Dejó de dormir. Estaba agotado, pero quería permanecer alerta, consciente. Le parecía que, por fin, había vuelto a su ser. El recuerdo que habían cargado en su mente había roto aquella especie de encantamiento bajo el que había estado desde que despertó de la operación. Era como si hubiese vivido aquel año en trance. «Estado de fuga», había dicho Lavell para describir el estado en que lo habían encontrado, sin saber ni su propio nombre. Fuga, de fugitivo. De música fúnebre.

Se sentía ingenuo al darse cuenta de la docilidad con que se había dejado adoctrinar por Ray, del ansia con que había devorado los bocados que le arrojaba el doctor. Había confiado en él porque era el único que parecía encontrar belleza y cierta virtud en su estado, que no veía en él a la víctima de una tragedia carente de sentido sino a un elegido. Samson descubrió de pronto que no sabía casi nada de él. La única prueba de que había conocido a Ray era aquel recuerdo que estallaba en su cabeza en cuanto dejaba de esforzarse por evitarlo. La suya había sido una relación repentina que se había mantenido en un campo de pruebas, donde todo lo que pudiera acontecer no debía tener consecuencias más allá de los límites del experimento. Ray no era un hombre malo sino un hombre extraviado por sus visiones, que se exculpaba en virtud de un fin lejano y dudoso.

Samson salió del motel al amanecer y fue andando a la estación de autobuses. Desde el incidente del hospital había estado en vilo, temiendo que en cualquier momento la policía se presentara en su habitación. Pensó en volver a Los Ángeles, para ver a Lana, pero desistió. No quería presentarse deprimido y maloliente ante ella y Winn, jóvenes, enamorados y con toda la vida por delante. Además, ¿qué podía Lana hacer por él? Luego se le ocurrió ir a California, en busca de su vieja calle y la casa en que se había criado. Estaba seguro de que se dirigía allí cuando lo encontraron en el desierto hacía un año, y ahora le parecía lógico terminar el viaje. Pero al llegar a la estación de autobuses le entraron dudas y se quedó sentado en un banco, mirando los autobuses despertar con un gruñido y los faros palidecer a medida que se iluminaba el cielo. Apoyó la cabeza entre las manos. Le escocían los ojos por falta de sueño.

Vio un Greyhound, sucio de polvo, que iba directamente a Santa Cruz. Mientras el conductor estiraba las piernas y charlaba con sus compañeros en la estación, una muchacha subió al estribo y escrutó el interior del autobús. Aún no había nadie. Se bajó, miró a derecha e izquierda y volvió a subir, sigilosamente, igual que un ladrón. Se sentó detrás, junto a la ventanilla, y apoyó la cabeza en el cristal. A Samson le dio un vuelco el corazón, porque aquella muchacha, de cara pequeña, pómulos altos y barbilla puntiaguda, se parecía a Anna. Casi tuvo la impresión de que, por un capricho del tiempo, era Anna, que con dieciocho o diecinueve años había despertado hacía apenas una hora en su cama de niña y había recorrido la casa rápidamente, despidiéndose de todas las habitaciones, una a una. Era tan poco lo que sabía de su esposa… Le habría gustado llamarla y oír su voz, pero no sabía ni cómo empezar a explicarle todo lo ocurrido y cómo se sentía, y comprendía que no estaba bien hacerla volver atrás ahora que, por fin, parecía arreglárselas sin él. Le había dejado un mensaje a una hora en que sabía que estaría trabajando, para explicarle que se había marchado de Clearwater y que, probablemente, volvería a California por una temporada. Lo último que deseaba era que ella pudiese temer que había vuelto a desaparecer.

Subieron varios pasajeros más, y luego el conductor, que puso el motor en marcha. El autobús iba hacia la salida, y Samson seguía mirando a la muchacha. De pronto, lo acometió el deseo de hablarle. Se puso en pie de un salto y gritó al conductor que parara. Las pocas personas que estaban en la estación siguieron con mirada indiferente al hombre que corría tras el autobús dando traspiés y agitando los brazos. Unas monedas saltaron de sus bolsillos y rodaron por el suelo. El autobús ya salía de la estación mientras Samson golpeaba la puerta con el puño, y siguió golpeándola incluso cuando era evidente que el chófer le había hecho caso, porque había parado. Daba golpes en la puerta como el loco que sabía que no era, sólo por el gusto de perder los estribos, lo que empezaba a ser costumbre en él. «A esto se llama causar impacto», pensó con lucidez mientras el conductor abría la puerta mirándolo fijamente.

