A las ocho, cuando Ray llamó a la puerta, Samson estaba mirando por la ventana la piscina semivacía. Siempre había deseado tener piscina. A los seis años se le ocurrió cavar un hoyo en el jardín de atrás. «Estoy haciendo una piscina», le dijo a su madre. Ella levantó la mirada de la revista que estaba leyendo. El sombrero de paja le protegía la cara del sol. «Qué bien. Voy a ponerme el bañador», respondió.

—No tengas prisa —dijo Ray.

A la luz del día, la casa parecía más vieja y descuidada que la víspera. La pintura blanca de la fachada estaba desconchada, y había manchas de humedad.

—La construí en mil novecientos setenta. Entonces era muy moderna —explicó Ray, que transportaba una tetera con tisana y un bol de frutas. Samson lo seguía hasta el patio, donde había una mesa y varias hamacas de ésas hechas con tiras de plástico, que dejan verdugones en las piernas—. Contraté a un arquitecto famoso, del que ya casi nadie se acuerda. La casa salió retratada en varias revistas. Mi esposa tenía que reñir con él por todo. Él quería colgar de unas cuerdas el cuarto de los niños, que bajarían mediante un sistema de poleas. Imagínate, niños de dos y cuatro años haciendo de Tarzán.

Un cortacésped zumbaba a lo lejos.

—Yo había comprado el terreno hacía cuatro o cinco años —continuó Ray—. En él habían construido una especie de rancho para una serie de televisión. Al principio vivíamos en el rancho, pero queríamos derribarlo en cuanto tuviéramos el dinero para hacer la casa, de modo que no nos permitíamos muchas comodidades. Lo gracioso es que, cuando nos instalamos en la casa nueva, ya nos habíamos acostumbrado a prescindir de muchas cosas y vivíamos aquí como de prestado.

Samson descubrió de pronto qué era lo que le había estado sugiriendo aquel lugar desde su llegada. Ray había derribado la casa que aparecía en una serie de televisión y, en su lugar, había construido un plató.

—Es muy bonita, desde luego. Pero no parece muy cómoda para una familia.

—Cierto. —Ray echó el cuerpo atrás con la actitud del hombre que ha levantado un imperio y ello le permite ser magnánimo y reconocer sus errores—. Tendría que venderla, porque casi nunca estoy aquí. Pero al menos la encuentro esperándome cuando vengo. Aquí crecieron mis hijos. Guarda recuerdos.

—Debe de ser una carga.

Ray agitó la bolsita de las hierbas y la sacó de la tetera. Miró a Samson.

—¿Te refieres a los recuerdos o a la casa?

—A las dos cosas.

—Todo tiene sus aristas. Has de moverte con precaución. A pesar de todo, le tengo cariño a esta casa. La comparo con una mujer a la que hubieras amado y que te tratara con desdén, pero a la que tuvieses que agradecer haber dado cierta forma a tu vida.

Samson contemplaba la vista. Se preguntaba si en su vida habría podido haber otra mujer antes de Anna, una mujer a la que hubiese amado y que lo hubiera rechazado. Si era así, su huella se había borrado con todo lo demás. Hizo visera con la mano para proteger los ojos del resol.

—¿Tu investigación la llevas a cabo en el desierto?

—Sí. En Nevada.

—¿Qué hay allí?

—Nada, matorrales, bases militares, burdeles y casinos de poca monta. Barato y sin vecinos.

Samson ya casi podía imaginarse dentro de una película, un personaje tan frío e imperturbable como Bogart, que no se asusta de nada.

—¿No debería hacerte alguna pregunta? Imagino que lo que haces allí es legal…

Ray se echó a reír.

—Perfectamente legal.

—No te ofendas, me pareces buena persona. —Samson desvió la mirada, incómodo. Había querido situarse en el mismo plano que Ray, para que éste comprendiese que era un tipo decidido, y había quedado como un ingenuo—. Sí, una buena persona, Ray. Decías que no hay vecinos.

—Gracias. No. Tenemos un laboratorio, una instalación bastante completa, dedicada a un único proyecto.

—¿Tu proyecto?

—Sí, podríamos decir que es mi proyecto. Llevo años trabajando en él. Pero ahora somos un equipo. A este nivel, la ciencia exige una colaboración amplia, la suma de conocimientos de especialistas de distintas ramas. —Se llevó el tazón a los labios y bebió sin dejar de mirar a Samson. Cuando volvió a hablar, lo hizo bajando el tono de voz—. Joder, estamos tratando de conseguir algo increíble: penetrar en el cerebro como nunca se ha hecho. Es verdaderamente fabuloso.

—¿En qué consiste exactamente ese proyecto? Imagino que es la pregunta de los veinte millones de dólares, ¿no?

—Cien millones.

—¿Qué?

—Una pregunta de cien millones de dólares, y sí, debes hacer preguntas y yo voy a darte las respuestas. No se le puede pedir a un hombre que lo deje todo y viaje más de cuatro mil kilómetros sin darle una explicación.

—Conforme. —Samson asintió con la cabeza. Se sentía aliviado, pero no sabía por qué. Tenía la impresión de que Ray estaba de su parte, y ahora él, a su vez, quería estar de parte de Ray—. En realidad no tenía mucho que dejar. No hacía nada en Nueva York.

—En tal caso, es una suerte para los dos que te haya encontrado en este momento. Por cierto, lo que importa es que hablemos de ti. Porque me parece que ahora eres un gran experto en el tema de la memoria. Si anoche te dije que podías tomarte esto como unas vacaciones, ahora rectifico. No quedarás libre hasta que me hayas hablado de lo que pasa dentro de tu cabeza. Digamos que me lo debes.

