Llevaban tres o cuatro horas andando cuando advirtieron que se habían perdido. Donald tenía sed y Samson le hablaba de la posibilidad de que hubiera agua en Marte, masas de agua líquida bajo la helada superficie. Donald se animó y se puso a hablar de un plan inmobiliario que había visto en Internet, algo que le había enseñado una sobrina o un sobrino, una empresa que vendía terrenos en Marte, Consulado Marciano se llamaba, era el único registro de propiedad marciana legal que existía en la Tierra, y ofrecía terrenos a 29,95 dólares la hectárea, más 3,25 por el transporte. Donald se sentó en una roca y pateó el suelo levantando polvo.
—Una buena inversión. No para nosotros, sino para nuestros hijos.
—¿Tienes hijos?
—Hablo simbólicamente —dijo Donald—. Joder, tengo la garganta seca. Lo que daría por un vaso de agua y, puestos a pedir, por una cena.
Samson hizo visera con la mano. Llevaba unas gafas de sol baratas, tipo aviador, que había comprado en un drugstore de Hillcrest, pero la luz aún era intensa, aplastaba el relieve y diluía los colores del paisaje bajo un fulgor uniforme. Hasta los abruptos peñascos parecían lisos, difuminados, piedras que habían estado sumergidas en el mar y a las que sería imposible sacar una sola gota de agua. Giró sobre sí mismo, tratando de averiguar de qué dirección habían venido. Seguían un sendero que había acabado por borrarse, pero habían continuado, arañándose los tobillos con los matojos. Donald levantó los pies, dobló las rodillas y se quedó sentado en su piedra al estilo indio. Alzó las manos juntando índice y pulgar y cerró los ojos.
—Ahora mismo voy a tener una experiencia extracorporal. Uno, dos, tres, om, ya estoy fuera de mi cuerpo, transportado psíquicamente a una tumbona junto a la piscina, bebiendo un zumo de pomelo con un buen chorro de ginebra.
Donald jadeaba ligeramente y tenía la cara húmeda y colorada. Samson se peguntaba si no había sido una imprudencia llevarlo. Tendría que haber comprendido que Donald estaba en baja forma. Además, distraído con la charla, había olvidado marcar el camino con piedras y flechas. Pero Donald se había empeñado en acompañarlo, quería ver una serpiente de cascabel, no pensaba volver a casa tras pasarse un mes en el desierto sin haber tenido un cara a cara con una víbora venenosa.
—No ha funcionado —anunció Donald—. Sigo aquí. Cojamos el camino más corto para volver al campamento base. El complejo. El balneario Clearwater —añadió recalcando las sílabas como si estuviera grabando una cinta para un curso de idiomas.
—Un momento. Estoy tratando de adivinar…
Donald lo miró fijamente.
—Ni se te ocurra decírmelo.
Samson giraba sobre sí mismo y, cuanto más miraba, más se igualaba el paisaje, fundiéndose en un plano único. Se detuvo y miró al cielo, buscando la posición del sol. Debían de ser las cuatro, todavía apretaba el calor, faltaban por lo menos tres horas para que anocheciese, cuando la población de Hillcrest se detenía entre un chirriar de frenos, con la mano en el corazón, que latía de orgullo por el bien provisto arsenal de Estados Unidos.
—Lamento decirte…
—Tengo palpitaciones.
—No nos pongamos nerviosos. Muy lejos no podemos estar.
Echaron a andar, Samson delante y Donald detrás, resoplando. Samson no estaba seguro de adónde iban, pero no quería alarmar a su amigo más de lo necesario. Añoraba a Frank, que habría meado a intervalos durante todo el camino y los hubiera llevado de vuelta sin vacilar.
Samson hablaba animosamente sobre todo lo que había leído sobre Marte, para distraer a Donald de la sed y el cansancio con la perspectiva de negocios inmobiliarios extraplanetarios. Le habló de la sonda Polar Lander, programada para impactar en Marte a seiscientos kilómetros por hora y que, incluso dañada, debía arrastrarse por la superficie del planeta durante varios días, renqueando como el atleta que sufre una lesión de ligamentos, en busca de vapor de agua y grabando sonidos marcianos. Y le explicó cómo acabó la misión, cuando la Lander explotó en el espacio por errores de cálculo de la NASA, donde todos estuvieron llorando durante días, especialmente el director del programa, que conocía el artilugio íntimamente y, tras pasarse un año andando con polainas de papel, máscara y guantes para impedir que sus gérmenes penetraran en la sonda e infectaran Marte, lo consideraba su obra.
