Lo que él recordaba del momento en que abrió los ojos era el reloj que estaba encima de la puerta y marcaba las tres y media de la mañana. Debió de volver a dormirse, porque, al despertar de nuevo, el reloj había desaparecido y él estaba en otra habitación, que tenía una ventana con las cortinas descorridas para que entrara el sol. Después trató de recordar lo que había sentido y pensado durante aquellas primeras horas, pero, si había percibido con claridad lo que siguió, el despertar de la anestesia permanecía vago e indistinto. Él quería recuperar aquellos primeros momentos puros, sin referentes, en los que algo le había sido extirpado del cerebro y había ocupado su lugar, como el aire penetra en un vacío, la nada. No conocía otra palabra, pero olvido no era. Cuando hubo aprendido de nuevo lo que significaba olvidar, intentó explicárselo a Anna; no era como la amputación de un brazo, tras la cual el cerebro siente un hormigueo fantasma en los dedos. Era la erradicación total, la desaparición de la memoria y de su eco, y eso era lo que Anna no podía comprender, esa falta de nostalgia. Porque ¿cómo puedes echar de menos lo que, para tu mente, nunca existió? «Pérdida» tampoco era la palabra, porque ¿cómo puedes perder lo que no sabes que tenías?
Semanas después, Samson iba en el avión de regreso a Nueva York, al lado de Anna, con la cabeza rapada, una venda cubriendo la incisión y el sobre con los TAC en el regazo. Había perdido diez kilos y la ropa que llevaba —lo único que Anna había encontrado en las tiendas de baratillo próximas al hospital— era vulgar y le sentaba mal. Con el rabillo del ojo Samson veía que Anna lo miraba fijamente, pero temía que, si le hablaba, ella se echara a llorar. Confiaba en Anna, porque lo cuidaba y porque no tenía a nadie más. Cuando el avión empezó el descenso hacia La Guardia, ella le oprimió la mano y, después de aterrizar, él miró aquella mano tratando de sacar una conclusión. Durante el viaje en taxi por Queens, Samson, con la frente apoyada contra la ventanilla, iba leyendo los letreros luminosos de las calles. Cuando cruzaron el puente de Triboro y Manhattan se recortó en el cielo nocturno, Anna preguntó:
—¿Lo recuerdas?
—De las películas —respondió él, y se inclinó para mirar.
El astrocitoma benigno que le habían extirpado había sido preservado en placas portaobjetos y almacenado en el laboratorio del hospital. La biopsia indicaba que había crecido lentamente, durante meses, quizá años, sin efecto aparente. Era lo que se llamaba un tumor «silencioso», sin presencia de síntomas que alertaran de su existencia. Antes del momento en que, en su despacho de la universidad, Samson había dejado el libro que estaba leyendo al tiempo que, al hacerlo, cerraba su memoria, pudo haber pequeños fallos, lapsos en los que aquélla se le iba para volver segundos después. Pero ya no era posible averiguar si había sido así. El tumor había ido formándose en su cabeza durante mucho tiempo, como una perla maldita. Finalmente, aquella tarde de finales de mayo, poco después de acabar las clases, mientras por la ventana abierta llegaban los gritos de los estudiantes, había adquirido volumen suficiente y la presión había rebasado el límite. Entre palabra y palabra de una lectura, la memoria de Samson se borró, y así perdió todos sus recuerdos, salvo los de la niñez, que recuperó días después, al despertar en un hospital de Nevada.
Al principio, no recordaba ni su nombre. Algunas cosas, como el sabor de la naranjada, le resultaban familiares. Sabía que la mujer de la falda roja que estaba junto a su cama era bonita, pero no recordaba otras menos atractivas con que compararla. Esas primeras señales eran esperanzadoras, y las pruebas a que lo sometían los médicos indicaban no sólo que conservaba una especie de memoria intrínseca del mundo sino, lo que resultaba más prometedor, que era capaz de almacenar nuevos recuerdos. Recordaba todo lo sucedido después de la operación. Los médicos parecían desconcertados y, cuando pasaban visita con los internos, se quedaban largo rato en la habitación de Samson. Seguían inyectándole glucosa, pero al fin comprobaron que su pérdida de memoria no era consecuencia del edema. Su caso —amnesia retrógrada con pérdida de todo recuerdo concreto anterior a la intervención pero conservando la capacidad de recordar— era excepcional. Y, si bien Samson parecía haber olvidado toda su vida, sabía que las flores de la mesita de noche se llamaban amarilis y que las había llevado Anna, la mujer que estaba junto a su cama. Y una mañana, una semana después de la operación, al abrir los ojos y ver esas flores blancas, con la mirada aún borrosa, del fondo oscuro de su mente se desprendió algo así como el fragmento de un sueño que subió a la superficie.