Samson levantó el tazón en un desenfadado brindis y bebió el resto de la tisana.

—Por cierto, ¿qué es esto?

—Cardo. ¿Damos un paseo?

El aire aquella mañana de finales del invierno en California, donde para ver nieve hay que agitar una bola de plástico y contemplar cómo se posa sobre el portal de Belén, ya era cálido. Pasaron por delante de senderos de entrada para coches con cámaras de vigilancia, jardines con estatuas y setos y arbustos recortados en forma de animal. Un descapotable rojo los adelantó. El conductor sacaba el brazo para sentir la brisa. En el estéreo sonaba Stevie Wonder, Very Superstitious.

Al día siguiente, Samson sudaba dentro de un taxi. El calor subía del asfalto que se cocía lentamente bajo la vasta ciudad. Avanzaban por la autopista despacio, en medio del tráfico de mediodía, y Samson miraba con curiosidad los otros coches, buscando proxenetas y estrellas de cine. Iba pensando en todas las cosas que le había dicho Ray. Según la tradición monástica, el desierto es un lugar sagrado en el que coexisten el ser y la nada. Un lugar de prueba en el que se borra la individualidad para acceder a un estado superior. Buscando algo con lo que representar la desolación, Samson pensó en una cabina telefónica en medio de la nada, en la imagen de una película que había visto, donde una muchacha con botas vaqueras que masca chicle pide monedas para hacer la única llamada que admite la cabina, la llamada de los extraviados y los desaparecidos, durante la cual entre silencio y silencio sólo se oía el viento o los bombarderos fantasma romper la barrera del sonido.

Una muchacha de cabello rubio y rizado recogido en una coleta se arrellanó en el asiento del coche que estaba al lado del taxi, mientras coreaba la canción que emitían en la radio. Cuando se volvió, Samson le guiñó un ojo. En un primer momento, la muchacha se mostró sorprendida, y él también, pero luego ella sonrió y agitó unos dedos que terminaban en unas uñas color de rosa de cinco centímetros. La caravana avanzaba lentamente y ellos sonreían y saludaban con la mano cada vez que volvían a coincidir después de dejar de verse durante un rato.

—Pídale el teléfono —le animó el taxista, sonriéndole por el retrovisor.

—Tengo novia —repuso Samson, eludiendo la conversación, sin dejar de mirar a la chica.

—¡Dos novias! —exclamó entre risas el taxista, que procuraba mantenerse a la altura del coche en que iba la muchacha. Cuando llegaron a la salida y tuvieron que desviarse, todos parecieron lamentarlo: la chica, el taxista y Samson, a quien le habría gustado saber cómo se llamaba. Por lo menos podría haberle preguntado su nombre, de coche a coche.

Subían y bajaban por las calles adyacentes al campus. Samson tenía la dirección de Lana anotada en un papel que llevaba en la billetera. La había llamado desde la casa de Ray, pero ella no había contestado. Probablemente estuviera en clase, pero él decidió ir de todos modos, tras calcular que para cuando llegase Lana ya habría vuelto. Lo enternecía un poco pensar que la muchacha pasaba por esas calles todos los días, con la bolsa en bandolera, ahuecándose el cabello como si acabara de levantarse de la cama.

—¿La novia número uno? —preguntó el taxista, volviendo la cabeza hacia Samson después de parar delante de un edificio de apartamentos color beis.

—¿Eh? Sí —respondió Samson mientras contaba los crujientes billetes que le había dado Ray.

El taxista hizo ademán de cerrarse los labios con una cremallera.

—¡Que haya suerte! —exclamó, y arrancó haciendo chirriar los neumáticos y llevando consigo el secreto de ambos.

Samson llamó con los nudillos a la puerta del apartamento de la planta baja. Como no contestaba nadie, hizo girar el picaporte. La puerta cedió.

—¿Hola? —gritó desde el umbral, y volvió a llamar.

Había un sofá junto a una pared, sillones de mimbre, un dinosaurio hinchable y, en un rincón, un viejo televisor, del que colgaban unos cables. Una voz terrosa y solitaria llegaba no se sabía de dónde, y Samson tardó un segundo en descubrir, por el áspero zumbido que acompañaba los tonos graves, que salía de una radio.

—¿Lana?

No obtuvo respuesta, y siguió el sonido de la radio hasta el dormitorio. Las persianas estaban cerradas, no había más luz que la de la pantalla de un ordenador. Frente al aparato, de espaldas a Samson, vio una figura encorvada.

—¿Hola?

El chico se volvió y tardó más de lo normal en reaccionar a la presencia de otra persona, como si tuviera que ajustar el enfoque para pasar de un plano a otro.

—Ah, hola. ¿Buscas a Lana? Volverá dentro… mierda, ¿qué hora es? —Se miró la muñeca, pero no llevaba reloj—. Dentro de una hora, más o menos.

Hizo un gesto de perplejidad, aunque no necesariamente asociado a la situación, que se borró al instante, y sus facciones recuperaron la flacidez. Alzó la mano hacia una radio que estaba atada con cinta adhesiva a una tubería y bajó el volumen, aunque sólo lo justo para seguir oyendo las palabras del locutor. «El envejecimiento normal del cerebro provoca en los monos una pérdida del veintiocho por ciento de las neuronas.» Se tocó las gafas y se pasó la mano por el revuelto pelo que se le levantaba en la coronilla, la señal del insomne o del que duerme de día.

