Donald regresó al día siguiente a mediodía. Sólo había una carretera de acceso a Clearwater, una larga pista de tierra bordeada de álamos, y Samson seguía con la mirada la nube de polvo que el taxi levantaba hasta parar, con una sacudida, delante de la Casa de Baños. Desde la puerta, vio a Donald apearse trabajosamente, con el faldón de la camisa por fuera, buscando la billetera.
Pasó junto a Samson sin pronunciar palabra y se dejó caer de bruces en la cama.
—¿Y bien?
—¿Quién soy? —dijo con la boca contra la almohada.
—¿Qué tal Las Vegas?
—No he ido.
—¿No has ido?
—Lo que oyes.
—¿Dónde has dormido esta noche?
Donald dio media vuelta y sonrió ampliamente.
—¿No te gustaría saberlo?
—Sí.
—Concédeme un momento, Sammy, ¿sí? Lo estoy saboreando.
Había ido a ver a una amiga llamada Lucky. Era el nombre por el que se la conocía. Empezó siendo su nombre artístico y luego le quedó. Él pensaba ir a Las Vegas, pero el taxi pasó por delante de la casa de Lucky. No creía que estuviera tan cerca. Ella se alegró de verlo, porque los únicos que ahora la visitaban eran camioneros y personal militar.
—¿De modo que recordasteis tiempos pasados?
—Supongo que puedes decirlo así.
—¿A qué te refieres con eso de que supones?
—¿Y tú a qué te refieres con lo de a qué me refiero? Nosotros. Recordamos. Tiempos. Pasados —dijo Donald, puntuando la frase con movimientos de cadera.
—Donald.
—¿Sí?
—¿Has estado con una puta?
—No, Sammy —respondió Donald—. He estado con Lucky, la aspiradora humana. —Se levantó de la cama—. Pues claro que he estado con una puta.
Se miraron en silencio y se echaron a reír, Samson dando vueltas en la cama y Donald tosiendo y gimiendo, con el cuerpo doblado, como si fuera a echar los pulmones por la boca. Se calmaron, Donald exhaló unos roncos jadeos y volvieron a empezar.
Cuando al fin consiguió dominarse, Samson dijo:
—Esa tos suena fatal.
—Es sólo un poco de cáncer. No hay que preocuparse.
—¿Lo dices en serio? ¡Dios!, ¿cuántos paquetes te fumabas al día?
Donald lo miró y volvió a toser. Al fin se irguió, con los ojos llorosos y una sonrisa extraña.
—¿Querrás creer que no he fumado ni un solo día de mi vida?
—Mentira.
—En serio. Mi padre era fumador. ¿Iba yo a fumar para que se me pusieran los dientes amarillos y la boca me oliera a nicotina? —Era cierto, Donald era un hombre muy higiénico que todas las mañanas y todas las noches dedicaba media hora al aseo haciendo buches, cepillando, friccionando y regurgitando—. En todo el tiempo que estuve en el ejército, ni una calada.
—No sabía que habías estado en el ejército.
—Dime una sola cosa que sepas de mí, aparte de que tengo esta recondenada tos, una puta que se llama Lucky y unos magníficos terrenos… ¿cómo se dice…? —Guardó silencio, buscando la palabra, pidiendo ayuda con la mirada—. Suena como masturbando, es lo que se hace con los niños que nacen antes de tiempo.
—¿Incubando?
—Justo. Unos magníficos terrenos incubando en las afueras de Las Vegas.
—Y tú, ¿qué sabes de mí aparte de que he perdido la memoria y tengo una esposa?
—A eso me refería precisamente. Podrías ser un asesino en serie. Un Charles Manson. Que, por cierto, según me dijo uno de esos zánganos del laboratorio, solía rondar por estos alrededores mientras esperaba el derrumbe final. —Donald agitó los dedos y abrió mucho los ojos.
—Qué miedo —dijo Samson tranquilamente, mullendo las almohadas—. ¿Y qué hacías tú en el ejército?
