Lo despertó el sol, un sol tan claro y brillante, tan en desacuerdo con el Canal Meteorológico, que no hablaba más que de lluvia, que a la fuerza tenía que ser artificial. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Cuando lo recordó, fue como si una ola de desesperación rompiera sobre él. La pantalla del televisor mostraba la temperatura actual en la zona de Las Vegas, y entonces apareció el hombre del tiempo, señalando en el mapa del satélite que tenía a la espalda símbolos que representaban lluvias y vientos parpadeando sobre Florida y las islas de Sotavento. Samson se llevó las manos a la cabeza y apretó los párpados. Se levantó, cerró las persianas y fue al baño con paso vacilante. En el espejo vio su cara cenicienta, las ojeras y los ojos vidriosos. Casi se alegró de su mal aspecto, pues al menos constituía una prueba de que todo aquello no lo había imaginado.
Llevaba dos o tres días en un motel de Las Vegas, esperando que sonara el teléfono, con el Canal Meteorológico sintonizado a todas horas, porque la monotonía de la información lo reconfortaba. En cuanto apagaba el televisor, lo invadía el pánico, se asfixiaba y empezaba a pasearse por la habitación exhortándose a sí mismo a calmarse. La soledad que entonces lo envolvía era terrible, insoportable.
Estuvo media hora mirando fijamente la pantalla. Al fin volvió a sumirse en un sueño intermitente y agitado, con interferencias del informe del tiempo que hacían que en sus sueños predominaran la lluvia y el viento. «Preparen el paraguas —advertía el meteorólogo—, se esperan más de cien litros…», aunque la borrasca estaba lejos de Las Vegas donde la precipitación anual no pasaba de trescientos litros. Hablaban de otro sitio, de tierra de huracanes, donde las casas se construían sobre pilotes. El Canal Meteorológico le proporcionaba clarividencia permanente e información de desastres ajenos. Al llegar a Las Vegas, recorrió todos los hoteles que había mencionado Donald —Sands, Flamingo, Caesar’s Palace—, pero allí nadie conocía a Donald Selwyn, ni siquiera los lacónicos gerentes que salían de su despacho para dar respaldo al personal de recepción cuando Samson se ponía pesado. Después, empezó a dejar mensajes en el buzón de voz de Donald. Esperaba las tres señales seguidas de un sonido que recordaba el de un secador de mano, como si Donald hubiera grabado su original mensaje colgado de una roca durante una tormenta. «Aquí Donald —decía, con un fondo huracanado—, ya sabes lo que tienes que hacer.» Samson le suplicaba que lo llamara, marcando una y otra vez, hasta que la grabación empezó a obsesionarlo, como si Donald tratase de hacerle llegar un mensaje secreto, grabado en una situación peligrosa. «Ya sabes lo que tienes que hacer», y después el sordo bip que Samson escuchó una docena de veces, hasta que al fin se puso a gritar que la bomba iba a estallarle en la cabeza.
Allí, en el centro de su mente, imposible de eludir, estaba el recuerdo que Ray había transferido. Las imágenes resultaban misteriosamente familiares, como si las hubiera presenciado, aunque sabía que no era así, y eso las hacía aún más sobrecogedoras. Recordaba el calor que se abatía sobre el desierto y el sudor que le resbalaba por el cuerpo, debajo del uniforme de campaña. Sentía el aburrimiento y la sorda tensión de la espera, mientras tragaba polvo y procuraba moverse lo menos posible.
Podía ver las caras tostadas de los otros chicos, cuyos perfiles tremolaban al sol, y experimentar la sensación de levantarte de mala gana antes del amanecer, de pisar un suelo frío, y el deseo de volver a acostarse, cuando ya estaba en la fila de cuerpos que iban camino de las duchas. El sabor metálico del desierto. El chorro de agua, las palpitaciones, el flujo de la sangre por las venas. Nada de desayuno, ni un triste café en la taza de hojalata, pero corrían los cigarrillos, brillaban las brasas en los camiones. Él lo veía y lo sentía como si el recuerdo fuese suyo, pero no lo era, joder, y eso lo volvía loco, más loco, incluso, que la explosión, cuya fuerza y calor casi parecían concebidos para volver loco a todo aquel a quien no mataran.
Cuando despertó, después de la transferencia, vio a su lado a Ray. Le hacía preguntas, y él trataba de contestar. Al principio, aturdido por las drogas, no sentía indignación ni miedo, sólo embotamiento. Hablaba con frases entrecortadas, tartamudeando, buscando las palabras. Ray preguntaba y él se esforzaba por responder, pero no había manera de describir aquello. Hablar le costaba trabajo, y ellos grababan con una cámara digital cómo asía la muñeca del médico y, con los ojos desorbitados, preguntaba: «¿Quién?» Lo habían llevado a la Casa de Baños y se había quedado dormido, exhausto, pero cuando despertó al otro día aquello seguía en su mente, brillante y pronto a suceder, la cuenta atrás y la bárbara explosión. Y allí seguía, mientras él se lavaba la cara y se vestía, porque no podía pensar en otra cosa.
Fue en busca de Ray, porque ya se sentía en condiciones de hablar y también tenía preguntas que hacer, pero cuando llegó al laboratorio la recepcionista le dijo que el doctor no estaba, que se había marchado y no volvería hasta dentro de un par de días. Samson la miró confuso, y ella repitió lo dicho lentamente, recalcando las sílabas, para hacerse entender. Cuando la confusión empezó a disiparse, Samson sintió en el estómago el espasmo de una agitación que fue en aumento hasta convertirse en un furor que le encendió la cara. Volvió a la habitación y trató de pensar: aquello no era más que un recuerdo, sólo eso, y se borraría como todo lo demás. Pero no sólo no se borraba, sino que despertaba otros recuerdos, de cuando, con cinco o seis años, había visto por televisión las imágenes de una Hiroshima arrasada que le provocaron pesadillas de las que despertaba gritando. Entonces su madre entraba en la habitación y le aplicaba un paño húmedo en la frente, para calmarlo. Durante varios días, él no paraba de hacerle preguntas sobre la bomba y, aunque ella trataba de tranquilizarlo, dado su carácter no podía evitar ponerse a hablar de política y despotricar sobre la carrera armamentista, los idiotas de Washington y la amenaza de una guerra nuclear. Después, él calculó cuánto tardaba en ir corriendo de su habitación a la cama de su madre, una cama de columnas, tan alta que los dos podrían esconderse debajo. «Aquí huele a algo», dijo ella un día, pero tardó semanas en encontrar, cubiertos de moho, los bocadillos que él había escondido.
Y entonces se le ocurrió: ¿quién demonios era Ray, a fin de cuentas? Te crees que conoces a una persona, y acabas con una bomba en la cabeza.
Buscó en la cartera el número de teléfono de la casa de Ray en Los Ángeles. No lo encontró, y vació la bolsa en el suelo. Probablemente estuviera buscando a otro output, ahora que ya no necesitaba a Samson. La cosa había funcionado, eso era lo único que importaba, y había que preparar el camino para otros. No consiguió dar con el papel en que había escrito el número de Ray. Le latían las sienes y se oprimió la cabeza, tratando de pensar. Estaba furioso consigo mismo por haberlo escuchado, por no haber arrancado el teléfono de la pared la primera noche en que lo había llamado a Nueva York.
Cerró los ojos y se quedó quieto. No iría al laboratorio a pedir el número de Ray. Cerraría las persianas, se echaría en la cama y procuraría calmarse. «Tiene que haber una explicación», pensaba. Ray no tardaría en volver —tenía que volver— y, con su voz sedante y su elocuencia, lo explicaría todo.
Pero transcurrieron tres días sin que Ray diera señales de vida, y cuando al fin Samson vio luz en el despacho, salió en tromba a la oscuridad de la noche y por poco revienta la puerta. Cargado de adrenalina, se acercó a la mesa y barrió con la mano los papeles en los que Ray estaba trabajando, junto con el pisapapeles de cristal, que se hizo pedazos contra el suelo. Ray, el doctor sin edad, cuya macrobiótica existencia proclamaba por sí sola las excelencias de la holística, el nacido para guiar a los hombres, ni pestañeó. No protestó ni se indignó, sino que siguió tan imperturbable como Gandhi, que se mantenía sereno entre lunáticos porque sabía que, de ser necesario, podía recurrir a su fuerza de iluminado, mediante la cual la mente prevalece sobre el cuerpo, y matar instantáneamente con una humanitaria acometida de la mano contra el plexo solar.
