Lo encontraron en mitad del único tramo asfaltado que atraviesa Mercury Valley. Iba desaliñado como un vagabundo. Cuando los policías detuvieron el coche a su lado, les dirigió una mirada inexpresiva, en la que no había sorpresa ni gratitud. El hombre parecía desconcertado por sus preguntas, y no hacía más que recorrer el desierto con la mirada. No se resistió a que lo registraran. Abrieron la billetera y contaron veintitrés dólares y monedas. Cuando le leyeron su nombre y dirección, permaneció impasible. Ese hombre del traje sucio apenas se parecía al de la foto del permiso de conducir del estado de Nueva York, de mirada franca y gesto sereno; el sol le había oscurecido las facciones y el polvo del desierto se le había incrustado en los pliegues de la piel acentuándolos de tal modo que nadie habría dicho que sólo tenía treinta y seis años. Los policías pensaron que la billetera debía de ser robada, y, aunque era evidente que el hombre estaba deshidratado y confuso, lo esposaron y lo condujeron hasta el coche. Él se quedó rígido en el asiento trasero, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante y la mirada fija en la carretera. Lo llamaban Samson, no porque creyesen que ése fuera su nombre verdadero, sino porque así constaba en la documentación que llevaba encima.
Mientras lo examinaban en la sala de Urgencias del hospital de Las Vegas, uno de los policías solicitó por teléfono información sobre Samson Greene, nacido el 29 de enero de 1964. Cuando se averiguó que Samson Greene llevaba ocho días desaparecido y que había sido visto por última vez una tarde saliendo de la Universidad de Columbia en dirección a Broadway, el caso empezó a ponerse interesante. Un funcionario de la comisaría Veinticuatro de Manhattan remitió al policía a la agencia del Servicio Social en que trabajaba la esposa de Samson. Tras exponer el caso a tres personas, el agente por fin consiguió hablar con ella.
—¿Diga? —preguntó la mujer en voz baja, ya informada de quién estaba en el otro extremo de la línea—. ¿Está vivo?
Siguió una conversación confusa: ¿cómo que no estaban seguros de que fuera él? ¿Acaso no ponía Samson Greene en el permiso de conducir? El policía no se atrevió a contestar: «Señora, Samson Greene podría estar en una zanja de los alrededores de Las Vegas con un cuchillo clavado en el pecho por el hombre que ahora puede acreditar ser miembro del Racquet Club de West Side, de la Facultad de Literatura Inglesa de Columbia y del Museo de Arte Moderno.»
—¿Tiene su marido alguna señal distintiva? —preguntó el policía.
—Sí; una cicatriz en la parte interior del brazo izquierdo. —Ella hizo una pausa, como si tuviese delante a Samson y estuviera inspeccionando su cuerpo—. Y un lunar en un omóplato.
El policía dijo que volvería a llamarla en cuanto supiera algo y le dio el número de teléfono de atención al público, pero ella insistió en esperar, de modo que dejó el auricular colgando mientras iba a comprobar si el que estaba en la camilla era el marido. Una enfermera que pasaba por allí cogió el auricular, dijo «¿Oiga? ¿Oiga?» y, al no recibir respuesta, colgó. Al cabo de un minuto sonó el teléfono, pero, como no había nadie cerca, siguió sonando con llamadas perentorias, separadas por un silencio breve y angustiado.
Más tarde, por los billetes de autobús que encontraron en un bolsillo y la información de un par de testigos —una camarera y el encargado de un motel de Dayton, Ohio— confirmada por las imágenes trémulas y borrosas de las cámaras de seguridad, consiguieron reconstruir casi todo el viaje. Cuando mostraron las cintas a Samson, éste sonrió y sacudió la cabeza, porque no recordaba dónde había estado ni por qué había ido a aquellos sitios. Inexplicablemente, esas imágenes hicieron que Anna Greene, sola con su tristeza, deseara a su marido más que nunca desde que habían empezado a compartir la cama, el coche, el perro y el baño. En una de ellas, la única en la que se le veía el rostro con claridad, Samson estaba frente al mostrador de un motel de las afueras de Nashville. Tenía la billetera abierta en la mano y la cara levantada con una expresión tan plácida y absorta como la de un niño.
