Cuando salieron de la ciudad, Ray metió la quinta marcha a ciento treinta por hora, masticando pipas de calabaza que sacaba del bolsillo y escupiendo las cáscaras por la ventanilla. Iba enunciando los nombres de la torturada vegetación que crecía junto a la carretera: creosota, salvia y los primeros y raquíticos árboles de Josué que, con sus brazos retorcidos, en otro tiempo guiaban a los creyentes por el desierto.

Pararon en un puesto de cactus en el que había un móvil de campanillas que tintineaban al viento. Un adolescente con gorra de béisbol roja decía a los turistas «Regar una vez al mes», sabiendo que la plantita que le compraban a modo de recuerdo moriría a los pocos días de viaje, deshidratada y asada, en el posavasos del coche.

El puesto estaba al lado de una gasolinera, y, mientras Ray repostaba, Samson llamó a Anna desde una cabina. Ella estaba a punto de salir. Un amigo ornitólogo la llevaba al parque para enseñarle unos halcones colirrojos que habían anidado en una ventana de la Quinta Avenida. Un grupo de amantes de los pájaros los observaba con telescopios día y noche.

—¿Anoche estabas con él?

—¿Qué dices?

—Te llamé y, como no contestabas, pensé…

—Estaría durmiendo. Tengo el sueño pesado y el teléfono está en la sala, ¿recuerdas? No lo oí.

—Oh. Aunque, si hubiera otro, lo comprendería…

Anna no respondió, y Samson no estaba seguro de lo que significaba el silencio.

—¿Cómo va todo? —preguntó ella. Samson la imaginó en la cocina, enrollando el cable del teléfono en la muñeca.

—Muy bien. Acabamos de salir de Los Ángeles. Te llamo desde… —miró un indicador de la carretera— Lancaster. En realidad, ya estoy en el Mojave.

—¿El Mojave? Creí que el doctor Malcolm estaba en Los Ángeles.

Ray lo miraba desde el coche, agitando una mano, con una sonrisa.

—Y estaba. No puedo hablar mucho rato, Annie. Ray me espera. —Calló, confuso—. ¿De dónde he sacado eso? ¿Así te llamaba?

Silencio.

—No.

—No te gusta.

—Me gusta, sí. Así me llamaba mi hermano.

Samson no recordaba al hermano de Anna, un hombre con unos ojos y una boca iguales a los de ella. El que Anna no hubiera mencionado a su hermano hasta ese momento hizo que Samson sintiese celos, como si se tratara de un viejo amor del que ella guardaba la foto.

—Yo te llamaré de otro modo —dijo rápidamente—. Lo que quería decirte es que este equipo de investigación trabaja en un laboratorio que está en un rancho, en el desierto, a unas tres horas de Los Ángeles. —Construido en los años cuarenta, como balneario, le había explicado Ray, por un magnate que pensaba atraer a clientes ricos con las virtudes terapéuticas del semiárido clima, baños minerales gracias a las sales del lecho de lagos secos, grandes espacios, montañas escarpadas y flores silvestres. El rancho había estado abandonado durante años, hasta que Ray y sus colegas encontraron a la hija del magnate, entonces la propietaria, que ejercía de maestra en San José. El laboratorio conservaba el nombre del antiguo balneario, Clearwater.

Samson vio una cosa translúcida correr por la tierra endurecida: un escorpión.

—Está en pleno desierto. La población más cercana es una base militar.

Esperó a que ella dijera algo. Durante el último mes, cuando Samson aún estaba en Nueva York, Anna parecía querer distanciarse de él, no tanto romper como liberarse de la ansiedad que la oprimía desde su desaparición. Después de la operación, durante meses, había tenido pesadillas, soñaba cosas que no quería verbalizar. Sueños dentro de sueños, decía, sin saber si dormía o estaba despierta. Al parecer, ahora trataba de salir adelante, resistiéndose a ceder a sus sentimientos hacia él, al deseo de salvarlo.

—¿Y cuál es el objeto de la investigación? —preguntó al fin—. ¿Crees que te ayudará a recordar?

Había vuelto a volcarse en el trabajo. Se quedaba hasta tarde, atendía a esquizofrénicos, paranoicos y psicópatas y les servía zumos en vasitos de papel. Adiestraba al personal. «Nunca te pongas entre ellos y la puerta.»

—No; en realidad, no se trata de eso. Él quiere, más que nada, estudiar mi cerebro.