—¿Sabe ella que venías? —añadió.

«Lo curioso —había dicho Ray— es que, cuando investigamos el cerebro, tenemos que habérnoslas con una inteligencia muy superior a la nuestra.»

—Soy amigo suyo, de Nueva York. Quería darle una sorpresa.

—Ah —dijo el chico, que no aparentaba más de diecinueve o veinte años—. Bien, yo sólo estaba trabajando en… esto. —Hizo girar la silla y miró la pantalla. Pulsó varias teclas, se quedó un momento a la expectativa y se volvió de nuevo, exasperado—. Ya. ¿Quieres quedarte a esperarla? A propósito, soy Wingate.

Samson estrechó la húmeda mano que el chico le tendía y, cuando dijo su nombre, Wingate se animó y retiró unas revistas de una butaca de pana marrón que tenía pequeñas calvas, como un perro enfermo. Samson no conocía ninguna de aquellas revistas: Nuts and Volts y Midnight Engineer.

—Hay que pedirlas —explicó el chico—. Conozco al que escribe la mayor parte de Volts. —Estiró los labios en una breve sonrisa—. Conque eres Samson. Qué fuerte. Lana me ha contado lo tuyo.

El que Wingate supiese quién era él constituía la única prueba que tenía Samson de que no se había equivocado de casa, porque, aparte de unas zapatillas de mujer al pie de la cama y un frasquito de esmalte de uñas en la mesita de noche, nada indicaba que Lana hubiese estado allí. Le habría gustado saber qué había dicho de él.

Wingate charlaba con naturalidad, mesándose el pelo como si buscara algo. No hizo ademán de abrir las persianas ni de encender la luz, y siguieron a oscuras, mientras unas burbujas elásticas como las de una lámpara de lava cruzaban la pantalla del ordenador. El chico hizo una bola con su camisa de franela y la arrojó a un rincón. La radio subió de tono: «Antes de poder probar esta terapia en seres humanos habrá que superar ciertos obstáculos.» De vez en cuando, Wingate parecía aguzar el oído, como el perro cimarrón yergue las orejas tratando de oír a la jauría en el viento.

Wingate le explicó que había llegado de Palo Alto hacía varios meses para alejarse del mundo de los hackers, que parecían tener polvo de silicio en los dedos. Después de graduarse en Stanford, había estado un año sin decidirse a hacer un doctorado. Creaba claves para su tutor y para un sistema operativo llamado Linux, y solía reunirse en la cafetería del campus con individuos de pequeños países balcánicos que trabajaban en el departamento de Robótica o en Sistemas Simbólicos, tratando de descubrir la manera de modelar la conciencia utilizando la teoría del juego y la búsqueda lógica, que veía el mundo en términos de ecuaciones binarias, es decir, uno o cero. Esos tíos llevaban una década en el departamento, explicó Wingate, miraban a las estudiantes altas y rubias como a ejemplares de una fauna salvaje, y conducían coches decrépitos cargados de trastos, a pesar de que su trabajo era intangible, virtual. Tenían un sentido del humor agudo, malicioso y un tanto adolescente que sólo entendían ellos. Procedían de países destruidos por la guerra que enviaban a los más brillantes a formarse en universidades norteamericanas, pero ya no se irían de California. Wingate provenía de las afueras de Chicago, pero lo mismo podría haber sido del otro lado del Telón de Acero. En cuanto puso un pie en Stanford —mientras paseaba, deslumbrado, entre los edificios de estilo colonial español o subía por las colinas hasta un colosal radiotelescopio—, comprendió que había llegado al final del viaje.

Samson no tenía ni idea de qué le hablaba Wingate. Aquel chico le parecía un ser llegado del futuro, un individuo más evolucionado, y sintió un vacío en el estómago al pensar que ésa era la compañía que frecuentaba Lana.

—Yo me crié cerca de allí —dijo, interrumpiendo el monólogo de Wingate. Le habría gustado preguntar, por ejemplo, qué demonios era Linux y cómo era la gente del otro lado del Telón de Acero. Y preguntar cuál era, exactamente, su relación con Lana. También deseaba, por lo menos, oír los nombres de las calles familiares de su niñez, dibujar un mapa y marcar hitos.

Pero sólo dijo:

—Yo era profesor de Lana en Columbia.

Wingate asintió, pero no pareció impresionado. Se levantó de un salto y subió el volumen de la radio. Se quedó con el cuerpo inclinado y las manos en la caja.

«Es la hora de la Radio de la Comunidad Laosiana. Recuerda: mantén la mente abierta y la sintonía a la izquierda.»

—Mierda. Creí que se trataba de otra cosa.

Estuvieron unos minutos escuchando a un hombre que hablaba de inundaciones en la cuenca del Mekong, hasta que Wingate apagó la radio. Las burbujas elásticas se deslizaban por la pantalla del ordenador en convincente emulación de una sustancia con peso y masa.

—¿Qué le ha pasado a tu radio?

Wingate levantó el maltratado aparato y abrió el compartimiento de las pilas, como si la respuesta estuviera escondida ahí dentro.

—No es más que un viejo transistor. Lo desmonté y volví a montarlo. Quería probar si pillaba la emisora pirata de Pasadena.

«Es uno de esos críos que lo desmontan todo para ver cómo está hecho —pensó Samson—. Empiezan poniendo monedas en la vía para que el tren las aplaste y acaban detonando bombas a distancia.»