Con una lentitud teatral, como si fuera un anciano, Samson subió al autobús, entregó al conductor dos arrugados billetes de veinte dólares —no tenía ni idea de lo que costaba el viaje—, y el hombre frunció el entrecejo con expresión de disgusto. Samson le lanzó una mirada de desdén y se volvió hacia los asientos. Los cinco o seis pasajeros lo observaban. Se paró al principio del pasillo para dejar que olfatearan su sufrimiento, como si se tratase de una jauría. ¿Qué tenía él que ocultar? Que lo devorasen si querían. Los miró uno a uno mientras avanzaba hacia la muchacha, agarrándose a los respaldos como si estuviera herido. También ella lo miraba con extrañeza. Él se sentó a su lado, se quitó la cazadora, la dobló cuidadosamente y se la puso en el regazo. La muchacha volvió la cara hacia la ventanilla. Samson percibió una vaharada de un olor desagradable, y comprendió que salía de él. No era olor a sufrimiento sino simple olor corporal. «Ya nada se puede hacer», pensó, dirigiendo una mirada de desafío al chófer que estaba de pie al extremo del pasillo. Se miraron a los ojos y por un instante pareció que todos en el autobús contenían la respiración.

—¿Qué? —preguntó la muchacha.

Samson, que no había dicho nada, la miró.

—¿Le molesta si me siento aquí?

—No.

Ella se volvió de nuevo hacia la ventana, con las manos juntas en el regazo. Pero sus palabras debieron de resolver la situación, porque el conductor se sentó al volante sacudiendo la cabeza y sacó el autobús a la calzada. Los otros pasajeros, hundidos en sus asientos, parecieron olvidarse de Samson. Sin embargo, por su proximidad, por su olor —porque la había elegido precisamente a ella—, la muchacha no podía desentenderse de él. Se apretaba contra la ventanilla, pero cuanto más miraba ella hacia otro lado, más seguro estaba Samson de que lo encontraba intrigante. Él deseaba hablarle, para hacer una prueba, para ensayar con alguien que semejaba la joven imagen de su mujer.

La muchacha llevaba un raído pantalón de pana color marrón y una camiseta amarilla, ambas prendas demasiado holgadas para su delgada figura. O quizá fuesen de otra persona, o quizá hubiese adelgazado de manera drástica. Llevaba el pelo como si se lo hubiesen cortado con un serrucho. De un cordón que le rodeaba el cuello pendía un crucifijo.

Cuando Las Vegas fue alejándose hasta desaparecer a su espalda, la muchacha se inclinó y sacó un libro de la mochila que tenía a los pies. Estaba muy sobado, tenía páginas rotas y dobladas. En la cubierta se leía Sagrada Biblia en letras doradas y repujadas. Lo acercó a la ventanilla sosteniéndolo entre las manos con gesto protector. Samson observó que leía moviendo los labios. Comenzó a devanarse los sesos tratando de recordar. Había sido profesor de literatura, debía de conocer el Nuevo Testamento tanto como cualquier cristiano, debía de saber de memoria la espeluznante y fanática muerte de cada santo, como el aficionado al boxeo se sabe los fuera de combate de cada boxeador, quiénes habían muerto por la acción del agua, quiénes por la del fuego y quiénes por una hemorragia interna provocada por un puñetazo en el estómago.

—¿Es interesante?

La muchacha lo miró parpadeando a través de las desiguales greñas que le caían sobre la cara. Samson tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el impulso de apartárselas con la mano. La muchacha no tenía cara de creyente, se adivinaba mucha suspicacia en ella.

—¿La Biblia? —preguntó.

Samson no había descubierto hasta hacía poco esa habilidad suya para desconcertar a la gente; no era consciente de ella en el momento de su gesta más espectacular: esfumarse de Nueva York y aparecer en el desierto, sin memoria. La impresión debió de superar todos los límites, y Anna era la única que la había padecido.

—La Biblia, sí. ¿Te gusta?

La muchacha cerró el libro y se volvió hacia él. Aparte de la forma de la cara y del tono oscuro del pelo, vista de cerca no se parecía tanto a Anna. Tenía una nariz ancha y achatada que le confería un aire de descaro. Pero había algo en ella —quizá su fragilidad o su actitud perceptiva— que le recordaba a su esposa.

—¿Si me gusta? No creo que se trate de eso. —Las aletas de la nariz le temblaban al hablar. La muchacha se volvió y trazó unas letras en el sucio cristal de la ventana. Tenía unos dedos largos, finos, aristocráticos, pero las uñas ralas y sucias.

—¿De qué se trata entonces?

Ella lo miró entornando los ojos, estudiándolo. Parecía estar pensando en cambiar de sitio. Al otro lado del cristal, el desierto huía.

