Samson oyó el despertador y notó que Anna se volvía en la cama y se levantaba. Oyó el ruido de sus pies descalzos sobre el parquet. El agua de la ducha. Se quedó quieto entre las sábanas mientras ella se vestía, preservándola como una sensación, una serie de sonidos. Luego la sintió a su lado, inclinándose sobre él. Cuando sus labios le rozaron la frente, Samson abrió los ojos, lo justo para captar su cara. Enseguida volvió a cerrarlos y esperó a oír al perro en el recibidor, la llave en la cerradura.

Ya llevaba en casa un mes, y él y Anna habían organizado una existencia provisional. Evitaban los temas que —ambos lo sabían— eran como fallas que, inevitablemente, harían que la tierra se abriera bajo sus pies. Hablaban de las cosas que Samson aún no había conseguido asimilar: que hubiera caído la Unión Soviética, que los rusos fuesen ahora buenos amigos de los norteamericanos, que nadie pareciera ya muy preocupado por la amenaza de una guerra nuclear.

Cuando llamaba algún amigo para hablar con Samson, Anna lo ponía brevemente en antecedentes, antes de pasar el teléfono a su marido, que lo tomaba de mala gana. Al fin dejó de ponerse al aparato y, desde la habitación contigua, escuchaba a Anna hablar, en tono bajo y cansino, de su estado: las pruebas no mostraban señales de una reproducción del tumor; aún iba al médico; no había recuperado más recuerdos que los de la niñez; ella era una perfecta desconocida para él, y también él estaba distinto, no parecía el mismo.

Mientras hablaba, Anna caminaba arriba y abajo y, a veces, lloraba.

En ocasiones, topaban en la calle con antiguos conocidos. La mayoría adoptaba una expresión que era una mezcla de pena y curiosidad, pero no faltaban los que bromeaban o evocaban cosas divertidas que Samson había hecho o dicho y hablaban de lo bien que lo habían pasado juntos. Al despedirse, prometían llamarlo. Unos llamaban, otros no.

Al fin, armándose de valor, Samson le preguntó a Anna qué le había sucedido a su madre. Ella lo miró por un instante en silencio y le puso una mano en la mejilla.

—Tenía cáncer —dijo al fin—. Hace cinco años.

Samson no sabía qué esperaba, pero al oír esas palabras la muerte de su madre apareció finalmente ante sus ojos como una cruel realidad. Procuraba asumir todo lo que le pedían que aceptase, pero a veces la tarea era superior a sus fuerzas. El comunismo soviético, barrido; Reagan, presidente; John Lennon, asesinado: ésos eran hechos que pertenecían a un orden de cosas que él podía aceptar. Pero que su madre, su única familia inmediata, hubiese dejado de existir, era distinto. Samson se echó a llorar, con la cara entre las manos, y entonces sintió el cuerpo de Anna contra el suyo, abrazándolo.

—Lo sé —susurró ella, rozándole la cabeza con los labios.

Transcurrieron varios minutos. Cuando él se apartó y la miró, su rostro estaba desencajado, extraño.

—¿Pude despedirme de ella?

—Sí. Fue todo muy rápido; pero estuviste a su lado hasta el final.

Era todo lo que él se sentía capaz de preguntar. Pronto empezó a aceptar el que su madre hubiese muerto, pero le costaba hacerse a la idea de que Anna supiera de ella cosas que él ignoraba: cómo había envejecido, cuáles habían sido sus últimas palabras… Al pensarlo sentía remordimientos, como si hubiera abandonado a su madre y confiado a una extraña la misión de recordarla.

Días después, mientras observaba a Anna enganchar la correa al collar del perro antes de sacarlo a pasear, preguntó:

—¿Llegaba pronto o llegaba tarde?

—¿A qué te refieres?

—Mi madre. Si tuvieras que describir su manera de ser, ¿era puntual o se retrasaba?

—Siempre se retrasaba. Ya le ocurría cuando tú eras niño, ¿no?

—¿Cuál era su color favorito?

