—Oye, ¿me haces una foto? —Donald llevaba una bata de franela apelmazada y tenía los brazos cruzados sobre el vientre, como el exhibicionista que se dispone a hacer su ademán característico—. ¿Cómo, no vas a hacerme una foto? ¿Me estás diciendo que no soy guapo?
—¿Quieres que te haga una foto?
—¿No te lo estoy diciendo?
Samson levantó la cámara y enfocó.
—Avisa —dijo Donald, afianzando los pies.
—De acuerdo. Uno, dos…
Sonriendo de oreja a oreja, Donald se abrió la bata y enseñó un calzoncillo blanco con un estampado de labios rojos. Tenía unas piernas delgadas y filamentosas en cuyas pantorrillas se veían los surcos del elástico de los calcetines, y un abdomen abultado, como si unas y otro pertenecieran a vidas distintas.
—Je. —Reír a carcajadas le provocaba accesos de tos, así que, para evitar el peligro, se limitaba a emitir un gruñido ronco—. Será de concurso. Ya me la enseñarás cuando la reveles.
Samson echó el aliento a la lente y la limpió con un paño especial para quitar unas motas de polvo. Se entretuvo puliéndola mientras Donald canturreaba en el cuarto de baño y probaba la temperatura del agua, que ya empañaba los espejos. Samson no había hecho la foto, pero no importaba, ya que, de todos modos, tampoco revelaría la película. Le parecía que había cierto ascetismo, y hasta legitimidad, en componer imágenes que permanecerían invisibles mientras no se expusieran a la luz.
Se alojaba en lo que había sido la casa de baños del balneario, convertida en cómodas habitaciones, en compañía de Donald Selwyn, propietario de unos terrenos situados a cierta distancia de Las Vegas que, por el momento, no eran más que un trozo de desierto.
—Calculo que valdrán millones —decía Donald, apoltronado en el salón, de cara al acondicionador del aire—. Estamos hablando de la ciudad que crece más deprisa de todo el país. Un día u otro llegará hasta mí.
Donald tenía en el pecho y los brazos una manta de vello que habría dado para un jersey. También tenía una tos profunda y blanda, más de sesenta años y poca salud. Samson se guardaba de mencionar el obvio inconveniente de la especulación: que era poco probable que Donald viviese para disfrutar de los beneficios.
Las comidas se servían en un comedor que tenía unas vidrieras por las que se salía a un jardín rústico de cactus, castilleja y ocotillo. Todos los días iba a las habitaciones una camarera, a cambiar las toallas, hacer las camas y doblar en pico el extremo del papel higiénico. Se habían repintado los viejos letreros de madera y se llamaba a los edificios por sus nombres originales —«casa de baños», «sauna»— que de pronto parecían eufemismos un poco inquietantes, como si se pretendiera camuflar ese balneario para una operación ilegal. La seguridad era mínima y consistía en un solitario y aburrido guardia que mataba moscas en una cabina. Ésta, un pequeño letrero y una vulgar puerta de corral eran las únicas señales que marcaban la entrada. El que se tropezara casualmente con el lugar supondría que se trataba de un discreto sanatorio, apartado y deliberadamente mal señalizado, para una clientela selecta.
El equipo de investigadores —neurocientíficos, neuropsicólogos, informáticos, ingenieros y técnicos de laboratorio— trabajaba en unas instalaciones de mil metros cuadrados, que se mantenían a una temperatura ligeramente superior a la de una cámara frigorífica y eran alimentadas por un generador monumental. Eran personas que habían abandonado sus universidades y sus hospitales ultramodernos para ir al desierto tras una corriente de especuladores que buscaban plata, oro y tungsteno, edificaban casinos y balnearios futuristas o pretendían criar ganado. Pero ellos creían en el poder de la ciencia, como antes otros habían creído en la ira de Dios.
