La luz de sodio de las farolas les iluminaba la cara a intervalos. El taxista no hizo preguntas cuando Samson acomodó a Max en el asiento de atrás. Como si comprendiese la gravedad de la situación, se limitó a cubrirse un poco más la cabeza con la capucha. Max, con la bata abierta, parecía indiferente al cambio de escenario, aceptándolo sin protestar. Miraba por la ventanilla como quien mira la pantalla del televisor.

Cuando pararon delante de la antigua casa de Samson, no había luz en las ventanas. El jardín estaba descuidado. La escalera del porche, que Samson había subido y bajado innumerables veces con la agilidad de una criatura movida por el instinto, estaba peligrosamente alabeada. Pero había señales de vida: un coche en el garaje, una bicicleta abandonada sobre la hierba. Los nuevos propietarios quizá fuesen poco cuidadosos, pero aún estaban lo bastante vivos como para pisar la hierba y llenar los cubos de la basura. La escena no podía ser más banal. Y, sin embargo, Samson sintió que iba a estallarle el corazón.

Descargó la silla de ruedas. El propio Max abrió la portezuela, después de forcejear con la palanca, y sacó un pie, como el paracaidista que se dispone a saltar. Samson corrió a sostenerlo. Max había perdido una zapatilla en la fuga y el pie descalzo oscilaba sobre el asfalto como una triste interrogación. Samson sintió una punzada de remordimiento por haberlo arrancado de su entorno familiar. Levantó en vilo al viejo boxeador con esqueleto de pájaro, lo depositó suavemente en la silla y le ató el cinturón de la bata.

Samson ya cruzaba la calle empujando la silla hacia la visión de su pasado, cuando el taxista lo llamó para ofrecerle una linterna.

Era uno de esos artefactos robustos con carcasa de caucho que se usan en las emergencias graves, como apagones o inundaciones, o para iluminar accidentes terribles, y cuyo peso hace de ellas armas contundentes. Samson la encendió. El turbio haz de luz casi se diluía en el ya muy claro resplandor de una luna, pero él la mantuvo encendida, para no desairar al hombre despreciando su inesperada obra de misericordia.

El magnolio estaba en la parte de atrás. Samson levantó la silla de ruedas para salvar el desigual sendero de la entrada y la empujó sin hacer ruido por la hierba. No se le ocurrió tocar el timbre, como diría después en la fluorescente comisaría de policía. ¿Qué explicación podía dar un vagabundo maloliente que empujaba la silla de ruedas de un nonagenario envuelto en una bata cubierta de manchas? «Buenas noches, perdonen la molestia. No se asusten, no quiero hacerles daño. Créanme, tenemos algo en común. Yo me crié en esta casa. En serio. Sí, hace mucho tiempo. ¡Oh, la de cosas que podría contarles! Sí, son ustedes muy amables; un vaso de leche nos vendría bien. Y… ¿podrían prestarme una pala? Oh, nada, sólo es que me parece que mi madre está enterrada al pie de ese árbol.»

Sujetando debajo del brazo la linterna oficial de las misiones de rescate y sorteando charcos, Samson rodeó la casa en dirección al verde camposanto situado detrás. Vio en la copa de un árbol el reflejo de la pantalla de un televisor que salía por una ventana. Marido y mujer, en la cama, probablemente, dándose un revolcón mientras los niños dormían en el cuarto que había al final del pasillo.

De pronto distinguió las blancas flores del magnolio, y le dio un vuelco el corazón. Era una noche quieta, densa, plena. Max, en la silla que relucía bajo la luna, tenía la expresión plácida y vacua de un iluminado. Samson se había quedado inmóvil. Sin saber qué actitud sería la más apropiada, se sacudió el pantalón, se puso de rodillas y, con precaución, como si tuviera debajo la delgada capa de hielo de un estanque, empezó a rodear el árbol. Percibió un olor empalagoso, a fruta pasada, de las magnolias que se pudrían sobre la tupida hierba.

Cuando enterraron al perro, no pareció necesario marcar el lugar. Bastaba el recuerdo blanco y perfumado que las flores del magnolio traían cada primavera, como un eco; pero ¿una persona…? El lugar en que reposa un ser humano ha de tener alguna señal, por modesta que sea. Samson sostenía la linterna con una mano y palpaba el suelo con la otra. Dio la vuelta completa al tronco sin encontrar nada, y ya iba a desistir cuando la luz incidió en una inscripción hecha en la corteza. Acercó la cara y vio, grabadas con trazos firmes y profundos, las iniciales B.S.G. Ni fechas ni epitafios, sólo el hecho escueto, y entonces comprendió que ella lo habría querido así, que cerca ya del fin, con la lucidez del sufrimiento, debía de haberle pedido que la enterrase en su propio jardín, sin ceremonia, desembarazada de la liturgia de la muerte. Que la enterrara en un lugar familiar, al pie del magnolio que —por supuesto, ¿cómo había podido olvidarlo?— siempre había sido su árbol favorito. Un lugar en el que, si un día iba a buscarla un hombre parecido a Cary Grant, con traje blanco, pudiera encontrarla.

Max estaba lejos de allí, con la cara levantada hacia el cielo, como un niño bajo una nevada.

Samson sacó las placas y las puso en fila sobre la hierba. Cavó un hoyo con las manos, depositó en él las placas y las cubrió de tierra. Empezaba a sentirse agotado. Apoyó la cabeza en la hierba, apretando el cuerpo contra el suelo. Trataba de imaginar la sensación de estar muerto, de permanecer inmóvil al pie del magnolio, días y noches, lavado por la lluvia, hasta que también él pasara a formar parte del clima. Se veía a sí mismo tendido allí para siempre, sobre su madre y bajo la negra bóveda del cielo, sintiendo el aliento de la noche.