Él notaba la frialdad de su propia voz. Anna lo miraba en silencio.

—¿Es una prueba? —Se apoyó contra la puerta, sosteniendo su mirada antes de responder—: El azul. Siempre llevaba algo azul, porque hacía juego con sus ojos. Eran azules, aunque a veces parecían grises y, últimamente, había perdido vista. Tenía tres pares de gafas, y nunca encontraba ninguno. Era orgullosa, no aceptaba nada de nadie. Te llamaba para contarte chistes, pero a veces olvidaba tu cumpleaños.

—Está bien. Ya basta.

—Tu cumpleaños: veintinueve de enero de mil novecientos sesenta y cuatro. Fuiste prematuro. —Ahora Anna hablaba deprisa, y Samson, por primera vez, notó que ceceaba un poco: una reliquia de la niñez, apenas perceptible—. Nadie recuerda cuáles fueron tus primeras palabras. En tu primer día de guardería te subiste al caballo balancín y chillabas cuando alguien se acercaba. Querías ser astronauta.

—Ya basta, Anna. Lo siento, debí comprender…

—¿Y qué te parece esto? Tuviste la primera erección poco antes de cumplir los doce. Estabas… sí, ahora lo recuerdo, dijiste que habías estado nadando y que te tumbaste al sol con los shorts. La perra se había apoyado en ti.

Él la miraba fijamente, horrorizado. Era como establecer contacto con extraterrestres y descubrir que han estado observándote durante años. Su mente podía ser una página en blanco, pero todas las cosas terribles y vergonzosas que él hubiera hecho o dicho, y había olvidado, ella las recordaría.

—Creo que ya he oído bastante.

—Yo creo que no. Hay más, mucho más, podría seguir y seguir, ¿sabes? —Lo cogió de una muñeca con fuerza y él hizo una mueca—. ¿Qué sabes de mí? Si quieres que hagamos una prueba, esto es una prueba: dime qué demonios sabes de mí.

—No lo sé.

Ella le soltó la mano con brusquedad.

—No lo sabes. ¡No lo sabes! —gritó con la voz rota—. Y lo más terrible es que aún te quiero. Te he perdido y, sin embargo, estás aquí. Para torturarme. ¿Es que no lo comprendes? ¿No eres capaz de sentir empatía, de imaginar lo que significa esto para mí? —Un sollozo bronco la estremeció.

Él la tomó de la mano. Le frotó la rodilla, le dio palmadas en la espalda, pero con ello sólo consiguió que el llanto arreciara. Samson gesticulaba, sin saber qué hacer con las manos hasta que, con delicadeza, le puso una en la cintura y la otra en la cabeza y la atrajo hacia sí. Sentía sus lágrimas en el cuello, pero Anna dejó poco a poco de estremecerse y su respiración fue calmándose mientras él la mecía. Lo sorprendía la ductilidad con que ella se había amoldado a su abrazo y lo cálido y pequeño que notaba su cuerpo.

—¿Cuándo te conocí? —preguntó en voz baja.

—Hace casi diez años.

—¿Sólo tenías veintiuno?

—Sí. Y tú veintiséis.

—¿Qué te gustaba de mí? Al principio.

Anna se apartó y lo miró con expresión de sorpresa.

—Tú eras… eres… —Guardó silencio por un instante—. Nadie era como tú.

Samson iba a preguntar qué le había gustado a él de ella, pero se contuvo, al comprender cómo sonaría aquello. Permaneció callado, sintiendo el calor de su cuerpo, y al fin dijo:

—¿Era bueno en la cama?

La pregunta lo sorprendió a él tanto como a Anna, que levantó la cabeza y lo miró con una sonrisa extraña. Su rostro estaba tan cerca que las facciones se desdibujaban, pero su boca era cálida y sabía a naranja.

Samson se quedó en la cama después de que Anna se fuera a trabajar.

