Samson se había criado en California, en Los Altos, cerca del Pacífico. Cuando era niño, su madre solía llevarlo en el coche a la costa. Les gustaba un lugar situado unos kilómetros al norte de Half Moon Bay. Bajaban a la playa por un sendero escarpado tallado en la roca, entre matorrales y algas. Samson corría por la orilla y, de pronto, se paraba y se agachaba para examinar una caracola o una piedra, como un arqueólogo que estudia mares antiguos. A veces llevaban a la perrita, que era negra y pequeña. El animal corría a su lado y metía el hocico en lo que él estuviera mirando o se quedaba atrás, acompasando su paso al de la madre. Regresaban con la última luz de la tarde, Samson, tumbado en el asiento trasero al lado de la perra, caliente y sucia de arena, viendo desfilar por la ventanilla los árboles que se recortaban contra el cielo.
Recordaba esas escenas con claridad. Al principio volvían una a una, como instantáneas, como momentos captados del tiempo. Luego, al tratar de unirlas, iba descubriendo entre ellas una corriente de recuerdos nuevos. Día tras día, su niñez se expandía y completaba con nuevos matices, objetos, perspectivas y expresiones. Si aparecía una butaca azul, alguien tenía que sentarse en ella, y entonces veía a su madre, pelando manzanas, o a la perra, tratando de recuperar una pelota de tenis entre las patas. Con un impulso repentino, la sucesión de imágenes se puso en movimiento y fue adquiriendo velocidad. Samson descubrió que podía recorrer los años y detenerse en un instante cualquiera, como en la imagen de un estereoscopio. Su bicicleta apoyada contra la pared lateral de la casa, con un ribete de herrumbre en el timbre y la goma de la pata de apoyo arañada. Los travesaños de madera del arco de gimnasia, cubiertos de verdillo; la lona de la tienda, abombada por el peso del agua. Las tapas de los libros, leídos y releídos con la obsesiva tenacidad del que pretende batir una marca. La claridad era asombrosa, y Samson se preguntaba si estaría imaginando aquellos momentos. No si habrían sucedido, sino si estaría adornándolos con detalles extraídos de otro contexto, fragmentos que se habían salvado de la destrucción, datos dispersos que gravitaban hacia lo que quedaba del recuerdo y se adherían a él. Pero al fin rechazó la idea. Las imágenes eran perfectas; quitabas un detalle y se descomponían.
Recordaba estar jugando con dos chicos a hacer rebotar una pelota contra la puerta del garaje. Le daban a la pelota por turnos y cada golpe dejaba una marca grasienta en la pintura. Él pensaba que, si afinaban la puntería para que los golpes quedaran uno al lado del otro, toda la puerta sería una mancha uniforme y quizá su madre no se daría cuenta, o no le importaría. Sentía en la nuca el sol de julio. Él apuntaba a los ángulos, más arriba y más abajo de lo normal, y los otros chicos empezaron a protestar. Bromeando, lanzó la pelota a la pantorrilla de uno de ellos, que se la devolvió, con más fuerza, alcanzándolo en el estómago. Samson dobló el cuerpo con teatral gesto de dolor y, cuando ellos se acercaron, se enderezó y corrió hacia la manguera, hizo girar el grifo con un ágil movimiento de muñeca y, mientras el agua, tibia, avanzaba perezosamente por el verde tubo, los chicos echaron a correr hacia la calle. El agua llegó a tiempo, sin embargo, y, aplicando el pulgar en la boquilla para aumentar la presión, Samson apuntó y los vio desaparecer calle abajo, gritando, con la camiseta pegada a la espalda y las piernas chorreando sobre el asfalto. Samson pasó el resto del verano tratando de eludir a aquellos chicos, que lo perseguían con pistolas de agua y cubos, corriendo descalzo sobre la hierba áspera, saltando cercas, cruzando jardines y zambulléndose en la piscina más próxima, para privarlos del gusto de mojarlo.
En sus recuerdos corría mucho. Pasaba lanzado por delante de las casas de su calle, bordeada de eucaliptos polvorientos; de la pista de tenis de los Shreiner, en la que el señor Shreiner devolvía con ahínco las bolas que le disparaba la incansable máquina; del mirador de los Reid, engalanado con glicinas; del patio de la escuela; de las colinas. Volaba por el lado de su madre, que descansaba en una hamaca, con un libro en el regazo. Unas veces iba a toda velocidad, sintiendo repercutir en la espinilla, como una explosión, el impacto del pie en el duro suelo, mientras sus pulmones jadeaban reclamando aire, y otras veces llevaba un ritmo pausado con el que creía poder cruzar todo el condado y los límites del estado, o bajar hasta Los Ángeles. «¿Adónde vas tan deprisa?», le preguntaba su madre cuando bajaba corriendo las escaleras mientras se ponía la camiseta. Pero él ya había cruzado el umbral de la puerta hacia el maratón del verano.
