Astronauta, no; profesor de Literatura Inglesa. Debería habérselo figurado. Era el destino natural para un niño con hambre de libros. Pero ahora lo inquietaba pensar en la cantidad de conocimientos que debía de exigir la carrera, y se mantuvo alejado de la universidad hasta finales de agosto. Un día cruzó la verja y preguntó a un guardia por el departamento de Literatura Inglesa. Todavía era época de vacaciones y en el campus sólo se veía a los encargados del mantenimiento y a algún que otro estudiante con residencia permanente. Cuando llegó a su despacho, le sorprendió ver en la puerta su nombre y una nota según la cual estaba de baja por enfermedad. Se sintió decepcionado, como un empollón que se hubiera dejado caer por allí por si pillaba al profesor, listo para ir a jugar al golf, trajinando en su despacho.
Dentro hacía calor y flotaba polvo en el aire. De las paredes colgaban anuncios de conferencias en Berlín, Basilea y Salamanca, y el nombre de Samson figuraba en la lista de oradores. En la mesa había varios libros, abiertos boca abajo. Cogió uno, lo hojeó y vio en los márgenes anotaciones hechas con su clara letra. Lo cerró apresuradamente y lo dejó en su sitio, como si se tratase de una prueba.
Llamaron a la puerta y Samson se quedó quieto en el sillón, paralizado, pensando dónde esconderse.
—¿Quién es?
La puerta se abrió y una muchacha asomó la cabeza.
—¿Profesor Greene?
—Hummm, ¿sí?
—Lo he visto subir, no estaba segura de si… —La muchacha entró, cerró la puerta con suavidad y miró a Samson expectante, abrazada a su bolso—. No se acuerda de mí, ¿verdad?
Él le dirigió una mirada desvalida.
—No tiene importancia —dijo la muchacha—. No esperaba que se acordara. Soy Lana. Lana Porter. Estaba en su clase de Autores Contemporáneos.
Era alta y delgada, con cabello color azabache peinado con flequillo y cortado justo debajo de las orejas, estilo paje. Tenía un pequeño brillante incrustado en un lado de la nariz. Parecía incapaz de quedarse quieta, una de esas chicas que han de estar comiendo continuamente para mantener el metabolismo.
—Se han dicho tantas cosas que no sabía qué pensar —añadió ella. Después de mirarlo de arriba abajo, se quedó observando sin disimulo, inmóvil, la cicatriz de la cabeza.
—¿Qué cosas se han dicho? —preguntó él.
Aquella muchacha era de una originalidad refrescante, no sólo por su figura alta y angulosa, que se resistía a encajar en el entorno del despacho, sino por su franqueza, que todavía no estaba mediatizada por los convencionalismos sociales que imponen la obligación de pedir disculpas a cada paso.
—Que había quedado hecho un vegetal —respondió.
—Comprendo.
—Yo no lo creí. Habría sido horroroso. —Lana dio unos pasos hacia la mesa y se dejó caer en una silla, compensando esa concesión al reposo por el procedimiento de deslizar los pies en el suelo describiendo pequeños círculos, como para reservarse la posibilidad de realizar un movimiento repentino en cualquier dirección—. ¿Es muy terrible? Me refiero a perder la memoria. Una pregunta tonta, supongo. Ahora que el curso ha terminado y, de todos modos, usted tampoco tiene modo de acordarse, puedo decírselo, pero cada vez que le hacía una pregunta en clase me asaltaba la duda de si la consideraría estúpida. —Hizo una pausa—. No sé por qué le cuento esto.
—Está bien, es lo que hace la gente.
—¿El qué?
—Contarme cosas. Es curioso, pero, desde que me ha ocurrido esto, los que me conocían quieren hacerme confidencias, explicarme cómo era nuestra relación. Se muestran muy sinceros y razonables. Y parecen quedarse tranquilos cuando admiten las cosas.
—No debe culparlos. Piense en lo extraño de la situación.
—Comprendo. Tiene que parecer muy raro que no te reconozcan. Lo siento.
—Usted está igual, salvo por eso. —Ella señaló la cicatriz con un movimiento de la barbilla—. Pero en cuanto abre la boca se nota una diferencia. Es extraño.
—Me siento extraño. —Samson la miró y la muchacha le sostuvo la mirada, esperando—. ¿En tus ratos libres te dedicas a la construcción?
—¿Cómo?
—Esos shorts. La presilla para el martillo y todos esos bolsillos para… no sé, ¿llaves inglesas?
—Qué gracioso. Esto se llama moda —dijo ella con una sonrisa—. Ha hecho una imitación bastante buena del que era antes.
—¿Sí? —Samson entornó los ojos y sonrió a su vez—. Lana Porter. Parece nombre de artista de cine.
—Lo dice por Lana Turner.
—Ah.
La muchacha cruzó las piernas y él desvió la vista, preguntándose si se habría dado cuenta de que estaba mirándoselas.
—¿Así que me llamabas profesor Greene?
—No; te llamaba Samson.
—Pero cuando has entrado…
—Ha sido por educación.
Observando a esa eléctrica muchacha, Samson se preguntó qué sería exactamente lo que habría tenido que recordar de ella.