Aquella noche habían hecho el amor por tercera vez, pero después él sintió una frialdad repentina y, a tientas, buscó el calzoncillo y la camiseta. Deseaba levantar una barrera en torno a sí, tapar su mortificación, para que la mujer que acababa de hacerlo gemir de placer no la notara. Ella estaba inmóvil en la oscuridad, pero cuando al cabo de media hora de silencio él no pudo resistirse al deseo de volver a tocarla y deslizó los dedos por su vientre y la curva de sus pechos, sintió que su cuerpo se tensaba y arqueaba bajo su mano.

Samson se levantó y fue al cuarto de baño. Aún notaba en el cuerpo el olor de Anna. El vapor de la ducha que ella se había dado impregnaba el aire. Escribió su nombre con el dedo en el espejo empañado y lo borró. Poco a poco, su cara empezaba a adquirir coherencia, las facciones configuraban un todo reconocible que ya no lo repelía cuando su reflejo lo asaltaba desde el cristal de una ventana o un espejo. Empezaba a haber pelo alrededor del rojo costurón de la cabeza.

Abrió el armario y tocó las corbatas de seda colgadas de las perchas, las camisas de lino, los pantalones de fina lana. Eligió un traje gris y una corbata amarilla con un dibujo de pájaros pequeños. Tras varios intentos, al fin consiguió hacer el nudo, aunque le quedó un poco chapucero. Había recuperado el peso perdido, y el traje le estaba perfecto, pero Samson se sentía incómodo dentro de él, como si fuera un impostor. Decidió comprar ropa lo antes posible. Se puso la gorra de béisbol de Las Vegas que Anna le había llevado al hospital. La cicatriz era muy fea, una línea grapada que hacía pensar en la vía del tren.

Anna había dejado el periódico en la encimera. Se puso a hojearlo. Le llamó la atención un titular sobre clonación y leyó el artículo de arriba abajo, con asombro. Habían clonado una oveja, y ahora tenían dos, idénticas. Lo siguiente era preguntarse: ¿se podría clonar a las personas dentro de poco?

Los platos de la cena seguían en la mesa de la cocina, y también el álbum de fotos que Anna había sacado después de los postres. Estaba abierto por la página que habían estado mirando —fotos de Río, tomadas hacía cinco años, en su viaje de novios— hasta que Samson se levantó bruscamente.

—¿Adónde vas? —preguntó Anna.

—A dar una vuelta.

—¿Estás bien? ¿Te acompaño?

—Sólo necesito tomar el aire —respondió él.

Anna asintió.

—Llévate al perro.

El animal ya estaba paseándose por delante de la puerta, nervioso. Samson comprendió que ella temía que se perdiera o que lo atracaran.

No fue lejos; sólo dio la vuelta a la manzana, pero tantas veces que hasta Frank se aburrió. Por su cabeza desfilaban las imágenes: instantáneas de ellos dos en la playa, un abrazo tras otro. Por un instante, mientras esperaba a que cambiase el semáforo, pensó en no volver. Era una idea tonta, pero estimulante.

Cuando regresó, Anna estaba en el sofá viendo un programa nocturno de entrevistas. Fumaba un cigarrillo.

—No sabía que fumaras.

—De vez en cuando.

Estuvieron viendo a una actriz de cine, rubia, esbelta y risueña, que bromeaba con el presentador acerca de su época de instituto, cuando estaba como una foca.

—Tú fumabas —añadió Anna, como si lo hubiera recordado de pronto.

—¿Yo?

—Lo dejaste cuando empezaste a dar clase. Estabas muy sexy. Dabas unas caladas largas. —Imitándolo, ella inhaló profundamente, con los ojos entornados, y expulsó el humo por la comisura de los labios—. Todos tus vaqueros tenían un rectángulo descolorido en el bolsillo trasero derecho.

Samson se imaginó montado en una motocicleta reluciente, de esas que tienen un depósito de combustible de forma aerodinámica, con un cigarrillo entre los labios.

—¿Tenía moto?

Ella lo miró extrañada.

—No —respondió.

Anna sostenía el cigarrillo entre dos dedos con soltura. A él le admiraba la facilidad con que aquella mujer manejaba las cosas, la naturalidad con que compartía la vida con los cientos de objetos que pasaban por sus manos.