—A la mierda Marte —resopló de pronto Donald detrás de Samson—. Si quieres agua, vete a la recondenada Las Vegas. En toda tu vida habrás visto tanta agua. Cascadas, piscinas, surtidores. Agua que corre y agua que salta. Agua que gotea de las plantas de invernadero, rocío fabricado en grutas de plástico. Todo un puto océano delante de Treasure Island. Allí tiran el agua, como el que suelta un pájaro en el desierto. —Se detuvo e hizo sendos cortes de mangas en dirección a los cuatro puntos cardinales, como si de un ritual indio se tratara—. Los israelitas… cuesta creerlo —añadió, tropezando con una mata y cojeando cada vez que Samson se volvía a mirar, porque era lo que solía hacer cuando estaba nervioso, además de llevarse la mano al cuello y frotarse el pecho—. Cuarenta días y cuarenta noches en el desierto. ¿Qué te parecería, Samson, si nos fuéramos al desierto, nos perdiéramos y volviéramos convertidos en profetas? Porque, digo yo, ¿qué hizo Jesús, aparte de acampar en el desierto un par de meses? En aquel tiempo, sin equipo, tienda ni nada, eso era lo que se dice un milagro. —Se paró a recobrar el aliento—. ¿Sabes, Sammy?, yo soy medio judío, y del tema de Jesús no sé qué pensar.
—Ajá. A mí no me ocurre eso. Mi madre era judía y mi padre cualquiera sabe. A mí me hacían los regalos por Hanuká.
—Vaya, eso significa que entre tú y yo hacemos un judío completo. ¿No has conocido a tu padre?
—No.
—Dirás que no me importa, pero debe de haber sido duro. Me refiero a eso de crecer, etcétera.
—Pues no estuvo mal.
Caminaron unos minutos en silencio, acompañados por el áspero crujido del facelis, la salvia y la creosota que pisaban, plantas todas ellas que podían aprovecharse para fines medicinales, cuya resina les perfumaba los dedos. De vez en cuando se oía, procedente de la maleza, el roce nervioso de un lagarto u otro pequeño animal que se ponía a salvo, mientras en lo alto planeaban las aves rapaces.
—Eh.
Samson se volvió hacia Donald, que se había quitado la camisa y la llevaba colgada de los shorts. Su piel se veía blanca bajo la manta de vello.
—Más vale que te pongas esa camisa. Te vas a quemar.
—Eso mismo estaba pensando —repuso Donald, haciendo caso omiso del consejo—. No es que quiera ponerme sentimental ni nada, y menos en estas circunstancias, porque hay que mantener una actitud positiva y todo eso, pero he pensado que si no llego a tiempo de recoger los beneficios de mi propiedad, alguien debería reclamarlos. ¿Qué te parece si te adopto, Sammy? Nada de historias de padres e hijos, sólo a efectos legales.
—Eso me halaga, Donald; pero ¿no hay otra persona a la que prefieras…?
—Cállate y ven con papá —dijo Donald abriendo los brazos y cerrando los ojos.
Al cabo de una o dos horas la luz al fin empezó a condensarse y las sombras a salir de debajo de las cosas y a alargarse, como resistiéndose a desprenderse del día. A Samson empezaban a latirle las sienes y cuando intentaba tragar saliva la lengua se le pegaba al paladar. Se sentía aturdido a causa del calor y sentía pánico al pensar que quizá había llevado a Donald kilómetros y kilómetros en la dirección equivocada. La vista era desoladora y las elevaciones demasiado áridas y abruptas como para escalarlas y tratar de orientarse. Donald respiraba fatigosamente y tenía la cara escarlata. Samson pensó en dejarlo, tratar de encontrar el camino y volver con un equipo de rescate, pero no soportaba la idea de que Donald se quedara solo, deshidratándose poco a poco mientras los buitres acechaban, inmóviles. Imaginó que ambos morían juntos, uno al lado del otro, y no se le escapaba la ironía de que en mayo último lo hubieran encontrado cerca de allí, como si hubiese tenido una visión y caminara hacia la muerte.
—Sammy, no me encuentro muy bien.
