Cuando se marchó, no tenía mucho que llevarse. Unos días antes habían estado toda la noche levantados, hablando. La primera luz del día pilló a Anna sentada en una silla, junto a la pared, y a Samson de pie, delante de la ventana. Los dos habían dicho demasiado, y la habitación tenía el aire viciado de un cuarto de enfermo. Era a primeros de diciembre, y cuando Samson abrió la ventana entró una ráfaga de viento helado. Anna tiritó. En un momento de la noche, ella le había dicho que aún existía una parte de él que seguía igual, y que todavía lo amaba. Que, en ciertos momentos —casi siempre, cuando él no advertía su presencia—, a ella le parecía que había regresado y que era el de siempre.

—Pero entonces pronuncio una palabra, te vuelves, y veo que ya no queda nada. Quiero decir nada que me pertenezca.

Cuando Samson sugirió que quizá debería marcharse, ella no protestó.

—Me gustaría saber lo que es eso —dijo ella al fin—. Eso de ser tú.

—Es como ser un astronauta —explicó él, y a la tenue luz de la habitación le pareció verla esbozar una sonrisa.

La mañana en que se fue, ella sacó a pasear a Frank mientras él hacía el equipaje. Cuando volvió, lo encontró sentado en el sofá con la bolsa a los pies.

—¿Necesitas algo más? —preguntó.

El perro se había tendido entre los dos, como un país pequeño. Samson miró la bolsa de lona que contenía ropa, la libreta de direcciones y los TAC empañados por huellas dactilares. Paseó la mirada por la sala. Un ladrón no robaría nada, sólo se llevaría los candelabros de peltre, que luego tiraría y los basureros encontrarían al amanecer.

—No; siempre puedo volver. Si me hace falta algo. —Entonces su mirada topó con la cámara, que estaba en el estante.

Anna la cogió y se la dio.

—Llévatela.

Él levantó la cámara y la enfocó. Anna se quedó quieta, con la paciencia de quien se deja palpar la cara por un ciego, pero cuando él oprimió el disparador, hizo una mueca de desagrado.

—Para que te acuerdes de mí —dijo ella sonriendo con tristeza.

Como Lana ya se había marchado en busca del sol de California, aquella noche Samson durmió en su apartamento. Era un alivio no tener a nadie al lado en la cama, mirar el techo de una habitación que no tuviera que tratar de recordar. La idea de estar solo, libre para adentrarse en el vacío de su mente, le ponía la piel de gallina. Y, luego, la emoción de dormir en la cama de otra mujer. La almohada olía al champú de Lana, a refresco de fruta tropical. Ella había dejado una nota en la nevera en la que le decía que se considerara en su casa y le recordaba que regase las plantas, tarea que él cumplió con la ternura del que alimenta a unos cachorrillos.

—Salen más baratas que los gatos —le dijo Lana al enseñarle el apartamento la semana anterior.

Él le dijo a Anna que había encontrado a una antigua estudiante que se iba a Los Ángeles y le había ofrecido su apartamento. Escrutó el rostro de ella en busca de un indicio de que el nombre de Lana le dijera algo, pero no advirtió más que reserva y tristeza.

Sonó el teléfono y, después de varias señales, se conectó el contestador. «Hola, aquí Lana —dijo la voz en la oscuridad del apartamento—. Voy a estar en California hasta mayo.» Y siguió la señal, un bemol entristecido por la comunicación frustrada.

Era un tal T. J. Quería que lo llamase en cuanto escuchara el mensaje.

—Está en Los Ángeles —dijo Samson levantando el auricular cuando el joven iniciaba un soliloquio preguntándose dónde podía estar Lana en ese momento.

—Oh —dijo el joven con voz sorda—. ¿Quién eres?

—He subarrendado el apartamento. Mientras ella está fuera.

—Ah —dijo otra vez—. Bien, pues dale el mensaje.

Y entonces Samson oyó el tono de marcar.

En el departamento, la gente ya hacía comentarios.

—¿A quién le importan las habladurías? —había dicho Lana, y Samson comprendió que a la muchacha le gustaba ser objeto de chismorreo, ser la jovencita en cuestión, aunque la verdad era que entre ellos no había habido más que conversación. Sentados en las sillas manchadas de café de la sala de profesores, los colegas de Samson, que habían aceptado de buen grado el tumor cerebral y la amnesia y lamentaban la trágica pérdida de un cerebro brillante, creían que aquella amistad con una estudiante constituía un motivo de preocupación. Y, lo que era más importante aún, no había que olvidar la cuestión de qué hacer respecto a su empleo.

