Samson dejaba correr el agua caliente en la bañera. Tras la puesta del sol bajaba la temperatura, y las noches aún eran frías. Fue sumergiéndose poco a poco, descendiendo al siguiente nivel de inmersión antes de que el cuerpo estuviese preparado para soportarlo; la alta temperatura del agua era una pequeña mortificación precursora del confort de sentirse abrigado. El baño disolvía el sudor y el polvo del día. En la piel se formaban burbujas plateadas como el mercurio y, debajo del agua, el cuerpo adquiría un tinte verdoso, artificial, como si fuera de caucho. Tenía la frente cubierta de gotitas de sudor. Una vez se hubo sumergido hasta el cuello, cerró los ojos, hundió la cabeza en el agua y, en el silencio de la cálida inmersión, escuchó el latido de su pulso. Así estuvo, conteniendo la respiración hasta que no pudo más, y entonces sacó la cabeza, parpadeando y jadeando. Se inclinó hacia delante para limpiar el vapor del espejo y, poco a poco, su cara empezó a tomar forma.
Era una buena cara, nada extraordinario, un poco curtida por el sol, pero una cara de la que nadie apartaría la mirada con desagrado. Hacía varios días que no se afeitaba —no acababa de acostumbrarse al hábito—, y, a pesar de la sombra de barba, seguía siendo la cara del hombre que ayudaría una anciana a cruzar la calle. Que, al sentir en el costado el roce del abultado bolso de la mujer, quizá pensara en darle un tirón, pero a quien de inmediato mortificaría el saberse tan próximo a la barbarie. Una cara que no estaba abotargada por las drogas ni el alcohol, la cara de un hombre sano de treinta y siete años —ya había pasado un cumpleaños— que comía equilibradamente de los cinco grupos de alimentos y hacía ejercicio con regularidad, como demostraba el carnet del Racquet Club de West Side y la colección de grisáceos calcetines de deporte y shorts de nailon con calzoncillo incorporado, perforado para que circulara el aire, que había encontrado en el cajón inferior de la cómoda. Al parecer, existía la creencia de que la cara de uno reflejaba ciertas cualidades de su vida interior. Samson trató de asumir la idea, de aceptar aquella cara como suya. Desde que la viera por primera vez en el espejo del hospital, su cara le había parecido la de un intruso que lo seguía, tratando de hacerse notar.
Una buena cara. Si no de héroe, al menos de un hombre que tenía potencial para superar las pruebas de resistencia y el duro entrenamiento necesarios para el viaje espacial y el paseo lunar. Aunque, según le habían dicho, ahora la Luna ya no era nada, un objetivo de carácter provinciano. Ahora le tocaba a Marte. Hacía poco, había leído en Time que la sonda Global Surveyor que orbitaba Marte había avistado unos surcos que terminaban en deltas, lo que sugería la existencia de un flujo de agua relativamente reciente, un agua que estaba en la superficie del planeta o cerca de ella, apenas unos miles o tal vez cientos de años atrás, miles de millones de años después de lo que sugerían los cálculos anteriores. La noticia se había filtrado a la prensa, y algunos científicos la habían comentado, con la condición de que no se mencionara su nombre. Ni corrientes ni manantiales, decían, ni ríos ni fuentes termales, por favor, sólo la posibilidad de agua en estado líquido. Y donde hay agua puede haber vida, decían, hablando desde sus casas, y sus palabras eran citadas después con imágenes de la roja superficie hendida por pequeños surcos, marcas, vestigios de fluido.
Hacía apenas una semana que había salido de Nueva York y la ciudad ya iba quedando atrás, convertida en otra vida que no tenía necesariamente que guardar relación con el antes ni el después. Porque lo más difícil de asumir era la continuidad, la sensación de que el mundo no existía por episodios, momentos de iluminación en la oscuridad de la conciencia. A pesar de lo que había dicho a Donald, no era que los veinticuatro años transcurridos desde el último recuerdo de infancia y el despertar bajo el reloj del hospital hubieran sido borrados. Al contrario, aunque vacíos, sumergidos en el silencio, sin más vida que el latido de un pulso lejano, aquellos años seguían existiendo. Allí sólo había tiempo, pero no el tiempo que conocen quienes despiertan de la vida a la vida, con un antes, un ahora y un después, sino un tiempo que hay que soportar: aquí, aquí, aquí.
El agua se enfriaba y la niebla del espejo se había retirado a los ángulos, dejando retazos, jirones de nube después de la borrasca. Samson se puso de pie, el agua se escurría por su cuerpo, hundido hasta las pantorrillas, como en una piscina infantil o en una inundación relativamente amenazadora.