—¿Cómo te encuentras, Samson? —Anna se abrazó las rodillas y apoyó en ellas la barbilla, mirándolo.

—Estoy bien —contestó él, esbozando una sonrisa—. ¿Cómo te encuentras tú?

—Sola.

—Lo lamento —dijo él, tendiendo la mano para frotarle el tobillo, en el que se advertía la marca del elástico del calcetín.

—Se siente una tan lejos…

Samson asintió.

—¿También tú te sientes así? —preguntó ella.

—¿Lejos? No. No sé cómo explicarlo. Es como estar…

—¿Cómo?

—Presente. En mí.

—Pero es que tú no eres tú.

—Me siento como si lo fuera.

Anna apretó los labios, y él pensó que iba a echarse a llorar.

—¡Por favor! —susurró ella, meciéndose—. Aún puede volver. Tiene que volver.

—Anna…

—No. No digas nada.

Él le puso la mano en las rodillas, deteniendo su movimiento con suavidad.

—¿Sabes?, a veces tengo la impresión de que no somos más que una sucesión de hábitos —dijo ella—. Los gestos que repetimos una vez y otra sólo expresan nuestra necesidad de ser reconocidos. —Hablaba con la mirada fija en la pantalla del televisor, como si leyera unos subtítulos—. Quiero decir que sin ellos no conseguirían identificarnos. Tendríamos que volver a inventarnos a nosotros mismos a cada minuto. —Su voz era suave, y Samson tenía la impresión de que no le hablaba a él sino al hombre de las fotos.

Exhaló el humo y dejó caer el cigarrillo en un vaso, donde se apagó con un siseo. Al levantarse para ir a lavarse los dientes, se acercó lentamente a Samson y le dio un beso en la nuca. Él seguía sintiendo el roce de sus labios mientras la rubia de la pantalla se levantaba y hacía una demostración de los pasos de baile que recordaba de sus tiempos de animadora, porque había sido animadora, a pesar de lo gorda que estaba. El beso permanecía allí, sin tener adónde ir, sin tener una memoria sensorial que lo absorbiera y archivase como un gesto natural de intimidad, mil veces recibido. Él sabía lo que Anna preguntaba: si es posible amar a alguien prescindiendo de hábitos.

Tras fregar los platos, Samson sacó a pasear a Frank. Después se encaminó hacia el Instituto, donde tenía visita con el doctor Lavell a las once. Aunque no eran más que las nueve y media y le sobraba tiempo, sin caer en la cuenta se encontró caminando por Broadway deprisa, al ritmo de la gente. Lo atraían los escaparates, pero no se atrevía a detenerse a mirar para no entorpecer el flujo de la corriente humana, obligando a los viandantes a desviarse de su camino para sortearlo. Trataba de imitar la actitud decidida de aquellas personas, que tenían el rumbo marcado hacia un punto de destino, que en cualquier momento podían trazar el itinerario de su futuro, que recibían escuetas instrucciones a través de pequeños teléfonos por los que conversaban como por walkie-talkies.

Hacía calor, y Samson sudaba. Se quitó la americana y se la puso debajo del brazo, arrugada. Bajó al metro, el andén era un horno, el aire inerte, atrapado en las grandes bóvedas del subsuelo, generadoras de la meteorología de la ciudad subterránea. Escuchaba el retumbar de los trenes que salían y entraban en los túneles.

A las luces ultravioletas del vagón metálico, los pasajeros semejaban ratones desvalidos. Encontró donde sentarse al lado de un muchacho enorme, el más grande que había visto en su vida, quien explicaba serenamente al hombre que estaba sentado enfrente, y escuchaba con interés, cómo podía romperle el brazo por dos sitios. Su mirada se posó en una muchacha que, inclinada en su asiento al otro lado del pasillo, se comía el rojo esmalte de las uñas; era la clase de muchacha que da la impresión de no haber dormido en casa esa noche. Si ella se volvía y lo sorprendía mirándola con descaro, él disimularía, pero la muchacha mantenía los ojos fijos en el suelo. Samson la miró hasta la parada de la calle Ciento dieciséis, donde ella se levantó, lo observó con gesto de estudiado aburrimiento y se apeó. Él cerró los ojos, y el tren siguió rugiendo en la oscuridad.