Samson evitaba acercarse al departamento, pero encontraba a otros profesores en la biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Al fin, Marge Kallman, la jefa del departamento, especialista en el Romanticismo y adicta a los trajes pantalón y los bolsos informes, lo citó en su despacho. Estaba sentada a su mesa, de espaldas a la luz, lo que hacía que su cabello ahuecado con secador semejase una aureola. Marge puso por las nubes el trabajo de Samson e hizo grandes elogios de su libro sobre la tradición americana, cuyo lomo frotaba con el dedo mientras hablaba. Reconoció su talento pedagógico y su capacidad para «hablar el mismo idioma que sus alumnos». Su tono de voz cambió levemente cuando, como era inevitable, se refirió a su enfermedad y repitió lo mucho que todos lamentaban su pérdida. Suavemente, añadió que todos comprendían que no tendrían más remedio que empezar a buscar a otro especialista en el siglo XX para su puesto.

Samson asentía, alentándola. Se lo puso fácil. Dijo que podían disponer de su despacho, que él no quería llevarse nada. Sólo pidió que Anna pudiese seguir ocupando el apartamento, que era propiedad de la facultad, y que a él se le permitiera mantener sus privilegios en la biblioteca. Marge parecía contenta de haberse librado de una escena desagradable. Samson le alabó el broche, un pavo real dorado con cola de ágatas.

—¿Querrás creer que lo compré en Las Vegas?

—Yo he estado allí —dijo Samson, levantándose.

—Sí —dijo Marge Kallman, mientras firmaba formularios.

—El desierto —agregó Samson.

Era la parte del episodio favorita de Lavell.

—¿Por qué Nevada? —añadía paseándose por el despacho como un detective por la escena de un crimen. Y se contestaba—: Porque es perfecto. Porque el desierto es el sitio al que vas cuando sientes el cerebro quemado, devastado, deshabitado. Vas al desierto para fundirte con el paisaje. Sigues el instinto, como un animal salvaje.

Samson dejó de ir a ver a Lavell. No tenía nada más que decirle, como tampoco tenía nada que decirle a Marge Kallman, ni a Anna. Permanecía quieto, tendido en la oscuridad subterránea de un apartamento extraño. Buscó a tientas la cámara. Abrió la tapa, encendió la lámpara y, al instante, la imagen de Anna se quemó y desapareció.

Sólo iba a la biblioteca a buscar libros y devolverlos. Cada vez se llevaba un montón. Guardaba dinero suelto para los repartidores chinos que pedaleaban en sus bicicletas por las avenidas, en dirección contraria, para llevarle urgentemente una pizza a medianoche. Leía anárquicamente, sin ningún plan. No llevaba agenda. Prefería los libros de astronomía y de viajes espaciales, aunque también le gustaban las biografías de las estrellas de cine y de los grandes líderes; al no tener un pasado propio, le fascinaba el de los demás. Leía People y, a veces, Rolling Stone. Leía libros que trataban del fin de la Guerra Fría. Leyó todas las novelas del programa de su clase de Autores Contemporáneos, que encontró en la estantería de Lana. Leía relatos acerca de la vida de John Glenn y la vida de Yuri Gagarin, que había viajado por un espacio en el que sólo había estado una perrita. Cuando volvió a la Tierra lo sacaron de la cápsula extenuado por la falta de gravedad.

Anna lo llamaba para hablar de seguros y de cuentas bancarias. A veces, llamaba sólo para oír su voz.

—¿Estás bien? —preguntaba Samson.

—Sí —respondía ella, sin convicción.

—¿Cómo va el trabajo?

—Bien, supongo. —Silencio—. ¿Alguna novedad? ¿Algo de lo que quieras hablar?

Él hurgaba en su mente, buscando algo que decir, algo que salvara la conversación.

—Uso la cámara —dijo un día—. Salgo de paseo y hago fotos.

—Bien —dijo ella—. Buena idea.

Pusieron orden en sus finanzas. Las facturas del hospital se habían llevado buena parte de los ahorros, y el sueldo de Anna en la agencia de los servicios sociales no era alto. Samson tomó lo indispensable. No quería que a ella le faltara dinero. De todos modos, él no lo necesitaba. No sabría qué hacer con él.

Ella acercó el teléfono a Frank, que jadeó hoscamente.