—Ni idea. De aquello hace un siglo. Yo tenía unos diecinueve años y una novia en California por la que estaba loco. —Donald se quedó pensativo—. ¿Creerás que ni me acuerdo de su nombre?
Samson enarcó las cejas.
—En serio, es terrible —continuó Donald—. Deja que haga memoria, ya saldrá. Era un nombre como de estrella de cine. Muy sexy. Le escribía unas cartas como no tienes ni idea, y cuando conseguí un permiso fui a verla. Estaba colado por esa chica. Así que me voy hasta San Francisco haciendo autoestop y cuando llego sólo encuentro a su hermana, y la hermana no quiere decirme dónde está ella. Así que, como es natural, me mosqueo.
—Natural.
—Eso digo yo, después de hacer todo el viaje bamboleándome y respirando diésel en la trasera de una camioneta. Y entonces veo a ese tipo salir de la habitación del fondo… porque las dos hermanas vivían juntas… y me dice que Ruby, así se llamaba, Ruby Davis, eso es, aún no me ha dado el Alzheimer. Va y me dice que Ruby se ha ido y que no quiere volver a verme, me dice, me acuerdo como si hubiera sido ayer, las plantitas de la ventana, todas marrones que daban pena. Y yo entonces le sacudo en toda la mandíbula. Me dio no sé qué y tuve que atizarle. Todos se quedaron helados y yo que agarro la puerta y doblo la esquina y fin de la historia. Pero tampoco es el fin, porque sigo preguntándome qué demonios haría yo para que ella pasara de mí. Íbamos a casarnos.
—¿Y qué ocurrió?
—Nada, eso es lo que ocurrió. Volví aquí…
—¿Estabas destinado cerca de aquí?
—Sí. Volví aquí y, a la primera oportunidad, empecé a tratar con chicas de la clase de Lucky. —Donald gruñó por lo bajo, para no volver a castigar los pulmones—. Yo era un inocentón. Chico, lo que nos divertíamos. Creo que, a fin de cuentas, lo de Ruby fue una suerte. Podría haberme pasado la vida entera sin conocer ciertos… —hizo una pausa, buscando las palabras— placeres de la carne.
Samson se resistía al impulso de llamar a Anna. Quería oír su voz, averiguar cómo sonaba en el gran vacío del desierto, realizar sus propios experimentos con la naturaleza de la ausencia. Pero algo en su interior se lo impedía, algo que no quería reconocer lo que fuera que le hacía desear llamarla. Al fin levantó el auricular y marcó a pesar de todo. No estaba en casa. En Nueva York eran las nueve de la noche, muy tarde para que siguiese en el trabajo y muy temprano para que se hubiera acostado, lo que significaba que había salido, que en ese preciso momento se encontraba en algún sitio de la ciudad incandescente.
Donald pasaba en el laboratorio unas cuatro horas al día. Solo en una habitación, sentado en una silla y conectado por electrodos al superordenador al que llamaban Cazador, por los cazasueños que los indios fabricaban con hilos y plumas para detener las pesadillas y dejar pasar hasta el durmiente sólo los sueños buenos. Donald, a quien le habían administrado una dosis de pentotal sódico con el fin de aumentar la nitidez de su imagen mental, trataba de concentrarse en recordar lo acordado previamente, mientras Ray lo observaba a través de un espejo y los técnicos y científicos seguían el flujo de datos en sus pantallas. Un recuerdo, unos momentos vividos hacía más de cuarenta años, descompuesto en miles de millones de binarios, uno o cero. A veces divagaba, y entonces el ordenador registraba pensamientos parásitos que había que descartar. Donald salía agotado, extenuado, aturdido por las drogas, renqueando jocosamente, para disimular que estaba acobardado. Después de ducharse y permanecer debajo del aparato del aire acondicionado el tiempo suficiente para reponerse un poco, se paseaba pavoneándose y haciendo como que agarraba de las solapas a un interlocutor imaginario, declarando con voz engolada y lengua un poco torpe que él había sido elegido en virtud de la potencia electromagnética de sus conexiones neuronales.