—De salvación. De redención —dijo al fin en tono neutro. Se llevó a la boca un dedo delgado y eclesiástico y mordió delicadamente un padrastro—. La gloria de Dios. Guía del peregrino.

No sólo tenía descuidadas las uñas; también la cara parecía sucia. Probablemente, llevaba varios días sin bañarse. Samson se preguntó si el olor vendría de ella y no de él. O quizá de los dos, dos peregrinos malolientes, sentados en el fondo de un autobús.

—Excelente. Léeme algo.

—¿Lo dices en serio?

—Por supuesto. ¿Quién no busca la salvación? O la redención. Por descontado. Venga gloria. Estoy hambriento de gloria.

—Si vas a ponerte sarcástico…

—¿Quién se pone sarcástico? Casi me mato, corriendo tras el autobús, para hablar contigo. Cualquier cosa que quieras decirme o leerme me parecerá bien. Elige uno de tus pasajes favoritos. Estaré encantado de oírlo. ¿De acuerdo?

—¿Por qué ese afán por hablar conmigo? —Ella no disimulaba su desagrado.

—Te pareces a alguien a quien conozco, eso es todo. No te pongas nerviosa, ahora me siento un poco ridículo, así que, ¿por qué no me lees algo de tu libro?

—No es un libro. Es la Biblia.

—La Sagrada Biblia —puntualizó Samson, apoyando la cabeza en el respaldo y cerrando los ojos.

Se produjo un breve silencio.

—¿De verdad lo quieres? —preguntó ella al cabo.

—Si no, no te lo pediría.

La oyó pasar las páginas.

—Bueno, a ver qué te parece esto. Lo leí estando en la India. Fue como si me hubiera despertado de repente, después de dormir durante años.

—Perfecto.

—Yo tenía la cabeza llena de todo ese rollo hindú, que no tiene nada de malo, sólo que no había pensado en Jesús desde que era niña y la catequista de la escuela dominical me decía que Jesús era mi único amigo verdadero. En ese momento, porque era una niña y aún no había pasado por la ruina espiritual, lo encontré triste.

Aquello era más de lo que Samson había esperado oír.

—Aquí está —prosiguió la muchacha—. Del Evangelio según Mateo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas.»

A Samson le pareció que le temblaba la voz, y abrió los ojos.

—Es hermoso, ¿verdad? —dijo ella, mirando por la ventana, todavía con el dedo sobre la página.

—Sí. Reposo para vuestras almas. Es bonito. ¿Qué hacías en la India?

—Bueno… ya sabes. ¿Qué hace la gente en la India? Vivir en ashrams, leer los Upanishads. Tratar de encontrar al gurú que te han dicho que es el único. Andar por los ghats del Ganges en Benarés, viendo quemar cadáveres. Respirando el olor a sándalo y a carne quemada. ¿Has olido alguna vez carne humana quemada?

Él fingió que trataba de recordar, a pesar de que estaba seguro de que, ni con la memoria intacta, habría tenido que dudar.

—No; me parece que no.

A pesar de la suspicacia que había mostrado al principio, la muchacha no parecía tener inconveniente en hablar con él; era una viajera experimentada y sin duda comprendía su necesidad de conversación.

—Es bastante acre y casi dulzón —explicó—. Bajan el cadáver envuelto en papel dorado. Todos están contentos, porque se está liberando un alma, ¿comprendes?, y arrojan flores, y el barquero lleva lo que queda del cuerpo, las cenizas, al centro del río. Y puede que a seis o siete metros aguas abajo alguien esté lavando ropa o limpiándose los dientes. Ellos no hacen distinciones entre la vida y la muerte; todo forma parte del mismo ciclo. Y tú lo miras y te preguntas si no habrá peligro, si no pillarás una enfermedad horrible. Y entonces vuelves a la pequeña habitación que compartes con otras diez personas y te metes en tu sucio camastro y lloras, porque comprendes que probablemente nunca alcanzarás ese grado de espiritualidad en el que dejan de importarte los gérmenes y las enfermedades y confías en el poder de Brahman. Porque te has criado en América, en una casa limpia y agradable, con unos padres que siempre han tratado de protegerte y han acabado jodiéndote, y nunca conseguirás librarte de ese estigma. Y, por más que lo intentes, jamás lograrás retorcerte para adoptar esas posturas de yoga que allí hacen hasta los mendigos, capaces de cruzar las piernas por detrás de la cabeza.

—Porque eres americana.

—Y completamente inflexible. Así que lloras sentada en la cama y te das cuenta de que llevas en la India… ¿cuánto?, un año, y estás agotada y harta de curry y de las inmundicias de las calles y más sola que el carajo.

