Él estaba en la esquina, esperando. Había llegado temprano, miró el reloj y comprobó que eran más de las dos. Hacía fresco y, con ese jersey, tiritaba. Había llovido y la acera estaba mojada.

Cuando levantó la mirada, la vio llegar, una figura pequeña, con una chaqueta verde pálido. Hacía un año que no la veía, y el corazón le latía con fuerza. Se detuvo frente a él, con una expresión serena en el pálido rostro enmarcado por el cabello. Él había imaginado muchas veces ese momento, le había puesto clima, luz y diálogo, pero ahora todos aquellos detalles se desvanecían, borrados por la poderosa singularidad del hecho real.

Sonrió y dio un paso hacia ella.

—Anna —dijo.

Echaron a andar por la avenida Amsterdam. Ella había dejado el apartamento y, aunque ahora vivía en otra zona de la ciudad, habían decidido encontrarse en su antiguo barrio. A él le parecía que hacía mucho tiempo que faltaba de allí, y le sorprendía que nada hubiera cambiado.

—Tienes buen aspecto.

—Tú también.

Rieron, felices de haber superado los primeros momentos de nerviosismo. Caminaban despacio, por delante de las tiendas de siempre y de los restaurantes en que probablemente habrían comido más veces de las que ninguno de los dos podía recordar.

—¿Tienes hambre? —preguntó ella.

Se detuvieron frente a un pequeño restaurante italiano con toldo a rayas azules. A través del cristal se veía a una pareja sentada junto a la ventana. El hombre estaba hablando y la mujer levantaba la copa de vino. Se pusieron a leer el menú en la puerta y por un instante habrían podido ser una pareja como aquélla. Habrían podido entrar y sentarse, decidir sin prisas lo que iban a comer y beber, y hablar de lo que habían leído en el diario de la mañana. Degustar el vino, pasar a temas más abstractos, como el clima de Noruega, en una conversación que discurriría por su cauce natural, abierto con su común esfuerzo. Como una pareja que llevaba años conversando, de modo que una simple palabra les sugería todo un tema, y un leve sonido revelaba un estado de ánimo. Y, después de conversar, volverían al silencio compartido, base de su vida en común, plácidamente, acompañado sólo por el tintineo del cubierto en el plato.

Pero ellos no eran una pareja como aquélla, y por eso no entraron en el restaurante y siguieron andando. El sol salía y se escondía entre nubes. Iban hacia el este, en dirección al parque. En las oscuras ramas de los árboles asomaban los primeros brotes. La conversación era lenta, las frases que habían pensado decir eran sustituidas por las que decían. Ella había dejado el empleo y vuelto a la universidad. Él vivía en California, trabajaba en una biblioteca y alquilaba una casita cerca del mar.

—Tienes que venir a verme.

Él lo había imaginado muchas veces: pasear con ella por la playa o llevarla a Windy Top para que viera el panorama. Pero sabía que eso nunca sucedería, y sintió que la esperanza lo abandonaba, suavemente, como un globo escapa de la mano y se eleva en el aire de la tarde.

Después de andar un buen rato, se sentaron en un banco. Las nubes habían crecido, oscureciendo la tarde, pero ninguno de los dos se movía. Las cosas que decían tenían poca importancia. Él no había imaginado la escena de ese modo; había pensado que habría cosas difíciles que explicar y sentimientos que confesar. Pero no era así, y advirtió que lo agradecía: se alegraba de estar al lado de ella y charlar de cosas sin importancia, como si tuvieran a su disposición todo el tiempo del mundo. Él había pensado en decirle que la quería, pero ahora comprendía que la declaración sería una nota discordante en una melodía simple. Removería sentimientos que el silencio mantenía en calma.

Empezó a llover con grandes gotas.

—Toma esto —dijo él, ofreciéndole el jersey—. Póntelo sobre la cabeza.

Ella rehusó.

—Te vas a mojar.

—Tú también.

Se levantaron y echaron a andar, sin prisa. Llovía con fuerza y el aire olía a tierra mojada. Cuando llegaron a la calle, ella se volvió a mirarlo. Tenía el pelo mojado y una gota de agua le resbalaba por la sien. Él la abrazó y permanecieron largo rato así. Pasaban taxis levantando surtidores. Al fin, ella dio un paso atrás con los brazos colgando a los lados del cuerpo. Le relucía la cara bajo la media luz del atardecer.

—Cuídate —le dijo.

Eran muchas las cosas que él no le había preguntado, y deseaba retenerla. Pero ya había pasado el momento y se sentía sin fuerzas para luchar.

—Tú también.

Ella asintió, con una leve sonrisa. Entonces dio media vuelta. Él la siguió con la mirada hasta que la chaqueta verde desapareció a lo lejos. Se levantó una ráfaga de viento y cambiaron los semáforos. Él metió las manos en los bolsillos y, bajando la cabeza contra la lluvia, se alejó: un hombre con un pasado, como cualquier otro.