Lo impresionó el vívido color del recuerdo, un azul luminoso. Lo sentía alrededor, cálido y suave, y mientras se movía hacia el resplandor oía sonidos amortiguados que parecían llegar de una distancia inmensa, infranqueable. Sentía alegría, a pesar de la creciente presión en los pulmones que, finalmente, lo empujó hacia arriba. Recordó que, cuando su cabeza emergió del agua, lo sorprendió el frío del aire y la nitidez de la escena, que apareció ante sus ojos con milimétrico detalle: las briznas de hierba, el cielo nocturno, las caras mojadas de dos muchachos, iluminadas por las luces de la piscina.
—¡Cuarenta y tres segundos! —gritó uno, mirando el reloj. Después tomó carrerilla por el trampolín, saltó agarrándose las rodillas y cayó levantando surtidores de espuma brillante.
Durante los días que siguieron a la operación, fueron apareciendo, con una precisión impresionante, recuerdos de su infancia. Era como si sus ojos, desconcertados por el mundo exterior, miraran hacia dentro y hubieran empezado a proyectar, igual que una cámara oscura, imágenes perfectas en las blancas paredes de su mente. Las finas grietas de un azucarero en la mesa de la cocina. Las sombras que el sol ponía en sus manos al filtrarse entre las hojas. Las pestañas de su madre. Anna se mostraba alegre cada vez que él le describía un nuevo recuerdo. Al principio, esa mujer que, día tras día, permanecía al lado de su cama y cuyas finas muñecas él podía rodear con dos dedos, era sólo eso: la oyente de sus recuerdos. Y a pesar de que le producía cierta inquietud el que ella, como un agente bien informado, conociese las fechas y lugares de aquellos recuerdos, él seguía relatándolos, porque le parecía que podría ayudarlo. Una y otra vez le describía a su madre, con la esperanza de que Anna la encontrase y se la llevara. Cuando él preguntó por qué su madre no iba a verlo, Anna se tapó la boca con la mano y volvió la cara.
—Te quiero —susurró y, con frases entrecortadas y en tono de disculpa, empezó la explicación. Él no asimilaba todo lo que ella trataba de hacerle entender. Cuando le dijo que su madre había muerto, esas palabras le hicieron el mismo efecto que una limpia fractura de hueso, y de su garganta salió un sonido que ni él mismo reconoció. Cuando, agotado, ya no pudo llorar más, quedó en silencio, con el corazón quieto y vacío.
A pesar de las advertencias de los médicos de que la recuperación de aquellos recuerdos de infancia no significaba necesariamente que Samson fuera a acordarse de hechos más recientes, Anna no perdía la esperanza. A veces sucedía, agregaban. Era como si la preservación de los primeros años fuese tan crucial que estaban protegidos por otra facultad del cerebro, celosamente guardados, hasta tal punto que, cuando una lesión cerebral destruía los demás, ellos permanecían intactos. Y ése parecía ser el caso de Samson, cuyos recuerdos, a partir de los doce años, se borraban en el tiempo como pisadas en la arena.
El taxi paró delante del edificio donde vivían, y mientras Anna pagaba la carrera, Samson se apeó. Quedó inmóvil delante de la puerta, desconcertado, incapaz de hacerse a la idea de que en esa calle vivía él desde hacía cinco años, que antes había vivido diez bloques más al sur, y antes en el centro, y antes en California, etcétera, en innumerables habitaciones, cada una con su luz y sus vistas. Aceptaba su vida pasada por cortesía, con la actitud que se adopta al hablar con un creyente. Y, aunque no sabía casi nada de la mujer que en ese momento se acercaba a él, deseaba complacerla o, por lo menos, no disgustarla más de lo que ya lo estaba.
Cuando Anna metió la llave en la cerradura, él oyó a un perro gañir y arañar la puerta, muy excitado.
—Es Frank —explicó Anna, forcejeando con la llave. Samson observó que le temblaba la mano, e iba a ofrecerle ayuda cuando la llave giró y ella abrió la puerta. El perro saltó sobre Samson empujándolo contra la pared.
—No, Frank, quieto —dijo Anna, cogiéndolo por el collar y tirando con suavidad.
Frank se volvió y le lamió la mano. Ella le acarició la cabeza y el perro se sentó, aceptando la caricia y contemplando a Samson con curiosidad. A cada palmada, ella tiraba de la piel de la frente del animal agrandándole los ojos, lo que daba a su cara una cómica expresión de sorpresa. Samson se echó a reír y el perro, zafándose de la mano de Anna, lo obsequió con una serie de resoplidos y muestras de alegría. Él sintió el impulso de abrazar al animal, de hundir la cara entre sus suaves orejas y tumbarse en el suelo a su lado.