Vivían en bungalós con jardines traseros casi pegados a las montañas. Los fines de semana, para prevenir el riesgo laboral que podía suponer pararse a imaginar su propio cerebro en acción, asaban carne, comían ensalada de col y contemplaban a sus hijos jugar entre los aspersores que ponían un arco iris sobre sus empapadas cabezas. Esto, los que tenían hijos, ya que muchos habían ido solos, dejando atrás a cónyuges o parejas que tenían su propio trabajo, urbanitas para los que el desierto sólo era algo que se cruza en coche para ir de una ciudad a otra. Constituían un grupo bien avenido que, en sus ratos de esparcimiento, procuraba evitar el tema de la memoria. Tenían todoterrenos que conducían por las abruptas montañas haciendo crujir el pedregal con las ruedas que, a veces, reventaban, y entonces los hombres se arremangaban y las mujeres sacaban el mapa y, haciendo compás con el índice y el pulgar, calculaban la distancia hasta la gasolinera más cercana.
Donald hacía imitaciones. Daba unos pasos de baile arrastrando los pies, doblaba una rodilla, abría los brazos y preguntaba: «¿Quién soy?» Utilizaba todo el cuerpo, no sólo la cara y la voz. Blandía un micrófono invisible, daba una vuelta y agachaba la cabeza. Arrastraba una pierna, levantaba un hombro y sacudía la ceniza de un cigarrillo imaginario.
La ciudad más cercana se llamaba Hillcrest. Era una de esas ciudades construidas en medio de la nada, para un solo fin y con una fuente de un agua sospechosa. Ray le dijo a Samson que Clearwater recibía las provisiones de Los Ángeles, en un camión, todas las semanas: botellas de Perrier, baguetes tiernas, café y salmón refrigerado. Los del laboratorio iban a la ciudad por aburrimiento, a pasear por el centro comercial y la tienda de beneficencia de la Asociación Cristiana. Era una ciudad que se paralizaba al toque de silencio. La gente se paraba en los cruces para saludar al sol que se ponía en un cielo nuclear. «Fin de la jornada, el sol se ha ido.» Después de la Guerra Fría, la ciudad se anunciaba como un oasis para el retiro: elevación espiritual en la zona alta del desierto, trescientos cincuenta días de sol al año, nula contaminación, treinta y cinco iglesias, actos comunitarios, la puerta a infinidad de lugares de diversión. Hillcrest se asentaba en un ángulo de la más extensa propiedad del ejército, cuarenta mil kilómetros cuadrados de territorio dedicado a pruebas de misiles. «Todo marcha bien, descansa tranquilo, Dios está cerca.»
Él estaba allí, pero podía marcharse en cualquier momento.
Donald era un input, uno de los varios voluntarios seleccionados para donar un recuerdo elegido, de común acuerdo, entre ellos y los laboratorios Clearwater. Los esquemas neuronales, las sinapsis detonantes, axón a dendrita, eran destilados en miles de millones de shards de datos y almacenados en gigas. Hecha la donación, el input se marchaba en un coche de alquiler con un generoso cheque en la cartera.
Donald expectoró y miró alrededor, buscando donde escupir.
—Lo que yo digo es que, si miras la ciudad de Estados Unidos que más deprisa crece, ves que, antes o después, ha de llegar a un punto determinado. De haber comprado treinta kilómetros más cerca, habría tenido que esperar menos, pero pagando más por hectárea. Así que preferí esperar treinta kilómetros más. Mayor beneficio —se frotó el índice con el pulgar—, más pasta. Tú ya me entiendes.
Donald imitaba a Jack Nicholson, a Wayne Newton y a Marlon Brando. En la ducha, podía imitar a Elvis.
—Éste es fácil —dijo mirando a Samson. Se desnudó, abrió el grifo y se puso a gritar. Las imitaciones no eran tan interesantes por lo logradas (Samson tardaba en identificarlas y, a veces, no lo conseguía, fallo que Donald atribuía a su «problema» de memoria) como por la vitalidad que imprimían en el por lo demás abúlico rostro de Donald—. ¿Me miras a mí? —añadió apuntándolo con una pistola imaginaria.
Eran las cinco de la tarde, y Donald se aburría después de haber explorado en vano la piscina de Clearwater en busca de sangre joven. En el complejo residía un puñado de hijas de investigadores, adolescentes de melena lacia, tan ansiosas de novedad que hasta se habrían avenido a hablar con Donald, pero que entre semana eran llevadas en autobús a escuelas de nombre indio. Donald no hacía más que interrumpir la lectura de Samson del último número de Time —People empezaba a cansarlo—, tratando de convencerlo de pagar a medias un taxi para ir a Las Vegas. Repetía que aún llegarían a tiempo de ver un espectáculo.