—Y entonces, de repente, te parece que tener a Jesús como tu único amigo verdadero no es tan mala idea.

La muchacha lo miró, sorprendida.

—¿Eres cristiano?

—No.

—¿Qué eres?

—Uno que está en la ruina.

Ella asintió con aire de conmiseración.

—¿Así que subiste a un avión y regresaste? —preguntó él.

—Me llevó un tiempo. Tuve que hacerme a la idea de que aquello no iba a funcionar. Había dejado los estudios y vendido todas mis cosas para reunir el dinero del viaje. Mis padres estaban locos de alegría. Podríamos decir que había quemado las naves. Mis únicos amigos eran las personas con que andaba en la India, y ahora, cuando lo pienso, me parece que la mayoría no estaban muy bien de aquí. —Se dio unos golpecitos en la frente con un dedo—. Yo escuchaba mucho la radio con un pequeño aparato de onda corta que me había regalado mi padre. Generalmente, captaba el Servicio Mundial o La Voz de América, pero también me gustaba escuchar las emisoras locales, cítaras y esas cosas. Echaban radionovelas en una especie de hindi, pero sólo oír la apasionada entonación de las trifulcas de los personajes ya resultaba fascinante. Hasta que un día, buscando emisoras, encontré la voz de un americano que hablaba de Dios.

—De Jesucristo —puntualizó Samson, alentador. No había tenido que esforzarse mucho para hacerla hablar, y no quería que parase. Esa muchacha tenía una actitud vacilante, como si de un momento a otro pudiera extinguirse como una llama nerviosa.

—Él decía Cristo Nuestro Salvador. Me dejé caer al suelo y me puse a escuchar. Aquel hombre, aquel predicador, tenía la voz más hermosa que puedas imaginar. Muy íntima, como si me hablara sólo a mí. Dirige un grupo que se llama Capilla del Calvario, y leía el Libro de Job. Estuve escuchando hasta que terminó la emisión, y me eché a llorar, desconsolada. Al día siguiente salí a comprarme una Biblia. Escuché el programa todos los días durante tres semanas y luego vine a casa.

—¿A casa?

Ella miró por la ventanilla, entornando los ojos ante la luz de la mañana.

—Brookline, Massachusetts.

Samson casi percibió en su voz el verdor del lugar, la melancolía de los otoños y el dulce perfume de la hierba tierna en verano, un lugar tan distante de donde estaban en ese momento como la India.

—Mis padres se horrorizaron al verme —continuó ella—. Les costaba reconocerme. Cuando me recogieron en el aeropuerto, mi madre no hacía más que llorar. Dijo que parecía una de esas criaturas hambrientas de la televisión, ésas que ves en el telediario de las seis, sentado en tu sofá, con un martini en la mano. Pero no parecía tener prisa por abrazarme ni nada. Supongo que temería pillar algo. Así que la abracé y le dije que ella era hija de Dios. Y eso la hizo llorar todavía más.

Se llamaba Patricia, pero todos la llamaban Pip, que era lo que ocurría en las familias acomodadas, blancas y protestantes, explicó, en las que nombres que han pasado de generación en generación son sustituidos en la niñez por apodos deportivos: Apple, Kit o Kat. Por esa costumbre, a Kathleen Kennedy, que por supuesto no era protestante, todos la llamaban Kick. Eran nombres recios, vigorosos, que sugerían la vuelta a casa al anochecer, después del partido de fútbol, con la cara colorada a causa del frío del otoño y de haber estado gritando para animar al equipo. Pip y Kick y Apple, «y Snap y Crackle y Pop», pensó Samson. Y Chip y Pebble, prosiguió Pip, nombres de componentes de un conjunto musical carroza de los años setenta.

Estuvieron varios minutos sin hablar. Pip tamborileaba con los dedos en la ventanilla, ensuciando el cristal. Samson quería animarla a seguir hablando. Deseaba sacar de ella cuanto estuviese dispuesta a dar.

—Pip —dijo.

—¿Sí?

—Bonito nombre.

—No está mal.

Se lo había cambiado varias veces, explicó. Durante un tiempo se hizo llamar Pippalada, por el sabio de las Upanishads que te dice que practiques la austeridad, la continencia y la fe durante un año y que después preguntes lo que quieras. Al cabo del año, adoptó el nombre de Laure, por una muchacha de Minneapolis que había muerto al desbarrancarse un autobús. Había ocurrido cerca de Manali, en el norte de la India. Unos monjes tibetanos refugiados, vestidos con túnicas color azafrán, aparecieron por unas grietas de las heladas cumbres blancas. Meses después, al entrar en la habitación de su infancia por primera vez en dos años, lloró al ver sobre la cabecera de la cama el tapiz de macramé con las letras P-I-P.

