Visto desde el aire parece una especie de sistema: figuras reconocibles, marcadas en el suelo del desierto: riscos, fisuras, líneas desplegadas en abanico. La sombra del avión se desliza sobre hondonadas y lomas. En las ventanillas del aparato se forma escarcha; cada geométrico cristal una muestra, en forma embrionaria, de la belleza de la matemática pura. Al fin aparece el corte de una carretera, profundo, como la marca de un fósil en el esquisto. Es una carretera sin destino aparente, construida para satisfacer el mero deseo de transitar, siquiera despacio, a través de kilómetros de nada. A través del sistema. La primera urbanización es la más extraña: la geometría de una vida mejor, dibujada en el suelo del desierto: un complejo simétrico de casas idénticas, en formación alrededor del núcleo de una piscina. Sigue otra urbanización, y otra, hasta que el desierto desaparece bajo el asfalto salpicado de piscinas, como una mesa inmensa sobre la que se hubiera repartido una baraja azul.
Samson esperó media hora en el mostrador de información de LAX, contemplando el panel de llegadas que anunciaba el aterrizaje de otro avión, un nuevo desastre evitado. Pálidos pasajeros descendían por la rampa, infestada de electricidad estática, con expresión de alivio y determinación. Al fin, Samson se acercó al quiosco de prensa y se puso a hojear revistas: torsos desnudos, numerología, dietas. De vez en cuando, miraba al mostrador de información en busca de Ray Malcolm.
Estaba leyendo un ejemplar de Rolling Stone cuando oyó su nombre por megafonía, uno más de la retahíla de personas reclamadas, extranjeros trasnochados, novios despedidos y perdonados en el último instante y niños perdidos.
—Señor Greene, señor Samson Greene, acuda al mostrador de información, por favor.
Se asomó por un lado del expositor de las revistas y vio a un hombre que cuadraba con la descripción que Ray Malcolm le había hecho de sí mismo. Aún podía dar media vuelta y echar a andar hacia las puertas automáticas. El médico buscaba con la mirada entre la gente. Samson pasó varias páginas, se acercó con la revista al vendedor, pagó y se encaminó hacia Malcolm como el fugitivo que se entrega. Al ver a Samson, Ray esbozó una lenta sonrisa.
—Un tráfico terrible. Temía que pensaras que ya no venía —dijo tendiendo la mano; la voz era recia como había sonado por el teléfono, y la mano áspera y seca.
—Doctor Malcolm.
—Llámame Ray.
Ray Malcolm era un hombre de edad indefinida. Tenía el pelo blanco y abundante y el cutis curtido y sorprendentemente terso, salvo por unas profundas patas de gallo. Era pequeño, incluso enclenque, pero se movía con ágil elasticidad, como si tuviera las articulaciones de un joven. Llevaba pantalón de lino y camisa arremangada, con lo que exhibía un grueso reloj de acero como los que usan los submarinistas, sumergible hasta mil pies de profundidad. Samson le calculó unos sesenta y cinco años, pero tanto podía tener cincuenta como ochenta. Era una de esas personas a las que se mira dos veces. ¿Qué es lo que suele llamar la atención?, se preguntó Samson. Una belleza extraordinaria, una fealdad fenomenal, las deformidades, un comportamiento violento o ruidoso. Éstos son motivos claros y naturales. Pero los grandes candidatos a las miradas insistentes son menos llamativos; se apartan de la norma con un magnetismo sutil y disimulado. A esta categoría pertenecía Ray, que cogió la bolsa de Samson y lo condujo hacia el aparcamiento guiándolo con suaves toques, como un perro lazarillo. Con la misma seguridad y pericia con que después conduciría su descapotable blanco.
Al principio ninguno de los dos habló. Ray le había transferido el dinero para el billete, sin compromiso. Samson era libre de arrepentirse y bajarse del coche en el primer semáforo. Ray se sentiría decepcionado, pero no movería un dedo para impedírselo. Que quedara claro que no tenía interés en obligarlo a nada. A Ray le gustaban las cosas claras; deseaba voluntarios, explicó, personas que comprendiesen la importancia del proyecto. Deseaba adeptos. Gente dispuesta a dejarlo todo para ir al desierto.
Samson no estaba seguro de por qué había emprendido aquel viaje. Después de recibir la segunda llamada de Malcolm, habló con Lavell, quien le dijo que Ray era un hombre brillante y que su trabajo estaba ensanchando las fronteras de la ciencia. A Samson le agradó cómo sonaba la voz de Ray y le resultó estimulante su interés. Sólo le había dicho que era médico, que se dedicaba a la investigación y que necesitaba su ayuda.
