Hay imágenes que perduran en el recuerdo más que cualquier otra, sin que sepamos por qué. Él no tendría más de seis o siete años y estaba en la puerta del estudio del tío Max. Olor a tabaco de pipa y franjas de sol que se filtraban por la persiana. Los mayores se encontraban en el patio; de vez en cuando se oía un gorgoteo de risas y el tintineo de los cubiertos en los platos, sonidos de una tarde que se le hacía larga sin que él supiese por qué.
El estudio estaba lleno de una gran cantidad de libros, escritos en alemán. Max había escapado a Estados Unidos poco antes de la guerra, y daba clases en la universidad. Samson recorría las estanterías, pasando el dedo por los lomos. Oyó la voz aguda de su tía, en una exclamación que él no entendió. Le gustaba sentirse aislado. Descubrió una vieja foto sin marco, en papel grueso y blanco y negro, aunque más amarillo que blanco: ocho o nueve niños endomingados, que posaban muy tiesecitos alrededor de los padres. Samson estudió las caras con cruel atención, y las encontró feas. No sabía quiénes eran, sólo que formaban parte del pasado de Max, y eso lo molestaba. Max nunca había hablado de ellos, y Samson se sintió como si lo hubiera excluido de un secreto. Debió de quedarse allí un rato, mirando la foto, porque por el pasillo se acercó alguien en su busca. Cuando el tío abuelo Max entró en la habitación y lo vio con la foto en las manos, puso una cara rara. Samson lo miró con indiferencia, sin manifestar la pequeña pero irreparable decepción del niño que se siente traicionado. Sin pronunciar palabra, puso la foto en el estante, pasó por delante de Max y salió de la habitación a lo que quedaba de la tarde.
En el mostrador de recepción había un empleado que llevaba una corbata muy estrecha. Le dijo a Samson que Max se encontraba en la sala, viendo la tele. El hombre parecía sorprendido de que alguien visitase al anciano. Samson se preguntó si lo habría reconocido: él tenía que haber hecho alguna visita al tío Max, por ejemplo, cuando volvió a California durante la enfermedad de su madre. Quizá él mismo lo había llevado a Fairview. Pero el hombre se limitaba a mirarlo con suspicacia: el último pariente vivo, un individuo sucio y desastrado que olía a sudor y despedía el tufo —tan humano como repelente— de la desesperación.
Samson puso el permiso de conducir encima del mostrador y lo acercó al hombre, con cautela. El empleado lo cogió por el borde, miró atentamente la foto y anotó el nombre de Samson en el libro de visitas.
—Supongo que estará ansioso por ver a su…
—Tío abuelo.
—Su tío abuelo. Tío abuelo Max —repitió el hombre mientras conducía a Samson por el pasillo.
Entraron en una habitación grande y soleada, con suelo de linóleo. Varios residentes estaban sentados en un extremo, delante de un televisor de pantalla grande, en el que una mujer guisaba un pollo.
—Ahí lo tiene —dijo el empleado con jovialidad, como si señalara a un sonrosado bebé y no a un anciano con una bata raída—. Eh, tío abuelo Max —añadió alzando la voz al tiempo que se acercaba a grandes zancadas a una figura encorvada sentada en una silla de ruedas—. ¡Mira quién ha venido a verte!
Con visible esfuerzo, el anciano se volvió con dificultad, como si tuviera las vértebras cervicales soldadas entre sí. La expresión irónica, a pesar de estar desdibujada por la senilidad, era inconfundible.
Samson tuvo que contenerse para no apartar de un empujón al insufrible empleado, postrarse ante la silla de ruedas y envolver al anciano en un fuerte abrazo, aun a riesgo de triturar sus frágiles y porosos huesos. El fino pelo de Max había retrocedido hasta quedar reducido a una desflecada guirnalda que dejaba desguarnecida la alta bóveda de un cráneo que relucía como si le hubieran sacado brillo. Las orejas, que antes, cuando todavía había pelo alrededor, eran sólo protuberantes, como la mera manifestación de una insatisfacción o de una intensa vida interior, con los años habían ido doblándose hacia delante hasta formar un ángulo de más de noventa grados con respecto a los temporales y, mientras el resto del cuerpo se encogía, habían crecido y adquirido un tamaño enorme.
Max contempló al empleado de arriba abajo y desplazó la soñolienta mirada hacia Samson.