Fuera, el desierto era brutal y la luz extraordinariamente intensa. El autobús paró en un área de servicio y todos bajaron, sumergiéndose en un calor absurdo. Samson compró dos Coca-Colas en una máquina y dio una a Pip. Hizo unas cuantas fotos de la muchacha al lado del autobús, como si fueran una pareja de turistas. Ella posaba con naturalidad; probablemente de niña la habían fotografiado.

—Yo hacía fotos —dijo ella—. Cuando empecé a viajar, lo retrataba todo.

—¿Y ahora?

—No sé. Debí de perder la cámara por ahí. —Se encogió de hombros y se puso a doblar la lengüeta de la lata mientras recitaba el alfabeto. Cuando llegó a la ka, la lengüeta se rompió.

—¿Ka? ¿Quién será ka? Voy a enamorarme de una persona cuyo nombre empieza por ka. —Se llevó la fría lata a la frente—. No sé ni cómo te llamas. —Él se lo dijo—. ¿En serio? ¿No te lo has inventado?

—¿Por qué iba a inventármelo?

—No sé. Es un nombre raro. Conoces la historia de Sansón, ¿no? Del Libro de los Jueces.

Se la había contado su madre. Sansón era un hombre de cabello largo y una fuerza colosal. El secreto de su fuerza estaba en el pelo, pero su amada lo traicionó y se lo cortó mientras dormía. La historia no había impresionado mucho al pequeño Samson, que no tenía nada de bíblico.

Subieron al autobús y Pip sacó la Biblia.

—Una violencia terrible —dijo. No abría el libro, sólo lo sostenía en la mano, como sopesándolo. Lo tenía todo en la cabeza. En primaria, era muy buena estudiante, dijo. Leía algo dos veces y ya podía recitarlo de memoria. En las fiestas que ofrecían sus padres solían pedirle demostraciones—. Dice el Libro de los Jueces que Sansón fue juez de Israel durante veinte años. Primero, mató un león, y después mató a mil filisteos con la quijada de un asno. El espíritu del Señor se apoderó él. Así lo dice el texto: se apoderó de él. Su larga cabellera era el símbolo de los votos que había hecho a Dios, y Dios estaba con él. —Se volvió hacia la ventanilla—. Una violencia terrible —repitió contemplando las planicies alcalinas, restos de un océano tan antiguo como el Diluvio—. Sansón se enamoró de una mujer, Dalila. ¿Recuerdas?

Samson asintió. Estaba en vilo, como si algo que fluía en su interior fuera a desbordarse.

—Dalila, sí —dijo.

—Él la quería y ella lo traicionó.

Aquella muchacha podría haber contado de la misma manera el argumento de una radionovela india, o la historia de una niña prodigio dotada del dudoso don de una memoria prodigiosa ante los amigos de sus padres, personas llamadas Chip o Pebble, que reían y levantaban sus martinis brindando por ella.

—Ella le cortó el pelo —prosiguió, visiblemente conmovida, aunque Samson se preguntó si no estaría actuando. Y declamó—: «“¡Sansón, los filisteos sobre ti!”, exclamó Dalila. Él despertó diciendo: “Saldré como tantas otras veces y me sacudiré”, pues no sabía que Yavé se había apartado de él.» Así dice. Y entonces llegan los filisteos y le arrancan los ojos.

La violencia terrible, la escandalosa injusticia resultaban sobrecogedoras. Samson casi no podía contener el impulso de levantarse y correr por el pasillo repartiendo capirotazos entre los pasajeros para sacarlos de su letargo.

—¿Le arrancan los ojos? —preguntó, inclinándose hacia delante.

Pip asintió.

—Le arrancan los ojos, lo encadenan y lo encarcelan. —Tenía la mano levantada a la altura de la cara, con ademán interrogativo—. Cuando vuelve a crecerle el pelo, Sansón le pide a Dios que le devuelva la fuerza, y cuando los filisteos lo sacan para que los divierta, él empuja las columnas de la sala del banquete hasta partirlas y el techo se viene abajo matándolos a todos, incluido Sansón, «siendo los muertos que hizo al morir más que los que había hecho en su vida».

Samson —el Sansón actual que en ese momento cruzaba el desierto camino de Santa Cruz— enarcó las cejas, preguntándose si aquello podía ser una señal, si su nombre implicaba un destino que quizá debería meditar despacio. Pip volvió la cara y a él le pareció que sonreía, pero cuando miró mejor advirtió que estaba seria.

