Sus sueños eran simples. Soñaba que cruzaba corriendo infinidad de puertas, hacia un embalse, bajo un cielo cósmico. Las noches malas soñaba que lo enterraban vivo. Soñaba con árboles calcinados y montes de ceniza blanca, paisajes sin gente, y despertaba con una sensación de bienestar. Eran sueños extrañamente deshabitados —sólo en una ocasión soñó con su madre—, sin argumento, que en la mayor parte de los casos podían describirse en un renglón o dos del diario que el doctor Lavell le había pedido que llevara. Todas las mañanas Samson anotaba las minimalistas escenas y, de vez en cuando, enseñaba el cuaderno a Lavell, quien lo leía como el maestro que repasa la ortografía. Sólo omitió un sueño, ese en que aparecía Lana leyendo desnuda en la biblioteca desierta, vista desde arriba mientras volvía las páginas. A veces lo irritaba tener que exponer todos y cada uno de sus pensamientos a la observación médica, para ser etiquetados y anotados en el registro, como si se tratara de restos arqueológicos.
Llegó Halloween y se fue. Las calles del Upper West Side se llenaron de pandillas de brujas y personajes de dibujos animados, niñas con alas rotas y guerreros de papel de aluminio. Samson puso a Frank un collar de abalorios y lo sacó a pasear. Una bandada de bailarinas de ballet lo rodearon entre arrullos de admiración, dieron varias vueltas como derviches, hicieron una reverencia y se alejaron por la calle. El tiempo, que hasta entonces se había mantenido apacible, como una evocación del verano, cambió bruscamente y, saltándose una estación, se instaló en el invierno con una lluvia helada y torrencial.
Anna había empezado a mostrar a Samson objetos que dejaba caer en su regazo sin hacer comentarios. Viejos cuadernos, la navaja del ejército suizo, su anillo de graduación. Cosas que le pertenecían, que siempre habían estado allí, en cajones y estanterías, pero que él no reconocía ni echaba de menos.
En silencio, le dio su libreta de direcciones. Él la hojeó.
—Cuánta gente. Esto me deprime.
—Pues tírala a la basura —dijo ella, metiéndose en el dormitorio y cerrando la puerta.
Él, envuelto en una bata vieja, iba cambiando de canal sentado delante del televisor. Anna no comprendía por qué no quería llamar a nadie ni tratar siquiera de ponerse en contacto con las personas que recordaba, amigos de la infancia, ni con su tío abuelo Max, que había sido casi un padre para él. A Samson le parecía que le resultaría difícil oír sus voces. No era que no pensase en ellos de vez en cuando, pero ¿qué podía decirles? Prefería no saber lo que aquellos veinticuatro años habían hecho con ellos. El tío abuelo Max debía de tener más de noventa. Anna le había dicho que estaba en una residencia, en California. Max, que había escapado de Alemania, que le había enseñado a jurar en yidis y a lanzar un buen directo, y que le pasaba libros a escondidas como si de pornografía se tratase. «Cosa buena», le susurraba, poniéndole en las manos una novela de Kafka. Sin ser religioso, Max enseñó a Samson a leer la Torá en hebreo, para que no ignorara cuál era su ascendencia. «Escucha el sonido de las palabras —decía, y cantaba unas líneas del Amidá—. El sonido ya lo dice todo.» Lo llevó a la sinagoga y, mientras recitaba oraciones rodeado de ancianos que olían a mentol y a lana, le dijo que Dios no existía. «Entonces, ¿para qué vienen?», preguntó Samson. «Para recordar», respondió Max, y Samson miró a aquel grupo de hombres del que, gracias a ese iniciático secreto, había empezado a formar parte, y se sintió orgulloso. No quería pensar cuántos de aquellos sabios vivirían aún.
Y los otros: compañeros de cuarto de primer año de universidad, ex novias, amigos con los que había recorrido Europa con la mochila a la espalda, mujeres a las que había pedido el teléfono y nunca había llamado, profesores, colegas, padres de amigos, amigos de amigos, conocidos con los que tomaba una copa ocasionalmente, personas a cuyas fiestas asistía una vez al año. Gente a la que juraba llamar cuando se tropezaba con ella, gente a la que nunca llamó. Todos debían de estar en la libreta. Probablemente, a Anna le habría gustado que él se interesara por ellos, que anotase con aplicación sus datos en el margen: profesión, altura y peso, belleza en una escala del uno al diez. Pero no le apetecía. Estaba harto de recordatorios, de fotos evocadoras, del implícito reproche de Anna por lo que ella llamaba su resistencia. Samson no sabía cómo decirle con suavidad lo que había empezado a comprender: que ya no quería aquella vida que se obstinaba en devolverle.