Permanecieron quietos, mirándose a los ojos, hasta que Samson, temblando, se volvió, se acercó a la ventana y se puso a contemplar el valle. A pesar de la oscuridad se distinguía la silueta de las montañas, al otro lado de las cuales se extendía otro valle solitario, y luego otra sierra escarpada, y así sucesivamente, en olas de abrupta desolación. Se sentía traicionado y ya no tenía a quién acudir. Jamás una mente había sido violada como la suya. La soledad era brutal.
Dio media vuelta y miró a Ray con rabia.
—¿Dónde has estado? —inquirió.
—Vamos a ver si podemos tener calma.
—¡¿Calma?! —Samson deseaba suplicar fervorosamente, pedir compasión—. Me secuestras la mente, le descargas una bomba atómica, luego desapareces sin una palabra, ¿y esperas que tenga calma?
—Ha sido por un asunto familiar. Matthew, mi hijo, se puso enfermo y salí de improviso para San Francisco. Lo siento, pero no tuve ocasión de hablar contigo antes de irme. Era de noche y dormías. Y aquí nadie ha secuestrado la mente de nadie.
Eran tantas las cosas que Samson necesitaba decir que no sabía por dónde empezar.
—Es como volver de entre los muertos y encontrarme con que todo lo que conocía ha desaparecido. Que estoy solo, y tú, la persona que creí que me entendía, en quien yo confiaba… Creí que comprendías… —Sintió que se le encendía la cara de desesperación por su incapacidad de expresar lo que le ocurría, de explicar el daño que Ray había causado.
—Sí, lo comprendo. Es la razón por la que estoy aquí, por la que nosotros estamos aquí.
—¡Que comprendes! —espetó Samson—. ¿Después de lo que decías de salirnos de nuestra propia cabeza, todas esas pamplinas de compartir?
Ray sacudió la cabeza con expresión severa.
—La investigación está en un punto crucial. Es vital que conserves la calma —imploró.
La frustración de Samson se acrecentó ante la negativa de Ray de comprender, de reconocer siquiera, cómo se sentía. Era como tener la mente atada y amordazada.
Ray seguía ajeno al peligro.
—En todo experimento importante hay momentos en los que las cosas pueden ir…
Una llamarada de furia brotó ante los ojos de Samson, que impulsó el brazo hacia delante y sintió que su puño entraba en contacto con la cara de Ray. Luego, le pareció ver la repercusión a cámara lenta: la cabeza de Ray que se proyectaba hacia atrás (qué viejo que parecía de pronto, a pesar de la intensa vitalidad que había en la sangre que brotaba de su nariz), la mano que iba hacia la cara, el cuerpo que se encogía contra la pared, huyendo de Samson, de algo que no había previsto en sus cálculos: la posibilidad de que el sujeto tuviera… ¿qué?, ¿una mente propia? Al fin y al cabo, quizá Ray fuera un hombre normal, capaz de equivocarse como cualquiera, de cometer terribles errores pensando que servía a los fines más altos. La sangre corría entre los dedos de Ray, que mantenía la mirada atenta a lo que a continuación pudiera hacerle aquel hombre que acababa de descubrir el poder que tenía sobre él. Samson lo miraba con extrañeza, asombrado de su propia fuerza, de lo vulnerable y humano que Ray parecía de pronto. Sus ojos iban de su propio puño a la cara de Ray, y era consciente de que lo ocurrido tenía más trascendencia que la de un simple puñetazo, era algo mucho más decisivo, que no tenía vuelta atrás. Ray había calculado mal, eso lo sabían los dos, pero sólo Samson comprendía en qué medida. No; Ray no era un hombre malo. Era algo quizá más difícil de aceptar: un hombre corriente, ni mejor ni peor que cualquiera.
—¿Compartir? ¿Salirnos de nuestra propia cabeza? —Samson se oía hablar, pero no sabía si sus palabras llegaban a Ray—. Me parece que nunca había estado tan solo.
—Que tú recuerdes —lo corrigió Ray, limpiándose la mano en la camisa y palpándose la nariz rota. La luz se reflejó un momento en la piedra azul de la sortija—. Quizá no era el recuerdo apropiado —concedió—. Quizá debí elegir algo menos dramático…
—¡Quizá no debiste elegir nada!
—Joder, Samson. Viniste por propia voluntad, sabías de qué se trataba. —Ray hablaba apretando los dientes. La frialdad de su tono de voz sorprendió a Samson—. No puedes acusarme de haberte engañado. Te lo expliqué todo, menos en qué consistía el recuerdo y de quién era. Eso habría sugerido imágenes en tu mente. Habría afectado la pureza de la transferencia.
—¿Pensaste en el efecto? ¿Te paraste a pensar en lo que significaría tener en tu cabeza la pesadilla de otro?
—Era una prueba, no una guerra. Ni torturas, ni atrocidades. Debes tenerlo en cuenta. —La sangre le empapaba la camisa—. Lo que recibiste era el recuerdo de una prueba que se realizó hace cuarenta y cuatro años. Un momento de la historia. Potente, sí, pero necesitábamos un recuerdo fuerte. Algo concreto e intenso que no pudieras confundir con tus recuerdos. Y cuando tú y Donald os perdisteis en el desierto, aquel día, al veros junto a la carretera descubrí que entre vosotros ya había una relación. Era la situación ideal para la primera transferencia.
Samson lo miraba en silencio, furioso, esperando que Ray dijera algo, cualquier cosa que salvara su propia relación, la razón primera por la que había ido a Clearwater.
—Vamos, Samson —prosiguió Ray—. Tú eras el candidato perfecto, eso lo sabíamos los dos. Tu estado, la intensa receptividad que tienes para los recuerdos nuevos, hacía prácticamente inevitable la elección. —Calló un momento, sacudiendo la cabeza—. Estoy decepcionado, no lo niego. Pareces haber olvidado todo lo que hablamos. Correr riesgos, hacer avanzar la ciencia. Llegar a donde nadie ha llegado, ¿no es lo que decíamos?
—Había una razón para no llegar.
Ray levantó las manos.
—Como hay una razón para no enviar a hombres a Marte. Pero un día no la habrá. Joder, Samson, estás en la vanguardia de la ciencia. Creí que nos entendíamos. Ha sucedido algo asombroso. Sí, aún queda mucho camino, pero hemos llegado más lejos que nadie. Que se haya transferido tanta memoria es fenomenal. Muchos habrían peleado por estar en tu lugar, por pasar a la historia. Es ridículo disgustarse de este modo.
Samson habría preferido la indignación, seguir pegando a Ray, tirar las sillas, romper la ventana de un puñetazo… sentir cualquier cosa antes que ese abatimiento, esa tristeza. Deseaba no haber ido al desierto, haber dejado sonar el teléfono aquella noche de finales de enero en que nevaba. Y lo único que sentía era soledad.
—Lo he dicho siempre, Samson, tienes una mente apasionante. Perder tanta memoria y no querer recuperarla, ni un jodido detalle, es muy fuerte. Un hombre que no está cegado por una vida de recuerdos, que es capaz de apreciar la fuerza de uno solo… Cuando Lavell me dijo que te habían encontrado aquí, en el desierto, casi me pareció providencial. Vamos a ver, ¿puedes contestarme a esto: adónde demonios ibas?
Samson lo miraba guardando un silencio obstinado.
—No tenías derecho —dijo al fin, dando media vuelta—. Debiste dejarme en paz.
—¿Y dónde estarías ahora? ¿Solo, dando vueltas por las calles de Nueva York como un chiflado? Viniste porque querías. Estabas esperando aquella llamada.
Samson se volvió y lo miró a los ojos.
—Vete a la mierda.
Ray hizo una mueca de dolor y Samson salió del despacho.
Fuera, la noche era infinita, la negrura, total, nada escapaba de ella. Y entonces se le ocurrió la respuesta: «Yo iba a mi casa.»
