Sus días transcurrían entre visitas a médicos y pruebas. Le hacían TAC y resonancias magnéticas. Ya conocía el ritual y, con su delantal de plomo, esperaba a que la enfermera fuera a buscarlo mientras hojeaba un ejemplar de People. Reconocía a algunas de las celebridades. Un Mick Jagger con arrugas y una Liz Taylor con sobrepeso.

—Oh, esa mujer ha pasado lo suyo desde la última vez que usted oyó hablar de ella —comentó la enfermera cuando lo sorprendió contemplando su foto.

A Samson le gustaban esas revistas, como de niño le habían gustados los cómics, que coleccionaba e intercambiaba con otros chicos. Le divertían las trivialidades y los chismorreos que encontraba en sus páginas, y los utilizaba para sorprender a la gente con comentarios agudos. Un día le dijo a una amiga, muy remilgada, de Anna que era esclava de Martha Stewart, y ella se puso a exclamar que todo eso de la amnesia era cuento, que él estaba fingiendo, que en realidad se acordaba de las cosas, de modo que Samson tuvo que ponerse a revolver en su montón de revistas hasta encontrar el número especial dedicado a las mujeres más ricas de América.

Todo el personal del Instituto de Neurología apreciaba a Samson, y durante una breve temporada también él fue famoso, en cierta medida, un caso entre un millón. Era buen paciente, tranquilo y dócil, se sometía a las pruebas de buen grado e ingería cuanto le daban sin protestar. Un día, mientras se encontraba en el claustrofóbico túnel de la máquina de resonancia magnética, escuchando la suave música que surgía de los auriculares, percibió lo absurdo de su situación, aunque era una sensación que, en ese momento, aún no habría sabido verbalizar. No tenía dificultad para realizar las pruebas que le proponían los neurólogos, quienes dedujeron que su sentido del lenguaje y su capacidad para comprender conceptos abstractos, su intelecto, en suma, estaba sorprendentemente intacto. Se determinó que, si bien no tenía recuerdos de los veinticuatro últimos años, su mente seguía siendo la de un adulto inteligente. Mediante dibujos esquemáticos que trazaban en el reverso de papel de desecho, mostraron a Samson y Anna que la mente no almacena de manera cronológica los conocimientos que recibe acerca del mundo, como sí hace con las experiencias. Samson podía formular ideas con tanta facilidad, en parte, porque sus recuerdos objetivos o semánticos no habían sido destruidos por completo. Ello hacía que su pensamiento tuviera un carácter inventivo y que mostrase una tendencia a establecer asociaciones entre objetos remotos, con independencia de las banales normas del hábito. Era un efecto de su pérdida de memoria, una creatividad que brotaba de una mente bien desarrollada que experimentaba el mundo como novedad.

Sin embargo, Samson fallaba en las pruebas más sencillas: «¿A qué colegio iba? ¿En qué año se casó?» Él los miraba, desconcertado y dolido por su insistencia. Una y otra vez, le hacían recitar en sentido inverso los hechos de los días —semanas ya— transcurridos desde la operación, hasta que el hilo del recuerdo se perdía en la oscuridad.

Una oscuridad larga y persistente, una pausa prolongada que no podía medirse en años. Y cuando ya parecía que se hacía interminable, acababa, y Samson emergía al otro lado, a la luz clara e inolvidable de la niñez.