Pasaban los días. Todas las mañanas, Anna arrancaba del calendario la hoja de la víspera, que Samson recuperaba después de la basura. Quizá un día las atara en fajos, como si se tratase de cartas.
Después de verlo toda una semana con el mismo pantalón de pana que había descubierto en el fondo del armario, Anna se ofreció a llevarlo de compras. Esperaba pacientemente, sentada en el banco de la tienda de deportes, mientras Samson se paseaba ante hileras de esplendorosas zapatillas, buscando el modelo de su agrado.
—Ya lo tengo —dijo, llevando al banco una zapatilla de ante azul eléctrico. Al ver que Anna fruncía la nariz, insistió—: Quiero éstas.
—Vas a estar ridículo.
—Todo el mundo las lleva.
—¿Quién es todo el mundo?
—Mira a tu alrededor —dijo él por encima del hombro mientras se dirigía hacia el dependiente, que enarcó las cejas cuando Samson pidió que le midiera el pie.
—Tiene el pie grande —dijo el dependiente, ajustando la regla móvil.
—Enorme —apostilló Samson.
Se dejó puestas las zapatillas, pidió que metieran sus zapatos en la caja y no se las quitó en toda la noche. Las llevaba con la bata, para amoldarlas al pie. Eran las únicas de toda la tienda que no eran feas, dijo a Anna.
Mientras Anna trabajaba, él se dedicaba a recorrer la ciudad, entrando y saliendo del metro al azar. Mantenía los ojos fijos en el suelo, acribillado de chicle viejo, dejando que la escalera mecánica lo expulsara a la luz y el calor de las calles. Extravió el plano en que Anna había marcado los puntos de interés, pero cuando se perdía seguía andando hasta que volvía a algún lugar en que ya había estado, y entonces la ciudad se reorganizaba en torno a él. Parecía que siempre acababa por salir a los mismos sitios, plazas o esquinas, que se repetían como un estribillo, puntos de convergencia donde la ciudad daba la impresión de recogerse en sí misma, para dispersarse de nuevo a la vuelta de la esquina.
Se fue julio y llegó agosto. La ciudad transpiraba, el agua que goteaba de los oxidados acondicionadores de aire ponía círculos oscuros en las aceras. A veces pasaba zumbando un autobús, y el polvo que levantaba se le metía en los ojos. Eran autobuses con un letrero que indicaba «Restringido», y al parecer no hacían paradas, sino que circulaban a toda velocidad, ocupados por pasajeros privilegiados, de otra galaxia. Samson bajó andando desde el Upper West Side hasta la punta de Manhattan, y, a través del aire caliginoso, contempló la estatua de la Libertad. Subió por West Side Highway, sorteando fosos de obras y montones de arena y tuberías de caucho, viendo posarse las gaviotas en los viejos muelles. Cuando se encontraba en alguna calle de tienduchas con rótulos de neón, entraba en una al azar y se paseaba disfrutando del aire acondicionado, hasta que el dueño, coreano o paquistaní, lo miraba. Entonces cogía lo primero que encontraba, lo llevaba a la caja y pagaba tirando de una bola de billetes arrugados, como quien ordeña.
Dolía mirar esa ciudad, toda ángulos y destellos, como un mar de astillas de cristal. Los árboles daban pena, clavados en el hormigón, aunque a los perros no debía de importarles, porque, por muchas veces que pasaran por delante de un mismo árbol, lo marcaban, como si nunca lo hubieran visto. A veces, Samson se llevaba a Frank, que, a diferencia de Anna, parecía habérselo perdonado todo. Cuando sus miradas se cruzaban, a Samson le daba la impresión de que Frank lo comprendía y no creía necesario recordarle las muchas cosas que solían hacer juntos en el pasado. A menudo, el perro prescindía de la pantomima del árbol y, sencillamente, se paraba y hacía pipí sin preámbulos. Esos días el animal parecía mirar con desdén a los otros perros, que seguían esclavos del sistema.
Un día en que viajaba en la línea de circunvalación, Samson causó sensación entre un grupo de colegiales de tercero al quitarse la gorra y enseñarles la cicatriz. Les explicó que lo habían herido peleando contra las fuerzas del mal. Los niños lo rodearon, y uno gordito se abrazó a sus rodillas. Él les dijo que había saltado de un edificio en llamas, pero luego lo olvidó y dijo que de un avión.