Al tío Max le gustaban los niños, siempre tenía preparado un truco o un chiste para hacerlos reír, pero no había tenido hijos porque su esposa era estéril a causa de una enfermedad que había padecido de niña. Dentro de aquella bata estaba lo que quedaba del hombre que, después de escuchar a Samson relatar con entusiasmo la expedición de pesca que el héroe de una historieta había hecho con su padre, fabricó dos aparejos con unos palos a los que ató un sedal con un gancho de latón en un extremo, y llevó al niño a un pequeño estanque, en el que no pescaron más que unas anguilas.
—¿Reconoces a este hombre? —preguntó el empleado enarcando las cejas con jocosa expectación. Durante el denso silencio que siguió, Samson casi esperaba que el empleado abriera los brazos y anunciase en tono solemne: «¡Max Kleinzer, ésta es tu vida!», mientras el coro de ancianos hacían chasquear los dedos desde sus sillas de ruedas.
—¿Quién? —preguntó Max. Su voz era un sonido ahogado, inhumano, como el lejano ulular de una lechuza.
Samson avanzó un paso, tratando de apartarse del empleado.
—Soy Sammy, tío Max. Sammy Greene, tu sobrino. ¿Te acuerdas de mí?
—¡Sammy Greene! —vociferó el empleado, cogiendo la silla de ruedas por las empuñaduras y empujándola hacia la ventana.
Samson fue trotando tras ellos, mientras Max mantenía la mirada al frente.
—¿Sammy? —dijo el anciano con voz débil—. Claro que me acuerdo.
El empleado hizo dar media vuelta a la silla poniéndola de espaldas a la ventana. Las orejas de Max, a contraluz, parecían dos lámparas.
—¡Sammy Greene! ¡Ta… taaa! —exclamó el empleado, que dio media vuelta y se fue por el pasillo antes de que Samson pudiera golpearlo con una quijada de asno.
El anciano tenía las manos juntas en el regazo, en actitud tensa, como si estuviera en el teatro esperando que se levantara el telón. Los dos se miraban en silencio.
—¿Quién has dicho que eres? —preguntó Max al fin.
—Sammy. El hijo de Beth.
—¡¿Quién?!
—¡El hijo de Beth!
—¿Edison?
—Tu sobrino nieto, Samson.
Max lo miraba sin pestañear.
—¿Te acuerdas de mí? —añadió Samson.
—Yo diría que no.
Samson estudiaba la cara de Max, preguntándose qué vería su tío abuelo. Recordaba que durante los primeros días de su vuelta a Nueva York, aquellos claros días de primavera en los que la luz era diáfana y neutra, veía a Anna igual que a un ser distante, todo de una pieza, como esos pájaros de vuelo alto que quedan reducidos a una mota negra en el cielo. Ni siquiera el afán de ella por hacer que la recordase alteraba aquella elemental sensación de lejanía y disociación. Pero a medida que transcurrieron los días su persona fue definiéndose, y él empezó a observar los pequeños detalles: aquel chasquido casi imperceptible que hacía con los labios cuando iba a decir algo que le resultaba difícil, la costumbre de retorcerse las puntas del pelo mientras veía la televisión, o la de tomar el café sin sacar la cucharilla de la taza, etcétera. Al fin descubrió que sólo podía ver en ella la suma de esos fragmentos.
La cara de Max no reflejaba nada.
Aproximadamente un año después de que encontrara aquella foto en el estudio de su tío abuelo, los visitó un hombre, amigo de juventud de Max en Alemania. Era bajito, cojeaba, tenía una risa estridente y el cabello abundante y reluciente de brillantina. Samson estaba seguro de no haberlo visto antes, pero el hombre lo abrazó afectuosamente. Olía a pino, como si llegara procedente de un lugar de bosques espesos. «¿No te acuerdas de mí?», le preguntó con acento áspero. Todos miraron a Samson, expectantes. Pasó un minuto, y Samson no conseguía recordar. Sintió que se ponía colorado de vergüenza y escapó de la habitación. No quiso ni mirar al hombre durante el resto de la visita.
Samson esbozó una sonrisa y acercó una silla.
—¿Cómo estás, tío Max?
Max pareció alegrarse de que cambiara de tema.
—Bien. No me quejo. Aún puedo comer. La comida es terrible, pero puedo comerla. Pensar en todos los años en que Clara… ¿conoces a Clara, mi mujer?, todos los años en que comí los guisos de Clara como un cochino desagradecido. Y ahora como… qué sé yo. No se puede decir nada bueno de lo que dan aquí. Todos los días veo el programa de cocina de la tele. Cordon bleu. Lo que yo daría por probar esas cosas.