A muchos kilómetros de allí, en el desierto, un hombre grababa y preservaba recuerdos como antaño, en otro desierto, se habían preservado rollos de pergamino. El hombre quería crear una vasta biblioteca de la memoria humana, y para que la biblioteca no se perdiera, no ardiese ni se desintegrara, pretendía inscribir los recuerdos en el único lugar que garantizaba su pervivencia: la mente. Se trataba de un proyecto puramente científico, pero hablando en confianza él te diría que había encontrado la clave de la compasión humana. «Cómo sentirte dentro de la piel del otro.» Diría que había encontrado la manera de inspirar empatía, el sentido de la integración cósmica, que a no tardar los seres humanos serían inmunes a la alienación del mismo modo que lo eran, por estar vacunados, a la viruela y la polio. Sí, él era consciente de los peligros; pero ¿cuál es el conocimiento que no ha podido utilizarse para grandes estupideces, para grandes males?, preguntaría, y si hubiéramos permitido que esos temores nos detuvieran, ¿dónde estaríamos? El conocimiento humano avanza inexorablemente, activado por su propio, inevitable impulso. O cabalgas en la cresta u otro lo hará en tu lugar. Ese hombre, ese doctor, hacía lo que tenía que hacer.

Y en ese mismo instante, en algún sitio, quizá alguien estuviera olvidando todo lo que sabía, renunciando a la sombra de una vida vieja, entrando en un vacío nuevo. Un hombre joven ponía el libro boca abajo en la mesa, doblaba una esquina y desaparecía en el futuro. Y el doctor se enteraría de su caso y, llegado el momento, lo llamaría. Y el hombre lo dejaría todo, a su esposa incluso, y acudiría a la llamada. El conocimiento seduce, el vacío es perecedero, y él no podría impedir que su mente volviera a llenarse, como se llena de agua de lluvia la lata que ha quedado a la intemperie. El hombre querría volver a ser útil, y se prestaría al experimento, y el recuerdo transferido entraría en tromba, destruyendo el silencio para siempre. Y el hombre abriría los ojos, traumatizado y traicionado.

En una habitación, cerca de la playa, una muchacha esperaba a ser bautizada en el océano. Frente a la ventana, con las manos juntas delante de la cara, movía los labios preparándose para entrar en el futuro con un nombre diferente. Y en una ciudad del desierto situada entre aquella playa y Las Vegas, un hombre se acercaba al final de su vida y se iría de este mundo sin dejar en él más que un recuerdo y una parcela de tierra sin ningún valor que le había transferido a él.

Y también, en algún sitio, estaba Anna.

Samson tenía la mejilla pegada a la hierba, como si hubiera caído del cielo. La sola idea de levantarse de allí parecía absurda. La linterna seguía encendida, a su lado, y el pálido haz de luz que surgía de ella rozaba el pie descalzo de Max. Un cuadro de devastación, epílogo de una tragedia cuando ha vuelto la calma, iluminado por la linterna utilizada en el rescate. Allí se quedarían, expuestos a la intemperie, y al cabo de muchos años los encontraría un niño que corría por un paisaje del futuro, buscando una pelota perdida: la silla de ruedas, oxidada pero entera, y en la hierba un cráneo con señales de haber sido abierto y asaltado mucho tiempo atrás.

Samson cerró los ojos. Unos sonidos vagos, que rozaban apenas el límite de su percepción, un repicar de hojas al viento y el siseo, como de resaca, de un coche lejano, fueron concretándose, erigiéndose cada uno de ellos en un argumento contra la nada. Era el mundo que, poco a poco, se imponía, impidiendo a Samson pensar que todo aquello era un sueño fuera del tiempo, que cuando abriera los ojos estaría en la cama, al lado de Anna, que tendría un sobresalto, respiraría hondo y la abrazaría diciendo: «Perdóname.»

Y entonces oyó un sonido. Al principio pensó que estaba dentro de su cabeza, pero fue creciendo hasta hacerse tan intenso que no pudo por menos que prestarle atención. Tardó unos momentos, pero al fin lo identificó. Era la letra de una vieja canción, que despertaba un eco en su interior…

Start spreading the news! I’m leaving today! I’m gonna be a part of it!

Era Max, que cantaba el que debía de ser uno de los números de tío y sobrina, para hacerle saber que se daba cuenta de dónde estaban y comprendía que habían ido a rendir homenaje, a recordar y —así lo daba a entender la canción que había elegido— a celebrar.

If I can make it there! I’ll make it anywhere! —bramaba, entonando lo mejor que podía.

Samson casi esperaba verlo empezar a agitar los brazos y mover las caderas en un despliegue de aerobic geriátrico, pero Max sólo se balanceaba ligeramente al cantar y movía las manos como si tocara unos platillos imaginarios. Rápidamente subió de tono hasta alcanzar un apoteósico:

It’s! Up! To! You! New! York! New Yooork!

Pero la canción no acabó ahí, porque Max volvió a acometerla desde el principio, con un torrente de voz que brotaba de lo más profundo, tan potente que el perro del vecino se puso a ladrar y en la ventana superior de la casa se encendió una luz y los nuevos dueños atisbaron el exterior, atemorizados; tan potente que Samson temió que Max sufriera un paro cardiaco y aquella explosión de voz acabara con su vida.

Pero no fue así. La canción terminó tan bruscamente como había empezado, y Max siguió balanceándose mientras el perro ladraba, Samson lloraba de alegría y una sirena de la policía se acercaba.