No podía evitar mirar fijamente a las personas. Se lo dijo a Lavell, quien, citando a un fotógrafo famoso, explicó que mirar fijamente es la mejor manera de educar la vista. Si alguien mencionaba algo que él desconocía, Samson raramente preguntaba. Ya se informaría más tarde. Era adicto a la información, que obtenía de los libros y, preferiblemente, de las revistas. Se pasaba el tiempo leyendo cuanto caía en sus manos.

El despacho de Lavell estaba en un pasillo semiolvidado del Instituto Neurológico, que terminaba en un armario para guardar escobas. Por el camino, Samson se cruzó con una mujer que llevaba un camisón de hospital y calcetines antideslizantes e imitaba, con una precisión intranquilizadora, los gestos y expresiones de cuantos pasaban por su lado. Él desvió la mirada, pero con el rabillo del ojo vio que ella también volvía la cara, caricaturizando su desdén.

Lavell llevaba tantos años instalado en el extremo de aquel pasillo que su espacioso despacho se le había quedado pequeño. Los libros llenaban las estanterías que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. Todas las superficies libres de papeles estaban ocupadas por parafernalia médica. Había cerebros de plástico con hemisferios desmontables, un busto de cerámica en el que estaba inscrito el mapa frenológico trazado por L. N. Fowler: las zonas de la afabilidad, el espíritu juvenil, el ingenio. Al lado de la pizarra blanca en que a veces ilustraba con rotulador sus explicaciones a los pacientes, se erguía un esqueleto. Esparcidos aquí y allá había juguetes para los niños que iban a ese despacho encerrados en la cámara estanca del autismo.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Samson sentándose en la silla que le señalaba el médico.

—¿Qué mujer?

—La del pasillo, parece una posesa.

—¿Marietta? Padece una forma aguda de síndrome de Tourette. Le provoca esos tics. Siente el impulso irresistible de imitar todo lo que ve. —Lavell se frotó una ceja con un grueso dedo—. Un colega, un tipo inteligente, ha escrito un estudio sobre el caso. Plantea la cuestión de si Marietta existe realmente como individuo o los impulsos la han consumido hasta convertirla en la fantasmagoría de una persona. —Mencionó a continuación los casos más célebres, recitando sus nombres como si se tratara de la lista de los grandes ases del béisbol. Se refirió a un viejo texto médico que empezaba con unas memorias anónimas, Mis tics y yo—. ¿No ha pensado en escribir algo también usted, sus experiencias desde la operación? ¿Llevar un diario o algo así?

Samson advertía la estrategia de Lavell para encauzar la conversación en un sentido u otro, enfocando con su linterna los pozos vacíos de su mente. Pero le gustaban aquellas sesiones; Lavell parecía no esperar nada de él. Samson intuía que podría hacer o decir cualquier cosa, subirse a la silla, brincar como un mono y gritar uuuh, uuuh, sin que el médico hiciera comentario alguno.

Un oriental alto, con el pelo de punta, abrió la puerta del despacho y les gritó, con la rapidez una ametralladora:

—¡Hola! ¿Cómo están? ¡Hola! ¿Cómo están?

—Muy bien —respondió Lavell con aspereza, y siguió hablando con Samson hasta que el hombre cerró la puerta con suavidad y siguió su camino—. ¿Y usted? ¿Cómo está usted? —preguntó acto seguido arrellanándose en el sillón.

—Bien, supongo.

—¿Cómo están las cosas con Anna?

Samson tenía muchas preguntas que hacer, por ejemplo: ¿cuántas veces al día se masturba un hombre normal de treinta y seis años y cada cuánto practican el sexo los matrimonios? Tenía para Lavell todo un cuestionario acerca del funcionamiento del cuerpo femenino, qué se hace para que ella gima y grite y arroje flores a los pies de uno. Pero no se atrevía. Sería mortificante, entre otras cosas porque le parecía muy posible que el médico respondiera a sus preguntas con imágenes de libro que reducirían todo el erótico misterio del acto a una serie de movimientos estereotipados, como los de un rigodón.