—¿Qué tal, amigo? —decía al pasar por delante del espejo—. Acaban de comunicarme que me han elegido por el magnetismo de mis neuronas.
Miles de millones de binarios, uno o cero: de lo más simple. Como en el juego de las Veinte Preguntas, una serie infinita de deducciones, dirigidas a descomponer el mundo en partes infinitesimales. «¿Es usted Samson Greene, uno o cero? ¿Es ésta su esposa, uno o cero? ¿Usted la quiere, uno o cero? Al parecer, el sujeto tiene dificultad para responder. ¿Ésta es una pregunta difícil, uno o cero?» Hasta que el mundo queda reducido a matemáticas, todas las ecuaciones dan cero y, en el silencio sobrecogedor del momento final, te formulan, con voz temblorosa, la única pregunta que falta contestar: «¿Existe el mundo? Uno o cero.» Y llega la respuesta, pero ya no hay quien la oiga, los dígitos del reloj han retrocedido para volver a empezar desde la nada.
El resto de la tarde Donald se lo pasaba durmiendo, con la respiración acompasada y los párpados temblorosos ante el desfile de las imágenes soñadas. Samson seguía con la mirada los torbellinos de polvo que el viento levantaba en el desierto, hasta que desaparecían.
Samson deseaba preguntarle a Donald por el recuerdo que habían seleccionado para registrar y transferir, la parte de Donald que lo sobreviviría, que subsistiría todo el tiempo que tardara Las Vegas en llegar hasta él. Le había contado que había estado ingresado en el hospital a causa de los pulmones, y uno de los médicos, amigo de Ray y al corriente de lo que buscaba, llamó a éste para decirle que tenía a alguien que podía interesarle. Por lo que Samson había deducido de lo que había dicho Ray, entre diez y quince personas habían pasado por Clearwater para donar recuerdos. Los inputs que buscaba Ray eran personas corrientes que hubiesen presenciado cosas excepcionales, que se hubieran encontrado de pronto en circunstancias que las desbordaban.
Pero Samson no preguntaba, y Donald no hablaba del recuerdo. Si acaso, bromeaba diciendo que estaban registrando para la posteridad el momento del mayor orgasmo experimentado en todo el siglo veinte por una mujer, en brazos de un tal Donald Selwyn, o que en realidad él era el desaparecido Elvis y estaba grabando un álbum con el silencio que reinaba en su cabeza.
De vez en cuando, Samson percibía en la atmósfera algo así como una vibración, una corriente eléctrica que circulaba entre los miembros del equipo provocada por una perturbación que había roto la pauta de sus cálculos. Entonces parecía que todos se movían con cautela, como si temieran que si se tocaban saltaran chispas. Él los oía hablar de aquello, del día en que, si se cumplían las previsiones, los periodistas se agolparían ante la puerta, y trataba de imaginarlo: personas que tomaban notas y retrataban a todo el que entraba o salía, que apuntaban con sus grandes micrófonos hacia el lugar de donde procedía cualquier ruido. Que grababan a los coyotes para crear ambiente y hablaban vía satélite con jefes que ocupaban despachos climatizados con paredes de vidrio doble. Ray le explicó que ya se habían producido filtraciones a la prensa, falsas alarmas que habían llevado hasta la puerta furgonetas con antenas giratorias, pequeños grupos de vociferantes cristianos y una serie de predicadores apocalípticos. Algo había trascendido, en el mundillo científico circulaban rumores, y algún día, cuando aquello se diera a conocer, habría una avalancha, los periodistas transmitirían sus reportajes en formato digital, y los conductores de los telediarios de las grandes cadenas de televisión reunirían a expertos que debatirían en directo sobre las consecuencias filosóficas y éticas de su labor, la transferencia de la memoria, la TM, porque para entonces el complejo proceso al que ellos habían dedicado años de su vida habría pasado al lenguaje coloquial con sus siglas. Samson imaginaba una conferencia de prensa en la que Ray contestaba a preguntas delante de un decorado improvisado, con el logo azul y blanco de Clearwater, cómodo frente a las cámaras, bromeando con los periodistas como un candidato a la presidencia, portavoz del futuro, edad indefinida y, en la muñeca, un reloj que reluciría al sol.
