—¡QUIERO VER A MI COMPAÑERO! —chillaba Ferdinard por el pequeño comunicador de su cabecero. Había estado pidiendo ver a alguien durante un rato, había preguntado dónde estaba y había exigido que le dejaran marcharse, pero solo había obtenido un breve «Pronto, señor» en un feo tono monocorde y monótono.
Ahora estaba furioso.
Estaba a punto de gritar algo más cuando la puerta de su espacioso compartimento se abrió.
Un par de hombres vestidos de blanco con brazaletes médicos en ambos brazos entraron en la habitación.
—¡Por fin! —exclamó.
Luego vio a alguien más: era Malhereux, vestido con un traje de rehabilitación blanco. El panel en su pecho desplegaba una tranquilizadora luz verde.
—Mal…
—¡Fer! —exclamó su socio—. ¡Por las galaxias, Fer, estás bien!
—¡Eso creo! —dijo su compañero—. ¿Y tú?
Un par de hombres vestidos con trajes elegantes accedieron a la sala detrás de Malhereux.
—¡Claro que está bien! —dijo uno de ellos—. ¡Todos estamos bien! ¡Por favor, tomen asiento!
Unos pequeños asientos de color blanco brotaron de los paneles de la pared con una ausencia total de ruido.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Ferdinard.
—¡Dímelo tú!
—¡Ah, cuánta impaciencia y excitación! —dijo el hombre extendiendo los brazos—. ¡Es sin duda una buena noticia!, ¡estamos todos eufóricos! Pero siéntense, por favor, y les explicaré.
Malhereux se sentó en uno de los bancos, y Ferdinard pensó en reclinarse sobre la cama pero decidió ir donde estaba su amigo. Se sentó a su lado. El resto de los hombres permaneció de pie, con expresiones graves en el rostro. Tan solo el hombre que había hablado parecía sonreír, pero con esa sonrisa fría, demasiado forzada. Ferdinard supo al instante que era alguien acostumbrado a dar la cara; era su trabajo, sin duda, pero aún se preguntaba en qué tipo de situación estaban metidos. Había pensado mucho cuando se recuperaba: ¿habían sido rescatados, o era otra cosa? ¿Estaban quizá prisioneros, detenidos por asaltar una instalación privada con el objetivo claro de denunciarlos?
—Soy el Señor Hermoso —dijo, sonriendo—, y represento a la División de Producción del Grupo Emsel-Moligan.
Ferdinard abrió mucho los ojos.
—Emsel-Moligan… —exclamó, perplejo.
Emsel-Moligan era un grupo enorme, una corporación intergaláctica impresionante dedicada a la producción y retransmisión de todo tipo de canales, con presencia en casi todo el Universo conocido. En los canales de noticias de la competencia, que no eran, por descontado, ni tantos ni con tanta presencia, se dedicaba un tiempo precioso a difundir noticias que trataban de desprestigiar a Emsel-Moligan sobre prácticas condenables, chanchullos financieros y otros asuntos oscuros sobre tratos con algunos de los grupos de mercenarios más importantes de la galaxia con el único fin de conseguir espectáculo y noticias escabrosas. Casi todas esas denuncias acababan en litigios que, en todos los casos, ganaba Emsel-Moligan, socavando la capacidad financiera de los grupos más pequeños.
—Así es. Quiero explicarles lo que les ha ocurrido, ya que… naturalmente, aún no lo saben. Al parecer dieron ustedes con un escenario prototipo de un programa nuevo sobre el que estamos trabajando, uno donde nuestros invitados deben superar pruebas y circunstancias imprevistas mientras tratan de sobrevivir en un escenario, por supuesto, totalmente seguro y controlado, pero… —carraspeó brevemente— …hostil, ¡en apariencia!
Malhereux y Ferdinard se miraron.
—¿Qué?
—Cuando llegaron ustedes —siguió diciendo el hombre—, nuestro personal estaba esperando al grupo de invitados de prueba. Ellos debían, sin saber nada, probar todo el sistema antes de comenzar la producción. Naturalmente les confundieron con ellos y empezaron con el programa de… entretenimiento, que habíamos diseñado.
—¿Un… programa de… entretenimiento? —graznó Malhereux.
—¡Eso es! Puro y simple entretenimiento. Naturalmente nunca corrieron ningún peligro… Estaban constantemente monitorizados por el equipo de control que vigilaba todos sus pasos y decisiones, hasta el gran momento cumbre final.
—¿Se refiere a cuando casi morimos asfixiados? —preguntó Malhereux, atónito y perplejo.
Ferdinard escuchaba con la boca tan abierta que casi le tocaba el cuello.
—Como he dicho, para ustedes todo parecía real ¡esa es la magia del programa!, ¡un espectáculo concebido para ser sentido y experimentado como si de una experiencia real se tratase! Nunca estuvieron en peligro.