Fue a su habitación y metió sus cuatro pertenencias en la bolsa. El silencio era opresivo, como el sonido del viento bajo las alas de un pájaro grande. Empujó la puerta mosquitera y echó a andar por la pista de tierra hacia la carretera, con la bolsa al hombro. Sentía que Ray estaba observándolo, y eso le molestó; le molestó pensar que Ray sabía antes que él adónde iba. Había caminado cinco o seis kilómetros en dirección al este cuando pasó un coche. Dentro iba una pareja de pelo sucio, y un perro en el asiento de atrás. Empezaba a salir el sol. Samson apenas había tenido tiempo de sentarse en el coche cuando el hombre ya pisaba el acelerador. Eran dos hippies de Oregón, donde regentaban una piscifactoría con tanques de huevas de pez sol, bocú y otras especies de las que Samson nunca había oído hablar. Iban a Phoenix, para asistir a unas conferencias. La mujer se volvía a mirarlo una y otra vez. Debían de ir a más de doscientos, pero el desierto era tan vasto y monótono que si Samson fijaba la mirada en un punto lejano le parecía que no se movían.
El hombre le ofreció con una mano un cigarrillo mientras con la otra buscaba un casete debajo del asiento; entretanto, la mujer sostenía el volante. Era una grabación pirata de una banda con ruido de fondo de una multitud. Samson aceptó el cigarrillo y extrajo el encendedor del salpicadero. La mujer movía la cabeza en señal de aprobación y se daba palmadas en la rodilla al compás de la música.
—Es en directo —dijo, volviéndose para coger al perro, que había resbalado al suelo. Lo dejaron en el motel Four Palms de Las Vegas, en el que se habían alojado una vez, y se despidieron agitando la mano mientras el coche aceleraba por el aparcamiento vacío.
Cuando volvió a despertar, la pantalla estaba negra y era de noche. Se levantó para sintonizar el Canal Meteorológico, pero no lo consiguió. Pulsó varias veces la tecla y golpeó el aparato, que siguió sin responder. Agarró el teléfono de la mesita de noche y marcó el número de recepción, una cabaña situada al otro lado de unas plazas de parking mal iluminadas.
—Diga —contestó una mujer con un tono vivaz, como si no hubiera recibido una llamada en varios meses. La persona que estaba en el mostrador cuando llegó Samson era un mexicano pequeño y de ojos hundidos, que lo miraba atemorizado como si lo amenazase con acribillar la cabaña a tiros si no le daba habitación de inmediato.
—¿Hablo con recepción?
—Sí.
—Mi televisor está averiado.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. Se habrá roto algo, porque no funciona.
—¿Lo ha conectado?
—¿Me pregunta si lo he conectado?
Samson tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a gritar por el teléfono a fin de expresar la magnitud de su dolor. Era tan poco lo que pedía: sólo el sonido de un televisor que lo ayudara a pasar la noche, una promesa de lluvia en algún otro lugar, y hasta eso se le negaba. Se sentía devastado, tratado injustamente, y quizá la mujer lo advirtiese en su voz, porque suavizó el tono.
—Es que tengo que preguntarlo. Aunque le parezca extraño, hay personas que si el televisor no está funcionando cuando entran en la habitación te llaman diciendo que está averiado.
Samson se preguntó si realmente estaría hablando con recepción o si habría conectado accidentalmente con algún lugar remoto. ¿Podía haber allí personas, clientes habituales, que pensaran que si un televisor no está encendido tiene que estar averiado?
—Por favor —suplicó—. Con toda amabilidad se lo pregunto: ¿puede mandar reparar mi televisor? Sea razonable, sea… —Se pasaba la mano por la frente, exasperado—. No tiene idea de lo que significa para mí.
—¿Señor? —La voz de la mujer era débil. No prometía nada. Probablemente tuviera que vérselas con psicópatas y asesinos. Al fin y al cabo, aquello era Las Vegas. Debía de estar entrenada para tratar con suicidas a diario. Era una mujer acostumbrada a ver siluetas de tiza en el suelo, capaz de recitar las cien posturas en que puede yacer un cadáver. Para ella, un televisor averiado era una minucia. Otros la necesitaban con mayor urgencia. En ese momento quizá estuvieran llamando personas a las que podía salvar simplemente con contestar al teléfono como lo había hecho antes, en tono de sorpresa, haciendo como si el que llamaba fuera único en el mundo. Criaturas solitarias y extraviadas a las que ella dispensaba habitaciones de motel de Las Vegas como el que imparte bendiciones, gentes a las que podía ayudar a sobrevivir una noche más.
—Veré si puedo enviar a alguien a echar un vistazo lo antes posible —dijo. Era lo más que podía hacer y, como no era suficiente y no soportaba el silencio de la habitación, Samson se levantó y salió a la noche.
Recordaba lo que había visto de Las Vegas desde el taxi, camino del aeropuerto, cuando Anna lo llevaba a casa. Las luces lo asombraron, eran las de una ciudad que existía contra todo pronóstico, desafiando a la fuerza de la realidad, lanzando un mensaje afirmativo: «¡SÍ! ¡SÍ! ¡SÍ!» Hacía un año que él había despertado a una vida extraña, en una ciudad a la que había ido nadie sabía por qué. Y de pronto, mientras caminaba aturdido por el Strip, no eran las luces de neón lo que le causaba extrañeza sino la gente, las parejas y los grupos compactos, las personas que parecían contentas, radiantes de felicidad, que andaban cogidas de la mano, ese hombre que daba a su pareja un apretón en la nalga y ella que se lo devolvía riendo, personas con libertad para tocarse, con cosas que decirse y con expresiones secretas que sólo ellas entendían, personas que recordaban la primera vez que se habían visto, ¡Dios!
Entró en un casino, deambuló entre las mesas y se unió a un grupo que hacía corro alrededor de una mesa de dados. Después de todo, quizá no sea tan difícil, pensó. No tienes más que incrustarte entre este gordo y la señora del vestido dorado, y ya estás dentro, ya formas parte de la escena en la que todos vibran con la emoción del jugador que está en racha, todos ganando a la casa. Y durante un rato aquello funcionó, se libró del terror. Pero el hombre empezó a perder y el ambiente cambió, y, al poco rato, Samson se había desgajado del grupo y volvía a vagar por el laberinto de máquinas tragaperras y mesas de tapete verde. Vio que un hombre corpulento, con manchas de sudor en la camisa, se dejaba arrastrar por el suelo por unos guardias de seguridad. Se le salió un zapato, que quedó tirado hasta que una camarera lo recogió y se lo llevó en una bandeja en la que había copas vacías. Aquel hombre debía de vivir endeudado desde hacía años y haber apostado por cosas accesorias sin las que había descubierto que no podía pasar.
En el casino no había relojes ni ventanas, nada que marcara el paso del tiempo. Ni espejos, en los que uno pudiera examinarse a sí mismo. De camino, Samson había entrado en una licorería a comprar whisky. Eso encajaba con la nueva imagen que deseaba proyectar: la de una fuerza con la que había que contar, un hombre del que no era posible aprovecharse. Señaló la única marca que conocía: Jack Daniel’s. En un letrero que estaba colgado de la pared se leía que era necesario mostrar un documento de identidad, y él sacó el permiso de conducir. El hombre rió, mirándolo con extrañeza.
—No hace falta, hombre —dijo—. Le creo.
Samson se quedó mirando al suelo mientras el hombre contaba las monedas del cambio.
Vio una hilera de cabinas telefónicas junto a una pared, y se metió en una. Sacó la botella de la bolsa, echó un cuarto de dólar en la ranura y marcó el número del motel. Desenroscó el tapón y bebió un trago.
—Diga. —Era otra vez la santa de la recepción que atendía al teléfono como una auténtica profesional. Samson hizo una mueca al sentir que el alcohol le quemaba el esófago—. ¿En qué puedo servirle?
—Llamo para preguntar si ya han reparado mi televisor.
—¿Número de habitación?
Samson pensó cuántas personas habrían avisado de que no les funcionaba el televisor desde que había llamado él, para que la mujer necesitara preguntar.
—Doce cuarenta y siete. Llamé hace un rato, ¿recuerda?
La oyó teclear.
—Hummm… sí.
Samson tomó otro trago mientras ella buscaba en los archivos. Quizá tuviera menos experiencia de lo que él había imaginado. Quizá no fuera una santa, sino una principiante.
—Aquí consta que el técnico fue enviado hace una hora. Ya debe de estar reparado.