Si tenían que acabar, que fuera con una muerte bella. En un torrente, en unas aguas que llegaran no para salvarlos sino para llevárselos, que levantaran sus cuerpos y los arrastraran por los cañones. Si no, serían pasto de los buitres y de las moscas o, con suerte, acabarían cocidos por el calor, cauterizados por el sol y el viento y, tras evaporarse la última gota de líquido, arrugados y secos. Ray le había dicho que todos los años se encontraban en el desierto centenares de cadáveres viejos, la mayoría de víctimas de asesinato. O alguna que otra mano junto a la carretera, con la palma hacia arriba.
—Vamos a descansar un rato. Reventarnos no servirá de nada. Cuando vean que no vamos a cenar, comprenderán que nos ha ocurrido algo y enviarán a alguien a buscarnos. —Ojalá resistieran hasta que los encontraran los guardas forestales del servicio del Parque, que luego de cuadricular el mapa se dispersarían, taladrando la oscuridad con la linterna del casco, como mineros.
Salió una luna gruesa y anaranjada, que fue palideciendo a medida que ascendía. Hacía frío, y Donald se maldijo por no ser fumador, porque de serlo llevaría cerillas y podrían encender un fuego para calentarse y hacer señales de humo. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra una roca, y hablaba deprisa, moviendo los ojos nerviosamente. De vez en cuando, se lamía los labios, sacando la lengua de una boca blanca y reseca. Se oyó sonido entre las matas, y dio un respingo.
—¿Qué demonios…?
—Un conejo, seguramente.
—Casi me muero del susto. Me parece que eso que me meten en el laboratorio empieza a afectarme. Es como si tuviera visiones. ¿Crees que habrá gatos salvajes por aquí?
—No —mintió Samson.
—¿Cómo lo sabes? Ahora mismo podrían estar vigilándonos con sus ojos amarillos y feroces.
—La guía no lo dice.
—A un amigo de un amigo lo destrozó un gato salvaje. Su mujer apenas pudo reconocerlo.
—Eso te lo has inventado.
—No saldré de ésta, Sammy. Di a los abogados que yo he dicho que la propiedad es tuya. Lo escribiré en el suelo con un palo.
—Pues claro que saldrás de ésta. Ya verás como mañana, o esta misma noche, nos encuentran. Y volverás a Clearwater y, muy pronto, a tu casa. Por cierto, no me has dicho dónde vives.
—Eso me gustaría saber a mí —dijo Donald, arrastrando un poco las sílabas.
—¿Dónde?
—En Las Vegas me conocen en un par de sitios. Me presento y me dan habitación gratis. O en Phoenix, con mi hermana y sus hijos, pero no me gusta hacerme pesado. Tengo una furgoneta, que se me averió el mes pasado. Duermo en ella cuando viajo. Deja que te haga una pregunta, Sammy, porque ahora, si no te molesta, me gustaría ponticar.
—Pontificar.
—Lo que te he dicho. —La lengua de Donald aleteó entre sus labios—. Y es que éstas quizá sean nuestras últimas horas juntos, hay que aceptarlo. Y me gustaría saber qué es lo que a ti más te gusta, Sammy. Díselo a papá, porque de verdad que deseo saberlo.
Se oyó un batir de alas, una lechuza del desierto, un cuervo o cualquier pájaro que el aficionado a la ornitología conocería por su nombre, como así también sus costumbres y otros datos estadísticos. Probablemente los susurraría al oído de Anna, en una perfecta imitación de la lechuza moteada.
—Tendría que pensarlo. Eso no se sabe así de improviso. Hay que hacer una lista.
—De acuerdo, empezaré yo. Un bonito par de tetas, sencillamente. Ahora, en serio. Ver Las Vegas de noche viniendo de la presa Hoover. A ver si se te ocurre algo. No tienen que ser grandes cosas. Me refiero a los pequeños placeres, la función nocturna del Folies Bergère. La voz de Helen, mi mujer. Vamos, hombre, es el último deseo de tu viejo. —Donald hacía un esfuerzo por mostrarse animado, pero su voz sonaba débil y cansada.
—Te estás poniendo dramático, pero allá va. —Samson recogió varias piedras y apuntó a una lata oxidada—. Déjame pensar. —Durante un rato, mientras meditaba, sólo se oyó el lúgubre sonido de las piedras al golpear contra el metal. Pensó en los primeros días que siguieron a la operación, cuando todo lo que miraba lo sorprendía y conmovía. Pensó en Nueva York, en Frank y en Anna, en los interminables paseos que daba tratando de asimilar la ciudad y las circunstancias de su nueva vida. Pensó en su infancia.