Lavell echó el sillón hacia atrás, con un crujido, y se quedó esperando.

¡Lo hemos hecho!, quería gritar Samson, pero se limitó a toser y preguntar:

—¿Con Anna? Todo sigue igual. La otra noche estaba muy disgustada.

—¿Sí?

—Me preguntó si era capaz de sentir empatía, de imaginar por lo que está pasando.

—¿Y lo es?

—Todo esto es muy triste. A veces tiene una expresión que me duele. Pero, con lo que me está costando descubrir lo que siento yo… ¿cómo voy a intentar siquiera averiguar lo que siente ella?

—Interesante que eligiera esa palabra: empatía.

—¿Por qué?

—Exactamente por la razón que ha mencionado. Empatía es la facultad de compartir o asimilar los sentimientos del otro. Para ello, tienes que basarte en el recuerdo de haber experimentado algo parecido, lo cual para usted es imposible.

—Cierto.

Lavell levantó las manos.

—¿Y usted qué le dijo?

—La abracé. Ella lloraba y la abracé.

—Buena elección.

Finalmente la conversación derivó hacia la infancia de Samson, como de costumbre. Los recuerdos acudían de forma desordenada. Él no sabía por qué una imagen particular se presentaba en un momento determinado. Saberlo sería tanto como comprender el orden de las cosas.

La conversación emergió de nuevo en el presente, tapando el sonido de los pájaros que discutían en los árboles, cuando, sin venir a cuento, Lavell preguntó:

—¿Sabe lo que es estar enamorado?

La palabra parecía fuera de lugar entre sus labios carnosos. Samson pensó en Jollie Lambird. Turbado, se miró los zapatos, que parecían demasiado relucientes.

—No lo sé. Quizá.

—¿Qué me dice de Anna?

—Verá, esto es un poco desconcertante.

—Por supuesto. De la noche a la mañana —Lavell hizo chasquear los dedos—, te encuentras casado. Eso puede con cualquiera.

Samson recordó a Anna, tal como la había visto por la mañana, inclinada sobre él.

—Es encantadora. Bonita y dulce. ¿Cómo no iba a gustarme? Pero ¿por qué ella y no otra?

—Es la decisión que tomó, es de suponer, basándose en experiencias que tuvo con otras mujeres antes de conocer a Anna.

—Pero ¿quién es? Me despierto por la noche y allí está, a mi lado. A veces contiene la respiración mientras duerme. Apoya la cabeza en la almohada y al instante se queda dormida, pero entonces, de pronto, deja de respirar. Como si se hubiera lanzado a un lago helado. Como si hubiera tenido la súbita revelación de su subconsciente…

—Su inconsciente.

—Su inconsciente. Como si la asombrara. A veces me gustaría darle un golpe en la espalda, para que vuelva a respirar, pero cuando parece a punto de asfixiarse, vuelve a respirar, como si nada, como si no le hubiera faltado un tanto así.

—¿Faltado para qué?

—Para llegar a ese lugar que está justo más allá de todas las cosas que ella da por seguras. El mismo lugar en que yo desperté.

—Usted padecía una lesión cerebral. ¿No le parece que su amnesia tiene su lógica, una lógica terrible? El tumor destruyó…

—Ya lo sé, ya lo sé… Un poco más a la izquierda o a la derecha, y no habría recordado ni cómo ir al baño. Habría podido existir en un momento eterno, sin recordar ni el minuto que acaba de pasar. Habría podido perder la facultad de sentir. Tengo suerte, sí. Lo que he perdido es, en un sentido amplio, casi… insignificante. Pero duele. Te despiertas bañado en un sudor frío pensando: ¿quién era yo? ¿Qué me interesaba? ¿Qué encontraba divertido, triste, estúpido, molesto? ¿Era feliz? Todos los recuerdos que había ido acumulando, borrados. Si hubiera podido conservar sólo uno, ¿cuál habría elegido?