—¿Qué prefieres? ¿Magia? ¿Quieres chicas? Elige. ¿Animales amaestrados?
Samson volvió la página.
—Esta noche dormimos allí y mañana, a la hora del almuerzo, estamos de vuelta —prosiguió Donald—. Ni se enterarán de que nos hemos ido. Y además, ¿qué puede importarles? Ya hemos firmado los papeles.
Samson había firmado un acuerdo, que Ray le había presentado en Los Ángeles, por el que se comprometía a no hacer revelación alguna acerca del proyecto, y un impreso autorizando a los laboratorios Clearwater a estudiar su cerebro, nada más.
—A ver si lo adivino: tú no has estado en Las Vegas. Mira, tenemos que predicar la palabra. Educar a la gente para la buena vida, la vida sana. Menos póquer y estriptís y más campos de golf de dieciocho hoyos, buenos colegios y una cojonuda pista de hielo cubierta. Te estoy hablando de una ciudad que ha puesto aparatos de ultrasonido en los árboles para que los pájaros no se caguen en la gente inocente. Te lo digo yo, esa ciudad crecerá hasta lo increíble. La ciudad más grande de la tierra. Ríete de todas esas historias de la China. Sencillamente —concluyó Donald, espatarrado en la cama—, se trata de simonizar a las masas.
—Galvanizar —lo corrigió Samson, volviendo otra página.
—¿Qué?
—Galvanizar a las masas.
—Vale. Lo que tú digas.
En la voz de Donald había algo que hizo que Samson levantara la mirada de la lectura. Sus ojos se encontraron y los de Donald, húmedos y de un azul muy pálido, casi parecían incoloros a la luz de la tarde. Eran ojos de hambre, de perro, a los que nada escapa, ojos que habían eliminado el color para que no se adivinara en ellos la sombra de un oscuro poder.
—Si no te importa, te llamaré Sammy. —El nombre, como todos los diminutivos, revelaba un deseo de familiaridad—. ¿Qué me dices del plan, Sammy? Pedimos un taxi y dentro de una hora estamos en Las Vegas.
—No me convence. Me parece que esta noche me quedaré a leer.
—De acuerdo, Sammy, como quieras.
No había muchas cosas que hacer en Clearwater. Estaba la sala de juegos para la juventud, donde los técnicos del laboratorio jugaban partidas de un ping-pong torpe pero competitivo. También tenían vídeo, televisor de pantalla grande y una colección de películas. Una parabólica captaba una red de cuatrocientos canales, la mitad, en español. Los canales porno, dijo Donald, estaban bloqueados.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Sammy? —dijo Donald al cabo de unos minutos.
—Sí.
—¿Qué te pasó en la…? —Se dio unos golpecitos en la cabeza.
—Tenía un tumor. Era benigno, pero me afectó la memoria. Veinticuatro años de vida que no recuerdo. —Sonaba como si le hubiese ocurrido a otro, a una de las celebridades de las revistas, que siempre parecían estar sobreviviendo a desgracias, caídas desde ventanas, graves accidentes de automóvil, experiencias que, según afirmaban, canalizaban en su arte.
—Jo… —Donald aspiró entre dientes y se sentó en la cama, doblando sus varicosas piernas sobre el borde del colchón—. ¿Y no te ha vuelto nada?
—Nada. Cuando me encontraron, que por cierto fue no muy lejos de aquí, no recordaba ni mi nombre. Pero una vez que me extirparon el tumor recuperé recuerdos de mi infancia. Hasta los doce años. —Había dado infinidad de veces esa explicación, hasta que quedó reducida a unas cuantas frases, una historia que, como todas las historias verdaderas, perdía algo en cada relato.
—Estoy tratando de imaginarlo —dijo Donald.
Por las rendijas de la ventana entraba una luz de color ladrillo. Si en el cielo había alguna nube, sería una puesta de sol hermosa. Era la regla básica, había dicho Ray, ya que la luz necesita algo en lo que reflejarse.