—¿Qué hora es?
—Las diez y catorce —respondió ella, y puntualizó, como si acabara de ocurrírsele, por si acaso estaba hablando con uno de esos que han perdido la cabeza—: De la noche.
Pero él no había perdido la cabeza. Al contrario, lo había perdido todo menos eso. La memoria, la esposa, el trabajo, los amigos, veinticuatro años de su vida… pero la cabeza no. La mente era lo único que le quedaba, y en ella se había refugiado, porque no tenía otro sitio. Bebió otro trago de Jack Daniel’s y escondió la botella debajo de la cazadora. Se apoyó contra la sucia barandilla de latón del piso alto y contempló la planta baja del casino: empleados que daban, recogían y barajaban cartas, barrían y repartían fichas, y jugadores que se limpiaban las gafas, se revolvían en el asiento y apilaban las fichas, mientras las luces de los focos giraban por la sala. Una jugadora de bingo, dormida en una silla con la boca abierta, una mujer con el bolso abierto debajo de una tragaperras que vomitaba las monedas que ella le había echado. ¿Qué victoria era ésa? se preguntó Samson. No; no le quedaba más que la mente. El resto estaba perdido o gastado, y ahora tocaba inspeccionar los daños, beber Jack Daniel’s y contemplar las ruinas.
El alcohol empezaba a diluir su tristeza. Cuando iba en busca de un cigarrillo, pasó por delante de tres chicos que no tendrían más de quince o dieciséis años y llevaban americana y sombrero, como unos mafiosos adolescentes.
Los chicos hablaban con voz grave, probablemente discutiendo la fase siguiente de su plan tras conseguir colarse en el casino. Uno, que tenía un cigarrillo en la mano, se quedó atrás mientras los otros dos iban hacia las mesas de cartas. Samson se acercó a él. El chico lo miró con suspicacia, a la defensiva.
—Eh. —Samson asintió. Mantenía una mano en el pecho, sujetando la botella. El chico asintió a su vez y se apoyó contra la pared, rígido—. ¿Te sobra un cigarrillo?
La petición halagó al chico, que se irguió y metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta, apartando la cartera para llegar al tabaco. Quizá los tres pensaban hacer fondo común con la pasta —años ahorrando la paga semanal, el sueldo de los veranos de socorrista en la piscina municipal, las colectas del bar mitzvá o su equivalente cristiano, la confirmación o la comunión, las propinas de los padres que les pedían que vigilaran a los niños en la piscina de los peques—, billetes sobados, arrugados, contados y vueltos a contar, para pasar una tórrida noche con una prostituta.
El chico abrió el paquete y lo sacudió para sacar un cigarrillo, que pasó a Samson. Con un movimiento del pulgar, destapó un Zippo decorado con un dragón. Samson se inclinó con el cigarrillo entre los labios y el chico protegió la llama con la mano en simbólico gesto de camaradería, por otra parte innecesario, ya que en el casino prácticamente no circulaba el aire. Samson sacó el Jack Daniel’s que apretaba contra el pecho como si se tratara de un conejillo herido. Bebió un trago rápido, hundiendo la botella entre los labios y echando la cabeza hacia atrás, y a continuación se la ofreció al chico. Éste bebió, sin ni siquiera limpiar el gollete, como si no quisiera interrumpir con una muestra de desconfianza la corriente de simpatía que se había establecido entre los dos. Tenía una nariz afilada y un poco aguileña, grande para su cara, la piel muy pálida y varios granos en el mentón: una cara que no estaba todavía en su mejor momento.
—Samson Greene. —Samson tendió la mano y el chico se la estrechó.
—Luke —murmuró suavemente, sin más, porque aún estaba en esa edad en que el apellido se reserva para los colegas: se grita en el campo de juego y en oscuros sótanos o se cuchichea junto a la pared de detrás de la escuela, adonde se va a fumar. «Luke» había dicho el chico, como asumiendo una derrota, reconociendo la superioridad de Samson debido a la edad. A Samson el chico le parecía el hijo de un pastor, la clase de muchacho en el que se han inculcado los buenos modales hasta convertirlos en acto reflejo. Apoyados contra la pared, se iban pasando la botella. Un grupo de jubilados se dispersó por los pasillos de las tragaperras como una plaga de roedores. El casino empezaba a enturbiarse a los ojos de Samson. Después de pasar aquellos días infernales solo en el motel, se alegraba de tener compañía. Sintió una oleada de gratitud hacia Luke y le cedió el último trago de whisky.
—Bonito traje.
—Gracias —dijo Luke—. Nunca me lo pongo. Me lo compré… no recuerdo por qué tuve que comprarlo. La boda de mi prima, quizá. No me lo había puesto desde entonces.
Tenía un acento casi imperceptible. No; no era hijo de un pastor, sino de un misionero, se dijo Samson. Su lengua materna había sido cultivada como una flor de invernadero, protegiéndola de la invasión del vulgar argot que se usaba en las calles del país tercermundista en que había vivido de niño.
Samson advirtió que Luke le miraba la ropa. Era evidente que el chico no sabía qué pensar; la cazadora beis, sucia de tierra, el pantalón deformado, mal ajustado a la cintura, las absurdas zapatillas, con el azul desvaído bajo una capa de polvo. Todo eso observó Luke, y levantó la mirada hacia Samson. Un chico respetuoso, que no juzgaba a la ligera, educado en el amor al prójimo, que había salido en busca de un poco de juerga con la misma inocencia con que había aprendido el catecismo, allá en Tailandia o, quizá, en Birmania, donde su padre, el misionero, había convertido a miles de personas mientras el chico miraba por la ventana de una casa grande o jugaba solo en el jardín a que cazaba serpientes.
—¿Adónde han ido los otros?
—¿Esos dos? —Luke se encogió de hombros—. A la ruleta, supongo. O quizá al blackjack, no lo sé. ¿Tú juegas?
Un chico parecido a Luke debió de ser él a los quince o dieciséis años. Un chico que aceptaba a Samson como lo había aceptado Frank, con naturalidad, sin hacer preguntas. Le pasó un brazo por los hombros y Luke sonrió, mirando al suelo. A Samson le habría gustado darle buenos consejos. Ser, por un instante, el hermano mayor que él no había tenido.
Se sentía soberanamente borracho. ¡Así que lo había perdido todo! Estaba libre, desligado de su vida anterior, preparado para encarar una existencia nueva. Podía hacer cualquier cosa, ir a Birmania a predicar, entrar en un monasterio de las cumbres de Asia. Comprar una botella de whisky, jugarse cuanto tenía.
—Eh, ¿y si nos fuéramos al bar? —propuso.
—De fábula —respondió Luke.
—¿Dónde demonio tendrán aquí el bar? —preguntó Samson, llevando al chico por la sala principal del casino, con paso inseguro.
Horas después, Samson estaba sentado delante de un televisor sintonizado al Canal Meteorológico, en la habitación del hotel de Luke, situada en el piso treinta y cuatro. La habitación era gratis, porque el padre de uno de los chicos —no el de Luke, desde luego, sino el de uno de los otros— era cliente habitual del casino, un jugador importante al que ponían la alfombra roja cada vez que llegaba a la ciudad. Luke estaba frente a Samson, atravesado en una butaca, con el sombrero echado sobre la nuca. Samson explicaba, una vez más, con la elocuencia difusa y ampulosa del borracho, cómo había acabado en Las Vegas.
—¿Quieres decir que se ha borrado del todo? ¿Eso me estás diciendo?
—Eso es lo que trato de decirte. Desperté y no recordaba nada… Al principio, ni cómo me llamaba.
—¿No recordabas que te llamabas Samson?
—Eso mismo.
—Y entonces te llama por teléfono un médico, ese tal Ray.
—No, no, no. —Samson trató de ponerse de pie y pasearse por la habitación a fin de establecer, tanto para Luke como para sí, la cronología de los hechos que habían desembocado en la situación actual: su presencia en el piso treinta y cuatro de un hotel de Las Vegas, con una borrachera monumental. Por cierto, ¿cómo se llamaba el hotel?
—Mirage —dijo Luke.
—Mirage —repitió Samson, pero no conseguía que le obedecieran las piernas y cayó sentado en la butaca—. Con el hijo de un misionero —agregó.