Sin embargo, desde hacía un par de semanas parecía que también Anna empezaba a claudicar. Se mostraba más estoica, como si al fin algo se hubiera desgarrado y cauterizado dentro de ella. Poco a poco fue dejando de intentar salvar la distancia que los separaba. El dormitorio se había convertido en terreno de ella; Samson sólo entraba a dormir y, a veces, ni eso, porque pasaba la noche en el sofá.
Se quedó dormido viendo la tele, con la libreta de direcciones en el regazo, y despertó a las tres, bruscamente. Primero, sintió la boca seca y, después, oyó cantar a la tele, suavemente, para sí. Se levantó, apagó el aparato y fue a la cocina con paso vacilante. En dos o tres ventanas del edificio que se alzaba al otro lado de la calle parpadeaba un reflejo azulado. Abrió el frigorífico y la luz se proyectó en el suelo. Bebió zumo de piña directamente del envase y buscó en los estantes algo que comer. Todo lo que había en el frigorífico le parecía de pronto exótico y poco apetitoso, como si se tratase de alimento para una raza más fuerte y resistente que la humana.
Un día, cuando tenía nueve o diez años, escribió una carta a la NASA pidiendo información sobre otras galaxias. Semanas después, llegó de Florida un paquete con una carta fotocopiada, firmada por John Glenn, una foto que el astronauta había hecho de la Luna con su Minolta de supermercado y un obsequio de buena voluntad consistente en helado seco envasado en papel plateado. Samson llevó el helado a la escuela y lo puso ostentosamente encima del pupitre. Cada vez que alguien miraba, él elegía un trozo de aquella especie de tiza y dejaba que se le deshiciera lentamente en la lengua. Durante el recreo, dijo a un grupo de niñas que su padre era astronauta y que estaba en Cabo Cañaveral entrenándose para la gravedad cero. La verdad era que su padre se había ido de casa cuando él tenía tres años. Su madre no le explicó por qué, y Samson imaginaba que un día, sencillamente, echó a andar, dobló la esquina y siguió andando. Que se desprendió de su vida como de un traje viejo, que entró en unos baños públicos y salió con un traje blanco, nuevo, y una pequeña sonrisa de picardía en los labios. Que arrojó a una papelera una bolsa de plástico y se alejó con paso elástico, silbando. Samson había imaginado esta escena tantas veces que, con los años, llegó a confundirla con la realidad. Su madre se negaba a hablarle de él. Lo único que Samson sabía, de niño, era que su padre no había muerto. Estaba convencido de que, un día, volvería por él, que sonaría el timbre de la puerta, iría corriendo a abrir y lo vería allí, con su traje blanco, como una especie de Cary Grant. Uno de los primeros pensamientos que tuvo en el hospital, cuando fue consciente de su situación, fue el de que ya no tendría manera de saber si, durante los años olvidados, su padre había vuelto. No se lo preguntó a Anna porque le parecía tan poco probable haberle hablado de aquella esperanza como haber anunciado su más íntimo secreto en letras luminosas.
La semana anterior él y Anna habían estado en el museo de Historia Natural. Caminaban por las sombrías salas, entre las vitrinas de yaks, bisontes y lobos grises que corrían por el crepúsculo azulado, suspendidos en el aire por encima de la nieve. Era lunes y en el museo no había más visitantes que pequeños grupos de escolares, cuyas voces les llegaban de vez en cuando como gritos de supervivientes. Deambularon entre huesos de dinosaurio y mariposas, sin apenas hablar, y al salir cruzaron una pequeña sala en la que se había instalado una exposición temporal de cápsulas del tiempo, con motivo de un concurso patrocinado por el New York Times.
El prototipo ganador —dos toneladas de acero inoxidable con compartimentos que se plegaban como un acordeón— se conservaría en un patio del museo durante un milenio. En el año 3000 sería abierto y en sus compartimentos, llenos de argón, el futuro encontraría su tesoro, conservado en gel termoaislante: una pata de conejo, una aguja hipodérmica, una herradura, comida preparada. Distintos países habían donado objetos diversos, como una especie de ayuda para un extraño desastre múltiple. Un yo-yo, una hoja parroquial, penicilina.