—¿Tenías familia?
—Esposa.
—¿Y no la recordabas?
—Para nada.
—¿Y ahora?
—Somos amigos.
Donald se frotó el pecho sobre el corazón, haciendo rechinar ligeramente el vello.
—Supongo que antes la querrías, ¿no?
—Sí, estoy seguro. Es encantadora. Imagino que nuestro matrimonio no debía de ser perfecto, pero, por lo que sé, nos queríamos.
—Es como si hablaras de otra persona, Sammy. Como si tú fueras un jodido tercero, y no te enfades. Debe de sentirse muy sola. Hoy duermes con ella y mañana, zas, es una perfecta desconocida.
—En cierto modo, para ella ha sido peor. Pero hace casi once meses que me operaron, y ahora la quiero de otra manera.
—Si antes la querías, puedes volver a quererla.
—No es tan fácil.
—Nunca es fácil. —Donald se levantó y fue a vestirse. Ponía la ropa encima de la cama, como el que se prepara para un crucero.
—¿Y tú? ¿Casado?
Donald levantó tres dedos.
—Tres veces. La primera, demasiado joven, y la última, demasiado viejo. Ella tenía veinticinco años; duró cuatro meses.
—¿Y en medio?
Donald se abrochaba una camisa hawaiana color azul, metió la mano por el cuello y se frotó el pecho. Por lo visto, hacía ese gesto cuando algo lo conmovía o desconcertaba.
—Es una larga historia. ¿Qué te parece si te la cuento por el camino?
—Es que no voy.
Donald se encogió de hombros mientras se subía los calcetines.
—Como quieras. —Recogió las monedas de la mesita de noche, se las metió en el bolsillo y cogió un llavero con suficientes llaves para una pequeña flota de automóviles y una comunidad de casas de lujo para jubilados a las puertas del desierto.
—¿Para qué tantas llaves? —se interesó Samson.
Donald las levantó y las hizo tintinear contemplando cómo relucía el metal. Sonrió, las arrojó al aire y las atrapó al vuelo.
—Con los años, un hombre adquiere propiedades. —Se echó hacia atrás la cabellera gris acero, que le daba un aire distinguido—. Vamos, la última oportunidad…
Samson negó con la cabeza.
—Que te diviertas —dijo.
Donald cruzó la habitación con paso firme y abrió la puerta. La luz se esparció por el suelo.
—No digas que no te lo advertí, Sammy. La ciudad más grande. Una auténtica Shanghái.
Al día siguiente de su llegada, Ray le había enseñado el laboratorio y presentado al personal que encontraban a su paso, científicos y técnicos de distintas especialidades.
—Samson Greene —decía Ray—. Vamos a examinarlo para output —añadía, y los hombres y mujeres de bata blanca interrumpían lo que estuvieran haciendo y se levantaban para saludarlo. Ray conocía el nombre de todos. Se interesaba en el trabajo que estuviesen haciendo, contestaba a preguntas, hacía chistes, resolvía problemas. Se movía ágilmente, todo nervio y elasticidad, como si su cuerpo respondiera a una gravedad distinta. Samson lo seguía por los pasillos y las salas silenciosas, a cual más fría. Pasaron junto a un tabique de cristal, detrás del cual un técnico con guantes de algodón blanco, rodeado de una caótica masa de cables y cajas metálicas, hacía desfilar columnas de números por una pantalla.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Samson.
—Parece un tinglado que un chalado haya montado en el sótano de su casa, ¿verdad?
—Más o menos.
—Es un superordenador que conecta miles de microprocesadores formando una red de reacción instantánea —explicó Ray—. Cada procesador tiene unas cinco gigas de RAM que funcionan sobre un bus de memoria de 4 GHz. Con el reloj de las CPUs a poco más de tres gigaherzios, el conjunto puede manejar, a carga optimizada, unos diez teraops. Probablemente no sepas lo que significan estas cosas, pero te daría vértigo. Tiene una potencia asombrosa. Sólo refrigerarlo cuesta un dineral. —Dio unos golpecitos en el cristal, pero el técnico no levantó la cabeza—. No me oye. Ese hombre se encuentra más allá de las palabras. Trabaja en otra esfera.