—Yo conocí a Clara —dijo Samson.
—¿Conociste a Clara?
—Sí.
—¿Y comiste sus guisos?
—Un montón de veces.
Cierto, Clara cocinaba bien, aunque preparaba unos platos un poco pesados. Sus guisos relucían, no de grasa, sino como si estuvieran cubiertos de vidrio fundido o azúcar. El pollo asado, las zanahorias, la empanada de piña, todo parecía duro y brillante como un mineral.
—No me dirás que no es una cocinera excelente —dijo Max, extraviándose en la bruma del tiempo presente.
—Excelente. Era una cocinera buenísima.
—La mejor.
—Tienes buen aspecto, Max —mintió Samson.
—Me encuentro bien. En otro tiempo podías decir que tenía buena pinta. Hace muchos años. Entraba en una habitación, y la gente decía al verme: «Mira qué hombre tan guapo.» Habría podido elegir entre todas las chicas.
Max calló, y Samson no pudo evitar preguntarse qué visiones de belleza femenina habrían surgido de la niebla de su mente. Tras un instante de inmersión, el anciano volvió a la superficie.
—Pero me enamoré de Clara. Al momento, nada más verla, supe que sería ella. Estaba sentada al sol, desenvolviendo un bocadillo. Llevaba un vestido gris.
—Vaya.
—Gris, sí. Ceñido a la cintura. —Max se dio una palmada en la rodilla y volvió a retirarse al silencio.
Quizá fuese una imprudencia forzarlo a recordar, exponerlo a la confusión y el pánico, pero para averiguar dónde estaba enterrada su madre Samson tenía que sonsacar a Max llevándolo en la dirección conveniente. Acercó la silla y puso una mano en la de Max, oprimiéndola suavemente. El sol se ocultó tras una nube, y las orejas del anciano se apagaron.
—¿Has dicho que conocías a mi mujer? —preguntó Max levantando la cara.
Samson trató de encauzar la conversación hacia su madre. Le recordó a Max que era su sobrina favorita, que a los dos les gustaban los dulces y las comedias musicales. Que ella tocaba el piano y lo acompañaba cuando él cantaba con su espléndida voz de tenor. Que interpretaban dúos de Cole Porter, de los hermanos Gershwin, de Rodgers y Hammerstein, para divertir al que quisiera escucharlos pero, sobre todo, por pura diversión. Todos se iban a descansar y ellos dos seguían el concierto, mezclando las risas con los vibrantes acordes. Más de una noche, Samson se había dormido en el sofá al compás de las melodías de A Chorus Line o Anything Goes. Después, su madre lo llevaba en brazos al coche, tarareando entre dientes.
—¿Beth? Claro. Un encanto de criatura. Le gusta bailar claqué.
Samson le apretó la mano a su tío, para hacerlo volver al presente.
—Beth ha muerto, tío Max. ¿No te acuerdas? Hace unos cinco años.
Max parpadeó y retiró la mano. Parecía dolido por esa cruda exposición de los hechos.
—¿Te gusta el chocolate? —preguntó en voz baja, cambiando de tema—. Por casualidad tengo un poco en mi cuarto. No es Hershey’s, es del otro. No me dejan comerlo. La tensión alta. Aún tengo un poco, y no te diré de dónde lo saco. —Hizo una pausa y, a modo de compensación, agregó—: ¿Sabes a quién le gustaba el chocolate? A Beth, la hija de mi cuñada. Le encantaba el chocolate. Tenía unos zapatos de esos… ¿cómo se llaman?, Mary Janes. Con chapitas de metal. La oías venir por el pasillo. Ella bailaba y yo le daba chocolate. Ven… te daré, te gustará. No es Hershey’s.
Era penoso y conmovedor ese ofrecimiento: no se trataba del mejor chocolate, ni de la tableta típicamente americana que arrojaban en paracaídas después de la guerra, en cajas de cartón, sobre niños hambrientos que las abrían con los dientes, de ese chocolate, no, sino del otro, como si sólo existiera el Hershey’s y el resto, América y el resto. La modestia de la invitación hacía que pareciese una crueldad rechazarlo.
Samson aceptó y, empuñando la silla de ruedas, encaró al anciano hacia la puerta. Max se volvió con un movimiento rígido y ademán de preocupación.
—¡Chist! Baja la voz —siseó, a pesar de que Samson no la había levantado—. No quiero líos.