Anna encendió las luces y Samson y Frank la siguieron hasta la sala. Las paredes estaban cubiertas por centenares de libros y el suelo de madera, por unas alfombras de colores desvaídos. Diseminados por la habitación había sillones y lámparas que Anna iba encendiendo. Era un ambiente agradable y Samson lo contemplaba tratando de asociarlo con la mujer que en ese momento lo recorría. En cierto modo, era como ella, tenían cierta afinidad.
Cuando la habitación estuvo iluminada —«como un escenario», pensó Samson—, ella se volvió a mirarlo. Tenía el cabello largo y oscuro, y una cara que parecía distinta cada vez que él la miraba. Había oído a los médicos advertirle que no esperase nada de él y que al principio no insistiera en hacerle recordar. Que no lo mirase con ansia ni expectación, como ahora. Él desvió la mirada hacia los libros y las plantas que adornaban el alféizar de las ventanas, y cuando cerró los ojos creyó sentir una especie de aleteo, como el de una paloma extraviada, contra la claraboya de su cerebro.
—¿Los has leído todos? —preguntó.
Anna miró las estanterías.
—Tú los has leído —repuso ella.
Más adelante, durante las largas tardes que pasaba en la biblioteca, Samson leía relatos de casos milagrosos en los que se concedía a los ciegos el don de la vista. Cuando les quitaban las vendas, sus familiares los rodeaban para ser testigos de la revelación. «¡Vaya, conque así es el mundo!» Pero la revelación nunca se producía, porque ver no significa forzosamente percibir. El cerebro no identificaba las formas que los nuevos videntes descubrían, pues no estaba preparado para asimilar el concepto de espacio. Los colores eran ajenos al mundo que habían construido a base de tiempos y sonidos.
La lectura de esos relatos —el aliento en suspenso, el repentino asalto de la luz y, luego, la confusión, la incapacidad de reconocer y reconocerse— le recordaba a Samson los primeros días de su vuelta a casa. Anna, las habitaciones de la casa, sus propios objetos personales: Samson los veía, pero no tenían la carga de un significado. Y los recuerdos de su niñez, aunque bien definidos, parecían poseer un carácter místico, como si cada cosa, al no estar seguida de un proceso de asociaciones y experiencias, fuera casi el arquetipo de sí misma.
La segunda noche que Samson pasaba en casa, Anna, agotada, se quedó dormida antes que él. Tendido a su lado en la oscuridad, él respiraba despacio, para no despertarla. Oía el zumbido de coches que circulaban bajo la lluvia y las risas de la televisión que subían del piso de abajo. Se sentía a disgusto en la cama, pero no se le ocurría ningún otro sitio en el que hubiera preferido estar. Aunque no recordaba nada de los muchos años transcurridos desde su niñez, su habitación de entonces parecía pertenecer a un mundo desaparecido que hubiera existido hacía mucho tiempo. A pesar de lo difícil que le resultaba adaptarse y de su confusión, no se sentía un niño de doce años sino un hombre de treinta y seis. Sólo que no lograba recordar cómo había llegado a ser quienquiera que ahora fuese.
Tras los días de confusión que siguieron a la operación, tras aquel lento despertar de la inconsciencia a las circunstancias de su estado, Samson agradecía encontrarse por fin a solas con sus pensamientos. Eran muchas las cosas que ignoraba —cómo había muerto su madre, si había estado enamorado de Anna, si había sido un hombre bueno—, pero aún no tenía el valor, ni siquiera los medios, para averiguarlo. Aún no sabía cómo salvar la distancia entre él mismo y la otra persona con un contacto, una pregunta.
Se volvió hacia Anna, con cuidado, para no despertarla. Era la primera vez que podía mirarla realmente, estudiarla sin encontrarse con sus ojos, que siempre parecían estar pidiendo algo. Aunque poco a poco empezaba a comprender su situación, la sensación no era tanto la de que él había olvidado el tiempo como la de que el tiempo lo había olvidado a él. De que se había quedado dormido en una vida y, de algún modo, había pasado a esa otra mediante el nexo de una común palpitación que había preservado un vestigio de memoria de quién era él. De todas las cosas que le habían instado a creer, la más extraña era la de que esa mujer que dormía a su lado era su esposa.