—¿Qué? ¿Te ha dado el Alzheimer? —Donald se golpeó la frente—. ¿No se te ocurre qué es lo que te hace feliz? Estoy empezando a deprimirme.
—Está bien, está bien. Para empezar, Jollie Lambird.
—¿Jollie qué? ¿Es persona, lugar o cosa?
—Una chica.
—Ahora te escucho.
—Son casi todo cosas de la niñez. Ir de pesca con mi tío abuelo Max. Jugar al béisbol con los amigos en el campo de al lado de mi casa. En verano yo era un chico feliz, casi siempre. ¿Cuál de ellas era Helen?
—La segunda.
—¿La historia larga?
—Ésa. —Donald respiraba roncamente.
—Tenemos tiempo, ¿por qué no me lo cuentas?
—Déjame respirar, Sammy. Háblame de Jollie. Suena a francesa. Me gustan los franceses. Gente libre. Las mujeres hacen topless.
—Fue cuando estaba en séptimo. Ella tenía doce años y, seguramente, el pecho tan liso como el mío.
—Suena precioso —dijo Donald—. Sigue.
—Contigo todo han de ser tetas.
—Conmigo y con todos los tíos. Pregunta al primero que pase por la calle y siempre son las tetas. ¡Tetas, tetas, tetas! Y, a veces, culos. Y, siempre, el chocho. Me alarma que no sepas esto. Eres como un crío, Sammy. Alguien va a tener que enseñarte unas cuantas cosas. Si salimos vivos de ésta, lo primero que haré será buscarte una puta. La mejor puta de todo el puto estado de Nevada. Y es que da vergüenza. Si fueras hijo mío, y técnicamente lo eres, ya te lo he dicho, me avergonzaría de ti. —Donald sacudió la cabeza—. Repite conmigo: tetas, chocho, culo. ¡Tetas, chocho, culo! ¡Tetas, chocho… culo! Tetaschochocu…
—Cállate —dijo Samson, conteniendo la risa. Arrojó una piedra contra la lata, que rodó por el suelo.
—Está bien. No digas que no he intentado enseñarte.
Samson esperaba que siguiera hablando, pero Donald cerró los ojos y se quedó quieto, agotado.
—Hay otras cosas —prosiguió—. Si aún te interesa, había una playa cerca de donde yo crecí… mi madre y yo solíamos ir. Ésta sería otra.
Permanecieron un rato en silencio.
—No creas que no me hago cargo —dijo Donald—: tantos recuerdos, borrados. —Tosió sin moverse para taparse la boca—. Que no puedas recordar es trágico. La de recuerdos que yo te daría, si pudiera. He pasado buenos ratos para dos personas. Más de dos. ¿Para qué los quiero ahora?
Samson lo miró, pero Donald seguía con los ojos cerrados y su rostro no delataba nada.
—¿Donald?
—Sí.
—¿Puedo hacerte una pregunta? Eso que hacen en el laboratorio, ¿hasta dónde sabes? ¿Te lo ha explicado Ray?
—Tengo cierta idea. —Donald se tendió en el suelo—. Pero ¿qué sé yo de ciencia? Entro, hago mi trabajo y no pregunto. Tú sí haces preguntas.
—Si has sido tú el que ha empezado a preguntar… —dijo Samson, pero Donald ya dormía. Respiraba con dificultad, haciendo sonar la epiglotis.
La luna iluminaba los troncos secos de las yucas, que no se pudrían sino que acababan pulimentados como huesos. Un par de coyotes aullaron, y Samson trató de considerarlos perros, parientes lejanos de Frank, que a esas horas debía de estar durmiendo, con la cabeza sobre las patas, al pie de la cama de Anna. Donald abrazaba la piedra en que se había apoyado, como si la reclamase para sí igual que el náufrago se aferra al madero. Un hombre con unos pulmones terribles, en el otoño de la vida, esa estación oscura y triste cuyo final se adelantaría drásticamente a menos que llegara pronto una intervención.