Cuando no corría ni jugaba con aquellos dos chicos, Samson se quedaba completamente quieto. A veces, agotado, permanecía horas tumbado dondequiera que se hubiera detenido, leyendo lo que tuviese a su alcance. ¿Qué te ha pasado, chico?, preguntaba su madre al volver del trabajo y encontrarlo tendido en el suelo de la cocina, con el envase de naranjada abierto en la encimera. Y él seguía leyendo o se volvía y la cogía de los tobillos, y luego se levantaba de un salto y salía corriendo hacia la piscina de los vecinos o la casa de Jollie Lambird, la chica por la que estaba colado desde segundo, para ver si por casualidad ella salía en aquel momento. Y así, corriendo por el verano de sus doce años, los recuerdos de Samson se perdían en el vacío.
Al principio, cuando relataba esos recuerdos, los médicos escuchaban atentamente; pero al cabo de una o dos semanas, una vez que el caso se había debatido y comentado en los simposios, con el consiguiente asombro de las eminencias, el expediente fue archivado y los médicos parecieron perder interés en él. Un neurólogo llamado Lavell se hizo cargo del caso. Una colega de Lavell de Las Vegas, que había hecho las prácticas con él, lo llamó pocos días después de la operación para hablarle de Samson. En la primera visita, el doctor Lavell le puso unos electrodos en la cabeza y estuvo haciéndole preguntas mientras observaba en una pantalla el perfil de sus ondas cerebrales.
—¿Qué conclusión saca de eso? —preguntó Samson cuando Lavell terminó las pruebas.
—Que es usted un hombre que piensa.
—¿Nada más?
—En su caso, no mucho más. Ya sabíamos que teníamos entre manos una mente bien desarrollada. —Lavell se volvió hacia la pantalla y, al cabo de un momento, añadió—: Pero es bonito, ¿no?
Los dos miraron en silencio las ondulaciones.
—¿Sabe qué pensaba yo en ese momento? —preguntó Samson.
—Dígamelo.
—Pensaba en si, sólo con mirar esas líneas, podía usted saber lo que pasaba por la cabeza de una persona.
—¿Se refiere a los pensamientos en sí? Vaya, eso sería extraordinario.
—No me parece que tuviera usted muchos voluntarios. Sería una intrusión.
—Ya lo creo. Sólo se prestarían los más audaces. O los exhibicionistas.
Samson sonrió. A partir de aquel día iba a ver a Lavell una vez a la semana.
Samson era muy observador y absorbía con avidez cuanto lo rodeaba. Buscaba en los demás pautas de comportamiento y, como apreciaba y respetaba a Lavell, se fijaba en él con especial atención. Lavell era un hombre de unos sesenta y cinco años, calvo, excepto por una media cenefa de rizos que le rozaban el cuello de la bata, con bolsas oscuras debajo de los ojos, la cara carnosa y unas facciones que parecían estar sometidas a una fuerza de gravedad superior a la normal que le tiraba de las mejillas y le ensanchaba las fosas nasales. Sus dedos eran cortos y gruesos, y uno de ellos estaba ceñido por un anillo de boda que más parecía un artefacto incrustado que el símbolo de una promesa de pasión. Porque Lavell, con sus flemáticos movimientos, no parecía un hombre apasionado. A Samson le habían dicho que, con los años, pasaba cada vez más tiempo en el laboratorio y que en el instituto se le respetaba por su mente privilegiada. Era una de esas personas que piensan mejor mientras andan y, a veces, salía de una reunión o de una conferencia persiguiendo una idea. O reía a carcajadas cuando los demás estaban serios, o se quedaba dormido en el sillón. Era popular entre los residentes, y aunque se mostraba cortés con todo el mundo, no parecía corresponder a sus muestras de cariño. Samson intuía que sus sentimientos hacia las personas eran ambivalentes, más favorables hacia el cerebro como órgano que hacia la personalidad que éste producía. Quizá ésta fuera la razón por la que, con los años, había ido apartándose de la práctica de la medicina, aceptando sólo los casos más interesantes, y dedicaba más tiempo al trabajo de laboratorio.
Y tal vez esa ambivalencia constituyese la razón por la que Samson miraba al médico con simpatía. En aquellos extraños primeros días de su vuelta a la vida, él comprendía esa actitud. Porque, a pesar de la belleza de Anna, de las bonitas fotografías del salón, del confort de su apartamento, lleno de recuerdos de una vida bien vivida, Samson no conseguía experimentar por su propia vida otro sentimiento que una vaga admiración.