La pequeña maleta de Donald estaba en el suelo, al lado de su cama, decorada con vistosas pegatinas de numerosas ciudades de Estados Unidos y Canadá. Samson no había visto la maleta hasta ese momento, y casi sintió ganas de llorar por el inquebrantable optimismo que revelaban las etiquetas, por la desenvoltura y la jovialidad del gesto. De pronto casi le pesó el no haber ido con Donald a Las Vegas y pasado la noche bebiendo cócteles tropicales bajo una palmera de plástico y oyéndolo ufanarse de las aventuras vividas en cada una de aquellas ciudades. Que el relato fuese inventado y Donald hubiera comprado las etiquetas en lote en una tienda de recuerdos era lo de menos. Lo que importaba era escucharlo. Sin saber por qué, aquellas etiquetas —fosforescentes o transparentes, con vistas típicas de Salt Lake City, Portland, Anchorage, Port Edwards, Phoenix— le hacían sentirse mejor dispuesto hacia Donald, más comprensivo. Era como si él hubiese ido a Clearwater de vacaciones. Recordó los ojos de Donald: ojos precavidos que veían más de lo que reflejaban, ojos incongruentes con las imitaciones y con la especulación inmobiliaria. Entonces se le ocurrió que no le había preguntado a Donald qué recuerdo donaba a la ciencia, qué imagen poderosa e inolvidable, qué serie de descargas neuronales, para ser utilizadas a discreción por el laboratorio. Ni siquiera sabía en qué medida Donald había sido informado del proyecto Clearwater; ninguno de los dos se había referido a él. Por lo que Ray le había explicado, actualmente estaban introduciendo uno de los recuerdos de Donald en un potente ordenador. El equipo ya había desarrollado la tecnología necesaria para leer y grabar la actividad del cerebro durante el proceso de recordar, para desglosar la información y trazar el mapa de toda la actividad química y electromagnética generada mientras se experimentaba el recuerdo. Aún les faltaba poner a punto el sistema para activar la misma función en otro cerebro: en definitiva, cómo transferir un recuerdo. Ray le había pedido a Samson que no comentara lo que se le había dicho; quizá Donald lo ignorase todo excepto que un recuerdo suyo se estaba registrando, con el fin de guardarlo para el futuro.
Samson salió de la casa y esperó a que sus ojos se habituaran a la oscuridad. Si no había luna —y esa noche no la había—, las estrellas se desmadraban y miles de millones parpadeaban en el cielo. Antes o después, con el rabillo del ojo vería fugazmente un meteorito que se inflamaba al chocar con la atmósfera. Hacía varios meses, uno se había encendido sobre el Yukón y trozos de roca negra, condrito carbónico, habían caído en Canadá. Un hombre, una persona corriente, sin conocimientos de astronomía, los había recogido de la nieve, introducido en bolsitas de plástico y guardado en el frigorífico, en espera de que las autoridades competentes enviaran a buscarlos. Eran pequeños fragmentos de universo conservados en el congelador, junto a la carne de alce, hasta que la nieve se fundiera y el transportista de UPS pudiese llegar.
Samson dio con el sendero que discurría por un lado del laboratorio y ascendía por las colinas entre las negras siluetas de las formaciones rocosas. En lo alto había un sofá reventado y varias sillas, que seguramente habría subido alguna pandilla de chicos que usaban aquel sitio como guarida cuando estaba abandonado. Sacó del bolsillo una linterna y dirigió el débil haz de luz hacia la carta celeste que había comprado en la ciudad: una base de plástico con un disco giratorio de cartón en el centro, en el que estaban marcadas las horas y los meses y un mapa de las constelaciones.
Pensó en un momento de la última semana de las vacaciones del verano anterior a que empezase séptimo, cuando, tendido boca arriba en la hierba al lado de Jollie Lambird, iba moviendo los dedos hacia su mano, mientras ella decía: «Tauro, Pegaso, Casiopea», consciente de que podía seguir acercándose hasta que Jollie terminase de recitar la lista. Cuando le rozó los dedos, ella susurró:
—¿De qué signo eres?
A él le palpitaba con fuerza el corazón.
—No lo sé —respondió.
—¿Cuándo naciste?
Samson intentaba pensar, quería decir dame tiempo, y al fin lo recordó:
—Veintinueve de enero.
—Acuario.
El Aguador, undécimo signo del zodiaco, en el que las estrellas dibujan la forma de un hombre que vierte agua en una vasija.
Samson enfocó el mapa con la linterna buscando la relación entre el pequeño disco giratorio y el inmenso campo de estrellas palpitantes. Las luces dispersas tardaron un minuto en configurar grupos, formas en las que los pueblos de la Antigüedad veían animales, cazadores o monstruos. Se sentó en el destrozado sofá. Un murciélago pasó casi rozándole la cabeza. Pensó en todo lo que Ray le había dicho durante aquella semana. Veía el laboratorio allá abajo y oía el zumbido lejano del generador. Pensó en cómo había llegado a ese lugar extraño y secreto y en las singulares circunstancias que lo habían llevado hasta allí.
Entonces sus pensamientos volvieron a Jollie Lambird, a aquella noche en que él tenía doce años y nada había sucedido aún.
—¿Y tú, de qué signo eres? —Ya le había cogido la mano, sentía sus dedos fríos doblados dentro de los suyos, y con el pulgar acariciaba el de ella. No le habría importado no volver a hablar con nadie, mientras Jollie estuviera a su lado, susurrando: «Andrómeda, Polaris, Leo.»
Poco a poco Samson había ido acercándose hasta que sus cuerpos se tocaban, brazo con brazo, pierna con pierna.
—¿Sam? —susurró ella—. ¿Tú crees…?
Era Jollie Lambird, de la que estaba enamorado desde que iban a segundo, y se sentía dispuesto a responder a cualquier pregunta que ella le hiciese. Pero él no oyó lo que le decía a continuación, porque en aquel momento la besó. Fue un beso que pudo haber durado horas, mientras las luces de los porches parpadeaban y se apagaban en toda la calle, mientras las mismas estrellas a las que todavía no se les había dado un nombre para recordarlas se encendían o se extinguían. Era la última semana del verano anterior a séptimo, y él la acompañó a casa. Volvió a besarla, con timidez y suavidad, ahora, con la emoción de saberse con cierto derecho a su afecto. Regresó a casa corriendo, saltando sobre juguetes abandonados, rosales y tumbonas, cruzando jardines oscuros, con el corazón desbocado, cada paso un salto de alegría, y eso era, realmente, lo último que recordaba: correr en la oscuridad antes de que se parara el mundo y todo lo que pudiese oír en el silencio vacío fuera el latido del pulso de ella.