Su despreocupada forma de hablar hacía que se sintiese cómodo. Esa muchacha no esperaba que él se esforzara en hallar las preguntas pertinentes, sino que le hablaba de sus vacaciones, las pocas que podía hacer, ya que tenía que asistir a clase si quería graduarse a tiempo para ir a la Escuela de Cinematografía de la UCLA el semestre siguiente. De que, una vez más, le había tocado comentar El nadador en una de las clases de Literatura —al ver que Samson la miraba con extrañeza, aclaró que se trataba de un relato que él había explicado en clase— y que la otra noche, en la cama, el único sitio en que podía leer, lo había terminado y se había echado a llorar. Le dijo que, desde que había llegado de Cleveland, Ohio, a Nueva York, hacía dos años, había llorado mucho. Pasó la primera semana llorando, mientras los teléfonos públicos de la calle se tragaban sus cuartos de dólar y la dejaban con la señal de marcar, plana e insípida, en el oído, sonido que, creía ella —según una teoría que estaba elaborando acerca de las particularidades de la ciudad—, procedía de otras zonas de la urbe y era el eco de los electrocardiogramas de personas fallecidas. Lloraba al pasar por delante de los escuálidos guitarristas del metro, que también tocaban el bongo con los pies, junto a una gorra llena de monedas y un par de billetes de dólar. Y lloró cuando le entregaron su carnet de estudiante de la Universidad de Columbia, con la foto de una muchacha que había estado llorando porque ya nunca volvería al barrio de las afueras de Cleveland siendo la misma.
Samson la escuchaba esforzándose por imaginar todo aquello. Esa muchacha tenía algo que le resultaba atractivo, y deseaba contemplar aquellas breves secuencias de su adolescencia como a través de la lente de un telescopio.
A continuación empezó a contarle por qué había decidido cortarse el pelo, que tenía rubio y hasta la cintura, y que había tenido que dar una propina al peluquero a fin de convencerlo, porque el hombre decía que era un crimen, que la gente mataría por un cabello como aquél, y que después se puso a recogerlo pensando que podría venderlo para una peluca. Ella puso el dinero en el mostrador y se fue, mientras el hombre andaba a gatas. Bajó por la avenida Amsterdam, tratando de no llevarse la mano a la cabeza a cada momento, porque cuando se pasaba los dedos por el pelo le parecía que iba a perder el equilibrio, como cuando piensas que hay otro escalón y el pie choca contra el suelo. Al día siguiente se tiñó el cabello de negro con un mejunje que compró en la droguería. Durante un tiempo, gracias al nuevo peinado, se sintió mejor, le parecía que no era ella, la Lana Porter que había dejado a su novio del instituto —el que iba a tomarse un año sabático para intentar sacar a su conjunto musical del sótano y, quizá, triunfar en Japón—, la que había dejado su dormitorio con su mullida moqueta, y a sus amigas, muy populares pero no tan listas como ella. Con el nuevo peinado, la gente la miraba de otro modo, y eso la alegraba, porque ya no podía seguir siendo la de antes; de algo tenía que desprenderse, a fin de hacer sitio para todo eso, para esa ciudad estúpida y frenética. Después de aquello, ya no lloraba tanto, sólo alguna que otra vez, cuando menos lo esperaba o cuando terminaba un libro que le había gustado mucho.
Daba la impresión de que aquella muchacha hablaba sin tomar aliento, las palabras salían de su boca de forma atropellada, a borbotones. Samson no se cansaba de escuchar. Hasta que, de pronto, ella miró el reloj y dijo que se iba, que tenía cosas que hacer en la biblioteca.
Samson se ofreció a acompañarla, con el pretexto de que quería consultar varios libros. La siguió por el jardín y por el fresco vestíbulo de la biblioteca Butler, donde ella le enseñó a buscar los números de referencia en el ordenador. Él examinaba las teclas y las pulsaba con el índice, pero no lograba dominar el cursor con aquel chisme llamado ratón, y le hacía dar saltos espasmódicos. Deseando corresponder a la sinceridad de la muchacha y mostrarse tan franco y natural como ella, le dijo que Anna lo había convencido de que siguiera un curso de informática en la YMCA. Había empezado hacía un par de semanas, junto con señoras elegantes, que hacían sonar las pulseras mientras tecleaban con unos dedos de uñas perfectamente pintadas, y ancianos que esperaban a que pasara el profesor para encender el ordenador. Por más que se les prometía que aprender a navegar por el ciberespacio les cambiaría la vida, Samson comprendió que no soportaría un bautismo de siglo XXI en semejante compañía y, en mitad de la clase, se levantó y se fue. Cuando le contó a Anna lo ocurrido, ésta suspiró, apretó los labios y dijo que eso de levantarse y abandonar las cosas empezaba a ser una costumbre en él.
Entonces tuvieron una pelea, y Samson dijo que le gustaría que dejara de echarle la culpa de una enfermedad de la que él había sido la víctima.
—A veces pienso que preferirías que hubiera muerto —dijo Samson, consciente de que era una crueldad.
Anna hizo un gesto de dolor, como si hubiese recibido un puñetazo en el estómago, y se echó a llorar. Después él le pidió perdón, pero las palabras seguían en el aire, suspendidas entre los dos, endureciéndose como los vertidos imposibles de identificar que se solidifican en las calles formando fósiles horrendos. Aquella noche, en la cama, Anna dijo:
—Quizá ya no podamos ser el uno para el otro.
Samson, sin saber qué responder, buscó su mano en la oscuridad. Pero a Lana no le habló de todo ello, sólo le contó hasta la clase de informática.
Subieron a la biblioteca en el ascensor. Lana le enseñó a localizar los libros en los intrincados pasillos, a la media luz de unas bombillas sin fuerza.
—Suerte —dijo la muchacha en voz baja, y se marchó, dejando en el aire una ligera vibración eléctrica. Él sacó varios libros que ella le había recomendado y, deslizándose hasta el frío suelo, se puso a leer. No tardó en dejar de percibir el tufillo a papel viejo que le revolvía un poco el estómago.