—Entonces… los hombres congelados… —dijo Malhereux.
—¡No eran más que hielo esculpido!
—¿Y los robots? —preguntó Ferdinard.
—Nunca les hubieran hecho daño. ¡Estaban especialmente construidos para aparentar perseguirles!
—Mi brazo…
—Oh, un pequeño accidente, un rasguño sin importancia —exclamó el hombre, volviendo a recuperar su estridente sonrisa.
—¿Y el ordenador? —preguntó Ferdinard.
—¡No existe, por supuesto! —contestó riendo—. Esa tecnología… sería del todo descabellada, ¿no creen? Fueron realmente muy ingenuos creyéndose que una máquina así podría existir. La voz del ordenador era uno de nuestros actores. La chica se llama Luda Bevan, ¡tiene un talento extraordinario!
—No puedo creerlo… —dijo Malhereux—. No… no tiene sentido.
—Un programa de entretenimiento… —susurraba Ferdinard.
—Voy a denunciarles —dijo Malhereux de pronto—. ¡Me… nos han producido graves trastornos psicológicos, por no hablar de la herida en el brazo! ¡Casi nos asfixian!
El hombre carraspeó brevemente y volvió a dedicarle una enorme sonrisa.
—Si observa su brazo —exclamó—, verá que ha sido completamente repuesto. Hemos usado un regenerador bioquímico de reemplazo para generar toda la masa de carne que había perdido con la herida. ¡Cuando lo observe verá que no tiene ni siquiera una pequeña cicatriz!
Malhereux se tocó el brazo con incertidumbre; parecía ser cierto. Ni siquiera notaba dolor. Al tacto, parecía absolutamente normal, como si nunca hubiera sufrido ninguna herida.
—A pesar de eso les demandaré —masculló—. Lo que han hecho con nosotros es…
—Bien, puede hacerlo, si quiere —exclamó el hombre—. Pero quiero que recuerden que ustedes se adentraron en una instalación privada sin autorización y forzaron material propiedad de Emsel-Moligan, dañando en algunos casos dicho material.
—¡Nosotros no…!
—Emsel-Moligan —siguió diciendo el hombre— interpondrá una demanda contra ustedes y tendrán que abonar el coste del transporte a esta estación, el transporte de su nave, los servicios médicos que han disfrutado así como su manutención estos días. También tendrán que abonar el coste de las reparaciones y de todos los recursos que han utilizado cuando confundieron a nuestro personal por no hablar del perjuicio gravísimo que han ocasionado retrasando la emisión del programa. Tenemos contratos. Hablamos de millones de créditos.
Ferdinard pensaba rápidamente. De repente, esa interminable retahíla le estaba produciendo dolor de cabeza.
—Un momento… —dijo.
El hombre se apresuró a seguir hablando.
—Pero estoy seguro de que ninguno queremos litigios inútiles y desagradables. Quiero que sepan que Emsel-Moligan se preocupa por la gente y queremos agradecerle su visita a nuestras instalaciones con una transferencia de cincuenta mil créditos si firman un documento donde acuerden no hablar de nuestro programa de entretenimiento, por motivos que se comprende, claro.
Ferdinard arrugó el entrecejo.
—Cada uno… —dijo Malhereux.
El hombre se quedó inmóvil unos instantes, como un autómata al que acabaran de desconectar de su batería de células energéticas.
—De acuerdo —dijo, desplegando otra vez su sonrisa—. ¡Cincuenta mil créditos por cabeza! Firmarán el documento y podrán marcharse.
Mientras Malhereux asentía vigorosamente, con cifras de varios dígitos revoloteando animadamente por su cabeza, Ferdinard se miró las manos, pensativo. Los diferentes eventos que había vivido en el complejo regresaron inesperadamente a su mente, tan vívidos… preñados de sombras contrastadas, sonidos y detalles tan calculados e imposibles que le resultaba difícil aceptar que hubiera estado en un escenario «controlado». Ni siquiera en un escenario; no había faltado detalle, en absoluto. Era todo tan absolutamente verosímil, incluyendo las respuestas de Sally… Y Enclave… Aquella voz desesperadamente burlona en ocasiones, y tan maquinal y monocorde en otras…
El hombre continuó parloteando durante un rato sobre cláusulas importantísimas en el documento que debían firmar, mencionando crudísimas penalizaciones si revelaban cualquier detalle, por nimio que fuera, sobre las instalaciones y los elementos que contenían, y sobre toda la experiencia en general. Pero Ferdinard se perdió entre tanta palabrería. Estaba cansado todavía, demasiado cansado como para haber tenido solamente un episodio de asfixia. Se recostó sobre el panel de la pared y se dejó llevar por el tedioso susurro legal de las palabras del hombre mientras Malhereux parecía asentir a todo lo que decía.