Mientras Anna contemplaba desde el avión la rugosa superficie de Nevada, cruzada por una vena reluciente que conduce a Las Vegas, el doctor Tanner, neurólogo, examinaba un TAC del cerebro de Samson. Para cuando Anna llegó al hospital, sin asear y arrastrando una maleta pequeña en la que no sabía lo que había metido, los médicos ya habían diagnosticado a Samson un tumor que, durante meses desperdiciados en el trabajo y el sueño, había estado imprimiendo en su cerebro su presión arbitraria y perniciosa. A pesar de que aún estaban en mayo, Anna había tenido que soportar un calor asfixiante durante el viaje desde el aeropuerto, y ahora, en el refrigerado hospital, tiritaba con la húmeda blusa pegada a la espalda. No comprendía, y nadie había podido explicarle, cómo había llegado Samson hasta el desolado lugar del desierto de Nevada en que lo habían encontrado. Le costaba asimilar lo que el doctor Tanner le decía desde el otro lado de la mesa.
—Es del tamaño de una cereza y presiona el lóbulo temporal del cerebro, probablemente se trate de un astrocitoma pilocítico juvenil.
En su mente —despejada y libre de la amenaza de la enfermedad—, Anna visualizó una cereza, oscura y reluciente, incrustada en la materia gris. Un día, hacía cinco o seis años, mientras viajaban por Connecticut, habían dejado la carretera siguiendo la flecha de un letrero en el que se leía «Venta de cerezas». Regresaron a casa a la luz del atardecer de principios de verano, con dos cestas llenas, los dedos manchados y las ventanillas abiertas, aspirando el olor de la hierba recién segada. Mientras oía la voz amable y sosegada del doctor, Anna intuía que tenía ante sí a un hombre feliz, un hombre que vuelve a casa en su automóvil insonorizado, escuchando una emisora de música clásica, a reunirse con una esposa de risa fácil y clara, un hombre que, al despertar por la mañana, no mira las desgracias que la noche anterior dejó en la silla. Anna sentía envidia de él, envidia de las enfermeras que andaban por el pasillo y que debían de sentirse muy ufanas con su uniforme almidonado, envidia de los camilleros y envidia del hombre de la limpieza que pasaba su mopa gris por el linóleo.
El doctor Tanner continuó:
—Después de la intervención, haremos una biopsia, y confiemos en que sea benigno. —Esta última palabra a Anna se le antojó desabrida, como todos los eufemismos, tal como se lo había dicho Samson un día. El doctor Tanner dio la vuelta al TAC y se lo acercó, inclinándose para seguir con el capuchón del bolígrafo el atlas del cerebro de Samson, deteniéndose en una isla amarilla en medio de un continente azul—. Por el momento parece regirse por una especie de piloto automático, y presenta una conciencia lo bastante desarrollada como para permitirle atravesar el país solo. Pero es imposible determinar si todas las funciones de su memoria han quedado destruidas definitivamente, ni los daños que pueda causar la intervención en sí.
Anna miró por la ventana al jardín del hospital, que el regular aporte de agua de los aspersores mantenía verde. Ella tenía treinta y un años y hacía casi diez que vivía con Samson. De pronto recordó aquel dolor de muelas que tuvo él, tan fuerte que le hizo llorar, y, sin saber por qué, el ramo de flores que él le envió para felicitarla por su cumpleaños, en día equivocado. Miró al doctor Tanner, estudiando su expresión. Al fin dijo:
—Si lo extirpan y es benigno, ¿se pondrá bien? —Con «ponerse bien» quería decir «ser el de antes».
—Me parece que no lo entiende —respondió el doctor Tanner con esa compasión en la voz que a veces se confunde con la lástima—. Es posible que pierda la memoria. —Hizo una pausa, una de esas hondas pausas típicas de los médicos, mientras dejaba descansar los dedos en el cerebro de Samson—. Probablemente no recuerde quién es usted.