—¿Un qué?
—Un misionero —dijo Samson alzando la voz y hurgando el paquete de cigarrillos con el índice, por si quedaba alguno.
—¿Quién es el misionero?
Samson apoyó la cabeza en el respaldo y suspiró.
—Tu padre.
—No.
Samson miró a Luke tratando de enfocar la imagen. El chico se había quitado la americana y la camisa y estaba en camiseta y con sombrero, como en una vieja foto de un músico de jazz, pero sin el instrumento. En las fotos, siempre sostenían en la mano una vieja trompeta que absorbía toda la luz, dejando en penumbra la habitación.
—¿Qué hacía entonces tu padre en Birmania?
—¿Dónde? —Luke se echó a reír como si Samson acabara de contar un chiste.
—En Birmania.
El muchacho enderezó el cuerpo, consciente de que se imponía una respuesta solemne.
—Mi padre es abogado en Los Ángeles y nunca ha estado en Birmania.
Samson trató de asimilar la información con ecuanimidad. Luke se pellizcaba el ala del sombrero y miraba a Samson sin pestañear, esperando. Muy bien, el padre era abogado; pero eso no tenía por qué desviarlos del camino que seguían para explicar la causa por la que Samson había ido a parar allí.
—Por lo menos, tú tienes padre —dijo en voz baja—. No importa que no haya estado en Birmania.
Luke trataba de seguir el razonamiento.
—Yo a mi padre ni lo recuerdo —continuó Samson—. Se fue cuando yo tenía tres años.
—Mi viejo es un perfecto imbécil —dijo Luke con acritud.
—¿Qué dices?
Luke se encogió de hombros.
—Lo que oyes, que es un imbécil.
—¿Sabe él que has venido a Las Vegas?
—¿Estás de guasa? —Luke resopló—. Le daría un infarto. Cree que estoy en San Diego, en una exposición de trabajos de Ciencias.
Entre los vapores del alcohol, Samson se esforzaba por abandonar su idea y ver al chico como lo que era en realidad, aunque habría sido una bonita historia y una imagen grata la del niño dando vueltas en su bici made in China por las habitaciones de la casa mientras pensaba en la labor evangélica de su padre.
Luke manoseaba los cordones de los zapatos en silencio.
—¿Sabes una cosa? —dijo Samson al fin.
—¿Sí?
—Te diré una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que no se te olvide, porque eso no te lo dirá nadie más. —Hizo una pausa y miró al chico a los ojos sin pestañear—. La gente no vale nada. Te lo digo yo; siempre te falla.
Luke asintió.
—Sí, supongo que sí.
—Es la verdad; pero ¿sabes qué?, que los jodan. No los necesitamos.
Luke levantó la cara y Samson sonrió.
—Sí —convino Luke sonriendo a su vez.
—Que los jodan —repitió Samson, recreándose en el sonido de la frase.
—Que los jodan —dijo Luke.
Samson asintió, dejando que cristalizara la idea. El Canal Meteorológico actualizaba el informe de la zona tropical.
—Vamos a ver —dijo Samson—. ¿Dónde estábamos?
—En el hospital.
—Sí; ahí estaba Luke, animándolo para que llegase al final de la historia. Su padre era un imbécil, ¿y qué? El chico crecería y dejaría atrás todo eso.
—Sí. Y yo no recuerdo nada. Y al lado de la cama está esa mujer, una mujer muy hermosa.
—Que sea como un cuento de hadas, una historia bella y lo bastante simple como para que un día el chico pueda contarla a sus propios hijos.
—Tu esposa.
—Mi esposa —dijo Samson arrellanándose en la butaca para proseguir con el relato.
—Tu vida —añadió Luke.
—Mi esposa, mi vida —dijo Samson, sintiéndose generoso—. Anna.
Así, Samson perorando y Luke corroborando —maestro y escriba—, entre los dos pasaron revista a los hechos del último año. Era la primera vez que Samson contaba la historia completa. Lavell, Donald, Lana, Ray y hasta Anna sólo sabían, cada uno de ellos, una parte, y, además, tenían su propio punto de vista. Luke, por el contrario, era un testigo justo e imparcial. Y así, con vibrato de cantor, borracho de whisky y de verdad, tratando una vez y otra de subirse a la silla para hablar desde un lugar elevado, Samson lo dijo todo. Para que ya nada pudiera utilizarse contra él. Había sufrido tanto que tenía derecho a la amnistía. Luke se encargaría de eso. Cuando llegara el momento —cuando Samson hubiera expuesto su caso y contemplado durante un rato las miserias del mundo desde la cumbre de sus padecimientos, en el silencio de los justos, sintiendo el viento en la espalda, antes de emprender el descenso, despacio, cuando al fin sus pies se posaran en el suelo, suavemente—, allí estaría el chico, esperando. Samson se arrodillaría ante él y Luke le impondría las manos y lo bendeciría. Y entonces Samson sería libre.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegaron al final de la charla. La habitación estaba sembrada de hojas de papel de cartas del hotel y de botellines de licor del minibar. Una de las zapatillas de Samson colgaba de la lámpara del techo, adonde la había arrojado para subrayar una aseveración. Habían debatido los hechos cuatro o cinco veces. Habían tenido momentos de agotamiento, se habían abierto profundos pozos de silencio, pero las mismas pausas habían generado nuevos arrebatos de florida oratoria. Luke, con sus constantes interjecciones y su ansia de clarificación, se mostraba tan perseverante como Samson.
—¡Aniquilamiento total! —gritaba cada vez que el relato entraba en un callejón sin salida.
Cuando al fin dejaron atrás la confusión, Luke declaró que tenía un plan.
—El tumor —anunció.
Samson comprendió que con esa palabra el chico pretendía hacer una revelación trascendental, pero era tan lacónica y general que requería una explicación.
—Continúa.
—El astroci…
—Astrocitoma pilocítico.
—Extirpado el catorce de mayo de dos mil en el Centro Médico Universitario de… —Aquí el chico enarcó las cejas y extendió las manos—. ¿Dónde?
—Eso ya lo sabemos, Las Vegas.
—Justo, Las Vegas. —Luke se puso la camisa y la americana—. Nos vamos.
—¿Adónde?
—Al hospital —respondió Luke, impaciente por la lentitud de Samson.
—¿Al hospital? ¿Para qué?
—¡Para recuperar el tumor!
Samson ya no estaba tan rematadamente borracho como antes, y un leve, casi metálico, filo de sobriedad le hizo titubear. Pero al cabo de un momento se dijo que debía colaborar con Luke, siquiera porque ya no podía volverse atrás después de haberlo enardecido con tanta retórica. De lo contrario, se sentiría decepcionado y hasta traicionado. Samson no quería empañar la prístina fe del muchacho, destruir la convicción de que, inevitablemente, llegaría a comprender. Tener que reconocer, en la primavera de la vida, que uno no comprende nada o, lo que es peor, comprender y sentirse impotente, era amargo y doloroso, y él no quería darle ese disgusto al chico. Y menos en ese momento, en plena juerga.
Sin embargo, su deseo de no defraudar a Luke no era la única razón por la que Samson estaba dispuesto a seguirlo en su descabellado plan. Quizá fuera efecto del alcohol, o un principio de sentimentalismo que había despertado en él el gusto por los gestos altruistas, pero en cualquier caso a Samson le parecía lícito ir a reclamar el tumor, su tumor, al hospital que lo guardaba en un almacén. Luke tenía razón, eso era lo que había que hacer. Iría a recuperarlo, porque simbolizaba cuanto había perdido, porque le pertenecía.
En adelante dejaría de ser tan pasivo. Estaba vivo y, por primera vez desde que despertara del sueño de su vida anterior, también se sentía vivo, pero no dolorosamente consciente de cada momento, como después de la operación. Ahora pensaba que, probablemente, sólo los moribundos ven el mundo con esa claridad diáfana, porque saben que ya no está a su alcance. No; esto era diferente, era como si, en algún momento de la nebulosa bacanal de la noche, le hubiesen devuelto la vida, un momento de gracia en que el corazón le había golpeado el pecho con el latido de la esperanza.