—Dice que Anna deja de respirar mientras duerme. Que le falta «un tanto así» para algo. ¿Para qué?

—Para el olvido, supongo. Que era donde estaba yo cuando me encontraron en Nevada. Y ahora que he vuelto ya no puedo ser el mismo.

—¿Cómo era ese olvido?

—No lo recuerdo —respondió Samson, encogiéndose de hombros.

—¿No ha pensado que puede haber quien lo envidie?

—Tendría que estar loco.

—Bien, contésteme a esto: si en este momento yo pudiera devolverle la memoria, ¿la aceptaría?

—Pero ¿de qué lado está usted? —dijo Samson. Para cambiar de tema, se puso a hablar del artículo sobre clonación que había leído en el periódico por la mañana. De niño ya le interesaba la ciencia, el descubrimiento de prodigios, la carrera por la exploración de la Tierra, los seres humanos, el espacio. También ahora lo fascinaba la idea de que en cincuenta o cien años estuvieran en condiciones de clonar a todo el mundo al nacer—. Un doble, por si ocurriese una tragedia.

Lavell enarcó una ceja.

—En serio. Tendrían al doble en una especie de granja, en medio de la nada, donde pudiera hacer ejercicio y respirar aire puro, preparado para entrar en servicio, si llegaba el aviso. Y, en caso de una catástrofe aérea, un cáncer o un accidente de esquí… —Samson dejó la frase sin concluir, pensativo—. Cualquier cosa menos un suicidio, porque el suicidio supondría el punto final: el original había querido acabar con todo, y eso no tiene vuelta de hoja.

—Llega el aviso.

—Sí; pero ahora tenemos un problema, porque el doble no sabe nada acerca de la vida del original. De acuerdo, puede haber leído los informes que le habrían enviado a la granja todos los meses. Pero no sabría ciertas cosas íntimas.

—Los diminutivos cariñosos que el original susurra a su mujer.

—Por ejemplo. De modo que ese proyecto de la clonación parece que va a ser un fracaso. Pero ¿qué hacen entonces los científicos? —Samson guardó silencio mirando a Lavell, como el actor que busca un golpe de efecto; ahora un redoble de tambor, muchas gracias—. Inventan el modo de extraer la memoria del original, como de la caja de una cámara acorazada, e introducirla en el doble. Todo el paquete de las experiencias. Y ahí lo tiene. Nadie sería capaz de distinguir a este tipo del original, salvo por el hecho de que no tiene las mismas cicatrices físicas. —Se echó hacia atrás y cruzó los brazos. Estaba satisfecho con la idea y satisfecho de la soltura con que se expresaba cuando el tema no era él.

—Una proposición interesante. En efecto, conozco a un médico que trabaja en algo así. No en la clonación, sino en lo que se refiere a la memoria. La transferencia de recuerdos de una mente a otra, etcétera. Un programa muy ambicioso, diría yo. Pero, volviendo a su película ¿qué pasaría, digamos, en un caso como el suyo, en que la memoria del original resulta dañada?

Samson reflexionó.

—En ese caso —dijo al cabo—, yo, el original, estaría obligado a ceder el papel de protagonista al doble.

—Al perder la memoria perdería su condición de original.

—Correcto.

La puerta del despacho se abrió con un crujido y el afable oriental asomó la cabeza. Al verlos, les dirigió una amplia sonrisa y pareció que iba a decir algo, pero cambió de idea y cerró la puerta.

—Canta dos temas de Lionel Richie una y otra vez —dijo Lavell—. Cuando se vaya pídale que cante Say You Say Me.

Al salir, Samson pasó junto a Marietta, que estaba viendo la televisión en la sala, repitiendo los histrionismos del culebrón en su interminable pantomima. El oriental no cantó Say You Say Me, sino que le dirigió un «Hola» con un vibrante falsete, acompañado de amplios ademanes: «Hola, ¿me buscas a mí?»