—Este tío envía su señal a una antena de cincuenta metros de altura instalada en el tejado de su casa y la señal es captada, amplificada y retransmitida por FM. En una frecuencia vacante, en las mismas narices de la Comisión Federal de Comunicaciones. Lo pescaron, pero él lió los bártulos y se llevó el transmisor un poco más allá.

—¿Qué es lo que dice? Parece que se toma muchas molestias.

Wingate se encogió de hombros.

—Es anarquista. Un tío capaz de llegar hasta donde haga falta para llamar la atención sobre algo. Mucha gente lo hace; es fácil conseguir transmisores por Internet. Un chico de Florida se tira catorce horas al día explicando cómo volar cosas. Ése es un bicho raro, pero la mayoría lucha contra el control que ejercen las grandes empresas, son anticapitalistas que pretenden minar el conglomerado mediático. Gente que lucha por sistemas abiertos.

En el desierto, le había dicho Ray, los hippies acampaban junto a las fuentes termales. Chapotean desnudos mientras por encima de sus cabezas crepitaban los cables de alta tensión que transportaban la electricidad a través del valle, y los militares disparaban con sus M16 sobre el polvo. En el desierto estaban los militares y los anarquistas, la ecuación perfecta, la balanza de la Justicia. Y también otros, aguardando su momento: el Ejército Confederado Mexicano, que, escondido como el Che en Bolivia, pretendía reconquistar California con táctica de guerrillas; el brazo norteamericano de la Yakuza japonesa, blandiendo pistolas de pintura en ejercicios de instrucción acelerada; skins que simulaban incursiones a la sombra de los Panamints. Solitarios en espera del Apocalipsis.

Wingate se volvió hacia el ordenador y se puso a teclear, buscando algo que quería mostrarle a Samson. Éste imaginaba una fina red de luz y cristal, hilos brillantes y transparentes que se entrecruzaban y giraban hacia el infinito. De niño, un día hizo tiras de un ovillo de cordel y las pegó con cinta adhesiva a las paredes del pasillo de su casa, convirtiéndolo en una trampa, en la que cayó su incauta madre.

Mirando el enmarañado cabello de Wingate, Samson se quedó un momento con la mente en blanco, incapaz de recordar cómo había llegado hasta ese oscuro dormitorio, quién era Wingate ni de qué lo conocía. Alzando el tono de voz, como si también él tuviera que hacerse oír en el vacío, Samson explicó que no sabía prácticamente nada de ordenadores. A lo máximo a lo que había llegado era a localizar números de referencia en los terminales de la biblioteca. Ni siquiera había conseguido encender el ordenador que había encontrado en su despacho de Columbia. Había sido incapaz de dar con el interruptor.

Wingate parpadeó. Tenía cierto encanto la manera en que, cuando se había lanzado a perorar, el inciso de otra persona parecía desconcertarlo. Como si la conversación no fuera una habilidad innata sino algo que había aprendido a imitar a costa de esfuerzo, igual que el mono cautivo al que se ha enseñado a hacer señas y dar abrazos pero mantiene su ambivalencia.

—¿Cuál es el último año que recuerdas? —preguntó.

—Mil novecientos setenta y seis.

—Joder. —Wingate silbó admirativamente—. O sea, que si te digo… no sé… Irán-Contra, ¿significa algo para ti?

—No.

—¿Breakdance?

—No.

—¿Moon walk?

—Eso sí. Paseo lunar. Lo vi por televisión.

—No; me refiero a esto… —Wingate se levantó y caminó hacia atrás arrastrando los pies.

—¿Qué es?

Wingate lo miró muy serio.

—Lamento ser yo quien te dé la noticia, tío. El cabronazo de Elvis ha muerto.

Lana entró, soltó un grito, lo abrazó, le frotó la espalda y sonrió como para una foto. Samson se sentía viejo y lastimoso, como el tío libidinoso que cruza la ciudad en su Cadillac para llevar a la sobrina favorita al restaurante. Sintió que un espasmo doloroso lo agarrotaba, y buscó desesperadamente una vía de escape de aquel momento. Contuvo el impulso violento e incomprensible de gritar: «¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Hola! ¿Cómo estás?» lo mismo que aquel Lionel Richie oriental que corría por los pasillos del hospital de Lavell, y siguió a Lana hasta la cocina, donde ella sacó de un armario un paquete de seis cervezas. Parecía aún más alta y expuesta a los accidentes y, al mismo tiempo, menos frágil, más bonita de lo que recordaba.

—¿Vives aquí?

Ella estaba sacudiendo en el fregadero la bandeja de los cubitos.

—Lo conocí a la semana de llegar. Así no tuve que preocuparme de buscar habitación.

—Tú te vas a la facultad y él se queda en casa jugando con ese chisme —dijo Samson, bajando la voz—. A oscuras, atiborrándose de bombas y todas esas cosas.

—Ja, ja. Te advierto que es un genio.

—¿Así se llama ahora a eso? Por cierto, ¿qué clase de nombre es Wingate?

—Eh —dijo ella—, me alegro mucho de verte. —Le dio una cerveza y un vaso con hielo.

A la luz que entraba por la ventana, Samson observó un pequeño aro de plata que le atravesaba una ceja.

—Tampoco esta vez han acertado en la oreja.

—Eres un verdadero humorista. Todos lo llaman Winn.

—¿Quiénes son todos? —Él la siguió por la sala y el pasillo sosteniendo la botella como si fuera una linterna.