El coche aceleraba entre las altas palmeras y las casas de color pastel con rejas en las ventanas. Ray hacía oscilar el cuerpo ligeramente al conducir. Llevaba en el dedo meñique un anillo con una piedra de un azul nebuloso. Samson se mantenía a la expectativa, con el pulgar enganchado en el cinturón de seguridad a la altura del pecho y la otra mano en el manoseado sobre que contenía las tomografías y las resonancias de su cerebro, que Ray le había pedido que llevara.
Empezaba a ponerse el sol y una luz color naranja óxido se reflejaba en los coches. Salieron de la autopista y empezaron a subir las colinas. El coche zumbaba con suavidad en las curvas ahorquilladas, dejando atrás prados de terciopelo, ventanas oscuras de casas grandes, puertas de cedro, coches, barcos, motos y hasta quién sabe si platillos voladores que hibernaban debajo de lonas. El aire de mediados de marzo era tibio y olía a eucalipto. Samson inhalaba profundamente el perfume de su infancia. Eucalipto con el ligero mordiente de la sal del Pacífico. Una tristeza extraña se hizo hueco en su interior. Apenas había empezado a caer la tarde cuando se encendió la iluminación de una casa de tejas mexicanas, en paranoica defensa contra la noche.
—Condenada ciudad —dijo Ray en tono de admiración cuando, al doblar un recodo, se aclaró el aire y vieron las luces que se encendían en el valle—. Por muchas veces que la vea, siempre me asombra. Sobre todo, cuando vengo del desierto.
—¿Estabas allí?
—Llegué anoche, para ir a recogerte. Refréscame la memoria: ¿tú ya habías estado en Los Ángeles?
—Probablemente, una vez o dos, cuando era niño. Tengo la impresión de haber estado aquí antes, sí.
—¿Ves muchas películas? Porque hasta la gente que vive en Los Ángeles tiene de la ciudad la imagen que ve en el cine. —Ray giró hacia una verja y sacó de la guantera un mando a distancia. La verja se abrió y el coche empezó a subir por una avenida.
De niño, a Samson le encantaba el cine. Se gastaba la paga semanal en él. Su madre lo acompañaba hasta la puerta y lo recogía a la salida, porque las únicas películas que a ella le gustaban eran los documentales y las epopeyas, la historia revivida en la pantalla. Resistía estoicamente que se le durmieran los pies y se le entumecieran los huesos por el placer de ver El dolor y la piedad o Espartaco de un tirón. Las preferencias de Samson eran más variadas: cualquier cosa con argumento, diálogos y el parpadeo de veinticuatro fotogramas por segundo.
—Si no es por las películas puede ser por la sensación de déjà vu, cuando la mente duplica una imagen, como un cámara que se recrea con la estética de su trabajo —dijo Ray mirándolo por un instante—. A no ser que, realmente, ya hayas estado aquí. A ver si va a resultar que tienes una memoria fenomenal.
Una broma. Samson rió entre dientes y enseguida se irguió en el asiento, sorprendido de su reacción.
La avenida subía hasta una casa grande, de una sola planta, toda piedra y cristal, colgada de la ladera.
Ray paró el motor. No soplaba viento.
—Pareces cansado. Te enseño la casa y luego, si quieres, te acuestas. Por la mañana hablaremos. —Abrió la puerta del coche, se apeó y levantó con soltura la bolsa de Samson del asiento trasero.
La parte posterior de la casa se asentaba en la roca y la sala de estar terminaba en un muro de cristal orientado hacia la ciudad. Los dos hombres contemplaban el valle.
—Muy hermoso —dijo Samson, que aunque sentía que tenía que decirlo, que era lo que Ray deseaba oír, era sincero. Porque aquella ambiciosa, espléndida plasmación de una ciudad era realmente hermosa. Daba gusto imaginar desde allí arriba tantas pequeñas cosas como estarían sucediendo allá lejos: gente que marcaba el número de la central, que tomaba pastillas, que rompía con la pareja, que firmaba en un papel. Doce millones de personas que habitaban uno de los lugares más volátiles del mundo, expuesto a desastres naturales, a inundaciones e incendios. Que compartían longitudes de onda. «Diez-cuatro, te pierdo, contesta.»