La prensa sería la encargada de guiar al público por todo el proceso, lanzando las noticias en oleadas para que la gente asimilase la idea, la encajase mientras realizaba actos cotidianos como preparar el café, recoger la ropa de la tintorería y vestir a los niños para la escuela. Durante la primera semana, a cualquier hora que pusieran la tele, allí estaría, como un programa de inmersión en una lengua extranjera. En semanas sucesivas, los medios seguirían saturándolos a base de informes especiales y debates, pero cada día con menos fervor. Poco a poco irían deshabituando al público de los programas especiales de una hora, hasta que el asunto se hiciera tan habitual como un transplante de corazón, aunque tendrían que transcurrir años antes de que la tecnología fuera lo bastante económica y eficaz como para hacerla accesible a todo el mundo. Quizá a Ray le otorgasen el Nobel. A Hollywood le faltaría tiempo para ponerse a trabajar en la película, fase final del proceso de absorción del tema por el consumidor. Para entonces, haría tiempo que los periodistas habrían liado los bártulos y abandonado el desierto, dejando latas vacías, tenedores de plástico, estuches de película y servilletas arrugadas que temblarían al viento, enredadas en las zarzas.
Volvió a llamar a Anna desde uno de los despachos, y esta vez contestó. Su amigo, el ornitólogo aficionado que ahora resultaba que, además, era arquitecto, la había llevado a un ensayo con público de un espectáculo de danza. Anna dijo que el coreógrafo iba de un lado al otro del escenario seguido por el foco, hablando por un micro colgado de la oreja de aquello que había inspirado cada pieza. Mientras tanto, los bailarines hacían ejercicios de calentamiento cogiéndose de la cintura unos a otros, o echados en el suelo se daban golpes de kárate en los muslos. Era tarde, en el despacho no había nadie más y sólo se oía el zumbido de la copiadora. Samson quería retenerla en el teléfono y cuando ya no supo qué más preguntar —qué tiempo hacía, si dormía bien y cómo estaba Frank— le dijo que la echaba de menos. Él mismo fue el primer sorprendido: la frase le salió sin pensar, las palabras brotaron de lo más hondo, del ansia de tocar su piel, respirar su aliento y notar su cuerpo contra el suyo. Al otro extremo de un silencio profundo, vasto, la clase de silencio en que puede oírse caer un alfiler y que sólo la fibra óptica es capaz de lograr, Anna callaba, y él se preguntaba si iría a echarse a llorar. Pero cuando al fin habló, su voz sonó clara y firme. Dijo que le parecía muy bien, pero que no estaba segura de si debían hablar de ello precisamente en ese momento.
—¿Y tú, me echas de menos? —insistió él suavemente, dibujando líneas y flechas en un bloc.
—Samson —suplicó ella, ya con una voz insegura que acabó fallándole.
—Sólo quería saberlo. Si es que no, no pasa nada, lo comprenderé.
—Por favor, Samson. ¿Basta con decir que a veces aún me despierto llorando?
Entonces él se sintió mezquino y torpe por haberla presionado.
—Perdona.
—No se trata de perdonar. Aquello ya pasó, y ahora nosotros hemos de seguir adelante.