El Max que Samson recordaba era alérgico a la autoridad y no perdía ocasión de desafiarla. Una vez tuvieron que depositar una fianza para sacarlo del calabozo porque, después de cometer una pequeña infracción de tráfico, fue entregando al policía que lo paró todos los papeles que llevaba en la cartera, uno a uno, como en una película de los Hermanos Marx: viejas entradas de cine, tarjetas de visita, el carnet de la biblioteca… todo, menos el permiso de conducir. Max había reconstruido la escena en varias ocasiones, entre grandes carcajadas. Ahora Samson pensaba que ese afán por ridiculizar a los representantes de la autoridad era la forma en que Max protestaba por la injusticia del destino, la barbarie de los nazis, que le habían arrebatado a su familia y destruido su antigua vida. Samson sintió una oleada de compasión y una sensación, triste y hermosa a la vez, de afinidad con Max. Mientras lo conducía por el pasillo, le oprimió el hombro, haciéndole un ligero masaje a través de la tela de la bata, como si Max fuera un viejo boxeador que va a subir por última vez al ring.
Pasaron por delante de una zona acristalada en la que una docena de residentes estaban de pie delante de un revoltijo de sillas. Frente a ellos, una mujer llenita y risueña, de unos sesenta años, con leotardos y maillot amarillos, cantaba con brío:
—¡Es la hora del meneo! ¡Es la hora del meneo!
La clase hacía coro con voces ahogadas, como gallinas que trataran de imitar los trinos de un orondo canario:
—¡Es la hora del meneo! ¡Es la hora del meneo!
En el pasillo, el anciano boxeador se animó y se puso a batir palmas al compás.
—Es Ruth Westerman —anunció Max, uniendo al coro su voz de tenor, todavía robusta y melodiosa.
—Arriba y abajo la cabeza, sí, sí, sí —cantaba Ruth.
Y la ajada comparsa asentía:
—Sí, sí, sí.
—¡Qué bonito! Ahora, derecha, izquierda, no, no, no.
Y los ancianos la seguían igual que corderitos:
—No, no, no.
También el púgil sacudió la cabeza:
—¡No es Hershey’s! ¡No importa! ¡No me acuerdo de ti!
—¿Qué otra cosa podemos mover? —entonó Ruth, y se oyeron sugerencias, al principio de carácter moderado.
—¡Las cejas!
—¡Los dedos!
Luego, más atrevidas:
—¡Los brazos!
—¡Las piernas!
Al fin se oyó una orden tonante:
—¡¡La pelvis!!
Ruth Westerman miró hacia la puerta, de donde había llegado la voz. Max seguía batiendo palmas.
—¡La pelvis! —repitió.
Ruth tardó un par de segundos en asimilar la idea.
—¡La pelvis! —gritó finalmente, moviendo las caderas con bravura.
Tras una momentánea confusión, provocada por la nueva coreografía, los representantes de la tercera edad se sumaron al contoneo.
Samson pensaba que aquella Ruth Westerman, que en ese momento agitaba las caderas («¡Muévelas! ¡Muévelas!»), debía de tener la edad que tendría su madre si viviera. Que Ruth Westerman estuviera dirigiendo un cuerpo de baile geriátrico en una parodia de danza del vientre, mientras su madre yacía inmóvil para siempre dentro de una caja, le parecía una injusticia monstruosa. De todos modos, lo único que él pretendía era hacerle una visita, ofrecerle sus respetos, apoyar su fatigada cabeza en la pequeña parcela de tierra donde ella descansaba. Después, ya nada importaría. Después, Ruth Westerman podría pasar por encima de ambos, a la cabeza de una legión de danzarines. Bruscamente, Samson hizo girar la silla de ruedas, dejando a la clase sin su segundo en el mando, que seguía dándose palmadas en el muslo alegremente mientras era conducido por el pasillo.
El cuarto de Max era pequeño y estaba repleto de objetos personales, aunque no por ello había perdido el aspecto de habitación de hospital y recordaba la melancólica decoración de las habitaciones de los enfermos terminales que ya han decidido dejar de pagar el alquiler del piso. En la pared, cuatro dibujos de la ciudad italiana a vista de pájaro. Las diminutas calles sombreadas y las pequeñas iglesias estaban trazadas con la pasión tierna y fervorosa del enamorado que vive sumido en la añoranza. El más curioso e impresionante de los dibujos mostraba la ciudad italiana de la juventud de Max con forma cóncava, abrazando el Globo, como si abarcase toda la Tierra porque era lo único que quedaba en el mundo.