Dio otro golpe y entonces, como por ensalmo, la pantalla se oscureció y apareció en ella un cerebro tridimensional que parecía girar libremente en el espacio. Era una imagen vívida, hiperreal. En sus lóbulos palpitaban señales incandescentes de actividad: era una mente captada durante el acto de pensar, desligada de cualquier otra función, sin sangre, ni aliento, ni corazón que la activara. Mientras veía orbitar aquel cerebro, Samson sintió que le flaqueaban las rodillas. Sobrecogía contemplar un cerebro en el acto de recordar. De pronto, todo lo que Ray le había descrito en aquella casa con vistas a Los Ángeles se concretaba en hechos. Entonces, como por efecto de una descarga eléctrica, Samson comprendió que había ido al desierto para recibir el futuro. Estaba empañando el cristal con el aliento.
—Hace frío aquí dentro —dijo, sintiendo que se le ponía piel de gallina.
—Sí, un jodido frío glacial.
Samson iba al laboratorio todos los días, a que le estudiaran el cerebro. Le hacían entrar en una cabina, le protegían los ojos con unas medias pelotas de ping pong sujetas con cinta adhesiva, le embadurnaban la cabeza de crema conductora y le ajustaban un casco. Cerraban la puerta de acero de doscientos kilos y él se quedaba solo, a oscuras, escuchando las instrucciones que le daban por los altavoces, pensando. Era emocionante ser objeto de tan minuciosa atención, saber que al otro lado de las paredes de acero un equipo de científicos seguía las corrientes que circulaban por su mente, las migraciones de sus pensamientos por los hemisferios del cerebro. De vez en cuando entraba alguien a conectar un electrodo que se había soltado. Le ponía las manos en la cabeza, como bendiciéndolo.
Otros días Samson inhalaba una sustancia radiactiva y se tendía en las entrañas de una máquina que hacía fotos de las radiaciones gama de positrones que colisionaban con electrones mientras la sustancia se esparcía por su cerebro. Después le enseñaban las imágenes, pero por más que miraba no encontraba ni indicio del espacio vacío al que él había vuelto una y otra vez, en busca de refugio, desde que había despertado a su vida. Un día, al salir del frío y oscuro laboratorio al calor del desierto, se preguntó si aquel vacío que con tanto empeño había estado defendiendo sería, más que falta de memoria, una memoria en sí, el blanco y resplandeciente potencial que existía antes de su nacimiento. El espacio vacante que posee el niño en sus primeros momentos, cuando la conciencia despierta en respuesta a una pregunta no formulada.
Cuando no se le necesitaba en el laboratorio, Samson, provisto de una guía, hacía excursiones por las colinas que se alzaban detrás del laboratorio, identificando plantas y rastros de animales, descubriendo marcas de glaciares en las rocas. Cada día se aventuraba más lejos, señalando el camino con piedras. Ignoraba qué lo había llevado al desierto aquella primera vez, ni si aquélla había sido la primera vez, cuando la policía lo recogió, un hombre sin pasado, medio muerto, que caminaba bajo el sol de mediodía. Probablemente había llegado hasta allí por casualidad, pero, en tal caso, al dejar atrás las últimas casas y encontrarse en medio de un vacío inmenso, debió de sentir alivio, porque ahora podía moverse por un paisaje que no sólo estaba en armonía con su mente sino que la sobrepasaba en desolación. Quizá, al encontrar por fin la faz calcinada de su propia mente, sintió un vértigo de gratitud. O quizá su mismo ego había sido destruido junto con su memoria, de manera que ya era incapaz de distinguir entre sí mismo y el mundo y, al llegar al desierto, le pareció que se fundía con él. Quizá lo que los policías habían tomado por inexpresividad era el éxtasis de haber alcanzado la libertad absoluta, de haberse convertido en aire. Y entonces, justo cuando iba a disolverse en la nada, lo habían hecho volver tirando de un hilo y él había despertado dentro de la caja cerrada de su mente, mirando un reloj de pared que marcaba las 3.30.