—Tengo que darme prisa, voy a llegar tarde. ¿Hay teléfono?

—Te llamaré cuando llegue. —Samson guardó silencio mientras un camión salía a la autopista—. Anna, este hombre, Ray, está ampliando el conocimiento de la mente, habla de cosas que yo nunca habría creído posibles. Hay… no sé… nobleza en todo esto.

—No lo dudo. El doctor Lavell dijo que es brillante, ¿no? Si te interesa lo que hace y tienes la oportunidad de participar, magnífico. —Cuando ella había contestado al teléfono, a Samson lo había sorprendido sentir su voz tan vívida y próxima, pero ahora sonaba mate y distante—. Sobre todo, cuídate.

El escorpión volvió a pasar, en sentido opuesto, con la cola levantada. La voz grabada de una operadora avisó de que la comunicación finalizaría al cabo de un minuto.

—Mi tarjeta se está agotando… —Samson deseaba hablarle de lo que había sentido la noche anterior. No con respecto a Lana, sino al sentimiento en sí que, rápidamente, como se esparce el borrón de tinta sobre el papel, había trascendido de aquella muchacha, delgada y vital, convirtiéndose en puro anhelo.

—¿Samson?

—¿Sí?

—Por si te interesa, solías llamarme Annabelle —dijo ella cuando ya iban a colgar—. Y a veces cambiabas el final. Annabear. Tonterías así.

Cuando Samson volvió al asiento del acompañante, Ray le dio una barrita de cereal y un boleto de lotería.

—Rasca en los cuadraditos. Si hay tres iguales, has ganado.

Samson rascó la cera plateada con la uña.

—¿Idilio telefónico? —preguntó Ray mirando atrás.

—Mi mujer. —Dos parejas, pero el quinto cuadrado era nulo.

—Bah, mala suerte —dijo Ray.

Había una película, pensaba Samson, una comedia negra, en la que Ray habría podido hacer el papel de Dios. Bienhechor. Omnisciente.

Sin recuerdos que la enturbien, la mente posee una percepción diáfana. Cada observación se destaca con nitidez. Al principio, cuando la página está en blanco, sin mancha, sólo existe el momento presente, cada detalle es vital, cada color, una sorpresa revelada por la luz. Como fotogramas de una película. La mente, abierta al mundo, sin descanso, profundamente impresionada, y hasta herida, por él, no velada todavía por la memoria.

Eso le explicaba Samson a Ray. Salieron de la autopista a una carretera de dos carriles, manchada de aceite. A lo lejos apareció un cono de toba, prehistórico. Samson dijo que, a veces, de repente, se le dormían las manos. Quedaban aisladas del corazón. A Ray se le podían explicar esas cosas, era médico, tenía estudios, lo comprendía a uno y deseaba ayudarlo. Era un hombre que dedicaba su vida a la ciencia, que practicaba la disciplina de la renunciación, sacrificándolo todo de una vez, o poco a poco. Había religiosidad en su actitud. La sangre no le llegaba a las manos, continuó Samson, no pasaba de los codos. También habló de su propio proyecto: puesto que había despertado en el vacío, le producía un oscuro placer seguir renunciando, al hogar, a la esposa, a toda una ciudad, hasta que no le quedara nada.

—¿Y entonces? —preguntó Ray.

Pistas de tierra surcadas de roderas partían de la carretera en dirección a las montañas. En un valle aún se conservaban las huellas de los tanques del general Patton. En la Luna —eso lo había leído Samson en un libro—, una pisada se mantendría intacta dos millones de años. No hay viento. Fósiles en el suelo del desierto, la impronta de peces del pleistoceno, con sus finas raspas. Más bella la ausencia que el pez desaparecido.

—¿Y entonces? ¿Y cuando hayas renunciado a todo? —insistió Ray, golpeando el volante nerviosamente y alcanzando ya los ciento cuarenta—. ¿No deberías pensar en poner la primera marca?

Esa conversación la mantendrían una y otra vez, hasta que, al fin, Ray le hizo estallar una bomba en la cabeza. Pero en ese momento viajaban a toda velocidad hacia la nada, y aunque Samson aún no sabía lo que quería decir Ray, en cierto modo se sentía comprendido.

Pronto, todo fue terreno llano. «El desierto es un artista del hambre» recordaba haberle oído decir a Ray; «Renuncia a todo». Después ya no estaba seguro de que Ray hubiese dicho eso; a veces, era como si Ray estuviese dentro de su cabeza.