—A veces pienso… —dijo él, pero no terminó la frase, porque lo que realmente deseaba hacer en ese instante era apagar la luz fluorescente del techo, que no era una luz continua y segura sino una luz que, según le había dicho su tío abuelo Max, estaba formada por miles de impulsos por segundo, una especie de luz estroboscópica que, en realidad, lo sumía a uno en la oscuridad a cada fracción de segundo. Quería apagarla, sentarse definitivamente a oscuras y decir al teléfono, haciendo pantalla con la mano: «Di, ¿yo era de esos hombres que te toman del brazo para cruzar la calle, que te acarician la mejilla mientras hablas, que te pasan el peine por el pelo mojado, que se paran al lado de la carretera para señalar las constelaciones, poniéndose detrás de ti, para que puedas apoyarte al levantar la cabeza?», etcétera, una lista que prolongaría la conversación durante toda la noche. Pero no preguntó, porque no sabía si deseaba recibir las respuestas. Le parecía preferible ignorarlo; de hecho, se lo había parecido desde el primer día. Únicamente quería hacer las preguntas, como si el mero hecho pudiera valerle la absolución.
—Tengo que colgar —dijo ella en voz baja. Se produjo un largo silencio en el que sólo se oía la respiración de ambos, hasta que al fin añadió—: Frank te echa de menos. —Y colgó.
Frank, que al oír su nombre quizá había levantado la cabeza preguntándose por qué lo llamarían precisamente en ese momento.
Aquella misma semana llegó carta de Lana. Era una carta larga, plagada de divagaciones, escrita con letra pulcra en hojas de libreta. Se quedaría en Los Ángeles todo el verano, había conseguido trabajo con un director, trabajaría en casa de él, donde se hacía el montaje. La casa se encontraba al final de una larga pista de tierra y estaba construida en torno a un patio abierto por un lado, lleno de plantas tropicales importadas de la Polinesia. Las cosas marchaban bien con Winn, escribía, aunque ahora se había enamoriscado de uno de los chicos con que trabajaba, ingeniero de sonido, encargado de los efectos de truenos, portazos y estallido de ventanas. La había grabado contestando al teléfono y desde entonces cada vez que el ordenador de él tenía una anomalía se oía el timbre de un teléfono y la voz de Lana: «¿Diga?» Era un poco complicado, escribía, «Me refiero a lo que siento por él», ya que estaba casi segura de amar a Winn. «Pero ¿y tú, cómo estás, cómo marcha la investigación? ¿Vas a volver a Los Ángeles?» Al pie de la carta, encima de un pequeño corazón dibujado al lado de su nombre, había escrito: «Llámame.» Samson no recordaba su escritura, y de pronto, al ver aquella letrita de niña aplicada, sintió una pequeña punzada en el estómago. Por más que trataba de comprender cuáles eran sus sentimientos hacia la muchacha, no habría podido decir exactamente qué significaba Lana para él; sólo sabía que parecía despertar en su interior algo que debía de haber permanecido dormido durante un tiempo.
Había momentos en los que el propio Samson sentía el hormigueo de la emoción por formar parte de aquel proyecto, por encontrarse en la vanguardia de la ciencia, entre personas que no sólo serían recordadas por la historia sino que, con su trabajo, podían modificar la naturaleza misma del recuerdo y de la historia. Pasaban los días y esperaba pacientemente, porque comprendía que se le necesitaba. Hasta mucho después, cuando ya era tarde, no se apercibiría del horror de un futuro en el que los recuerdos pudieran ser usurpados, en el que la zona más profunda de la intimidad pudiera ser invadida y pregonada. En el que los recuerdos pudieran descargarse accidentalmente en la mente de un hombre que lo había olvidado todo. ¿Existía un output mejor? Veinticuatro años, borrados en un instante, que dejan un vacío. Y era este vacío, que Samson había descrito a Lavell, lo que tanto había interesado a Ray y lo había mantenido despierto después de que su colega lo llamara aquella tarde de octubre. Era la primera vez que Ray oía describir una pérdida de memoria con esas palabras: una tundra, una distancia que es posible atravesar. Pero si Ray luchaba en ocasiones contra los demonios que aguardaban al final del camino, no lo dijo. Él sólo describía la belleza de compartir, y su entusiasmo resultaba contagioso.
—¿Y entonces? —preguntó Ray. Iban en el coche, con la capota bajada—. Una vez que has renunciado a todo, ¿te atreverías a poner la primera marca?
Samson no respondió. Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos, sintiendo el viento y el sol en la cara.