—¿Verdad que lo es? Me acuerdo de cuando vine a vivir aquí. La casa estaba distinta entonces. Yo tenía mujer e hijos. A veces, me levantaba por la noche y me quedaba contemplando la ciudad. Yo deseaba hacer el bien. Creía que sería capaz de ayudar a la gente. Una vez me llamó por teléfono un hombre. Se había equivocado. Pensaba que yo era psiquiatra. Había encontrado mi número en la guía telefónica; hay personas que hacen eso cuando tienen problemas, buscar en el listín. Aquel hombre dijo que quería suicidarse. Estuvimos hablando toda la noche. Él tartamudeaba y yo escuchaba. De vez en cuando, me preguntaba si seguía al aparato. Hablamos horas y horas, y también callábamos, a ratos, yo, contemplando la ciudad, y él, la esquina de su calle, no quiso decir cuál. Me parecía oír el océano, pero también podía ser el aire acondicionado, o el viento. Cuando al fin colgamos, él dijo que desistía de su propósito, por el momento. Durante varios días leí todas las esquelas, a pesar de que él no me había dicho su nombre. Aunque no creo que esa clase de muertes lleguen a los periódicos.
—Dices que querías ayudar a la gente, ¿cómo?
—¿Qué?
—¿Qué creías que podías hacer para ayudar a la gente?
—En realidad, no lo sé. Soy médico. Quería hacer el bien, sencillamente. Era un idealista. Desde aquí no veía la ciudad, sino a la gente. Me parecía conocerlos a todos. Íntimamente.
—¿A la gente con inquietudes?
—A la que siente una vaga insatisfacción, sí.
—¿Como tú?
—¿Yo? Yo despertaba por las noches, preocupado por la seguridad de mis hijos. Me asomaba al cuarto para mirar el pequeño bulto de sus cuerpos bajo la sábana. Subiendo y bajando al respirar. ¿Tú tienes hijos?
—No.
—Lo imaginaba. Arthur no me lo dijo.
—¿Qué te dijo Lavell? Me intriga que me invitaras a venir por lo que él pudiese haberte contado.
—Me dijo que te encontraron desorientado en el desierto de Mojave, que te hicieron una craneotomía para extirpar un astrocitoma pilocítico juvenil, que has perdido la memoria excepto de tu niñez y que, si bien eres capaz de almacenar recuerdos nuevos, no pareces deseoso de recordar. ¿Continúo?
—Sí.
—Me dijo que eras muy inteligente y que te atraen las posibilidades de la ciencia y la técnica. Me habló de una interesante hipótesis que planteaste sobre el futuro de la clonación.
—¿A eso te dedicas?
—¿A la clonación? No, por Dios. —Ray sonrió.
Samson miró la oscura sala de estar. En las paredes se distinguía el contorno de cuadros. No se adivinaba nada superfluo, sólo lo indispensable para sentarte con incomodidad: el hogar de un obseso-compulsivo o de un genio.
—¿De qué eres doctor? —preguntó, súbitamente temeroso de que lo hubiera llevado hasta allí un demente, un millonario excéntrico. Un cienciólogo o un hombre que hubiera conseguido el título en la televisión.
—Soy neurocirujano, pero ahora me dedico exclusivamente a la investigación, a la neurociencia. Apenas trato ya con ellos —dijo Ray, señalando hacia el valle con un ademán.
—Lo mismo que Lavell.
Ray sonrió.
—Sí. Un hombre dedicado a la memoria.
—Y tu esposa y tus hijos, ¿dónde están ahora?
—Mi esposa murió de cáncer hace más de quince años. Los chicos están casados. Matthew vive en San Francisco y Jill en Londres. Ya tienen sus propios hijos. Vienen por Navidad. ¿Te traigo algo de beber?
Samson asintió y Ray fue a la cocina y volvió con un vaso de zumo de naranja. ¿Importaba realmente que hubiera comprado el título por cable?
—Todo lo que hay en la cocina está a tu disposición —dijo Ray—. Le he indicado a Larissa, la asistenta, que comprara varias cosas, pero hace muchos años que sigo una dieta especial y no debió de entenderme. Sólo he encontrado un paquete de galletas en la encimera.
—¿Qué clase de dieta?
—Más o menos macrobiótica.