Miraba dormir al viejo, sintiendo la vasta soledad del mundo, la soledad que las personas se pasan unas a otras, como una pelota de playa en un concierto de rock, que hay que mantener en el aire a toda costa. En ese momento le tocaba a él tenerla. O quizá fuera su propia y personal soledad, un anhelo hondo que nadie más conocía, que acrecentaba la soledad preexistente, diluyendo sus límites hasta hacer que lo abarcara todo: las montañas y los árboles raquíticos y las estrellas refulgentes y palpables y los coyotes y los cables de alta tensión y el aroma penetrante de la salvia. Sabía que cerca de allí había caminos, las sendas trazadas por los paiutes o los shoshones, por las carretas de las caravanas, y los surcos que los ratones del desierto habían dejado en la hierba buscando el agua amarga. Sendas que, si conseguía encontrarlas, lo llevarían a través de las montañas y fuera del estado a tierras más verdes. Pero estaba demasiado cansado para seguir buscando.
Lo que lo había seducido de aquel proyecto era la idea de formar parte de un gran esfuerzo colectivo en un papel que nadie más que él podía desempeñar; era la fe de Ray en un bien superior; era la amplitud de la perspectiva; era su decidida aceptación de Samson tal como era ahora, no antes.
Echado boca arriba, escuchaba la respiración de Donald y pensaba en su niñez, y pronto empezó a pensar en su madre. Era tan dolorosa su pérdida que casi se le hacía insoportable pensar en ella; sólo allí, en el vasto silencio y la quietud del desierto, podía hacerlo. Era como si cuando ella se moría él hubiese estado dormido, o, peor aún, riendo a carcajadas en una fiesta. Siempre habían estado muy unidos; era como haber cerrado los ojos y, al abrirlos, él ya hubiese sido mayor y ella hubiera desaparecido. Como si ella le hubiese enseñado cuanto podía enseñarle y ésa fuera la lección final, para la que todas las anteriores lo habían preparado. Palpar y sentir el mundo, conocerlo de vista y de nombre y luego conocerlo con los ojos cerrados, de modo que cuando algo desaparece es posible reconocerlo por la forma de su ausencia. A fin de seguir poseyendo lo perdido, porque sólo la ausencia es constante. Porque puedes librarte de todo menos del espacio en que han estado las cosas.
Estaba echado en el suelo del desierto del Mojave meridional, recordando a su madre, y las lágrimas le resbalaban por la cara, su cara, que sin él darse cuenta le había revelado su soledad. Acurrucado en el suelo del desierto, bajo las estrellas indiferentes, llorando en silencio por todo lo que había olvidado y no podía cambiar, se permitió a sí mismo hacer memoria de aquello que aún recordaba. Pensó que, quizá, en Nueva York, donde las farolas de la calle ya habrían empezado a palidecer a la luz turbia de la mañana, Anna estaría pensando en él entre las blancas sábanas de la cama que habían compartido. Quizá, en virtud de una ecuación cósmica, cada vez que alguien trata de indagar en la memoria de otra persona, un peso nuevo se suma a su carga.
Una masa rocosa se levantaba a un kilómetro de donde se encontraba, o quizá a diez; era difícil calcular las distancias. Más allá había otras rocas, cerros, riscos y paredes de piedra arenisca de secreta litología, cordilleras que nacían o morían, temporalmente rodeadas de tierra, incapaces de desgajarse y derivar hacia una oscuridad oceánica como otras partes de California.
A su madre debía de gustarle Anna, por su encanto y su risa clara, cuando conseguías hacerla reír: la hija que no había tenido. Las cosas que Anna sabía de su madre aún lo sorprendían; cosas que ella había observado, pero también detalles que no tenía modo de conocer a menos que se los hubiera dicho él. Que siempre se sabía si su madre había estado en una habitación por la estela de aquel caro perfume que usaba, el único lujo que se permitía, y al que no habría renunciado ni en la pobreza. Que tenía ideas políticas radicales y le gustaba discutir sobre ellas con quien se terciara. Que abrazaba causas y peleaba por ellas con uñas y dientes, organizando marchas y reuniones nocturnas de las que volvía exhausta pero eufórica, con ojos chispeantes y una aureola de greñas grises que le daba el aspecto de una perturbada. Que antes de acudir a una cita se pintaba los labios con el dedo untado de distintos tonos, y siempre conseguía el mismo rojo brillante que le manchaba los dientes. Que era implacable en los juegos de mesa y ganaba ostentosamente al ajedrez a los amigos de su hijo. Que cuando conducía parecía más atenta a comprobar el maquillaje en el espejo o a buscar monedas debajo del asiento que a lo que ocurría en la carretera. Que casi nunca mencionaba al padre de Samson, aunque una o dos veces éste la había encontrado sentada en el suelo, leyendo viejas cartas. Que cuando lloraba las lágrimas le resbalaban por las mejillas en abundancia y abría la boca pero no emitía sonido alguno, como si estuviera sorprendida y desconcertada por no saber de quién era la emoción que la embargaba. Que Anna supiera de su madre todas esas cosas hacía que él se sintiera muy próximo a ella, incluso en deuda con ella.