Samson la miraba, inerte y húmeda en el sueño, tratando de reconocerla. Contempló sus brazos desnudos y el arco de sus dedos, y cerró los ojos, buscándolos. Registraba la oscuridad tratando de hallar algo de ella que pudiera haber quedado atrás, como un perfume.
Se acercó. Deseaba tocarla, para sentir cómo era él. Deseaba meterse en el papel de Samson Greene igual que el personaje de una película se viste con la ropa y conduce el coche de otro para asumir su personalidad. Como si, al posar la palma de la mano en el surco de su cintura, imitando los gestos de Samson Greene, pudiera recuperar el pasado. Existe lo que se llama la memoria táctil, la sensación de frío, aspereza, suavidad, y se preguntaba si, perdido en su interior, no estaría el tacto de Anna.
Percibía su olor, un poco dulce. La respiración hacía oscilar su pecho, la batista del camisón se tensaba sobre la curva del seno. ¿Cuántas veces lo habían rozado sus dedos, distraídamente, hasta que ella ya no se retraía por instinto? Si en ese momento la tocara sin despertarla, ¿respondería ese cuerpo a la caricia de su mano o, en algún lugar profundo donde guardaba su propia historia de mil contactos, detectaría una diferencia? Cuerpo inteligente que elude el roce, dando media vuelta, resentido. No solían tocarse, ni en el hospital ni desde que estaban en casa. Él no acercaba la mano a ella, y ella debía de comprender sus escrúpulos. A Samson le resultaba más fácil acariciar al perro. Anna había empezado a desnudarse para ir a la cama, y él se sintió turbado cuando ella, al volverse, lo pilló mirándola fijamente. La visión de su pálido cuerpo a la media luz del dormitorio lo había asustado.
Si la memorizaba, al día siguiente podría mirarla y recordar. Era lo que ella quería. Empezó por la cara, por el arco de las cejas. ¿Cómo se movían? Una imagen de su madre acudió a su mente, su manera de enarcar las cejas cuando algo la sorprendía. Recordó el cajón de las marionetas con que solía jugar. Imaginó hilos atados a la frente, los hombros, los codos y los dedos de Anna. ¿Qué pasaría si de pronto ella se movía, si se levantaba de la cama y se acercaba a la ventana? Cuando estuviese en la franja de oscuridad, fuera de la luz de la farola, él tiraría del hilo de la muñeca derecha para hacer que le rozara la mejilla y soltaría el hilo de la coronilla para que bajase la cara y la escondiera en la mano. Ahora él mantenía su propia mano sobre ella, y era tan intenso el deseo de tocarla que creyó que iba a asfixiarlo. Empezó a bajar la mano, pero, justo antes de rozarla, Anna se volvió, se apretó contra él y apoyó la cabeza en su pecho. Él, acobardado, se quedó inmóvil, con la mano por encima del colchón vacío.
Todavía con el brazo levantado, Samson se deslizó fuera de la cama. Se sentía ridículo y avergonzado, y al ver la puerta cerrada le pareció que el dormitorio se le venía encima. Sintió un deseo irresistible de verse fuera de allí. Hizo girar el picaporte, salió a la sala y, con el corazón acelerado, fue hacia la puerta de la escalera.
Oyó un ruido procedente de la cocina y se quedó como clavado en el suelo. Entonces apareció el perro, haciendo sonar las chapas de identificación, se detuvo y lo miró con la cabeza ladeada.
—Chist —dijo Samson.
Frank se acercó corriendo, giró sobre sí mismo y se sentó a su lado. Permanecieron un momento así, de cara a la puerta los dos. Samson se agachó y acarició al animal.
—Eh, tío.
Frank le resopló en la cara.
Samson encendió una lámpara. La sala estaba sembrada de servilletas de cóctel y vasitos de plástico, de la fiesta de bienvenida que Anna le había ofrecido por la tarde. No le había dicho nada hasta que sonó el timbre y empezó a llegar gente, para él perfectos desconocidos, que lo abrazaban y le estrechaban la mano, haciendo cola para saludarlo, mientras él permanecía sentado en un sillón, con cara de circunstancias, como un Santa Claus idiotizado. Cada uno parecía confiar en ser aquel que él recordaría, como si ser reconocido constituyese una especie de premio del millón.