Cuando llovía se formaban junto al bordillo charcos de agua de un verde ácido, químico. En aquellos días, Anna, con sus pequeñas frases, su perfume y los coleteros que se ponía en los dedos a modo de anillos, era como un arañazo, un resplandor, una mancha en su anonimato.
Cruzaba Central Park, poblado de gente que corría y de gritos de niños con ideas prodigiosas. Contemplaba la zona de juegos, pequeño país gobernado por las leyes cambiantes de entretenimientos inventados, que se practicaban con palos y piedras. Los niños necesitan poco para divertirse. Por encima de los árboles, distante, asomaba la ciudad.
Caminaba hasta que se sentía agotado, y entonces se sentaba en un banco. Un día pasó por delante de él un hombre con la cara escondida bajo una capucha, empujando un carrito de supermercado cargado de trastos que a simple vista no había modo de identificar. «¿Tienes suelto?» siseó lanzándole una mirada como se lanza un hueso roído, y, sin pararse a ver si Samson metía la mano en el bolsillo, añadió, a modo de respuesta: «Que Dios te ampare», como quien representa un papel pero sin convicción. El hombre no esperaba nada, quizá ni habría aceptado las monedas que Samson le hubiese ofrecido. Cuando pasaba el hombre, casi rozándole las rodillas, Samson vio el negro ribete de las uñas y los rugosos talones que se apoyaban en unas zapatillas que calzaba a modo de chanclas. No recordaba haber visto a un indigente en Los Altos, y no se acostumbraba a verlos ahora: la mujer que lloraba en la Quinta Avenida, vestida con una bolsa de basura, los hombres que dormían sobre las rejas que expulsaban aire caliente y viciado.
Llegas, encuentras una vida hecha a la medida y no tienes más que ponértela, pensaba él.
Observaba a la gente, hombres y mujeres que iban presurosos del trabajo a casa, en posesión de su memoria. Para él constituían un misterio; con qué facilidad doblaban la esquina, como si fuesen capaces de encontrar su casa con los ojos cerrados.
Por la noche, cuando volvía del trabajo, Anna le hablaba de los vagabundos que recalaban en la agencia, el negro de ciento cincuenta kilos que andaba por los pasillos murmurando que tenía que salir para dar de comer a los miles de niños que creía haber engendrado, o Ken, el japonés que se metía debajo de las mesas para guarecerse de imaginarios atentados de los yakuza. Samson le hablaba de su viaje en la línea de circunvalación o de su visita a la terraza del Empire State, y por un momento habrían podido ser una pareja normal. Pero no lo eran, y no parecía que fingir tuviese sentido. Él no deseaba entristecer a Anna, pero cuando se sorprendía a sí mismo empeñándose en representar el papel de marido, se sentía desmoralizado por su fracaso y su impostura, y se retraía aún más.
En realidad, Samson protegía aquel vacío que se había hecho en el centro de su mente. Su memoria lo había abandonado y, por más que buscaba dentro de sí, durante aquellas semanas no encontraba el deseo de recuperarla. Le parecía que, si de pronto volviera, la rechazaría, y la conciencia de esa renuncia, de ese pequeño acto de desafío, le producía una sensación de libertad. No habló con nadie de esa resolución. Deseaba explicársela a Anna, pero no sabía cómo, era una decisión que había tomado él solo, una pequeña rebelión contra todo lo que quedaba fuera de su alcance. Pronto se convirtió en un secreto tan íntimo que ni los médicos lo encontraban cuando le barrían la mente con sus linternas.
El vacío era enorme, pero él guardaba sus fronteras. Sólo por la noche, en la cama, se permitía cruzarlas, recorrer aquel paisaje lunar que se extendía desde sus doce años hasta el día en que había despertado en el hospital. Deambulaba por allí como los científicos que veía en la tele avanzar por la tundra con sus parkas de Gore-Tex. Se movía como quien es consciente del peligro y de la trascendencia de su misión. Andaba hacia atrás. Borrando sus huellas.