Estaban sentados a una mesa de picnic de plástico, en la puerta del Indian Sweets and Spices Mart de Venice Boulevard, delante de sendos platos humeantes de tikka masala y korma de cordero, acompañados de chutney y lima en vinagre. Samson no recordaba haber probado la comida india, y tomaba pequeñas porciones con el tenedor. Lana y Winn engullían grandes bocados que rezumaban manchándoles la barbilla. De vez en cuando, jadeaban para refrescar el ardor del picante y regaban con tragos de cerveza los fibrosos trozos de carne. Winn se chupaba los dedos y, con la boca llena, describía a Samson el zumbido y el chasquido con que los servidores desglosaban los datos que emitían los routers, en señales amplificadas, a la velocidad de la luz y de estación en estación, por el fondo del mar. El chico era brillante, poseía magnetismo: si le dabas un cajón al que subirse, era capaz de reunir a una multitud. Samson se sentía decepcionado porque comprendía que le sería imposible establecer con Lana aquella proximidad que había deseado.

Durante los postres, Samson mencionó a Ray Malcolm. Hablaba deprisa, con la mirada fija en un punto situado detrás de ellos, al otro lado de la calle: un letrero electrónico que anunciaba un número de lotería. Cuando se refirió a la investigación que Ray estaba llevando a cabo, Winn se quedó quieto, con el pastel de coco a medio camino de la boca.

Una vez que Samson hubo terminado su explicación, se hizo el silencio, hasta que Winn se puso a hablar en un susurro ronco e inclinado sobre la mesa, como si alrededor hubiera gente escuchando y no sólo el dueño de la tienda y su esposa, que andaban entre los sacos de alubias, nueces y tamarindo seco, arrastrando unas raídas zapatillas.

—A ver si lo he entendido bien: un desconocido te llama en plena noche. Te pide que subas a un avión y cruces el país y, cuando te recoge en el aeropuerto, te dice que trabaja más o menos para el gobierno. Quiere que vayas a un centro de investigación estratégicamente situado en el Mojave, en medio de la nada, porque quiere jugar con tu mente. ¿Tú estás loco? —Una vena azul se le había hinchado en la sien, porque la sangre se retiraba de su cuerpo para alimentar el descomunal cerebro.

—No trabaja para el gobierno. —Cien millones de dólares, había dicho Ray con la misma naturalidad con que se arroja una moneda a una fuente. Una parte la aportaba el gobierno, con carácter de subvención de la Defensa Federal, y el resto inversores particulares; el equivalente al presupuesto de un par de películas de Hollywood—. Y tampoco va a jugar con mi mente. Sólo quiere estudiarla. —Ray tenía una manera de hablar de su caso, de lo insólito, lo extraordinario que era, que hacía que Samson casi se enorgulleciese, al menos un poco, de su triste historial médico, de su cerebro lesionado y de toda aquella jodida historia que, por cierto, le había destrozado la existencia, por no hablar de la de Anna, pero a la que había sobrevivido intacto y casi (como Ray parecía sugerir, aunque no explícitamente) con un don.

—Winn, relájate, ¿quieres? —Lana miró a Samson—. Aquí tienes a alguien que se rige por una profunda desconfianza hacia toda forma de autoridad. Hacia… ¿cómo lo llamas tú, Winn? Hacia toda fuerza centralizadora. Lo que explica por qué, a veces —miró a Winn—, se pone un poco paranoico.

Winn fue a protestar, pero Lana lo disuadió con una mirada, que no era severa sino cariñosa, la clase de mirada tierna de la mujer hermosa que no tiene por qué quererte pero aun así te quiere, la mirada que cierra la boca a un hombre. Su cabello, rubio en la raíz, relucía a la luz de la tarde. El sol se ponía por algún sitio de la ciudad, o más allá de la ciudad, al borde del desierto, donde una cuadrícula de calles desiertas, con los indicadores en blanco, aguardaba a la metrópoli.

—A ver si lo he entendido —dijo ella, y por tercera vez se refirió la historia, de nuevo con pequeñas variaciones—. Ese hombre, ese doctor Malcolm, te llama. Te pide que vengas a Los Ángeles. Te ofrece una buena suma de dinero…

Antes de subir al coche, Samson hizo una foto de la pareja. Posaron de pie, con el letrero de la lotería detrás. Wingate abrazaba a Lana por la cintura. En el momento en que Samson oprimía el disparador, pasó una furgoneta, que borró el número del letrero y puso una ráfaga de incertidumbre detrás de la pareja.

Durante el viaje de regreso, pararon a un lado de la carretera, intrigados por el revuelo que había delante de un centro comercial: coches mal aparcados de los que se apeaba gente que se agolpaba y ponía de puntillas y a la que unos guardias de seguridad contenían sin demasiada energía. El grupo no era muy numeroso, apenas podía considerarse una multitud, y, desde luego, estaba muy lejos de formar una masa compacta cuyas voces pudieran fundirse en un clamor eléctrico, activado por la adrenalina, capaz de desatar la avalancha. Allí todo el mundo —la gente, los guardias de seguridad y la vieja estrella que, finalmente, llegó en una larga limusina— parecía estar representando un papel, decidido a mantener el culto a la celebridad, sin el cual la ciudad quedaría sumida en un marasmo de tristeza y banalidad. La madura estrella de rock se apeó del coche, juntó las manos sobre la cabeza, agitó los puños y dio varias vueltas sobre sí misma. La gente soltó gritos de aliento e hizo como que forcejeaba con los guardias, que dejaron pasar a unos cuantos para que tocaran el borde de la chaqueta del personaje.