Eran más de las cuatro cuando llamaron a un taxi de la fila que esperaba delante del hotel. Desde un confín remoto de su mente, Samson advirtió que Luke estaba más borracho de lo que había imaginado. Desde que habían salido de la habitación, la conducta del chico se había hecho más desenfadada y hasta desenfrenada. Samson no podía hacer mucho por calmarlo, sólo intentar sujetarle la mano para que dejase de repartir los húmedos y arrugados billetes que extraía del fajo que llevaba en el bolsillo como si fueran rupias devaluadas.
—Guárdalos —le susurró—. Pueden hacernos falta después.
—Cierto —convino Luke, recuperando un billete de cinco dólares que acababa de introducir en el cinturón de una camarera del bar.
El taxi los dejó en el aparcamiento de Urgencias. En aquel momento entraba por las puertas automáticas un hombre que se oprimía el pecho con una mano, pero por lo demás no había señales de crisis. Las pocas personas que aguardaban diseminadas por las filas de sillas de vinilo, con la vista levantada hacia el televisor, parecían tan profundamente aburridas que se las podría haber tomado por dobles que estuvieran esperando el momento de ocupar el puesto de los afectados. El contraste con el casino impresionaba, y Luke y Samson se pararon, aturdidos, bajo la luz descarnada de los tubos fluorescentes. Luke se enderezó el sombrero. Entonces Samson pensó que ése era el lugar adonde debieron de llevarlo a él después de que la policía lo recogiera en el desierto. Se preguntó si, encerrado en el olvido, no se habría sentido aliviado cuando lo privaron de la facultad de decidir sobre su destino, si no se habría tumbado en la camilla de buen grado, cerrado los ojos y renunciado a todo derecho, sin el menor interés por comprender.
Una enfermera de aspecto severo, que calzaba esos zuecos de plástico de los que resulta fácil limpiar la sangre, se acercó a ellos. Samson se preguntó si debía hablarle del recuerdo que le habían introducido en el cerebro como se introducen bacterias en una probeta.
—¿Se han registrado?
Samson le dirigió una mirada inexpresiva.
—He preguntado si se han registrado —repitió la mujer recalcando las sílabas, como si hablara a un extranjero o a un idiota. Samson la imaginó administrando electroshocks.
—Nos hemos extraviado —dijo cogiendo del brazo a Luke y arrastrándolo hacia las puertas automáticas.
Fuera, Luke se frotó el brazo y miró a Samson con cara de reprobación.
—Ésa no nos habría dejado pasar —explicó Samson.
Rodearon el hospital hasta encontrar la puerta principal. Luke parecía calmado, pero Samson no se fiaba; quizá eso fuera el ojo del huracán. En el taxi, no había parado de hablar, trazando unos planes de ataque que a Samson, a pesar de su propia y aún potente borrachera, le sonaban extravagantes y hasta absurdos. Aun así, comprendía que el pacto tácito que había hecho con Luke casi desde el primer momento se sustentaba en la complicidad de la mutua indulgencia, de seguir la corriente al otro, y no hizo nada por poner coto a sus desvaríos. Desde luego, convino, podían hacerse pasar por médicos finlandeses de visita, o reducir a una pareja de camilleros y ponerse sus uniformes.
En el vestíbulo había una pequeña exposición de injertos de piel. Luke se quedó absorto delante de la vitrina. A Samson le parecía que aquellos gráficos, fotos y diagramas médicos habían sido reunidos con el cruel propósito de revolver el estómago al profano, pero Luke parecía fascinado. Samson dejó al chico con la cara pegada a la vitrina, empañando el cristal con el aliento, y fue a informarse acerca de dónde estaba Patología.
Cuando volvió, al cabo de unos minutos, Luke había desaparecido. No quedaba de él más señal que el sombrero negro, en el suelo. Samson lo recogió y, pensando que el chico no podía haber ido muy lejos, se dirigió hacia el fondo del vestíbulo. Como no sabía qué hacer con el sombrero, se lo puso. Le iba pequeño, de modo que tuvo que desistir de ajustárselo y lo dejó en lo alto de la cabeza, al estilo, severo y descuidado a la vez, de los judíos ortodoxos que había visto transitar por el distrito de los diamantes de Manhattan, desplegando una actividad febril (como si debajo escondieran algo grande ¿un pollo, quizá?, pensaba él jocosamente). Ese súbito recuerdo lo sorprendió y, mientras avanzaba rápidamente por el pasillo en busca de Luke, sintió una punzada de nostalgia de la luz cambiante de Nueva York, que pasaba bruscamente del fulgor a la sombra. Pero enseguida desechó el pensamiento. Desde que había abandonado Clearwater, trataba desesperadamente de evitar cualquier pensamiento que no tuviera relación directa con el momento presente, consciente de que las rápidas derivaciones de la memoria habían de lanzarlo de cabeza al recuerdo que él deseaba eludir a toda costa: un millar de hombres, en el suelo del desierto, parpadeando a la luz del amanecer.
Corría por el pasillo, con el sombrero en la coronilla, sorteando camillas y a pacientes en silla de ruedas y holgado camisón verde, el uniforme del enfermo, apto para todas las tallas. El largo pasillo desembocaba en otro no menos largo y estéril que, a su vez, conectaba con un tercer pasillo. Samson se sintió desorientado. El olor químico del aire, ácido e inhumano, y la infame luz que daba a todo un tinte mate y desvaído provocaban tensión y desánimo; casi no habría hecho falta el niño disminuido psíquico que apareció de pronto por un lateral, agitando la cabeza en un incesante esfuerzo por enfocar sus ojos estrábicos, ni el anciano de piernas veteadas de venas azules que babeaba, pero que parecía de buen humor, como si aún esperase de la vida algo que no fueran miserias. Esos personajes, unidos a los que debían de estar padeciendo sufrimientos terminales, hacían que uno pasase de la desesperanza a la pesadilla y estaban amargando la poca alegría que la borrachera había deparado a Samson.
En vista de que Luke no aparecía, decidió llevar adelante el plan por su cuenta, si bien sólo podía hablarse de plan en el sentido más vago del término, puesto que no habían acordado la estrategia a seguir y habría que intentar recuperar el tumor a la desesperada. Cabía imaginar —aunque la posibilidad era remota— que en ese momento Luke se encaminara también al laboratorio de Patología de la séptima planta. O que alguna otra cosa hubiera cautivado su voluble atención y lo mantuviese fascinado hasta que Samson hubiera llevado a cabo la misión sin su dudosa ayuda.
Samson entró en el ascensor, que parecía un enorme camión metálico. Al meter las manos en los bolsillos de la cazadora, encontró el último botellín saqueado en el hotel y bebió un vigorizante trago de ginebra. En la tercera planta entró un enfermero empujando una camilla ocupada por una mujer, con aquel aire ausente con que empujan sus carretillas los vendedores callejeros chinos que Samson había visto en el National Geographic. La mujer estaba conectada a un gota a gota y parecía gravemente enferma. Samson apartó la mirada y sintió alivio cuando las puertas se abrieron en la séptima planta.
Con paso rápido, se encaminó hacia el letrero de Patología. Detrás de una mesa estaba sentada una enfermera joven y pálida que parecía necesitar una transfusión. Entabló con ella una conversación desenfadada, como si la joven fuese una camarera de barra y no una profesional de la medicina con línea telefónica directa a Seguridad. Mientras charlaban, lo invadió una sensación de serenidad y confianza que mantuvo cuando, cogiéndola de la muñeca, declaró que necesitaba entrar en el laboratorio. Sentía en su interior la recientemente nacida convicción de que era capaz de sentir una ira violenta. La enfermera se desasió y miró alrededor en busca de ayuda, pero, si alguien más estaba de guardia, no se encontraba a la vista. Samson no declaró ser un médico finlandés que estaba de visita; en realidad, no dio explicaciones sino que cruzó la barrera con un ímpetu y olor a licor tan intensos que la mujer, asustada por creer que tenía que habérselas con un loco, no opuso resistencia.
El lugar parecía el escenario perfecto para un acto sangriento. Las mesas estaban salpicadas de manchas de color granate y por todas partes había frascos numerados y cubos llenos de sustancias amarillas y rojas procedentes del cuerpo humano, trozos de carne entreverada de grasa y de sangre. «Excrecencias irregulares.» Olía a formol y se oía un zumbido sordo, como de lavadora. Samson tuvo una arcada y su decisión flaqueó por un instante.
