A veces, cuando era niño, al acostarse se entretenía imaginando lo que harían otras personas en aquel instante. Con el pensamiento salía por la ventana y bajaba por la calle, flotando por encima de los árboles y los tejados, lo mismo que su tío abuelo Max había flotado un día, siendo joven, por encima de la ciudad italiana. Se detenía en la ventana superior de la casa de al lado, para ver al señor Shriner practicar su swing de golf iluminado por el resplandor azulado del televisor. Seguía adelante y pasaba por la casa de los Sargent, cuyo hijo mayor, Chuck, había vuelto de la universidad un invierno en circunstancias misteriosas. La señora Sargent decía que su hijo estaba escribiendo una comedia, y Samson se asomaba a la habitación de Chuck y lo veía con la bata de su madre, inclinado sobre una máquina de escribir, con el pelo revuelto. Cruzaba patios que despedían un olor dulzón, a podrido. Se paraba en la casa de Jollie Lambird, a contemplarla dormir. En su ronda silenciosa, Samson volaba sobre céspedes mullido y piscinas de aguas quietas, en la noche azul del barrio residencial. Pasaba por encima de las onduladas colinas con sus bosques de robles, cuyos troncos estaban cubiertos de musgo. Su madre había salido, y él la veía con su vestido rojo y aquellos zapatos negros que le oprimían los dedos, riendo como una gitana, con la cara levantada, apoyándose en el hombre con quien estaba bailando. Daba igual quién fuera él, un pretendiente que había entrado en el foco de atención de su madre y que pronto saldría de él y volvería a la oscuridad, uno al que había conocido en un mitin, un dentista divorciado, un pintor zumbado. A su madre nunca parecían afectarle las idas y venidas de sus admiradores. Samson tenía la impresión —y quizá también la tuvieran los hombres en cuyo brazo se apoyaba ella al volver a casa cojeando con aquellos zapatos estrechos— de que su madre sólo estaba pasando el rato.
Aquel panorama a vista de pájaro lo reconfortaba porque le daba la seguridad de que la noche palpitaba más allá de las paredes de su habitación. El señor Shriner, blandiendo su hierro del nueve, su madre, girando sobre la pista de baile con expresión de ensueño, gozando no tanto de la compañía de su pareja o de la música de la orquesta como de su propio poder de seducción. Y él seguía su vuelo, sintiendo la atracción de una gravedad leve y tutelar, balanceándose sobre montes y llanos, contemplando un paisaje bien dibujado. Pasaría sobre infinidad de vidas como la aguja del dial de una radio en busca de la sintonía de una voz única.
Uno de sus primeros recuerdos era el de oír hablar a su padre. Samson estaba convencido de que si volvía a oír aquella voz sería capaz de reconocerla. Un día, hacia el final de un partido de béisbol de una liga infantil, cuando corría hacia una bola, le pareció oír a su padre gritar su nombre. La bola fue a parar a su guante con un golpe suave y él, con el corazón alborozado y expresión de triunfo se volvió hacia el público sosteniéndola en alto. Escudriñó las gradas, parpadeando ante una luz casi submarina, pero no vio a nadie que se pareciera al hombre de las fotos. Volvió caminando hacia las bases con la bola en el guante, sin dejar de buscar entre el público. Después del partido se quedó en el campo hasta que se vaciaron las gradas y arrancó el último coche. Cuando todos se hubieron marchado, fue a la base del bateador y estuvo practicando golpes imaginarios. Oía el crujido seco del bate contra la bola, que salía despedida hacia el espacio oscuro que planeaba sobre el campo, y la clamorosa ovación en la que se destacaba la voz entusiasta de su padre: «¡Bravo, Sammy! ¡Adelante!» Él hacía una carrera triunfal y volvía a la base del bateador. Después de la última vuelta, siguió corriendo por el aparcamiento vacío y por la calle. Aquella noche, una vez que hubo hecho su ronda habitual por encima de los tejados, se durmió yendo hacia la voz.
En ese momento retrocedía por el espacio, de regreso. Por la ventanilla del taxi miraba el mar, que aparecía y desaparecía de la vista. El taxista tenía los ojos hundidos y cara de pocos amigos. Conducía encorvado sobre el volante, con la cabeza cubierta por la capucha de la sudadera.