—Joder, qué patético —dijo Lana.

—¿Quién es?

—Billy Joel.

—Bromeas —dijo Samson—. Vaya.

Wingate sacudió la cabeza.

—Yo es que no puedo ver esto —dijo—. Cantábamos Piano Man en el coro de séptimo. El tío era mi ídolo.

—¿Billy Joel, tu ídolo? —Lana compuso una expresión de horror—. La verdad siempre acaba por salir.

—Durante un par de semanas. Vamos, no me dirás que Captain Jack no es una buena canción.

Lana enarcó las cejas y se volvió hacia el espectáculo de las últimas, débiles cargas.

Todo el episodio duró dos minutos, Billy Joel desapareció en la megatienda de discos, la pequeña y diligente multitud se dispersó y sólo quedaron las luces giratorias que seguían buscando tenazmente a Billy Joel en sitios en los que nunca lo encontrarían: las ventanas de las casas adyacentes, debajo de los coches y en el espacio.

—¿Y She’s Got a Way? —porfiaba Winn mientras volvían al coche—. Es una gran canción, reconócelo. —Se puso delante de Lana y entonó unas frases en improvisada serenata. Había en todo aquello algo que entristecía a Samson, los muchos años que habían pasado y el deseo de mantener vivo un mito que hacía tiempo que había dejado de serlo.

Cuando llegaron al apartamento, Winn se puso a trabajar con el ordenador y Samson y Lana se sentaron en la escalera exterior. Se había puesto el sol y el cielo estaba de un azul añil. Una pareja discutía en el primer piso de la casa contigua. La mujer gritaba «Cállate, cállate, cállate» cada vez que él trataba de hablar. Al cabo de unos minutos, salió cargada con un pequeño televisor, arrastrando el cable. Lo puso en el asiento trasero de su coche, se subió a éste y arrancó. Cuando el sonido del motor se perdió en la distancia, el hombre se asomó a la ventana. Estaba sin camisa. Miró hacia abajo y agitó la mano.

—Siempre están peleándose. Ella se marcha llevándose uno o dos electrodomésticos o algo de ropa, pero vuelve al día siguiente o al otro. —Lana encendió un cigarrillo y se quitó las chanclas. Tenía unos pies robustos, masculinos, unos pies vitales y expresivos, como si en ellos se concentrara toda su personalidad y, emigrando por sus largas piernas, ésta se comunicara a todo su cuerpo haciéndolo vibrar como un instrumento musical.

—¿Así que estás enamorada de él, de Winn?

Lana se encogió de hombros.

—Quizá.

—Parece un buen chico para ti.

Samson se alegraba de estar a solas con Lana. Desde que ella había abandonado Nueva York y él había dejado de ver a Lavell, no tenía con quien hablar. Percibía en esa muchacha una franqueza y una espontaneidad que hacían que se sintiese cómodo. Ella había visto, al menos de lejos, cómo era él en otro tiempo, pero no se mostraba impresionada por la brusquedad del cambio, quizá porque también estaba cambiando. Parecía ir por la vida despreocupadamente, a la aventura, absorbiendo lo que se le ponía delante. En ocasiones a Samson le recordaba los sonámbulos de las películas de dibujos animados, que caminan a ciegas por el borde del precipicio y nunca se caen. Él sabía que lo apreciaba, pero no habría podido decir por qué, y de pronto se preguntó si ella intimaría tan fácilmente con todo el que se cruzaba en su camino.

—¿Cómo están las cosas con Anna? —preguntó Lana.

—Desde que me fui de casa, mejor. Allí me sentía culpable. No lo comprendí hasta después, pero al mirar todas aquellas fotos y acostarme en nuestra cama, me parecía que, en cierto modo, estaba traicionándola. Creo que cuando me fui empezó a aceptar las cosas, a dejar de esperar tanto.

—Me alegro por ella. Debe de haber sido horrible.

—Fue a tu apartamento, a despedirse de mí, antes de que viniese a Los Ángeles. Hubo un momento en que se quedó pensativa, al lado de la ventana. Como si hubiera olvidado que yo estaba allí. Y entonces, de repente, comprendí por qué me había enamorado de ella.

—Claro, en el minuto en que deja de pertenecerte.

—Parecía tan ella misma…

Lana gimió y expulsó una nube de humo.

—Los hombres. No deseáis a una mujer hasta que deja de necesitaros.

—Muchas gracias por permitir que me beneficie de tu vasta experiencia en relaciones humanas.

—Eh, ahora hablas como mi antiguo profesor. El único profesor fabuloso del departamento.

—¿En serio?

Ella sacudió la ceniza del cigarrillo y esbozó una sonrisa.

—De todos modos —prosiguió Samson—, tampoco es eso. Es que tuve la impresión de que así debía de estar la primera vez que la vi. Antes de nuestra relación. Y me pareció comprender algo, eso es todo.

Del apartamento de la pareja llegó un coro de risas, quizá de un televisor de recambio que el marido sacaba en noches como ésa, en que la mujer se iba de casa arrastrando un cable eléctrico. Samson dio una calada al cigarrillo de Lana. El humo le abrasó los pulmones y lo hizo toser.

—Anna me dijo que era un fumador muy sexy.

—¿De verdad? Pues cuando nos pillabas fumando antes de clase, nos decías que era un hábito repugnante. Lo que me recuerda algo que estaba pensando el otro día. Algo que nos dijiste el curso pasado hablando de autores contemporáneos.