Era cierto que cuando salía a pasear por la ciudad se llevaba la cámara. Puso un rollo nuevo. Retrataba las cosas que le llamaban la atención —puentes, edificios en construcción, ruinas—, pero no revelaba la película, que volvía a meter en sus latas amarillas y guardaba en una bolsa de plástico. La vecina de Lana, una astróloga llamada Kate a la que sus clientes visitaban a la hora del almuerzo o por la noche, pensaba que era fotógrafo profesional. Él no la sacó de su error, y le hizo una foto rodeada de su colección de cristales. Un día en que Samson regresaba a casa tarde, ella le oyó abrir la puerta y salió con una bata color púrpura. Olía a licor. Se arrimó a él y le puso la mano en la entrepierna. Él se apartó, murmurando una disculpa, se metió en el apartamento y, muy sofocado, estuvo con el oído pegado a la pared hasta que la oyó cerrar la puerta suavemente. Cuando, a la semana siguiente, se tropezó con ella, ninguno de los dos mencionó el incidente. Kate le dijo que Marte y Júpiter cambiaban de signo y que el Sol recibía a Urano, lo que anunciaba nuevas oportunidades. En Nochevieja prepararon daiquiris y vieron bajar la bola en el pequeño televisor de Kate. Ella había encendido multitud de velas y se contoneaba al son de Sugar Mountain, de Neil Young. Hizo levantar a Samson del suelo, y él se puso a mover las caderas y a dar palmadas al ritmo de la música. Cuando ella introdujo su húmeda lengua en la de él, Samson no la rechazó. Kate lo cogió de las nalgas y él, achispado a causa del ron, empezó a restregarse contra ella alegremente, mientras la muchedumbre abandonaba Times Square. A la mañana siguiente, Samson despertó en la cama de Kate con un terrible dolor de cabeza. Ella aún dormía y, a la luz pálida de la habitación, su piel parecía azul. Él se vistió y se fue sin hacer ruido. Tomó una aspirina, cogió la chaqueta y la cámara y salió a la calle. Había nevado hacía un par de días y el sol se reflejaba en todas partes.

Al cabo de un mes, volvió a nevar. Al anochecer habían caído diez centímetros, y Samson fue andando a Central Park. La gran explanada, aún virgen de pisadas de perro, relucía al claro de luna. Paseó bajo los árboles blancos haciendo crujir la nieve con las suelas de los zapatos. Salió del parque por la puerta sur y bajó por Broadway hacia el Day-Glo de Times Square. Los bares estaban llenos de gente que miraba la Super Bowl. Tenían las vidrieras empañadas. Oyó aclamaciones al pasar.

Desde diez calles de distancia vio la pantalla gigante suspendida sobre la Cuarenta y dos. El neón saturaba el ambiente, derramando cien palabras por minuto. Los jugadores corrían por la pantalla, sin hacer ruido, mientras la nieve caía sobre ellos. Samson, desde la isla de peatones, los veía agruparse y dispersarse; eran hombres que desconocían su propia fuerza y dedicaban su existencia a observar la disciplina del campo. Sintió el deseo de caer de rodillas ante ellos. Cuando terminó el partido, tenía las manos y los pies insensibles.

Una vez en el apartamento, mientras se quitaba la ropa mojada, sonó el teléfono. Pensó en dejar que saltara el contestador, pero en el último segundo levantó el auricular.

—¿Diga?

—¿Samson?

Aquello lo molestó, atentaba contra su anonimato.

—Sí.

—¿Has visto el partido?

Anna había dado su número a varias personas antes de que él le pidiera que no se lo diese a nadie, y a veces lo llamaban.

—¿Con quién hablo? Perdón, quizá Anna no le ha dicho…

—No me conoces. ¿Cómo te encuentras, Samson?

—Bien.

—Perdón por llamar tan tarde. Estoy en la Costa Oeste y aquí es más temprano.

—Pues no es el mejor momento. Acabo de llegar. Nieva y estoy helado. ¿Quién ha dicho que era?

—No lo he dicho. Soy el doctor Malcolm, Ray Malcolm. Hace años que conozco a Lavell. Me ha hablado de tu caso. Es fascinante.

—Gracias. —Samson apoyó la frente en el cristal de la ventana. Seguía nevando. Los copos se repartían uniformemente sobre todas las cosas.

—Mira, Samson. Ahora no te molesto más. Sólo quería presentarme. Aún no nos conocemos, pero tengo que hacerte una proposición. Creo que puede interesarte. ¿Has estado en California? —Su voz sonaba clara, prístina, como si acabase de salir de una caja.

—Nací en California.

—¿En Los Ángeles?

—No.

—Bien, supondría pasar aquí una temporada. ¿Aguardas un momento, por favor?

Samson oyó que el médico dejaba el teléfono y luego voces ahogadas.

—Perdona. Tengo una visita y he de dejarte. Pero deseo hablar contigo. ¿Te llamo dentro de un par de días y hablamos?

—De acuerdo.

—Me alegro de haberte encontrado. Ten cuidado con el frío —dijo Ray Malcolm, y colgó.

Samson se quedó junto a la ventana, contemplando caer los copos de nieve, cada uno de ellos un hecho original e irreducible, a la luz de la farola. Momentáneamente, le preocupó la posibilidad de que aquella llamada estuviera relacionada con su salud, que el médico tuviera malas noticias, que el tumor pudiera reproducirse. Pero el resultado de la última serie de pruebas que Lavell le había hecho dos meses antes parecía concluyente. Desechó la idea: si hubiera habido alguna novedad, lo habría llamado el propio Lavell.

Se desnudó, se metió en la cama y estuvo largo rato despierto, imaginando que su cuerpo en reposo era proyectado en una pantalla gigante de Times Square. Permanecía tan quieto que quienes lo miraban desde la calle no sabían que estaba vivo hasta que, de pronto, él se desperezaba y se giraba en la oscuridad.