Estaba tiritando, y pensó en arrimarse a Donald para conservar el calor corporal. Pero el viejo tenía sus piernas de palillo extendidas, como si hubiera sido fulminado mientras corría, sepultado por la lava, una figura perfectamente preservada en la piedra, y Samson optó por dejarlo como estaba. Tenía mucho frío para dormir, y se acordó de la fogata que el tío abuelo Max había encendido un Cuatro de Julio en la playa, y en que él y su primo jugaban a ver quién resistía más el calor, plantándose cerca de las llamas hasta que les ardía la cara y les escocían los ojos, y entonces daban media vuelta y se zambullían en el océano. Fantaseó con la idea de reunir todos los hechos que recordaba de su vida hasta los doce años y, con ayuda de una compleja fórmula, hacer una derivación lo más exacta posible hacia el futuro inevitable, para obtener la trayectoria de su vida posterior. Toda la vida, expuesta ante sí como la maqueta de una ciudad. En su fantasía, tomaría de la mano al niño de doce años —mano caliente de sueño, porque acabaría de despertarlo— y lo llevaría a ver, como un panorama que se contempla desde una atalaya, el resto de su vida, lejano y pequeño. Se preguntaba si el niño aprobaría todo aquello; si lo miraría intimidado, en respetuoso silencio, o volvería la cara decepcionado, asqueado o, incluso, avergonzado. Con lágrimas en los ojos, que él enjugaría con el puño, furioso.
Despertó horas después, a la luz del amanecer sobre el valle, y oyó un coche pasar a lo lejos. Donald estaba hecho un ovillo en el suelo. Samson se incorporó con el oído atento y echó a correr en dirección al ruido. Al cabo de un par de minutos, encontró la carretera. Había una señal de límite de velocidad acribillada a balazos. Se situó sobre la descolorida línea amarilla del centro del asfalto, mirando a un lado y a otro hasta donde la cinta gris desaparecía en la bruma. Permaneció allí un par de horas. El sol ya era una bola blanca y difusa cuando, al fin, vio aparecer un coche en la lejanía, lentamente. Tardó mucho en acercarse, como en una película sin argumento, y, cuando consiguió ver la figura sentada al volante, agitó los brazos.
Corrió por entre la maleza hasta donde Donald dormía con la cara pegada a la tierra y lo sacudió con suavidad. El viejo se volvió y permaneció quieto un instante al darle el sol en la cara.
—¿Quién soy? —preguntó, y abrió un ojo.
Acudían a él y él les ponía las manos en la cabeza. Les palpaba el cráneo con las yemas de los dedos y apoyaba las palmas a un lado y otro de la coronilla invocando los poderes sanadores. Cuando era joven, le explicó Ray a Samson, él deseaba hacer lo mismo. Eso era antes de que se pasara las noches en el laboratorio de Anatomía, en el frío sótano de la facultad, derrumbado en una silla por el dolor de cabeza que le causaba el formaldehído. Los estudiantes que no habían tenido tiempo de diseccionar un brazo o una mano, los cortaban y se los llevaban al dormitorio envueltos en papel de periódico: jóvenes aprendices que transportaban partes del cuerpo por los pasillos nocturnos. Al día siguiente, los encargados de la limpieza encontraban un corazón abierto en un cubo de basura y llamaban a la policía. Pero Ray se había hecho amigo del vigilante nocturno —le llevaba un bocadillo y un café hacia medianoche— y el hombre le dejaba entrar en el laboratorio a trabajar hasta el amanecer, cuando acababa el turno.