A veces, a última hora, Samson visitaba a Ray en su despacho. Encontraba al doctor abstraído ante el ordenador. Ray permanecía alerta durante todo el día, como quien se sabe más inteligente, el que, sin que apenas se note, controla cuanto ocurre alrededor. A Samson le gustaba encontrarlo así, desprevenido; lo sentía más próximo. Una vez, Ray se pasó tanto rato sin decir nada que Samson empezó a dudar de que hubiera advertido su presencia.
—¿Ray?
El doctor se volvió.
—Samson. Perdón, termino este mail. Es para un colega de San Diego —dijo tecleando ágilmente—. Un tipo extraordinario. Lo sabe todo sobre el hipocampo. Es el número uno mundial en hipocampo. Sabe más cosas de una simple estría de los ventrículos laterales del cerebro que de sus propios hijos. —Echó el cuerpo hacia atrás y pulsó una tecla con gesto de pianista—. Bien. Ya está. —Señaló la silla que estaba al otro lado de la mesa—. Siéntate, Samson. Esta tarde, pensando en ciertas cosas, me he acordado de ti.
—¿Pensando en qué cosas?
—Lo de siempre. Todo ese asunto de la soledad.
—¿Piensas que me siento solo?
—¿Te sientes solo?
Samson se encogió de hombros. En el estéreo de Ray sonaba, suavemente, música de jazz que le hizo pensar en Anna, a quien una vez había sorprendido tarareando y contoneándose, descalza, a los sones de un saxofón quejumbroso que salían de la radio. Miró fijamente un pisapapeles que estaba encima de la mesa, una estrella de mar encapsulada en cristal.
—Imagino que tú nunca te sentirás solo —dijo—, con tanta gente siempre alrededor, y trabajando en equipo.
—¿Yo? Yo he sido un solitario toda la vida. Desde que puedo recordar, desde niño. A veces, es peor estar rodeado de gente.
—¿En serio? Porque siempre parece… —Ray lo miraba, esperando—. Bueno ¿y tu esposa? Dijiste que habías estado casado.
—Cuando eres joven piensas que el amor es la solución. Y no lo es. Estar unido a otra persona, todo lo unido que se pueda estar, sólo te hace ver la distancia insuperable que os separa.
Samson levantó el pisapapeles y se acordó de su tío abuelo Max, que solía llevarlo a la piscina de la YMCA, donde él chapoteaba y hacía el muerto mientras Max flexionaba las piernas en el agua y le hablaba del amor. Se dirigía a Samson como si fuera un viejo colega, uno de los pocos supervivientes que nadaban asmáticamente unos cuantos largos en un último alarde de energía, un tipo curtido por los elementos. Y él tenía apenas doce años. «El amor —decía Max haciendo asomar a la superficie los nudosos dedos de un pie—, y no el apareamiento, es el objetivo de la especie. Puedes aparearte en cualquier momento. Lo difícil es encontrar el amor», y, siguiendo su rutina de gimnasia acuática, bajaba el pie izquierdo y subía el derecho.
Samson dejó el pisapapeles en la mesa y miró a Ray.
—No sé… Si enamorarse sólo sirve para que te sientas aún más solo, ¿por qué la gente lo desea tanto?
—Por la ilusión. Te enamoras, te sientes embriagado y, durante un tiempo, te parece que realmente el otro y tú sois uno. La unión de las almas, etcétera. Piensas que ya nunca más estarás solo. Pero eso no dura mucho, y, cuando ves que no puedes acercarte más que en cierta medida, la decepción es brutal y te sientes más solo que nunca, porque la ilusión, esa esperanza que habías alimentado durante años, se ha roto.
Ray se levantó y fue a la ventana, y Samson observó admirado de nuevo lo perfectamente planchada que llevaba la ropa: las mangas de la camisa de lino, subidas hasta debajo del codo con pulcros dobleces, la raya del pantalón, afilada como hoja de afeitar. Un hombre inasequible a los efectos del clima.