Pip iba a un bautismo colectivo en el Pacífico. Se había enterado de la ceremonia cuando estaba en su casa, «convaleciente», como decía su madre en un susurro audible hablando por teléfono. Pip salía de noche con la excusa de que iba a ver a Dina, una compañera de instituto apocada y algo sosa que trabajaba en una heladería de la ciudad, cuando en realidad asistía a las reuniones de la Congregación de Boston de la Capilla del Calvario, para lo que tenía que recorrer carreteras poco transitadas. Una noche, alguien llevó a la reunión unas fotos de la revista Life. En ella se veían cientos, tal vez miles, de personas reunidas en una playa, batiendo palmas y cantando. Algunas hacían sonar panderetas y otras tenían en brazos a niños pequeños bastante sucios. Formaban una fila zigzagueante que llegaba al agua, en la que acababan de sumergir y levantar a un hombre que tenía los brazos extendidos, los puños cerrados y la cabeza echada hacia atrás, como el boxeador al que acaban de noquear. No se distinguía si el hombre reía o lloraba. El agua le resbalaba por la cara y su piel relucía bajo los rayos del sol. El que estaba a su lado era el predicador cuya voz había escuchado Pip durante tres semanas seguidas antes de marchar de la India. Detrás de ellos, el océano, soberbio e impresionante, se abría en gran angular hasta el horizonte.

Cuando acababan aquellas reuniones, prosiguió Pip, regresaba a casa por carreteras oscuras. Mientras la oía hablar, Samson imaginaba vívidamente la escena, añadiendo por su cuenta algún que otro detalle, como el de los árboles iluminados por los faros. Pip paraba en la ciudad y recogía un kilo de helado que Dina le entregaba dentro de una bolsa plateada. Al llegar a casa, metía la bolsa en el congelador y subía a acostarse. Pero aquella noche no conseguía quitarse de la cabeza la imagen del bautismo. Al día siguiente, hizo averiguaciones, y al cabo de una semana volvió a despedirse de sus padres. Su madre procuraba no mirar el crucifijo que a Pip le había dado por llevar al cuello, y su padre, sin disimular la repulsión que le producía, le preguntó si había metido el cilicio en la bolsa. A las cinco de la tarde, estaría tomando una copa en el club, feliz de recuperar la ilusión de imaginar a su hija corriendo por los campos de una universidad de Nueva Inglaterra al encuentro de un muchacho de recia mandíbula y firme apretón de manos que se llamara Pierce, por ejemplo.

—¿A quién has dicho que te recordaba? —preguntó ella desviando la mirada, como si la respuesta ya no le interesase. «Por si fuera poco cortarle el pelo, ¿tenían también que sacarle los ojos?» Suavemente, él deslizó una mano hasta ponerla sobre la de la muchacha. Ella no dio señales de que el gesto le molestara, encontraba natural la confianza que, a veces, se establece entre extraños que no tienen derecho el uno sobre el otro.

Dejaron atrás al desierto para entrar en un vasto sistema de urbanizaciones. La muchacha movía los dedos nerviosamente. Tenía las cutículas mordidas. Por la ventanilla cubierta de polvo entraba el sol.

Pip se quedó dormida, con la barbilla contra el pecho y la Biblia en el regazo. Samson sacó las placas del bolsillo de la cazadora. Les echó el aliento y las frotó con el faldón de la camisa. Las finas muestras de tejido eran como las huellas dactilares de la mano del destino. El tío abuelo Max era pintor aficionado y tenía obsesión por una ciudad italiana que dibujaba a vista de pájaro. Max era natural de Alemania, pero en su juventud había vivido un año en Italia, donde había dado dos o tres paseos en globo. Años después, se dedicó a dibujar la ciudad en que había vivido, reconstruyendo de memoria sus calles, iglesias y plazas, que reproducía con precisión milimétrica. De niño, Samson admiraba aquellos dibujos, y ahora esas muestras de tejido, con su fino e intrincado sombreado, se los recordaban.

Contempló las manchas de la materia producida por su propio cerebro. Había algo milagroso e inquietante en ellas: la mente, un concepto adimensional, había generado dimensión. Hacía un año, él había caído por un agujero, por una trampilla, a un lugar que parecía tener profundidad y anchura, distancia y perspectiva, un lugar que se le antojaba habitable. Había ido a caer en la geografía de una mente virgen. Pero, desde el primer momento, los recuerdos habían invadido aquel vacío obligándolo a volver al mundo. Su mente se había llenado de los detritus de la memoria y luego, para mayor humillación aún, había sido asaltada y violada. Lo que Ray se negaba a admitir era que, por intensa que fuese su ansia de ser comprendida, la mente no toleraba más presencia que la propia. El hecho de entrar en la conciencia de otra persona y plantar una bandera quebrantaba la ley de la soledad absoluta que regía esa conciencia. Constituía una amenaza y, quizá, la causa de un daño irreparable para el esencial aislamiento del yo. Una trasgresión imperdonable.

