera que aquel momento poseía una belleza definitiva. Él dijo que siempre recordaría aquello, estar así conmigo, mirando el lago. Se había levantado viento y los árboles agitaban las ramas nerviosamente.