Casi todo lo demás eran libros. A Samson le llamó la atención una colección de unos diez grandes tomos encuadernados en piel negra. Para Max tenía que ser toda una proeza sacarlos del estante. Al ver los títulos en alemán, la envergadura y la uniforme sobriedad de aquellos libros, Samson tuvo la impresión de que podían contener la sabiduría de toda una vida, que cuanto ocupaba el cerebro de Max había sido copiado en ellos, meticulosamente, con letra pequeña, a fin de que él vagase libremente por las praderas del olvido.
La habitación daba al jardín delantero. Desde la ventana, Samson vio a su taxista mover la cabeza vigorosamente al compás de la música. Se preguntó cuánto tardaría en cansarse de esperar e irse sin él.
—¿Así que quieres chocolate, Max?
—¿Tienes chocolate?
—Creí que tú lo tenías.
—¿Cómo lo sabes? —Max parecía francamente sorprendido—. Da la casualidad de que lo tengo. Dónde lo puse, no lo sé. Aquí hay que esconder las cosas. Si dejas algo a la vista, zas, te lo confiscan. Adiós. —Dio un furioso manotazo al aire—. Alguien, no sé quién, me mandó unas galletas de ésas… ¿cómo se llaman?, pastas de té. Me dejaron comer un par y se llevaron el resto. Con la excusa de la tensión alta. Cerdos.
Samson se sorprendió al oír la expresión, pronunciada en aquel tono tan propio del tío Max que él recordaba, el irónico inconformista que no había querido obedecer las órdenes banales de un agente de tráfico. Que hubiera tenido que acabar así, revolviendo por los rincones en busca de un poco de chocolate ilegal, parecía una triste y cruel degradación. Samson soltó un profundo suspiro. Max lo miró con una expresión de lucidez en los ojos, y por un instante pareció consciente de la presencia de su sobrino nieto. El momento pasó y su mirada volvió a enturbiarse.
—Cerdos —dijo de nuevo, como si repitiera algo que había oído en boca de otra persona.
Max quería quitarse la bata, y Samson lo puso de pie y lo ayudó. La prenda tenía unas manchas acartonadas, como el pelo apelmazado de un animal a medio domesticar. Debajo, Max llevaba un arrugado pijama que le llegaba por las espinillas.
—De acuerdo. —El anciano se restregó las manos—. ¡Allá vamos!
Y allá fueron, Samson registrando diligentemente estante tras estante, como el niño que busca el objeto escondido —«Caliente, caliente, ¡que te quemas!»—, y Max dando instrucciones desde la silla de ruedas.
—Abre eso de ahí. Es una caja de música. ¿Conoces la tonada? Es un vals. La conseguí no sé dónde. Quizá en Baviera. ¿Hay chocolate dentro? ¿No? Vaya, mira detrás de ese libro. —«Caliente, caliente, ¡¡frío!!»— ¡Ése no! El grande de la izquierda. Mira si escondí el chocolate ahí detrás. ¿No? Vaya. ¿Y en la mesa? Quizá lo puse ahí.
Samson revolvía entre estuches de gafas vacíos, bolígrafos sin capuchón, viejos talonarios y pendientes viudos, como un buzo en una ciudad sumergida. Eran los detritus de una vida que se acaba. No esperaba encontrar el chocolate. Probablemente nunca hubiera existido, o quizá la imaginación de Max había convertido en Eldorado de la chocolatería una tableta extraviada hacía décadas.
—No, no, no. A ver en el otro —ordenaba Max, mientras Samson registraba los cajones.
Samson cerró el último cajón. Empezaba a oscurecer. De pronto, lo entristeció pensar que pronto tendría que dejar a Max, y por un momento olvidó por qué había ido allí. Levantó un tarro de ungüento que estaba en la mesa.
—¿Qué es esto?
—¿Eso? A ver. —Max cogió el tarro, se lo acercó a la cara y, al no poder descifrar la etiqueta, desenroscó el tapón con un alarde de energía y metió la nariz. Una vaharada de mentol se esparció por el aire. El anciano frunció el entrecejo—. Ah, sí. A veces, cuando me cuesta respirar, me frotan el pecho con esto.
—¿Quieres que yo te lo frote ahora?