Pip se movió en sueños.

Y, sin embargo, se preguntaba Samson, ¿acaso ser amado no significa ser comprendido, estar compenetrado con el otro? Pensó en el hombre que había sido antes del tumor, contándose la historia de su antigua vida como si se tratara de un cuento triste. Érase una vez una mujer cuyo cuerpo había tenido él entre los brazos, asombrado, quizá, de que el contacto no dejase huella. Había encendido la lámpara de la mesita de noche y no había visto marca alguna. El nombre de la mujer era un sonido en el que se entraba para salir a idéntico lugar, Anna, imagen reflejada en un espejo, doble eco sin voz. Quizá la amaba demasiado y sentía que no podía tenerla lo bastante cerca; que, mientras ella fuera un ser aparte, sólo podría conocerla hasta cierto límite. Y, como lo más íntimo de ella siempre lo eludiría, ante el temor de que llegara a escapar él había girado en redondo y se había alejado para protegerse de la pérdida, mientras su voz se apagaba, cambio y fuera, como la de un piloto que va a la deriva por el espacio.

O quizá las cosas habían ocurrido de otra manera. Quizá lo que lo frustraba era su propio amor, la imposibilidad de llegar hasta ella. Quizá salían al campo, cruzando esbeltos puentes cuyos cables de acero zumbaban y oscilaban imperceptiblemente con el viento. Irían al norte, donde imaginaban su futuro, dejando atrás pueblos con campanarios y veletas. Anna se quitaría los zapatos y se sentaría sobre las piernas dobladas. En diciembre, con una fina capa de nieve en el suelo, llegarían a una encrucijada y la última luz de la tarde pondría un ribete de ámbar en las nubes oscuras, ella callaría, con la cabeza apoyada contra el cristal. Entonces, de pronto, levantaría la mirada con los labios entreabiertos y una expresión que él nunca había visto y que la hacía irreconocible. Quizá él deseaba gritar de rabia por esos cambios, por ser incapaz de saber lo que ella sentía.

O, quizá, incluso antes de que se le desarrollara el tumor, fuera él quien se había cansado de estar unido a ella. Quizá sólo deseaba liberarse, porque ya había dejado de ser la persona que siempre había sido para ella, con la que ella siempre había contado. ¿Cómo podía uno levantarse por la mañana, día tras día, y ser reconocible para el otro, cuando tantas veces apenas se reconocía a sí mismo? Si Anna tenía razón, si una persona no era más que una serie de hábitos, tal vez los hábitos sólo se mantuvieran para no defraudar a la persona con la que se dormía noche tras noche. Pero ¿qué posibilidades dejaba eso para que un buen día se consiguiera ser alguien totalmente diferente? Quizá, al fin y al cabo, fuera él quien no había podido soportar que alguien supiese lo que sentía, el que ya no quería estar al alcance del otro.

Érase una vez una mujer a la que él amaba. Así había empezado. Pero a partir de ahí la historia podía haber ido por muchos cauces distintos. Sólo el final era siempre el mismo: él había soltado el lastre de la memoria lanzándose, ingrávido, hacia el futuro. Solo y atónito, sin intentar llevar consigo el menor vestigio. Al fin, había traicionado a la mujer amada, y ¿quién no iba a condenarlo por eso?

Anna, adelante y atrás, un nombre que era la sombra de sí mismo. Si de pronto él la llamase, si lograra llegar hasta ella, ¿qué le diría?

A su lado, Pip roncaba ligeramente, con la respiración un poco ahogada de una niña. La imaginó con seis o siete años, sacando la barbilla y abultando el labio superior con la lengua, en actitud rebelde. A su lado la madre, casi una niña también, peinada con raya en medio y el cabello suelto sobre los hombros, un cabello que todavía no se había transformado en la fea melena recortada, rizada y lacada de señora de mediana edad. El cutis terso, sin los pliegues de la angustia que habían dejado en ella las rarezas de una hija que, al hacerse mujer, había preferido la pobreza a las comodidades del hogar y, en busca de la paz interior, había viajado al otro extremo del mundo para que unos hombres astrosos le impusieran las manos en nombre de un dios, y había regresado a casa sólo para volver a marchar al Pacífico, en cuyas aguas la sumergirían en el nombre de otro dios. Una madre que aún no desesperaba de recuperar a su hija.