—¿Qué era?

—Me parece que leíamos… ahora no recuerdo qué era exactamente, pero trataba de la memoria. Nos hablaste de un ángel del Talmud me parece, el Ángel del Olvido, que tiene la misión de asegurarse de que, antes de cambiar de cuerpo, las almas pasan por el mar del olvido. Que, a veces, también el mismo ángel olvida, y entonces permanecen con nosotros fragmentos de otra vida, que son nuestros sueños.

—¿Yo dije eso?

—Fue una buena clase —dijo Lana aplastando el cigarrillo en el escalón—. Una de esas clases de las que sales deslumbrada, un poco enamorada del profesor. —Sonrió y levantó la mirada hacia el apartamento lleno de risas enlatadas. Su cara se veía borrosa en la penumbra, como una fotografía en blanco y negro.

Cuando Samson volvió, la casa estaba a oscuras. Ray le había dejado una nota en la que anunciaba que se había ido a la cama. Habían quedado en que Samson le comunicaría su decisión a la mañana siguiente. Aunque delante de Lana y Winn se había mostrado tranquilo, lo ponía nervioso pensar que tendría que decidir. El dinero le vendría bien, desde luego. Él no tenía muchos gastos, aparte del alquiler del apartamento de Lana, pero se preocupaba por Anna, a pesar de que no le faltaría nada, al menos en un futuro previsible. Por otra parte, durante los últimos meses, en Nueva York, había procurado desligarse de todo, y no estaba seguro de querer involucrarse ahora con alguien, y mucho menos con todo un equipo acampado en el desierto. De todos modos, el proyecto, tal como lo describía Ray, era atractivo: una serie de hombres de ciencia que trabajaban aislados del mundo, en medio de la nada. Por si esto fuera poco, la voz de Ray tenía aquel tono hipnótico y confidencial del disc jockey de medianoche que invita al oyente a permanecer en su sintonía hasta la madrugada. Ray parecía poseer nobleza, y a Samson lo halagaba el que lo hubiera elegido para intervenir en aquella empresa colectiva.

Tenía miedo, pero pensaba decirle a Ray que iría con él, que estaba dispuesto. Ya nada lo retenía en Los Ángeles, había hecho allí cuanto tenía que hacer. Al despedirse, Lana se había apoyado en él y le había rozado los labios con los suyos. Samson esperaba una señal que le indicase que era alguien especial para ella, no uno de tantos que entraban en su vida por casualidad y caían bajo su influjo. Pero el gesto sólo fue una vaga disculpa cariñosa que le hizo sentir en el pecho la brasa de un anhelo insoportable.

Ray dormía. Formaba parte del régimen: alimentación macrobiótica y ocho horas de sueño. Y sumergirse a trescientos metros de profundidad. Probablemente fuera uno de los pocos que comprobaban la resistencia de esos relojes, y regresaba con una delicada rama de coral del Caribe a modo de prueba.

Pensó en la conversación que había mantenido con Ray la noche anterior. Estaban sentados en el patio, después de cenar, hablando de lo que representaba perder la memoria de tanta experiencia y, no obstante, conservar, como Samson, una elaborada visión del mundo. Conservaba los recuerdos de su infancia, desde luego, decía Ray, echando el cuerpo hacia atrás y contemplando a Samson atentamente, pero, además, existía una memoria que era «una sabiduría innata». Una memoria heredada de la evolución, una memoria intuitiva que daba a las personas el sentido de comunión con que entraban en el mundo. Las luces del valle centelleaban entre los árboles que susurraban suavemente: farolas de sodio, faros de automóviles, señales incandescentes en lo alto de las torres para advertir a los aviones. Esa perspectiva de la ciudad nocturna parecía inspirar a Ray.

—Es mucho lo que desconocemos, Samson —prosiguió—. Del cerebro y de la naturaleza de la conciencia. Cuando surge el tema de la espiritualidad, la gente se retrae, y no se lo reprocho: la mezcla de ciencia y espiritualidad ha dado lugar a teorías banales. —Los cubitos de hielo que se derretían en el vaso de agua resbalaron con un tintineo. Bajó la mirada y volvió a encararse con Samson—. Pero no podemos olvidar que el jodido Bhagavad-Gita ayudó a fabricar la bomba. —Una sonrisa asomó a sus labios, pero se borró enseguida, y Ray relajó las facciones. Apartó el plato, como si necesitara espacio para lo que iba a decir—. Vamos a ver. ¿Y si nos limitáramos a definir el lado espiritual de la naturaleza humana como la necesidad de sentirnos integrados, ya sea en el plano cosmológico, en el biológico o en el social? Eso que la gente llama experiencias espirituales suele comportar el súbito sentimiento de una conexión sobrenatural, ¿no? La luz blanca, la comunión con Dios, un momento en el que, de repente, te identificas con todo el jodido universo. Lo que sea. Pero ¿quién sabe de la existencia o inexistencia de Dios? Y, en resumidas cuentas, ¿quién sabe de qué va todo este tinglado en el que estamos metidos y que, a falta de una palabra mejor, llamamos universo? Nadie. A mí esta idea me produce una sensación de inmensa soledad.

Ray miraba fijamente a Samson, pendiente de su reacción ante cada palabra, como un gran intérprete observa a su público, tanteándolo.