La enfermera lo había seguido. Al verlo vacilar, trató de recuperar el control de la situación. Dijo que le enseñaría rápidamente el laboratorio pero que luego él tendría que marcharse. Samson la vio ponerse unos guantes de látex y meter la mano en un cubo lleno de un líquido turbio, mirando al techo, hasta que sacó una cosa blanda y deforme que, aseguró, era un pecho. «Tejido fresco», explicó, empleando la expresión técnica que designa el tejido no seccionado, encurtido, teñido y depositado en una placa portaobjetos, con el espesor de una célula.
La náusea de Samson cedió el paso a una creciente fascinación. Borracho, como en sueños, exigió ver todos los especímenes. La enfermera se resistió y él masculló unas palabras amenazadoras, hasta que ella volvió a acercarse a toda prisa a la mesa y, con unas pinzas, levantó un cálculo biliar. Con frases entrecortadas, describió el proceso por el cual el tejido fresco era reducido a una simple sombra de sí mismo sobre un portaobjetos, como una huella dactilar, un trazo caligráfico, y examinado con un potente microscopio en busca de señales de carcinoma. La mujer abrió un armario y mostró hileras de pequeñas gavetas que almacenaban placas numeradas, una infinidad de señales de condena o absolución: maligno, benigno, maligno, benigno.
—Enfermera. —En la voz de Samson había un deje de súplica.
La pálida mujer de la almidonada bata blanca se volvió.
—No soy enfermera —dijo.
Él la miraba.
—¿Qué es, entonces?
—Técnica de laboratorio.
Samson decidió ir al grano sin más rodeos. Con voz potente y autoritaria, exigió que se le devolviera el tejido fresco que hacía un año le habían extirpado del cerebro.
Ella retrocedió hasta la mesa.
—No lo guardamos tanto tiempo —dijo en voz baja.
—¿Cómo que no lo guardan? ¿Por qué?
—El tejido se desintegra. Al cabo de unas semanas, lo tiramos. Guardamos una pequeña muestra en parafina. Y las placas, que se guardan indefinidamente.
Samson trató de hacerse a la idea de que su tumor había sido desechado con el resto de los ensangrentados desperdicios del hospital, astillas de hueso y trozos de carne, jeringuillas usadas y vendas acartonadas. En el fondo, siempre había imaginado que así sería. Pero estaban las placas de vidrio —de pronto las recordó vagamente— y tendría que conformarse con ellas. La mujer empezó a retroceder hacia la puerta, pero Samson la interceptó.
—Mis placas —exigió. Hasta ese momento el diálogo se había mantenido en un tono más o menos distendido. Ella había accedido a enseñarle el muestrario de carne humana a fin de evitar un incidente. Probablemente esa mujer, lo mismo que la de la recepción del motel, estuviera acostumbrada a tratar con perturbados—. Deme mis placas —repitió.
Ella tenía los ojos negros y húmedos, semejantes a los de un animalito del bosque, y unos dientes grandes que asomaban un poco cuando no apretaba los labios.
—No puedo —dijo, y ahora los labios le temblaban.
—Sí que puede —replicó él, apoyando la mano en la pared al lado de la cabeza de ella y echándole a la cara un aliento que habría hecho dispararse el alcoholímetro—. Son mías.
La mujer encogió el cuello, parpadeando. Miró hacia el ordenador por encima del hombro, con ojos asustados.
—Eso es —la animó Samson—. Vamos a buscarlas.
La cogió del codo y cruzaron la sala. Ella pulsó una tecla y la vieja terminal cobró vida.
—¿Cómo se llama?
Él le dio su nombre. Ella aún llevaba puestos los guantes de látex. En la pantalla apareció el nombre. Ficha 66589037. Astrocitoma pilocítico juvenil. Lóbulo temporal izquierdo.
—Ése soy yo. Vamos. —La tomó de la muñeca y la llevó a unos archivadores metálicos que tenían pegadas las señales anaranjadas que indicaban riesgo para la salud.
Metódicamente, casi con indolencia, la mujer empezó a abrir cajones y a buscar entre las placas. Debía de tener la esperanza de que entrara alguien que la sacase del aprieto. Samson se inclinó amenazadoramente y ella se acobardó. Sacó las placas y se las dio.
Eran seis. Él las miró a contraluz. Cada una de ellas tenía tres medialunas idénticas con un puntito debajo. Dieciocho láminas color fucsia, del espesor de una célula, del grumo causante de todo aquello, extirpado del cerebro de Samson hacía un año. Al pensar en los secretos que contenía aquella fina capa de tejido, Samson se sintió tan impresionado como si hubiera descubierto la piedra de Rosetta. Le habría gustado mirarlas con el microscopio allí mismo, pero comprendió que sería tentar a la suerte. Se metió las placas en el bolsillo, hizo ponerse de pie a la temblorosa mujer y la miró fijamente a los ojos negros de criatura de los bosques.
—Muy bien —susurró, dio media vuelta, fue rápidamente hacia la puerta y apagó la luz al salir, dejando a oscuras el laboratorio, a la mujer y todo aquel tejido fresco.
Un minuto después, mientras esperaba el ascensor, vio aparecer a Luke por el recodo del pasillo. Caminaba deprisa, agitando un brazo en señal de saludo y sosteniendo en la otra mano un cerebro de plástico. Se detuvo delante de Samson y lo miró con aire contrito. Samson le tapó la boca con una mano y, cuando se abrieron las puertas, los dos entraron en el ascensor.
Ya era de día cuando salieron a la calle. Luke se durmió en el taxi, abrazándose las rodillas como un crío. A su lado, en el asiento, se balanceaba el cerebro de plástico con unos hemisferios desmontables. El chico tenía el pelo húmedo de sudor y muy mala cara. Los rótulos luminosos palidecían a la luz del día. Algunas letras se habían fundido y acabarían en un montón, como una partida de Scrabble abandonada. Samson palpaba las placas que tenía en el bolsillo y, de vez en cuando, volvía la cabeza para mirar por la luneta trasera, temiendo ver un coche de policía persiguiéndolos.
Cuando llegaron al Mirage, despertó a Luke sacudiéndolo con suavidad. El chico lo miró fijamente como si no lo reconociera y se apeó tambaleándose y dando a entender que prefería que no lo acompañase. Samson lo vio entrar por las puertas vidrieras con marco de latón, llevando el cerebro debajo del brazo. Su figura se reflejó por un instante en el cristal y desapareció. Samson sintió una punzada de algo que quizá fuese pesar. Al fin comprendía lo que representaba en realidad el desagradable episodio del hospital: un último y penoso intento por recuperar el control de su vida. Se volvió hacia el taxista y dijo:
—Al Four Palms.
—¿Al qué? —El taxista tenía las fosas nasales de un toro.
—Al Four Palms —repitió Samson, y su voz sonó extraña en sus propios oídos.
De nuevo en la habitación del motel, vio que la luz del contestador seguía apagada. El televisor volvía a funcionar y el hombre del tiempo decía: «Busquen a un amigo y trasládense a terrenos más altos», como si estuviera predicando el Evangelio. Luego, con una sonrisa, añadió: «Ahora pasemos al miércoles», y los días de la semana comenzaron a desfilar por el mapa del país hacia un futuro prometedor.
Samson se echó en la cama y se durmió al instante. Cuando despertó le latían las sienes y tenía el estómago revuelto. Repasó los recuerdos de la víspera, tratando de explicarse qué había ocurrido exactamente. La cazadora estaba en el suelo, arrugada. Buscó en el bolsillo y encontró las placas. Las levantó hacia la luz. Se las acercó a la cara y miró a través de aquellas medialunas acompañadas de su correspondiente estrella. Se preguntó cómo había ocurrido aquello. Era el más simple de los pensamientos, y se lo repetía una y otra vez mientras caminaba arriba y abajo por la habitación. ¿Cómo ha ocurrido aquello, todo aquello? Ahora caía en la cuenta de que lo único que sabía de Luke era que su padre era abogado, que nunca había estado en Birmania y que era un imbécil a los ojos de su hijo, quien aún no sabía de qué manera influiría eso en su vida. Ignoraba hasta el apellido de Luke. Pero eso no era más que el principio de cuanto ignoraba. Apenas equivalía a rozar la superficie de su vasta ignorancia.