—Pero lo curioso es que la gente olvida —prosiguió Ray—. Pasa el tiempo y, a pesar de todo, renace la esperanza, conocemos a alguien y pensamos «ahora sí». Y vuelta a empezar. Así pasamos la vida, y, o bien nos conformamos con una relación más o menos satisfactoria, no la compenetración total, sino un entendimiento aceptable, o seguimos intentando hallar la unión perfecta, probando y fracasando y dejando una estela de desengaños, ajenos y propios. Al fin morimos tan solos como nacimos, después de luchar por comprender al otro y hacernos comprender, y de fracasar en lo que habíamos creído posible.
—¿Las personas quieren realmente eso… cómo has dicho, la fusión de las almas, la unión total?
—Sí. O, por lo menos, lo imaginan. La mayoría lo que quieren, supongo, es sentir que el otro los conoce.
—Pero ¿no te parece que, en realidad, estar solo es, en cierta manera… —Samson se interrumpió, buscando la palabra— bueno? —Pensó en Anna, bailando a medio vestir, con la camiseta por las caderas, o mirando por la ventana con aquella expresión que hasta entonces no le había visto, reflejo de una parte de su ser que permanecía inaccesible—. ¿No crees que amar a una persona es una cosa, pero si ello significa renunciar a esa parte de ti que es solitaria y libre…?
—¡Justo, eso es! —gritó Ray—. Cómo estar solo, cómo permanecer libre y sin anhelos, sin sentirse encerrado en uno mismo. Eso —dijo clavando el índice en el aire—, eso es lo que a mí me interesa.
Con movimientos rápidos se acercó, arrimó una silla y, al hablarle, se inclinó tanto hacia él que Samson sintió la necesidad de apartar la cabeza para preservar ese pequeño espacio de barrera intangible que no se cruza más que en la intimidad. A pesar de la simpatía que sentía por Ray y del deseo de cuidar su relación personal, aquella repentina proximidad lo violentaba.
—Eres un caso tan insólito… —continuó Ray. Si advertía la incomodidad de Samson, no lo manifestaba—. No sólo por lo que te ha ocurrido, no sólo por tu estado, sino por tu reacción a la pérdida de la memoria. Has elegido la libertad. Instintivamente. Has cerrado la puerta al pasado y has empezado una vida nueva.
—Tenía un tumor…
—Sí, es verdad, pero después no has querido recuperar tu vida anterior. Le has dado la espalda, sencillamente. Sin ataduras. Debió de ser… Debió de ser… electrizante. Y ahora te enfrentas a las consecuencias. La soledad. Lo sé. Lo vi desde el primer momento. Desde que te recogí en el aeropuerto, lo vi en tu cara.
Samson se palpó la cara, como esperando descubrir qué secretos había revelado, qué cosas había podido ver Ray en su expresión, que él mismo desconocía.
El médico hablaba y él escuchaba. El árido calor que aletargaba el pensamiento de Samson parecía fraguar el de Ray en estructuras perfectas, concisas, limpias de fárrago. Cautivaban e inquietaban al mismo tiempo la soltura y la persuasión de su discurso, como si lo tuviera ensayado, a pesar de que no carecía de espontaneidad. Pero, por encima de todo, Ray parecía poseer el don de la oportunidad. Porque hablaba de la soledad humana, de la intrínseca soledad de una mente elaborada, filosófica y hasta poética que se resiste a comprender al otro, una mente consciente de que la plena compenetración es un imposible. Hablaba, en suma, de la desgracia de poseer una mente que comprende que siempre será incomprendida.
—El dolor de los demás siempre es una abstracción —insistió Ray—, algo de lo que sólo podemos dolernos partiendo de nuestra propia experiencia. Pero, por ahora, la verdadera empatía es imposible. Y, mientras lo sea, el individuo seguirá sintiendo la propia existencia como una aventura singular, y sufriendo por ello.
—¿Y haciendo sufrir al otro?
Ray asintió.
—Espantosamente.
Seguía sonando el jazz, con suavidad y, en el exterior, el desierto era el teatro de Ray. Cuando, al fin, Samson se fue hacia la Casa de Baños, dando traspiés en la oscuridad, sentía un vacío en el estómago y un hormigueo en la piel que no se debían sólo al esplendor de las estrellas y el mordiente del aire. Pese a las teorías de Ray, intuía que éste lo comprendía plenamente y que él, a su vez, había entrevisto la mente de un hombre al desnudo.