La primera vez que Ray abrió un cráneo, serrándolo por la sutura craneal, le temblaban las rodillas. Extrajo el cerebro luego de seccionar la médula espinal y lo sostuvo entre las manos. La materia gris no era gris sino de un marrón sucio. A las cinco de la mañana, fue tambaleándose hasta el coche y se marchó a casa. La que después sería su esposa dormía en la cama de él, con la cara hundida en la almohada y los pies cruzados como una niña. Ray se quedó observándola, esforzándose por verla tal como era, pero viendo músculos y huesos. Sus ojos atravesaban la piel hasta el punto en que el fémur se une a la tibia por medio de ligamentos, o la red filamentosa de los nervios y el delicado bosque de los pulmones, hasta el abstracto corazón que bombeaba la sangre por las arterias. Le aterraba pensar en la facilidad con que esos sistemas podían fallar. Se sentó en la cama y le puso las manos en la cabeza, rozando con las palmas el cabello negro y reluciente. Ella se volvió y lo miró, y a él le pareció que, en el primer momento, no lo reconocía.
Ray y Samson habían salido a caminar un poco después de cenar. Un paseo sosegado tras las comidas formaba parte del régimen de Ray; no muy largo, sólo hasta la puerta del recinto, mientras la luz del crepúsculo teñía las montañas de violeta y los primeros murciélagos hacían su ronda. A veces, escuchando a Ray, Samson creía comprender por qué la gente se sumaba a un culto, lo dejaba todo para seguir a un líder carismático y dormía en furgonetas, vendía propaganda en las esquinas y bailaba mientras agitaba cascabeles. Adeptos que entonaban cánticos y llevaban en el bolsillo una foto de su líder, un hombre casi calvo, con gafas de sol y el brazo levantado sobre sus cabezas en perpetuo ademán de absolución, un hombre que hablaba a las masas con el micrófono muy cerca de los labios, utilizando el reverbero del sonido para imprimir mayor dramatismo a sus palabras. Y ellos se ponían a trabajar para ese hombre, y le entregaban el dinero que obtenían de la venta de los artículos que fabricaban sirviéndose de los dientes y los pies, objetos raros hechos de rafia. Cuando Ray estaba inspirado, había momentos en los que parecía iluminado, y Samson casi comprendía por qué personas con familia, garaje de dos puertas y un buen empleo lo entregaban todo al líder y lo seguían a una selva tropical, para fundar una ciudad de nombre seráfico y mal agüero. Esas cosas ocurrían realmente, él lo había leído.
Hacía una semana que Samson y Donald se habían perdido en el desierto. Ray, que había salido a buscarlos, recorrió la carretera hasta que vio la delgada figura de Samson en medio del asfalto. En el viaje de regreso al laboratorio, Donald iba callado, cogiendo con fuerza la botella de agua de plástico de la que bebía cada dos o tres minutos haciendo una mueca, como si se tratara de whisky. Su cara, sucia de polvo, tenía la expresión del que se siente intimidado porque ha visto la muerte de cerca. Aún estuvo en Clearwater unos días, hasta terminar lo que fuera para lo que lo necesitaban. Parecía decaído y era evidente que le dolía el pecho al toser. Cuando al fin se marchó, un viernes claro y azul de finales de abril, le dijo a Samson que, mientras no recibiera noticias de un abogado, podía estar seguro de que todo marchaba bien. Si estiraba la pata, Samson lo sabría de inmediato, y entonces debía ir a reclamar la escritura de propiedad de los terrenos. Samson le dijo que eso eran tonterías, pero Donald, por toda respuesta, lo estrujó contra su pecho en un abrazo sorprendentemente fuerte para lo débil que estaba.
—Una cosa, Sammy —dijo—. Hazme un favor. Ahora que lo pienso… No dejes que mi hermana me entierre en uno de esos jardines de rocalla llenos de vejestorios. Bien mirado, creo que prefiero que me incineren. Es lo más natural, esparcir las cenizas a los cuatro vientos. ¿Te parece que podrás encargarte?
—No seas tétrico —dijo Samson con la cara contra la camisa hawaiana de Donald.
—Tú eres mi pariente más próximo, Sammy. ¿Quién, sino tú?
Donald deshizo el abrazo de oso y arrastró su maletita de colores por el camino, la metió en el taxi, saludó militarmente a Samson e hizo sendas reverencias en los cuatro sentidos. Desde la escalera de la Casa de Baños, sosteniendo en la mano la sobada tarjeta de Donald donde figuraba una dirección de Phoenix y el número de un buzón de voz, Samson siguió con la mirada triste al taxi que traqueteaba por la polvorienta pista y salía a la carretera.