—Sabemos, eso sí —continuó—, que en esto estamos todos juntos. Entonces ¿no sería posible mitigar la angustia asumiendo cada uno la conciencia del otro? De un modo controlado; por ejemplo, compartiendo un recuerdo. —Hizo una pausa para permitir a Samson asimilar la idea—. Mira, la ciencia exige compartir. Si nos empeñamos en cuantificar los conocimientos es para comunicarlos y compartirlos mejor. Cuanto más exactamente defina yo una cosa, mejor podré darla a conocer. Si un individuo me dice «Acabo de ver la luz» pero no sé de qué me habla, no puedo compartir. Pero, si consigue transmitirme su experiencia, eso ya será ciencia.

Samson creía que empezaba a comprender, a percibir cómo se definía una imagen.

—Entonces ¿lo que inspira ese proyecto de encontrar la manera de transferir recuerdos es la esperanza de que esos momentos puedan compartirse? —preguntó.

—Sí —contestó Ray—, pero hay más. Aunque yo era médico, desde el principio mi objetivo fue la ciencia pura, y si me dediqué a la investigación fue para satisfacer el ansia de compartir conocimientos. Y comprendía que no era el único que lo deseaba. La gente, los físicos, etcétera, te dirán que todos estamos en sintonía con el universo, con algo más grande que nosotros. Y digo yo: ¿por qué no hemos de buscar en lo más profundo de nuestro ser esa común conexión con el todo? En otras palabras, ¿por qué no hemos de poder meternos los unos en la cabeza de los otros? Salir de nosotros mismos e introducirnos en el otro de vez en cuando. La idea es simple, pero las implicaciones son infinitas. La posibilidad de una empatía auténtica… Imagina cómo afectaría esto las relaciones humanas. Es como para no dejarte dormir. —Sonrió. Tenía una dentadura perfecta—. O para enviarte al desierto.

Permanecieron en silencio. Ray observaba a Samson, que desvió la mirada hacia la ciudad. Trataba de hacerse una idea del alcance del proyecto de Ray, procurando que no se le desbocara la imaginación. Pensó en lo que representaría que le transfiriesen los recuerdos que Anna tenía de él, sentir lo que sentía ella cuando lo recordaba. Recordarse a sí mismo a través del recuerdo de ella.

—Tú y yo no somos tan distintos —dijo finalmente Ray. Samson irguió la espalda y lo miró a los ojos—. ¿Verdad, Samson?

Samson buscó a tientas el teléfono en la mesa del vestíbulo. Al oír la señal de llamada, recordó que en Nueva York era tres horas más tarde y que Anna probablemente durmiese. Le gustaba la idea de despertarla, la intimidad de una intrusión nocturna, oír su voz, suave y desprevenida. Pero el teléfono seguía sonando, y Samson empezó a preguntarse qué estaría haciendo ella fuera de casa tan tarde y hasta si dormiría en otro sitio. La idea lo inquietó, y trató de recordar si durante las últimas semanas ella había mencionado a alguien, un hombre que hubiera empezado a entrar en su vida sin tener que esforzarse, ocupando el espacio que él había dejado. Colgó y volvió a marcar, pero nadie contestó. Iba a probar otra vez cuando se abrió una puerta y salió Ray, con un pijama azul celeste.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Lamento haberte despertado.

—No te preocupes. Tengo el sueño ligero. Me despierta un soplo de aire.

Samson miró el auricular que sostenía en la mano y colgó.

—Llamaba… Pensé que Anna… mi esposa, estaría en casa. Nos hemos separado. Me pidió que la llamara al llegar.

—¿Has conseguido hablar?

—No contesta. Me preocupa un poco… —Samson se miró el reloj en un intento por parecer convincente—. Allí es tarde.

Ray asintió; dejó transcurrir unos segundos y dijo:

—Dale tiempo. Date tiempo. Es trágico perder a alguien en cualquier circunstancia. Pero la capacidad de recuperación de las personas es asombrosa. Aunque ahora te cueste trabajo creerlo, un buen día los dos comprenderéis que todo va bien. Una mañana, abrirás los ojos y la luz tendrá otro brillo y te levantarás pensando: «Así está bien.»

—Para ella es más duro.

—Quizá. Pero no subestimes la tensión que estás soportando. Aunque seas quien decidió marcharse, eso no significa que no hayas de estar triste. Le ocurriría a cualquiera. Triste y confuso, sin duda.

Samson agradecía la generosidad de Ray, ese juicio sereno que debía de ser fruto de una larga experiencia.

—Bien, me alegro de que te hayas levantado —dijo Samson—. Quería decirte que lo he pensado bien y he decidido seguir adelante.

Ray sonrió y alzó los puños.

—¡Genial! Es una gran noticia, Samson. No sabes la alegría que me das. Ya verás, lo que estamos haciendo allí es francamente extraordinario. —Le brillaban los ojos, su mirada era penetrante. Señalando el teléfono, añadió—: ¿Qué te parece si la llamamos por la mañana, eh?

Samson asintió.

—¡Genial! —repitió Ray, que dio media vuelta y volvió a su cuarto gritando buenas noches.

Samson estaba junto a la ventana del dormitorio, mirando la oscura piscina. Nunca había sentido una añoranza semejante, y no habría podido decir a quién ni qué añoraba, si a su esposa, a Lana o algo totalmente distinto, algo mucho más grande que le resultaba imposible definir. Pasó largo rato hasta que se metió en la cama y cerró los ojos. Se imaginó caminando por un desierto calcinado, como un asceta. Decidió ir aún más lejos, renunciar a más cosas. No lo consiguió, se abrazó las rodillas y así despertó por la mañana.