Enseguida se vio que lo de organizar una fiesta no había sido una buena idea. Una serie de personas, incómodas, alrededor de las galletas saladas y el queso. Niños que se pegaban a sus padres, con una sonrisita nerviosa, como si se les hubiera dicho que los llevaban a ver a un enfermo al que por nada del mundo había que dar a entender que estaba muriéndose. Samson no sólo no reconoció a nadie, sino que fue incapaz de recordar nombres por más que se los repitieran, de modo que, durante las casi dos horas que duró aquello, cada vez que alguien se acercaba a hablarle, empezaba por dar su nombre, en voz alta, como si además de amnésico fuera sordo. Al principio, consciente de que toda esa buena gente había ido con la intención de compartir algo con él, Samson trataba de colaborar, sonriendo y sosteniendo a niños en las rodillas. Pero pronto la algarabía de voces empezó a aturdirlo, y la fiesta tuvo un triste final cuando Samson se encerró en el baño y susurró al niño que insistía en tirar del picaporte que por favor fuera a otro sitio a hacer pipí, porque él no se encontraba bien.
—Lo siento —dijo Anna en voz baja a través de la puerta, cuando todos se hubieron marchado—. Lo siento muchísimo.
Samson salió y, al ver que a Anna se le llenaban los ojos de lágrimas, pensó que, si no la abrazaba, acabaría por romperse.
Ahora se paseaba por la sala, examinando lo que había en ella, como el que se queda solo en una casa extraña. En un estante vio una foto suya, sentado en un murete, sobre un fondo de hojas de un rojo intenso. Se acercó y la estudió, buscando indicios de lo que podía estar pensando en el momento en que se disparaba el obturador. Recordó lo mucho que se había asustado el día en que, a los tres años, viendo un programa de televisión, se descubrió a sí mismo en la pantalla, sentado en el suelo como los indios, con los otros niños, entre el público del estudio. El zoom amplió la imagen de su cara. No se lo dijo a nadie, pero creyó haber estado en dos sitios a la vez, y durante años tuvo la vaga sensación de que por ahí debía de andar otro Samson. Con el tiempo, a falta de otras pruebas, la noción del otro fue borrándose poco a poco, como la de un amigo imaginario, hasta que lo olvidó por completo.
Miró las fotos, una a una. Era mejor imaginar que el hombre que aparecía allí no era él sino un desconocido. No le resultó difícil, porque aún no se había acostumbrado a su propia cara. Cuando pasaba por delante de un espejo sentía náuseas, el reflejo primitivo del animal al que, de pronto, le falla el instinto. No sabía qué esperaba ver. Todavía no se había formado una imagen mental de sí mismo.
Se sentía nervioso y mareado, y procedió apresuradamente a poner boca abajo todas las fotos que había en la habitación. Empezó a pasearse entre los muebles, como si fuera el pequeño salvaje criado por los lobos de aquel cuento que había leído de niño, que la primera noche que pasa en una casa no hace más que buscar una salida, presa del pánico. Pasaba los dedos por el lomo de los cientos, quizá miles, de libros. Le irritó verlos tan ordenados y sacó algunos al azar. No satisfecho con ello, cogió grandes brazadas. Cayeron al suelo papeles que estaban entre las páginas, entradas de cine, recortes de periódico y una postal de un faro.
Miró el reverso: «18 de agosto, 1994. Querida Anna: hoy he terminado la última página y ahora estoy pensando en ti.» Eso era todo lo que había escrito. Debió de soltar el bolígrafo, contemplar el agua, poner la postal entre las páginas del libro y olvidarse de ella. De pronto, lo enfureció que el hombre que él había sido pudiera dejar una frase a medias, olvidarse impunemente de terminar de escribir una postal para su esposa. Un hombre capaz de marcharse y regresar, capaz de escribir a casa o no, capaz de cerrar el libro y desaparecer en plena tarde… sin que se le tuviera en cuenta. Un hombre que no era un tipo raro, al que perros y niños por igual reconocían y querían. Rompió la postal y abrió la ventana. Le sorprendió notar en la cara el calor de las lágrimas. Se asomó cuanto pudo y abrió la mano, y mientras caían los fragmentos del faro se metió los nudillos en la boca y lanzó un grito tan agudo que casi no se oyó.
Vio los trocitos de cartulina posarse en la acera. Una mujer que se acercaba andando deprisa se detuvo y miró hacia arriba. Samson se retiró de la luz. El olvido era ajeno a su voluntad, e irreversible; ni aun queriendo podría recuperar el tiempo perdido. Lo enfurecía no haber tenido opción: dormirse en la plena libertad de la infancia y despertar veinticuatro años después, en una vida que no reconocía como propia, rodeado de personas que esperaban que fuese alguien que a él no le parecía haber sido nunca.
Cuando volvió a la habitación, Anna estaba otra vez en su propio lado de la cama. La miró al débil resplandor de la farola y se sintió impresionado por su belleza. Se echó en la cama y cerró los ojos. Con el sueño llegó el olvido. Allí se sentía él en su terreno.