—¡Naaa! —Max volvió a cerrar apresuradamente el tarro y trató de ahuyentar a Samson—. ¡No necesito eso! Huele fatal. ¿Qué falta me hace? Respiro muy bien. Vicks lo llaman, me parece.
—¿Por qué no dejas que te lo ponga, por si acaso? Vamos, fuera esa chaqueta.
Max se resistía, pero Samson lo cogió por los hombros y le quitó la chaqueta del pijama. Derrotado, el viejo boxeador se dejó conducir dócilmente a la cama. Quizá, estimulado por los vapores medicinales del Vicks, Max consiguiera acordarse del nombre del cementerio. Samson extrajo un poco de ungüento y lo extendió por el correoso pecho de su tío. Max parecía insensible a esa repentina intimidad. O se había acostumbrado a las manos de los desconocidos o ya nada lo sorprendía. Mientras Samson le friccionaba el pecho, que aun arrugado conservaba algo de su poderosa musculatura, tenía la mirada ausente.
—¿Qué tal?
—Bien, muy bien. No lo necesitaba, pero está bien.
—He de preguntarte una cosa, Max. ¿Querrás contestarme?
—Claro. Adelante, lo intentaré.
—¿Te acuerdas de Beth?
—Claro. Un encanto de criatura. Baila claqué.
—¡Beth murió, Max! —estalló Samson—. ¡Creció, dejó el claqué y se murió!
Max se puso rígido, y a Samson le pesó haber gritado. La fatiga, la preocupación por el taxi que esperaba y la decepción por el hecho de que Max no lo reconociera lo habían puesto nervioso. Haciendo un esfuerzo por recuperar la calma, extendió el Vicks por los hombros de su tío, dando masaje a los atrofiados músculos. Sentía en las yemas de los dedos el suave calor de la piel de Max.
—Me gustaría decirte muchas cosas, si tuviera tiempo y si pudieras entenderme —prosiguió. La única señal de que Max lo oía fue un ligero relajamiento de los hombros—. No te creerías todo lo que me ha pasado. Estoy tan cansado que podría dormir días y días. No creas que siento lástima de mí mismo, no es eso. Incluso me gustaría pensar que un día acabaré por reírme de todo esto. Sentado en una habitación de una casa, lejos de todo, junto a la ventana, mirando las hojas de los árboles, de repente, me daría risa. Porque me parecería que todo quedaba muy lejos, en otra vida, como si no me hubiera pasado a mí.
Ya estaba embarcándose en el monólogo, contentándose con el mero hecho de ser oído, ya no entendido, como quien habla por radio sin saber si su voz llegará a oídos de alguien, pero sabiendo que va por ahí fuera, viajando por las ondas.
—Porque, digo yo —continuó Samson—, ¿cuántas personas distintas puedes ser en una vida? No es una vida larga, ¿verdad, Max? Eres un niño, es verano, parpadeas y han pasado años, ¡años! Y ves que de pronto eres otro, pero tu corazón sigue estando dentro de aquel niño perdido. Que eso que ahora te late en el pecho es una cosa disminuida, la sombra de lo que era cuando, de niño, corrías bajo el cielo nocturno y lo sentías lleno a rebosar. —Suspiró y dejó caer las manos sobre el regazo. Max tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, como si rezara—. Tienes suerte, Max, de recordar a tu esposa. Quizá hasta recuerdes a la mía. Se llama Anna, es muy hermosa. Ahora, cada vez que pienso en ella me asombra su belleza. Es de esas mujeres que… ¿cómo te diría?, que nunca sabes lo que piensan. O quizá fuera yo el único que no lo sabía. —Se preguntaba si su tío percibiría la desesperación de su voz. Decidió ir a lo que importaba—. No debería hablar tanto, perdona. Mira, sólo necesito saber dónde está enterrada mi madre.
Max callaba, y Samson levantó las manos y se oprimió los párpados, olvidándose de que tenía los dedos untados de Vicks. El escozor fue terrible. Corrió al lavabo y puso la cara debajo del grifo. Cuando se incorporó vio en el espejo que tenía los ojos colorados. También vio que Max trataba de ponerse de pie.
—¡Siéntate! —gritó, corriendo hacia la vacilante figura de su tío abuelo. Le pesó haber levantado la voz, porque Max se desplomó en la cama como una marioneta y se quedó con la cabeza gacha y los párpados entornados.
Suavemente, recalcando las sílabas y luchando contra fuerzas muy superiores a sí mismo, a Max y a la pequeña habitación del final de una vida, Samson insistió:
—¿Está enterrada con los otros, con la tía Clara, quizá? ¿Dónde está el cementerio, Max?