Samson se dijo que el aspecto juvenil de Ray quizá se debiese a los batidos macrobióticos. Parecía —sobre todo en ese momento, en su casa— inmune al desastre. Samson recordó al hermano de un amigo suyo que carecía de sistema inmunitario. Siempre tenía que llevar un traje de plástico, una especie de burbuja que lo aislaba de los gérmenes. Estaba ingresado en un hospital de San Francisco y una vez Samson fue con su amigo a visitar al hermano en cuestión, que se llamaba Duke. La madre conducía y ellos, agazapados en el asiento trasero, disparaban a los otros coches con pistolas de agua vacías. Cuando llegaron al hospital, encontraron a Duke esperándolos. Le habían advertido de la visita y los recibió con una gran sonrisa que dejaba al descubierto, detrás del casco de plástico, unos dientes protuberantes. Su madre lo abrazó por encima de la gruesa tela sintética. Duke sólo cerró los ojos. Samson no pudo adivinar si al chico le gustaba aquello o si se había acostumbrado a no sentir contacto dentro de su burbuja y hasta el abrazo de la madre le resultaba extraño y, tal vez, incluso un poco alarmante, como la caricia de un perro grande. Duke abrió los paquetes de los regalos que su madre le había llevado y jugaron todos juntos. Cuando tropezaban con él, se oía el crujido del tejido sintético o el sonido seco del plástico duro. Llegó la hora de irse, y Duke salió al pasillo y se despidió agitando la mano, con una gran sonrisa y la mirada triste al verlos marchar.
Samson levantó la cabeza y vio que Ray lo observaba con curiosidad. Sonó un teléfono a lo lejos. Ray encendió una lámpara y se alejó por el pasillo. Samson lo oyó levantar el auricular y hablar a media voz. Le producía una sensación extraña encontrarse en Los Ángeles, en la casa de Ray, en el origen de las llamadas telefónicas que había recibido durante el mes anterior. Macrobiótica: come alimentos sencillos a base de cereales y recuperarás la salud. Lo había leído en una revista. Según la macrobiótica, el mal empieza por la fatiga y desemboca en el cáncer o la enfermedad mental. Los cereales constituyen el único elemento universal común a todos nuestros antepasados. Aunque no todas las semillas son cereales.
Ray volvió a la sala.
—¿Qué te parece si hablamos por la mañana? Ya te he dicho que no te sientas obligado por la cuestión de los billetes de avión. Al fin y al cabo, siempre puedes convertir el viaje en unas vacaciones de sol y mar. Llévate el descapotable y vete a la playa, qué carajo. —El improperio esporádico que salpicaba la conversación de Ray era como el vestigio de un vicio en un hombre reformado, una vaga sombra de inmoralidad que le hacía parecer menos santo, más humano.
—No sé si sabría conducir.
—Es verdad. Bien, podemos pedir un taxi.
Samson siguió a Ray por una escalera de peldaños anchos y bajos suspendidos del techo por barras de acero. El cuarto de invitados estaba al final del pasillo y daba a una piscina en la que flotaban hojas, situada a un lado de la casa.
—Aquí está el baño —dijo Ray—. Debería de haber toallas. —Encendió la luz.
Samson asintió con una sonrisa. Sintió una oleada de afecto hacia Ray Malcolm y tuvo que dominarse para no darle un abrazo.
—Gracias.
—Me alegro de tenerte aquí, Samson. Que duermas bien. Nos veremos a la hora del desayuno. ¿Te despierto a las ocho?
—De acuerdo.
—Bien. Buenas noches. —Ray fue a cerrar la puerta.
—¿Ray?
—¿Sí?
—Estaba pensando… la noche que me llamaste, la primera vez, después del partido, ¿recuerdas?
—Desde luego.
—¿Llamabas desde aquí?
—Creo que sí.
—Alguien entró mientras hablábamos, ¿verdad? ¿Era alguien que también ha perdido la memoria?
—Al contrario, es un hombre que posee una memoria que me interesa mucho. Unos recuerdos extraordinarios.
—Ah.
—Que descanses. No te preocupes, ya hablaremos.
Samson tomó una ducha y se echó talco del bote que encontró en el botiquín. Se secó el cabello con la toalla —ya le había crecido y, a veces, le caía sobre los ojos y tenía que apartarlo con los dedos— y se palpó la cabeza, buscando la cicatriz.
Leyó Rolling Stone de cabo a rabo y apagó la luz. No sabía exactamente qué estaba haciendo allí, en una casa extraña con una vista panorámica de Los Ángeles. Quizá no debería haber ido. Pero la voz de Ray Malcolm poseía un tono que reconfortaba y, por otra parte, no creía que tuviese mucho más que perder.
En ese momento, Lana quizá estuviera conduciendo por la autopista, saliendo por una rampa. O entrando, cambiando de sentido, escuchando la radio y cantando entre dientes. Anna, probablemente, durmiese, mientras Frank respiraba en la oscuridad. La idea de que todas esas cosas estuviesen sucediendo al mismo tiempo resultaba tranquilizadora.