Siguió las previsiones meteorológicas, actualizadas minuto a minuto; si los hombres del tiempo, armados de pruebas fotográficas, vaticinaban lluvia, uno no podía fiarse ni del más azul de los cielos. En realidad, la meteorología casi siempre importaba poco. Era un tema que sólo salía a relucir cuando no había algo más que decir, y por ello resultaba difícil creer que todo aquel caudal constante de información no fuera, quizá, la clave de un mensaje más profundo. Sentado en la cama deshecha, Samson meditaba sobre la posibilidad de que en realidad los meteorólogos estuvieran diseminando información clasificada, en clave. «Vientos húmedos del sur», decía el hombre del tiempo; pero ¿quién estaba tratando de ponerse en contacto con quién? O quizá no fueran mensajes de persona a persona sino algo mucho más importante, una señal que partía de una fuerza cósmica, de una potencia benéfica cuyo enviado era un satélite que navegaba en silencio por el espacio, vigilando el planeta. El mensaje, para el que pudiera descifrarlo, sería tan sólo: TODOVABIENTODOVABIENTODOVABIEN.
El teléfono lo sobresaltó. Por un momento pensó que tal vez fuese Ray. Cuando la víspera había retirado dinero de su cuenta, vio que Ray había ingresado la suma acordada. Se sintió denigrado, como si se hubiera vendido. Ello aumentó también la paranoica sospecha de que seguían sus movimientos. Pero enseguida comprendió que no podía ser Ray quien llamaba. El doctor ya no estaba interesado en él. Ray quería adeptos, y Samson había desertado.
Sólo podía ser Donald. Levantó atropelladamente el auricular y a punto estuvo de tirar el teléfono de la mesita de noche.
—¿Diga?
—Cálmate.
—¿Donald? ¿Eres tú? ¿Dónde demonios…?
—Primero, no vuelvas a hacer eso. Oyendo tus mensajes parecía que te apuntaban con una pistola, que te tenían secuestrado, Sammy, que estaban arrancándote las uñas una a una. Casi me da un infarto.
—¿Por qué has tardado tanto en llamar?
—¿Es que te has creído que escucho los mensajes cada cinco minutos? Tenía cosas que hacer. Además, ¿por qué crees que tengo buzón de voz? Accesibilidad limitada. Si quisiera estar localizable las veinticuatro horas, me habría comprado un móvil. Andaría por ahí con el aparato en el bolsillo mientras toda la gente que desea hablar conmigo me asa los sesos a fuerza de microondas. ¿Dónde estás?
—En el motel Four Palms.
—¿El motel qué?
—Four Palms.
—En mi vida he oído hablar de él.
Samson miró la habitación. Las pocas prendas de vestir que tenía estaban esparcidas por el suelo. Las sábanas se habían salido del colchón, como si hubiera habido una pelea. La camarera no había entrado en toda la semana.
—No es el Flamingo, pero no está mal. Escucha…
—Y gritando como un poseso. Tenía que sostener el teléfono a dos palmos del oído. —Donald tosió por el auricular—. ¿Qué es ese ruido de fondo? ¿Tienes a alguien contigo?
—Es el hombre del tiempo.
—¿Por qué escuchas al hombre del tiempo? Son trescientos sesenta días de sol al año, Sammy. El paraíso. Por algo es la ciudad que está creciendo más deprisa.
—Eso dicen.
—¿Quién lo dice? Eso la gente no lo sabe. Si lo supiera, no quedaría ni una sola hectárea de terreno libre. Yo espabilé. Es decir, nosotros espabilamos. No creas que tu viejo papi lo ha olvidado.
La alusión a la pequeña parcela de desierto de Donald casi hizo que a Samson se le saltaran las lágrimas.
—Donald, tengo que verte. ¿Dónde estás?
—¿Qué es esto? ¿Un concurso de preguntas y respuestas? Con algunos de los tipos que conozco no ibas a durar ni un minuto. La curiosidad mató al gato, Sammy. Si tanto te interesa, estoy en Barstow.
—¿Qué haces en Barstow?
—¡Joder!
—Perdona. —Samson cerró la mano y luego flexionó los dedos. Levantó el teléfono y empezó a pasearse por la habitación—. Perdona, es que todo esto ya empieza a ser demasiado. Han pasado cosas. Me he marchado de Clearwater. No tienes idea de en qué estado me encontraba.
—Se te pasará. ¿Quién iba a querer quedarse en aquel agujero más de lo necesario? Aunque tampoco estaba tan mal, comíamos como reyes. ¡Como reyes! Se lo dije a ella. Y el papel higiénico, todos los días doblado como nuevo.
Silencio.
—Mató al gato —dijo Samson a media voz, retenido por el hilo telefónico como el funámbulo que actúa a una altura de vértigo con sólo una cuerda atada a la cintura.
—¿Qué? No entiendo lo que dices, Sammy. Qué galimatías.
—¡Joder, Donald! —explotó Samson—. ¿Tú sabes lo que hacen allí? ¿Es que no tienes ni la más remota idea?
Se produjo otro silencio, y cuando Donald habló fue como si entre los dos se hubiera abierto un abismo.
—Como te dije, yo no hago preguntas. Me piden que haga un trabajo y lo hago. Me dicen que no hable y no hablo, ¿entiendes?
El televisor parpadeó. En un remoto lugar del norte del Canadá nevaría, la nieve caería en silencio sobre el mar de Beaufort, sobre el Ártico, y nadie lo vería. Pero ¿qué cuernos de tiempo era ése, de qué servía esa información, a no ser como prueba de que el mundo era mucho mundo para soportarlo? Samson se sentía decepcionado y ridículo por haber llamado a Donald y no sabía qué decir. No esperaba que Donald fuera incapaz de comprender, incapaz de ayudarlo, aunque ni él mismo sabía ya en qué podía consistir la ayuda. Había estado dentro de la cabeza de ese hombre que ahora estaba dentro de su propia cabeza. Sabía que, en el momento en que se produjo la detonación, Donald sintió una llamarada de amor por una muchacha de pelo rojo.
El hombre del tiempo señalaba al norte, en dirección de Canadá.
—¿Dónde está Terranova? —preguntó Samson lentamente, pensando en voz alta—. ¿Sabría alguien, sin mapas, dónde está Terranova?
El tono de Donald se suavizó.
—Sammy, eres buen chico. Vuelve con tu mujer. Mil pavos a que te echa de menos. Probablemente, ahora mismo te esté esperando. Aún no es tarde para ti, Sammy. Hazme el favor, vuelve a casa.
—El recuerdo que les diste, sé lo que es. Todos aquellos soldados con el cuello doblado hacia atrás por la fuerza de la explosión. —Se le quebró la voz—. Con sangre en los ojos, arrojados al suelo…
—Mira, yo no sabía —lo interrumpió Donald, bajando la voz—. Cuando me lo dijeron ya era tarde. No me habría importado si no se hubiera tratado de ti. Como mi propio hijo, Sammy. Uno hace lo que tiene que hacer, pero de haberlo sabido… Mira, sólo una cosa puedo decir, y es que eso es algo que hay entre nosotros. Algo íntimo, ¿comprendes? Ahora tienes en la cabeza algo que me ocurrió a mí cuando era un chaval. Me habían dicho que nunca hablara de ello, y luego un día me piden que hable. Necesitaba el dinero, y lo hice. De haberlo sabido, la historia habría sido otra. Pero no lo sabía, créeme. ¿Quién iba a suponer que fuera posible algo así?
Samson empezaba a sentirse aturdido.
—Fue algo asombroso, Sammy, ¿comprendes? Es lo que quería decirte. Yo estaba cagado de miedo, pero fue asombroso.
Samson oía que Donald seguía hablando, pero ya no importaba lo que dijera, porque acababa de ocurrírsele que el vacío con que había estado viviendo todo aquel tiempo quizá no fuera en realidad un vacío, sino una soledad ignorada. ¿Cómo iba una mente a saber lo sola que estaba hasta que se encontrara con otra mente? Habían dejado en ella una única marca, le habían implantado un recuerdo ajeno, y Samson ya no podía desconocer la magnitud de su pérdida. Era escalofriante. Cayó de rodillas.
—¿Sammy? ¿Estás ahí?
Era como si se hubiera encendido una cerilla para que viese lo oscuro que estaba.