Samson iba a menudo a la biblioteca, y a veces, después de clase, salía a almorzar con Lana. Ella decía que «se moría de hambre» y que si no comía pronto «se desmayaría». Cruzaban Broadway a la carrera, sorteando el tráfico, y se metían en algún local que vendiese noodle o compraban bocadillos de falafel, que se llevaban a Riverside Park, donde comían contemplando los kayaks que remontaban el Hudson e imaginando bosques poblados por indios. Apenas empezaba septiembre y el otoño aún estaba lejos de la verde ribera de Nueva Jersey, que aguas arriba se conservaba casi idílica. Hablaban sobre la posibilidad de cruzar el río a nado, cuánto se tardaría, la distancia y la impresión de meterse en las oscuras aguas y ver Manhattan a su espalda.

—Una chica cruzó a nado el estrecho de Bering —dijo Lana—. Hará unos veinte años. Fue una especie de acto testimonial. Quería fomentar la amistad y el buen entendimiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Era una fondista, no recuerdo el nombre, pero el agua estaba helada y no llevaba más que el bañador.

—¿Lo consiguió?

—Sí. Ya había cruzado varias veces el Canal. No sé dónde leí que esas personas han de tener una grasa corporal especial, bien repartida por todo el cuerpo, que las aísla del frío.

—Tú no resistirías ni un minuto —dijo Samson señalando su descarnada figura.

—Eh, que soy fuerte. —Ella tensó el bíceps, una cosita que daba risa.

—Seguro.

—Lo malo es que no me gusta el agua profunda. La idea de tener debajo cientos de metros de oscuridad con quién sabe qué…

Contemplaron un oxidado petrolero que navegaba aguas abajo hacia el océano.

—Tampoco yo me ofrecería voluntario.

—Pero ¿no te parece asombroso? Una muchacha sola, cruzar a nado el estrecho por donde llegaron a este continente los primeros seres humanos.

Samson imaginó a Lana braceando en mar abierto nadando hacia Siberia.

—Asombroso, en efecto.

Le gustaba escucharla, le gustaba la espontaneidad con que le hablaba de sus pensamientos, de la pelea que había tenido con una amiga, del libro que estaba leyendo. Era una libertad que se diría consustancial con su manera de moverse, con aquellas extremidades que no se estaban quietas a menos que ella las vigilase. En esa muchacha todo parecía estar acelerado, y a Samson le sorprendía y encantaba aquella buena sintonía que se había establecido rápidamente entre los dos. A veces pensaba que debían de haber estado así, sentados junto al río, con las bolsas del almuerzo en el regazo, infinidad de veces, pero Lana le aseguraba que no, y él comprendía que, en efecto, habría sido improbable, siendo profesor y alumna. No obstante, parecía imposible que no se hubiera fijado en ella, que no le hubiese llamado la atención cuando recogía sus cosas después de clase y salía como un cohete, como una explosión de aquella vitalidad arrolladora. Si la hubiese conocido siendo estudiante, podría haber sido, por lo menos, la clase de chica que le habría hecho el efecto de una espada que lo atravesase de parte a parte.

Era su primera amiga, sin contar al perro, y quería conservarla para sí. No le habló de ella a Anna, puesto que, al parecer, ya compartían todo lo demás: diez años, un matrimonio, la cama, el baño, los discos, los platos, los muebles, el teléfono, los amigos. Él quería tener algo que fuera sólo suyo, una pequeña parcela separada de su vida en común que le perteneciera en exclusiva.

Samson hizo una bola con la bolsa del almuerzo y la arrojó a la papelera.

—Si decidieras cruzar a nado el estrecho de Bering en traje de baño —dijo, y ella se volvió a mirarlo—, yo te seguiría en una canoa, dándote ánimos.

—Gracias. Y si tú decides volver a cruzar el país a pie, yo te seguiré en un coche.

—¿Animándome?

—Sin parar.