Se produjo un largo silencio al cabo del cual, milagrosamente, Max murmuró.
—No está allí.
«¡¡Caliente!! ¡Que te quemas!» Con los ojos llenos de lágrimas por efecto del Vicks, Samson volvió a frotar los hombros a Max, estimulando el flujo de sangre al cerebro, tratando de aproximarse a aquella tenue luz de recuerdo.
—¿No está allí? ¿Dónde entonces? ¿Por qué no está en el cementerio con los demás?
—Allí no. No. —Max intentó coger el tarro de Vicks, como si con ello pretendiera poner fin al interrogatorio. «No, no, no. Basta.» El tapón rodó por el suelo—. No me lo ponen en la espalda —protestó.
—¿En la espalda no? ¿Por qué? Es bueno llegar al pulmón por detrás. —Samson acercó la silla del escritorio y se sentó delante del anciano—. ¿Por qué no está en el cementerio?
Max hizo una mueca de dolor y empezó a golpearse el muslo como si quisiera lanzar una señal de socorro. Samson lo cogió por los hombros.
—Contesta, te lo suplico. Si no está en el cementerio, ¿dónde está?
Max alzó la cabeza; una repentina lucidez animaba sus ojos, brillantes y febriles. Sin avisar, como quien descarga un golpe bajo, respondió:
—Incinerada. —Y se volvió a mirar por la ventana. Fuera la luz era débil y azul. Encorvado, semidesnudo, embalsamado en Vicks, Max ya parecía un ser del otro mundo.
Samson llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir, desde la víspera de su marcha de Las Vegas. ¿De verdad había sido esa madrugada cuando había subido al autobús? Estaba aturdido y le temblaban las rodillas. Jadeaba, como si le faltara el aire. Trató de abrir la ventana, pero estaba bloqueada. Todo era una broma, un sueño absurdo. Había ido demasiado lejos en sus vuelos nocturnos. Había quedado detenido, como una imagen congelada, por encima de los tejados, pero pronto despertaría en su cama, en un mundo regido por leyes naturales, con tareas normales que hacer. Iría por el pasillo de su casa, medio dormido, hasta el cuarto de su madre, abriría la puerta y la encontraría dormida, respirando acompasadamente, y en la silla, arrugado, estaría el vestido rojo.
Apretó la frente contra el cristal de la ventana, tratando de calmarse. Lo mismo habría podido oír decir a Max que la habían enviado al espacio en una lanzadera y el camisón del hospital flotaba alrededor de su cuerpo ingrávido.
«¿Incinerada?»
«Eso es.»
«¿Estás diciendo que la pusieron en una caja, con su ropa doblada a los pies, y la metieron en un horno? ¿Que yo dejé que pulverizaran sus restos y luego acepté un recipiente con unos puñados de cenizas?»
Samson se volvió, pero su tío abuelo estaba con la cabeza inclinada, muy quieto, como escuchando, y comprendió que no había hablado con él, que la voz que acababa de oír, clara como la luz del día, se hallaba dentro de su cabeza.
Samson trató de sosegarse. ¿Incinerada? La noticia era tan inesperada, le parecía tan horrorosamente exótica, como la de que la hubieran cortado a trozos en una cumbre del Himalaya para que se la comiera una bandada de buitres hambrientos. Ella debía de haberlo querido así, debía de haberlo dejado escrito, porque era inconcebible que él, ni en el más dramático acceso de dolor, hubiese decidido prender fuego al cuerpo de su madre. Pero ¿qué podía él saber de dolor, entonces?
Era como si se hubiera frustrado una esperanza. En la penumbra de la habitación, la cara de Max estaba en sombra. En la cabeza de Samson la conversación proseguía.
«¿Y las cenizas? ¿Qué hice con ellas? ¿Esparcirlas en algún lugar famoso por sus vistas?»
«¿Las cenizas?»
«Sí.»
«¿No te acuerdas?»
«Diría que no.»
«En la casa.»
«¿Te refieres a nuestra vieja casa, donde ahora viven otras personas, perfectos desconocidos…? ¿Allí las puse?»
«Naaa. Las enterraste. En el jardín de atrás. Al pie del árbol… ¿cómo se llama?»
«Magnolio.»
«Sí; el magnolio. Allí las enterraste.»
«¿Donde está el perro? ¿Enterré sus cenizas en el jardín de atrás, con el perro?»