Volver a empezar de cero, lo quieras o no, tienes que empezar. Y ahora, por primera vez desde que había despertado en el hospital, Samson sentía el deseo de terminar lo empezado. No es que Ray lo hubiera inducido a aceptar; él tenía sus motivos para prestarse al experimento final. Uno de ellos era que la petición de Ray lo halagaba porque le hacía sentirse especial: él haría historia, llegaría a donde nadie había llegado hasta entonces. Y sabía, quizá con ese pesar que acompaña al primer olvido del niño, que nuevos recuerdos —los recuerdos de todo lo sucedido desde que despertara en el hospital— ya empezaban a invadir el vacío de su mente, que él iba perdiendo día a día, segmento a segmento. En definitiva, había accedido porque ya tenía decidido no volverse atrás, continuar su conversación hasta el final.
Aún habrían de transcurrir años antes de que consiguieran transferir la memoria completa de un cerebro a otro, pero Ray le explicó que ya en esa etapa inicial se encontraban en condiciones de efectuar una transferencia rudimentaria, quizá sólo fragmentos de imágenes estáticas o el vértigo de percibir un recuerdo ajeno. Cuando, al fin, Ray le preguntó claramente si estaba dispuesto a aceptar la primera transferencia, por deficiente o incompleta que fuese, los dos sabían que se trataba de una pregunta superflua.
—¿Quieres hacerlo? —preguntó Ray, y todo el desierto estaba a la escucha de la inevitable respuesta.
—Sí —contestó Samson—, sí.
En algún momento, ése había pasado a ser el objetivo obligado de su estancia en el desierto. Marcaría el final de un año que podría considerar el punto de inflexión entre dos vidas. O no: quizá con el tiempo lograra contemplar su vida, toda ella, como una sucesión de hechos lógicos y continuos.
Aquella mañana de mayo, Samson despertó con el ruido de la lluvia que batía en el tejado y que, a los pocos minutos, se convertía en diluvio. Se levantó y abrió la puerta. La luz de la mañana era metálica, los relámpagos cuarteaban el cielo iluminando el desierto con su efecto estroboscópico. El trueno retumbaba en las montañas y volvía como un eco. Caía más agua de la que la tierra podía absorber y las torrenteras la conducían a lagos subterráneos. Samson pensó en los chicos que habían desaparecido buceando en uno de esos lagos, a unos ciento cincuenta kilómetros hacia el norte, y en cómo lloraba la novia de uno de ellos mientras los buzos buscaban cada vez más abajo, sin llegar al fondo. La lluvia cesó tan bruscamente como había empezado. Salió el sol, los charcos reflejaban el cielo como si tuvieran azogue y por un instante el desierto se quedó inmóvil, estupefacto.
Una hora después, Samson estaba tendido en la camilla, conectado, a oscuras. Las drogas que le habían administrado empezaban a entrar en la sangre, pero él no habría podido decir si sus pensamientos se hacían más nítidos o más difusos. De vez en cuando, por los auriculares le llegaba la voz de Ray diciendo que casi estaban listos, preguntando cómo se encontraba y haciendo comentarios sobre el tiempo. La voz sonaba cada vez más lejana, como si tuviera que recorrer una distancia mayor para llegar hasta él, y antes de que Samson dejara de oírlas por completo las palabras habían perdido su significado. Tenía la sensación de que su mente huía, lo dejaba, y que una pequeña parte de él se resistía, protestaba ante ese abandono. El resto, sin embargo, se sentía abrigado y adormecido, contento de ceder mientras su mente se alejaba. Era como soñar despierto: el desierto, una carretera, un coche que avanzaba por aquel espacio.
Y entonces, de un caos de imágenes, surgió la cara de Anna, pálida y luminiscente, con la pequeña cicatriz del labio superior, que se levantaba un poco por el lado derecho al hablar, cortado por el frío durante todo el invierno. La cara que él había elegido entre tantas para mirarla, para contemplarla, durante años. Observarla durante el trabajo y durante el sueño, en la enfermedad y la salud, aunque esa vigilancia constante no le reportara más que inquietud y perplejidad. Sintió que una vívida alegría lo inundaba. De haber podido, de haber conservado el uso de sus miembros, se habría arrodillado. Fue un momento de extraordinaria claridad, tras el cual su mente cayó en una confusión que no acabó hasta que la explosión lo hizo volar todo.