Samson recorría la sala pegado a la pared, leyendo la letra pequeña de las cartulinas que informaban acerca de cápsulas del tiempo perdidas, cápsulas del tiempo depositadas en piscinas habilitadas al efecto para ser abiertas en el 8113, gramófonos enterrados o naves enviadas a explorar otras galaxias, con discos revestidos de cobre que, manipulados por extraterrestres, podían emitir los dos primeros compases de la Cavatina de Beethoven.
Samson volvió a la sala de estar y recogió la libreta de direcciones. La hojeó buscando el nombre de su padre y, cuando hubo llegado al final sin encontrarlo, la cerró y la arrojó sobre la mesa. La idea de que su padre podía haber vuelto a buscarlo era absurda e infantil. Se había marchado. Cualquiera que hubiese sido el motivo, un día se levantó de la cama y se fue, y la vida que pudiese tener al cabo de tantos años —si aún vivía— la había elegido deliberadamente y en ella no había lugar para Samson.
Buscó a tientas el teléfono y marcó Información. Pidió el número de Lana y lo obtuvo a través de una grabación. Se preguntó cuántas personas lo habrían pedido para que estuviera grabado.
La señal sonó cinco o seis veces antes de que ella contestara, con voz de sueño.
—Hola, perdona si te he despertado. Soy Samson.
—¿Hummm? ¿Qué hora es?
—No lo sé… las tres, quizá.
—Dormía.
—Sí, claro, lo siento. ¿Quieres volver a la cama o podemos hablar un momento? No te sientas obligada.
Lana gimió, pero a Samson le pareció oír el interruptor de la lámpara.
—De acuerdo. ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Sabes lo de ese individuo que está inscribiendo las obras maestras de la literatura en el ADN de las cucarachas?
—¿Qué individuo?
—Un científico. Lo he leído en el museo. Piensa introducir grandes obras en ADN de cucaracha. Así, cuando el animal se reproduzca, transmitirá el texto y si al fin hay un desastre nuclear y todos desaparecemos de la faz de la Tierra, las indestructibles cucarachas serán las depositarias de la civilización occidental.
—Joder —dijo ella, y Samson se felicitó en silencio por haber despertado su interés.
—Calculan que sólo se tardará unos catorce años en convertir a todas las cucarachas de Manhattan en archivos. En un diorama se exhibía a dos cucarachas muertas, que no habían resistido la prueba.
Lana callaba.
—Imagina si pudieran hacer eso con las personas —dijo al fin—. Tatuarnos en el ADN a Goethe, a Shakespeare o a Proust, y que todos naciéramos con el recuerdo de la magdalena o empapados de Hamlet.
—Los niños darían sus primeros pasos diciendo: «Ser o no ser…»
Lana rió.
—¿Te has fijado en ese anuncio del metro sobre el asma, ese en el que hay varios niños y cada uno cita una de las causas del asma? —preguntó Samson—: ¡El polvo! ¡La contaminación! ¡Las cucarachas!
—Sí, lo he visto. ¿Por qué hablas tan bajo?
Una sirena pasó aullando y se alejó: el sonido de una emergencia ajena.
—Porque la habitación está a oscuras y porque no quiero despertar a Anna.
—¿Cómo estáis?
—No muy bien. Supongo que la he apartado de mí. Me habla cada vez menos.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé.
—¿Qué dice el doctor Lavell?
—¿Lavell? Él no da consejos. Dice que el error médico es cinco veces mayor en los consejos que en las craneotomías. ¿Cómo saben los salmones que tienen que remontar el río para desovar y morir? De estas cosas hablamos Lavell y yo.
Lana dijo que al cabo de tres semanas, en cuanto acabara las clases, se iba a Los Ángeles para el curso de cinematografía. Samson asintió, olvidando que ella no podía verlo.
—¿Hola?
—Hola.
—¿Qué te parece eso de que me vaya a Los Ángeles?
—¿Qué me parece? Pues que tienes mucha suerte, es fantástico. Seguramente, serás una gran estrella.
—Yo quiero dirigir.
—Formidable.
Samson le habló de una tía suya que en una ocasión había salido con Jerry Lewis, después de que él dejara de formar pareja con Dean Martin y antes de que engordara y acabase en Las Vegas con una casa de un lujo relamido.
—¿Qué sabes de clonación? —preguntó él, pero por única respuesta obtuvo una respiración acompasada—. Apolo a Houston —añadió—. Apolo a Houston. —La oyó respirar durante unos minutos y colgó cuidadosamente. «¿No es algo… esto?», había dicho Armstrong a nadie en particular al dar aquel primer lento paso por la Luna.
En un rincón de la habitación, el perro movía las patas en sueños como el que anda sobre el agua.