«Sí; con el perro.»
«¿Fue idea mía?»
«Pues no lo sé.»
«¿Crees que es broma?»
«No. No, señor. Basta.»
«¿Te acuerdas de mí, Max?»
«¿Tú?»
Max permanecía inerte, con la barbilla pegada al pecho. Se había dormido. Tanto ajetreo lo había agotado y, sencillamente, había dejado caer la cabeza y había desconectado.
Samson pasó el índice por los lomos de los libros, tratando de calmarse. Pensaba en lo que estaría haciendo Ray en ese momento, si seguiría adelante con el proyecto, recogiendo en el aeropuerto a otro output y llevándolo a su casa en su elegante descapotable blanco. Repitiendo todo el proceso, la casa, la tisana… Porque lo cierto era que Ray creía en su trabajo. Para él, la causa valía el sacrificio de un hombre, y convencería al hombre de su importancia. Por un instante Samson pensó en acudir a alguien —la policía, la prensa— y llevarlos al laboratorio del desierto, para salvar al hombre, revelar la verdad de todo aquello, que no tenía nada que ver con el progreso sino que se trataba de una actividad siniestra y peligrosa. Pero ¿quién iba a escucharlo? Sospechaba que si regresaba a Clearwater descubriría que el laboratorio había desaparecido, desmantelado y embalado en una noche, sin dejar rastro. Sólo quedaría el leve susurro del desierto. Quizá un día, más adelante, cuando su cólera se hubiese desvanecido y fuera capaz de hablar —con ayuda de la memoria y la sabiduría— con una elocuencia tan convincente como la de Ray, quizá fuera en busca del doctor para decirle lo equivocado que estaba.
Samson se paró delante de la colección de libros negros. Utilizando las dos manos, sacó uno, lo abrió, sorprendido por el peso, se puso a hojearlo y vio columnas de palabras alemanas. Era, sencillamente, un diccionario, pero una edición de filólogo muy completa, con la vida y milagros de cada palabra. A Max apenas se le notaba el acento, sólo tenía una pronunciación un punto áspera, abrasiva, de vidrio pulido por la arena al impulso de las olas.
Se oyó un aullido lastimero procedente de la calle: el taxista hacía sonar el claxon. Samson devolvió el libro al estante, como si obedeciera una orden. El claxon seguía sonando mientras él le ponía a Max la chaqueta del pijama y la bata. El anciano parpadeaba, respirando entrecortadamente, como un niño soñoliento.
«¿Tú?»
En la pared, las cuatro vistas de la ciudad italiana se habían oscurecido. Cesó el claxon, se hizo el silencio, una bendición. Max tenía una gota de saliva en la comisura de los labios. ¿Lo sacarían al aire libre de vez en cuando? se preguntó Samson. ¿Lo llevarían al patio en su silla de ruedas una vez al día, para que le diera el sol en la cara y oyera el murmullo de las hojas y el arrullo de las palomas? ¿Existía la posibilidad de que hubiese sido él, Samson, quien había llevado a Max a ese sitio? No quería abandonarlo, no quería dejarlo ir hacia la muerte solo y desorientado. Le habría gustado cuidarlo, pasar a su lado sus últimos días, vivir los dos en una casa, con tiempo para hablar… tiempo, incluso, para recordar.
Tras la ventana el cielo se veía de un azul oscuro, en esa breve transición entre el día y la noche cuando, de repente, lo material deja paso a lo infinito. A Samson le latía con fuerza el corazón. Su mente galopaba, pero él no sabía cuáles eran sus pensamientos, sólo sentía el vértigo de la carrera.
Tomó en brazos a Max. Lo sorprendió lo poco que pesaba, como si el anciano tuviera los huesos huecos, de pájaro. Lo sentó con cuidado en la silla de ruedas y abrió la puerta. Mientras avanzaba rápidamente por el pasillo, conduciendo a un adormilado Max hacia un último aliento de libertad, casi esperaba oír gritar: «¡Sammy Greene!»; pero en el mostrador de recepción había ahora una mujer inclinada sobre un libro, que no reparó en la pareja de fugitivos que pasó por delante de ella en silencio.
Fuera, la luna estaba alta y clara. Samson bajó a Max por la rampa de minusválidos. Despacio, tan despacio como un heliotropo se vuelve hacia la luz, el anciano levantó la cabeza. Del estéreo del taxista brotaban aclamaciones, una ovación entusiasta sonaba en la calle vacía.