Samson había encontrado las señas del tío abuelo Max en la libreta de direcciones que llevaba en la bolsa. Comprobar los efectos del paso del tiempo constituiría sin duda un mal trago, pero aparte de Anna, pensaba Samson, Max debía de ser la única persona que sabía dónde estaba enterrada su madre. Residía, si aún vivía, en un lugar llamado Hogares Fairview, en la avenida Monte Rosa, en Menlo Park, y por ciento cincuenta dólares, pago adelantado, el taxista había accedido a llevarlo. Samson le había dado el dinero y el hombre, tras humedecerse la yema del dedo y contar los billetes con avidez, había puesto en marcha el coche. El taxista conducía con una mano en el volante y la otra en la radio, ajustando el volumen cada pocos segundos. Manejaba el mando como si se tratara de un instrumento en contrapunto con el acelerador, que pisaba de forma espasmódica. Cuando sonaba una pieza de su agrado, reía entre dientes. Samson empezaba a dudar de que hubiera sido buena idea sentarse delante y se preguntaba si aquel tipo llevaría algún objeto contundente en el maletero. Pensó en sacar la Biblia de Pip y ponerse a leer ostensiblemente. «Venid a mí los que estáis fatigados», declamaría con voz trémula, y si el taxista se mostraba receptivo le diría que era un peregrino que se había desprendido de todos sus bienes materiales. En un tono tan persuasivo como el del predicador que Pip había escuchado por la radio, le explicaría que había renunciado a la mujer amada, y no sólo a ella sino también a todos sus recuerdos. Le diría que se había despojado de su pasado a cambio de una parcela de nada.
Envalentonado y convencido de que su abnegación lo reivindicaba, Samson sacó la Biblia y se la puso en el regazo. El taxista, indiferente a la maniobra, seguía pisando el acelerador con un ahínco alarmante. Samson extrajo las placas del otro bolsillo y, una a una, las alineó sobre la Biblia de Pip. El hombre no se dio cuenta, o quizá no le interesara lo que hiciese su pasajero, y puso el volumen al máximo. Probablemente tampoco se habría inmutado si Samson hubiese sacado del bolsillo un dedo cortado y lo hubiera depositado en el salpicadero.
Si el taxista llegaba a preguntar, Samson respondería que era un peregrino que regresaba a casa tras muchos años de ausencia. Tal vez entonces al hombre le picara la curiosidad y bajase el volumen y aguzara el oído para no perderse ni una palabra del relato de las peripecias de Samson, que estaban a punto de terminar con su vuelta al hogar, junto a su madre. Al taxista se le llenarían los ojos de lágrimas y él le hablaría entonces de la importancia de su intervención. Para hacer el viaje aún más seguro, Samson maquillaría un poco la situación y diría que su madre se estaba muriendo, no que estaba muerta.
En Menlo Park salieron de la autopista. Como no encontraban la avenida Monte Rosa, pararon a preguntar, y se perdieron del todo. El taxista fruncía el entrecejo y se inclinaba todavía más sobre el volante. Conducía como un poseso, dando bruscos virajes al voleo. Samson se desentendió de él, absorto en el espectáculo de unas calles que recordaba de su infancia. Que todavía existieran y que él las recordase le parecía una exoneración, la prueba de que su memoria no le había fallado. Calles tranquilas de casas de estuco. La luz de la media tarde posándose en las hojas de los árboles como un fino polvillo. Samson sacó la cabeza por la ventanilla, respiró el aire cálido y sintió un ligero vértigo.
Al cabo de varios minutos, de milagro, se encontraron en la avenida Monte Rosa. En la puerta de la residencia había una discreta placa en la que se leía, en letras doradas «Hogares Fairview», en plural, pese a que era una sola edificación, de ladrillo, construida sobre terreno elevado, a cierta distancia de la calle. El taxista no se molestó en entrar en la avenida sino que paró junto al bordillo y abrió la puerta.
—¡Eh! —Samson agitó la billetera junto a la ventanilla—. ¿Cuánto por esperar?
El hombre meditó un momento, relamiéndose.
—Le va a costar bastante.
—Sí, pero ¿cuánto?
—Depende.
—Media hora. Una hora como máximo. Seguro que no pasa de una hora.
El hombre manoseaba la radio.
—¿Cuánto? —insistió Samson.
—Cien.
—Cincuenta.
El taxista resopló y subió el volumen. Samson metió el brazo y lo bajó.
—Setenta y cinco —dijo y, sin dar al otro tiempo de contestar, se volvió y echó a andar por la avenida a paso ligero. A su espalda se oyó una explosión musical, señal de que se había cerrado el trato.