A Samson le habría gustado saber si él y Anna se habían planteado tener hijos, si un hijo con los ojos de Anna y los rasgos de él no habría estado aguardando en el camino de un futuro perdido. Este pensamiento hizo que el corazón se le encogiera de tristeza y de ternura.

Imaginó a la madre de Pip, que se pasaría el día en una habitación con las persianas entrecerradas, fumando y bebiendo refrescos bajos en calorías, añorando tantas cosas perdidas, entre otras a aquella niña de seis años, bautizada con el nombre de Patricia, que con tanto éxito había entrado en el mundo de las reuniones sociales con el sonoro apelativo de Pip. Tenía razón Ray: el sufrimiento de los otros es sólo una abstracción. Y, como sentir realmente el sufrimiento del otro sin tomar el propio como punto de referencia era imposible, forzosamente Samson tuvo que pensar en Anna y, luego, por último, en su madre. Apenas sabía nada de los veinte últimos años de su vida. Le dolía pensar que ella hubiera acabado su vida sola, quizá con las persianas entrecerradas y la mirada perdida en el vacío. Quienquiera que hubiese sido el hijo que veía cómo su madre entraba, poco a poco, en la mediana edad; que crecía, iba a la universidad y la llamaba por teléfono periódicamente; que se iba a vivir a otra ciudad y, de vez en cuando, la visitaba y observaba compasivo las pequeñas humillaciones de la vejez; que recibió el aviso de que ella estaba enferma y acudió a su lado, y vio cómo el cáncer la consumía rápidamente; quienquiera que hubiese sido el que había acompañado a su madre en su última hora y la había enterrado, ahora estaba tan lejos de su alcance como ella.

¿Y qué es una vida sin un testigo?, se preguntaba Samson.

Sintió un deseo irresistible de estar cerca de su madre. Se preguntó dónde estaría enterrada. ¿Cómo era posible que no supiese dónde estaba la tumba de su madre? Por Anna sabía que ella no había dejado la casa en que él se había criado. Era de suponer que la habría enterrado en el cementerio más próximo. ¿Sería muy difícil encontrarla? ¿Existiría un registro de esas verdes parcelas que los hijos adquieren para enterrar a las mujeres que los traen al mundo, peleando con uñas y dientes? Él buscaría la tumba y, cuando la encontrase, carne de su carne, caería de rodillas y lloraría por ella. Se echaría en el suelo, cerraría los ojos y, apretando el cuerpo contra la tierra, daría un último testimonio.

La ruta del autobús terminaba en un aparcamiento situado cerca de la playa. Unas robustas gaviotas estaban posadas, impávidas, en unos postes oxidados. Samson despertó a Pip con un ligero codazo. Ella levantó la cabeza y abrió los ojos. Él sentía el hormigueo del hombre que ha pasado años encerrado y cuyo sueño recurrente ha sido, sencillamente, el de un horizonte despejado. Le habría gustado coger a Pip, levantarla sobre su cabeza, llevarla hasta el mar y sumergirse con ella en un bautismo salobre; pero se limitó a tender la mano, apartarle el pelo de los ojos y recogérselo detrás de la oreja, sin miramientos. Pip entornó los párpados pero no protestó.

Fuera, en el aparcamiento, parpadeando a causa de la intensa luz y aspirando el olor marino y arbóreo de California, se detuvieron frente al vigoroso Pacífico en el que pronto Pip quedaría limpia de todo menos del amor a Dios. En adelante, se llamaría Patricia. El pasado viviría con otro nombre.

La esperaba una mujer de trenzas grises, enviada por la Capilla, que saludaba agitando la mano junto a una furgoneta en cuyo parachoques había una pegatina que rezaba: «Yo freno en los milagros.» Como regalo de despedida, Pip le dio la Biblia, con las páginas en que aparecía la historia de Sansón dobladas. Él se quitó la cámara, que llevaba al cuello, y la colgó en el de la muchacha. Ella sonrió, él sonrió, y por un instante se miraron con la timidez de dos personas que, de pronto, se dan cuenta de lo poco que saben la una de la otra. Una parte de él se resistía a dejarla marchar, quería acompañarla, velar su sueño, protegerla del mal como no había sabido hacer con Anna. Quería tomar en brazos su cuerpo delgado y conducirla, sana y salva, hasta una vida nueva.

Pero no lo hizo, y finalmente Pip se encogió de hombros y echó a andar hacia la furgoneta. La mujer la abrazó como si fueran viejas amigas. Pip soportó el abrazo, arrojó la mochila dentro del coche y subió a éste. Cuando ya se alejaban, se volvió y agitó la mano al otro lado del cristal, y Samson alzó la suya devolviéndole el saludo.